El viaje desde Tsarskoe Selo hasta Beloostrov en la frontera finlandesa duró siete horas, pese a que la localidad no estaba muy lejos de San Petersburgo, debido a que Fiodor tuvo la precaución de tomar todas las carreteras secundarias. Nicolás le había dicho que viajar de esa manera sería más seguro, aunque llevara más tiempo. Para asombro de Eugenia, cruzaron la frontera sin problemas. Les hicieron algunas preguntas, pero de repente Eugenia pareció encogerse como una viejuca y Zoya puso cara de chiquilla desvalida. Fue Sava la que en última instancia las salvó. Los soldados fronterizos se entusiasmaron con la perrita y tras un angustioso momento de espera, les indicaron por señas que prosiguieran. Los tres fugitivos suspiraron de alivio y la troika se puso en movimiento, tirada por los caballos de Nicolás. Fiodor tuvo la astucia de utilizar los viejos arreos traídos de San Petersburgo y no las guarniciones de las caballerizas del zar, de muy fácil identificación por el águila de dos cabezas.
El viaje desde Beloostrov hasta la localidad finlandesa de Turku duró dos días enteros y, cuando llegaron muy entrada la noche, Zoya estaba tan entumecida que apenas podía moverse. Su abuela casi no podía andar cuando las ayudaron a salir, y hasta Fiodor parecía en extremo fatigado. Alquilaron dos habitaciones en una pequeña posada. A la mañana siguiente, Fiodor vendió los caballos por una suma ridícula. Luego subieron a un rompehielos rumbo a Estocolmo. Pasaron otro interminable día en el barco que navegaba muy despacio en las aguas congeladas que separan Finlandia de Suecia. Ensimismado cada uno en sus propios pensamientos, los tres viajeros apenas hablaron.
Llegaron a Estocolmo a última hora de la tarde, justo a tiempo para un tren nocturno con destino a Malmö. Una vez allí, a la mañana siguiente tomaron el transbordador que las conduciría a Copenhague, donde durmieron en un pequeño hotel. Eugenia llamó a los amigos de la tía del zar, pero no estaban. Al día siguiente abandonaron Copenhague a bordo de un buque británico que los llevaría a Francia. Zoya estaba completamente aturdida y el primer día de travesía lo pasó muy mareada. A su abuela le pareció que tenía fiebre, pero era difícil saber si estaba enferma o simplemente agotada. Después de seis días de viaje en troika, en barco y en tren, los tres estaban completamente exhaustos. Incluso Fiodor aparentaba haber envejecido diez años en una semana. Sin embargo, lo que más les dolía era el haber abandonado su patria. Apenas hablaban, dormían muy poco y casi no sentían apetito. Era como si tuvieran los cuerpos llenos de tristeza y no pudieran introducir nada más en ellos. Lo habían dejado todo a sus espaldas, un estilo de vida, mil años de historia, personas amadas que habían perdido. El dolor era tan insoportable que Zoya anheló en su fuero interno que los submarinos alemanes hundieran el barco durante la travesía a Francia. Fuera de Rusia, la gente tenía miedo, no de la revolución, sino de la Gran Guerra. Sin embargo, Zoya pensaba que el morir a manos de alguien sería mucho más fácil que enfrentarse con un nuevo mundo que ella no quería conocer. Recordó las veces que habían soñado con María visitar París. Les parecía tan romántico entonces pensar en elegantes mujeres y en los preciosos vestidos que se comprarían. Ahora todo eso estaba olvidado. Solo tenían la pequeña suma de dinero que su abuela había pedido prestada al zar y las alhajas cosidas en la ropa. Eugenia ya había decidido vender las que fueran necesarias en cuanto llegaran a París. Por otra parte, tenían que pensar también en Fiodor, el cual prometió buscar trabajo enseguida y ayudarlas en todo lo posible. No quiso permitir que viajaran solas. En Rusia ya no le quedaba nada y no se imaginaba una vida sin servir a los Ossupov. Se hubiera muerto de pena si lo hubieran dejado. Durante el viaje a Francia, se mareó tanto como Zoya y lo pasó muy mal porque nunca había estado en un buque.
– ¿Qué haremos, abuela? -preguntó Zoya, y miró tristemente a la condesa en el pequeño camarote.
Atrás había quedado la grandeza de los yates imperiales, los palacios, los príncipes y las fiestas. Atrás el calor y el cariño de la familia, las personas conocidas, sus formas de vida e incluso la seguridad de saber que al día siguiente tendrían suficiente para comer. Solo les quedaban sus vidas y Zoya no estaba muy segura de apreciar la propia. Quería regresar a Rusia junto a Mashka, retrasar el reloj y volver a un mundo perdido poblado por personas ahora inexistentes. Su padre, su hermano, su madre… Zoya se preguntó si María ya estaría mejor.
– Tendremos que buscar un pequeño apartamento -contestó su abuela.
Eugenia llevaba mucho tiempo sin visitar París. Viajaba muy poco desde la muerte de su marido. Pero ahora tenía que pensar en Zoya. Debía ser fuerte por el bien de la muchacha. Pidió a Dios vivir lo bastante como para poder cuidarla, pero ahora no era Eugenia quien corría peligro, sino Zoya. La joven estaba muy enferma y sus ojos parecían más grandes que nunca en su pálido rostro. Cuando la condesa le tocó la frente, comprendió inmediatamente que tenía fiebre alta. Aquella noche, Zoya empezó a toser y su abuela temió que hubiera contraído una pulmonía. A la mañana, la tos se agravó. Cuando en Boulogne subieron al tren que las llevaría a París, la condesa descubrió manchas en su rostro y sus manos. La obligó a levantarse el jersey y ambas comprendieron que se trataba del sarampión. Eugenia estaba ahora más ansiosa que nunca por llegar a París. El viaje en tren duró cuatro horas y llegaron pasada la medianoche. Frente a la Gare du Nord había media docena de taxis y la condesa pidió a Fiodor que fuera por uno mientras ella ayudaba a Zoya a bajar del tren. Con gran esfuerzo, la joven se apoyó en su abuela con el rostro súbitamente arrebolado. Tosía muchísimo y casi deliraba a causa de la fiebre.
– Quiero volver a casa -gimoteó, abrazando a la perrita.
Sava había crecido y la muchacha casi no podía con ella cuando salió con su abuela de la estación.
– Enseguida nos vamos a casa, cariño. Fiodor ha ido en busca de un taxi.
Zoya se echó a llorar y miró a su abuela como una chiquilla extraviada.
– Quiero volver a Tsarskoe Selo.
– Tranquilízate, Zoya, tranquilízate…
Fiodor les hizo señas, agitando las maletas, y Eugenia ayudó cuidadosamente a Zoya a caminar y subir al viejo taxi. Amontonaron sus pertenencias en el asiento delantero, junto a Fiodor y el taxista. Ellas se acomodaron en el asiento trasero. No tenían reservas en ningún sitio, no sabían adónde ir y el taxista era viejo y sordo. Los jóvenes habían marchado a la guerra y en París solo quedaban los viejos y los enfermos.
– Alors… On y va, mesdames? -El hombre se volvió sonriendo y le sorprendió ver llorar a Zoya-. Elle est malade? -Eugenia explicó que no estaba enferma sino muy cansada-. ¿De dónde vienen ustedes? -preguntó el taxista, charlando animadamente mientras Eugenia intentaba recordar el nombre del hotel donde había estado con su marido muchos años antes.
De pronto, se dio cuenta de que no recordaba nada. Tenía ochenta y dos años y estaba totalmente exhausta. Sin embargo, debían llevar a Zoya a un hotel y enseguida llamar a un médico.
– ¿Puede recomendarnos algún hotel? Algo pequeño, limpio y no muy caro.
El hombre frunció los labios un momento mientras pensaba y Eugenia apretó instintivamente el bolso contra su pecho. Allí guardaba el último y más importante regalo de la zarina. Alix le había regalado uno de los huevos de Pascua creado especialmente para ella por Carl Fabergé. Aquella obra de arte en esmalte malva con cintas de brillantes era el tesoro más precioso de la condesa. En caso de que todo fallara, podrían venderlo y vivir de lo que obtuvieran.
– ¿Le importa la zona, madame?… Me refiero al hotel…
– No, siempre y cuando esté en un barrio decente.
Más tarde podrían buscar otra cosa mejor. Aquella noche solo necesitaban unas habitaciones donde dormir. Los refinamientos, caso de ser posibles, vendrían después.
Hay un pequeño hotel en las inmediaciones de los Campos Elíseos, madame. El portero de noche es mi primo.
– ¿Es caro? -preguntó Eugenia.
El taxista se encogió de hombros. Estaba claro que aquella gente no tenía dinero. Sus ropas eran muy sencillas y el viejo parecía un campesino. Menos mal que la mujer hablaba francés y, a lo mejor, la chica también aunque se pasaba el rato llorando y no paraba de toser. Esperaba que no tuviera tuberculosis, la enfermedad tan extendida en aquellos momentos en París.
– No está mal. Le pediré a mi primo que hable con el recepcionista.
– Muy bien, será suficiente -dijo Eugenia en tono autoritario, reclinándose en el asiento del viejo taxi.
La vieja le era simpática por su valentía, pensó el taxista.
El hotel estaba en la rue Marbeuf y efectivamente era muy pequeño, aunque parecía limpio y respetable, pensó Eugenia cuando entró en el vestíbulo. Disponía de tan solo doce habitaciones, pero el recepcionista les aseguró que dos estaban libres. Había un lavabo común al fondo del pasillo, cosa que a Eugenia le pareció muy desagradable aunque de momento eso no importaba. La condesa apartó la colcha de la cama que ella y Zoya compartirían y vio que las sábanas estaban limpias. Desnudó a Zoya, escondió la maleta bajo la cama y Fiodor subió el resto del equipaje. El anciano cuidaría de Sava. En cuanto Zoya se acostó, la condesa bajó de nuevo al vestíbulo y pidió al recepcionista que avisara a un médico.
– ¿Para usted, madame? -preguntó el hombre.
No le hubiera sorprendido lo más mínimo. Estaban todos muy pálidos y cansados, y la señora era muy mayor.
– Para mi nieta.
Eugenia no le dijo que Zoya tenía sarampión. Cuando llegó dos horas más tarde, el médico confirmó el diagnóstico.
– Está muy enferma, madame. Tendrá que prestarle muchos cuidados. ¿Sabe cómo se contagió?
Hubiera sido ridículo decirle que se lo habían contagiado los hijos del zar de Rusia.
– A través de unos amigos, creo. Hemos realizado un viaje muy largo. -El médico adivinó por la tristeza de sus ojos que habían pasado muchas penalidades, pero nunca hubiera imaginado las desgracias padecidas durante tres semanas, lo poco que les quedaba y el miedo que les inspiraba el futuro-. Venimos de Rusia, vía Finlandia, Suecia y Dinamarca.
El médico la miró con asombro y, de pronto, lo comprendió todo. Otros habían hecho viajes similares en las últimas semanas, huyendo de la revolución. En los meses siguientes, otros seguirían su ejemplo, en caso de que pudieran escapar. La nobleza rusa, o lo que quedaba de ella, huía en tropel y muchos aristócratas recalaban en París.
– Lo siento…, lo siento infinitamente, madame.
– Nosotras también -dijo Eugenia sonriendo tristemente-. No tendrá pulmonía, ¿verdad?
– Todavía no.
– Su prima la padece desde hace varias semanas, y ambas han estado en estrecho contacto.
– Haré todo lo que pueda, madame. Volveré a visitarla por la mañana.
Al día siguiente, Zoya se puso peor y al anochecer empezó a delirar debido a la fiebre. El médico le recetó unas medicinas y dijo que eran su única esperanza. Al otro día, cuando el recepcionista le comunicó la entrada en guerra de los Estados Unidos, la condesa no se inmutó. En aquellos momentos la guerra le parecía poco importante a la luz de todo lo ocurrido.
La condesa comía en la sencilla habitación. Fiodor salía a comprar medicinas o algo de fruta. El pan estaba racionado y resultaba muy difícil encontrar todo lo que la condesa necesitaba, pero Fiodor era ingenioso y estaba muy contento, pues había conocido a un taxista que hablaba el ruso. Como ellos, llevaba pocos días en París, era un príncipe de San Petersburgo y a él le parecía un amigo de Konstantin. Sin embargo, Eugenia estaba muy preocupada por Zoya y no tenía tiempo de escucharle.
Pasaron varios días antes de que la muchacha empezara a recuperarse ligeramente. Zoya miró a su alrededor en la pequeña y sencilla habitación, escudriñó los ojos de su abuela y, poco a poco, recordó que estaban en París.
– ¿Cuánto hace que estoy enferma, abuela?
Trató de incorporarse, pero todavía estaba muy débil. Por fortuna, la terrible tos había cedido un poco.
– Llegamos hace casi una semana, cariño. Nos has tenido muy preocupados. Fiodor ha recorrido todo París buscando fruta para ti. La carestía es aquí casi tan grave como en Rusia.
Zoya asintió y miró con aire distante a través de la única ventana de la habitación.
– Ahora comprendo lo que sentía Mashka…, y eso que ella estaba más enferma que yo. No me imagino cómo estará ahora.
La joven no conseguía centrarse en el presente.
– No debes pensar en eso -la reprendió cariñosamente su abuela, contemplando la tristeza de sus ojos-. Estoy segura de que ya estará restablecida. Hace dos semanas que nos fuimos.
– ¿Nada más? -Zoya suspiró-. Me parece una eternidad.
A todos les ocurría lo mismo y más todavía a la condesa que apenas había podido dormir desde que abandonaran Rusia. Eugenia pasó varias noches en una silla sin acostarse en la cama por no perturbar el sueño de Zoya, pero ahora ya podría relajar un poco la vigilancia. Esa noche dormiría a los pies de la cama, necesitaba descansar casi tanto como Zoya.
– Mañana podrás salir de la cama, pero tienes que descansar, comer y ponerte fuerte.
Eugenia dio a Zoya unas palmadas en la mano y la muchacha le dedicó una leve sonrisa.
– Gracias, abuela.
Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando comprimió la mano de la condesa contra su mejilla. Incluso eso le traía dolorosos recuerdos de su infancia.
– ¿Por qué, tontuela? ¿Por qué tienes que darme las gracias?
– Por haberme traído aquí…, por ser tan valiente… y por haberte esforzado tanto en salvarnos.
De repente acababa de comprender lo lejos que habían llegado y lo extraordinario que había sido el comportamiento de la abuela. Su madre nunca hubiera podido hacerlo. Hubiera tenido que ser Zoya quien sacara a Natalia de Rusia.
– Aquí iniciaremos una nueva vida, Zoya, ya lo verás. Un día podremos volver la mirada hacia atrás y todo nos parecerá menos doloroso.
– No acierto a imaginarlo. No acierto a imaginar un tiempo en el que los recuerdos no me duelan como ahora.
En aquellos momentos la joven se moría de pena.
– El tiempo es muy bondadoso, querida. Y lo será con nosotras, te lo prometo. Aquí podremos vivir bien.
Pero no como en Rusia. Zoya trató de no pensar en ello, pero aquella noche, mientras su abuela dormía, se levantó sigilosamente de la cama, abrió su pequeña maleta y sacó la fotografía hecha por Nicolás el verano anterior cuando hacían el payaso en Livadia. Ella, Anastasia, María, Olga y Tatiana aparecían echadas casi boca abajo, sonriendo al término de un juego. Todo aquello se le antojó ahora una tontería encantadora. Incluso fotografiadas en aquel ángulo tan inverosímil, estaban todas muy guapas. Eran las muchachas que habían crecido con ella y a las que tanto amaba. Tatiana, Anastasia, Olga… y, naturalmente, Mashka.
El sarampión debilitó bastante a Zoya, pero, para gran alivio de su abuela, la joven pareció revivir con el esplendor de París en abril. Estaba más seria que antes y padecía una ligera tos permanente, pero ahora sus ojos aparecían casi tan risueños como siempre. Verla así le alegraba el corazón a la condesa. El hotel de la rue Marbeuf resultaba algo caro para ellas pese a su sencillez, por lo que Eugenia comprendió que pronto tendrían que buscarse un apartamento. Ya habían gastado buena parte del dinero que les diera Nicolás y tenían que ahorrar sus escasos recursos. A principios de mayo, Eugenia previó que tendrían que vender algunas joyas.
Una soleada tarde, dejó a Zoya con Fiodor y fue a la joyería de la rue Cambon que le indicaron en el hotel, con un collar de rubíes cuidadosamente descosido del forro de uno de sus vestidos negros. Guardó el collar en el bolso y también tomó los pendientes a juego ocultos en dos grandes botones. Pidió un taxi antes de salir del hotel. Cuando le indicó al taxista la dirección, el hombre volvió lentamente la cabeza y la miró asombrado. Era un alto y distinguido caballero de cabello plateado y bigote blanco perfectamente recortado.
– No es posible…, condesa, ¿es usted?
Eugenia lo estudió con cuidado y, de pronto, se le aceleraron los latidos del corazón. Era el príncipe Vladimir Markovsky, uno de los amigos de Konstantin. Su hijo mayor llegó incluso a pedir la mano de la gran duquesa Tatiana, que le rechazó de plano por considerarlo excesivamente frívolo. Pese a ello, el joven era tan encantador como su padre.
– ¿Cómo llegó hasta aquí?
La condesa rió y sacudió la cabeza mientras pensaba en lo extraña que resultaba la vida últimamente. Desde su llegada a París había visto rostros conocidos. En dos ocasiones incluso había reconocido a conductores de taxis. Los aristócratas rusos no parecían tener otro medio de ganarse la vida, pues no sabían hacer otra cosa que conducir un automóvil, tal como ahora hacía el príncipe Vladimir. Su rostro le trajo a la condesa recuerdos agridulces de tiempos mejores. Eugenia suspiró y explicó de qué forma habían huido de Rusia. La historia del príncipe era muy parecida a la suya, aunque él corrió mucho más peligro al cruzar la frontera.
– ¿Se quedará aquí? -preguntó el príncipe mientras encaminaba el vehículo hacia la joyería de la rue Cambon que ella le había indicado.
– De momento, sí. Pero Zoya y yo tenemos que buscarnos un apartamento.
– Entonces ella está con usted. Debe de ser poco más que una niña. ¿Y Natalia?
El príncipe siempre consideró a la esposa de Konstantin extremadamente bella aunque un poco nerviosa. Estaba claro que no sabía de su muerte cuando los revolucionarios asaltaron el palacio de Fontanka.
– La mataron… pocos días después que a Konstantin… y a Nicolai -contestó Eugenia en voz baja.
Tenía que hacer un esfuerzo para pronunciar sus nombres, sobre todo en presencia de aquel príncipe que antaño fuera su amigo. Este asintió silenciosamente con la cabeza. Él también había perdido a sus dos hijos y más tarde se trasladó a París con su hija soltera.
– Lo siento.
– Todos lo sentimos, Vladimir. Los que más, Nicolás y Alejandra. ¿Sabe usted algo de ellos?
– Nada. Solo que todavía se encuentran bajo arresto domiciliario en Tsarskoe Selo. Solo Dios sabe el tiempo que los retendrán allí. Por lo menos, están cómodos, aunque no seguros. -Ya nadie estaba seguro en ningún lugar de Rusia. Por lo menos, las personas que ellos conocían-. ¿Se quedarán ustedes en París?
No tenía ningún otro sitio adonde ir. Los fugitivos rusos llegaban a diario con increíbles historias de huidas y terribles pérdidas, sobrecargando así a una ciudad ya agobiada por el peso de las circunstancias.
– Creo que sí. Consideré lo mejor venir aquí. Por lo menos, en París estamos a salvo y es un lugar respetable para Zoya.
El príncipe asintió mientras conducía el taxi.
– ¿Quiere que la espere, Eugenia Petrovna?
La condesa se emocionó ante el hecho de poder hablar en ruso con alguien que conocía su nombre. Acababan de llegar a la joyería.
– ¿Le importaría?
Era consolador saber que él estaba allí y la acompañaría al hotel, sobre todo, en caso de que el joyero le diera una abultada suma de dinero.
– Pues claro que no. La esperaré.
El príncipe la ayudó a descender y la escoltó hasta la entrada de la joyería. Era fácil imaginar qué iba a hacer la condesa allí. Exactamente lo mismo que los demás, vender todo lo que pudiera, los tesoros que consiguieron sacar clandestinamente del país y que apenas unas semanas atrás eran chucherías a las que no concedían la menor importancia.
La condesa salió media hora más tarde con la cara muy seria. El príncipe Markovsky no le hizo ninguna pregunta durante el trayecto de vuelta al hotel. Sin embargo, se la veía como más apagada, pensó el príncipe mientras la ayudaba a descender del automóvil en la rue Marbeuf. Esperaba que hubiera conseguido lo que necesitaba. La condesa ya era muy mayor para sobrevivir en un país extraño solo con su ingenio y la venta de sus joyas, sin nadie que la ayudara y una muchacha muy joven a su cargo. No sabía qué edad tenía Zoya, pero estaba seguro de que era bastante más joven que su hija, la cual iba a cumplir los treinta.
– ¿Todo marcha bien? -preguntó preocupado mientras la acompañaba a la entrada del hotel.
– Supongo que sí -contestó la condesa y lo miró con tristeza-. Son tiempos difíciles. -Observó el taxi y después lo estudió detenidamente. Fue un hombre muy apuesto en su juventud, y lo seguía siendo, pero de repente parecía distinto. Todos habían cambiado. El rostro del mundo ya no era el mismo desde la revolución-. No es fácil para ninguno de nosotros, ¿no es cierto, Vladimir?
Cuando ya no le quedaran más joyas que vender, ¿qué sería de ellas?, se preguntó Eugenia. Ni ella ni Zoya sabían conducir un taxi, y Fiodor no hablaba idiomas extranjeros y era improbable que los aprendiera. Era más una carga que una ayuda, pero fue tan fiel y leal ayudándolas a escapar, que ahora ella no podía dejarlo. Se sentía tan responsable de él como de Zoya, pero dos habitaciones de hotel costaban el doble que una, y con la miseria que obtuvo por el collar de rubíes y los pendientes, sus fondos no durarían mucho tiempo. Tendrían que ingeniárselas de alguna manera. A lo mejor, ella podría trabajar como costurera, pensó para sus adentros mientras se despedía de Vladimir con aire distraído. De pronto, pareció una mujer mucho más vieja que cuando iba a la joyería. El príncipe Markovsky le besó la mano y se negó a cobrarle la carrera. La condesa se preguntó si alguna vez volvería a verlo. Sin embargo, dos días más tarde, cuando bajó con Zoya y Fiodor, lo encontró aguardándola en el vestíbulo.
Al verla, el príncipe se inclinó en reverencia y le besó la mano. Miró a Zoya y se asombró de lo guapa y crecida que estaba.
– Le pido disculpas por presentarme de esta manera, Eugenia Petrovna, pero me han hablado de un apartamento… Es bastante pequeño, pero está a dos pasos del Palais Royal. No es un barrio muy adecuado para una joven, pero tal vez podría interesarles. Usted me comentó el otro día que buscaba un sitio donde vivir. Tiene dos dormitorios. Aunque no sé si será suficientemente grande para los tres -añadió el príncipe, mirando con súbita preocupación al anciano Fiodor.
– Por supuesto que sí. -La condesa lo miró y sonrió como si fuera su mejor amigo, pese a que antes no solían verse con frecuencia. Por lo menos, era un rostro de un pasado no demasiado lejano, una reliquia del hogar-. Zoya y yo podemos compartir una habitación. Aquí en el hotel lo hacemos así y a ella no le importa.
– Pues claro que no, abuela.
Eugenia se apresuró a presentarle al príncipe y Zoya miró con curiosidad al alto y distinguido caballero.
– Entonces, ¿les digo que irán a verlo? -preguntó el príncipe.
Parecía muy interesado en Zoya, pero la condesa no se dio cuenta.
– ¿Podríamos verlo ahora?
Era una soleada tarde de mayo en la que parecía increíble que hubiera algún trastorno en el mundo, y mucho menos que Europa estuviera en guerra y que Estados Unidos finalmente hubiera entrado en la contienda.
– Les mostraré dónde está el apartamento y quizá les permitan verlo ahora.
El príncipe los llevó rápidamente en su taxi mientras les contaba los últimos chismorreos. Varios conocidos suyos habían llegado a París en los últimos días, aunque ninguno sabía nada de Tsarskoe Selo. Zoya le oyó recitar los nombres con curiosidad. Los conocía a casi todos, aunque no figuraba ningún amigo íntimo de su familia. El príncipe comentó también que estaba allí Diaghilev y tenía en proyecto ofrecer una representación del Ballet Russe. La compañía actuaría en el teatro Châtelet y los ensayos empezarían la próxima semana. Zoya se emocionó al oír el comentario y apenas se fijó en las calles mientras se dirigían al apartamento.
El sitio era muy pequeño, pero daba a un bonito jardín de la casa contigua. Había dos pequeños dormitorios, un saloncito, una cocina y un cuarto de baño al fondo de un pasillo que tendrían que compartir con los inquilinos de otros cuatro apartamentos. Los demás deberían bajar de sus respectivos pisos para usarlo, por lo que ellas serían las más afortunadas. La vivienda distaba bastante de las comodidades del palacio Fontanka e incluso del hotel de la rue Marbeuf, pero no tenían otra opción. La condesa le reveló a Zoya la ridícula cantidad recibida a cambio del collar de rubíes. Les quedaban otras joyas, pero el futuro no parecía muy halagüeño.
– Quizá es demasiado pequeño… -dijo el príncipe Vladimir, súbitamente avergonzado.
Sin embargo, la situación no era más denigrante que el hecho de que él condujera un taxi.
– Creo que nos irá muy bien -dijo la condesa, aunque ya había visto la cara de desaliento de Zoya.
El zaguán olía a orina y a comida rancia. Tal vez con un poco de perfume, el perfume de lilas que tanto gustaba a Zoya… y teniendo siempre las ventanas abiertas al bonito jardín. Ya se las arreglarían. Además, el alquiler resultaba asequible. La condesa miró sonriente a Vladimir y le dio efusivamente las gracias.
– Tenemos que ayudarnos los unos a los otros -dijo el príncipe sin apartar los ojos de Zoya-. Las acompañaré de nuevo al hotel.
Decidieron mudarse a la semana siguiente, y durante el trayecto de regreso, Eugenia empezó a hacer una lista de los muebles necesarios. Ella y Zoya confeccionarían las cortinas y las colchas, solo comprarían lo imprescindible.
– Con una bonita alfombra en el suelo, la habitación parecerá más grande -dijo, tratando de no pensar en las valiosas alfombras Aubusson del pabellón del palacio Fontanka-. ¿No te parece, cariño?
– ¿Mmm?… ¿Decías, abuela?
Zoya contempló los Campos Elíseos a través de la ventanilla mientras se dirigían a la rue Marbeuf. Pensaba en algo mucho más importante. Algo que necesitaban y les permitiría vivir de nuevo decentemente, tal vez no en un palacio, pero, por lo menos, en un apartamento un poco más grande y más cómodo que aquella maloliente caja de cerillas. Deseaba regresar cuanto antes al hotel y dejar a su abuela con sus listas, sus planes y sus órdenes a Fiodor de que fuera en busca de muebles y una bonita alfombra.
Al llegar, le dieron las gracias al príncipe Markovsky por su gentileza. Eugenia se sorprendió cuando Zoya anunció que iba a dar un paseo y se negó de plano a que Fiodor la acompañara.
– No me pasará nada, abuela, te lo prometo. No iré muy lejos. Voy hasta los Campos Elíseos y vuelvo enseguida.
– ¿Quieres que vaya contigo, cariño?
– No. -Zoya miró sonriendo a la mujer a quien tanto amaba y a quien tanto debía-. Tú quédate a descansar un poco. Cuando vuelva tomaremos el té.
– ¿Estás segura de que no te pasará nada?
– Completamente.
La condesa la dejó ir de mala gana y del brazo de Fiodor subió despacio a su habitación. Era un buen entrenamiento para la empinada escalera de la nueva casa.
En cuanto salió del hotel, Zoya dobló la esquina y tomó un taxi, rezando para que el conductor conociera el camino y para que, cuando llegara allí, alguien supiera de qué estaba hablando. Era una esperanza muy remota, pero tenía que intentarlo.
– Al Châtelet, por favor -dijo en tono decidido como si supiera adónde iba, confiando en que el hombre supiera llegar.
Tras un instante de vacilación, vio que sus plegarias habían sido escuchadas. Contuvo el aliento mientras el vehículo circulaba a gran velocidad, y cuando llegaron le dio al taxista una buena propina por haberla conducido hasta allí y por no ser ruso. La deprimía ver a los miembros de las familias que conocía conduciendo taxis y hablando tristemente de la familia de Tsarskoe Selo.
Entró a toda prisa, miró a su alrededor y recordó sus sueños de huir al teatro Marynsky y pensó en lo mucho que se sorprendería María si la viera. Sonrió mientras buscaba a alguien que la atendiera. Al fin, vio a una mujer vestida de bailarina practicando en la barra y adivinó que era una profesora.
– Busco al señor Diaghilev -anunció.
– Ah, ¿sí? -La mujer la miró sonriendo-. ¿Puedo preguntarle para qué?
– Soy bailarina y me gustaría que me hiciera una prueba.
Zoya puso todas las cartas sobre la mesa a pesar de lo asustada que estaba.
– Comprendo. ¿Diaghilev ha oído hablar de usted alguna vez? -Era una pregunta bastante cruel, cuya respuesta la mujer no se molestó siquiera en esperar-. Veo que no lleva ropa de danza, mademoiselle. Así no puede hacer una prueba.
Zoya se miró la falda azul marino de sarga, la blusa blanca estilo marinero y los zapatos de calle calzados diariamente durante sus últimas semanas en Tsarskoe Selo. Se ruborizó intensamente mientras la mujer la miraba sonriendo. Era tan joven, bonita e inocente que no podía ser gran cosa como bailarina.
– Perdón. A lo mejor, podría volver mañana. ¿Él está aquí? -preguntó Zoya en un susurro.
– No -contestó la mujer-, pero no tardará. El día once hará el ensayo general.
– Lo sé. Por eso quería que me hiciera la prueba. Quiero intervenir en la representación e incorporarme a la compañía.
Lo dijo tan segura que la mujer rió sin poderlo evitar.
– ¿Ah, sí? ¿Y dónde estudió?
– En la escuela de madame Nastova en San Petersburgo…, hasta hace dos meses.
Ojalá hubiera podido decir el Marynsky, aunque ella hubiera adivinado la verdad casi inmediatamente. Por otra parte, la escuela de ballet de madame Nastova era una de las más prestigiosas de Rusia.
– Si le doy unas mallas y unas zapatillas, ¿querrá bailar para mí?
La mujer la miró con aire divertido y Zoya vaciló tan solo una décima de segundo.
– Sí, si usted quiere.
El corazón le latía en el pecho como una orquesta entera, pero necesitaba aquel trabajo y era lo único que podía y quería hacer. Tenía que hacer algo por Eugenia.
Las zapatillas que le ofreció la mujer le apretaban terriblemente, y mientras se acercaba al piano, Zoya se sintió estúpida por haberlo intentado. Parecía una imbécil allí sola en el escenario. Tal vez madame Nastova le decía que bailaba muy bien por simple cumplido. Sin embargo, en cuanto empezó a sonar la música, Zoya olvidó sus temores y comenzó a bailar, haciendo todo lo que madame Nastova le había enseñado. Bailó incansablemente durante casi una hora mientras la mujer la miraba atentamente con los ojos entornados sin dejar traslucir ni desprecio ni admiración. Cuando la música por fin cesó, Zoya, empapada en sudor, hizo una graciosa reverencia en dirección al piano. En el silencio de la sala, los ojos de ambas mujeres se encontraron mientras la pianista asentía lentamente con la cabeza.
– ¿Puede usted volver dentro de un par de días, mademoiselle?
Zoya abrió unos ojos como platos y corrió hacia el piano.
– ¿Me darán el trabajo?
– No, no… -La mujer sacudió la cabeza, riéndose-. Pero él estará aquí entonces. Ya veremos qué dicen él y los demás profesores.
– Muy bien. Me compraré unas zapatillas.
– ¿No tiene? -preguntó la mujer, sorprendida.
– Dejamos todo lo que teníamos en Rusia -contestó Zoya muy seria-. Mis padres y mi hermano murieron durante la revolución y yo conseguí escapar con mi abuela hace un mes. Necesito encontrar un trabajo. Ella es muy mayor para trabajar y no tenemos dinero.
La mujer se conmovió ante aquella simple explicación, aunque no lo demostró.
– ¿Qué edad tiene usted?
– Acabo de cumplir dieciocho y estudié doce años.
– Lo hace muy bien. Aparte de lo que él o los demás digan. No deje que nadie la intimide. Baila usted muy bien.
Zoya sonrió y recordó que eso era exactamente lo que le había dicho a María aquella tarde en Tsarskoe Selo.
– ¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! -Hubiera deseado abrazar a la mujer y besarla, pero se abstuvo. Temía perder la oportunidad. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de bailar para Diaghilev y aquella mujer se lo iba a permitir. La posibilidad superaba todos sus sueños. Tal vez en París no les irían tan mal las cosas si lograba convertirse en bailarina-. Lo haré mucho mejor cuando haya practicado un poco. Llevo dos meses sin bailar y estoy un poco oxidada.
– En tal caso, debe de ser usted mucho mejor de lo que pienso -dijo la profesora, y miró con una sonrisa a la agraciada joven pelirroja, de pie junto al piano.
De repente, Zoya jadeó. Había prometido a su abuela regresar enseguida, y habían pasado casi dos horas.
– ¡Debo irme! ¡Mi abuela! Oh…, disculpe…
Zoya corrió a cambiarse y regresó con su falda azul marino y la blusa estilo marinero. El cisne se había vuelto a transformar en patito.
– Volveré dentro de dos días… ¡Y gracias por las zapatillas!… -Echó a correr, pero, de pronto, se volvió y preguntó-: ¿A qué hora?
– ¡A las dos! -dijo la mujer-. ¿Cómo se llama?
– ¡Zoya Nikolaevna Ossupov! -contestó Zoya mientras la mujer recordaba sonriendo la primera vez que había bailado para Diaghilev veinte años atrás… La muchacha bailaba muy bien, eso no podía negarse… Zoya…, la pobre niña debía de haberlo pasado muy mal a juzgar por sus palabras…, ya casi no recordaba lo que era tener dieciocho años y ser tan exuberante como aquella joven.
A las dos en punto de la tarde del viernes, Zoya llegó al Châtelet con un pequeño bolso estampado, unas mallas y unas zapatillas de ballet nuevas. Para poder comprarlo todo vendió su reloj y no le dijo nada a su abuela sobre adónde iba. Pasó dos días pensando en la gran oportunidad que se le ofrecía y rezando a sus ángeles custodios y a todos los santos de su devoción para que no cometiera ningún fallo. ¿Y si bailaba con torpeza, y si se caía, y si a él no le gustaba su estilo y si madame Nastova le había mentido durante todos aquellos años? Tenía tanto miedo que, cuando llegó al Châtelet, sintió impulsos de echar a correr, pero enseguida vio a la mujer ante quien había bailado dos días antes y ya fue demasiado tarde. Apareció Diaghilev y se la presentaron. Casi sin saber cómo, Zoya se encontró en el escenario, bailando para todos ellos. Se sentía más a gusto que la primera vez, y la música parecía elevarla y arrastrarla consigo. Cuando terminó le pidieron que prosiguiera, esta vez con un hombre que lo hacía muy bien. Zoya parecía volar por el aire, llevada por alas de ángeles. Bailó durante una hora y media y, al terminar, chorreaba sudor y las zapatillas le dolían terriblemente, pero estaba tan emocionada que hubiera podido elevarse hasta la luna. Todos la miraron y asintieron con la cabeza mientras pronunciaban palabras ininteligibles. Pasaron un buen rato hablando hasta que al fin uno de los profesores se volvió a mirarla y gritó con indiferencia:
– El próximo viernes a las cuatro en punto répétition générale, aquí mismo. Muchas gracias.
Tras lo cual se retiraron, y ella permaneció de pie en el escenario. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Madame Nastova no le había mentido y los dioses fueron propicios con ella. No sabía si el trabajo era permanente y no se atrevió a preguntarlo. Solo sabía que bailaría en el ensayo general del viernes por la tarde y que, a lo mejor, si lo hacía muy bien… Se cambió de ropa y cruzó corriendo las puertas. Hubiera deseado decírselo a su abuela, pero no podía. La idea de que su nieta se convirtiera en bailarina la volvería loca. Era mejor no decirle nada, por lo menos de momento. Tal vez, si le permitieran bailar en el Ballet Russe…
Pero, a la semana siguiente, tras haber conseguido el trabajo, provisionalmente por lo menos, no tuvo más remedio que comunicarle la buena noticia a Eugenia.
– ¿Cómo? -preguntó su abuela, escandalizada.
– Hice una prueba ante Serge Diaghilev y me permitirá actuar con el Ballet Russe. La primera función será la próxima semana -dijo Zoya con el corazón latiéndole a toda prisa.
Su abuela la miró con asombro.
– ¿Estás loca? ¿Una vulgar bailarina en el escenario? ¿Te imaginas lo que diría tu padre?
Las palabras de Eugenia la hirieron profundamente.
– No hables así de él. Está muerto -dijo Zoya y miró a su abuela con los ojos muy tristes-. A él no le hubiera gustado ninguna de las cosas que nos han ocurrido, abuela. Pero tenemos que hacer algo. No podemos permanecer con los brazos cruzados hasta morirnos de hambre.
– ¿Conque es eso? ¿Temes que muramos de hambre? No te preocupes, esta noche mandaré que te sirvan una cena especial, pero, escúchame bien, tú no subirás a ningún escenario.
– Subiré -dijo Zoya, y por primera vez miró con expresión desafiante a la condesa. En el pasado, solo se hubiera atrevido a discutir de aquella manera con su madre, pero ahora no podía permitir que su abuela obstaculizara sus propósitos. El baile significaba demasiado para ella y era su única salida, por lo menos la única que veía en ese instante. No quería trabajar en una tienda, fregar suelos, coser botones en camisas de hombre o trabajar para una sombrerería cosiendo plumas en los sombreros. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nada en absoluto. Tarde o temprano hubiera tenido que dedicarse a alguno de aquellos trabajos, y Eugenia lo sabía-. Sé razonable, abuela. Te dieron muy poco por el collar de rubíes. ¿Cuántas joyas podremos vender? Aquí todo el mundo hace lo mismo. Más tarde o más temprano, una de nosotras tendrá que ponerse a trabajar, y bailar es lo único que yo sé hacer.
– Es ridículo. En primer lugar, todavía nos queda dinero y, cuando se nos acabe, ambas buscaremos un trabajo respetable. Sabemos coser bastante bien, yo sé hacer calceta, tú puedes enseñar ruso, francés, alemán e incluso inglés si te esfuerzas un poco. -En el Instituto Smolny había aprendido todo eso y mucho más, junto con una serie de refinamientos que en aquellos momentos no le servían para nada-. No hay razón alguna para que te conviertas en bailarina como… como… -La condesa estaba tan furiosa que estuvo a punto de mencionar a la que fuera amante de Nicolás hacía muchos años-. Dejémoslo. Pero te repito, Zoya, que no lo permitiré.
– No te quedará más remedio, abuela.
Zoya habló con serena determinación, era la primera vez que la condesa la oía hablar en aquel tono.
– Debes obedecerme, Zoya.
– No lo pienses. Es lo único que deseo hacer. Y quiero hacerlo para ayudarte.
La condesa miró con lágrimas en los ojos a su única nieta.
– ¿A eso hemos llegado?
Para ella, era algo poco mejor que la prostitución.
– Pero ¿qué tiene de malo ser bailarina? No te escandaliza que el príncipe Vladimir conduzca un taxi. ¿Tan respetable te parece eso? ¿Lo consideras más digno que lo que quiero hacer?
– Es muy triste. -Eugenia miró a Zoya con el corazón destrozado por la pena-. Hace apenas tres meses era un hombre importante y hace mucho tiempo su padre también lo fue. Ahora es poco más que un pordiosero, pero es lo único que le queda, Zoya…, lo único que sabe hacer. Para él todo ha terminado, pero, por lo menos, está vivo. Tu vida acaba de empezar y no permitiré que empiece de esta manera. Sería una deshonra… -La condesa se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar-. Apenas puedo hacer nada para ayudarte.
El llanto de su abuela conmovió a Zoya. Era la primera vez que la veía derrumbarse, pero, aun así, tenía que trabajar en el Ballet Russe, a pesar de todos los pesares. No quería coser ni hacer calceta ni enseñar ruso.
– Por favor, abuela… -dijo y le echó los brazos al cuello-, por favor, no llores. Te quiero mucho…
– Pues, entonces, prométeme que no bailarás…, por favor, Zoya…, te lo suplico. No debes hacerlo.
Zoya miró a su abuela con una madurez impropia de sus años. En pocos meses había crecido rápidamente y ya no podía regresar al pasado. Ambas lo sabían, por mucho que Eugenia tratara de disimularlo.
– Mi vida ya nunca será como la tuya, abuela, nunca más. Es algo que ni tú ni yo podemos cambiar. Tenemos que sacar el mejor provecho de la situación. No podemos volver atrás. Como tío Nicolás y tía Alejandra…, que tendrán que hacer lo que puedan. Es lo que yo intento ahora…, por favor, no te enfades…
La condesa se sentó en una silla con aire abatido y miró tristemente a Zoya.
– No estoy enfadada sino dolida. Y me siento impotente.
– Tú me salvaste la vida. Tú me sacaste de San Petersburgo y de Rusia. De no ser por ti, me hubiera matado cuando incendiaron la casa, o tal vez algo todavía peor. Tú no puedes cambiar la historia, abuela. Solo podemos hacer lo que mejor sepamos, y lo mío es el baile. Déjame hacerlo, por favor. Dame tu bendición, te lo suplico.
La anciana cerró los ojos y pensó en su único hijo. Después sacudió la cabeza, mirando a Zoya. Su nieta tenía razón. Konstantin ya no estaba y los demás tampoco. ¿Qué más daba todo? Comprendió que Zoya se saldría con la suya y, por primera vez, se sintió demasiado vieja y cansada para luchar con ella.
– Tienes mi bendición. ¡Pero eres una niña muy mala! -Eugenia agitó un dedo y trató de sonreír, preguntándose de repente cómo habría conseguido Zoya hacer la prueba-. ¿Cómo conseguiste las zapatillas?
Zoya no le había pedido ni un céntimo desde su llegada a París.
– Las compré -contestó Zoya y esbozó una sonrisa pícara.
Por lo menos, era ingeniosa. Eso le hubiera gustado mucho a su padre.
– ¿Con qué?
– Vendí el reloj. De todos modos, era muy feo. Me lo regaló una compañera de clase el día de mi santo.
Eugenia rió. Era una muchacha extraordinaria y la condesa la quería mucho más de lo que ella imaginaba, a pesar de ser tan díscola.
– Supongo que debo agradecerte que no vendieras el mío.
– ¡Abuela! ¡Pero qué cosas dices! ¡Jamás hubiera hecho semejante cosa!
Zoya trató de hacerse la ofendida, pero ambas sabían que no lo estaba.
– Solo Dios sabe lo que serías capaz de hacer… ¡Me estremezco al pensarlo!
– Hablas como Nicolai… -dijo Zoya y recordó a su hermano mientras la miraba tristemente.
Era un mundo totalmente nuevo para ellas, lleno de nuevos principios, nuevas ideas, nuevas gentes… y una nueva vida para Zoya.
Su primer ensayo con el Ballet Russe el 11 de mayo fue auténticamente devastador. Terminó a las diez de la noche y Zoya volvió al apartamento rebosante de entusiasmo, pero tan cansada que apenas podía moverse. Le sangraban los pies de tanto repetir los pas à deux y los tours jetés. Comparados con aquello, los años con madame Nastova le parecían un juego de niños.
Su abuela estaba esperándola en el saloncito. Se habían mudado al apartamento dos días antes, tras haber comprado un pequeño sofá y varias mesitas. Había unas lámparas con feas pantallas y una alfombra verde con flores púrpura. Atrás quedaban las alfombras Aubusson, las antigüedades y los bellos objetos amados. Sin embargo, la casa era cómoda. Fiodor se encargaba de la limpieza. La víspera había ido al campo con el príncipe Markovsky y había vuelto con el taxi lleno de leña. La chimenea estaba encendida y su abuela tenía preparada una tetera humeante.
– Y bien, pequeña, ¿qué tal fue?
Todavía esperaba que Zoya recuperara el juicio y abandonase la idea de trabajar en el Ballet Russe, pero en sus ojos descubrió que no iba a ser así. No la había visto tan feliz desde que se inició la revolución hacía exactamente dos meses, cuando empezaron los disturbios callejeros y murió Nicolai. Nada de todo aquello había sido olvidado, pero el recuerdo parecía menos agudo. Zoya se sentó en una incómoda silla y sonrió de oreja a oreja.
– Abuela, fue maravilloso, pero estoy tan cansada que apenas puedo moverme.
Las largas horas de ensayo fueron un verdadero suplicio, pero, en cierto modo, todo aquello era para Zoya un sueño convertido en realidad. La muchacha solo podía pensar en el estreno previsto para dentro de dos semanas. La condesa había prometido ir, al igual que el príncipe Markovsky y su hija.
– ¿No has cambiado de idea, pequeña?
Zoya sacudió la cabeza y esbozó una cansada sonrisa mientras tomaba la tetera para llenarse la taza. Aquella noche le habían dicho que bailaría en las dos partes de la representación y estaba contentísima con el dinero que le habían dado. Ahora lo depositó en silencio en la mano de Eugenia con una tímida mirada de orgullo. A la condesa se le llenaron los ojos de lágrimas. A eso había llegado. Zoya tendría que mantenerla con lo que ganara bailando. La idea resultaba casi insoportable.
– ¿Para qué es?
– Para ti, abuela.
– Todavía no lo necesitamos. -Sin embargo, las paredes desnudas y la raída alfombra púrpura la desmentían. Todo era viejo y gastado y ambas sabían que el dinero obtenido con la venta del collar de rubíes se terminaría muy pronto-. ¿Es eso lo que de verdad quieres hacer? -preguntó Eugenia mientras Zoya le acariciaba y besaba la mejilla.
– Sí, abuela… Ha sido un día maravilloso.
Era algo así como su sueño de bailar con los alumnos del Marynsky.
Aquella noche Zoya escribió una larga y valiente carta para María, contándoselo todo, menos el detalle del pequeño y feo apartamento donde vivía. Permaneció un buen rato en el saloncito cuando su abuela se retiró a dormir, y en la carta describió lo experimentado al bailar con el Ballet Russe. Dirigió la carta al doctor Botkin en Tsarskoe Selo, confiando en que María no tardaría mucho en recibirla. El solo hecho de escribirle la hacía sentirse más cerca de ella.
Al día siguiente, volvió a los ensayos y aquella noche hubo una incursión aérea. Los tres bajaron al sótano del edificio. Cuando todo terminó subieron lentamente. Fue un recordatorio de la existencia de la guerra, pero Zoya no se asustó. En aquellos momentos, solo lograba pensar en el baile.
El príncipe Markovsky a menudo estaba en la casa cuando Zoya regresaba del teatro. Siempre tenía cosas que contar y muchas veces traía pastelillos y fruta fresca, cuando podía encontrarla. Hasta les regaló uno de los pocos tesoros que todavía conservaba, un valioso icono que insistió en que aceptaran, pese a las protestas de la condesa. Bien sabía Eugenia lo mucho que necesitaban los refugiados cualquier objeto negociable. Sin embargo, Markovsky agitó una elegante mano de largos dedos y dijo que de momento tenía más que suficiente. Su hija ya había encontrado un trabajo como profesora de inglés.
La noche del estreno todos estaban allí, en la tercera fila. Zoya compró las entradas con su sueldo. El único que no estuvo en el teatro fue Fiodor. Estaba orgulloso de Zoya, pero el ballet no era lo suyo. La joven le trajo un programa con su nombre escrito en letra menuda al pie. Hasta la condesa se enorgulleció de ella, aunque al verla aparecer por primera vez en el escenario derramó amargas lágrimas. Hubiera preferido cualquier cosa antes que ver a su nieta en un escenario, convertida en una vulgar bailarina.
– ¡Has estado maravillosa, Zoya Nikolaevna! -dijo el príncipe, ya de vuelta en el apartamento, y brindó por ella con el champán que había traído consigo-. ¡Todos estamos muy orgullosos de ti! -añadió y miró con una sonrisa a la joven pelirroja, pese a la expresión despectiva de su hija, la cual consideraba incorrecto que Zoya actuara como bailarina.
Era una muchacha alta y delgada, y la vida en París le producía un dolor insoportable. Aborrecía a los niños a quienes daba clase de inglés y se avergonzaba de ver a su padre convertido en taxista. Zoya, en cambio, no compartía sus remilgos. Tenía los ojos brillantes de entusiasmo y las mejillas arreboladas de alegría. Era una joven muy hermosa, cuya belleza parecía haberse acrecentado con la emoción de la noche.
– Debes de estar muy cansada, pequeña -dijo el príncipe, escanciando el resto del champán.
– En absoluto. -Radiante de dicha, Zoya evolucionó por la habitación como si sus pies todavía quisieran bailar. La representación había sido mucho más fácil que los ensayos. Todo le resultaba más que un sueño-. No estoy ni un poquito cansada -añadió y rió mientras tomaba otro sorbo de champán. Yelena, la hija del príncipe, la miraba con expresión de reproche.
Zoya hubiera querido permanecer levantada toda la noche, contando las anécdotas de entre bambalinas. Necesitaba contárselo todo a quienes la apreciaban.
– ¡Has estado fabulosa! -repitió el príncipe. Zoya lo miró sonriendo. Era un hombre muy serio, pero parecía sinceramente preocupado por ella. En cierto modo, le hubiera gustado que su padre estuviera presente la noche del debut, aunque se hubiera llevado un disgusto al verla en un escenario. Pero quizá, en su fuero interno, se hubiera sentido orgulloso de ella. Y Nicolai…, se le llenaron los ojos de lágrimas al evocar su recuerdo. Entonces posó el vaso, se apartó y se acercó a la ventana para mirar hacia el jardín-. Estás preciosa esta noche -le susurró Vladimir a su lado.
Cuando ella se volvió a mirarlo, el aristócrata vio el brillo de las lágrimas en sus ojos. Tenía un cuerpo firme y menudo que encendía el deseo del príncipe y se le notaba en los ojos. Zoya retrocedió al advertir de pronto algo que antes no había observado. El príncipe era más viejo que su padre y la joven se asustó ante lo que creyó adivinar en su mirada.
– Gracias, príncipe Vladimir -dijo serenamente.
De repente, se dio cuenta de lo hambrientos de amor que estaban todos ellos y de lo mucho que se aferraban a un pasado que todavía podían compartir. En San Petersburgo, el príncipe jamás la hubiera mirado dos veces, y ella no hubiera sido para él más que una joven agraciada. En cambio, allí todos se aferraban a un mundo perdido y a las personas dejadas a sus espaldas. Zoya no era más que un medio de continuar el pasado. Hubiera querido explicárselo a Yelena cuando esta se despidió de ellos con gesto envarado.
Mientras se desnudaba y esperaba que su abuela regresara del retrete del rellano, Zoya pensó de nuevo en el príncipe Vladimir.
– Fue muy amable de su parte traer champán -dijo la condesa, cepillándose el cabello, vestida con un camisón de encaje que la hacía más joven.
Siempre había sido una mujer bella y Zoya tenía casi sus mismos ojos. La muchacha se preguntó si su abuela se habría dado cuenta de que Vladimir se sentía atraído por ella. Le había rozado la mano al marcharse y después la había estrechado demasiado en sus brazos cuando le dio un beso en la mejilla.
Zoya tardó un buen rato en contestar.
– Yelena parece muy triste, ¿no lo crees?
Eugenia asintió con la cabeza y posó solemnemente el cepillo.
– Recuerdo que nunca fue una niña feliz. Sus hermanos eran mucho más interesantes, más parecidos a Vladimir. -La condesa evocó al más guapo, el que había pedido la mano de Tatiana-. El príncipe es un hombre muy apuesto, ¿verdad?
Zoya apartó el rostro un instante y después miró directamente a la condesa.
– Creo que le gusto, abuela…, demasiado…
Se le trabó la lengua al pronunciar las palabras y Eugenia la miró, frunciendo el ceño.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que… -Zoya se ruborizó intensamente, como si fuera una chiquilla vergonzosa-. Que… esta noche me tocó la mano…
La explicación le pareció ahora una estupidez. Tal vez no significaba nada.
– Eres muy bonita y quizá le recuerdas algo. Creo que admiraba mucho a tu madre y sé que de jóvenes eran muy amigos. Participaron en las cacerías de Nicolás muchas veces… No seas tan sensible, Zoya. Tiene buenas intenciones. Y fue muy amable viniendo a verte esta noche. Pretende ser simpático y nada más, pequeña.
– Tal vez -dijo Zoya con indiferencia.
Después apagó la luz y se acostó en la pequeña cama compartida con su abuela. En la oscuridad, oyó roncar a Fiodor en la habitación contigua y se durmió pensando en lo maravillosa que había resultado la función.
A la mañana siguiente, no tuvo dudas de que Vladimir pretendía algo más que ser simpático. El príncipe la esperaba en la calle cuando bajó para acudir al ensayo.
– ¿Te apetece dar un paseo?
Zoya se sorprendió de encontrarlo allí con un ramo de flores para ella.
– No se moleste. -Zoya prefería ir a pie al Châtelet. La manera de mirarla del príncipe la ponía nerviosa-. Me gusta ir andando.
Era un día precioso y Zoya quería llegar cuanto antes al ensayo. El Ballet Russe era lo mejor que le había ocurrido últimamente y no quería compartir su dicha con nadie, ni siquiera con aquel apuesto príncipe de cabello plateado que tan galante le ofrecía un ramo de rosas blancas… Al verlas, la joven se entristeció porque María siempre le regalaba rosas blancas en primavera, pero eso el príncipe lo ignoraba. No sabía nada de ella porque era amigo de sus padres, no suyo. De pronto, Zoya se deprimió viendo su chaqueta raída y el cuello arrugado de su camisa. Como ellas, lo había dejado todo a su espalda y salvado la vida por los pelos, llevándose solo algunas joyas y el icono que les había regalado unos días atrás.
– Podría subir y ver a la abuela -dijo Zoya y sonrió cortésmente.
– ¿Eso me consideras? -preguntó el príncipe con expresión ofendida-. ¿Un amigo de tu abuela? -Zoya no quiso contestarle que sí, pero era la verdad. Parecía que tuviera mil años-. ¿Tan viejo te parezco?
– No, por Dios. Disculpe, tengo que irme. Llegaré con retraso y se enfadarán conmigo.
– Deja que te lleve en el taxi. Charlaremos por el camino.
Zoya dudó, pero después pensó que iba a llegar tarde. El príncipe abrió la portezuela del vehículo y ella subió; depositó las rosas entre ambos en el asiento. Era bonito que les hiciera regalos, pero Zoya sabía que el príncipe no podía permitirse semejantes lujos. No era extraño que Yelena estuviera molesta con ellas.
– ¿Cómo está Yelena? -preguntó por decir algo mientras contemplaba los demás automóviles a través de la ventanilla-. Anoche la vi muy callada.
– No es feliz aquí -contestó el príncipe y suspiró-. No creo que ninguno de nosotros lo sea. Es un cambio tan repentino que nadie estaba preparado… -De repente, Vladimir interrumpió la frase y tomó la mano de Zoya. Lo que dijo a continuación la sorprendió-: Zoya, ¿crees que soy demasiado viejo para ti, querida mía?
Zoya retiró delicadamente la mano y, mirándolo con tristeza, contestó:
– Usted es un amigo de mi padre. Hemos pasado momentos muy difíciles y por eso nos aferramos a lo que ya no tenemos. Quizá yo formo parte de ello.
– ¿Eso es lo que crees? -preguntó el príncipe sonriendo-. ¿Sabes que eres muy guapa?
Zoya se ruborizó y maldijo en silencio la blancura de su piel y su llamativa melena pelirroja.
– Muchas gracias. Pero yo soy más joven que Yelena… Estoy segura de que ella se lo tomaría muy mal…
Fue lo único que se le ocurrió mientras anhelaba llegar al Châtelet cuanto antes y así zafarse de aquella situación.
– Ella tiene su propia vida, Zoya, y yo la mía. Me gustaría llevarte alguna vez a cenar. Al Maxim’s tal vez.
Todo aquello era una locura. El champán, las rosas, la idea de ir al Maxim’s. Todos estaban en muy mala situación; él conducía un taxi, ella trabajaba en el Ballet Russe, y era absurdo que el príncipe gastara lo poco que tenía en obsequiarla. Por otra parte, Vladimir era demasiado viejo para ella, aunque no quería ofenderlo diciéndoselo.
– No creo que la abuela…
– Estarías mejor con uno de nosotros, Zoya Nikolaevna, con alguien que conozca tu mundo, antes que con cualquier estúpido mozalbete de los que andan por ahí.
– No tengo tiempo para nada de eso, Vladimir. Si me quedo en el ballet, deberé trabajar día y noche para ganarme la vida.
– Ya buscaremos el tiempo. Puedo recogerte por las noches…
El príncipe la miró esperanzado y ella sacudió tristemente la cabeza.
– No puedo, de veras que no… -Zoya vio con alivio que ya llegaban y lo miró por última vez-. Le ruego que no me espere. Lo único que quiero es olvidar lo ocurrido…, no podemos recuperar lo perdido. No sería bueno para nosotros, por favor…
El príncipe no dijo nada. Zoya descendió del vehículo y se alejó a toda prisa, dejando las rosas blancas en el asiento.
– ¿Vladimir te acompañó a casa?
Su abuela la miró sonriendo cuando Zoya entró y descubrió, desalentada, las rosas blancas en un jarrón junto a su taza de té.
– No. Me trajo un compañero. -La muchacha se sentó y se frotó las piernas-. Hemos tenido un día muy duro.
Pero no le importaba. Bailar en el Ballet Russe la hacía sentir viva de nuevo.
– Dijo que te acompañaría a casa.
Eugenia frunció el ceño. El príncipe le había traído pan recién hecho y un bote de mermelada. Era muy amable y bueno con ellas, y en cierto modo la condesa se alegraba de que quisiera cuidar de Zoya.
– Abuela… -Zoya la miró y buscó las palabras más adecuadas-, no quiero que me acompañe.
– ¿Y por qué no? Más segura estarás con él que con un desconocido.
Era lo que el propio príncipe le había comentado aquella tarde cuando acudió al apartamento para entregarle las rosas. Saber que Zoya trabajaba en el Ballet Russe era como un puñal clavado en el pecho, pero Eugenia sabía que no podría impedirlo. Sin embargo, comprendía que una de las dos tenía que trabajar y Zoya era la única capaz de hacerlo, aunque hubiera preferido que se dedicara a la enseñanza como Yelena. Además, si Vladimir la tomaba bajo su protección, tal vez dejara el baile. El príncipe se lo había dicho aquella tarde y desde entonces ella empezó a considerarlo bajo una perspectiva distinta. La del héroe y salvador.
– Abuela, creo que el príncipe Vladimir… tiene otros objetivos.
– Es un hombre honrado, distinguido y aristocrático. Era amigo de Konstantin.
Eugenia no quería confesarlo todavía, pero Vladimir ya la había convencido.
– De eso precisamente se trata. Era amigo de papá, no mío. Debe de tener sesenta años por lo menos.
– Es un príncipe ruso, primo del zar.
– ¿Y eso te parece suficiente? -replicó Zoya y se levantó enfurecida-. ¿No te importa que sea tan viejo como para ser mi abuelo?
– Él no quiere causarte ningún daño, Zoya… Alguien tiene que cuidar de ti. Yo tengo ochenta y dos años, no viviré siempre para protegerte…, tienes que pensar en eso.
En su fuero interno, la condesa se hubiera alegrado de dejar a Zoya en manos de Vladimir. Por lo menos, era alguien que conocía la vida que habían llevado en Rusia. Nadie en París podía entenderlo como no fuera uno de los suyos. La condesa miró a Zoya con ojos implorantes, suplicándole en silencio que lo pensara.
– Entonces, ¿querrías que me casara con él? -preguntó Zoya horrorizada. Las lágrimas asomaron a sus ojos de solo pensarlo-. Es un viejo.
– Cuidaría de ti. Piensa en lo bueno que ha sido con nosotras desde que llegamos.
– ¡Nunca más quiero oír hablar de él!
Zoya corrió al dormitorio, cerró de un portazo y se arrojó sobre la cama, llorando con desconsuelo. ¿Era eso lo único que le quedaba? ¿La perspectiva de casarse con un hombre que le triplicaba la edad por el solo hecho de ser un príncipe ruso? La idea la repugnaba y le hacía recordar más que nunca su vida de antaño y los amigos perdidos.
– Zoya, no te lo ruego, cariño… -La condesa entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama, acariciándole el cabello-. No pretendo obligarte a algo que no quieras. Pero estoy muy preocupada por ti. Fiodor y yo somos muy mayores, debes encontrar a alguien que cuide de ti.
– Tengo dieciocho años -dijo la joven entre sollozos-, no quiero casarme con nadie, y mucho menos con él.
Nada en él la atraía, y por si fuera poco, Yelena le resultaba antipática. La sola idea de verse obligada a vivir con ellos le atacaba los nervios. Solo quería bailar y estaba segura de que, con el baile, podría ganar lo suficiente como para mantener a Fiodor y a la abuela. Se juró a sí misma hacer cualquier cosa antes que casarse con un hombre a quien no amara. Trabajaría día y noche, haría lo que fuera…
– Bueno, bueno, pero no llores así, te lo suplico. -Las lágrimas asomaron a los ojos de la condesa al pensar en la crueldad de su destino. Tal vez la muchacha tenía razón. Solo era una posibilidad. El príncipe evidentemente era demasiado viejo, pero era uno de los suyos y eso para ella tenía mucha importancia. Sin embargo, también otros habían sobrevivido y, entre ellos, había hombres más jóvenes. Quizá Zoya conocería a alguno y se enamoraría. Era la única esperanza que le quedaba…, eso y las pocas joyas ocultas en la cama donde dormían. No tenía nada más, solo unos cuantos brillantes y esmeraldas, un largo collar de valiosas perlas, el huevo de Fabergé regalo de Nicolás… y toda una vida de sueños destruidos-. Ven, Zoya sécate las lágrimas. Vamos a dar un paseo.
– No. -Zoya la miró sollozante y volvió a hundir el rostro en la cama-. Él nos estará esperando abajo.
– No seas tonta. -Eugenia la miró sonriendo. Pese a lo mucho que había crecido en solo dos meses, todavía era una chiquilla-. Es un hombre extremadamente educado, no un rufián de esos que merodean todo el día por las calles. No te preocupes.
– Perdóname, abuela -dijo Zoya, y lentamente se volvió boca arriba-. No quiero que estés triste por mí. Te prometo que yo cuidaré de todos nosotros.
– No es eso lo que quiero que hagas, mi niña. Quiero que alguien cuide de ti. Así debe ser.
– Pero ahora todo es distinto. Nada es como antes. -Zoya se incorporó en la cama, sonriendo-. Puede que algún día sea una bailarina famosa.
Se la veía tan entusiasmada ante aquella posibilidad que Eugenia se echó a reír.
– Válgame Dios, cualquiera diría que eso te divierte.
– Me gusta el Ballet Russe, abuela.
– Ya lo sé. Y es cierto que bailas muy bien. Pero nunca debes pensar que eso es algo que harás durante el resto de tu vida. Hazlo ahora, si no hay más remedio. Pero algún día las cosas volverán a cambiar.
Era una plegaria más que una promesa, pero mientras se levantaba de la cama e iba por el abrigo Zoya comprendió que no eran esas sus aspiraciones. A ella le gustaba bailar en el Ballet Russe mucho más de lo que su abuela imaginaba.
Mientras ambas paseaban lentamente en dirección al Palais Royal, contemplando las galerías y los artículos exhibidos en las tiendas, Zoya sintió que el alma se le llenaba de emoción. París era una ciudad encantadora y sus gentes le gustaban mucho. Su vida no era tan desagradable como pudiera pensarse. De pronto, se sintió joven y feliz. Demasiado joven como para perder el tiempo con el príncipe Vladimir. Ni entonces ni nunca.
Zoya bailó en el Ballet Russe durante todo el mes de junio, y estaba tan inmersa en su trabajo que apenas se daba cuenta de lo que ocurría en el mundo. La llegada del general Pershing y sus tropas el 13 de junio causó una enorme sensación. La ciudad enloqueció de alegría cuando los soldados desfilaron hacia la plaza de la Concordia delante del hotel Crillon. La gente saludaba con la mano, las mujeres arrojaban flores al paso de las tropas y los hombres gritaban «Vive l’Amérique!». Zoya estaba deseando regresar al barrio del Palais Royal para contarle a su abuela lo que había visto, pero apenas podía dar un paso. Cuando por fin llegó, exclamó:
– ¡Abuela, hay miles de soldados!
– Pues entonces eso significa que la guerra terminará muy pronto.
Eugenia estaba cansada de las incursiones aéreas nocturnas y pensaba para sí que, cuando terminara la guerra, quizá las cosas cambiarían en Rusia y ellas podrían regresar a casa. Sin embargo, casi todo el mundo opinaba que no había posibilidad alguna de que eso ocurriera.
– ¿Quieres salir a dar un paseo para verlo? -preguntó Zoya con los ojos brillantes de entusiasmo.
Era extraordinario contemplar el aire esperanzado de los franceses y los rostros juveniles de los soldados vestidos con uniformes de color caqui. En todas partes parecía renacer la esperanza.
– No me apetece ver soldados por las calles, pequeña -contestó la condesa y sacudió la cabeza. Le traía malos recuerdos y prefería quedarse en casa-. No te acerques demasiado a ellos -aconsejó a Zoya-. Las multitudes a veces son peligrosas.
Sin embargo, en ningún sitio se veía la menor señal de peligro. Fue un día feliz para todo el mundo y en el teatro decidieron interrumpir los ensayos durante una semana. Por primera vez en un mes, Zoya tuvo algo de tiempo libre para descansar, pasear y sentarse a leer un rato. Se sentía joven y despreocupada, y quería saborearlo. Aquella noche le escribió una extensa carta a María, describiendo el desfile de las tropas de Pershing y su trabajo en la compañía de ballet. Ahora ya tenía más cosas que contarle, aunque no mencionó el asunto del príncipe Vladimir. Su amiga se hubiera escandalizado ante la idea de que la condesa se mostrara favorable a aquel arreglo, pero ahora eso ya no importaba. El príncipe lo había comprendido y, aunque seguía llevándole a Eugenia pan recién hecho cuando Zoya no estaba en casa, hacía varias semanas que la joven no se tropezaba con él.
Mientras Zoya escribía, la pequeña Sava se acomodó tranquilamente sobre sus rodillas. «… Se parece tanto a Joy, que, cuando entra en la habitación, me acuerdo de ti. Aunque, en realidad, no necesito nada para acordarme de ti. Me parece increíble que nosotros todavía estemos en París y tú estés ahí…, y no podamos reunirnos en Livadia este verano. He puesto al lado de la cama aquella fotografía nuestra tan divertida…»
Zoya la contemplaba cada noche antes de dormirse. También tenía una fotografía de Olga con un Alexis de tres o cuatro años sentado sobre sus rodillas, y otra de Nicolás y Alejandra. Ahora no eran más que recuerdos, pero el hecho de escribir una carta a su amiga contribuía a mantenerlos vivos en su corazón. Precisamente la semana anterior, el doctor Botkin le había enviado una carta de María en la que esta manifestaba que todo iba bien. Pese a que todavía estaba bajo arresto domiciliario, les habían dicho que en septiembre podrían trasladarse a Livadia. Por su parte, ella estaba completamente restablecida y pedía perdón a Zoya por haberle contagiado el sarampión, aparte de que le hubiera gustado verla toda cubierta de manchas. Zoya leía las cartas sonriendo entre lágrimas.
Estaba releyendo por enésima vez la carta de su prima, cuando recibió el mensaje. Tendría que bailar Petrushka con el Ballet Russe en el Teatro de la Ópera en honor del general Pershing y sus tropas. Como era de esperar, la condesa se mostró muy contrariada. Bailar para unos soldados le pareció todavía peor que hacerlo en el Châtelet, pero esta vez no intentó siquiera disuadir a Zoya, sabía muy bien que hubiera sido inútil.
Para entonces, Pershing y su Estado Mayor ya habían instalado su cuartel general en la rue Constantine frente a los Inválidos, y el general vivía en la orilla izquierda del Sena cerca de la rue de Varenne en un precioso hôtel particulier cedido por Ogden Mill, un norteamericano que servía en el cuerpo de Infantería.
– Quiero que esta noche te acompañe Fiodor -le dijo su abuela cuando Zoya ya se disponía a salir hacia el Teatro de la Ópera.
– No seas tonta, abuela, no me pasará nada. No pueden ser distintos de los generales rusos. Estoy segura de que se comportarán correctamente. No tengas miedo de que irrumpan en el escenario y nos rapten a la fuerza. -Aquella noche el famoso bailarín Nijinski bailaría con ellos, y Zoya estaba deseando verlo. Se emocionaba de pensar que bailaría con él en el mismo escenario-. No me pasará nada, te lo prometo.
– No irás sola. O Fiodor, o el príncipe Vladimir. Elige lo que prefieras.
La condesa sabía muy bien a quién elegiría, aunque en su fuero interno lo lamentaba. No había vuelto a hablarle del príncipe porque comprendía que Zoya tenía razón. Vladimir era demasiado viejo para ella.
– De acuerdo -dijo Zoya, riéndose-. Iré con Fiodor. Pero se aburrirá mortalmente, esperando entre bambalinas.
– No se aburrirá si te espera a ti, cariño.
El anciano criado las servía con una devoción que rozaba el fanatismo, por lo que Eugenia estaba segura de que Zoya estaría a salvo con él. La joven accedió solo para tranquilizar a su abuela.
– Por lo menos, dile que no se entrometa.
– No hará tal cosa.
Juntos tomaron un taxi para dirigirse a la Ópera, y en un abrir y cerrar de ojos, Zoya se vio engullida por los preparativos de la función en honor de Pershing y sus hombres. Estaban previstos otros festejos y agasajos en la Opéra Comique, la Comédie Française y otros teatros de la ciudad. París los había acogido con los brazos abiertos.
Cuando aquella noche se levantó el telón, Zoya bailó mejor que nunca. El solo hecho de saber que Nijinsky estalla allí la estimulaba. El propio Diaghilev se acercó a hablar con ella al término del primer acto. Sus elogios la emocionaron tanto que, a partir de aquel momento, bailó con tal entusiasmo que cuando bajó el telón apenas se dio cuenta de que la representación había finalizado. Hubiera querido que no terminara jamás. Se inclinó en reverencia ante los espectadores con todos los componentes de la compañía y se retiró al camerino común. Las primeras bailarinas tenían camerinos individuales, y tendrían que pasar muchos años antes de que ella pudiera disfrutar de aquel privilegio, aunque en realidad no le importaba. Ella solo quería bailar. Mientras se quitaba lentamente las zapatillas, se sintió orgullosa de su actuación. Le dolían los dedos de los pies, pero le daba igual. Era un precio exiguo a cambio de aquella felicidad. Se había olvidado incluso del general y los miembros de su Estado Mayor. Aquella noche solo podía pensar en el baile. Al levantar los ojos vio con asombro que una de sus profesoras había entrado en la estancia.
– Estáis todas invitadas a la recepción que ofrece el general en su casa -anunció la profesora-. Dos camiones militares os llevarán allí. ¡Champán para todo el mundo! -añadió y las miró con orgullo mientras las chicas reían emocionadas.
La presencia de los norteamericanos había vitalizado París. Se celebraban fiestas y representaciones en todas partes. De repente, Zoya se acordó de Fiodor, que la estaba aguardando fuera. Le apetecía asistir a la fiesta con sus compañeros, a pesar de los temores de su abuela. Salió en busca de Fiodor y lo encontró tan aburrido como imaginaba. Se sentía ridículo rodeado de mujeres vestidas con mallas y tutús y hombres medio desnudos. La evidente inmoralidad de la situación lo horrorizaba.
– ¿Sí, mademoiselle?
– Tengo que asistir a una recepción con el resto de la compañía -le explicó Zoya-, y no puedo llevarte conmigo, Fiodor. Vete a casa con la abuela. Yo volveré en cuanto pueda.
– No -dijo Fiodor, sacudiendo solemnemente la cabeza-. Le hice una promesa a Eugenia Petrovna. Le dije que la acompañaría a casa.
– Pero no puedes venir con nosotros. Te aseguro que no me ocurrirá nada.
– Se enfadará mucho conmigo.
– No, por eso no te preocupes. Yo misma se lo explicaré cuando vuelva a casa.
– La esperaré -dijo el anciano, impertérrito.
Zoya sintió el impulso de ponerse a gritar. No quería que nadie la acompañara. Quería ser como los demás componentes del ballet. Al fin y al cabo, ya no era una niña, sino una mujer adulta de dieciocho años. Quizá, con un poco de suerte, hasta podría hablar con Nijinsky… u otra vez con el señor Diaghilev. Le interesaban mucho más ellos que los hombres de Pershing. Pero, primero, tenía que convencer a Fiodor de que regresara a casa. Al final, tras una prolongada discusión, el anciano accedió a marcharse, aun sabiendo que la condesa se pondría furiosa con él.
– Te prometo que se lo explicaré todo.
– Muy bien, mademoiselle.
Fiodor se tocó la frente, hizo una reverencia y se retiró por la puerta de artistas mientras Zoya suspiraba de alivio.
– ¿A qué viene todo esto? -le preguntó a Zoya una de sus compañeras.
– Es un amigo de la familia -contestó Zoya sonriendo.
Allí nadie conocía sus circunstancias y a nadie le importaban. Lo único que les interesaba era el ballet, no las lacrimógenas historias de cómo se había incorporado ella al ballet. Además, le daba vergüenza que el viejo criado la esperara montando guardia como un cosaco. Zoya regresó al vestuario y se cambió de ropa para la recepción del general Pershing. Todos estaban de buen humor y alguien incluso había descorchado una botella de champán.
Subieron alegremente a los camiones militares y cruzaron el puente de Alejandro III, entonando tradicionales canciones rusas. Varias veces les tuvieron que llamar la atención, diciéndoles que se comportaran mientras se dirigían a la residencia del general Pershing. Este los recibió con uniforme de gala en el lujoso vestíbulo de mármol. La casa, aunque más pequeña, le recordó a Zoya los palacios de San Petersburgo. Los suelos de mármol, las columnas y escalinatas le eran muy familiares, y evocaban en ella un mundo que había abandonado apenas unos meses atrás.
Los acompañaron a un vasto salón de baile con las paredes revestidas de espejos, columnas doradas y chimeneas de mármol, genuino estilo Luis XV. Zoya se sintió de repente muy joven mientras los bailarines de la compañía reían y bebían champán. Una banda militar inició los acordes de un lento vals. Al oír la música, Zoya experimentó un irreprimible impulso de llorar y salió al jardín.
– ¿Me permite que le traiga algo de beber, mademoiselle? -La voz era inequívocamente norteamericana, pero se expresaba en perfecto francés. Al volverse, Zoya vio a un alto y apuesto hombre de cabello entrecano y ojos intensamente azules. Parecía amable y había intuido que le pasaba algo-. ¿Le ocurre algo?
Zoya negó en silencio con la cabeza y apartó el rostro para enjugarse las lágrimas que surcaban sus mejillas. Llevaba un sencillo vestido blanco, regalo de Alejandra el año pasado. Era uno de los pocos vestidos bonitos que consiguió llevar consigo, y le sentaba de maravilla.
– Lo siento…, yo… – ¿Cómo hubiera podido explicarle a aquel desconocido lo que sentía? Deseó que la dejara en paz con sus recuerdos, pero el hombre no parecía dispuesto a retirarse-. Qué bonito es todo esto.
Recordó el mísero apartamento en las inmediaciones del Palais Royal y pensó en lo mucho que habían cambiado sus vidas, en contraste con el hermoso jardín donde se encontraba.
– ¿Pertenece usted al Ballet Russe?
– Sí -contestó Zoya, y sonrió con la esperanza de que él olvidara sus lágrimas mientras escuchaba los lejanos compases de un nuevo vals. Pronunció la palabra con orgullo, pensando en su suerte-. ¿No le parece que Nijinsky ha estado maravilloso esta noche?
El hombre rió turbado y se acercó un poco más a ella. Zoya se fijó de nuevo en lo alto y apuesto que era.
– Me temo que no soy un gran aficionado al ballet. Lo de esta noche ha sido para algunos de nosotros como una orden.
– No me diga -replicó Zoya, riéndose-. ¿Y lo ha pasado muy mal?
– Bastante -contestó el desconocido, mirándola con ojos risueños-. Hasta este momento. ¿Le apetece una copa de champán?
– Dentro de un ratito tal vez. Se está tan bien aquí. -El jardín era un remanso de paz comparado con las risas y los bailes del salón-. ¿Usted vive aquí?
– Nos han instalado en una casa de la rue du Bac -contestó el hombre sonriendo-. No es tan lujoso como esto, pero es bonito y queda muy cerca.
El militar observó que Zoya se movía con discreta elegancia y poseía algo más que la gracia de una bailarina. Emanaba una majestuosa dignidad y un aire de inmensa tristeza a pesar de su sonrisa.
– ¿Pertenece usted al Estado Mayor del general?
– Sí. -Era uno de sus ayudantes de campo, pero le ahorró a Zoya los detalles-. ¿Lleva usted mucho tiempo en el Ballet Russe?
No podía ser demasiado porque parecía muy joven.
Al final, pasaron del francés al inglés, que ella dominaba muy bien por sus estudios en el Instituto Smolny.
– Llevo solo un mes -repuso Zoya sonriendo-. Para desesperación de mi abuela.
– Sus padres deben de estar muy orgullosos de usted. -Al ver la tristeza de sus ojos, el hombre lamentó haber hecho el comentario.
– Mis padres fueron asesinados en San Petersburgo en el mes de marzo… -Zoya pronunció las palabras casi en un susurro-. Vivo con mi abuela.
– Lo siento…, me refiero a lo de sus padres… -El brillo de sus ojos casi provocó a Zoya un nuevo acceso de llanto. Era la primera vez que hablaba de todo aquello con alguien. Sus compañeros del cuerpo de baile no sabían apenas nada de ella, pero por una razón inexplicable le pareció que con aquel desconocido podía hablar de cualquier cosa. Su elegancia, sus modales, su cabello oscuro entremezclado con hebras plateadas y el brillo de sus ojos le recordaban en cierto modo a Konstantin-. ¿Vino aquí con su abuela?
No sabía por qué, pero ella lo fascinaba. Lo atraía su juventud y su belleza, y aquellos grandes ojos verdes tan tristes.
– Sí, llegamos hace dos meses… desde… después de…
Al ver que Zoya no podía continuar, se acercó y la tomó del brazo.
– Demos un paseo, ¿le parece bien, mademoiselle? Y quizá después tomaremos una copa de champán.
Fueron hasta la estatua de Rodin y pasaron el rato hablando de París, la guerra y los temas que resultaban menos dolorosos para ella.
– Y usted, ¿de dónde es? -preguntó Zoya con una sonrisa.
– Nueva York.
Zoya nunca había pensado demasiado en Estados Unidos. Se le antojaba terriblemente remoto.
– ¿Cómo es aquello?
– Muy grande y bullicioso. Me temo que no tan bonito como esto, pero me gusta vivir allí -contestó riéndose. Hubiera querido preguntarle cosas sobre San Petersburgo, pero intuyó que no era el lugar ni el momento adecuado-. ¿Baila usted todos los días?
– Casi. Antes de la función de esta noche, me habían concedido una semana de descanso.
– ¿Y qué hace en su tiempo libre?
– Salgo a pasear con mi abuela. Escribo a mis amigos, leo…, duermo…, juego con mi perra.
– Parece una vida muy agradable. ¿De qué raza es su perra?
Eran preguntas estúpidas, pero le servían para tenerla cerca. La chica debía de tener por lo menos la mitad de su edad, pero era tan bonita que sentía deseos de estar a su lado.
– Cocker spaniel -contestó Zoya-. Regalo de alguien a quien aprecio mucho.
– ¿Un caballero? -preguntó él, intrigado.
– ¡No, no! -Zoya rió-. ¡Una chica! Mi prima, para ser más precisos.
– ¿Trajo a la perra consigo desde Rusia?
– Pues, sí. -Zoya inclinó la cabeza y la cascada pelirroja le ocultó los ojos-. Creo que el viaje le sentó mejor que a mí. Yo llegué a París con el sarampión. Qué estupidez por mi parte, ¿verdad? -añadió, riéndose como una chiquilla.
De repente, el hombre se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.
– En absoluto -dijo-. ¿No cree usted que deberíamos presentarnos?
– Zoya Nikolaevna Ossupov.
Ella levantó los ojos y se inclinó en graciosa reverencia.
– Clayton Andrews. Capitán Clayton Andrews, debiera haber dicho.
– Mi hermano también era capitán… de la Guardia Preobrajensky. Seguramente nunca habrá oído hablar de ella -dijo Zoya, mirándolo expectante.
Clayton vio en sus ojos una inmensa tristeza. Sus estados de ánimo cambiaban vertiginosamente y, por primera vez en su vida, él comprendió por qué la gente afirmaba que los ojos eran el espejo del alma. Los de aquella muchacha parecían conducir a un mágico mundo de brillantes, esmeraldas y lágrimas no derramadas. Sin saber por qué, experimentó el deseo de hacerla feliz y lograr que bailara, riera y sonriera de nuevo.
– Me temo que no sé muchas cosas de Rusia, señorita Nikolaevna Ossupov.
– En tal caso, estamos en paz. -Zoya esbozó una leve sonrisa-. Yo no sé nada sobre Nueva York.
Clayton la acompañó al salón de baile y le trajo una copa de champán mientras los demás bailaban un vals.
– ¿Me concede este baile?
Zoya dudó, pero, al fin, aceptó. Clayton posó su copa en una mesita y la guió en un cadencioso vals que a Zoya le recordó las veces que bailaba con su padre. Si cerrara los ojos, estaría en San Petersburgo… La voz de Clayton interrumpió sus pensamientos.
– ¿Baila usted siempre con los ojos cerrados, mademoiselle? -preguntó en tono burlón.
Zoya lo miró sonriendo. Se sentía a gusto en sus brazos y se alegraba de poder bailar con un hombre alto y apuesto en una mágica noche, y en una casa tan hermosa…
– Es tan bonito estar aquí, ¿no cree?
– Ahora, sí.
Sin embargo, Clayton lo había pasado mejor en el jardín. Era más fácil hablar con ella allí que en medio de la música y la gente. Al finalizar el baile, el general Pershing le hizo señas de que se acercara y tuvo que dejarla. Cuando volvió en su busca, Zoya ya se había marchado. La buscó por todas partes e incluso salió otra vez al jardín, pero sin éxito. Preguntó por ella y le dijeron que un primer grupo de bailarines ya se había marchado en un camión del ejército. Clayton regresó a su residencia con aire abatido y, mientras bajaba por la rue du Bac, recordó su nombre y sus grandes ojos verdes. Se preguntó quién sería en realidad. Algo en ella lo intrigaba profundamente.
– La próxima vez que envíe a Fiodor contigo a alguna parte, Zoya Nikolaevna, me harás el favor de no mandarlo a casa -dijo la anciana condesa a la mañana siguiente, durante el desayuno.
Fiodor había regresado avergonzado y diciendo que los soldados habían invitado a los bailarines a una fiesta en la que él no podía participar. Cuando Zoya volvió, su abuela la esperaba despierta, pero tan furiosa que apenas podía hablar. Por la mañana, su cólera aún no se había disipado.
– Perdóname, abuela. No podía llevar a Fiodor conmigo. Fue una elegante recepción en la residencia del general Pershing.
Zoya recordó inmediatamente los jardines y al capitán que había conocido, pero no se lo mencionó a su abuela.
– ¡Ya! Conque esas tenemos, ¿eh? ¿Divirtiendo a las tropas? ¿Qué otra cosa vas a hacer? Precisamente por eso las señoritas como Dios manda no pueden trabajar en una compañía de ballet. No es correcto y no pienso tolerarlo. ¡Quiero que abandones la compañía inmediatamente!
– Abuela, por favor, ¡sabes que no puedo!
– ¡Podrás si yo te lo mando!
– No, abuela, te lo suplico… -Zoya no estaba de humor para discutir. La víspera lo había pasado muy bien y el apuesto capitán era muy simpático, o, por lo menos, eso le pareció. Aun así, prefirió no decirle nada a su abuela, con la certeza de que sus caminos jamás volverían a cruzarse-. Perdona, no volveré a hacerlo.
Tampoco tendría ocasión. No era probable que el general Pershing organizara fiestas para el Ballet Russe después de cada representación.
Cuando se levantó de la mesa, su abuela la miró enfurecida.
– ¿Adónde vas ahora?
– Hoy tengo un ensayo.
– ¡Ya estoy harta de todo esto! -La condesa se levantó y empezó a pasear arriba y abajo por la estancia-. ¡El ballet, siempre el ballet! ¡Esto se va a terminar!
– Sí, abuela.
La condesa decidió vender otro collar, esta vez el de esmeraldas. Quizá así Zoya olvidaría aquella locura durante algún tiempo. Ya estaba cansada de la situación. Zoya no era una bailarina, sino una niña.
– ¿A qué hora volverás?
– Sobre las cuatro. El ensayo empieza a las nueve y esta noche no tengo que actuar.
– Quiero que vayas pensando en dejarlo.
Sin embargo, Zoya lo pasaba muy bien y el dinero era muy necesario por mucho que le pesara a la condesa. La semana anterior, la joven había regalado a su abuela un precioso vestido y un chal. Con su sueldo también podían comprar la comida, aunque sin permitirse más exquisiteces que las que les regalaba Vladimir cuando visitaba a la condesa con la esperanza de ver a Zoya.
– Esta tarde saldremos a dar un paseo cuando vuelva a casa.
– ¿Y cómo sabes que me apetecerá salir a dar un paseo contigo? -refunfuñó la abuela.
– Porque me quieres mucho y yo también a ti -contestó Zoya, riéndose.
Después le dio un beso en la mejilla y salió corriendo como una colegiala que llegaba tarde a clase.
La anciana suspiró y quitó de la mesa los platos del desayuno. Resultaba tan difícil vivir allí con la chica. Las cosas eran muy distintas y, aunque ella no quisiera reconocerlo, Zoya ya no era una niña y no se la podía controlar.
Aquel día el ensayo se llevaría a cabo en el Teatro de la Ópera donde, a la noche siguiente, la compañía ofrecería otra función. Zoya practicó horas y horas en la barra y, cuando terminó poco antes de las cuatro, estaba rendida. Era una soleada tarde de la última semana de junio. La muchacha salió a la calle y suspiró de satisfacción.
– Parece usted cansada, señorita Nikolaevna Ossupov.
Al oír su nombre, Zoya se volvió sorprendida y vio a Clayton Andrews de pie junto a uno de los automóviles oficiales del Estado Mayor del general Pershing.
– Hola…, no esperaba verlo.
– Ojalá pudiera yo decir lo mismo. Llevo dos horas aguardando -dijo Clayton, y ella lo miró sorprendida.
– ¿Ha estado esperándome todo el rato?
– Pues sí. Anoche no tuve ocasión de despedirme de usted.
– Creo que estaba usted ocupado cuando me fui.
– Lo sé. Debió de marcharse en el primer camión. -Zoya asintió con la cabeza, asombrada de que se hubiera tomado la molestia de buscarla. No esperaba volver a verlo y ahora comprobó que era tan guapo, simpático y elegante como la víspera cuando ambos habían bailado-. Quería invitarla a almorzar, pero ahora ya es un poco tarde.
– De todos modos, mi abuela me espera en casa -dijo Zoya y sonrió como una pícara colegiala-. Está muy enfadada conmigo por lo de anoche.
– ¿Regresó usted a casa muy tarde? -preguntó Clayton-. No recuerdo qué hora era cuando se fue.
Eso significaba que la chica era tan joven como él suponía. Tenía la inocencia de una chiquilla y, sin embargo, sus ojos revelaban una enorme sabiduría.
Zoya rió al recordar el momento en que hizo regresar a Fiodor a casa.
– Mi abuela me envió un acompañante, pero yo lo mandé a casa. Creo que él se alegró tanto como yo.
La muchacha se ruborizó levemente mientras él reía.
– En tal caso, mademoiselle, ¿me permite que la acompañe ahora? Puedo llevarla a casa en mi automóvil.
Zoya vaciló, pero Clayton era tan caballero que no podía haber ningún mal en ello, y además, ¿quién se iba a enterar? Podría despedirse de él una o dos manzanas antes de llegar al Palais Royal.
– Muchas gracias.
Clayton abrió la portezuela y ella subió al vehículo. Le dijo dónde vivía y él la condujo sin la menor dificultad. Zoya pidió que se detuviera una manzana antes de llegar.
– ¿Es aquí donde usted vive? -preguntó Clayton, mirando a su alrededor.
– No exactamente -contestó Zoya, ruborizada de nuevo-. Después de lo de anoche, prefiero ahorrarle a mi abuela otro disgusto.
Clayton volvió a reír y, de repente, pareció un jovenzuelo a pesar de las hebras plateadas de su cabello.
– Pero ¡qué mala es usted! ¿Y si le pido que cene conmigo esta noche, mademoiselle? ¿Aceptará?
– No lo sé -contestó Zoya, y frunció el ceño-. La abuela sabe que esta noche no hay ensayo.
Sería la primera vez que le mintiera, y Zoya no estaba segura de querer hacerlo. Sin embargo, sabía muy bien lo que pensaba Eugenia de los soldados.
– ¿No la deja salir con nadie? -preguntó el capitán, entre divertido y asombrado.
– Pues la verdad es que lo ignoro -confesó Zoya-. Nunca he salido con nadie.
– No me diga… ¿Puedo preguntarle en tal caso cuántos años tiene usted?
Tal vez era todavía más joven de lo que él pensaba, aunque esperaba que no.
– Dieciocho -contestó Zoya en tono casi desafiante.
– ¿Y eso le parece a usted que es ser muy mayor?
– Lo suficiente. -Clayton no se atrevió a preguntarle para qué-. No hace mucho tiempo, mi abuela quería que me casara con un amigo de la familia.
Zoya se ruborizó y supuso que era una estupidez haber mencionado a Vladimir, aunque él no pareció extrañarse.
– ¿Y cuántos años tenía él? ¿Veintiuno?
– ¡Oh, no! -exclamó Zoya, riendo-. Muchísimos más. ¡Por lo menos sesenta años!
Esta vez, Clayton Andrews la miró casi escandalizado.
– ¿De veras? ¿Y a su abuela no le importa?
– Es difícil de explicar, y, además, a mí no me gusta…, es un viejo.
– Yo también -dijo Clayton, poniéndose muy serio por un instante-. Tengo cuarenta y cinco años.
Quería ser sincero con ella, ya desde un principio.
– ¿Y no está casado? -preguntó Zoya, sorprendida.
– Estoy divorciado. -Se había casado con una Vanderbilt, pero todo había terminado diez años atrás. En Nueva York se lo consideraba un buen partido, pero ninguna de las numerosas mujeres conocidas durante aquellos diez años había conseguido adueñarse de su corazón-. ¿Se asombra usted?
– No. -Zoya lo pensó un momento y después lo miró a los ojos, más convencida que nunca de que era un hombre honrado-. ¿Por qué se divorció?
– El amor se acabó, supongo… Ya éramos muy distintos al principio. Ella se volvió a casar y somos buenos amigos, aunque últimamente no la veo muy a menudo. Ahora vive en Washington.
– ¿Y eso dónde está?
A Zoya todo le parecía lejano y misterioso.
– Cerca de Nueva York. Algo así como París y Burdeos. O más bien como París y Londres -Zoya asintió en silencio. Así lo comprendía mejor. Clayton consultó el reloj. Había pasado dos horas esperándola y ya tenía que regresar-. ¿Qué tal la cena de esta noche?
– Creo que no podré -contestó Zoya, mirándolo con tristeza.
– ¿Mañana, entonces? -preguntó Clayton con una sonrisa.
– Mañana por la noche tengo que bailar.
– ¿Y después?
Clayton persistía porque no quería dejarla escapar tras haberla encontrado de nuevo.
– Lo intentaré.
– De acuerdo. Hasta mañana por la noche, entonces.
Clayton descendió del automóvil y la ayudó a bajar. Ella le dio cortésmente las gracias por haberla acompañado y el capitán la saludó con la mano. Regresó a la rue Constantine con el corazón rebosante de alegría.
Por primera vez en su vida, Zoya le mintió a su abuela. Ocurrió al día siguiente, cuando fue otra vez al Teatro de la Ópera. Se sintió culpable, pero, una vez en la calle, ya se había perdonado aquella inocente mentira. Quería evitar que se preocupara por algo que no merecía la pena. Al fin y al cabo, ¿qué mal podía haber en ir a cenar con un hombre tan amable y simpático? Zoya le dijo a Eugenia que Diaghilev los había invitado a cenar a todos y que estaba obligada a ir.
– ¡No me esperes levantada! -le gritó al salir.
– ¿Seguro que tienes que ir?
– ¡Pues claro, abuela! -contestó y salió a toda prisa para dirigirse al ensayo.
Al finalizar la función, Clayton estaba esperándola con otro automóvil del general Pershing.
– ¿Todo arreglado? -le preguntó sentándose al volante mientras ella lo miraba con sus expresivos ojos esmeralda-. ¿Qué tal ha ido esta noche?
– Bien. Pero Nijinsky no ha bailado. Es fabuloso, ¿no cree? -Zoya sonrió al recordar que a él no le gustaba el ballet-. Perdón, olvidé que no es aficionado al ballet.
– Quizá podría aprender.
Se dirigieron al Maxim’s, y al entrar, Zoya se quedó boquiabierta de asombro ante el lujoso decorado en terciopelo, la elegancia de la gente y el esplendor de los uniformes de gala de los hombres. Lo primero que se preguntó fue cómo podría describirle a María aquel ambiente en su próxima carta. Sin embargo, tendría dificultades para explicarle lo de Clayton Andrews. No estaba muy segura de por qué había salido a cenar con él. Simplemente le pareció muy simpático y le apetecía hablar con él, aunque solo fuera una vez…, o quizá más de una. No había nada de malo en ello. Parecía un hombre respetable y le gustaba su compañía. Cuando se sentaron a una mesa, trató de comportarse como una chiquilla emocionada.
– ¿Tiene apetito? -le preguntó él mientras pedía champán y ella miraba asombrada a su alrededor.
– ¿Ha estado aquí otras veces?
Zoya sacudió la cabeza y pensó en su apartamento y en el hotel donde se habían alojado al principio. No habían estado en ningún restaurante desde su llegada. Ella y la condesa preparaban comidas caseras muy sencillas, y Fiodor se sentaba a cenar con ellas todas las noches.
– No -contestó Zoya, sin más explicaciones.
– Es bonito, ¿verdad? Antes de la guerra yo venía bastante por aquí.
– ¿Viaja usted mucho? Habitualmente, quiero decir.
– Bastante. ¿Conocía usted París? Me refiero a antes de venir aquí hace tres meses.
A Zoya la conmovió que se acordara de lo que ella le había contado.
– No, pero mis padres venían muy a menudo. En realidad, mi madre era alemana, pero vivió casi toda su vida en San Petersburgo.
De repente, Clayton sintió deseos de preguntarle cómo había sido la revolución, pero adivinó lo doloroso que habría resultado para ella y prefirió callar. Después, por decir algo, le hizo una pregunta que suscitó las risas de la muchacha.
– Zoya, ¿vio usted alguna vez al zar? -Al ver la expresión de su rostro, Clayton rió también-. ¿He dicho algo gracioso?
– Más bien sí. -Zoya se sentía tan a gusto con él que decidió mostrarse un poco más abierta-. Somos primos.
Sin embargo, enseguida se puso muy seria, recordando su última mañana en Tsarskoe Selo.
Clayton le dio una palmada en la mano y escanció champán en su copa.
– Perdone, podemos hablar de otra cosa.
– No se preocupe, es que… -Zoya lo miró, tratando de reprimir las lágrimas-. Los echo mucho de menos. A veces me pregunto si volveremos a verlos. Se encuentran todavía bajo arresto domiciliario en Tsarskoe Selo.
– ¿Tiene usted noticias suyas? -preguntó Clayton, sorprendido.
– A veces recibo cartas de la gran duquesa María…, es mi mejor amiga. Cuando nos fuimos estaba enferma. -Zoya sonrió tristemente al recordarlo-. Ella me contagió el sarampión. Todos estaban enfermos cuando nos marchamos.
El capitán Andrews la escuchó asombrado. El zar de Rusia era una figura histórica y no simplemente el primo de aquella bonita joven.
– ¿Y usted se crió con ellos?
Zoya asintió en silencio y Clayton pensó que no se había equivocado en sus apreciaciones. Aquella muchacha era algo más de lo que parecía a primera vista; no era una simple bailarina, sino una joven de buena familia, con un pasado extraordinario. Zoya le habló entonces de la casa donde había crecido, de Nicolai, de la noche en que este murió y de su estancia en Tsarskoe Selo antes de abandonar Rusia.
– Conservo unas fotografías maravillosas. Ya se las enseñaré otro día. Todos los años íbamos juntos a Livadia. María dice en su carta que este año volverán allí. El cumpleaños de Alexis lo celebrábamos siempre allí o bien en el yate.
Clayton la miró en silencio mientras ella le hablaba de un mundo mágico en un momento crucial de la historia, como si los primos y los amigos, los niños, el tenis y los perros fueran cosas de lo más normales. Y ahora trabajaba en el Ballet Russe. No era de extrañar que su abuela le hubiera enviado un acompañante. Zoya le explicó incluso lo de Fiodor. Al finalizar la velada, Clayton tuvo la sensación de conocerlos a todos y le entristeció pensar en la vida que la muchacha había perdido.
– ¿Qué hará usted ahora?
– No lo sé -contestó Zoya con toda sinceridad-. Cuando ya no queden más joyas por vender, supongo que seguiré bailando y viviremos de eso. La abuela es demasiado mayor para ponerse a trabajar. Fiodor no habla el francés y, además, ya es muy viejo.
¿Y cuando ellos murieran? Clayton no se atrevió ni a pensarlo. A pesar de haber sufrido tantas penalidades, Zoya era una joven sincera e ingenua como pocas.
– Su padre debía de ser un hombre estupendo, Zoya.
– Lo era.
– Cuesta trabajo imaginar que los haya perdido a todos. Y más todavía pensar que nunca podrá volver.
– La abuela cree que las cosas pueden cambiar cuando termine la guerra. Tío Nicolás nos lo dijo antes de nuestra partida. -Clayton no pudo evitar sorprenderse de que Zoya llamara «tío Nicolás» nada menos que al zar de Rusia-. Menos mal que, por lo menos, puedo bailar. Cuando era pequeña, soñaba con huir a la escuela de baile del teatro Marynsky -añadió Zoya y rió al recordarlo-. Aunque esto tampoco está mal. Prefiero bailar antes que enseñar inglés, coser o confeccionar sombreros.
Clayton rió al ver la expresión de su rostro cuando le enumeraba las alternativas.
– Tengo que reconocer que no me la imagino haciendo sombreros.
– Antes moriría de hambre. Pero eso no ocurrirá porque en el Ballet Russe estoy muy bien.
Zoya le describió a Clayton la primera prueba que hizo, y él admiró en silencio su valentía e ingenio. El hecho de haber salido a cenar con él también era una manifestación de valentía, pero Clayton no quería aprovecharse de la situación. La chica le gustaba, aunque fuera poco más que una niña. Sin embargo, ahora la veía bajo una luz distinta que la otra noche. No era simplemente una cara bonita o una componente de un cuerpo de baile, sino una joven perteneciente a una familia más ilustre que la suya propia. Aunque no le quedara nada, poseía clase y dignidad, y él no quería mancillar nada de todo aquello.
– Me gustaría que conociera a mi abuela -dijo Zoya como si hubiera leído sus pensamientos.
– Tal vez tengamos ocasión algún día.
– Se escandalizaría de que alguien no nos hubiera presentado debidamente. No sé si conseguiría explicárselo.
– ¿Y si le dijéramos que soy un amigo de Diaghilev? -preguntó Clayton, esperanzado.
– ¡Sería todavía peor! -contestó Zoya, riendo-. Odia todo este ambiente. Con tal de que dejara mi trabajo en el ballet, accedería a que me casara con el príncipe Markovsky, el que se gana la vida como taxista.
Mientras la miraba, Clayton comprendió las razones de la condesa. Era terrible que la joven anduviera sola por el mundo, sin protección, convertida en fácil presa para cualquiera, incluso para él mismo.
Clayton pagó la cuenta y la acompañó a casa.
– Me gustaría volver a verla, Zoya. -Parecía un comentario trivial, pero a Clayton le molestaba salir con ella en secreto. Era muy joven y por nada del mundo hubiera querido dañarla-. ¿Y si viniera una tarde a tomar el té con su abuela?
– ¿Y qué explicación podría darle? -dijo Zoya, aterrada.
– Ya se me ocurrirá algo. ¿Qué tal el domingo?
– Normalmente, vamos a dar un paseo por el Bosque de Bolonia.
– Podríamos dar una vuelta en automóvil. ¿Le parece bien a las cuatro?
Zoya asintió, sin saber lo que le diría a su abuela, pese a que la sugerencia le parecía mucho más sencilla que cualquier estratagema que ella pudiera inventarse.
– Podría decirle simplemente que soy el ayudante de campo del general Pershing y que nos conocimos en la recepción de la otra noche. Generalmente, es más fácil decir la verdad que mentir.
Parecía Konstantin, pensó Zoya no por primera vez mientras lo miraba sonriendo.
– Mi padre hubiera dicho lo mismo. -Cuando el vehículo se detuvo delante de su casa, Zoya lo miró, pensando que estaba muy guapo de uniforme. Era un hombre extraordinariamente bien parecido-. Ha sido una velada muy agradable.
– Para mí también, Zoya…, para mí también.
Clayton acarició su larga melena pelirroja y sintió deseos de estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió.
Después la acompañó hasta la puerta y, una vez dentro, ella lo saludó con la mano por última vez y subió al apartamento.
La presentación de Clayton fue mucho más fácil de lo que ellos esperaban. Zoya le explicó a su abuela que le había conocido en la recepción del general Pershing y Eugenia lo invitó a tomar el té. En un principio la condesa se mostró un poco reacia porque una cosa era invitar al príncipe Vladimir, cuyas circunstancias personales eran semejantes, y otra muy distinta invitar a alguien apenas conocido. Zoya compró media docena de pastelillos y una barra de pan de las que tanto escaseaban, y Eugenia preparó una humeante tetera. No podrían ofrecerle ninguna fineza, ni bandeja de plata, ni servilletas de encaje ni samovar, pero lo que más preocupaba a Eugenia era el motivo de la visita del capitán. Cuando Fiodor le abrió la puerta a las cuatro en punto, el propio Clayton Andrews disipó casi todos los temores de la condesa. Traía sendos ramos de flores y una tarta de manzana, y se comportó como todo un caballero, saludando a Zoya y a su abuela con respetuosa cordialidad. Apenas miró a Zoya mientras hablaba sobre sus viajes, sus conocimientos de la historia rusa y su adolescencia en Nueva York. Al igual que le ocurriera a Zoya, su cordialidad, su ingenio y su encanto a Eugenia le recordaron a Konstantin. Cuando, al final, envió a Zoya a la cocina a preparar otra tetera, la condesa miró a su invitado en silencio y comprendió la razón de su visita. Era demasiado mayor para la muchacha y, sin embargo, no le desagradaba. Parecía un hombre en extremo cortés y refinado.
– ¿Qué quiere de ella? -preguntó inesperadamente Eugenia mientras Zoya se encontraba todavía en la cocina.
– No estoy seguro -contestó Clayton, mirándola con sinceridad a los ojos-. Jamás había hablado con una chica de su edad. Podría intentar tal vez ser su amigo…, de ustedes dos.
– No juegue con ella, capitán Andrews. Tiene toda la vida por delante y lo que usted haga ahora podría suponer un cambio muy desagradable. Parece que ella le aprecia mucho. Quizá eso ya es suficiente. -Sin embargo, ninguno de ellos lo creía. La condesa sabía mucho mejor que él que, cuando ambos se encariñaran, la vida de Zoya nunca volvería a ser la misma-. Todavía es muy joven.
Clayton asintió en silencio, aprobando la sabiduría de aquellas palabras. Durante la semana anterior había pensado más de una vez que era un insensato al pretender a una muchacha tan joven. ¿Qué ocurriría cuando tuviera que marcharse de París? No sería justo aprovecharse de ella y después plantarla sin más.
– En otras circunstancias y en otra clase de vida, esto no hubiera sido posible.
– Lo sé muy bien, condesa. Pero, por otra parte -dijo Clayton defendiendo su causa-, los tiempos han cambiado, ¿no le parece?
– En efecto.
Justo en aquel momento Zoya entró de nuevo en la estancia y les sirvió otra taza de té. Después mostró a Clayton las fotografías del verano anterior en Livadia con la perra Joy brincando a sus pies, el zarevich sentado a su lado en el yate, Olga, María, Tatiana y Anastasia, la tía Alejandra y el zar. Era casi una lección de historia moderna. Zoya lo miró más de una vez con una alegre sonrisa, recordando detalles y ofreciendo explicaciones mientras él la escuchaba, sabiendo ya la respuesta a las preguntas de Eugenia. Sentía por aquella muchacha algo más que amistad. Aunque fuera poco más que una chiquilla, había en ella algo que le llegaba al alma y le hacía experimentar sentimientos jamás experimentados por nadie. Y sin embargo, ¿qué podía ofrecerle? Tenía cuarenta y cinco años, estaba divorciado y se encontraba en Francia para combatir en una guerra. En aquellos momentos, no podía ofrecerle absolutamente nada, y dudaba que en el futuro pudiera ofrecerle algo. Ella se merecía un hombre más joven, alguien con quien crecer y reírse y compartir recuerdos. Pese a todo, ansiaba estrecharla en sus brazos y prometerle solemnemente que ya nada volvería a hacerla sufrir.
Cuando Zoya guardó las fotografías, Clayton llevó a las dos a dar un paseo en automóvil. Se detuvieron en el parque y Zoya jugó con Sava sobre la hierba. En cierto momento, la perrita se puso a brincar y a ladrar. Zoya corrió riendo y casi chocó con Clayton. Sin pensarlo ni un momento, este la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí mientras ella lo miraba, riendo como la chiquilla de las fotografías. Eugenia parecía preocupada por lo que pudiera ocurrir.
Cuando Clayton las acompañó nuevamente a casa, Eugenia le dio las gracias y aprovechó un momento en que Zoya se apartó para confiarle la perrita a Fiodor.
– Piénselo bien, capitán -dijo la condesa-. Lo que para usted puede ser simplemente un intermedio podría cambiar toda la vida de mi nieta. Sea prudente, se lo ruego… y, por encima de todo, sea bueno.
– ¿Qué le has dicho, abuela? -preguntó Zoya cuando él se marchó.
– Le he dado las gracias por la tarta de manzana y lo he invitado a que nos visite cuando quiera -contestó tranquilamente mientras retiraba las tazas.
– ¿Nada más? Parecía muy serio, como si le hubieras dicho algo muy importante. Y no sonrió cuando me dijo adiós.
– Tal vez piensa en todo eso, pequeña. La verdad es que me parece muy mayor para ti -dijo cautelosamente la condesa.
– Pero a mí no me importa. Es muy amable y simpático.
– Claro.
Eugenia asintió en silencio y ansió que fuera lo bastante simpático como para no volver a visitarlas. Zoya corría mucho peligro a su lado y, si se enamoraba de él, ¿qué ocurriría? Podría ser un desastre.
Las plegarias de Eugenia, pidiendo que Clayton Andrews no volviera, no fueron atendidas. Tras pasar una semana alejado de la muchacha, Clayton comprobó que no podía dejar de pensar en ella. Lo obsesionaban sus ojos, su cabello, su manera de reír, su forma de jugar con Sava e incluso las fotografías de la familia del zar que le había mostrado. A través de lo que ella había contado, en lugar de ser una trágica figura histórica, el zar se había convertido en un hombre con una mujer, unos hijos y tres perros. Clayton se compadecía ahora de su suerte y trataba de imaginárselo prisionero en su palacio de Tsarskoe Selo.
Por su parte, Zoya solo podía pensar en Clayton.
Esta vez, el capitán se presentó en casa de Zoya y no en el teatro y, con el permiso de la condesa, la llevó a ver La viuda alegre. A la vuelta, Zoya comentó el espectáculo a su abuela mientras Clayton reía y descorchaba una botella de champán Cristalle, escanciándolo en unas copas de cristal tallado. Procuraba hacerles la vida más cómoda, evitando ofenderlas, y constantemente traía cosas que necesitaban y no tenían, como, por ejemplo, unas mantas de lana que según dijo alguien le había «dado», un juego de copas, un mantel de encaje e incluso una bonita cama para Sava.
Para entonces, Eugenia ya había advertido que Clayton estaba tan enamorado de Zoya como ella de él. Ambos daban largos paseos por el parque y almorzaban en los pequeños cafés mientras Clayton le explicaba a la muchacha la procedencia de los distintos uniformes de los soldados que veían, los zuavos argelinos pertenecientes al ejército francés, los ingleses y los norteamericanos con sus uniformes caqui, los «poilus» franceses con sus chaquetas azul claro, e incluso los cazadores o Chasseurs d’Afrique. Hablaban de todo, desde el baile a los hijos. Zoya comentó que quería tener seis.
– ¿Por qué seis? -preguntó él y rió.
– Pues no lo sé -contestó ella, encogiendo alegremente los hombros-. Me gustan los números pares.
Más tarde, le mostró a Clayton la última carta de María, en la que contaba que Tatiana se había vuelto a poner enferma, aunque no de gravedad, y decía que Nagorny era más cariñoso y fiel que nunca con Alexis. Jamás se apartaba de su lado. «Papá es muy bueno con nosotros. A todos nos hace sentir felices y alegres…» Clayton se emocionó. Sin embargo, cuando salían juntos hablaban de algo más que de la familia del zar. Hablaban de sus aficiones, sus intereses y sus sueños.
Fue un verano mágico y delicioso para Zoya.
Siempre que no actuaba, la joven salía con Clayton, que las obsequiaba constantemente tanto a ella como a su abuela con pequeños regalos y detalles. En septiembre, sin embargo, aquellos inocentes placeres terminaron de golpe. El general Pershing anunció a sus ayudantes que se trasladaba al cuartel general de Chaumont, en el Marne, por lo que Clayton debía abandonar París en cuestión de días. Al mismo tiempo, Diaghilev quería llevar el Ballet Russe a España y Portugal, lo cual significaba que Zoya tendría que enfrentarse con una dolorosa decisión. No podía dejar sola a su abuela y no soportaba la idea de abandonar la compañía.
– Puedes incorporarte a otra compañía de ballet. No es ninguna catástrofe -la animó Clayton.
Pero para ella sí lo era. Ninguna compañía era comparable al Ballet Russe. La peor noticia se recibió dos semanas después del cumpleaños de Alexis. María envió una carta a través del doctor Botkin. El 14 de agosto, toda la familia Romanov fue sacada de su arresto domiciliario en el palacio de Alejandro en Tsarskoe Selo y enviada a Tobolsk, en Siberia. La carta se había escrito la víspera de la partida y Zoya solo supo que se habían ido, pero no dónde estaban. Fue un golpe terrible. Ella esperaba que de un momento a otro fueran a Livadia y allí estuvieran a salvo. De repente, todo había cambiado. El terror la invadió mientras leía la carta. Cuando se la mostró a Clayton antes de su partida, este trató en vano de consolarla.
– Pronto tendrás noticias suyas, estoy seguro. No debes asustarte.
Pero ¿cómo no asustarse?, se preguntó Clayton en su fuero interno. La joven lo había perdido todo en cuestión de pocos meses, había sufrido en carne propia los excesos de la revolución, y sus parientes y amigos se encontraban todavía en peligro sin que nadie pudiera ayudarlos. El gobierno norteamericano había reconocido el gobierno provisional y nadie se atrevía a ofrecer asilo al zar y a su familia. No había forma de arrancarlo de las manos de los revolucionarios. Solo se podía rezar por ellos y esperar que algún día recuperaran la libertad. Era la única esperanza que le quedaba a Zoya. Y lo peor era que Clayton también tenía que irse.
– No está muy lejos. Vendré a París siempre que pueda. Te lo prometo.
Zoya lo miró con tristeza. Su amiga, el Ballet Russe… y la partida de Clayton que la cortejaba desde hacía casi tres meses. Eugenia intuyó para gran alivio suyo que el capitán no había cometido ninguna imprudencia con la joven. Simplemente disfrutaba de su compañía, iba a verla siempre que podía, paseaban e iban al teatro o a cenar al Maxim’s, o a algún pequeño local. Gracias a su afecto y protección, a Zoya le parecía que de nuevo tenía una familia. Ahora lo perdería y tendría que buscar trabajo en una compañía menos importante. Mal que le pesara, Eugenia sabía que ambas dependían de los ingresos de Zoya.
El 10 de septiembre, Zoya encontró trabajo en una compañía de ballet sin precisión ni estilo y sin la rígida disciplina a que estaba acostumbrada en el Ballet Russe. Además, el sueldo era muy inferior, pero por lo menos los tres podrían comer. Las noticias de la guerra no eran buenas y las incursiones aéreas eran muy frecuentes. Al final, Zoya recibió una carta de María. Vivían en la residencia del gobernador en Tobolsk y el profesor Gibbes seguía dándoles clase. «…Papá nos lee historia casi todos los días y nos ha construido una plataforma en el invernadero para que podamos tomar un poco el sol, pero pronto hará demasiado frío para eso. Dicen que aquí los inviernos son interminables…» Olga había cumplido veintidós años y Pierre Gilliard seguía con ellos. «Él y papá cortan leña casi a diario y, mientras están ocupados, nosotras nos libramos de las lecciones. Mamá parece muy fatigada. La salud del niño la preocupa mucho. Se encontró muy mal después del viaje, pero ahora tengo la alegría de poder decirte que ya está mucho mejor. Aquí dormimos las cuatro en una habitación. La casa es muy pequeña, pero agradable. Algo así como el apartamento donde vives con tía Eugenia. Dale muchos recuerdos de mi parte y escríbeme siempre que puedas, queridísima prima. El ballet debe de ser fascinante. Cuando se lo conté a mamá, se escandalizó, pero después añadió riendo que era muy propio de ti irte nada menos que a París e incorporarte a una compañía de ballet. Todos te enviamos nuestro cariño, y yo especialmente…» Esta vez, María firmó la carta con un nombre que no utilizaba desde hacía mucho tiempo, «Otma». Era la clave que se habían inventado en la infancia para las cartas que enviaban las cuatro hermanas, y significaba Olga, Tatiana, María y Anastasia. El pensamiento de Zoya voló hacia ellas.
Sin Clayton, Zoya se sentía muy sola y sin saber qué hacer. Se dedicaba exclusivamente al trabajo y volvía a casa, junto a su abuela, al terminar las funciones. Fue entonces cuando advirtió hasta qué extremo la mimaba Clayton. Con él salía a pasear, forjaba planes y recibía constantes regalos y sorpresas. De pronto, se había quedado sin nada. Le escribía más a menudo que a María en Tobolsk, pero sus respuestas eran siempre breves y apresuradas. Tenía muchas cosas que hacer en Chaumont para el general Pershing.
Octubre fue todavía peor. Fiodor contrajo la gripe española y ambas tuvieron que turnarse cuidándolo durante varias semanas. Al final, el anciano no pudo comer ni beber, perdió la vista y murió mientras ellas lloraban en silencio junto a su lecho. Fue bueno y leal, pero, como un animalillo llevado demasiado lejos de su hogar, no pudo sobrevivir en un mundo distinto. Antes de morir, las miró sonriendo y dijo en voz baja:
– Ahora podré volver a Rusia…
Lo enterraron en un pequeño cementerio de las afueras de Neuilly. Vladimir las llevó en su taxi y Zoya pasó todo el camino llorando por la muerte del fiel servidor. De pronto, todo le pareció sombrío, incluso el tiempo.
Sin Fiodor, nunca tenían suficiente leña y no se atrevían a utilizar su habitación en parte por respeto y en parte para ahorrar. El dolor de sus pérdidas parecía interminable. Clayton llevaba casi dos meses sin visitar París. Una noche en que Zoya regresó tarde del trabajo a casa se llevó un susto de muerte cuando abrió la puerta y en la salita vio a un hombre en mangas de camisa. Por un instante, le dio un vuelco el corazón, pensando que era un médico.
– ¿Ocurre algo?
Él la miró asombrado y se quedó boquiabierto ante su belleza.
– Perdón, mademoiselle…, yo… Su abuela…
– ¿Le pasa algo?
– No, por Dios. Creo que está en su habitación.
– ¿Y usted quién es?
Zoya no acertaba a comprender qué hacía en su casa aquel hombre en mangas de camisa.
– ¿No se lo ha dicho ella? Vivo aquí. Me he mudado esta mañana.
Era un joven pálido y delgado de unos treinta y tantos años, tullido de una pierna y con el cabello ralo. Se dirigió a la habitación de Fiodor renqueando visiblemente y cerró la puerta. Zoya corrió a su dormitorio enfurecida.
– Pero ¿qué has hecho? ¡No puedo creerlo! -Miró a su abuela, sentada en la única silla de la habitación, y observó que para mayor comodidad Eugenia había trasladado algunas cosas al dormitorio-. ¿Quién es ese hombre? -preguntó mientras la condesa levantaba los ojos de su labor de punto.
– He aceptado un huésped. No teníamos más remedio. El joyero no me ofreció casi nada por las perlas y nos quedan muy pocas cosas por vender. Tarde o temprano, hubiéramos tenido que hacerlo -añadió con serena resignación.
– Por lo menos hubieras podido consultarme o avisarme. No soy una niña y también vivo aquí. ¡Ese hombre es un completo desconocido! ¿Y si nos mata mientras dormimos o roba las últimas joyas que te quedan? ¿Y si se emborracha… o trae a casa mujeres de mala vida?
– Entonces le diremos que se vaya, pero cálmate, Zoya, parece simpático y muy tímido. El año pasado lo hirieron en Verdún, y es profesor.
– Me importa un bledo lo que sea. El apartamento es demasiado pequeño para acoger un huésped y yo gano lo suficiente con el baile ¿A qué viene todo esto? -Zoya tuvo la sensación de haberse quedado sin casa y rompió a llorar de rabia. Para ella representaba el golpe final. En cambio, a Eugenia le parecía la única salida, aunque prefirió no decírselo de antemano a Zoya porque temía su reacción-. ¡Me parece increíble que hayas hecho una cosa así!
– No teníamos más remedio, pequeña. Puede que más adelante podamos permitirnos otra cosa. Ahora, de momento, no.
– Ni siquiera podré prepararme una taza de té en camisón -dijo Zoya, lagrimeando de dolor e indignación.
– Piensa en tus primas y en la vida que deben llevar en Tobolsk. ¿No puedes ser tan valiente como ellas?
Inmediatamente Zoya se sintió culpable y su cólera se disipó poco a poco mientras se sentaba en la silla desocupada por su abuela para acercarse a la ventana.
– Perdóname, abuela, es que… he tenido un sobresalto. -Y con sonrisa casi traviesa, añadió-: Creo que lo he asustado. Proferí tales gritos que corrió a encerrarse en su habitación.
– Es un joven muy amable. Mañana debes disculparte.
Zoya no contestó y pensó en su apurada situación. Todo le salía al revés. Hasta Clayton parecía haberla abandonado. Le prometió volver a París en cuanto pudiera, pero, de momento, no había esperanzas.
Al día siguiente, Zoya le escribió una carta en la que no se atrevió a mencionar al huésped. Se llamaba Antoine Vallet y al verla por la mañana la miró aterrorizado. Se deshizo en disculpas, derribó una lámpara, estuvo a punto de romper un jarrón y mientras estaba en la cocina tropezó en su afán de no molestarla. Zoya observó que tenía una mirada muy triste y casi lo compadeció, aunque no del todo. Había invadido el último baluarte que les quedaba y ella no estaba dispuesta a compartirlo con nadie.
– Buenos días, mademoiselle. ¿Le apetece un café?
En la cocina se aspiraba un agradable aroma.
– Yo bebo té, gracias -contestó Zoya en tono desabrido.
– Disculpe.
El joven la miró asustado y abandonó la cocina todo lo rápido que pudo. Poco después salió a dar sus clases. Cuando Zoya regresó del ensayo aquella tarde, el joven ya estaba sentado junto al escritorio de la salita, corrigiendo ejercicios. Zoya fue a su dormitorio y empezó a pasear arriba y abajo mientras miraba enfurecida a su abuela.
– Eso significa que ya no podré volver a utilizar el escritorio.
Quería escribirle una carta a Clayton.
– Estoy segura de que no pasará allí toda la noche, Zoya.
Pero hasta la condesa parecía confinada en su dormitorio. No podía estar sola en ningún sitio ni pensar en sus cosas. De repente, a Zoya le pareció insoportable la situación y lamentó no haberse ido a Portugal con el Ballet Russe. Al ver las lágrimas de Eugenia, sintió que una cuchillada de remordimiento le traspasaba el corazón y cayó de rodillas, rodeándola con sus brazos.
– Perdóname, no sé lo que me pasa…, estoy cansada y nerviosa.
Sin embargo, Eugenia sabía muy bien lo que le pasaba. Era Clayton. Tal como era de prever, el capitán se fue a combatir en la guerra y Zoya tuvo que volver a su vida habitual. Por fortuna era un hombre honrado y no había ocurrido nada irreparable. La condesa no le preguntó a su nieta si tenía noticias suyas. Casi deseaba que no volviera a escribir.
Zoya fue a la cocina a preparar la cena y, al ver que el joven profesor levantaba repetidamente la cabeza y aspiraba los agradables aromas, se compadeció y lo invitó a cenar.
– ¿Qué enseña usted? -le preguntó sin que en realidad le importara lo más mínimo.
Vio que le temblaban las manos y que parecía constantemente nervioso y asustado. Las heridas de guerra le habían dejado algo más que una cojera.
– Historia, mademoiselle. Tengo entendido que usted trabaja en un ballet.
– Pues sí -contestó ella, lacónicamente.
No estaba satisfecha de la compañía y echaba de menos el Ballet Russe.
– A mí me gusta mucho el ballet. Tal vez algún día pueda ir a verla.
Esperaba que la muchacha asintiera encantada, pero Zoya no lo hizo.
– La habitación me agrada -añadió el joven, sin dirigirse a nadie en particular.
– Es un placer tenerlo en nuestra casa -contestó Eugenia y sonrió afablemente.
– La cena está exquisita.
– Gracias -dijo Zoya sin levantar los ojos.
El huésped hablaba mediante una serie de frases inconexas que contribuían a exasperarla aún más. Más tarde, trató de ayudarla en la cocina e intentó encender la chimenea, irritándola una vez más por malgastar la poca leña que quedaba. Sin embargo, puesto que ya la había encendido, Zoya se acercó a calentarse las manos. En el pequeño apartamento hacía mucho frío.
– En cierta ocasión visité San Petersburgo -dijo el joven desde el escritorio sin atreverse casi a mirarla. Su belleza y su vehemencia lo intimidaban-. Era una ciudad preciosa.
Zoya asintió y se volvió de espaldas, contemplando el fuego con lágrimas en los ojos mientras él la miraba con silencioso anhelo. Había estado casado antes de la guerra, pero su mujer se fue con su mejor amigo y su único hijo murió de pulmonía. Él también tenía sus penas, pero Zoya no mostraba el menor interés por conocerlas. Para ella, no era más que un hombre que había superado graves peligros, perdiendo casi la vida en el empeño, lo cual, lejos de fortalecerlo, había quebrantado su espíritu. Se volvió a mirarlo despacio y se preguntó por qué razón su abuela lo habría aceptado en casa. No quería pensar que su situación fuera tan desesperada, pero intuía que debía de serlo, de lo contrario, Eugenia no hubiera tomado aquella determinación.
– Qué frío hace aquí.
Era una simple constatación, pero bastó para que él se levantara inmediatamente y pusiera otro tronco en la chimenea.
– Mañana iré por un poco más de leña, mademoiselle. Nos vendrá bien. ¿Le apetece otra taza de té? Si quiere, se la preparo.
– No, gracias.
Zoya se preguntó qué edad tendría. Aparentaba treinta y tantos, pero, en realidad, tenía solo treinta y uno. La vida había sido muy dura con él.
– ¿Acaso ocupo su antigua habitación? -preguntó tímidamente el joven.
Eso hubiera explicado su visible irritación ante él. Pero Zoya sacudió apenas la cabeza y suspiró profundamente.
– Uno de nuestros criados nos acompañó desde Rusia. Murió en octubre.
– Lo siento -dijo el joven, asintiendo con la cabeza-. Han sido tiempos muy duros para todos. ¿Desde cuándo están ustedes en París?
– Desde el pasado abril. Nos fuimos inmediatamente después de estallar la revolución.
– He conocido a varios rusos aquí últimamente -dijo él-. Son gente buena y valiente. -Hubiera querido añadir «usted también lo es», pero no se atrevió. Tenía demasiado ardor en los ojos y su melena pelirroja brillaba como un fuego sagrado-. ¿Quiere usted que haga algo ya que estoy aquí? Tendría mucho gusto en ayudarla en todo lo que pudiera. Puedo hacer recados para su abuela, si quiere. También me gusta cocinar. Podríamos turnarnos en preparar la cena.
Zoya asintió con expresión resignada. Quizá no fuera tan desagradable como ella pensaba. Pero el joven estaba en su casa y ella no quería. Al poco rato, el huésped recogió sus papeles y regresó a su habitación, cerrando la puerta a su espalda. Zoya se quedó sola en la salita, pensando en Clayton a la vera del fuego.
A medida que avanzaba el invierno y el tiempo empeoraba, la gente parecía cada vez más pobre y más hambrienta. La gran afluencia de refugiados en París hizo que los joyeros pagaran precios cada vez más bajos. Eugenia vendió sus últimos pendientes el 1 de diciembre y le pagaron una miseria. Ahora solo tenían el sueldo de Zoya, que apenas les alcanzaba para comer y pagar el alquiler del apartamento. El príncipe Markovsky también tenía sus problemas. El coche se le averiaba a cada momento y él estaba cada vez más delgado y famélico. A pesar de todo, esperaba tiempos mejores y mantenía informadas a sus amigas sobre los refugiados que iban llegando.
En medio de aquella pobreza, del frío glacial y la falta de alimentos, Eugenia agradecía la presencia de su huésped, cuyo mísero salario apenas le permitía pagar la habitación. Sin embargo, el joven siempre trataba de llevar algo a casa, como, por ejemplo, media barra de pan, un tronco para la estufa o algunos libros para que Eugenia se entretuviera. Encontró incluso algunos en ruso, vendidos probablemente por unos pobres refugiados para comprar una barra de pan duro. Era muy atento y considerado, y siempre procuraba obsequiar algo a Zoya. Una vez la oyó comentar que le encantaba el chocolate y consiguió comprarle una pequeña tableta.
Con el paso de las semanas, la muchacha se ablandó y agradeció sus regalos, pero, sobre todo, le agradeció su amabilidad para con la condesa, que padecía reumatismo en las rodillas y tenía dificultades para subir y bajar la escalera. Una tarde, Zoya regresó de los ensayos a casa y sorprendió a Antoine llevando a su abuela en brazos por la escalera, lo cual debía de ser un tremendo esfuerzo dada la lesión de su pierna. Siempre estaba dispuesto a ayudar y Eugenia le tenía mucho aprecio. La condesa había observado, además, que se había enamorado de Zoya. Se lo comentó más de una vez a la muchacha, pero ella insistió en que no había reparado en ello.
– No sé cómo no percibes que le gustas, pequeña.
Sin embargo, lo que más preocupaba a Zoya era la persistente tos de su abuela. La condesa llevaba varias semanas resfriada y Zoya temía que hubiera contraído la gripe española que mató a Fiodor o la temida tuberculosis que tantas víctimas se cobraba en París. Su propia salud tampoco era tan buena como antes. La escasez de comida y el duro esfuerzo de su trabajo la habían dejado en los puros huesos y su rostro infantil parecía de repente mucho más viejo.
– ¿Cómo está su abuela? -preguntó Antoine una noche en que ambos estaban preparando la cena en la cocina, tal como solían hacer habitualmente. Ya no se turnaban cuando ella tenía noches libres, sino que cocinaban juntos y, cuando Zoya trabajaba, el joven preparaba la cena para Eugenia y muchas veces incluso compraba la comida antes de volver a casa, pagándola de su propio bolsillo con el poco dinero que obtenía de las clases-. Esta tarde la he visto muy pálida.
Antoine miró a Zoya preocupado mientras ella cortaba dos zanahorias a repartir entre los tres. Estaba harta de los estofados que comían casi todas las noches porque eran el mejor medio de disimular la baja calidad de la carne y la casi total ausencia de verduras.
– Me preocupa su tos, Antoine. La veo peor, ¿usted no? -El joven asintió en silencio y añadió dos trocitos de carne a la cazuela en la que Zoya hervía las zanahorias en un aguado caldo. Aquella noche ni siquiera había pan. Por fortuna ninguno de ellos tenía demasiado apetito-. Creo que mañana la llevaré al médico.
Era un lujo que a duras penas podían permitirse porque ya no les quedaba nada por vender, solo la última pitillera de su padre y tres estuches de plata de su hermano que Eugenia había prometido conservar.
– Conozco a uno en la rue Godot de Mauroy; si quiere, le doy el nombre. Es barato.
Se dedicaba a practicar abortos a las prostitutas, pero era mejor que la mayoría de los que ejercían en la zona. Antoine había acudido varias veces a su consultorio por la lesión de la pierna y lo consideraba experto y amable. El frío y la humedad del invierno lo afectaban muchísimo y Zoya había observado que su cojera era más pronunciada. Sin embargo, se lo veía más feliz que al principio. Le gustaba convivir con personas honradas y preocuparse por la condesa. A la muchacha nunca se le ocurrió pensar que ella fuera la causa de su optimismo y que por las noches permaneciera despierto en la cama, soñando con su amor.
– ¿Qué tal la abuela hoy? -preguntó Zoya mientras esperaba que el caldo hirviera.
Ahora lo miraba con más simpatía y él se atrevía incluso a tomarle el pelo de vez en cuando, tal como solía hacer su hermano en otros tiempos. No era guapo, pero tenía mucho sentido del humor y una gran inteligencia y cultura. Durante las incursiones aéreas y las frías noches invernales, eso las compensaba de la falta de alimento, calor y los mínimos placeres de la vida.
– Bien. Pero estoy deseando que lleguen las vacaciones para ponerme al día en mis lecturas. ¿Quiere que alguna noche vayamos al teatro? Conozco a alguien que nos permitiría entrar gratis en la Opéra Comique, si le gusta.
Aquel comentario le recordó a Zoya los días de verano que pasó con Clayton. Llevaba mucho tiempo sin saber nada de él y suponía que debía de estar muy ocupado con el general Pershing, el cual planificaba en secreto toda la campaña de Francia. Solo Dios sabía cuándo volvería a verlo. Sin embargo, ahora ya se había acostumbrado a la situación y no era la primera vez que perdía a las personas que amaba. Apartó a Clayton de su mente y volvió a Antoine y a su ofrecimiento de acompañarla al teatro.
– Me encantaría visitar un museo alguna vez.
La compañía de Antoine era muy agradable, aunque no se pareciera en nada a sus refinados amigos rusos de antaño.
– En cuanto termine las clases, iremos. ¿Cómo está el estofado? -preguntó el joven, riendo.
– Tan fatal como siempre.
– Me gustaría añadirle especias.
– Pues a mí me gustaría añadirle verdura y fruta como Dios manda. Estoy harta de zanahorias pasadas. Cuando pienso en la comida que teníamos en San Petersburgo, me entran ganas de llorar. Entonces no le daba ninguna importancia. ¿Sabe?, anoche soñé con comida.
En cambio, Antoine había soñado con su mujer, pero no lo dijo. Se limitó a ayudar a Zoya a poner la mesa.
– Por cierto, ¿cómo va la pierna?
Zoya sabía que no le gustaba hablar del tema, pero más de una vez le había preparado una botella de agua caliente y él decía que lo aliviaba.
– El frío no le sienta muy bien. Alégrese de ser joven. Su abuela y yo no tenemos esa suerte.
Antoine miró sonriendo a Zoya mientras esta distribuía el magro estofado en tres cuencos desportillados. La muchacha sentía deseos de llorar cuando pensaba en las preciosas vajillas de porcelana que utilizaban todas las noches en el palacio de Fontanka. Eran cosas que daba por descontadas y que ya nunca volvería a ver. Lo recordó todo con tristeza mientras Antoine se dirigía al dormitorio de Eugenia para avisarla de que la cena estaba lista. El joven regresó preocupado y miró a Zoya con inquietud.
– Dice que no tiene apetito. ¿Quiere que avise al médico?
Zoya dudó un instante, sin saber qué hacer. Una visita nocturna a domicilio sería más cara que una visita al consultorio.
– Vamos a ver cómo se encuentra después de cenar. Quizá solo está cansada. Le llevaré un té dentro de un ratito. ¿Está acostada?
– Está adormilada en la silla, con la labor de punto.
La condesa llevaba varios meses trabajando con la lana y había prometido a Zoya hacerle un jersey.
Ambos jóvenes se sentaron a cenar y, por acuerdo tácito, no tocaron el tercer cuenco, a pesar de lo hambrientos que estaban. Pensaron que a la condesa tal vez le apetecería cenar más tarde.
– ¿Qué tal fue el ensayo?
Antoine se interesaba siempre por su trabajo y, pese a no ser guapo, la juvenil expresión de sus ojos resultaba muy atrayente. Llevaba el ralo cabello rubio peinado con raya en medio y tenía unas hermosas manos. Hacía tiempo que ya no le temblaban y no parecía tan nervioso, aunque la pierna le dolía constantemente.
– Bien. Ojalá volviera el Ballet Russe. Echo de menos bailar con ellos. Esta gente no sabe lo que se lleva entre manos.
Pero, por lo menos, el sueldo le servía para comprar comida. No se podía dejar un empleo así como así en el invierno de 1917 en París.
– Hoy me he tropezado en un café con unos desconocidos que hablaban del golpe de Estado en Rusia el mes pasado. Hablaban de Trotsky, Lenin y los bolcheviques con dos pacifistas que estuvieron a punto de liarse con ellos a puñetazos. Menudo pacifismo -añadió con una pícara sonrisa-. No sabe lo bien que lo he pasado.
Los bolcheviques inspiraban por aquel entonces muchos sentimientos hostiles y Antoine, como otros muchos, compartía las opiniones de los pacifistas.
– No sé cómo repercutirá eso en los Romanov -dijo Zoya en voz baja-. Llevo mucho tiempo sin recibir carta de Siberia.
Estaba preocupada, pero se consolaba pensando que tal vez el doctor Botkin no había podido hacer llegar sus cartas a Mashka. Era una posibilidad y no debía impacientarse. En aquellos momentos, la paciencia era muy necesaria y todo el mundo aguardaba tiempos mejores. Zoya esperaba poder vivir para verlo. Se temía incluso un ataque contra París, cosa harto improbable, con tantas tropas inglesas y norteamericanas en Francia. Sin embargo, después de lo que había visto en Rusia nueve meses antes, todo le parecía posible.
Más tarde, Zoya tomó el tercer cuenco de estofado y se lo llevó a su abuela, pero a los pocos minutos regresó con él. En voz baja le dijo a Antoine:
– Está durmiendo. Es mejor no despertarla. Le pondré una manta encima para que no coja frío. -Era una de las mantas regalo de Clayton el verano anterior-. No se olvide de darme el nombre del médico mañana antes de irse a la escuela.
– ¿Quiere que la acompañe? -preguntó Antoine, mirándola inquisitivamente.
Zoya sacudió la cabeza en un involuntario gesto de independencia. No había llegado tan lejos, prácticamente por su cuenta, para acabar dependiendo de alguien. Aunque fuera alguien tan modesto como su huésped.
La muchacha lavó los platos y se sentó en la salita a calentarse las manos con el fuego de la chimenea mientras él la miraba en silencio. El resplandor del fuego arrancaba destellos dorados a su cabello y sus ojos verdes parecían danzar. Antoine se acercó, en parte para calentarse y en parte para estar a su lado.
– Tiene un cabello muy bonito… -dijo impulsivamente.
Al ver que ella lo miraba asombrada, se ruborizó.
– Usted también -contestó en tono de chanza, recordando los duelos verbales con Nicolai-. Perdone, no quería ofenderlo… Pensaba en mi hermano -añadió y contempló el fuego con aire pensativo.
– ¿Cómo era? -preguntó Antoine apenas logrando reprimir el deseo de tocarla.
– Maravilloso, considerado, simpático, valiente y guapísimo. Tenía el cabello oscuro como mi padre y los ojos verdes. Le gustaban mucho las bailarinas -añadió riendo-. Su afición la compartía toda la familia imperial y, especialmente, Nicolás. Sin embargo, ahora se hubiera enfadado mucho conmigo -miró a Antoine con una triste sonrisa-. Se hubiera puesto furioso de haber sabido que bailaba…
– Estoy seguro de que lo comprendería. Tenemos que hacer lo que sea para sobrevivir. No hay muchas opciones. Debían de estar ustedes muy unidos.
– En efecto. -Y Zoya añadió casi sin querer-: Mi madre enloqueció cuando lo mataron.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordarlo agonizando y desangrándose mientras su abuela le cubría inútilmente las heridas con tiras de sus enaguas. La pequeña Sava se acercó a la silla y le lamió la mano, obligándola así a regresar al presente.
Ambos permanecieron sentados largo rato junto al fuego, sumidos en sus propios pensamientos hasta que Antoine se atrevió a ser algo más osado.
– ¿Qué quiere hacer en la vida? ¿Lo ha pensado alguna vez?
– Bailar, supongo -contestó ella, sorprendida por la pregunta.
– ¿Y después?
Antoine sentía curiosidad y raras veces tenía oportunidad de hablar a solas con Zoya.
– Antes quería casarme y tener hijos.
– ¿Y ahora? ¿Ya no lo piensa?
– Casi nunca. Las bailarinas no suelen casarse. Siguen bailando hasta que se lesionan o se dedican a la enseñanza.
Las grandes bailarinas que conocía jamás se habían casado, y Zoya ya no estaba muy segura de que eso le importara. No podía imaginarse casada con nadie. Clayton era solo un amigo, el príncipe Markovsky era demasiado viejo, los bailarines de la compañía estaban totalmente excluidos y no se imaginaba casada con Antoine. No conocía a nadie y, además, tenía que cuidar de Eugenia.
– Sería una esposa estupenda.
Antoine lo dijo tan serio que Zoya se echó a reír.
– Mi hermano le hubiera dicho que estaba loco. Soy una pésima cocinera, no me gusta coser, no sé pintar acuarelas ni hacer calceta. No estoy muy segura de que sepa llevar una casa, aunque eso ahora no importa…
Zoya sonrió mientras él la miraba en silencio.
– El matrimonio es algo más que cocinar y coser.
– Pues, desde luego, no sé si sabría hacer bien este «algo más» que usted dice -replicó Zoya y rió mientras él se ruborizaba.
– ¡Zoya! -exclamó Antoine, escandalizado.
– Perdón.
Sin embargo, la joven no parecía demasiado arrepentida cuando empezó a acariciar a Sava. Hasta la perrita estaba en los puros huesos por falta de comida.
– Puede que algún día alguien le haga dejar el baile.
Sin embargo, Zoya no bailaba por afición sino por necesidad. Tenía que trabajar para mantenerse y mantener a la condesa, y el baile era lo único que se le daba bien. Por lo menos, era algo.
– Será mejor que acueste a la abuela, de lo contrario, mañana le dolerán mucho las rodillas.
Zoya se levantó y se desperezó. Se dirigió al dormitorio, seguida de Sava. Eugenia ya se había despertado y estaba poniéndose el camisón.
– ¿Quieres el estofado, abuela?
Aún la estaba esperando en la cocina.
– No, cariño -contestó la condesa y negó con la cabeza-. Me siento demasiado cansada para comer. ¿Por qué no lo guardas para mañana? -Con la cantidad de gente que se moría de hambre en París, tirarlo hubiera sido un crimen-. ¿Qué hacías en la otra habitación?
– Hablar con Antoine.
– Es un buen muchacho -dijo Eugenia, y miró con intención a Zoya, quien no pareció darse cuenta.
– Me ha dado el nombre de un médico de la rue Godot de Mauroy. Quiero llevarte allí mañana antes del ensayo.
– No necesito ningún médico.
La condesa se trenzó el cabello y, momentos después, se acostó con bastante esfuerzo en la cama. La habitación estaba fría y las rodillas le dolían muchísimo.
– No me gusta la tos que tienes.
– A mi edad, hasta la tos es una bendición. Significa que, por lo menos, aún estoy viva.
– No hables así.
Desde la muerte de Fiodor, Eugenia decía constantemente cosas por el estilo. Su desaparición la había afectado profundamente y, por si fuera poco, el dinero se les estaba acabando.
Zoya se puso el camisón, apagó la luz y abrazó a su abuela para darle calor en la fría noche de diciembre.
El médico diagnosticó una simple tos y no tuberculosis. Casi mereció la pena pagar a cambio de aquella buena noticia, pero la visita costó casi todo el dinero que les quedaba. Incluso honorarios tan bajos eran excesivos para su bolsillo. Sin embargo, la joven no le dijo nada a su abuela cuando el príncipe Markovsky las acompañaba de nuevo al apartamento en su taxi. Este dirigió a la joven varias miradas significativas, pero ella no prestó la menor atención. Después, Zoya lo dejó conversando con su abuela en la salita y se marchó al ensayo. Al regresar por la noche, le pareció que su abuela tenía mejor aspecto tras haber tomado la medicina que el médico le recetó.
Antoine ya estaba preparando la cena en la cocina. Aquella noche, compró algo de pollo que no solo les serviría como cena, sino también para una sopa al día siguiente. Mientras ponía la mesa, Zoya se preguntó si Mashka gozaría de los mismos privilegios. Quizá pollo también era un lujo para ella. Si hubieran estado juntas, ambas primas hubieran podido reírse de la situación. Pero Zoya no tenía nadie con quien reír.
– Hola, Antoine -dijo sonriendo, y le dio las gracias por haberle indicado aquel médico.
– No hubieras debido desperdiciar el dinero -la regañó Eugenia desde su silla junto a la chimenea.
Vladimir les regaló la leña, por lo que el día estuvo repleto de inesperadas bendiciones.
– No seas tonta, abuela.
Los tres saborearon el pollo que parecía nadar en su propio caldo y después tomaron un té junto al fuego. Cuando la condesa se acostó, Antoine se quedó un rato hablando con Zoya, la cual se alegraba en cierto modo de tener a alguien con quien conversar un poco. Antoine le habló de las Navidades de su infancia y la miró con un brillo especial en los ojos. Le encantaba estar a su lado.
– Nuestras Navidades se celebran más tarde que las vuestras, el seis de enero.
– Es la fiesta de Reyes.
– Se llevan a cabo maravillosas procesiones en toda Rusia. O, por lo menos, antes se hacían. Supongo que iremos a la iglesia ortodoxa de aquí.
Zoya lo deseaba por una parte, pero, por la otra, pensarlo la deprimía. Todos aquellos seres extraviados, de pie a la luz de las velas, recordando un mundo perdido. No podría soportarlo, pero su abuela insistiría en ir a la iglesia. Aquel año no podrían intercambiarse regalos porque no les quedaba ni un céntimo.
Sin embargo, al llegar las Navidades, Antoine la sorprendió regalándole un chal, unos bonitos guantes y un frasquito del perfume que en cierta ocasión ella había mencionado casualmente. El perfume la conmovió profundamente y le hizo asomar lágrimas a los ojos. Era Lilas, el mismo que Mashka le regaló. Lo destapó y los dulces efluvios trajeron a su memoria el tacto, la sensación y el aroma de todo lo que amaba, y la presencia de su querida Mashka. Miró a Antoine mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas y, sin detenerse a pensarlo, le arrojó los brazos al cuello con gracia infantil y lo besó en la mejilla. Fue un beso de hermana que lo estremeció de emoción. Eugenia contemplaba la escena conmovida. No era lo que hubiera querido para Zoya en otros tiempos, pero el muchacho era honrado y trabajador y estaba segura de que cuidaría bien de su nieta. Para su propia paz de espíritu, quería verla casada con él. Zoya no tenía idea de lo que ambos habían tramado y dio las gracias a Antoine por el perfume. El joven regaló a la condesa un chal bordado y un libro de poemas rusos. Zoya se avergonzó de solo haberle comprado un cuaderno de notas y un libro sobre Rusia. Lo encontró en un tenderete del Quai d’Orsay y pensó que le gustaría. Sin embargo, no tanto como a ella le gustaba el perfume.
Su abuela se retiró discretamente con sus regalos, cerró despacio la puerta del dormitorio y en silencio deseó buena suerte a Antoine, rezando para que Zoya fuera juiciosa y lo aceptase.
– Se habrá usted gastado hasta el último céntimo -dijo Zoya en tono de reproche, atizando el fuego mientras Sava meneaba la cola a su lado-. Ha sido una locura, pero se lo agradezco mucho, Antoine. Solo lo utilizaré en ocasiones especiales.
Ya había decidido ponérselo dos semanas más tarde, cuando se celebrara la Navidad rusa.
Antoine se acomodó en una silla frente a ella y respiró hondo, haciendo acopio de todo su valor. Era trece años mayor, pero jamás en su vida había pasado tanto miedo. Ni siquiera en Verdún.
– Quería hablar con usted sobre una ocasión especial, Zoya, ahora que lo dice.
Antoine notó que le sudaban las palmas de las manos. Ella lo miró extrañada.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Quiero decir… -El corazón de Antoine parecía a punto de estallar-. Quiero decir que la amo.
– ¿Cómo dice?
Zoya lo miró sin dar crédito a sus oídos.
– La amo. La amo desde el día en que llegué aquí. Pensé que ya lo había adivinado.
– ¿Y por qué hubiera tenido que adivinarlo? -replicó Zoya, sorprendida y enojada. Antoine acababa de estropearlo todo. ¿Cómo podrían ser amigos ahora, siendo él tan estúpido?-. ¡Pero si ni siquiera me conoce!
– Llevamos dos meses viviendo en esta casa. Es tiempo suficiente. No tendríamos que cambiar nada. Podríamos vivir aquí, solo que usted dormiría en mi habitación.
– Vaya. -Zoya se levantó y empezó a pasear por la estancia-. Un simple cambio de habitación, y todo seguiría como antes. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante idea? Estamos famélicos, no tenemos ni un céntimo, y usted quiere casarse. ¿Por qué? Yo no lo amo, ni siquiera lo conozco, y usted a mí tampoco… ¡Antoine, somos unos desconocidos!
– No somos desconocidos, sino amigos. Algunos de los mejores matrimonios empiezan así.
– Eso no me lo creo. Yo quiero estar total y absolutamente enamorada del hombre con quien me case. Quiero que todo sea maravilloso y romántico.
A Antoine le entristecieron sus gritos; sin embargo, Zoya gritaba más contra su destino que contra el hombre que acababa de regalarle su perfume preferido.
– Su abuela cree que podríamos ser muy felices.
Fue lo peor que hubiese podido decir.
– ¡Pues cásese con mi abuela entonces! -contestó Zoya sin poder controlar su furia-. ¡Yo no quiero casarme! ¡Y mucho menos ahora! A nuestro alrededor todo es enfermedad, frío y muerte. La gente es pobre y se muere de hambre. ¡Menuda manera de iniciar una vida!
– Lo que usted quiere decir realmente es que no me ama.
Antoine permaneció humildemente sentado donde estaba, dispuesto a aceptar su suerte. De pronto, la resignación del joven conmovió a Zoya, que se sentó y tomó sus manos entre las suyas.
– No, no lo amo. Pero lo aprecio. Pensé que era usted mi amigo. Nunca creí que hubiera otra cosa. Por lo menos, nada serio. Usted nunca me dijo…
Los ojos de Zoya se llenaron de lágrimas.
– No me atrevía. ¿Querrá usted pensarlo, Zoya?
– Antoine -contestó Zoya, sacudiendo la cabeza-, no podría. No sería justo para ninguno de los dos. Ambos nos merecemos algo más -añadió y miró a su alrededor-. Si nos amáramos de verdad, eso no tendría importancia, pero yo no lo amo.
– Podría intentarlo.
Se lo veía tan joven, a pesar de sus heridas y fracasos…
– No, no podría. Lo siento…
Después, Zoya se levantó y fue a su habitación, sin recoger el perfume, el chal y los guantes de la mesa. Antoine miró a su alrededor, apagó la luz y se dirigió a su dormitorio, pensando que tal vez Zoya cambiaría de idea. Quizá su abuela lograra convencerla. A la condesa le parecía un proyecto muy razonable, aunque Antoine sabía que no se inspiraba en el afecto sino en la desesperación.
– ¿Zoya?
Su abuela la miró desde la cama mientras ella se desnudaba de cara a la ventana que daba al jardín. Aunque no podía verle el rostro, Eugenia adivinó que estaba llorando.
– ¿Por qué lo hiciste, abuela? -preguntó Zoya y se volvió a mirar a la condesa-. ¿Por qué lo alentaste en esto? Ha sido una crueldad para ambos.
Recordó el dolor de los ojos de Antoine y se sintió culpable. Sin embargo, no al extremo de casarse por compasión. Tenía que pensar también en sí misma. Y estaba segura de que no lo amaba.
– No es una crueldad sino algo muy razonable. Debes casarte con alguien y yo sé que él cuidará de ti. Trabaja como profesor, es un joven respetable y te quiere.
– Pero yo no lo quiero.
– Eres una niña. No sabes lo que quieres.
La condesa sospechaba que Zoya seguía soñando con Clayton, un hombre que le duplicaba la edad con creces y del que no tenía noticias desde noviembre.
– Quiero amar al hombre con quien me case, abuela. ¿Te parece mucho pedir?
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Zoya mientras se sentaba en la única silla de la habitación y estrechaba a Sava en sus brazos.
– En circunstancias normales, no. Pero en las que ahora nos encontramos, sí. Tienes que ser razonable. Yo soy vieja y estoy enferma. ¿Qué harás cuando me muera? ¿Quedarte sola y seguir bailando? Envejecerás y te convertirás en una persona amargada. Déjate de tonterías, acéptalo y aprende a quererlo.
– ¡Abuela! ¿Cómo puedes decir eso?
– Porque he vivido mucho tiempo. Lo suficiente como para saber cuándo luchar y cuándo ceder, y cuándo llegar a un compromiso con mi corazón. No creas que no me agradaría verte casada con un apuesto príncipe allá en San Petersburgo en un palacio como el de Fontanka. Pero ya no hay príncipes y los que quedan conducen un taxi. Fontanka desapareció y Rusia también. Eso es lo que hay, Zoya, tal vez para siempre. Tienes que adaptarte. No quiero dejarte sola. Necesito saber que estás bien atendida.
– ¿Y no te importa que no lo ame?
– Eso ahora no importa, Zoya -contestó Eugenia y sacudió la cabeza tristemente-. Cásate con él. No creo que te arrepientas.
Pero si es feo, hubiera querido gritar Zoya, si es tullido y está enfermo… Sin embargo, en el fondo de su corazón sabía que nada de eso hubiera tenido importancia, de haberlo amado. La vida con Antoine siempre sería triste, siempre sería menos de lo que ella soñaba. La idea de tener hijos con él le parecía insoportable. No quería tener hijos suyos porque no lo amaba. No podía amarlo.
– No puedo -dijo con un nudo en la garganta.
– Sí puedes y debes. Hazlo por mí, Zoya…, hazlo por mí antes de que muera. Que yo sepa que estás a salvo con un hombre que te protegerá.
– Protegerme, ¿de qué? ¿De la muerte por inanición? Aquí todos desfallecemos de hambre y él no puede hacer nada por evitarlo. Y a mí no me importa. Preferiría morir de hambre aquí sola antes que casarme con un hombre al que no quiero.
– No tomes todavía una decisión, pequeña. Piénsalo. Dale tiempo. Por favor, hazlo por mí…
La condesa la miró con ojos suplicantes y Zoya lloró con el corazón roto por la pena. Sin embargo, a la mañana siguiente, ya no lloraba. Lo primero que hizo fue hablar con Antoine.
– Quiero que sepa, sin ninguna duda, que yo jamás me casaré con usted, Antoine. Deseo olvidar lo ocurrido.
– Pues yo no podré. No podré vivir aquí con usted, queriéndola tanto como la quiero.
– Hasta ahora lo ha conseguido.
De repente, Zoya temió perder a su huésped.
– Era distinto. Entonces usted no sabía nada; ahora, en cambio, sí.
– Simularé que nunca me ha dicho nada.
– ¿Está segura de lo que dice? Eso sería imposible. ¿No puede meditarlo un poco?
– No. Y no quiero darle falsas esperanzas. No deseo casarme con usted y nunca lo haré.
– ¿Hay alguien más?
Antoine sabía del amigo norteamericano, pero nunca creyó que hubiera nada serio entre ambos.
– No en el sentido que usted piensa. Hay solo un sueño. Pero, si ahora abandono mis sueños, lo perderé todo. Es lo único que tengo.
– Tal vez las cosas mejoren después de la guerra. Incluso es posible que podamos mudarnos a un apartamento para nosotros solos.
Los sueños de Antoine eran muy sencillos y humildes, mientras que los suyos eran todavía muy grandes, pensó Zoya, y sacudió la cabeza lentamente.
– No puedo, Antoine. Debe creerme.
Esta vez, el joven la creyó.
– En tal caso, tendré que marcharme.
– No, por favor… Le juro que ni siquiera me verá. La abuela se llevará un disgusto si usted se marcha.
– ¿Y usted, Zoya? -Ella lo miró en silencio-. ¿Me echará usted de menos?
– Pensé que era usted un amigo, Antoine -contestó Zoya tristemente.
– Lo soy y siempre lo seré. Pero no puedo quedarme aquí.
Aún le quedaba un poco de orgullo. Aquella tarde, mientras Antoine hacía la maleta, Zoya tuvo miedo. Le suplicó que se quedara y se lo prometió casi todo, salvo el matrimonio. Sin su contribución al pago del alquiler y la comida, la situación aún sería más desesperada.
– No puedo -fue la única respuesta de Antoine.
Hasta Eugenia habló con él, asegurándole que trataría de convencer a su nieta, pero él sabía que no sería posible. Vio los ojos de Zoya y oyó sus palabras. La joven tenía razón. No podía casarse con un hombre al que no amaba. Ella no era así.
– Es mejor que me vaya. Mañana me buscaré otra habitación.
– Es una muchacha insensata -dijo Eugenia.
Aquella noche, la condesa le hizo el mismo comentario a su nieta, y agregó que acababa de perder su única oportunidad de casarse.
– No me importa no casarme nunca -contestó Zoya, llorando.
Por la mañana, cuando se levantó, Antoine ya se había ido. Sobre la mesa había tres billetes nuevos y una carta, sujeta bajo el frasco de perfume regalo de Navidad, en la que Antoine le deseaba buena suerte.
Eugenia lloró al ver la carta y Zoya se guardó los tres billetes en el bolsillo.
Las siguientes dos semanas fueron muy tristes en el apartamento de las inmediaciones del Palais Royal. El ballet había cerrado durante tres semanas y, a pesar de que hicieron correr la voz a través de Vladimir, no encontraban un nuevo huésped. Apenada por el comportamiento de Zoya, Eugenia envejeció de la noche a la mañana y, aunque la tos mejoró, se la veía muy débil. La condesa reprochaba diariamente a Zoya su conducta con Antoine. Pasado Año Nuevo, su situación económica era tan apurada que Eugenia bajó a la calle y se hizo llevar por Vladimir a la rue Cambon.
El viaje casi no mereció la pena, pero no tenía más remedio. La condesa desenvolvió cuidadosamente el paquete y mostró la pitillera de oro de Konstantin y tres estuches de recuerdo de Nicolai con reproducciones en esmalte de sus insignias militares, lemas divertidos y los nombres de sus amigos. Una de ellas tenía como adorno una ranita y otra una hilera de elefantes en esmalte blanco. Representaban todas las cosas apreciadas o significativas para él. La condesa le había prometido a Zoya y también a sí misma no venderlas jamás.
El joyero las reconoció inmediatamente como piezas de Fabergé, pero ya había comprado por lo menos una docena del mismo estilo.
– No le puedo ofrecer mucho -dijo en tono de disculpa. La suma era tan ridícula que a Eugenia los ojos se le llenaron de lágrimas. Siempre confió en poder conservarlas, pero tenían que comer-. Lo siento, madame.
La condesa inclinó la cabeza con silenciosa dignidad y aceptó la cantidad que le ofrecían. No les duraría ni una semana, siempre y cuando no se extralimitaran.
El príncipe Vladimir observó que la anciana estaba muy pálida al salir del establecimiento, pero, como siempre, no hizo ninguna pregunta indiscreta y la acompañó a casa tras detenerse a comprar una barra de pan y un pollo escuchimizado. Zoya los esperaba en el apartamento cuando volvieron. Parecía un poco apagada, pero estaba muy guapa.
– ¿Dónde estuviste? -preguntó, y ayudó a su abuela a sentarse mientras Vladimir bajaba por un poco de leña.
– Vladimir me llevó a dar un paseo.
Sin embargo, la joven sospechaba que había algo más.
– ¿Solo eso?
La condesa iba a contestar que sí, pero se le llenaron los ojos de lágrimas y se sintió vieja y cansada, como si la vida la hubiera traicionado al final. Ni siquiera podía permitirse el lujo de morir. Primero tenía que pensar en Zoya.
– ¿Qué has hecho, abuela? -preguntó Zoya, súbitamente asustada.
– Nada, cariño. Vladimir se ha ofrecido amablemente a acompañarnos a San Alejandro Nevsky esta noche.
Eugenia se sonó la nariz con un pañuelo de encaje.
Era la víspera de la Navidad rusa y Zoya sabía que todos los rusos en París estarían allí, aunque no le parecía prudente que su abuela asistiera a la misa de medianoche. Sería mejor quedarse en casa. De todos modos, a ella no le apetecía ir. Sin embargo, su abuela la miró muy seria y enderezó la espalda, y cuando Vladimir regresó con la leña esbozó una sonrisa.
– ¿Seguro que te sientes con ánimos para eso, abuela?
– Pues claro. – ¿Qué más daba ya?-. Jamás en mi vida he faltado a la misa navideña de medianoche.
Ambas sabían que sería muy doloroso porque el oficio religioso les recordaría inevitablemente a los seres queridos con quienes celebraron la Navidad el año anterior y que ahora ya no estaban. Zoya pasó todo el día pensando en Mashka y los demás que pasarían las Navidades en Tobolsk.
– Volveré a las once -prometió Vladimir al marcharse.
Zoya se pondría su mejor vestido y su abuela ya había lavado y planchado el único cuello de encaje que le quedaba para ponérselo con el vestido negro que Zoya le compró.
Fue una Nochebuena muy triste. La habitación vacía de Antoine pareció mirarlas con mudo reproche. Eugenia se la había ofrecido a Zoya unos días antes, pero la joven no se atrevió a aceptarla. Tras la muerte de Fiodor y la partida de Antoine, no quería aquel dormitorio y prefería dormir con su abuela hasta que encontraran un nuevo huésped.
Zoya asó cuidadosamente el pollo para aquella noche. Sería un lujo no aprovecharlo para hacer sopa, pero era el único detalle extraordinario que podían permitirse mientras trataban de olvidar los esplendores del pasado. En la Nochebuena solían quedarse en casa y después toda la familia asistía a la misa de medianoche. A la mañana siguiente, se trasladaban a Tsarskoe Selo para celebrar la fiesta con Nicolás y sus parientes. Ahora, en cambio, se limitaron a comentar el aspecto del pollo, hablaron de la guerra y mencionaron a Vladimir. Cualquier cosa con tal de evitar sus propios pensamientos. Cuando llamaron suavemente a la puerta, Zoya se levantó para atender y apartó a Sava, que permanecía a la espera de un poco de pollo.
– ¿Sí?
La joven se preguntó si sus plegarias habrían sido escuchadas y sería un nuevo huésped, enviado por Vladimir o alguno de sus amigos. Pero el momento no parecía muy oportuno. Zoya se quedó de una pieza al oír una voz conocida. No podía ser…, pero era. Abrió la puerta de par en par y lo vio con su uniforme de gala, sus charreteras, las relucientes insignias de su gorra y el rostro muy serio, mirándola con sus ojos intensamente azules.
– Feliz Navidad, Zoya -dijo Clayton.
Llevaba cuatro meses sin verla, pero sabía la importancia que aquella fecha tenía para ellas y removió cielo y tierra para poder dejar Chaumont y estar a su lado. Disponía de cuatro días de permiso y quería pasarlos con Zoya.
– Pero…, Dios mío… ¿de verdad eres tú?
– Me parece que sí.
Clayton sonrió y se inclinó para besarle la mejilla. Aunque sus coqueteos del verano anterior jamás habían rebasado aquellos límites, ahora Clayton ansiaba estrecharla en sus brazos. Casi había olvidado lo hermosa que era, pensó, y contempló su grácil y esbelta figura.
Zoya lo hizo pasar y admiró sus anchos hombros y su erguida espalda. Mientras Clayton saludaba a su abuela, la joven observó que llevaba una bolsa de la que extrajo increíbles tesoros. Unos pastelillos recién hechos en el cuartel general, una tableta de chocolate, tres grandes salchichones, una lechuga fresca, unas cuantas manzanas y una botella de vino de la bodega privada del general Pershing. Hacía muchos meses que no veían nada de todo aquello. Zoya lo miró con adoración.
– Felices Navidades, condesa -dijo Clayton-. Las he echado mucho de menos a las dos.
Sin embargo, ni siquiera la mitad de lo que Zoya lo había echado de menos a él.
– Muchas gracias, capitán. ¿Cómo va la guerra? -preguntó Eugenia y miró disimuladamente a su nieta. Lo que vio en sus ojos le alegró el corazón de golpe. Aquel era el hombre que quería Zoya, tanto si ella lo sabía como si no. La cosa estaba clarísima.
La presencia de Clayton, apuesto y viril, en la pequeña salita hizo que todos los objetos de la estancia parecieran miniaturas.
– Por desgracia, aún no ha terminado, pero estamos en ello. Creo que dentro de unos meses tendremos controlada la situación.
Las sobras de la mesa parecían ahora una miseria, pensó Zoya, contemplando con avidez el chocolate. La muchacha rió y le ofreció a su abuela una pastilla y ella se zampó dos como una chiquilla hambrienta. Clayton la miraba sonriendo.
– Deberé tener en cuenta lo mucho que te gusta el chocolate -dijo Clayton y tomó su mano.
– Mmm… ¡Está buenísimo!… Muchas gracias… -Eugenia miró a su nieta y cuando el capitán clavó sus ojos en ella se sintió rejuvenecer. Las dos estaban más delgadas y parecían más cansadas y abatidas que antes, pero Zoya seguía tan guapa como siempre-. Siéntese, por favor, capitán.
La condesa estaba muy elegante, a pesar de su edad, sus penas y sus constantes sacrificios por Zoya.
– Muchas gracias. ¿Las señoras piensan ir a la iglesia esta noche?
Clayton sabía que para ellas era un ritual muy importante. Zoya le había hablado de las procesiones de cirios de Nochebuena y le apetecía acompañarlas. Zoya asintió enérgicamente con la cabeza y miró inquisitivamente a su abuela.
– ¿Le importaría acompañarnos, caballero? -lo invitó Eugenia.
– Me encantará.
Clayton descorchó la botella de vino y Zoya sacó las copas que él les había regalado el verano anterior, observándolo escanciar en silencio. Verlo allí de uniforme era algo así como un sueño, pensó Zoya, y recordó súbitamente lo que le había dicho a Antoine. No podría casarse con un hombre al que no amara. Sabía que amaba a aquel hombre. Se hubiera casado con él aunque le doblara la edad, sin importarle dónde hubiera estado ni lo que pudiera ocurrirles. Sin embargo, le parecía una locura. Había pasado dos meses sin tener noticias suyas. No sabía lo que sentía por ella ni si la apreciaba. Solo sabía que era generoso y amable y que había vuelto a su vida en Nochebuena. Era lo único que sabía. Sin embargo, Eugenia comprendió en su mirada que había mucho más de lo que el propio Clayton sabía.
Vladimir llegó poco después de las once. Prometió acompañarlas a la iglesia y se llevó una sorpresa con Clayton. La condesa los presentó y Vladimir estudió el rostro del capitán, preguntándose quién era y qué estaría haciendo allí. La luz de los ojos de Zoya le dio la respuesta. Era como si la joven hubiera superado todas las penalidades anteriores solo para vivir aquel momento.
Clayton la siguió a la cocina mientras la condesa le ofrecía un vaso de vino al príncipe y, una vez allí, la tomó del brazo y la atrajo lentamente, besándole el sedoso cabello al tiempo que la abrazaba.
– Te eché muchísimo de menos, pequeña… Hubiera querido escribirte, pero no pude. Ahora todo es alto secreto. Es un milagro que me hayan permitido venir. -Clayton intervenía directamente en todos los planes de Pershing sobre las Fuerzas Expedicionarias norteamericanas. Después se apartó de ella y le preguntó, mirándola amorosamente-: ¿Me has echado de menos?
Zoya lo miró con lágrimas en los ojos. Habían vivido momentos muy difíciles en medio de la pobreza, la escasez de comida, el frío del invierno, la guerra. Fue una terrible pesadilla que él acababa de disipar de golpe con los pasteles, el vino y sus poderosos brazos rodeándola con fuerza.
– Te he echado mucho de menos -contestó Zoya en un susurro sin atreverse a mirarlo por temor a que él pudiera ver demasiado en sus ojos. Sin embargo, con él se sentía a salvo. Oyó una discreta tos en la puerta de la cocina y, al volverse, vio al príncipe Vladimir, observándolos con silenciosa envidia.
– Pronto tendremos que irnos a la iglesia, Zoya Nikolaevna -dijo el príncipe en ruso, y por un instante clavó los ojos en los de Clayton-. ¿Vendrá con nosotros, señor? Las señoras asistirán a un oficio religioso a medianoche.
– Me gustaría mucho. -Clayton miró a Zoya-. ¿Crees que a tu abuela le importará?
– Por supuesto que no -contestó Zoya, hablando en nombre de las dos, pero, sobre todo, en el suyo propio.
Se preguntó dónde se alojaría Clayton y estuvo tentada de ofrecerle la habitación de Antoine. Sin embargo, adivinó que su abuela no lo consideraría correcto, aunque nada de aquello tenía ahora importancia. ¿Qué significaba la corrección cuando no había comida ni dinero ni calor y el mundo en el que una vivía se había derrumbado? ¿Quién podía decir qué era o qué no era correcto? Mientras Clayton tomaba su mano para acompañarla a la salita, Zoya pensó que todo era una estupidez. Sava los siguió, esperando alguna sobra. Zoya se agachó y le dio un pastelillo.
La condesa fue por el sombrero y el abrigo, y Zoya descolgó su raído abrigo de la percha del recibidor. Ambos hombres esperaban, hablando de la guerra, el tiempo y las perspectivas de paz en los próximos meses. Vladimir miró al capitán con ojos críticos, pero, muy a su pesar, no pudo encontrarle ningún defecto. El americano era demasiado mayor para Zoya, claro, y Eugenia cometería una imprudencia si permitiera que ocurriera algo entre ellos.
Cuando terminara la guerra, el capitán regresaría a Nueva York y se olvidaría de la bonita muchacha con quien jugueteó en París. Sin embargo, Vladimir no le podía reprochar que la quisiera. Él todavía la deseaba, aunque llevaba un mes cortejando a una amiga de su hija. Era una simpática rusa de buena familia que había llegado a París la pasada primavera y se ganaba la vida míseramente como costurera. Pensaba reunirse con ella y su hija en la iglesia.
Clayton ayudó a la anciana condesa a bajar la escalera mientras Zoya lo miraba. Vladimir se adelantó hacia el taxi. Durante el recorrido por las silenciosas calles, Clayton miró a Zoya y pensó que la muchacha necesitaba un poco de distracción y de comida. También le hacía falta un abrigo nuevo: el que llevaba estaba tan gastado que apenas la protegía del gélido viento que soplaba frente a la iglesia de San Alejandro Nevsky.
Era un precioso templo antiguo, ya casi completamente lleno de gente cuando entraron. Oyeron la música del órgano y un suave murmullo de voces alrededor. El dulce perfume del incienso, los conocidos rostros que la rodeaban y los comentarios en ruso hicieron brotar lágrimas en los ojos de Zoya. Era casi como estar en casa, cuando sus rostros resplandecían de alegría y todos sostenían un alto cirio en la mano. Vladimir le entregó uno a Clayton y otro a Eugenia. Zoya recibió el suyo de un niño que la miró con una sonrisa tímida y le deseó feliz Navidad. En aquellos momentos Zoya recordó otras Navidades y otros tiempos… Mashka, Olga, Tatiana y Anastasia, tía Alejandra y tío Nicolás, y también el pequeño Alexis. Cada año asistían juntos a los oficios religiosos de Pascua, muy parecidos a los de Navidad. Clayton tomó su mano y se la apretó con fuerza, como si leyera su mente y adivinara sus sentimientos. Después, la rodeó con sus brazos mientras entonaban el primer himno y se emocionó ante la belleza de las profundas voces rusas. Las lágrimas rodaban por las mejillas de muchos hombres, y las mujeres lloraban recordando la vida llevada en un lugar que siempre recordarían con nostalgia. Los perfumes, los sonidos y las sensaciones eran tan familiares que Zoya apenas podía resistirlo. Cerró los ojos y recordó a Nicolai y a su madre y su padre. Era como si hubiera regresado a la infancia, pensó, de pie al lado de Clayton mientras trataba de imaginar que todavía se encontraba en Rusia.
Una vez finalizada la ceremonia, muchos conocidos se acercaron a saludarlas. Los hombres se inclinaron en reverencia y besaron la mano de Eugenia, los que antaño fueran criados hincaron brevemente la rodilla ante ella y todos lloraron y se abrazaron. Clayton observaba conmovido la escena. Zoya lo presentó a todos sus conocidos. Muchos rostros le parecían familiares, pero no los conocía a todos. Sin embargo, ellos sí las conocían. Estaban presentes el gran duque Cirilo y otros primos de los Romanov, todos vestidos con ropa vieja y calzados con zapatos gastados, sin apenas disimular en sus expresiones las angustias que padecían. Fue una situación dolorosa y al mismo tiempo consoladora, como un breve regreso a un pasado que todos querían recuperar y pasarían la vida evocando.
De pie al lado de Vladimir, Eugenia parecía muy cansada. Permaneció orgullosamente erguida y saludó a todos los que se acercaron. Hubo un terrible momento en que el gran duque Cirilo se acercó a ella y rompió a sollozar como un niño. Sin poder hablar a causa de la emoción, Eugenia le tocó en silenciosa bendición. Entonces Zoya la tomó del brazo y, mirando a Vladimir, la acompañó al taxi. Fue una noche muy triste, pero todos se alegraron de haber estado allí. La condesa se reclinó en el asiento y suspiró de cansancio.
– Ha sido una ceremonia muy hermosa -dijo Clayton, tras haber percibido toda la fuerza del amor, el orgullo, la fe y el dolor de aquellas gentes. Era como si todos hubieran rezado silenciosamente al unísono por el zar, la zarina y sus hijos. Se preguntó si Zoya habría vuelto a tener noticias de María, pero no quiso interrogarla delante de Eugenia. Hubiera sido demasiado doloroso-. Gracias por permitirme acompañarlas.
Clayton subió con ellas al apartamento y Vladimir escanció el vino que quedaba en la botella. Al ver la triste mirada de Eugenia, Clayton lamentó no haberles traído coñac. Atizó el fuego y acarició con aire distraído a Sava mientras Zoya tomaba otro pastelillo.
– Tendrías que irte a la cama, abuela.
– Lo haré enseguida. -La condesa quería quedarse un momento con ellos para evocar el pasado-. Feliz Navidad, hijos. -Bebió un sorbo de vino, los miró con ternura y se levantó muy despacio-. Ahora os dejo. Estoy muy cansada.
Zoya la acompañó al dormitorio y Clayton observó que apenas podía andar. La muchacha regresó a los pocos minutos y, al cabo de un rato, Vladimir miró con envidia a Clayton por la atención que le prodigaba Zoya, y se retiró.
– Feliz Navidad, Zoya -dijo, todavía emocionado por la ceremonia de medianoche.
– Feliz Navidad, príncipe Vladimir.
El príncipe la besó en las mejillas y bajó corriendo hasta el taxi. Su hija y su amiga lo esperaban en casa. Zoya cerró la puerta y regresó junto a Clayton. Todo tenía un sabor agridulce, lo viejo y lo nuevo, lo feliz y lo triste, los recuerdos y la realidad, Konstantin, Nicolai, Vladimir, Fiodor, Antoine… y ahora Clayton. Mientras lo miraba, Zoya los recordó a todos. Bajo el resplandor del fuego de la chimenea, su cabello brillaba como el oro. Clayton se le acercó, tomó sus manos en las suyas y, sin mediar palabra, la estrechó entre sus brazos y la besó.
– Feliz Navidad -le dijo en ruso, tal como lo había oído repetir una y otra vez en la iglesia de San Alejandro Nevsky.
Ella le devolvió la felicitación y, durante un prolongado instante, Clayton la retuvo en sus brazos y le acarició el cabello mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea y Sava dormía a sus pies.
– Te quiero, Zoya…
No había querido decírselo hasta estar seguro, pese a que ya lo estaba cuando se fue en septiembre.
– Yo también te quiero. -Zoya pronunció en un susurro las palabras que a él le resultaban tan fáciles-. Oh, Clayton, no sabes cuánto te quiero…
Pero ¿qué ocurriría después? Había una guerra y, más tarde, él tendría que dejar París y volver a Nueva York. Sin embargo, en aquellos momentos Zoya no quería ni podía pensarlo.
Clayton la condujo al sofá y ambos se sentaron tomados de la mano, como dos chiquillos felices.
– He estado muy preocupado por ti. Ojalá hubiera podido quedarme en París todos estos meses.
Ahora solo tenían cuatro días, una minúscula isla de momentos en un mar proceloso que podía engullirlos en un instante.
– Sabía que volverías -dijo Zoya sonriendo-. Por lo menos, lo esperaba.
Se alegraba de no haber cedido a los deseos de su abuela. De haber seguido los consejos de la condesa, Clayton la hubiera encontrado casada con Antoine o tal vez con Vladimir.
– Intenté olvidarte, ¿sabes? -Clayton suspiró y estiró sus largas piernas sobre la raída alfombra color púrpura. Todo en el apartamento era viejo, gastado y deslustrado, menos la preciosa muchacha que tenía a su lado, con sus grandes ojos verdes, melena pelirroja y perfectas facciones de camafeo, un rostro con el que había soñado durante muchos meses a pesar de las justificaciones que él mismo se daba para olvidarlo-. Soy demasiado mayor para ti, Zoya. Necesitas a alguien más joven que descubra la vida contigo y te haga feliz.
Pero ¿quién podía ser? ¿El hijo de algún príncipe ruso, un muchacho con tan pocos recursos como ella? Lo que la muchacha necesitaba de verdad era a alguien que cuidara de ella, y él estaba dispuesto a hacerlo.
– Tú me haces feliz, Clayton. Más feliz de lo que he sido jamás…, por lo menos desde hace mucho, mucho tiempo. -Zoya sonrió con ingenuidad, pero inmediatamente se puso muy seria-. No quiero a nadie más joven. No me importa la edad que tengas. Lo importante es lo que ambos sentimos. No me importaría que fueras rico o pobre, que tuvieras cien o diez años. Cuando se ama a una persona, ninguna de estas cosas importa.
– A veces sí, pequeña. -Clayton tenía más experiencia y lo sabía-. Son tiempos muy extraños, tú lo has perdido todo y te encuentras atrapada aquí en medio de una guerra y en un país desconocido. Ambos somos extranjeros, pero más tarde, cuando mejore la situación, podrías mirarme y preguntarte qué estás haciendo conmigo. -Clayton sonrió y temió que sus predicciones se cumplieran-. La guerra provoca unos efectos muy extraños.
Clayton había sido testigo de ello muchas veces.
– Para mí, esta guerra no tendrá fin. Nunca podré volver a casa. Algunos piensan que algún día podrán regresar…, pero ahora ha estallado otra revolución. Todo será distinto. Estamos aquí. Esta es nuestra nueva vida, es la realidad… -De repente, Zoya miró a Clayton como si ya no fuera una chiquilla a pesar de sus pocos años-. Solo sé que te quiero.
– Me haces sentir inmensamente joven, mi pequeña Zoya. -Clayton la abrazó, y ella sintió otra vez el calor y la fuerza que antaño sintiera cuando la abrazaba su padre-. Me haces muy feliz.
Esta vez, fue ella quien lo besó. De repente, Clayton la estrechó en sus brazos y tuvo que luchar contra su propia pasión. Llevaba demasiado tiempo soñando y sufriendo por ella, y ahora apenas podía reprimir sus sentimientos y su deseo. Se levantó, se acercó a la ventana para contemplar el jardín y después regresó despacio junto a ella, preguntándose qué caminos seguirían sus vidas a partir de aquel momento. Había regresado a París solo para verla y ahora temía lo que pudiera ocurrir. Solo Zoya parecía segura y tranquila, como si tuviera la absoluta certeza de que hacía lo más conveniente.
– No quiero hacer nada de lo que después puedas arrepentirte, pequeña -dijo Clayton-. ¿Bailas esta semana? -Ella negó con la cabeza-. Entonces dispondremos de tiempo antes de que yo regrese a Chaumont. Ahora será mejor que me vaya.
Eran las tres de la madrugada, pero Zoya no se sentía cansada cuando lo acompañó a la puerta, seguida de Sava.
– ¿Dónde te hospedas?
– El general ha tenido la amabilidad de cederme la casa de Ogden Mill. -Allí, en aquel precioso hôtel particulier de la rue de Varenne, en la orilla izquierda del Sena, ambos se habían conocido y salido al jardín la noche de la recepción en honor del Ballet Russe-. ¿Puedo venir a recogerte mañana?
– Me encantará -contestó Zoya muy contenta.
– Vendré a las diez.
Clayton la besó de nuevo ya en la puerta, sin saber hacia dónde iban, pero completamente consciente de que no podrían volver atrás.
– Buenas noches, capitán -dijo Zoya en tono burlón y lo miró con los ojos más brillantes que nunca-. Buenas noches, amor mío -añadió en voz baja mientras él bajaba a toda prisa la escalera con unos pies que parecían volar. Clayton sonrió para sus adentros, pensando que nunca en su vida había sido tan feliz.
– Anoche debiste de acostarte muy tarde -dijo la condesa a la hora del desayuno.
Zoya mondó unas manzanas y preparó tostadas con el pan que les regaló Clayton la noche anterior.
– No mucho -contestó Zoya, y apartó la mirada mientras tomaba un sorbo de té y se metía subrepticiamente en la boca una pastilla de chocolate.
– Todavía eres una niña, pequeña.
Eugenia lo dijo casi con tristeza mientras la miraba. Ya sabía lo que iba a ocurrir y temía por ella; Clayton era bueno, pero no le convenía demasiado. Vladimir se lo había comentado la víspera y la condesa estaba de acuerdo con él, pero sabía que no podría detener a Zoya. Confiaba en que el capitán fuera más prudente, pero no le parecía probable, sabiendo que se había desplazado desde Chaumont a París solo para verla. No le cabía ninguna duda de que estaba locamente enamorado de Zoya.
– Tengo dieciocho años, abuela.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Eugenia y la miró tristemente.
– Significa que no soy tan tonta como crees.
– Eres lo bastante tonta como para enamorarte de un hombre que podría ser tu padre. Un hombre que se encuentra en un país extranjero con un ejército en guerra, un hombre que regresará a su casa algún día y te dejará aquí plantada. Debes pensar en eso antes de cometer una tontería.
– No pienso cometer ninguna tontería.
– Más te vale. -Sin embargo, la joven ya estaba enamorada y eso sería suficiente para hacerla sufrir cuando él se fuera. Clayton se iría cuando terminara la guerra, e incluso tal vez antes-. No se casará contigo. Eso tenlo por seguro.
– De todos modos, yo no quiero casarme con él.
No era cierto y ambas lo sabían.
Cuando se presentó en el apartamento poco después del desayuno, Clayton vio una mirada de recelo en la condesa. Esta vez traía flores, tres huevos frescos y una barra de pan.
– Engordaré mientras usted nos visite, capitán -dijo Eugenia y esbozó una amable sonrisa.
Era un hombre encantador, pero ella temía por Zoya.
– No hay peligro, madame. ¿Le apetece dar un paseo con nosotros hasta las Tullerías?
– Me encantaría. -La condesa volvió a sentirse joven de golpe. El capitán parecía llevar consigo la luz y la felicidad dondequiera que fuera, y era tan cariñoso y considerado como Konstantin-. Pero me temo que mis rodillas no estén de acuerdo. Este invierno tengo un poco de reumatismo.
El «poco» a que ella se refería hubiera dejado inválida a cualquier mujer con menos determinación. Solo Zoya adivinaba sus sufrimientos.
– En tal caso, ¿me permite que salga a dar un paseo con Zoya?
Era correcto y educado, y la condesa le tenía gran simpatía.
– Es usted muy amable al preguntármelo, joven. Creo que no habría nada capaz de detener a Zoya.
Ambos se echaron a reír mientras la muchacha iba por sus cosas. La radiante felicidad que reflejaba su rostro eclipsó sus viejas y raídas prendas. Por primera vez en muchos meses, Zoya anheló tener algo bonito que ponerse. Todos sus preciosos vestidos de San Petersburgo habían ardido en el incendio, pero ella aún los recordaba.
La joven se despidió de su abuela con un beso. La condesa los vio alejarse y se alegró por ellos mientras Clayton tomaba de la mano a Zoya. No hubiera podido experimentar ningún otro sentimiento. Ambos parecían iluminar la estancia con su presencia. Cuando se fueron, Zoya charlaba animadamente y Eugenia los oyó bajar a toda prisa la escalera. Clayton tenía uno de los automóviles requisados por el ejército.
– Bueno, pues, ¿adónde te gustaría ir? -preguntó Clayton, sentado al volante-. Estoy enteramente a tu servicio.
Zoya también estaba libre porque no tenía ni ensayos ni funciones. Podría pasar todo el día con Clayton.
– Al Faubourg Saint Honoré. Quiero echar un vistazo a las tiendas. Nunca tengo tiempo de hacerlo y, además, tampoco me serviría de mucho. -Mientras se dirigían al Faubourg Saint Honoré, Zoya comentó lo mucho que a ella y a Mashka les gustaban los vestidos y lo bonitos que eran los de tía Alejandra-. Mi madre también iba siempre muy bien vestida, pero nunca fue una persona feliz. -Aunque pareciera un poco extraño, Zoya deseaba contárselo todo a Clayton, compartir todos sus pensamientos, sueños y recuerdos para que, de ese modo, pudiera conocerla mejor-. Mamá era muy nerviosa y la abuela dice que papá la mimaba demasiado.
Zoya rió súbitamente como una chiquilla.
– Tú también mereces ser mimada. Puede que algún día lo seas, igual que tu madre.
– No creo que eso me pusiera nerviosa -dijo Zoya y rió mientras descendía del vehículo.
Clayton la tomó del brazo y, a partir de entonces, las horas pasaron volando.
Almorzaron en el Café de Flore y Clayton pensó que Zoya parecía más feliz que el verano anterior. Entonces se encontraba todavía bajo los efectos de la tragedia mientras que ahora el dolor se había mitigado en parte. Habían transcurrido nueve meses desde su llegada a París y le parecía increíble que apenas un año antes aún estuviera en San Petersburgo y la vida fuera normal.
– ¿Has tenido noticias de María últimamente?
– Sí. Parece que se encuentra a gusto en Tobolsk; pero ella es tan buena que se conforma con todo. Dice que la casa es muy pequeña y que comparte habitación con sus hermanas y tío Nicolás les lee historias constantemente. Siguen recibiendo clase incluso en Siberia. Cree que muy pronto podrán abandonar Rusia. Tío Nicolás dice que los revolucionarios no les harán daño, aunque, de momento, quieren retenerlos allí. A mí me parece una crueldad y una estupidez por su parte. -Zoya estaba furiosa con los ingleses por haberles denegado asilo en el mes de marzo. Caso contrario, tal vez todos hubieran podido reunirse en Londres o en París-. Estoy segura de que la abuela se hubiera ido a Londres si ellos estuvieran allí.
– En tal caso, yo no te hubiera conocido y eso sería terrible. Es mejor que te quedes en París mientras esperas que salgan de Rusia.
Clayton no quería alarmarla, pero no confiaba demasiado en que el zar y su familia estuvieran a salvo en Rusia. Sin embargo, era una simple impresión y no quería preocupar a Zoya. Tras el agradable almuerzo en el Café de Flore, bajaron por el Boulevard Saint Germain bajo el tibio sol invernal. Zoya se sentía completamente libre y se alegraba de que así fuera.
Vagaron sin rumbo un buen rato hasta que, al final, acabaron en la rue de Varenne a dos pasos de la residencia donde se alojaba Clayton.
– ¿Quieres entrar un momento?
Zoya asintió y recordó la noche en que se habían conocido. Clayton habló de Nueva York, de su infancia y de sus años de estudiante en la Universidad de Princeton, y mencionó que vivía en una casa de la Quinta Avenida.
– ¿Por qué no tuviste hijos cuando estabas casado? ¿No los querías? -preguntó Zoya con la inocencia de la juventud que no teme pisar terreno delicado.
Ni siquiera se le ocurrió pensar que tal vez no podía tenerlos.
– Me hubiera gustado, pero mi mujer no quería. Era una chica muy hermosa y egoísta, solo le interesaban los caballos. Ahora tiene una granja magnífica en Virginia. ¿Tú montabas mucho cuando estabas en Rusia?
– Sí -contestó Zoya sonriendo-. En verano, en Livadia, y a veces en Tsarskoe Selo. Mi hermano me enseñó a montar cuando tenía cuatro años. En eso era muy severo y, cuando me caía, decía que era una tonta.
Sin embargo, por su tono de voz se adivinaba lo mucho que Zoya amaba a su hermano.
Ya habían llegado a la casa de Mills. Clayton extrajo una llave y abrió la puerta. No había nadie en la residencia, todos los miembros del Estado Mayor del general se encontraban en Chaumont.
– ¿Te apetece una taza de té? -preguntó Clayton mientras sus pisadas resonaban en los suelos de mármol.
– Me encantará.
En la calle hacía frío y Zoya había olvidado sus guantes. De pronto, la muchacha recordó el abrigo de martas que había dejado en Rusia. Durante su huida, se cubrieron la cabeza con gruesos chales porque la condesa supuso acertadamente que los sombreros de piel llamarían excesivamente la atención.
Zoya lo siguió a la cocina y el té estuvo listo en un momento. Clayton llenó dos tazas y ambos se sentaron a charlar mientras el sol iluminaba suavemente el jardín. Zoya hubiera deseado permanecer allí horas y horas. De repente, ambos enmudecieron y Zoya advirtió que Clayton la miraba de una forma distinta.
– Es mejor que te acompañe a casa. Tu abuela estará preocupada.
Eran las cuatro de la tarde y llevaban fuera todo el día, aunque Zoya le había dicho a la condesa que tal vez no cenaría en casa. Durante aquellos cuatro días de permiso querían permanecer el mayor tiempo posible juntos.
– Le dije que quizá volveríamos tarde. -De pronto, a Zoya se le ocurrió una idea-. ¿Quieres que prepare la cena aquí? -le pareció agradable no tener que salir de nuevo y seguir conversando tranquilamente tal como habían hecho todo el día-. ¿Hay comida?
– Pues, no lo sé -contestó Clayton sonriendo-. Quisiera llevarte a algún sitio. Tal vez al Maxim’s. ¿No te gustaría?
– No importa -contestó Zoya con toda sinceridad. Ella solo quería estar a su lado.
– Oh, Zoya… -Clayton rodeó la mesa de la cocina para estrecharla en sus brazos. Quería salir de la casa antes de que ocurriera algo irreparable. Sentía por ella una atracción casi dolorosa-. No creo que debamos quedarnos aquí -añadió, más prudente que Zoya.
– ¿El general se enfadaría si supiera que estoy aquí?
– No, amor mío -contestó Clayton, conmovido por su inocencia-, el general no se enfadaría, pero no estoy muy seguro de que yo pueda dominarme. Eres demasiado guapa para quedarte a solas conmigo. No sabes la suerte que tienes de que no haya saltado por encima de la mesa y me haya abalanzado sobre ti.
Zoya rió y se apoyó contra él.
– ¿Es eso lo que pretendías hacer, capitán?
– No, pero me gustaría -contestó Clayton, acariciando su larga melena pelirroja-. Me gustaría hacer un montón de cosas contigo…, ir a la Costa Azul después de la guerra, y también a Italia. ¿Has estado allí alguna vez?
Zoya sacudió la cabeza y cerró los ojos. El solo hecho de estar con él le parecía un sueño.
– Creo que deberíamos irnos -repitió Clayton en voz baja-. Voy a cambiarme. No tardo ni un minuto.
Pero a Zoya le pareció que tardaba una eternidad. La joven empezó a pasear por las estancias de la planta baja y, de repente, se le ocurrió una travesura. Subió por la escalinata de mármol a ver si podía encontrarlo.
En el piso de arriba había varios salones, una magnífica biblioteca llena de libros franceses e ingleses, y numerosas puertas cerradas. En la distancia, la muchacha oyó cantar a Clayton mientras se cambiaba y sonrió, incapaz de permanecer alejada de él ni un solo instante.
– ¿Estás ahí? -gritó, pero él no la oyó porque tenía el grifo de la bañera abierto.
Cuando entró de nuevo en el dormitorio, la vio como una gacela inmóvil en el bosque. Estaba desnudo de cintura para arriba porque quería afeitarse rápidamente antes de llevarla a cenar. La miró súbitamente asombrado, sosteniendo una toalla en la mano.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó, casi asustado, no de la encantadora joven sino de sí mismo.
– Abajo me sentía sola sin ti.
Zoya se acercó lentamente a él, arrastrada por una fuerza magnética que jamás había sentido anteriormente. Clayton dejó caer la toalla a sus pies, la estrechó en sus brazos y le besó el rostro, los ojos y los labios hasta aturdirse con la dulzura de su piel.
– Espérame abajo, Zoya -dijo con la voz ronca, y trató infructuosamente de apartarse de ella-. Por favor…
Ella lo miró, casi dolida.
– No quiero…
– Por favor, Zoya… -repitió Clayton, besándola una y otra vez mientras el corazón le estallaba en el pecho.
– Te quiero, Clayton…
– Yo a ti también. -Al final, Clayton consiguió apartarse de ella-. No hubieras tenido que subir aquí, tontuela -dijo, tratando de bromear mientras se volvía de espaldas para sacar una camisa del armario. Cuando dio media vuelta la vio todavía allí, inmóvil como una estatua. La camisa le cayó de las manos y se acercó a ella-. Ya no puedo resistirlo más, pequeña. -Su juventud y su belleza sensual lo volvían loco-. Zoya, jamás me lo perdonaría si…
– ¿Si qué? -La niña había desaparecido, convertida súbitamente en mujer-. ¿Si me amaras? ¿Y eso qué importancia tiene, Clayton? Ya no hay futuro, solo tenemos el ahora. El mañana no existe. -Zoya aprendió aquella dura lección en solo un año-. Te quiero.
Clayton se conmovió profundamente al leer en sus ojos que no lo temía porque lo amaba.
– No sabes lo que haces -le dijo, y de nuevo la rodeó con sus brazos-. No quiero hacerte daño.
– No podrías, te quiero demasiado…, nunca me harás daño.
Al final, Clayton ya no supo cómo convencerla de que se fuera. La quería demasiado y soñaba con ella desde hacía mucho tiempo. La besó en la boca y, sin pensarlo más, la desnudó y la llevó a la cama, donde la acarició y besó mientras ella lloraba muy quedo. Ambos se deslizaron bajo las sábanas de la enorme cama cuyo dosel parecía cernirse sobre ellos como una bendición. Hicieron el amor a oscuras, pero a la débil luz que llegaba del cuarto de baño, Clayton vio el rostro de la joven mientras la besaba, la abrazaba y le hacía el amor como jamás lo había hecho a ninguna mujer.
Transcurrió una eternidad antes de que ambos permanecieran finalmente tendidos el uno junto al otro, suspirando de felicidad mientras ella se acurrucaba como un animalillo que buscara a su madre. Clayton se puso de pronto muy serio y rezó para que la joven no quedara embarazada. Después se incorporó apoyándose en un codo y la miró con ternura.
– No sé si tendría que enojarme conmigo mismo o ser simplemente feliz. Zoya, amor mío, ¿te arrepientes?
Ella sonrió y lo rodeó con sus brazos mientras la pasión volvía a renacer. Hicieron el amor hasta casi medianoche, cuando Clayton miró el reloj de la mesita con súbito terror.
– ¡Oh, Dios mío, Zoya! ¡Tu abuela me matará! -Ella rió alegremente al verlo saltar de la cama-. Vístete… ¡Y encima ni siquiera te he dado de comer!
– No me he dado cuenta -dijo Zoya, riendo como una colegiala.
– Te quiero, tontuela -dijo Clayton, y se volvió para abrazarla-. A pesar de lo viejo que soy, resulta que te adoro.
– Estupendo. Porque yo también te adoro. ¡Y no eres viejo, eres mío! Recuérdalo -añadió Zoya y le acarició el cabello entrecano mientras acercaba su rostro al suyo-, ocurra lo que ocurra, ¡recuerda lo mucho que te quiero!
Era una lección aprendida muy pronto en su vida, la de que nunca se sabía qué desgracia podía ocurrir mañana.
Clayton la estrechó en sus brazos sin poder contener su emoción.
– No ocurrirá nada, pequeña, ahora estás a salvo.
Después le preparó un baño caliente en la enorme bañera y por un momento la joven pensó que era un lujo excesivo. Le pareció encontrarse de nuevo en el palacio de Fontanka, pero, en cuanto se puso el feo vestido gris de lana y los viejos zapatos, comprendió que no. Llevaba medias de lana negras para ir más abrigada y, frente al espejo, vio que parecía una huérfana.
– Dios mío, Clayton, estoy horrible. ¿Cómo puedes quererme con esta pinta?
– Eres guapísima de pies a cabeza. Me encanta tu melena pelirroja y todo lo tuyo -dijo Clayton y hundió el rostro en su cabello tan perfumado como las flores estivales-. Te adoro.
No les apetecía marcharse, pero Clayton tenía que acompañarla a su apartamento del Palais Royal. Zoya no podía quedarse allí con él toda la noche.
Mientras subían al cuarto piso, Clayton la besó varias veces en los oscuros rellanos. Al entrar en el apartamento, vieron a Eugenia que los esperaba dormida en una silla. Ambos se miraron por última vez y Zoya se inclinó para besar la mejilla de la condesa.
– ¿Abuela? Siento llegar tan tarde. No hubieras tenido que esperarme levantada…
La condesa se despertó y los miró sonriendo. A pesar de que estaba medio dormida, se dio cuenta de lo felices que eran. No podía enojarse con ellos porque fue como si en la fea estancia acabara de penetrar una brisa de primavera.
– Quería cerciorarme de que estabas bien. ¿Os habéis divertido? -preguntó y escudriñó los ojos de Clayton.
Solo vio en ellos ternura y amor.
– Muchísimo -contestó Zoya sin el menor remordimiento. Ahora pertenecía a Clayton-. ¿Has cenado?
– Comí un poco de pollo y un huevo de los que trajo el capitán, gracias. -La condesa se volvió para mirar a Clayton y trató de levantarse de la silla-. Fue muy amable de su parte.
Clayton se avergonzó de no haber llevado nada más. De pronto recordó que Zoya no había cenado y se preguntó si la muchacha estaría tan hambrienta como él. Durante las largas horas de felicidad se distrajo, pero ahora se moría de hambre. Como si leyera sus pensamientos, Zoya lo miró con sonrisa mal disimulada y le entregó la tableta de chocolate. Él tomó una pastilla con aire culpable mientras Zoya acompañaba a su abuela al dormitorio.
Cuando al cabo de un momento la joven regresó, ambos volvieron a besarse. Clayton hubiera querido permanecer a su lado, pero no podía.
– Te quiero -le susurró ella antes de que se fuera.
– Solo la mitad de lo que yo a ti -replicó Clayton.
– ¿Cómo puedes saberlo?
– Porque soy más viejo y experto -dijo él en tono de chanza. Zoya cerró la puerta y de nuevo se sintió tan joven y feliz como antaño.
Poco después, la muchacha apagó las luces del apartamento.
Clayton regresó a la mañana siguiente impecablemente vestido y con una enorme cesta de comida. Esta vez había dedicado un buen rato a ir de compras.
– ¡Buenos días, señoras!
Eugenia observó preocupada que el capitán estaba de muy buen humor, pero sabía que no debía entrometerse en su vida. Clayton trajo carne y fruta, dos tipos de queso distintos, pastelillos y bombones para Zoya. Nada más entrar, besó a Zoya en la mejilla, le tomó la mano e insistió en que la condesa saliera a dar un paseo con ellos. Recorrieron en automóvil el Bosque de Bolonia, charlando y riendo alegremente. El solo hecho de estar con ellos hizo que Eugenia volviera a sentirse joven.
Aquel día los tres fueron a almorzar a la Closerie des Lilas. Más tarde, Clayton y Zoya acompañaron a la condesa a casa. Eugenia estaba tan cansada que apenas podía subir la escalera, por lo que Clayton tuvo que llevarla casi en brazos mientras ella sonreía agradecida. Se lo pasó tan bien que, durante un buen rato, se olvidó de su pobreza, de la guerra y de sus penas.
Tomaron el té en la salita y después Zoya y Clayton volvieron a salir. Regresaron a la casa de Mills en la rue de Varenne e hicieron el amor apasionadamente durante horas. Más tarde, Clayton se empeñó en llevar a Zoya a cenar al Maxim’s y después la acompañó a casa. Cuando llegaron, Eugenia ya estaba durmiendo en la cama. Ambos amantes caminaron de puntillas en la salita, tomando bombones y hablando en susurros mientras se besaban junto a la chimenea y compartían sus sueños. Zoya lamentó no poderse quedar con Clayton toda la noche. Clayton se retiró más contento que un chiquillo y prometió regresar a la mañana siguiente.
A las once de la mañana, Zoya empezó a preocuparse. No podía llamar a su amante a casa porque no tenían teléfono. A las once y media, Clayton se presentó con un enorme paquete que dejó sobre la mesa de la cocina y le dijo a Zoya que era para su abuela. La anciana condesa se reunió con ellos y mientras desenvolvía el paquete Clayton se apartó. En su interior había un precioso samovar de plata grabada con el blasón de la familia rusa que lo trajo a París y luego se vio obligada a venderlo. Clayton no comprendía cómo pudo conseguirlo, pero, cuando aquella mañana lo vio en una tienda de la orilla izquierda del Sena, sintió deseos de regalárselo a Eugenia.
La condesa lo contempló asombrada y, por un instante, experimentó una punzada de tristeza al recordar lo mucho que ella apreciaba sus tesoros y lo que había sufrido por tener que venderlos. Aún recordaba las pitilleras vendidas antes de Navidad. Ahora contempló el samovar y miró con gratitud al amable benefactor que se lo había traído.
– Capitán, es usted demasiado bueno con nosotras… -dijo con los ojos llenos de lágrimas mientras acercaba su mejilla descolorida a su varonil rostro que tanto le recordaba los de su hijo y su marido-. Es usted muy amable.
– Ojalá pudiera hacer algo más.
Clayton también había comprado un vestido blanco de seda para Zoya, confeccionado por una humilde modista de la orilla izquierda, llamada Gabrielle Chanel, que tenía una pequeña tienda y parecía muy experta. Ella misma le había mostrado el vestido y hecho comentarios muy graciosos en contraste con la tristeza generalizada de los habitantes de París, tan hostigados por la guerra.
– ¿Te gusta?
Zoya corrió a su habitación. Se puso el vestido y salió convertida en una reina. Era un modelo de líneas sencillas, cuya cremosa blancura realzaba el fuego de su cabello. Zoya lamentó no tener unos zapatos a juego ni el collar de perlas que su padre le regaló y que había ardido junto con todo lo demás en el palacio de Fontanka.
– ¡Me encanta, Clayton!
Se lo dejó puesto para el almuerzo y, por la tarde, lo dejó olvidado en el suelo del dormitorio de Clayton.
Clayton tenía que marcharse a las cuatro y media de la tarde del día siguiente. Hicieron el amor por última vez y Zoya lo abrazó como una chiquilla a punto de perecer ahogada. Cuando Clayton la acompañó de nuevo a su apartamento, hasta Eugenia lamentó su partida. Todas las separaciones de su vida habían sido muy dolorosas.
– Cuídese mucho, capitán…, rezaremos por usted todos los días.
Tal como solían hacer por otras personas, la condesa le dio las gracias por su amabilidad. Él se resistía a marcharse, incapaz de separarse de Zoya. No sabía cuándo podría regresar a París.
Discretamente, Eugenia los dejó solos. En la pequeña estancia dominada por el impresionante samovar de plata, Zoya miró a su amante con lágrimas en los ojos. Después se arrojó a sus brazos entre sollozos. Él dijo:
– Te quiero mucho, pequeña… Ten cuidado, te lo suplico. -Solo él sabía los peligros que la acechaban en París. La ciudad podía ser atacada de un momento a otro. Rezó por su seguridad mientras la estrechaba con fuerza en sus brazos-. Volveré en cuanto pueda.
– ¡Júrame que tendrás cuidado! ¡Júramelo! -le ordenó Zoya entre lágrimas, sin poder soportar la idea de perder a quien tanto amaba.
– Prométeme que no te arrepentirás de lo que hemos hecho.
Clayton temía haberla dejado embarazada la primera vez que hicieron el amor. Las otras veces tomó precauciones, pero no la primera. La joven lo pilló tan de sorpresa que no le dio tiempo a reaccionar.
– Nunca me arrepentiré de nada. Te quiero demasiado.
Bajaron la escalera y Zoya lo acompañó hasta el automóvil. Después lo saludó con la mano hasta que lo perdió de vista. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, temía no volver a verlo nunca más.
Contrariamente a lo prometido por él, Zoya no volvió a tener noticias suyas. Las estrategias y maniobras eran alto secreto y los miembros del Estado Mayor se encontraban prácticamente aislados del mundo, junto al Marne, tratando de proteger París.
En marzo se inició la última gran ofensiva alemana, que llegó hasta las afueras de la ciudad. Las granadas estallaban en las calles y Eugenia temía salir.
Los bombardeos decapitaron la estatua de San Lucas en la iglesia de la Madeleine. Por todas partes, la gente tenía hambre, frío y miedo. Diaghilev le ofreció a Zoya la oportunidad de escapar. El 3 de marzo iniciaría una gira por España, pero la muchacha no podía abandonar a Eugenia en París. Decidió quedarse pese al reducido número de funciones previstas. Recorrer las calles de París era demasiado peligroso. Solo por un milagro consiguió sobrevivir a la destrucción de la iglesia de los Santos Gervasio y Protasio, cerca del ayuntamiento, el Viernes Santo. Decidió ir allí en lugar de como siempre a San Alejandro Nevsky, y abandonó el templo momentos antes de que las bombas derrumbaran su tejado matando a setenta y cinco personas e hiriendo a casi cien.
La gente abandonaba París, abarrotando los trenes hacia Lyon y el sur de Francia. Cuando Zoya sugirió a su abuela la posibilidad de marcharse, la condesa se enfureció.
– ¿Cuántas veces crees que podré hacerlo? ¡No, no y no, Zoya! ¡Que me maten aquí! ¡Que se atrevan! ¡Vine huyendo desde Rusia y ya no quiero huir más!
Fue la primera vez que Zoya la vio llorar de rabia. Había transcurrido casi un año desde que abandonaran todo a sus espaldas, huyendo de Rusia. Esta vez no tenían a Fiodor, no les quedaba nada por vender y no sabían adónde ir. Su situación era completamente desesperada.
El gobierno francés se preparaba para huir, en caso necesario. Algunos querían trasladarlo a Burdeos, pero Foch se comprometió a defender París hasta el final, luchando en las calles y desde los tejados. En mayo, la compañía de Zoya canceló todos los ensayos y las funciones. Por aquellas fechas, los aliados estaban perdiendo posiciones en el Marne. Zoya no pensaba más que en Clayton, sabiendo que Pershing estaba allí. No recibía noticias suyas desde su partida de París y temía que lo hubieran matado.
Solo recibió una carta de María que el doctor Botkin consiguió enviarle… La sorprendió saber que el mes anterior los habían trasladado desde Tobolsk a Ekaterinenburg, en los Urales. Adivinó a través de lo que María contaba que la situación era mucho más grave. Ya no les permitían cerrar las puertas de las habitaciones y los soldados los acompañaban incluso al cuarto de baño. Zoya se estremeció al pensar en su amiga de la infancia y lo lamentó por Tatiana, tan tímida y remilgada. No podía soportar que se encontraran en circunstancias tan terribles.
«… No tenemos más remedio que aguantar. Mamá nos hace entonar himnos cuando abajo los soldados cantan sus obscenas canciones. Ahora nos tratan muy mal. Papá dice que debemos procurar no darles ningún motivo de enojo. Por la tarde, nos permiten salir un rato al jardín y el resto del tiempo lo pasamos leyendo o bordando…»
Zoya derramó lágrimas de amargura cuando leyó el siguiente párrafo.
«… ya sabes lo poco que me gusta coser, queridísima Zoya. Me he dedicado a escribir poesía para pasar el rato. Ya te lo enseñaré cuando volvamos a reunirnos. Casi me parece increíble que ambas ya tengamos diecinueve años. Antes me parecía que diecinueve años eran muchos, pero ahora me parecen muy pocos para morir. Solo a ti puedo contarte estas cosas, mi queridísima prima y amiga. Rezo para que estés a salvo y seas feliz en París. Ahora voy a hacer un poco de ejercicio. Todos os enviamos nuestro cariño tanto a ti como a tía Eugenia.»
Esta vez firmaba no con el nombre en clave Otma, sino simplemente «tu Mashka que te quiere». Zoya permaneció largo rato en su habitación, llorando a lágrima viva mientras leía una y otra vez las palabras y se acercaba la carta a la mejilla como si el contacto del papel pudiera devolverle la presencia de su amiga. Temía por ellos.
La situación había empeorado en todas partes, pero, por lo menos, la compañía de ballet donde trabajaba reanudó sus actuaciones en junio. Necesitaban mucho el dinero pues no habían encontrado un nuevo huésped. En lugar de acudir a París, la gente se marchaba. Incluso algunos refugiados rusos se habían ido al sur, pero Eugenia se negaba a abandonar la ciudad. Ya no quería seguir huyendo.
A mediados de julio hacía mucho calor, pero la gente estaba hambrienta. A través de Vladimir, Zoya se enteró horrorizada de que Yelena cazaba palomas en el parque y se las comía. El príncipe dijo que eran muy sabrosas y se ofreció a traerle una, pero Zoya declinó el ofrecimiento y sintió que se le revolvía el estómago de solo pensarlo. Dos días más tarde, cuando ya desesperaba de que la guerra pudiera terminar algún día, Clayton se presentó como una visión en un sueño. Zoya estuvo a punto de desmayarse cuando lo vio. Fue la víspera del día de la Bastilla y ambos presenciaron juntos los desfiles desde el Arco de Triunfo hasta la plaza de la Concordia. Los brillantes uniformes de los Chasseurs Alpins con sus boinas y sus blusones negros, los regimientos de caballería británicos, los bersaglieri italianos con sus gorros adornados con plumas de colas de gallo e incluso la unidad antibolchevique de cosacos con sus gorros de piel resplandecían bajo el sol, pero Zoya solo tenía ojos para Clayton. Cuando ambos amantes se encontraban en la casa de la rue de Varenne, más enamorados que nunca, alrededor de la medianoche llamaron fuertemente a la puerta. Era la policía militar, reuniendo a los hombres tras haberse anulado todos los permisos. Se había iniciado la ofensiva alemana, las tropas enemigas se encontraban a solo ochenta kilómetros y los aliados tenían que detener su avance.
– Pero no puedes irte ahora… -gimoteó Zoya con lágrimas en los ojos, a pesar de sus esfuerzos por ser valiente-. ¡Acabas de llegar!
Ambos se habían reunido justo aquella mañana, tras seis meses de ausencia. La joven no quería separarse de él. Sin embargo, no hubo más remedio. Clayton disponía de media hora para presentarse en el cuartel general de la policía militar en la rue Saint Anne. Apenas tuvo tiempo de acompañar a Zoya a casa. A Zoya le pareció una crueldad no poder pasar un poco más de tiempo con él antes de su regreso al frente. Como una chiquilla abandonada, se quedó llorando en la salita hasta altas horas de la noche. Su abuela le servía té e intentaba consolarla.
Sin embargo, las lágrimas que derramó por Clayton no fueron nada en comparación con las derramadas pocos días después. El 20 de julio, Vladimir se presentó muy serio en el apartamento con un ejemplar del periódico Izvestia. En cuanto abrió la puerta, Zoya intuyó que algo horrible había ocurrido. Sintiéndose casi enferma, acompañó al príncipe a la salita y fue al dormitorio para avisar a su abuela.
Vladimir rompió a llorar y le tendió el periódico a la condesa. Parecía un niño desvalido con el rostro casi tan blanco como el cabello. Repetía incesantemente las mismas palabras, una y otra vez.
– Los han matado…, Dios mío, los han matado…
El príncipe acudió directamente a ellas porque, al fin y al cabo, eran primas de los Romanov y tenían derecho a saberlo enseguida.
– ¿Qué quiere usted decir? -preguntó Eugenia y se levantó horrorizada de la silla mientras él le mostraba la noticia del periódico. El 1 de julio, el zar Nicolás había sido ejecutado, decía, y luego añadía que su familia había sido trasladada a un lugar seguro. ¿Trasladada adónde?, hubiera querido gritar Zoya. ¿Dónde está mi querida Mashka? ¿Dónde están todos? Casi como si lo adivinara, la pequeña Sava emitió unos suaves quejidos mientras los tres rusos lloraban por el hombre que fuera su padre, su zar y el amado primo de ambas mujeres.
El llanto se prolongó bastante. Al final, Vladimir se levantó y se acercó a la ventana con la cabeza inclinada y el corazón destrozado por la pena. En todo el mundo, los rusos que lo habían amado estarían llorándolo, incluso los campesinos, en cuyo nombre había estallado la temida revolución.
– Qué día tan aciago -dijo en un susurro-. Dios lo tenga en Su gloria -musitó y se volvió hacia las mujeres.
Eugenia parecía una anciana de cien años y Zoya estaba mortalmente pálida. La única mancha de color en su rostro eran los verdes ojos inundados de lágrimas que todavía resbalaban por sus mejillas. Zoya recordó su última mañana en Tsarskoe Selo, cuando el zar se despidió de ella con un beso y le dijo que se portara bien… Las palabras que pronunció en aquellos momentos ahora resonaron en su cabeza una y otra vez. «Te quiero, tío Nicolás.» Él contestó que también la quería. Y ahora había muerto. Había desaparecido para siempre. ¿Y los demás? Leyó de nuevo las palabras en el Izvestia: «La familia ha sido trasladada a un lugar seguro».
Julio se prolongó como una espantosa pesadilla. La ejecución de Nicolás les pesaba como una losa y el dolor era insoportable. En todo París, los rusos lo lloraban mientras la guerra arreciaba a su alrededor.
Zoya fue invitada a la fiesta de la boda de una bailarina amiga. Se llamaba Olga Khokhlova y se había casado unas semanas atrás con Pablo Picasso en la iglesia de San Alejandro Nevsky, pero a Zoya no le apetecía asistir a ninguna fiesta. Vestía de negro y lloraba la muerte de su primo.
En agosto, Diaghilev le envió otro telegrama, ofreciéndole un puesto en la compañía durante una gira por Londres, pero Zoya no podía dejar a su abuela y no quería ver a nadie. Trabajaba diariamente desganada solo para llevar algo de comida a casa.
En septiembre, los aliados prosiguieron su avance y, a las pocas semanas, los alemanes intentaron negociar la paz. Pero Zoya seguía sin noticias de Clayton y ya ni siquiera se atrevía a pensar en él. Si algo le hubiera ocurrido, no podría vivir. Había demasiadas cosas que no lograba entender y la tensión era insoportable. Tío Nicolás había muerto. Las palabras martilleaban su cabeza una y otra vez. Escribió tres cartas a María, pero no recibió respuesta. Ignoraba dónde estaba el doctor Botkin y, en caso de que la familia, efectivamente, hubiera sido trasladada a otro lugar, tal como informaba el periódico, cualquiera sabía cuánto podían tardar las cartas.
Por fin, tras un interminable mes de octubre en el que solo hubo silencio, llegó noviembre y, con él, la paz ansiada por todos.
Eugenia y Zoya estaban sentadas en la salita cuando se enteraron de la noticia. La gente se echó inmediatamente a la calle gritando jubilosa en medio del repique de campanas en las iglesias y las salvas de cañones. Fue un golpe que sacudió a todo el mundo, pero la pesadilla había tocado a su fin. Zoya le sirvió una taza de té a su abuela y, sin una palabra, contempló la alegría de la calle. Había tropas aliadas por todas partes, norteamericanos, ingleses, italianos y franceses, pero ella ignoraba si Clayton estaba vivo y no se atrevía a esperarlo. Miró a su abuela, que había envejecido bastante. Estaba muy débil, tosía muchísimo y las rodillas le dolían tanto que ya no podía salir de casa.
– Ahora las cosas mejorarán, pequeña Zoya -dijo Eugenia entre accesos de tos. Sin embargo, conocía las angustias de la muchacha, que no recibía noticias de Clayton desde que este abandonó París a medianoche el día de la Bastilla-. Ya volverá, pequeña. Ten confianza. Debes tener fe -añadió y miró con dulzura a su nieta.
Pero en los ojos de Zoya no había alegría. Había perdido demasiadas cosas y sentía mucho miedo.
– ¿Cómo puedes decir eso? Con tantas personas que han muerto, ¿cómo puedes creer que alguien volverá a casa?
– El mundo sigue. Las personas nacen y mueren, y después nacen otras. Lo que duele es nuestra tristeza. Ahora Nicolás ya no sufre. Está en paz.
– ¿Y los demás?
Zoya le había escrito cinco cartas a María, sin recibir respuesta.
– Solo podemos rezar por su seguridad.
Zoya asintió en silencio. Había escuchado esa frase hasta la saciedad y ahora estaba defraudada con un destino que tantas cosas le había arrebatado.
Durante los primeros días tras el armisticio fue casi imposible transitar por las calles. Zoya solo salía para comprar comida. Estaban casi sin nada. El ballet aún no había reanudado sus actuaciones y vivían de sus modestos ahorros.
– ¿Puedo ayudarla con eso, mademoiselle?
Zoya sintió que alguien tiraba de la barra de pan que llevaba bajo el brazo y se volvió, dispuesta a proferir un improperio y a defender con uñas y dientes la comida o a protegerse de un soldado galante. No todas las mujeres de París gustaban de las efusiones de los chicos uniformados, pensó, y se volvió con los puños apretados. De pronto, jadeó y la barra de pan cayó a la acera mientras él la atraía hacia sí.
– Oh…, oh…
Con lágrimas en los ojos, se arrojó a sus brazos. Estaba vivo, oh, Dios mío, estaba vivo. Fue como si solo ellos hubieran sobrevivido en un mundo perdido, pensó, y abrazó apasionadamente a Clayton.
– ¡Así está mejor!
Clayton llevaba un uniforme de campaña manchado y arrugado y barba de varios días. Acababa de llegar a París y había acudido inmediatamente a casa de su amada. Y había visto a Eugenia, la cual le dijo que Zoya había salido a comprar comida. Bajó corriendo para reunirse con ella en la calle.
– ¿Cómo estás? -preguntó Zoya riendo y llorando a la vez mientras él la besaba sin poder contener su emoción.
Parecía un milagro que ambos hubieran sobrevivido, con la de veces que a él le rondó la muerte en el Marne. Pero eso ya no importaba. Clayton agradeció en silencio a sus ángeles de la guarda el que estuvieran vivos y a salvo mientras se abrían paso entre la gente y regresaban al apartamento.
Esta vez, Clayton se alojaba en un pequeño hotel de la orilla izquierda junto con otros camaradas. Pershing se había instalado en la casa de Mills y no era fácil que ambos amantes pudieran verse a solas, pero aun así, buscaban todos los momentos de intimidad posibles y una noche incluso se atrevieron a hacer el amor en la antigua habitación de Antoine, una vez Eugenia se hubo acostado. La condesa estaba agotada y pasaba muchas horas durmiendo. A Zoya la preocupaba desde varios meses atrás, pero todos sus temores se esfumaron como por ensalmo ante la presencia de Clayton.
Una noche en que ambos hablaban de Nicolás, Clayton le confesó que él siempre había temido por la vida del zar. Por su parte, Zoya le manifestó su inquietud por la suerte que pudieran correr los demás.
– El periódico ruso decía que los habían trasladado a un lugar seguro…, pero ¿adónde? Le he enviado cinco cartas a Mashka y aún no me ha contestado.
– A lo mejor, Botkin no pudo hacérselas llegar. Puede que no sea más que eso, pequeña. Ten confianza -dijo Clayton y disimuló sus propios temores.
– Hablas como la abuela -le susurró Zoya, tendida a su lado en la oscuridad.
– A veces me siento casi tan viejo como ella.
Clayton advirtió lo mucho que la condesa había empeorado desde el mes de julio. Su aspecto no era bueno. Tenía casi ochenta y cuatro años y los últimos dos habían sido muy duros para todos. Parecía increíble que hubiera sobrevivido a tantas penalidades. Sin embargo, ambos olvidaron sus preocupaciones cuando sus cuerpos se fundieron e hicieron el amor hasta la madrugada. Entonces Clayton se marchó, bajando de puntillas la escalera.
Durante las semanas siguientes, ambos pasaron juntos todo el tiempo que pudieron, pero el 10 de diciembre, casi un mes después del término de la guerra, Clayton le comunicó que tendría que regresar a Estados Unidos a finales de aquella semana. Sin embargo, lo que más le dolía era su decisión con respecto a Zoya.
La joven oyó la noticia como en un sueño. Le parecía imposible. Había llegado el día que ella nunca pensó que llegaría.
– ¿Cuándo? -preguntó con el corazón destrozado por la pena.
– Dentro de dos días -contestó Clayton sin apartar los ojos de los suyos.
Aún no se lo había dicho todo.
– No nos dejan mucho tiempo para despedirnos, ¿eh? -Era un triste día nublado y se encontraban en la pequeña salita mientras Eugenia dormía en su habitación. Zoya había reanudado su trabajo en el ballet, pero la condesa apenas se daba cuenta-. ¿Volverás algún día a París? -le preguntó la muchacha como si fuera un desconocido.
Tenía que prepararse para el futuro. Ya se habían producido demasiadas separaciones en su vida y no estaba segura de poder resistirlo.
– No lo sé.
– Tú me ocultas algo.
Quizá estaba casado y tenía diez hijos en Nueva York. Cualquier cosa era posible. La vida la había traicionado muy a menudo y, aunque Clayton todavía no lo hubiera hecho, Zoya estaba dolida con él.
– Zoya, sé que no lo comprenderás, pero he pensado mucho… en nosotros. -Ella esperó, cegada por el dolor. Era curioso que una pudiera sufrir tanto cuando suponía haber superado el dolor-. Quiero dejarte en libertad para que vivas tu propia vida aquí. Pensaba llevarte a Nueva York…, lo deseaba con toda mi alma, pero no creo que la condesa pueda efectuar el viaje y, además… -Clayton no acertaba a pronunciar las palabras en las que había pensado tantos días-. Zoya, soy demasiado viejo para ti. Te lo he dicho otras veces. No es justo. Cuando tengas treinta años, yo tendré casi sesenta.
– ¿Y eso qué importa? -Ella nunca compartió sus temores sobre la edad y ahora lo miró con rencor-. Lo que quieres decir es que no me amas.
– Te digo que te amo demasiado como para cargar sobre tus espaldas el peso de un viejo. Tengo cuarenta y seis años y tú diecinueve. No es justo. Te mereces a alguien joven y lleno de vida. Cuando las cosas se normalicen, encontrarás a quien amar. Nunca tuviste oportunidad de hacerlo. Eras una niña cuando te fuiste de Rusia hace dos años. Allí estabas protegida, y llegaste aquí durante la guerra y prácticamente con lo puesto. Un día, la vida volverá a normalizarse y entonces encontrarás a alguien de tu edad. Zoya -añadió Clayton, hablando súbitamente con una firmeza similar a la de Konstantin-, sería un error llevarte conmigo a Nueva York. Sería una prueba de egoísmo por mi parte. Pienso sobre todo en ti más que en mí.
Sin embargo, ella no lo entendió.
– Para ti ha sido solo un juego, ¿verdad? -dijo Zoya con lágrimas en los ojos. Quería ser cruel y hacerle tanto daño como él a ella-. Eso fue todo. Un idilio en tiempo de guerra. Una pequeña bailarina con quien jugar mientras estabas en Francia.
– Escúchame -dijo Clayton, reprimiendo el impulso de abofetearla-. Nunca fue eso que dices. No seas insensata, Zoya. Te doblo con creces la edad. Te mereces algo mejor.
– Ah, ya comprendo… -Los verdes ojos se encendieron de furia-, como si aquí me lo pasara muy bien. He pasado media guerra esperándote y temiendo que te mataran, y ahora te subes a un barco y vuelves a Nueva York. Qué fácil, ¿verdad?
– No es fácil. -Clayton apartó el rostro para que ella no viera sus lágrimas. Mejor que se enfadara. De este modo, no sufriría por la separación tanto como él-. Te quiero mucho -añadió, y se volvió a mirarla mientras se dirigía hacia la puerta.
– Vete. -Clayton la miró asombrado-. ¿Por qué esperar dos días? ¿Por qué no terminar las cosas ahora mismo?
– Me gustaría despedirme de tu abuela.
– Está durmiendo y dudo que quiera despedirse de ti. Nunca le has gustado demasiado.
Zoya quería que se fuera para luego desahogarse llorando.
– Zoya, por favor…
Clayton hubiera querido estrecharla en sus brazos, pero no le pareció justo. Prefería que Zoya pensara que era ella quien lo dejaba. Prefería dejarle un poco de orgullo y sufrir en silencio. Bajó despacio la escalera mientras oía un portazo. No hubiera querido conocerla. Siempre temió hacerle daño, pero no pensó que la separación pudiera hacerla sufrir tanto. Sin embargo, estaba seguro de haber hecho lo adecuado. No podía volver atrás. Era demasiado mayor para ella y, aunque ahora le doliera, Zoya necesitaba encontrar a un joven de su edad e iniciar una nueva vida. Pasó dos días pensando y, la víspera de su partida, extendió un cheque por cinco mil dólares y lo adjuntó a una carta para la condesa, rogándole que lo aceptara y le hiciera saber si más adelante podía ayudarlas en algo. Añadió que siempre sería su amigo y amaría a su nieta durante el resto de su vida.
«Le aseguro que lo hago por su bien y porque sospecho que esto era lo que usted deseaba en el fondo. Zoya es más joven que yo. Volverá a enamorarse, estoy seguro. Me despido de ustedes con tristeza, pero con el corazón rebosante de amor.» Clayton firmó la carta y la envió la mañana de su partida por medio de un cabo de la escolta del general Pershing.
Se fue el mismo día de la llegada del presidente Wilson y su esposa a París. Cuando su barco zarpó lentamente de Le Havre, se celebraba un desfile en los Campos Elíseos en honor de los ilustres visitantes.
Tras la partida, Zoya pasó varias semanas llorando en la antigua habitación de Antoine. Estaba tan triste que creyó morir de dolor. Todo le daba igual y ni siquiera le importaba morir de hambre. Le preparaba la sopa a su abuela, y la sorprendía que todavía les quedara algún dinero. Eugenia envió al príncipe Markovsky al banco y a su regreso le entregó a Zoya unos cuantos billetes.
– Los tenía guardados. Utilízalos para lo que haga falta.
Pero ella ya no necesitaba ni quería nada. Aquello parecía el final de su vida. El dinero presuntamente ahorrado por su abuela le permitió permanecer en casa sin trabajar. Mintió que estaba enferma a los de la compañía, sin importarle que pudieran despedirla. El Ballet Russe había regresado a París y hubiera podido bailar con ellos. Pero no le apetecía. Ya no quería nada, ni comida, ni amigos, ni trabajo ni, por supuesto, ningún hombre. Clayton cometió una estupidez al decirle que necesitaba a un hombre más joven. No necesitaba a nadie. Solo un médico para Eugenia, que había contraído gripe en Nochebuena. A pesar de todo la condesa se empeñó en ir a la iglesia, pero estaba tan débil que ni siquiera podía incorporarse. Zoya le rogó que no se levantara de la cama y, cuando llegó el príncipe Vladimir, le pidió que fuera en busca de un médico, que tardó tres horas en llegar.
Era un anciano amable que en su infancia había estudiado el ruso. Habló con Eugenia en su propia lengua. La condesa parecía haber olvidado su impecable francés.
– Está muy enferma, mademoiselle -le informó a Zoya en la salita-. Puede que no supere esta noche.
– Pero eso es ridículo. Esta tarde estaba bien.
Aquel médico se equivocaba, pensó Zoya. Ella no podría resistir otra pérdida.
– Haré todo lo posible. En caso de que empeore, llámeme enseguida. Monsieur me encontrará en casa.
Acababa de regresar del frente y ejercía la medicina en su propio domicilio. Vladimir asintió en silencio y miró a Zoya con tristeza.
– Me quedaré contigo -le dijo.
Zoya sabía que no tenía nada que temer de él. El príncipe vivía con una mujer desde hacía casi un año y su hija se había puesto tan furiosa que se marchó a vivir a un convento en la orilla izquierda.
– Gracias, Vladimir -dijo Zoya y se levantó a preparar una taza de té para la condesa.
Cuando regresó, la encontró casi delirando. Tenía el rostro pálido como la cera y todo su cuerpo parecía haber encogido en cuestión de pocas horas. De repente Zoya se dio cuenta de lo mucho que había adelgazado. Vestida, no se notaba tanto, pero ahora se la veía extremadamente frágil. Cuando abrió los ojos, tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer a su nieta.
– Soy yo, abuela…, chis…, no hables.
Zoya trató de ayudarla a beber el té, pero la condesa lo rechazó, musitó algo y volvió a quedarse dormida. Recién al romper el alba, se movió y empezó a hablar. Zoya, que había permanecido toda la noche en una silla, se acercó corriendo para oír sus palabras. Eugenia agitó la mano y Zoya le dio un sorbo de agua para humedecerle los labios resecos y administrarle la medicina recetada por el médico. Enseguida advirtió que estaba mucho peor.
– Debes…
– Abuela, no hables…, te fatigas…
La condesa sacudió la cabeza. Sabía lo que estaba ocurriendo y no le importaba.
– … Debes darle las gracias al americano en mi nombre…, dile que le estoy muy agradecida…, quería devolvérselo…
– ¿A qué te refieres? -preguntó Zoya, perpleja.
¿Por qué Eugenia le estaba agradecida a Clayton? ¿Por haberlas dejado? ¿Por haberla abandonado a ella para regresar a Nueva York?
Eugenia señaló con la mano el pequeño escritorio en un rincón del dormitorio.
– Mira… en mi chal rojo…
Zoya abrió el cajón y encontró un pequeño paquete. Lo sacó, lo desató y se quedó boquiabierta. Aquello era una fortuna. Lo contó. Eran casi cinco mil dólares.
– Dios mío, abuela, ¿cuándo te lo dio?
Zoya no acertaba a comprender por qué Clayton había hecho semejante cosa.
– Me lo envió cuando se fue…, iba a devolvérselo…, pero tuve miedo…, si tú lo necesitaras…, sé que lo hizo con buena intención. Se lo devolveremos cuando podamos…
Mientras hablaba, la condesa movió la mano como si buscara algo detrás de la cama. Estaba muy alterada y Zoya temió que su estado se agravara.
– Tiéndete, abuela, por favor…
Aún estaba aturdida por la fortuna enviada por Clayton. Era un gesto muy noble, pero Zoya volvió a enfadarse. No necesitaban de su limosna. Era demasiado cómodo comprarlas…, pero a qué precio. De pronto, Zoya frunció el ceño y contempló el viejo chal de lana que su abuela sostenía en sus manos temblorosas. Era el que llevaba el día en que partieron de San Petersburgo, lo recordaba muy bien. Ahora la condesa se lo ofreció con una sonrisa temblorosa en los labios pálidos.
– Nicolás… -dijo la condesa con los ojos llenos de lágrimas, y apenas pudiendo hablar-, quiero que lo guardes, Zoya…, cuídalo bien…, cuando ya no te quede nada…, véndelo…, pero solo en caso de extrema necesidad, no antes…, ya no queda nada más.
– ¿Y la pitillera de papá y las cajas de recuerdo de Nicolai? -preguntó Zoya.
– Las vendí hace un año…, no tuve más remedio -contestó Eugenia y sacudió la cabeza. Las palabras se clavaron como un cuchillo en el corazón de Zoya. Ahora ya no les quedaba nada, ninguna chuchería, ningún objeto, solo recuerdos y lo que su abuela sostenía en la mano. Zoya tomó cuidadosamente el chal y lo desató sobre la cama. Al ver lo que contenía, jadeó… Lo recordaba perfectamente: era el huevo de Pascua regalo de Nicolás a Alejandra cuando ella tenía siete años. Una increíble obra de arte creada por Fabergé. El huevo era color malva pálido con unas cintas de diamantes que rodeaban graciosamente el esmalte y un pequeño resorte que, al abrirse, dejaba al descubierto un pequeño reloj de oro en forma de cisne sobre un lago de aguamarinas. Llorando en silencio, la joven rozó la palanca que había debajo del ala y el cisne extendió sus minúsculas alas doradas y avanzó despacio sobre la palma de su mano-. Guárdalo bien, preciosa mía -musitó la condesa y cerró los ojos mientras Zoya cubría nuevamente el huevo con el chal y acariciaba suavemente la mano de la condesa.
– Abuela… -Eugenia abrió los ojos y esbozó una serena sonrisa-. Quédate conmigo, no te vayas, por favor…
Zoya observó que la anciana parecía tranquila y respiraba con más facilidad.
– Sé buena, pequeña, siempre estuve muy orgullosa de ti…
La anciana sonrió de nuevo mientras Zoya rompía a llorar.
– No, abuela… -Las palabras eran una despedida, pero ella no permitiría que muriera-. No me dejes sola, abuela, por favor…
Pero la condesa sonrió y cerró los ojos por última vez. Acababa de ofrecerle su último regalo a la muchacha a quien tanto amaba, la había conducido sana y salva a una nueva vida y siempre la protegió, pero ahora todo había terminado.
– Abuela… -musitó Zoya en la silenciosa habitación, pero Eugenia tenía los ojos cerrados. Descansaba en paz. Se había ido con los demás. Eugenia Petrovna Ossupov había vuelto a casa.
La enterraron en el cementerio ruso de las afueras de París. Zoya permaneció de pie en silencio junto al príncipe Vladimir y un puñado de personas que conocían a Eugenia, pero no mantenían con ella una íntima relación de amistad. La condesa pasó sus años en París casi exclusivamente entregada a Zoya. No tenía paciencia para escuchar las quejas y los deprimentes recuerdos de los demás refugiados. Quería ocuparse del presente y no obsesionarse con el pasado.
Murió el 6 de enero de 1919, un día después de que el presidente Theodore Roosevelt muriera durante el sueño. Zoya permaneció de pie junto a la ventana, acariciando a Sava.
Le parecía imposible asimilar los acontecimientos de los últimos días y mucho menos pensar en una vida sin su abuela. Aún no se había recuperado de la sorpresa del huevo imperial que la condesa guardara en secreto durante casi dos años y del dinero enviado por Clayton antes de su partida. Le alcanzaría para vivir un año si no derrochaba. Por primera vez en muchos años, la joven no sentía deseos de bailar. No quería ver nunca más el ballet ni ninguna otra cosa. Quería quedarse allí sentada con su perra y morir en silencio. Después le remordió la conciencia: a su abuela le disgustaría mucho el que pensara esas cosas. La condesa no se había comprometido con la muerte, sino con la vida.
Vivió tranquila una semana sin ver a nadie. Estaba muy pálida y desmejorada cuando Vladimir llamó a su puerta. El príncipe parecía nervioso y preocupado. Zoya experimentó un sobresalto al ver a alguien de pie a su espalda en el oscuro rellano. Tal vez había traído un médico para que la examinara, pero ella no quería ver a nadie y mucho menos a un médico. Llevaba medias negras de lana y un vestido negro, y se había recogido la cabellera pelirroja hacia atrás, en acusado contraste con su tez marfileña.
– ¿Sí? -El príncipe vaciló como si temiera dañarla, pero tenía que hacerlo-. Hola, Vladimir.
Sin una palabra, el príncipe se apartó a un lado y entonces Zoya vio a Pierre Gilliard.
El profesor la miró con lágrimas en los ojos. Parecía haber transcurrido una eternidad desde que ambos se vieran por última vez en Tsarskoe Selo. El hombre se adelantó y ella se arrojó a sus brazos. Después, Zoya lo miró con ojos suplicantes, sin poder hablar.
– ¿Han venido finalmente?
Zoya sabía que el preceptor de las hijas del zar había ido a Siberia con ellas.
– No -contestó Gilliard y sacudió la cabeza-. No han venido.
Zoya quería saber más. Avanzando como un autómata, se dirigió a la fea salita, seguida de él. Se lo veía completamente agotado y muy pálido. Vladimir prefirió dejarlos solos. Cerró suavemente la puerta y, con la cabeza inclinada, bajó muy despacio la escalera y regresó a su taxi.
– ¿Cómo está usted? -preguntó Zoya con el corazón a punto de estallarle.
– Acabo de llegar de Siberia… -contestó Gilliard, tomando sus manos en las suyas, sentado en una silla frente a ella-. Tenía que estar seguro antes de venir. En junio los dejamos en Ekaterinenburg. Nos ordenaron marcharnos -añadió casi en tono de disculpa.
Sin embargo, a Zoya solo le interesaba si Mashka y los demás estaban bien. Le extrañaba verlo allí, tomando sus manos entre las suyas más frías que el hielo.
– ¿No estaba usted allí cuando…, cuando Nicolás…? Zoya no lo pudo pronunciar pero, aun así, Gilliard entendió y sacudió tristemente la cabeza.
– Gibbes y yo tuvimos que irnos…, pero regresamos en agosto. Nos permitieron entrar en la casa, pero no había nadie, mademoiselle. -No se atrevió a decir lo que había visto: orificios de bala y tenues rastros de sangre lavada-. Nos dijeron que los habían trasladado a otro sitio, pero Gibbes y yo temimos lo peor.
Zoya esperó el resto de la historia con el corazón transido de dolor, aunque sin perder totalmente la esperanza de un final feliz. Después de tantas penalidades, por necesidad tenía que ser así. La vida no podía ser tan cruel como para permitir que los bolcheviques mataran a quienes ella tanto amaba…, un frágil chiquillo, cuatro muchachas que eran sus amigas y la madre. Bastante desgracia tuvieron con la muerte del padre. No era posible que todavía hubiera cosas peores. Miró a Gilliard mientras este cerraba los ojos y trataba de reprimir las lágrimas. El profesor llegó a París justo la víspera y estaba muy cansado del viaje.
– Regresamos a Ekaterinenburg el día del cumpleaños de Alexis, pero ya no estaban. -Gilliard suspiró-. A partir de entonces nos quedamos allí. Yo tenía la absoluta certeza de que aún estaban vivos, a pesar de los orificios de bala que había en la casa.
– Orificios de bala -repitió Zoya, sintiendo que el corazón le daba un vuelco-. ¿Dispararon contra Nicolás en presencia de sus hijos?
– Habían matado a Nagorny tres días antes, porque quiso impedir que un soldado robara las medallas de Alexis. El zarevich debió de morirse de pena, pues lo había tenido a su lado desde que nació.
El fiel Nagorny, que se negó a abandonarlos. ¿Cuándo terminaría aquella locura?
– A mediados de julio, los bolcheviques les dijeron que sus parientes pretendían rescatarlos, por lo que tendrían que trasladarlos a otro sitio antes de que descubrieran su paradero. -Zoya recordó las cartas de Mashka en las que la informaba de dónde estaban. Pero ¿quién intentó salvarlos?-. La sangrienta revolución causaba estragos desde el mes de junio y resultaba prácticamente imposible ir a ningún sitio. Sin embargo, a medianoche los obligaron a levantarse y les ordenaron vestirse. -A Gilliard se le quebró la voz mientras Zoya le apretaba dolorosamente las manos. Eran dos personas abandonadas en una isla desierta. Los demás se habían ido, pero ¿adónde? Zoya aguardó el resto de la historia sin pronunciar palabra. Pronto le diría que ya estaban camino de París-. Bajaron todos a la planta baja, el zar, la zarina y sus hijos… Anastasia iba con Jimmy. -Pierre Gilliard rompió en sollozos al recordar al pequeño cocker spaniel de Alexis-. Y con Joy… -Sava emitió un quejido como si recordara el nombre de su madre-. El zarevich ya no podía tenerse en pie…, estaba muy enfermo…, les ordenaron vestirse y los acompañaron al sótano a esperar el transporte… Nicolás pidió sillas para Alejandra y Alexis, y sostenía al zarevich sobre sus rodillas cuando entraron, Zoya… -Gilliard apenas podía hablar-, le sostenía sobre sus rodillas cuando dispararon… -Debió de ser el momento en que mataron a Nicolás, pensó Zoya con inmenso dolor-. Dispararon contra todos, Zoya Nikolaevna…, abrieron fuego contra todos; solo Alexis vivió un poco más, y le golpearon la cabeza con las culatas de los rifles mientras abrazaba a su padre… después mataron al pobre Jimmy. Anastasia se desmayó y, cuando luego se puso a gritar, la atravesaron con las bayonetas. Después… -Zoya lloró en silencio, incapaz de creer lo que escuchaba-, los llevaron a una mina y los rociaron con ácido… Todos han muerto, pequeña Zoya, hasta el pobre e inocente niño. -Zoya estrechó al preceptor en sus brazos y le palmeó la espalda mientras este lloraba sin poderse contener. A pesar de los meses transcurridos, aún no podía creerlo-. Vimos a Joy; uno de los soldados se la llevó, estaba casi muerta de hambre cuando la encontraron cerca de la mina… gimiendo por aquellos a los que tanto amaba. Nadie sabrá nunca lo buenos que eran, Zoya, y lo mucho que les quisimos.
– Oh, Dios mío, mi pobre y pequeña Mashka…, asesinada con rifles y bayonetas…, qué horror debió de experimentar…
– Nicolás se levantó para intentar detenerlos…, pero nadie los podía detener. Si nos hubieran permitido quedarnos con ellos…, aunque eso tampoco hubiera servido de nada.
Gilliard no dijo a Zoya que los rusos blancos liberaron Ekaterinenburg ocho días más tarde. Tan solo ocho días que representaban ocho vidas enteras.
Zoya lo miró con ojos inexpresivos. Ya nada le importaba. Nada volvería a importarle jamás. Se cubrió el rostro con las manos y lloró mientras Gilliard la sostenía en sus brazos.
– Tenía que comunicárselo personalmente. No sabe cuánto lo siento…
Qué palabras tan inadecuadas para lamentar la pérdida de unos seres tan extraordinarios. Hasta su último día de estancia en Tsarskoe Selo no comprendieron lo que ocurría. Zoya pensó que hubiera debido quedarse con ellos. Los bolcheviques hubieran podido matarla también a ella, mejor dicho, hubieran tenido que matarla con balas y bayonetas, tal como mataron a Mashka y a los demás…, incluso al pequeño…
Gilliard se marchó y prometió regresar al día siguiente, cuando hubiera dormido un poco. Cuando se fue no alcanzó a contemplar sus ojos devastados y su rostro vacío. Una vez sola, Zoya cogió a la pequeña Sava y la acunó en sus brazos mientras decía entre sollozos:
– Oh, abuela, los han matado a todos… -Al final, pronunció en un susurro por última vez en su vida, pues sabía que nunca más podría repetirlo-: Mi Mashka…
Tras enterarse de la noticia a través de Pierre Gilliard, Zoya pasó varios días totalmente aturdida. Al dolor de la muerte de su abuela se añadía ahora la angustia por la ejecución de sus primos. Cuando regresó al día siguiente, Pierre le dijo que el doctor Botkin también había muerto con ellos, lo cual explicaba por qué Zoya no recibía respuesta a sus cartas. Una semana antes de la ejecución de Nicolás, Alejandra y sus hijos, mataron al gran duque Miguel, y al poco otros cuatro grandes duques corrieron igual suerte. La lista parecía interminable. Era como si quisieran destruir toda una estirpe y borrar todo un capítulo de la historia. Los detalles eran de una brutalidad indescriptible.
A la vista de todo lo que ahora sabía, era lógico que para Zoya la Conferencia de Paz de Versalles no significara nada. Para ella, ni la guerra ni su final significaban nada. Perdió a sus padres, su hermano, su abuela, sus amigos y su patria. Hasta el hombre que amaba la abandonó. Sentada día tras día junto a la ventana en el pequeño apartamento, la vida se le antojaba un desierto. Pierre Gilliard la visitó varias veces antes de marcharse. Quería descansar un poco en su casa de Suiza antes de regresar a Siberia para colaborar en las investigaciones. Pero a Zoya no le importaba. Para ella todo había terminado.
A finales de enero, París ya era una fiesta y los soldados norteamericanos llenaban las calles. En todas partes se celebraban festejos, representaciones especiales y desfiles en honor de las personalidades llegadas de Estados Unidos para intervenir en la Conferencia de Versalles. Festejaban el término de la gran aventura para adentrarse en la nueva era de paz que se vislumbraba.
Zoya no podía celebrar nada. Vladimir la visitó varias veces tras la partida de Pierre Gilliard hacia Berna para reunirse con su mujer. Zoya se mostraba tan abatida y taciturna que el príncipe temía no solo por su seguridad, sino también por su cordura. La noticia se divulgó lentamente entre los refugiados, y todos lloraron en silencio la muerte del zar y su familia. Los Romanov serían amargamente añorados y quienes los conocieron jamás podrían olvidarlos.
– Déjame llevarte a dar un paseo, pequeña. Te sentaría bien ir a algún sitio.
– Aquí tengo todo lo que necesito, Vladimir -contestó ella con tristeza, acariciando a la pequeña Sava.
Vladimir le llevaba comida, tal como en los primeros tiempos. En una ocasión incluso le llevó una botella de vodka, confiando en que la joven ahogara sus penas en la bebida. Pero la botella permaneció sin abrirse y Zoya apenas probaba bocado. Se consumía lentamente como si quisiera reunirse cuanto antes con los suyos.
Varias mujeres fueron a visitarla, pero la mayoría de las veces Zoya no abría la puerta. Permanecía sentada en el apartamento a oscuras, esperando a que desistieran.
A finales de enero, Vladimir temió que le ocurriera algo e incluso habló con un médico. No se podía hacer nada por ella, solo esperar que superara por sí sola la depresión.
Vladimir pensaba en ella una tarde en que se dirigió con su taxi al hotel Crillon, esperando que algún norteamericano importante alquilara sus servicios. Como en respuesta a sus plegarias, miró hacia la otra acera y lo vio. Tocó insistentemente el claxon y agitó la mano, pero el norteamericano de uniforme desapareció en el interior del hotel. Vladimir descendió del taxi, suplicando que no hubiera sido una ilusión. Cruzó la calle, entró en el hotel y lo alcanzó a punto de tomar el ascensor. Clayton se volvió asombrado al oír que lo llamaban. Cuando vio a Vladimir, temió que hubiera ocurrido alguna desgracia.
– Por fortuna es usted -dijo Vladimir y suspiró de alivio.
Confiaba en que quisiera ver a la muchacha. No sabía qué había ocurrido entre ambos, pero estaba seguro de que algo debió de suceder antes de que Clayton abandonara París.
– ¿Le ha ocurrido algo a Zoya? -preguntó Clayton al ver el rostro de Vladimir. Llegó la víspera y tuvo que hacer enormes esfuerzos de voluntad para no ir a verla. No quería torturar a la joven. Era mejor así. Deseaba que Zoya iniciara una nueva vida y, a pesar de lo mucho que la echaba de menos, no deseaba reanudar sus relaciones. Recién llegado a Nueva York le ordenaron que regresara a París para participar en las numerosas reuniones del Tratado de Versalles, antes de abandonar el ejército para siempre. Regresó temeroso, pues no sabía si podría estar en París sin intentar verla-. ¿Es Zoya? -le preguntó al aristocrático príncipe, asustado por la expresión de sus ojos.
– ¿Podríamos hablar un momento?
Vladimir miró a su alrededor en el vestíbulo del hotel, completamente abarrotado de gente. Tenía que contarle muchas cosas. Clayton consultó su reloj. Disponía tan solo de dos horas. Asintió con la cabeza y siguió a Vladimir hasta el taxi.
– Dígame por lo menos si está bien, hombre. ¿Le ha ocurrido algo?
Con expresión muy seria, el príncipe puso en marcha el vehículo. Su chaqueta y los puños de su camisa estaban más raídos que nunca, pero el cabello blanco como la nieve y el bigote cuidadosamente recortado ofrecían un aspecto impecable. Todo en él denotaba nobleza y distinción. En París había muchos príncipes, duques y miembros de nobles familias, haciendo de taxistas, barrenderos y camareros.
– No le ha ocurrido nada, capitán -contestó Vladimir mientras Clayton suspiraba de alivio-. Por lo menos, no de forma directa.
Se dirigieron a la cervecería Deux-Magots, se sentaron a una mesa del fondo y Clayton pidió dos cafés.
– Su abuela murió hace tres semanas.
– Me lo temía.
Parecía muy enferma y se la veía muy débil cuando él abandonó París hacía más de un mes.
– Pero lo peor de todo es que Pierre Gilliard regresó de Siberia y fue a verla. La noticia fue un golpe terrible. Zoya lleva sin salir del apartamento desde que se enteró. Temo que pierda el juicio sentada allí sola, pensando en ellos. Es demasiado para ella.
El príncipe lamentó que Andrews no hubiera pedido algo más fuerte. No le hubiera venido nada mal un vodka solo. A todos les habían ocurrido demasiadas cosas, especialmente a Zoya.
– ¿Estaba presente Gilliard cuando mataron al zar?
Clayton se entristeció, pese a que nunca conoció a Nicolás personalmente, sino tan solo a través de lo que Zoya le contó sobre Livadia, el yate y el palacio de Tsarskoe Selo.
– Al parecer, los soldados del Soviet lo obligaron a marcharse junto con el profesor inglés poco antes de la ejecución, pero ambos regresaron dos meses más tarde y pasaron bastante tiempo hablando con los soldados, los guardias y los campesinos de Ekaterinenburg para colaborar en las investigaciones del Ejército Blanco. Ahora quiere volver y seguir indagando, aunque ya nada tiene importancia. Todos han muerto -añadió Vladimir, mirando con tristeza a Clayton Andrews-. Los asesinaron junto con el zar…, mataron incluso a sus hijos.
El príncipe no se avergonzó de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Lloraba cada vez que lo pensaba. Había perdido a muchos amigos. Todos los habían perdido. Clayton lo miró horrorizado y comprendió lo mucho que debió de sufrir Zoya.
– ¿También a María?
Era la última esperanza de Zoya.
– A todos -contestó Vladimir, sacudiendo la cabeza.
Después relató ciertos detalles que Gilliard no se atrevió a revelar a Zoya. El ácido, las mutilaciones, la quema de los cadáveres. Lo que la joven sabía era más que suficiente. Quisieron borrarlos de la faz de la tierra sin dejar ningún rastro. Pero no podía borrarse la belleza, la dignidad y la gracia, la dulzura y la generosidad de unos seres profundamente buenos. Y, de hecho, no consiguieron destruir lo que estos representaban. Sus cuerpos habían desaparecido, pero su espíritu viviría para siempre.
– ¿Cómo recibió Zoya la noticia?
– No estoy muy seguro de que pueda superarlo. No come, no habla y no sonríe. Me parte el corazón verla así. ¿Irá usted a visitarla?
Vladimir estaba dispuesto incluso a rogárselo de rodillas. Zoya debía vivir. Su abuela ya era una persona mayor, pero ella, a los diecinueve años, tenía toda la vida por delante. Tenía que vivir para llevar consigo toda la belleza que conoció, en lugar de morir y enterrarla con ella, tal como estaba haciendo en aquellos momentos.
Clayton Andrews suspiró mientras removía el café con la cucharilla. Lo que acababa de decir Vladimir era espantoso…, mataron incluso al niño. Pensaba lo mismo que Pierre Gilliard cuando le comunicaron la noticia: «¡Los niños!…, los niños, no…».
– No creo que quiera verme -contestó, mirando al príncipe.
– Debe intentarlo. Por el bien de Zoya. -Vladimir no se atrevió a preguntar si todavía la amaba. Siempre pensó que era demasiado mayor para ella y así se lo había dicho a Eugenia. Pero era la única esperanza que quedaba. Había visto el brillo de los ojos de Clayton cuando este las acompañó a la iglesia en Nochebuena. Entonces por lo menos amaba profundamente a la muchacha-. No abre casi nunca cuando llaman a la puerta. A veces le dejo un poco de comida fuera y más tarde la recoge, aunque no sé si se la come.
Vladimir lo hacía en recuerdo de la condesa. Él también hubiera querido que alguien hiciera lo mismo por Yelena. Ahora le suplicaba a Clayton Andrews que fuera a verla. Hubiera hecho cualquier cosa por ella. Casi lamentaba la llegada de Gilliard, pero tenían que saberlo, no podían pasarse la vida esperando.
– Lo intentaré -dijo Clayton, consultando su reloj.
Debía regresar al hotel para participar en una de las interminables reuniones celebradas aquellos días. Se levantó, pagó las consumiciones y le dio las gracias a Vladimir. Mientras volvía al hotel, se preguntó si Zoya le abriría la puerta. Ella se consideraba traicionada y no había comprendido sus razones. Pensó que tal vez lo odiaba, cosa que, en el fondo, sería mejor para ella. Sin embargo, no podía dejarla morir allí. La escena descrita por Vladimir era de pesadilla.
Asistió impaciente a las reuniones y, a las diez de la noche, salió a la calle y tomó un taxi. Se alegró de que, por una vez, el taxista no fuera un refugiado ruso, sino un francés.
Cuando llegó el edificio le resultó dolorosamente familiar. Vaciló un instante, antes de subir despacio la escalera. No sabía qué decir. Tal vez fuera mejor no decir nada. Llegar al apartamento del cuarto piso le resultó interminable. Los rellanos le parecieron más fríos, oscuros y pestilentes que antes. En poco tiempo habían ocurrido muchas cosas. Permaneció largo rato de pie frente a la puerta, preguntándose si Zoya estaría durmiendo. El corazón le dio un vuelco cuando oyó unas pisadas.
Llamó suavemente con los nudillos y las pisadas cesaron. Al cabo de un buen rato, cuando ella pensó que el visitante ya se habría ido, se oyeron nuevamente las pisadas e incluso un ladrido de Sava. El corazón le latió apresuradamente al pensar que la tenía tan cerca. Estaba allí para ayudarla. Llamó nuevamente con los nudillos y dijo, acercando el rostro a la puerta:
– Télégramme! Télégramme!
Era un truco muy burdo, pero de otro modo Zoya no abriría la puerta.
Las pisadas se acercaron y la puerta se abrió una rendija, pero allí donde él estaba, la joven no podía verlo. Clayton se adelantó un paso, empujó suavemente la puerta, apartó a Zoya a un lado y le dijo en voz baja:
– Debería tener más cuidado, mademoiselle.
Zoya jadeó y palideció intensamente. Clayton se quedó de una pieza al verla tan delgada. El príncipe tenía razón.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó la muchacha, mirándolo asustada.
– He venido de Nueva York a ver cómo estabas -contestó Clayton en tono burlón.
Sin embargo, ella ya no estaba para bromas y tampoco le interesaba el amor.
– ¿Por qué has venido? -preguntó muy seria.
Clayton deseó estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió.
– Quería verte. He venido para las negociaciones del Tratado de Paz de Versalles. -En aquel momento, apareció Sava y empezó a lamerle la mano. Ella no lo había olvidado, aunque Zoya no quisiera recordarlo-. ¿Puedo entrar unos minutos?
– ¿Para qué?
Zoya tenía los ojos muy tristes, pero estaba más guapa que nunca.
– Porque todavía te quiero, Zoya, nada más que por eso -contestó Clayton sin poder mentirle por más tiempo.
No era lo que tenía previsto decir, pero no pudo evitar que las palabras brotaran de su boca.
– Eso ya no tiene importancia.
– Para mí, sí.
– No la tenía cuando te marchaste hace seis semanas.
– Te equivocas. Consideré lo mejor para ti. Pensé que tenías derecho a algo más de lo que yo podía ofrecerte. -Podía ofrecerle todo desde el punto de vista material, pero no podía darle ni la juventud ni los años desperdiciados antes de conocerla. Ahora, a la vista de lo que Vladimir le había contado, ya no estaba muy seguro de que eso tuviera tanta importancia como creía-. Te dejé precisamente porque te amo, no por lo contrario. -Sin embargo, ella no lo había entendido así-. No quería abandonarte. Ignoraba que ocurrirían tantas cosas después de mi partida.
– ¿A qué te refieres? -preguntó tristemente Zoya.
Intuyó que Clayton sabía algo, pero no adivinaba qué.
– Vi a Vladimir esta tarde.
– ¿Y qué te dijo?
Zoya se irguió mientras él la miraba apenado. La muchacha había sufrido mucho y no era justo. Aquello hubiera tenido que ocurrirle a otra persona. No a Zoya ni a Eugenia ni a los Romanov… y ni siquiera a Vladimir. Se compadeció de todos y sintió que la amaba más que nunca.
– Me lo explicó todo, pequeña. -Clayton se acercó y la atrajo suavemente a sus brazos sin que ella opusiera resistencia-. Me contó lo de tu abuela… -Tras una breve vacilación, añadió-: Y lo de tus primos… y la pequeña Mashka…
Zoya ahogó un sollozo y apartó el rostro mientras él la sostenía en sus brazos. De pronto, como si se hubiera roto una presa, empezó a llorar. Clayton la llevó casi en volandas al interior del apartamento, la sentó en el sofá y la estrechó fuertemente en sus brazos. Zoya lloró largo rato hasta que, al final, la estancia quedó en silencio. Entonces fijó sus ojos verdes en los de su amado y él la besó con dulzura, como tantas veces hiciera antes de su partida.
– Hubiera querido estar aquí cuando recibiste la noticia.
– Yo también hubiera querido tenerte a mi lado -reconoció Zoya y rompió nuevamente a llorar-. Todo ha sido tan horrible desde que te fuiste, tan espantoso… Mashka, mi pobre Mashka… Pierre me dijo que los disparos la mataron en el acto. Pero los demás…
– No lo pienses más. Procura olvidarlo.
– ¿Cómo podría? -preguntó Zoya, sentada todavía sobre sus rodillas, tal como hacía cuando hablaba con su padre.
– Tienes que intentarlo, Zoya. Piensa en lo valiente que fue tu abuela. Te sacó de Rusia en una troika y te llevó a la libertad y a la seguridad. No te trajo hasta aquí para que abandonaras la esperanza y permanecieras sentada en este apartamento hasta aniquilarte. Te trajo aquí para que tuvieras una vida mejor, para salvar tu vida. Ahora no debes desperdiciarla. Sería una ofensa a su memoria y a todo lo que ella intentó por ti. Debes honrar su recuerdo y hacer todo lo posible por alcanzar una situación favorable en la vida.
– Sé que tienes razón, pero me resulta tan difícil ahora. -De repente, Zoya recordó algo y miró tímidamente a Clayton-. Antes de morir, mencionó lo del dinero. Pensaba devolvértelo, pero he preferido utilizarlo -añadió, ruborizándose.
– Magnífico -dijo Clayton y se alegró de haber hecho algo por ella-. Vladimir dice que llevas muchos meses sin bailar.
– No bailo desde que la abuela se puso enferma…, después, cuando vino Pierre… ya no tuve ánimos.
– Tanto mejor.
Clayton miró por encima de su cabeza y, al ver el samovar, esbozó una nostálgica sonrisa.
– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Sabes?, Diaghilev me ha vuelto a pedir que vaya de gira con ellos. Ahora podría hacerlo, si quisiera -dijo Zoya y sonrió por primera vez.
– No, no podrías.
– ¿Por qué?
– Porque irás a Nueva York.
– ¿De veras? -preguntó Zoya, perpleja-. ¿Por qué?
– Para casarte conmigo -contestó Clayton-. Dispones exactamente de dos semanas para arreglar las cosas. Después nos iremos. ¿Qué te parece?
– ¿Hablas en serio? -preguntó Zoya, mirándolo con asombro.
– Sí, siempre y cuando me quieras. -De pronto, Clayton recordó que Zoya era una condesa, aunque no por mucho tiempo. Se casaría antes de abandonar París. Y, a partir de aquel momento, la muchacha sería la señora de Clayton Andrews para el resto de su vida-. Si eres lo bastante tonta como para cargar con un viejo, allá tú te las compongas, señorita Nikolaevna Ossupov. Ya no pienso advertirte más.
– Muy bien.
Zoya le abrazó como una chiquilla extraviada y se echó a llorar, pero esta vez sus lágrimas eran de alegría y no de tristeza.
– Es más -añadió Clayton, dejándola cuidadosamente en el suelo mientras él se levantaba-, recoge algunas cosas. Voy a alquilar una habitación para ti en el hotel. Quiero vigilarte antes de que nos vayamos. No quiero pasar las dos semanas que faltan aporreando esta puerta y gritando «télégramme!» para que me abras.
Zoya rió mientras se enjugaba las lágrimas de los ojos.
– ¡Eso fue una tontería por tu parte!
– No tanto como la tuya, simulando no estar en casa. Bueno, recoge tus cosas. Dentro de unos días volveremos por el resto.
– Apenas tengo nada. -Zoya miró a su alrededor y pensó que no quería llevarse casi nada, excepto el samovar y algunos objetos de su abuela. Quería superar el pasado y empezar una nueva vida con Clayton-. Pero ¿de veras hablas en serio?
¿Y si cambiaba de idea? ¿Y si volvía a dejarla o la abandonaba en Nueva York?
– Pues claro, pequeña -contestó Clayton, conmovido ante el temor que reflejaban sus ojos-. Hubiera debido llevarte conmigo cuando me fui. -Sin embargo, ambos sabían que ella no podía dejar a su abuela y, además, entonces no estaba en condiciones de poder viajar-. Te ayudaré a hacer el equipaje.
Zoya sacó una pequeña maleta y, de pronto, se acordó de la perra. No podía dejarla, era el único ser amigo que le quedaba, exceptuando a Clayton, claro.
– ¿Puedo llevar a Sava al hotel?
– Desde luego.
Clayton levantó a la perrita en brazos y esta trató desesperadamente de lamerle la barbilla. Zoya tomó la pequeña maleta y apagó en silencio las luces. Ya era hora de que fuera a casa. Cerró la puerta sin mirar atrás y bajó la escalera siguiendo a Clayton, hacia una nueva vida.
Tardó menos de un día en hacer el equipaje. Tomó el samovar, sus libros, las labores de punto y los chales de su abuela, sus propios vestidos, el mantel de encaje y poco más. El resto se lo dio a Vladimir, a unos amigos y al sacerdote de San Alejandro Nevsky.
Se despidieron del príncipe Markovsky y Zoya prometió escribir. A los pocos días, ambos se convirtieron en marido y mujer. Era como un sueño, pensó Zoya, mirando a Clayton con lágrimas en los ojos. Lo había perdido todo, y ahora incluso perdía su apellido. Regresó con él al hotel, aferrada a su brazo como si temiera que Clayton cambiara de parecer.
Se quedaron dos días en París y después tomaron un tren con destino a Suiza.
Decidieron pasar la luna de miel allí porque Zoya confesó a Clayton que antes de irse deseaba ver una vez más a Pierre Gilliard.
Tardaron dos días en llegar a Berna. El último día, Zoya experimentó un sobresalto al abrir los ojos. Las montañas coronadas de nieve le hicieron recordar por un instante su amada Rusia.
Gilliard acudió a recibirlos a la estación y después almorzaron en su casa con su mujer, antigua niñera de los hijos del zar. La esposa de Gilliard abrazó a Zoya y lloró. Todo el almuerzo estuvo poblado de tristes recuerdos.
– ¿Cuándo regresarán allí? -preguntó Clayton a Gilliard mientras Zoya miraba unas fotografías con la esposa del preceptor.
– En cuanto recuperemos las fuerzas. La vida en Siberia era muy dura para mi mujer. No quiero que me acompañe. Gibbes y yo acordamos reunirnos para ver si logramos averiguar algo más.
– ¿Importa eso ahora? -preguntó Clayton con toda sinceridad.
Todo había terminado y de nada servía aferrarse a un pasado doloroso. Sin embargo, Gilliard tenía una obsesión muy comprensible dado que durante veinte años fue el preceptor de los hijos del zar y ellos significaban toda su vida.
– A mí, sí. No descansaré hasta que lo sepa todo, hasta que averigüe si alguno sobrevivió.
Era una idea que venía rumiando desde hacía algún tiempo.
– ¿Hay alguna posibilidad?
– No lo creo, pero quiero asegurarme; de lo contrario, nunca podré descansar.
– Los quería usted mucho.
– Todos los queríamos. Eran una familia extraordinaria. Incluso en Siberia algunos guardias se ablandaron cuando los conocieron de cerca. Los sustituían constantemente para que no se encariñaran con ellos. No se imagina usted cuánto molestaba esto a los bolcheviques. Nicolás era amable con todo el mundo, incluso con los que destruyeron su imperio. No creo que jamás se perdonara el hecho de haber abdicado. Leía constantemente historia y un día me comentó que el mundo afirmaría que él no estuvo a la altura de las circunstancias y se dio por vencido…, creo que eso le partía el corazón.
Era una visión singular de un hombre y de un momento especial del pasado que ya nunca volvería. La grandeza y el esplendor conocido por ellos empequeñecía cualquier cosa que Clayton pudiera ofrecer a Zoya en Nueva York. Sin embargo, Clayton estaba seguro de que ella sería feliz allí. Nunca volvería a pasar hambre ni frío. Eso, por lo menos, podía garantizarlo. Incluso tenía pensado comprarle una casa. Su mansión de ladrillo en la zona baja de la Quinta Avenida le parecía demasiado pequeña.
Pasaron tres días en Berna y después fueron a Ginebra y Lausana.
Regresaron a París a finales de febrero y embarcaron en el Paris rumbo a Nueva York. El barco, con sus cuatro impresionantes chimeneas, zarpó de Le Havre en un día muy agradable. Era el orgullo de la French Line y llevaba tres años inactivo porque fue botado durante la guerra.
Zoya se divirtió como una chiquilla durante la travesía. Engordó un poco y le brillaban los ojos como antes. Cenaron varias veces con el capitán y bailaban hasta altas horas de la noche. Zoya se sentía casi culpable de experimentar tanta felicidad habiendo dejado a su espalda a tantas personas en su mundo perdido. Sin embargo, Clayton no quería que pensara en ello. Deseaba que mirara hacia el futuro, hacia la nueva vida que ambos compartirían. Le hablaba de la casa que construirían, de la gente que conocería, de los hijos que tendrían. Zoya aún no había cumplido los veinte años y su vida acababa de empezar.
La víspera de la llegada a Nueva York, Zoya le ofreció el regalo de boda que guardaba para él. Todavía estaba envuelto en el chal de su abuela. Al contemplar la exquisita belleza de aquel huevo de Pascua, Clayton jadeó de asombro. Zoya depositó el pequeño cisne de oro sobre la mesa y le enseñó cómo funcionaba.
– Es el objeto más bello que he visto en mi vida…, mejor dicho, el segundo objeto más bello -dijo Clayton, mirándola con una sonrisa.
Zoya pareció un poco decepcionada. Quería que Clayton apreciara aquel huevo tanto como ella, por ser la única reliquia del pasado que conservaba.
– ¿Y cuál es el primero?
– Tú, amor mío. Tú eres el más bello y el mejor.
– Qué tonto -le dijo Zoya riendo.
Pasaron toda la noche haciendo el amor y estaban todavía despiertos cuando a la mañana siguiente apareció ante su vista la estatua de la Libertad y el barco atracó en Nueva York.