10 El olor

Todo era de lo más infantil. ¿Por qué demonios se había dejado Edward convencer por Jacob para que viniera hasta casa? ¿No estábamos ya un poco creciditos para esa clase de niñerías?

– No es que sienta ningún tipo de antagonismo hacia él, Bella, es que de este modo resulta más sencillo para los dos -me dijo Edward en la puerta-. Yo permaneceré cerca y tú estarás a salvo.

– No es eso lo que me preocupa.

El sonrió y un brillo picaro se abrió paso en sus ojos. Me abrazó con fuerza y enterró el rostro en mi cabello. Sentí cómo su aliento frío se extendía por los mechones de mi pelo cuando exhaló el aire; la piel del cuello se me puso de gallina.

– Regresaré pronto -me aseguró.

A continuación, se echó a reír en voz alta como si le hubiera contado un buen chiste.

– ¿Qué es tan divertido?

Pero él se limitó a sonreír y corrió hacia los árboles sin responderme.

Me dirigí a limpiar la cocina sin dejar de refunfuñar para mis adentros, pero el timbre de la puerta sonó incluso antes de que hubiera llenado de agua el fregadero. Resultaba difícil acostumbrarse a lo deprisa que llegaba Jacob sin su coche, y a que todo el mundo se moviera mucho más rápido que yo…

– ¡Entra, Jake! -grité.

Estaba tan concentrada apilando los platos en el agua jabonosa Que se me había olvidado que Jacob solía moverse con el sigilo de un fantasma. Me llevé un buen susto cuando de pronto oí su voz a mis espaldas.

– ¿Es necesario que dejes la puerta abierta de ese modo? -debido al sobresalto, me manché con el agua del fregadero-. Oh, lo siento.

– No me preocupa la gente a la que puede detener una puerta cerrada -le contesté mientras me secaba la parte delantera de la falda con el trapo de la cocina.

– Apúntate una -asintió. Me volví para mirarle con un cierto aire crítico.

– ¿Es que te resulta imposible ponerte ropa, Jacob? -inquirí. Una vez más Jacob llevaba el pecho desnudo y no vestía más que unos viejos vaqueros cortados. En lo más profundo me preguntaba si no era porque se sentía tan orgulloso de sus nuevos músculos que no podía soportar cubrirlos. Tenía que admitir que eran impresionantes, pero nunca pensé que él fuera tan vanidoso-. Quiero decir, ya sé que no te vas a enfriar, pero aun así…

Se pasó la mano por el pelo mojado, que le caía sobre los ojos.

– Es más sencillo -me explicó.

– ¿Qué es más sencillo?

Sonrió con condescendencia.

– Ya es bastante molesto acarrear unos pantalones cortos a todas partes, no digamos entonces toda la ropa. ¿Qué te parece que si soy, una muía de carga?

Fruncí el ceño.

– ¿De qué estás hablando, Jacob?

Tenía una expresión de superioridad en la cara, como si yo no viese algo obvio.

– Mis ropas no aparecen y desaparecen por ensalmo cuando me transformo. Debo llevarlas conmigo cuando corro. Perdona que evite llevar sobrecarga.

Me cambió el color de la cara.

– Supongo que no se me había ocurrido nunca pensar en eso -murmuré.

El se echó a reír y señaló una tira de cuero negro, fina como un hilo, que llevaba atada con tres vueltas a la pantorrilla, como una tobillera. No me había dado cuenta hasta ese instante de que también iba descalzo.

– No tiene nada que ver con la moda, es que es una guarrería llevar los pantalones en la boca.

No supe qué responder a esto y él me dedicó una ancha sonrisa.

– ¿Te molesta que vaya medio desnudo?

– No.

Jacob se echó a reír otra vez y le di la espalda para concentrarme en los platos. Esperé que atribuyera mi sonrojo a la vergüenza por mi propia estupidez y no a algo relacionado con su pregunta.

– Bien, se supone que debo ponerme a trabajar -suspiró-. No quiero darle ningún motivo para que me acuse de hacer el vago.

– Jacob, esto no es cosa tuya…

Alzó una mano para detenerme.

– Estoy aquí haciendo un trabajo voluntario. Ahora, dime, ¿dónde se nota más el olor del intruso?

– En mi dormitorio, creo.

Entornó los ojos. La noticia le había gustado tan poco como a Edward.

– Tardaré un minuto.

Froté metódicamente el plato que sostenía en las manos. No se oía otro sonido que el raspar de las cerdas de plástico del cepillo contra la porcelana. Agucé el oído a ver si escuchaba algo arriba, el crujido de una tabla del piso, el clic de una puerta. Nada. Me di cuenta de que llevaba fregando el mismo plato más tiempo del necesario e intenté prestar atención a mi tarea.

– ¡Bu!

Jacob estaba a unos centímetros de mi espalda, pegándome otro susto.

– ¡Ya vale, Jake, para!

– Lo siento. Dame -Jacob cogió el paño y secó lo que me había mojado de nuevo-. Deja que te ayude. Tú lavas; yo enjuago y seco.

– Bien -le di el plato.

– Bueno, el rastro era fácil de seguir. En realidad, tu habitación apesta.

– Compraré algún ambientador.

Mi amigo se echó a reír. Yo lavé y él secó en un agradable silencio durante unos cuantos minutos.

– ¿Puedo preguntarte algo?

Le di otro plato.

– Eso depende de lo que quieras saber.

– No pretendo ser indiscreto ni nada de eso. Es simple curiosidad -me aseguró Jacob.

– Vale. Adelante.

Hizo una pausa de unos segundos.

– ¿Qué se siente al tener un novio vampiro?

Puse los ojos en blanco.

– Es de lo más.

– Hablo en serio. ¿No te molesta la idea ni te pone los pelos de punta?

– Nunca.

Se quedó absorto mientras cogía el bol de mis manos. Le mire de reojo. Tenía el ceño fruncido, con el labio inferior sobresaliente.

– ¿Algo más? -inquirí.

Arrugó la nariz de nuevo.

– Bien… me preguntaba… tú… ya sabes… ¿Le besas?

Me eché a reír.

– Claro.

Se estremeció.

– Ugh.

– A cada uno lo suyo -susurré.

– ¿No te preocupan los colmillos?

Le di un manotazo, salpicándole con el agua de los platos.

– ¡Cierra el pico, Jacob! ¡Ya sabes que no tiene colmillos!

– Pues es algo bastante parecido -murmuró él.

Apreté los dientes y froté un cuchillo de deshuesar con más fuerza de la necesaria.

– ¿Puedo preguntarte otra cosa? -inquirió con voz queda mientras le pasaba el cuchillo-. Es curiosidad, nada más.

– Vale -repuse con brusquedad.

Le dio vueltas y vueltas al cuchillo bajo el agua del grifo. Cuando habló sólo se oyó un susurro.

– Hablaste de unas semanas, pero ¿cuándo exactamente… -no pudo terminar la pregunta.

– Después de la graduación -respondí en un murmullo mientras observaba su rostro con cansancio.

– ¡Qué pronto!

Respiró hondo y cerró los ojos. La exclamación no había sonado como una pregunta, sino más bien como un lamento. Tenía rígidos los hombros y se le endurecieron los músculos de los brazos.

¿Otra vez iba a explotar por la misma noticia?

– ¡Aauu! -gritó.

Se había hecho un silencio tan profundo en la habitación que pegue un brinco ante su exabrupto. Había cerrado el puño con fuerza en torno a la hoja del cuchillo, que chocó contra la encimera cuando cayó de su mano, y en su palma había un tajo alargado y fino. La sangre chorreó de sus dedos y goteó en el suelo.

– ¡Maldita sea! ¡Ay! -se quejó.

La cabeza empezó a darme vueltas y se me revolvió el estómago cuando olí la sangre. Me sujeté al mueble de la cocina con la mano e inhalé una gran bocanada de aire; luego, conseguí controlarme para poder auxiliarle.

– ¡Oh no, Jacob! ¡Oh, cielos! Toma, ¡envuélvete la mano con esto -le alargué el paño de secar mientras intentaba apoderarme de su mano. Se encogió y se alejó de mí.

– No pasa nada, Bella, no te preocupes.

La habitación empezó a ponerse un poco borrosa por los bordes. Volví a inspirar profundamente.

– ¡¿Que no me preocupe?! ¡Pero si te has abierto la palma!

Ignoró el paño que le tendía, colocó la mano debajo del grifo y dejó que el agua corriera sobre la herida. El líquido enrojeció volvió a darme vueltas la cabeza.

– Bella -dijo.

Aparté la mirada de la herida y la alcé hasta su rostro. Tenía el ceño fruncido, pero su expresión era serena.

– ¿Qué?

– Tienes pinta de irte a desmayar y te vas a hacer sangre en el labio si sigues mordiéndote con tanta fuerza. Para ya. Relájate. Respira. Estoy bien.

Inhalé aire a través de la boca y retiré los dientes de mi labio inferior.

– No te hagas el valiente -puso los ojos en blanco ante mi palabras-. Vamonos. Te llevaré a urgencias.

Estaba segura de que iba a ser capaz de conducir. Las paredes parecían más estables ahora.

– No es necesario -Jake cerró el grifo, tomó el paño y se lo enrolló flojo alrededor de la mano.

– Espera -protesté-. Déjame echarle una ojeada -me aferré a la encimera con más fuerza para mantenerme derecha si me volvía a marear al ver la herida.

– ¿Es que tienes un título médico del que nunca me has hablado?

– Sólo dame la oportunidad de que decida si me tiene que dar un ataque para obligarte a ir al hospital.

Puso cara de horror, pero en son de burla.

– ¡Por favor, un ataque, no!

– Pues es lo que va a ocurrir como no me dejes ver esa mano.

Inspiró profundamente y después exhaló el aire poco a poco.

– Vale.

Desenrolló el paño y puso su mano sobre la mía cuando extendí los brazos hacia él. Tardé unos segundos en darme cuenta. Le di la vuelta a la mano para asegurarme, a pesar de estar convencida de que era la palma lo que se había cortado. La volví de nuevo hacia arriba, hasta advertir que el único vestigio de la herida era aquella línea arrugada de un feo color rosa.

– Pero… estabas sangrando… tanto.

Apartó la mano y fijó sus ojos sombríos en los míos.

– Me curo rápido.

– Ya me doy cuenta -articulé con los labios.

Yo había visto el corte con toda claridad, y también borbotar la sangre por el fregadero. Había estado a punto de desmayarme por culpa de su olor a óxido y sal. En condiciones normales, tendrían que haberle puesto puntos y habría necesitado muchos días hasta haber cicatrizado; después, habría tardado semanas en convertirse en la línea rosa brillante que marcaba ahora su piel.

Una media sonrisa recorrió su boca cuando se golpeó una vez el pecho con el puño.

– Soy un hombre lobo, ¿recuerdas?

Sus ojos sostuvieron los míos durante un momento larguísimo.

– De acuerdo -repuse al fin.

Se rió ante mi expresión.

– Ya te lo había dicho. Viste la cicatriz de Paul.

Sacudí la cabeza para aclarar las ideas.

– Resulta un poco distinto cuando lo ves de primera mano.

Me arrodillé y saqué la lejía del armario de debajo del fregadero. Vertí unas gotitas sobre un trapo viejo del polvo y comencé a limpiar el suelo. El olor fuerte de la lejía despejó los resabios del mareo que todavía me nublaba la mente.

– Déjame que lo limpie yo.

– Toma esto. Echa el paño en la lavadora, ¿quieres?

Cuando estuve segura de que el suelo sólo olía a desinfectante, me levanté y limpié también el lado derecho del fregadero con lejía. Me acerqué entonces al mueble de la limpieza que estaba al lado de la despensa y vertí un vaso lleno de detergente en la lavadora antes de encenderla. Jacob me miraba con gesto de desaprobación.

– ¿Tienes algún trastorno obsesivo-compulsivo? -me preguntó cuando terminé.

– Uf. Quizá, pero al menos esta vez contaba con una buena excusa.

– Somos un poco sensibles al olor de la sangre por aquí. Estoy segura de que lo entiendes.

– Ah -arrugó la nariz otra vez.

– ¿Por qué no voy a facilitárselo al máximo? Lo que hace ya es bastante duro para él.

– Vale, vale. ¿Por qué no?

Quité el tapón y el agua sucia comenzó a bajar por el desagüe del fregadero.

– ¿Puedo preguntarte algo, Bella?

Suspiré.

– ¿Qué se siente al tener un hombre lobo como tu mejor amigo? -espetó. La pregunta me pilló con la guardia baja. Me reí con todas mis ganas-. ¿No te pone el vello de punta? -presionó antes de que pudiera contestarle.

– No. Si el licántropo se porta bien -maticé-, es de lo más.

Desplegó una gran sonrisa, con los dientes brillantes sobre su piel cobriza.

– Gracias, Bella -añadió, y entonces me cogió la mano y casi me dislocó con otro de esos abrazos suyos que te hacían crujir los huesos.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, dejó caer los brazos y dio un paso atrás.

– Uf -dijo, arrugando la nariz-. El pelo apesta más que tu habitación.

– Lo siento -murmuré.

De pronto comprendí de qué se había reído Edward después de haber mezclado su aliento en mi pelo.

– Ésa es una de las muchas desventajas de salir con vampiros -comentó Jacob, encogiéndose de hombros-. Hace que huelas fatal. Aunque bien pensado, es un mal menor.

Le miré fijamente.

– Sólo huelo mal para ti, Jake.

Mostró su más amplia sonrisa.

– Mira a tu alrededor, Bella.

– ¿Te vas ya?

– Está esperando a que me vaya. Puedo oírle ahí fuera.

– Oh.

– Saldré por la puerta trasera -comentó; luego, hizo una pausa. Espera un minuto. Oye, ¿podrías venir a La Push esta noche? Tenemos un picnic nocturno junto a las hogueras. Estará Emily y podrás ver a Kim… Y seguro que Quil también quiere verte. Le fastidia bastante que te enterases antes que él.

Sonreí ante eso. Podía imaginarme lo irritado que estaría Quil, pequeño colega humano de Jacob al haber estado yendo con hombres lobo, andando con ellos de un lado a otro, sin saber en realidad lo que pasaba. Y entonces suspiré.

– Vale, Jake, la verdad es que no sé si podrá ser. Mira, las cosas están un poco tensas ahora…

– Venga ya, ¿tú crees que alguien se va a atrever con nosotros seis, con unos…?

Hubo una extraña pausa cuando vaciló al final de la pregunta. le pregunté si tenía algún problema al decir la palabra «licántropo» en voz alta, igual que a menudo me costaba pronunciar la palabra «vampiro».

Sus grandes ojos negros estaban llenos de una súplica sin reparos.

– Preguntaré -le contesté, dudosa.

Hizo un ruido en el fondo de su garganta.

– ¿Acaso ahora también es tu guardián? Ya sabes, vi esa historia en las noticias de la semana pasada sobre relaciones con adolescentes, por parte de gente controladora y abusiva y…

– ¡Ya vale! -le corté y después le cogí del brazo-. ¡Ha llegado la hora de que el hombre lobo se largue!

Él sonrió con ganas.

– Adiós, Bella. Asegúrate de pedir permiso.

Salió deprisa por la puerta de atrás antes de que pudiera encontrar algo que arrojarle. Gruñí una sarta de incoherencias a la habitación vacía.

Segundos después de que se hubiera ido, Edward caminó lentamente dentro de la cocina, con gotas de lluvia brillando como diamantes en su pelo de color bronce. Tenía una mirada cautelosa.

– ¿Os habéis peleado? -preguntó.

– ¡Edward! -canté, arrojándome a sus brazos.

– Hola, tranquila -soltó una risotada y deslizó sus brazos a mi alrededor-. ¿Estás intentando distraerme? Funciona.

– No, no me he peleado con Jacob. Al menos no mucho. ¿Por qué?

– Me estaba preguntando por qué le habrías apuñalado -señaló con la barbilla el cuchillo sobre la encimera-. No es que tenga nada en contra.

– ¡Maldita sea! Creí que lo había limpiado todo.

Me aparté de él y corrí a poner el cuchillo en el fregadero antes de empaparlo en lejía.

– No le apuñalé -le expliqué mientras trabajaba-. Se le olvidó que sostenía un cuchillo en la mano.

Edward se rió entre dientes.

– Eso no tiene ni la mitad de gracia de lo que había imaginado.

– Sé buen chico.

Cogió un sobre grande del bolsillo de su chaqueta y lo puso sobre la encimera.

– He recogido tu correo.

– ¿Hay algo bueno?

– Eso creo.

Entorné los ojos con recelo al oír aquel tono de voz y fui a investigar. Había doblado un sobre de tamaño legal por la mitad.

Lo desplegué, sorprendida por el peso del papel caro y leí el remitente.

– ¿Dartmouth? ¿Esto es una broma?

– Estoy seguro de que te han aceptado. Tiene la misma pinta que el mío.

– Santo cielo, Edward, pero ¿qué es lo que has hecho?

– Envié tu formulario, eso es todo.

– Yo no soy del tipo de gente que buscan en Dartmouth, y tampoco soy lo bastante estúpida como para creerme eso.

– Pues en Dartmouth sí parecen pensar que eres su tipo.

Respiré hondo y conté lentamente hasta diez.

– Es muy generoso por su parte -dije al final-. Sin embargo, me hayan aceptado o no, todavía queda esa cuestión menor de la matrícula. No puedo permitírmelo y no admitiré que pierdas un montón de dinero sólo para que yo aparente ir a Dartmouth el año próximo. Lo necesitas para comprarte otro deportivo.

– No necesito otro coche, y tú no tienes que aparentar nada -murmuró-. Un año de facultad no te va a matar. Quizás incluso te guste. Sólo piénsalo, Bella. Imagínate qué contentos se van a poner Charlie y Renée…

Su voz aterciopelada pintó una imagen en mi mente antes de que pudiera bloquearla. Charlie explotaría de orgullo, sin duda, y nadie en la ciudad de Forks escaparía a la lluvia radiactiva de su alegría. Y Renée se pondría histérica de alegría por mi triunfo, aunque luego jurara que no le había sorprendido en absoluto…

Intenté borrar la imagen de mi mente.

– Sólo me planteo sobrevivir a mi graduación, Edward, y no me preocupa ni este verano ni el próximo otoño. Sus brazos me envolvieron de nuevo.

– Nadie te va a hacer daño. Tienes todo el tiempo del mundo.

Suspiré.

– Mañana voy a enviar el contenido de mi cuenta corriente a Alaska. Es toda la coartada que necesito. Es más que comprensible que Charlie no espere una visita como muy pronto hasta Navidades. Y estoy segura de que encontraré alguna excusa para ese momento. Ya sabes -bromeé con desgana-, todo este secreto y darles una decepción es también algo parecido al dolor.

La expresión de Edward se hizo más grave.

– Es más fácil de lo que crees. Después de unas cuantas décadas toda la gente que conoces habrá muerto. Problema resuello -me encogí ante sus palabras-. Lo siento, he sido demasiado duro.

Miré fijamente el sobre blanco y grande, sin verlo realmente.

– Pero sin embargo, sincero.

– Una vez que hayamos resuelto todo esto, sea lo que sea con lo que estemos tratando, por favor, ¿considerarías retrasar el momentó?

– No.

– Siempre tan terca.

– Sí.

La lavadora golpeteó y luego tartamudeó hasta pararse.

– Maldito cachivache viejo -murmuré apartándome de él. Moví el único trapo pequeño que había dentro y que había desequilibrado la máquina vacía y la puse en marcha otra vez-. Esto me recuerda algo -le comenté-. ¿Podrías preguntarle a Alice qué hizo con mis cosas cuando limpió mi habitación? No las encuentro por ninguna parte.

Me miró con la confusión escrita en las pupilas.

– ¿Alice limpió tu habitación?

– Sí, claro, supongo que eso fue lo que hizo cuando vino a recoger mi almohada y mi pijama para tomarme como rehén -le fulminé con la mirada con verdaderas ganas-. Recogió todo lo que estaba tirado por alrededor, mis camisetas, mis calcetines y no sé dónde los ha puesto.

Edward siguió pareciendo perplejo durante un rato y de pronto se puso rígido.

– ¿Cuándo te diste cuenta de las cosas que faltaban?

– Cuando volví de la falsa fiesta de pijamas, ¿por qué?

– Dud que Alice cogiera tus ropas ni tu almohada. Las prendas, que se llevaron, ¿eran cosas que te ponías… tocabas… o dormias con ellas?

– Sí. ¿Qué pasa, Edward?

Su expresión se volvió tensa.

– Llevaban tu olor… ¡Oh!

Nos miramos a los ojos durante un buen rato.

– Mi visitante -susurré.

– Estaba reuniendo rastros… evidencias… ¿para probar que te había encontrado?

– ¿Por qué? -murmuré.

– No lo sé. Pero, Bella, te juro que lo averiguaré. Lo haré.

– Ya sé que lo harás -le contesté mientras reclinaba mi cabeza contra su pecho. Mientras estaba allí recostada, sentí que vibraba su móvil en el bolsillo.

Lo cogió y miró el número.

– Justo la persona con la que quería hablar -masculló, y lo abrió-. Carlisle, yo… -se interrumpió y escuchó, con el rostro tenso durante unos minutos-. Lo comprobaré. Escucha…

Le explicó lo de las prendas que me faltaban, pero al oírle contestar, me pareció que Carlisle no tenía más idea que nosotros.

– Quizá debería ir… -contestó Edward, y la voz se le fue apagando mientras sus ojos vagaban cerca de mí-. A lo mejor no. No dejes que Emmett vaya solo, ya sabes cómo se las gasta. Almenos dile a Alice que mantenga un ojo en el tema. Ya resolveremos esto más tarde.

Cerró el móvil con un chasquido.

– ¿Dónde está el periódico? -me preguntó.

– Um, no estoy segura, ¿por qué?

– Quiero ver algo. ¿Lo tiró Charlie?

– Quizá…

Edward desapareció.

Estuvo de vuelta en medio segundo, con más diamantes en el pelo y un periódico mojado en las manos. Lo extendió en la mesa, y sus ojos se deslizaron con rapidez entre los títulos. Se inclinó, interesado por algo que estaba leyendo, con un dedo marcando los párrafos que le interesaban más.

– Carlisle lleva razón. Sí…, muy descuidado. ¿Joven o enloquecido? ¿O con deseos de morir? -murmuró para sí mismo.

Miré por encima de su hombro.

El titular del Seattle Times rezaba: «La epidemia de asesinatos continúa. La policía no tiene nuevas pistas».

Era casi la misma historia de la que Charlie se había estado quejando hacía unas semanas: la violencia propia de la gran ciudad había hecho subir la posición de Seattle en el ranking del crimen nacional. Sin embargo, no era exactamente la misma historia. Los números se habían incrementado.

– Está empeorando -murmuré.

Frunció el ceño.

– Están del todo descontrolados. Esto no puede ser trabajo de un solo vampiro neonato. ¿Qué está pasando? Es como si nunca hubieran oído hablar de los Vulturis. Supongo que podría ser posible. Nadie les ha explicado las reglas… así que… ¿Quién los está creando?

– ¿Los Vulturis? -inquirí, estremeciéndome.

– Ésta es la clase de cosas de la que ellos se hacen cargo de forma rutinaria, de aquellos inmortales que amenazan con exponernos a todos. Sé que hace poco, unos cuantos años, habrían limpiado un lío como éste en Atlanta, y no había llegado a ponerse ni la mitad de candente. Intervendrán pronto, muy pronto, a menos que encontremos alguna manera de calmar la situación. La verdad es que preferiría que no se dejaran caer ahora por Seattle. Quizá les apetezca venir a echarte una ojeada si están tan cerca.

Me estremecí de nuevo.

– ¿Qué podemos hacer?

– Necesitamos saber más antes de adoptar ninguna decisión. Quizá si lográramos hablar con esos jovencitos, explicarles las reglas, a lo mejor se podría resolver esto de forma pacífica -frunció el ceño, como si las perspectivas de que esto se cumpliera no fueran buenas-. Esperaremos hasta que Alice se forme una idea de lo que pasa. No conviene dar un paso si no es absolutamente necesario. Después de todo, no es nuestra responsabilidad. Pero es bueno que tengamos a Jasper -añadió, casi para sí mismo-. Servirá de gran ayuda si estamos tratando con neófitos.

– ¿Jasper? ¿Por qué?

Edward sonrió de modo misterioso.

– Jasper es una especie de experto en vampiros recientes.

– ¿Qué quieres decir con lo de «un experto»?

– Tendrías que preguntárselo a él. Hay toda una historia detrás.

– Qué desastre -mascullé entre dientes.

– Eso parece, ¿a que sí? Nos cae de todo por todos lados -suspiró-. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que tu vida sería más sencilla si no te hubieras enamorado de mí?

– Quizá, aunque sería una existencia vacía, sin valor.

– Para mí -me corrigió con suavidad-. Y ahora, supongo -continuó con un gesto irónico- que hay algo que quieres preguntarme.

Le miré sin comprender.

– ¿Ah, sí?

– O quizá no -sonrió con ganas-. Tenía la sensación de que habías prometido pedirme permiso para ir a cierta fiesta de lobos esta noche.

– ¿Me has escuchado a escondidas?

Hizo un mohín.

– Sólo un poquito, al final.

– Pues bien, no iba pedírtelo de todos modos. Me imaginaba que ya tenías bastante con toda esta tensión.

Me puso la mano bajo la barbilla y me sostuvo el rostro hasta que pudo leer mis ojos.

– ¿Quieres ir?

– No es nada del otro mundo. No te preocupes.

– No tienes que pedirme permiso, Bella. No soy tu padre, y doy gracias al cielo por eso, aunque quizá deberías preguntarle a Charlie.

– Pero ya sabes que Charlie dirá que sí.

– Tengo más idea que cualquier otra persona sobre cuál podría ser su respuesta, eso es cierto.

Me limité a mirarle fijamente mientras procuraba comprender qué era lo que él quería que hiciese, al mismo tiempo que intentaba apartar de mi mente el anhelo de ir a La Push para no verme arrastrada por mis propios deseos. Era estúpido querer salir con una pandilla de enormes chicos lobo idiotas justo ahora, cuando rondaban tantas cosas temibles e incomprensibles por ahí. Aunque claro, ésos eran los motivos por los que deseaba ir. Escapar de las amenazas de muerte, aunque sólo fuera por unas cuantas horas y ser, por poco rato, la inmadura, la irresponsable Bella que podía echar unas risas con Jacob. Pero eso no importaba.

– Bella -me dijo Edward-. Te prometí ser razonable y confiar en tu juicio. Lo decía de verdad. Si tú te fías de los licántropos, yo no voy a preocuparme por ellos.

– Guau -respondí, tal y como hice la pasada noche.

– Y Jacob tiene razón, al menos en esto; una manada de hombres lobo deben ser capaces de proteger a alguien una noche, aunque- ese alguien seas tú.

– ¿Estás seguro?

– Claro. Lo único…

Me preparé para lo que fuera a decir.

– Espero que no te importe tomar algunas precauciones. Una, que me dejes acercarte a la frontera. Y otra, llevarte un móvil, de modo que puedas decirme cuándo puedo ir a recogerte.

– Eso suena… muy razonable.

– Excelente.

Me sonrió y no logré atisbar ni rastro de aprehensión en sus ojos parecidos a joyas.

Como era de esperar, Charlie no vio ningún problema en que asistiera a un picnic nocturno en La Push. Jacob dio un alarido de manifiesto júbilo cuando le telefoneé para darle la noticia y tenía tantas ganas que no le importó aceptar las medidas de seguridad de Edward. Prometió encontrarse con nosotros en la frontera entre ambos territorios a las seis.

Había decidido no vender mi moto, tras un breve debate conmigo misma. La devolvería a La Push, donde pertenecía, y ya que no la iba a necesitar más… Bueno, entonces, insistiría en que Jacob se la quedase para recompensarle de algún modo por su trabajo. Podría venderla o dársela a un amigo. No me importaba.

Esa noche me pareció una ocasión estupenda para devolver la moto al garaje de Jacob. Teniendo en cuenta el modo tan negativo en que consideraba las cosas en esos tiempos, veía en cada día una última oportunidad para todo. No tenía tiempo de dejar nada para mañana, por poco importante que fuera.

Edward simplemente asintió cuando le expliqué lo que quería, pero creí ver una chispa de consternación en sus ojos, y comprendí que a él no le hacía más feliz la idea de verme montada en una moto que a Charlie.

Le seguí de vuelta a su casa, al garaje donde la había dejado. No fue hasta que aparqué el coche y salí cuando me di cuenta de que la consternación podía no deberse por completo a mi seguridad, al menos esta vez.

Al lado de mi vieja motocicleta, eclipsándola por completo, había otro vehículo. Llamar a este otro vehículo una moto parecía poco apropiado, ya que difícilmente podríamos decir que perteneciera a la misma familia. A su lado, de repente, la mía tenía el aspecto de algo venido a menos.

Era grande, de líneas elegantes, plateada y aunque estaba inmóvil por completo, prometía ser un bólido.

– ¿Qué es eso?

– Nada -murmuró Edward.

– Pues nada no es exactamente lo que parece.

La expresión de Edward era indiferente y parecía realmente decidido a hacer caso omiso del tema.

– Bien, no sabía si ibas a perdonar a tu amigo o él a ti, y me pregunté si alguna vez querrías volver a montar en moto. Como parecía ser algo que te hacía disfrutar, pensé que podría ir contigo… si tú quisieras.

Se encogió de hombros.

Examiné aquella hermosa máquina. A su lado, mi moto parecía un triciclo roto. Me asaltó una repentina sensación de tristza cuando pensé que no era una mala comparación si nos fijábamos en el aspecto que yo tenía al lado de mi novio.

– No creo que pueda seguirte el ritmo -murmuré.

Edward puso la mano debajo de mi mentón y me hizo volver el rostro de modo que pudo mirarme de frente. Con un dedo, intentó subirme la comisura de un lado de la boca.

– Seré yo quien me mantenga al tuyo, Bella.

– No te vas a divertir nada.

– Claro que sí, siempre que vayamos juntos.

Me mordí el labio y lo imaginé por un momento.

– Edward, si pensaras que voy demasiado rápido o que pierdo el control de la moto o algo por el estilo, ¿qué harías?

Le vi vacilar. Evidentemente, pretendía dar con la respuesta adecuada, pero yo sabía la verdad: él se las arreglaría para hallar alguna forma de salvarme antes de que me empotrara contra cualquier obstáculo.

Entonces me sonrió, pareció que lo hacía sin esfuerzo, excepto por el ligero estrechamiento a la defensiva de sus ojos.

– Esto es algo que tiene que ver con Jacob. Ahora lo veo.

– Es sólo que, bueno, yo no le hago ir más lento, al menos no mucho, ya sabes. Puedo intentarlo, supongo…

Miré la moto plateada con gesto de duda.

– No te preocupes por eso -contestó Edward y entonces se rió para quitarle hierro al asunto-. Vi cómo la admiraba Jasper. Quizá ha llegado la hora de que descubra una nueva forma de viajar. Después de todo, Alice ya tiene su Porsche.

– Edward, yo…

Me interrumpió con un beso rápido.

– Te he dicho que no te preocupes, pero ¿harías algo por mí?

– Lo que quieras -le prometí con mucha rapidez.

Me soltó las mejillas y se inclinó sobre el lado más alejado de la gran moto para recoger unos objetos ocultos con los que regresó; uno era negro e informe y otro rojo, fácil de identificar.

– ¿Por favor? -me pidió, lanzando aquella sonrisa torcida que siempre destruía mi resistencia.

Cogí el casco rojo, sopesándolo en las manos.

– Voy a tener un aspecto estúpido.

– Qué va, vas a estar estupenda. Tan estupenda como para que no te hagas daño -arrojó la cosa negra, lo que fuera, sobre su brazo y entonces me cogió la cabeza-. Hay cosas entre mis manos en este momento sin las cuales no puedo vivir. Me gustaría que las cuidaras.

– Vale, de acuerdo. ¿Y cuál es la otra cosa? -inquirí con suspicacia.

Se rió y sacudió una especie de chaquetón enguatado.

– Es una cazadora de motorista. Tengo entendido que el azote del aire en la carretera es bastante incómodo, aunque no me hago del todo a la idea.

Me lo tendió. Con un suspiro profundo, recogí el pelo hacia atrás y me ajusté el casco en la cabeza. Después, pasé los brazos por las mangas de la cazadora. Me cerró la cremallera mientras una sonrisa le jugueteaba en las comisuras de los labios y dio un paso hacia atrás.

Me sentí gorda.

– Sé honesto, ¿a que estoy horrible?

Dio otro paso hacia atrás y frunció los labios.

– ¿Tan mal? -cuchicheé.

– No, no, Bella. La verdad es que… -parecía buscar la palabra correcta-. Estás… sexy.

– Vale.

– Muy sexy, en realidad.

– Lo estás diciendo de un modo que me lo voy a tener que poner más veces -comenté-, pero no está mal. Llevas razón, queda bien.

Me envolvió con sus brazos y me apretó contra su pecho.

– Eres tonta. Supongo que es parte de tu encanto. Aunque, he de admitirlo, este casco tiene sus desventajas. Y me lo quitó para poder besarme.


Me di cuenta poco después, mientras Edward me llevaba en coche a La Push. La situación me resultaba extrañamente familiar a pesar de que dicha escena jamás se había producido. Tuve que devanarme los sesos antes de poder precisar la fuente del déjá vu.

– ¿Sabes a qué me recuerda esto? A cuando Renée me llevaba a casa de Charlie para pasar el verano. Me siento como si tuviere siete años.

Edward se echó a reír.

Preferí no decirlo en voz alta, pero la principal diferencia entre las dos situaciones era que Renée y Charlie estaban en mejores términos.

Al doblar una curva a medio camino de La Push encontramos a Jacob reclinado contra un lateral del Volkswagen rojo que se había fabricado con chatarra y piezas sobrantes. Su expresión, cuidadosamente neutra, se disolvió en una sonrisa cuando le saludé desde el asiento delantero del copiloto.

Edward aparcó el Volvo a poco más de veinticinco metros y me dijo:

– Llámame cuando quieras regresar a casa y vendré.

– No tardaré mucho -le prometí.

Él sacó la moto y mi nueva vestimenta del maletero de su coche. Me había impresionado mucho que cupiera todo, pero claro, las cosas no eran tan difíciles de manejar cuando eres lo bastante fuerte para hacer juegos malabares con una caravana, así que no digamos, con una pequeña motocicleta.

Jacob observaba, sin hacer ningún movimiento de acercamiento. Había perdido la sonrisa y la expresión de sus ojos oscuros era inescrutable.

Me puse el casco debajo del brazo y la cazadora sobre el asiento.

– ¿Lo tienes todo? -me preguntó.

– Sin problemas -le aseguré.

Suspiró y se inclinó sobre mí. Volví el rostro para recibir un besito de despedida en la mejilla, pero Edward me cogió por sorpresa y apretando los brazos a mi alrededor con fuerza me besó con el mismo ardor con que lo había hecho en el garaje. Enseguida empecé a jadear en busca de aire.

Edward se rió entre dientes por algo y luego me soltó.

– Adiós -se despidió-. ¡Cómo me gusta esa cazadora!

Cuando me volví para irme, creí distinguir un chispazo en sus ojos, algo que se suponía que no debía haber visto. No podría haber dicho con seguridad qué era exactamente. Preocupación, quizá. Por un momento pensé que era pánico, pero lo más seguro es que fueran imaginaciones mías, como, por otro lado, solía ser habitual.

Sentí sus ojos clavados en mi espalda mientras yo empujaba la moto hacia la divisoria invisible del tratado entre vampiros y licántropos hasta llegar a donde me esperaba Jacob.

– ¿Qué es todo esto? -exigió Jacob, con la voz precavida, inspeccionando la moto con una expresión enigmática.

– Pensé que debía devolverla a donde pertenece -le contesté.

Mi anfitrión lo sopesó durante un segundo; después, una gran sonrisa se extendió por su rostro. Supe el momento exacto en que entré en territorio licántropo porque Jacob se apartó de su coche y trotó rápidamente hacia mí, cruzando la distancia en tres largas zancadas. Me cogió la moto, apoyó en su pie y después me envolvió en otro abrazo muy estrecho.

Escuché rugir el motor del Volvo y luché por desprenderme él.

– ¡Para ya, Jake! -respiré de forma entrecortada, casi sin aire.

Él se echó a reír y me puso de pie. Me volví para despedirme, pero el coche plateado ya casi había desaparecido en la curva de la carretera.

– Estupendo -comenté, dejando que mi voz destilara ácido.

Sus pupilas se dilataron con una expresión de falsa inocencia.

– ¿Qué?

– Se ha portado bastante bien con todo esto, no hacía falta forzar la suerte.

Soltó otra risotada más aguda que la anterior. Parecía encontrar muy divertido mi comentario. Intenté verle la gracia mientras él daba la vuelta al Golf para abrirme la puerta.

– Bella -repuso finalmente, todavía riendo entre dientes, mientras la cerraba-, no puedes forzar lo que no tienes.

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