Me fastidiaba desperdiciar parte de la noche durmiendo, pero era inevitable. Cuando me desperté, el sol brillaba con fuerza al otro lado del ventanal, y unas pequeñas nubes recorrían el cielo a gran velocidad. El viento sacudía las copas de los árboles con tanta fuerza que parecía que todo el bosque fuera a desgajarse.
Edward me dejó sola para que me vistiera, y yo agradecí disponer de un momento para pensar. Por alguna razón, mi plan para la noche anterior había resultado un completo desastre, y ahora tenía que afrontar las consecuencias. Aunque le había devuelto la alianza en cuanto me pareció que podía hacerlo sin herir sus sentimientos, notaba un peso en la mano izquierda, como si aún la llevara puesta y fuese invisible.
Me dije a mí misma que no tenía que preocuparme tanto. No iba a hacer nada del otro jueves, sólo un viaje en coche a Las Vegas. Y se me estaba ocurriendo algo aún mejor que unos vaqueros: un chándal. La ceremonia no podía durar mucho; quince minutos como máximo, así que seguro que sería capaz de soportarlo.
Y después, una vez pasado el trance, Edward tendría que cumplir su parte del trato. Lo mejor era que me concentrase en eso y olvidara todo lo demás.
Me había asegurado que no tenía por qué contárselo a nadie, y yo tenía decidido tomarle la palabra. Desde luego, fue una solemne tontería por mi parte no haber pensado en Alice.
Los Cullen llegaron a casa alrededor del mediodía. Parecían rodeados por un aura diferente, más seria y formal, que me recordó de golpe la enormidad de lo que iba a ocurrir.
Alice parecía estar de un humor de perros, algo raro en ella. Pensé que estaba frustrada por sentirse «normal», ya que las primeras palabras que dirigió a Edward fueron para quejarse por trabajar con los lobos.
– Creo -dijo, poniendo una mueca al pronunciar el verbo que recalcaba su falta de certeza- que deberías meter ropa de abrigo en la maleta, Edward. No puedo ver dónde estás exactamente, ya que esta tarde sales con ese perro, pero parece que la tormenta que se avecina será aún más intensa en toda esa zona.
Edward asintió.
– Va a nevar en las montañas -le advirtió Alice.
– ¡Guau, nieve! -murmuré-. ¡Pero, por Dios, si estábamos en junio!
– Llévate una chaqueta -me dijo Alice. Su tono era hostil, cosa que me sorprendió. Intenté interpretar su rostro, pero ella lo apartó.
Miré a Edward. Estaba sonriente; lo que molestaba a Alice, a él parecía divertirle.
Edward tenía equipo de acampada de sobra para elegir: los Cullen eran buenos clientes del almacén Newton, donde compraban artículos para mantener la farsa de que eran humanos. Cogió un saco de plumas, una tienda de campaña pequeña y varios botes de comida deshidratada -sonrió al reparar en la cara de asco que puse al verlas-, y lo metió todo en una mochila.
Alice entró en el garaje mientras estábamos allí y se dedicó a observar en silencio los preparativos de Edward. Él la ignoró. Edward me dejó su móvil cuando terminó de hacer el equipaje.
– Llama a Jacob y dile que pasaremos a recogerle en una hora, más o menos. Él ya conoce el lugar de la cita.
Jacob no estaba en casa, pero Billy prometió buscar a algún otro licántropo para que le diera el mensaje.
– No te preocupes por Charlie, Bella -me aseguró Billy-. La parte que me atañe está controlada.
– Sí, ya sé que Charlie estará bien -no estaba tan convencida como él sobre la seguridad de su hijo, pero me abstuve de decir nada.
– Me encantaría estar con ellos mañana -Billy se rió con tristeza-. Qué duro es ser viejo, Bella.
El impulso de pelea debía de ser una característica propia del cromosoma Y. Eran todos iguales.
– Pásatelo bien con Charlie.
– Buena suerte, Bella -me deseó-. Y… díselo también a los Cullen, de mi parte.
– Lo haré -le prometí, sorprendida por el detalle.
Cuando fui a devolverle el teléfono a Edward, vi que él y Alice discutían en silencio. Ella le miraba a él con ojos suplicantes, y él a ella con el ceño fruncido; no debía de gustarle lo que ella le estaba pidiendo.
– Billy os desea buena suerte.
– Muy amable por su parte -dijo Edward, apartándose de Alice.
– Bella, ¿puedo hablar contigo a solas? -me dijo ella.
– Vas a complicarme la vida sin necesidad, Alice -le advirtió mi novio-. Preferiría que no lo hicieras.
– Esto no va contigo, Edward -le contestó. Su hermano soltó una carcajada. Algo en la respuesta de Alice, al parecer, le resultaba gracioso-. No es asunto tuyo -insistió Alice-. Son cosas de mujeres.
Él arrugó el ceño.
– Deja que hable conmigo -le dije a Edward, que no ocultaba su curiosidad.
– Tú lo has querido -murmuró. Volvió a reírse, a medias enfadado, a medias divertido, y salió del garaje.
Me volví hacia Alice, preocupada, pero ella no me miró a mí. Todavía no se le había pasado el mal humor.
Fue a sentarse sobre el capó de su Porsche, con gesto abatido. Yo la seguí y me puse a su lado, apoyada contra el parachoques.
– Bella… -me dijo en tono triste. De pronto se encogió y se acurrucó contra mi costado. Su voz sonaba tan afligida que la abracé para consolarla.
– ¿Qué ocurre, Alice?
– ¿Es que no me quieres? -me preguntó en el mismo tono lastimero.
– Pues claro que sí, y lo sabes.
– Entonces, ¿por qué veo que te vas a Las Vegas para casarte a escondidas y sin invitarme?
– Oh -murmuré, con las mejillas encendidas. Me di cuenta de que había herido sus sentimientos y me apresuré a defenderme-. Ya sabes que no soporto hacer las cosas con tanta pompa. Además, ha sido idea de Edward.
– No me importa de quién ha sido la idea. ¿Cómo puedes hacerme esto? Me habría esperado esto de Edward, pero no de ti. Yo te quiero como si fueras mi propia hermana.
– Alice, eres mi hermana.
– Bla, bla, bla -dijo con un gruñido.
– Vale, puedes venir. No habrá mucho que ver.
Alice seguía poniendo caras raras.
– ¿Qué? -le pregunté.
– ¿Hasta qué punto me quieres, Bella?
– ¿Por qué me preguntas eso?
Se me quedó mirando con ojos suplicantes. Tenía las cejas levantadas como un payaso triste y le temblaban las comisuras de los labios. Aquello podía partirle el corazón a cualquiera.
– Por favor, por favor, por favor -susurró-. Por favor, Bella, por favor, si de verdad me quieres, déjame organizar tu boda.
– Oh, Alice -le respondí, apartándome de ella-. No me hagas esto.
– Si me quieres de verdad, deja que lo haga.
Me crucé de brazos.
– Esto es injusto. Edward ya ha utilizado ese mismo argumento conmigo.
– Apuesto a que Edward prefiere que te cases con él a la manera tradicional, aunque no te lo haya dicho. Y Esme… ¡Imagínate lo que significaría para ella!
Solté un bufido.
– Preferiría enfrentarme a los neófitos yo sola.
– Seré tu esclava diez años.
– ¡Tendrás que ser mi esclava un siglo!
Los ojos de Alice brillaron de alegría.
– ¿Eso es un sí?
– ¡No, es un no! ¡No quiero hacerlo!
– Lo único que tienes que hacer es andar unos cuantos metros y repetir lo que diga el sacerdote.
– ¡Puaj!
– ¡Por favor! -dijo, dando saltitos-. ¡Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor!
– Esto no te lo voy a perdonar en la vida, Alice.
– ¡Yupi! -gritó mientras aplaudía.
– No he dicho sí.
– Pero lo harás -respondió canturreando.
– ¡Edward! -grité mientras asomaba la cabeza fuera del garaje-. Sé que nos estás escuchando. Ven aquí un momento.
Alice seguía aplaudiendo detrás de mí.
– Muchas gracias, Alice -repuso Edward en tono agrio, a mi espalda. Me di la vuelta para hablarle, pero vi en su semblante tal expresión de angustia y preocupación que fui incapaz de quejarme. Me abracé a él y escondí el rostro, porque tenía los ojos humedecidos de ira y no quería que pensara que estaba llorando.
– Las Vegas -me prometió Edward al oído.
– Ni de broma -nos contradijo Alice con regocijo-. Bella nunca me haría algo así. ¿Sabes, Edward? Como hermano, a veces me decepcionas.
– No seas mezquina -la regañé-. El intenta hacerme feliz, al contrario que tú.
– Yo también lo intento, Bella, sólo que sé mucho mejor qué es lo que te puede hacer feliz… a largo plazo. Ya me lo agradecerás. Quizá tardes cincuenta años, pero al final lo harás.
– Jamás pensé que apostaría alguna vez contra ti, Alice, pero ese día ha llegado.
Alice dejó escapar su risa de plata.
– Bueno, ¿me vas a enseñar el anillo o no?
No pude contener un aspaviento de horror cuando Alice me agarró la mano izquierda, para soltarla al instante.
– Um. Vi cómo te lo ponía. ¿Es que me he perdido algo? -se extrañó Alice. Se concentró durante medio segundo, arrugando el entrecejo, antes de contestar a su propia pregunta-. No, la boda sigue en pie.
– Bella tiene prejuicios contra las joyas -le explicó Edward.
– ¿Y qué pasa porque lleve un diamante más? Bueno, supongo que el anillo tiene muchos diamantes, pero me refiero a que lleva uno en…
– ¡Ya basta, Alice! -la interrumpió Edward, mirándola con tal furia que volvió a parecer un vampiro-. Tenemos prisa.
– No lo entiendo. ¿Qué rollo es ése de los diamantes? -pregunté.
– Hablaremos de eso más adelante -respondió Alice-. Edward tiene razón: será mejor que os vayáis. Tenéis que tender una trampa y acampar antes de que se desate la tormenta -frunció el ceño y su expresión se volvió seria, casi nerviosa-. No te olvides del abrigo, Bella. Presiento que va a hacer un frío impropio de esta estación.
– Ya he cogido su abrigo -la tranquilizó Edward.
– Que paséis una buena noche -nos dijo a modo de despedida.
El camino hasta el claro fue el doble de largo que otras veces. Edward tomó un desvío para asegurarse de que mi aroma no aparecía en ningún lugar cercano al rastro que Jacob iba a disimular más tarde. Me llevó en brazos, y se echó la voluminosa mochila a la espalda donde, por lo general, cargaba mi peso.
Se detuvo en el extremo más lejano del claro y me puso en el suelo.
– Bien. Ahora camina un trecho hacia el norte tocando todas las cosas que puedas. Alice me ha dado una imagen clara de su trayectoria, y no tardaremos mucho en cruzarnos con ella.
– ¿Hacia el norte?
Edward me sonrió y señaló la dirección exacta que debía seguir.
Me adentré en el bosque, dejando atrás el claro y la luz amarilla y diáfana de aquel día extrañamente soleado. Tal vez la visión borrosa de Alice le había hecho equivocarse con respecto a la nieve. Al menos, ésa era mi esperanza. El cielo estaba casi despejado, aunque el viento silbaba con furia en los espacios abiertos. Entre los árboles soplaba con más calma, pero aun así era demasiado frío para el mes de junio: a pesar de que llevaba un jersey grueso y debajo una camiseta de manga larga, tenía la piel de gallina en los brazos. Caminé despacio para dejar mi rastro con los dedos sobre todo lo que quedaba a mi alcance: la corteza rugosa de los árboles, los heléchos húmedos, las piedras cubiertas de musgo.
Edward me acompañaba, andando en paralelo a unos veinte metros de distancia.
– ¿Lo estoy haciendo bien? -le grité.
– Perfecto.
De pronto, se me ocurrió una idea.
– ¿Crees que esto ayudará? -le pregunté, pasándome los dedos por la cabeza y quitándome algunos pelos sueltos para dejarlos caer sobre los heléchos.
– Sí, eso hará el rastro más intenso, pero no hace falta que te arranques toda la melena, Bella. Con eso vale.
– Me sobran algunos más.
Bajo los árboles reinaba la oscuridad. Me habría gustado caminar más cerca de Edward para aferrarle la mano.
Coloqué otro cabello en una rama rota que me cortaba el paso.
– No tienes por qué dejar que Alice se salga con la suya -me dijo Edward.
– No te preocupes por eso. Pase lo que pase, no pienso dejarte plantado en el altar -tenía el triste presentimiento de que Alice iba a salirse con la suya; más que nada porque cuando quería conseguir algo no se andaba con escrúpulos, y además era experta en lograr que los demás nos sintiéramos culpables.
– Eso no es lo que me preocupa. Mi único deseo es que todo salga como tú quieres.
Contuve un suspiro. No quería herir sus sentimientos diciéndole la verdad: que en realidad lo de Alice no me importaba, porque sólo suponía un punto más en el grado de horror que ya sentía.
– Aunque se salga con la suya, podemos hacer que sea una boda íntima. Únicamente nosotros. Emmett puede conseguir una licencia de cura en Internet.
Me eché a reír.
– Eso suena mejor.
La boda ya no parecería tan oficial si Emmett leía los votos, lo cual era un punto a favor, pero me iba a costar mucho no reírme.
– ¿Ves? -me dijo con una sonrisa-. Siempre se puede llegar a un acuerdo intermedio.
Me llevó un rato llegar al lugar donde la tropa de neófitos iba a cruzarse con mi rastro, pero Edward no perdió la paciencia a pesar de la lentitud de mi paso.
Tuvo que guiarme un poco más por el camino de regreso para asegurarse de que volvía a seguir el mismo rastro. Todo me resultaba demasiado parecido.
Casi habíamos llegado al claro cuando tropecé. Ya alcanzaba a divisarlo, y quizá ésa fue la razón por la que me emocioné y olvidé vigilar mis pasos. Conseguí agarrarme antes de darme de cabeza contra un árbol, pero mi mano izquierda partió una ramita que me hizo un corte en la palma.
– ¡Ay! Vaya, genial -mascullé.
– ¿Estás bien?
– Sí, sí. Quédate donde estás. Estoy sangrando, pero cortaré la hemorragia en un minuto…
No me hizo caso y llegó a mi lado antes de que pudiera terminar la frase.
– Llevo un botiquín -me dijo mientras se descolgaba la mochila-. Tuve el presentimiento de que podía hacernos falta.
– No es nada. Puedo curarme yo sola, no tienes por qué pasar un mal rato.
– No te preocupes por eso -repuso con toda calma-. A ver, deja que te lo limpie.
– Espera un segundo. Acabo de tener otra idea.
Sin mirar la sangre y respirando por la boca para evitar que se me revolviera el estómago, apreté la mano contra una piedra.
– ¿Qué estás haciendo?
– A Jasper le va a encantar -murmuré. Reanudé el camino de vuelta al claro, tocando todo lo que tenía a mi alcance con la palma de la mano-. Seguro que esto los atrae.
Edward suspiró.
– Conten la respiración -le pedí.
– Estoy bien, pero me parece que te estás pasando.
– Esta es mi única misión, así que quiero hacer un buen trabajo.
Mientras hablaba, pasamos junto al último árbol antes del claro. Dejé que mi mano herida rozara contra los heléchos.
– Pues lo has conseguido -dijo Edward-. Los neófitos se pondrán frenéticos, y Jasper se quedará impresionado por la dedicación que has puesto en ello. Ahora deja que te cure la mano. Te has ensuciado la herida.
– Deja que lo haga yo, por favor.
Edward me cogió la mano y sonrió al examinarla.
– Esto ya no me molesta como antes.
Le examiné atentamente, en busca de algún signo de inquietud mientras me limpiaba el corte. Él seguía respirando de forma regular, con la misma sonrisa en los labios.
– ¿Por qué no te molesta? -le pregunté por fin, mientras me vendaba la mano.
Él se encogió de hombros.
– Lo he superado.
– ¿Que lo has superado? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Traté de recordar la última vez que había tenido que contener la respiración cerca de mí. Lo único que se me ocurrió fue mi cumpleaños, en septiembre, aquella fiesta que acabó en desastre.
Edward apretó los labios; parecía estar buscando las palabras adecuadas.
– Durante veinticuatro horas creí que estabas muerta, Bella. Eso cambió mi modo de ver las cosas.
– ¿Y también cambió la forma en que percibes mi olor?
– En absoluto. Pero… tras ver cuáles eran mis sentimientos al creer que te había perdido… mis reacciones han cambiado. Todo mi ser huye aterrorizado de cualquier acción que pueda inspirar de nuevo ese dolor.
No supe qué responder a eso. Edward se rió al ver mi expresión.
– Supongo que la experiencia puede calificarse como instructiva.
En ese momento atravesó el claro una ráfaga de viento que me echó el pelo sobre la cara y me hizo sentir un escalofrío.
– Bueno -dijo, cogiendo de nuevo la mochila-, ya has cumplido con tu parte -sacó mi chaquetón de invierno y me ayudó a ponérmelo-. Lo demás ya no está en nuestras manos. ¡Nos vamos de acampada!
Aquel entusiasmo fingido me hizo soltar una carcajada.
Edward me cogió la mano vendada -la otra estaba peor, aún en cabestrillo- y nos encaminamos hacia el otro lado del claro.
– ¿Dónde hemos quedado con Jacob?
– Aquí mismo -señaló hacia los árboles que teníamos frente a nosotros, al mismo tiempo que Jacob salía con paso cauteloso de entre las sombras.
No debería haberme sorprendido el verle en su forma humana. No sé por qué estaba buscando un enorme lobo color castaño.
Jacob volvió a parecerme más grande, sin duda por culpa de mis expectativas. De forma inconsciente, debí de creer que ante mí aparecería el Jacob de mis recuerdos, que era más pequeño y apacible y no me ponía las cosas tan difíciles. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho desnudo y llevaba una prenda de abrigo en la mano. Nos miró con gesto inexpresivo.
Edward curvó hacia abajo las comisuras de la boca.
– Tendría que haber otra forma mejor de hacer las cosas.
– Demasiado tarde -murmuré en tono pesimista.
Edward lanzó un suspiro.
– Hola, Jake -le saludé cuando estuvo más cerca.
– Hola, Bella.
– ¿Qué tal estás, Jacob? -le saludó Edward.
Jacob se ahorró los cumplidos y fue al grano:
– ¿Adonde la llevo?
Edward sacó un mapa de un bolsillo lateral de la mochila y se lo dio. Jacob lo desplegó.
– Estamos aquí -informó Edward estirando el brazo para señalar el lugar exacto. El licántropo reculó instintivamente para apartarse de su mano, pero luego volvió a enderezarse. Mi novio fingió no darse cuenta.
– Y tú la llevarás hasta aquí -prosiguió Edward, trazando un camino sinuoso que seguía las líneas de relieve del mapa-. Apenas son quince kilómetros.
Jacob asintió una sola vez.
– Cuando estés más o menos a un kilómetro y medio, vuestro sendero se cruzará con el mío. Sigúelo hasta el punto de destino. ¿Necesitas el mapa?
– No, gracias. Conozco la zona como la palma de mi mano. Creo que sé adonde voy.
Parecía que a Jacob le costaba más trabajo que a Edward mantener un tono educado y cortés.
– Yo tomaré la ruta más larga. Os veré en unas horas.
Después me miró con gesto infeliz. Esa parte del plan no le gustaba.
– Hasta luego -murmuré.
Edward desapareció entre los árboles, en dirección contraria. En cuanto se esfumó, Jacob volvió a estar contento.
– ¿Qué ocurre, Bella? -me preguntó con una amplia sonrisa.
Puse los ojos en blanco.
– La historia de mi vida.
– Entiendo -me dijo-. Una pandilla de vampiros que intentan matarte. Lo de siempre.
– Lo de siempre.
– Bueno -añadió mientras se ponía el abrigo para tener las manos libres-. Nos vamos.
Hice una mueca y di un paso hacia él.
Jacob se agachó y pasó el brazo por detrás de mis rodillas. Mis piernas se elevaron en el aire, pero antes de que mi cabeza se estampara contra el suelo me agarró con el otro brazo.
– Idiota -murmuré.
Él se echó a reír y arrancó a correr entre los árboles. Llevaba un ritmo constante, un trote que podría haber mantenido cualquier humano en forma… siempre que fuera por terreno llano y sin una carga extra de cincuenta kilos.
– No hace falta que corras. Te vas a cansar.
– Correr no me cansa -Jacob respiraba con el ritmo regular de un corredor de maratón-. Además, pronto hará más frío. Espero que Edward termine de instalar el campamento antes de que lleguemos.
Toqué con el dedo el grueso relleno de su parka.
– Pensé que tú ya no pasabas frío.
– Y así es. Lo he traído para ti, por si acaso no venías equipada -miró mi chaqueta, casi decepcionado al ver que sí-. No me gusta cómo está el tiempo. Me pone nervioso. ¿Te has fijado en que no hemos visto ningún animal?
– La verdad es que no.
– Me imaginaba que no te darías cuenta. Tus sentidos están demasiado embotados.
Pasé por alto ese comentario.
– A Alice también le preocupa la tormenta.
– No es normal que el bosque esté tan silencioso. Habéis elegido la peor noche para ir de acampada.
– No ha sido del todo idea mía.
La trocha que había tomado era cada vez más empinada, pero eso no le hizo aminorar la marcha. Saltaba con agilidad de una roca a otra, sin necesitar la ayuda de las manos. Su equilibrio era tan perfecto que me recordaba a una cabra montes.
– ¿Qué te has colgado del brazalete? -me preguntó.
Miré hacia abajo y me di cuenta de que llevaba el corazón de cristal boca arriba sobre la muñeca.
Me encogí de hombros, con cierto sentimiento de culpa.
– Otro regalo de graduación.
Jacob soltó un bufido.
– Ya me lo olía yo. Una piedra preciosa.
¿Una piedra preciosa? De pronto recordé la frase que Alice había dejado sin terminar en el garaje. Miré el cristal blanco y brillante e intenté acordarme de lo que había comentado sobre los diamantes. ¿Habría querido decir «ya llevas un diamante de Edward»? No, imposible. Si el corazón era un diamante, debía de pesar cinco quilates o alguna burrada parecida. Edward no habría…
– Hace ya tiempo que no bajas a La Push -me dijo Jacob, interrumpiendo el inquietante rumbo de mis conjeturas.
– He estado muy liada -le respondí-. Y… de todos modos, creo que no habría ido.
Jacob torció el gesto.
– Creí que tú eras la compasiva y yo el rencoroso.
Me encogí de hombros.
– He pensado mucho en la última vez que nos vimos. ¿Y tú?
– No -respondí.
Jacob se echó a reír.
– O estás mintiendo, o eres la persona más testaruda sobre la faz de la tierra.
No me gustaba mantener una conversación de esa clase en las condiciones del momento, rodeada por aquellos brazos demasiado cálidos y sin poder evitarlo. Tenía su cara muy cerca para mi gusto, y me habría gustado poder dar un paso atrás.
– Una persona inteligente tiene en cuenta todos los aspectos de una decisión.
– Y yo los he tenido en cuenta -repliqué.
– Si no has vuelto a pensar en la… eh…, conversación que tuvimos la última vez que viniste a verme, es que no es cierto.
– Aquella conversación no es relevante para mi decisión.
– Hay gente que hace lo que sea para engañarse a sí misma.
– Me he dado cuenta de que los licántropos, en particular, tienen tendencia a cometer ese error. ¿Crees que es algo genético?
– ¿Significa eso que él besa mejor que yo? -preguntó Jacob. De repente, se había puesto de mal humor.
– La verdad es que no sabría decirlo, Jake. El único chico al que he besado en mi vida es Edward.
– Eso sin contarme a mí.
– Yo no cuento aquello como un beso, Jacob. A mí me pareció más bien una agresión.
– Uf… Eso suena un poco frío.
Me encogí de hombros. No pensaba retirarlo.
– Ya te pedí disculpas -me recordó.
– Y yo te perdoné… casi del todo, pero eso no cambia la forma en que recuerdo lo que pasó.
Murmuró algo ininteligible.
Durante un rato guardamos silencio; sólo se escuchaba su rítmica respiración y el rugido del viento en las copas de los árboles. A nuestro lado se erguía un escarpado farallón de piedra gris. Seguimos por su base, que se alejaba del bosque dibujando una curva ascendente.
– Sigo creyendo que esto es una irresponsabilidad -dijo Jacob de pronto.
– No sé de qué estás hablando, pero te equivocas.
– Piénsalo, Bella. Según tú, en toda tu vida sólo has besado a una persona, que ni siquiera es una persona de verdad, y dices que con eso te vale. ¿Cómo sabes que eso es lo que quieres? ¿No deberías salir con otra gente?
Mantuve la voz calmada.
– Sé perfectamente lo que quiero.
– Entonces no sería tan malo que lo confirmaras. Tal vez tendrías que intentar besar a alguien más. Sólo por comparar… ya que lo que ocurrió el otro día no cuenta. Podrías besarme a mí, por ejemplo. No me importa que me utilices para experimentar.
Me apretó contra el pecho, de modo que mi rostro quedó aún más cerca del suyo. Estaba sonriendo por su propio chiste, pero yo no pensaba correr ningún riesgo.
– No juegues conmigo, Jake, o juro que cuando Edward intente partirte la cara no le detendré.
En mi voz había un timbre de pánico que le hizo sonreír más.
– Si tú me pides que te bese, él no tendrá razón para enfadarse. ¿No dijo que no pasaba nada?
– Si crees que voy a pedírtelo, aguarda sentado, Jake. Aunque seas un hombre lobo, te vas a cansar de esperar.
– Pues sí que estás hoy de mal café.
– Me pregunto por qué será.
– A veces, pienso que te gusto más como lobo.
– Pues mira, sí, a veces yo también lo creo. Es posible que tenga que ver con que cuando eres lobo no puedes abrir el pico.
Frunció los labios con gesto pensativo.
– No, dudo que sea por eso. Me parece que te resulta más fácil estar cerca de mí cuando no soy humano porque así no tienes que fingir que no te atraigo.
Me quedé boquiabierta al oírle; pero, al darme cuenta, cerré la boca y rechiné los dientes.
El lo oyó, y sonrió de oreja a oreja en gesto de victoria.
Respiré hondo antes de hablar.
– No. Estoy bien segura de que es porque no puedes hablar.
Jacob suspiró.
– ¿Nunca te cansas de engañarte a ti misma? Sabes de sobra que siempre me tienes presente en tu cabeza. Físicamente, quiero decir.
– ¿Cómo podría alguien no tenerte presente físicamente, Jacob? -le pregunté-. Eres un monstruo gigante que se niega a respetar el espacio vital de los demás.
– Te pongo nerviosa, pero sólo cuando soy humano. Te sientes más cómoda cerca de mí cuando soy un lobo.
– El nerviosismo no es lo mismo que la irritación.
Jacob se me quedó mirando por un instante. Aminoró la marcha, y su gesto de diversión desapareció. Entrecerró los ojos, que se volvieron negros bajo la sombra de sus cejas. Su respiración, tan regular mientras corría, empezó a acelerarse. Lentamente, agachó la cara y la arrimó a la mía.
Le miré a los ojos. Supe con exactitud lo que pretendía.
– Es tu cara -le recordé.
Soltó una carcajada y empezó a aligerar el ritmo de nuevo.
– Prefiero no pelearme con tu vampiro esta noche. En cualquier otro momento me daría igual, pero mañana los dos tenemos un trabajo que hacer, y no quiero dejar a los Cullen con uno menos.
Un repentino ataque de vergüenza hizo que se me demudara el gesto.
– Lo sé, lo sé -me dijo, malinterpretando mi expresión-. Crees que podría conmigo.
Me sentía incapaz de hablar. Era yo, y no Jacob, quien iba a dejarles con uno menos. ¿Y si alguien resultaba herido por culpa de mi debilidad? ¿O si, por el contrario, me mostraba valiente y Edward…? No quería ni pensarlo.
– ¿Qué te pasa, Bella? -su gesto dejó de ser jocoso y bravucón, y debajo apareció el Jacob que yo conocía, como si se hubiese quitado una máscara-. Si he dicho algo que te ha molestado, quiero que sepas que sólo estaba bromeando. No era mi intención decir nada que… Oye, ¿estás bien? No llores, Bella -me pidió.
Intenté dominarme.
– No voy a llorar.
– ¿Qué es lo que he dicho?
– No es nada que hayas dicho, es… Es por mi culpa. He hecho algo… terrible.
Me miró aturdido, con los ojos como platos.
– Edward no va a luchar mañana -le expliqué en susurros-. Le he obligado a quedarse conmigo. ¡Soy una cobarde asquerosa!
Jacob arrugó el ceño.
– ¿Y crees que no va a salir bien? ¿Piensas que te van a encontrar aquí? ¿Es que sabes algo que yo no sepa?
– No, no. Eso no me da miedo. Es que… no puedo dejarle ir. Si no regresara… -me estremecí, y tuve que cerrar los ojos para ahuyentar esa idea.
Jacob se quedó callado. Yo seguí hablando, sin abrir los ojos y en voz baja.
– Si alguien resulta herido, la culpa siempre será mía. Y aunque ninguno… Me se portado fatal. Pero tenía que hacerlo, tenía que convencerle de que se quedara conmigo. Estoy segura de que él no me lo va a echar en cara, pero yo sabré siempre qué cosas soy capaz de hacer -me sentí un poco mejor al purgar todo eso de mi interior, aunque tan sólo se lo pudiera confesar a Jacob.
Él resopló. Abrí los párpados despacio, y me entristeció ver que había vuelto a enfundarse aquella máscara de dureza.
– No puedo creer que haya dejado que le convenzas para que no participe. Yo no me perdería esto por nada del mundo.
– Lo sé -repuse con un suspiro.
– De todas formas, eso no quiere decir nada -empezó a recular-. No significa que te quiera más que yo.
– Pero tú no te habrías quedado conmigo, aunque te lo hubiese suplicado.
Arrugó los labios por un instante, y me pregunté si iba a intentar negarlo. Los dos sabíamos cuál era la verdad.
– Pero sólo porque yo te conozco mejor -respondió por fin-. Todo va a ir como la seda. Y aunque me lo pidieras y te dijera que no, sé que después no te enfadarías tanto conmigo.
– Quizá tengas razón. Si todo saliera bien, a lo mejor no me enfadaría contigo. Pero aun así, todo el tiempo que estés fuera voy a estar muerta de preocupación. Me voy a volver loca.
– ¿Por qué? -me preguntó con brusquedad-. ¿Qué más te da si me ocurre algo?
– No digas eso. Sabes de sobra cuánto significas para mí. Lamento que no sea de la forma en que tú querrías, pero así son las cosas. Eres mi mejor amigo. Al menos, antes lo eras. Y aún sigues siéndolo… cuando bajas la guardia.
Jacob puso aquella sonrisa de antaño, la que yo adoraba.
– Siempre lo seré -me prometió-. Incluso aunque no… aunque no me comporte tan bien como debería. Pero, en el fondo de mi ser, siempre estaré contigo.
– Lo sé. Si no, ¿por qué crees que aguanto todas tus chorradas?
Jacob se rió conmigo, pero después su mirada se entristeció.
– ¿Cuándo te vas a dar cuenta por fin de que también estás enamorada de mí?
– Siempre tienes que arruinar un buen momento.
– No digo que no le ames a él, no soy tonto, pero se puede querer a más de una persona a la vez, Bella. Es algo que pasa a menudo.
– Yo no soy un lobo chiflado como tú, Jacob.
Al ver que arrugaba la nariz, estuve a punto de pedir disculpas por lo que acababa de decir; pero él cambió de tema.
– No estamos muy lejos. Puedo olerle.
Suspiré aliviada.
Jacob malinterpretó el significado de mi suspiro.
– Iría más despacio, Bella, pero supongo que querrás estar a cubierto antes de que eso se nos venga encima.
Los dos levantamos la mirada al cielo.
Por el oeste se acercaba un sólido muro de nubes púrpura, casi negras, y el bosque se sumía en sombras a su paso.
– ¡Guau! -murmuré-. Será mejor que te des prisa, Jake. Querrás llegar a casa antes de que la tormenta descargue.
– No me voy a casa.
Me quedé mirándole, exasperada.
– No vas a acampar con nosotros.
– Si te refieres al pie de la letra, no, no pienso meterme en vuestra tienda. Prefiero la tormenta antes que ese olor. Pero seguro que tu chupasangres querrá mantenerse en contacto con la manada para coordinar las acciones, así que yo, amablemente, voy a facilitarle ese servicio.
– Creía que ése era el trabajo de Seth.
– El se hará cargo de ese cometido mañana, durante la batalla.
Cuando me la recordó, guardé silencio por un instante. Me quedé mirando a Jacob; de repente, volvía a estar tan preocupada como antes.
– Supongo que, ya que estás aquí, no hay forma de convencerte de que te quedes… -le dije-. ¿Y si me pongo a suplicarte, o te ofrezco convertirme en tu esclava el resto de mi vida?
– Suena tentador, pero no. Aun así, debe de ser divertido verte suplicar. Si quieres, puedes intentarlo.
– ¿Es que no hay nada que pueda decir para convencerte?
– No. A menos que puedas prometerme una batalla mejor. En cualquier caso, quien da las órdenes es Sam.
Eso me recordó algo.
– Edward me dijo algo el otro día… sobre ti.
Jacob se alarmó.
– Seguro que era mentira.
– ¿Ah, sí? ¿Entonces no eres el segundo al mando de la manada?
Jacob parpadeó. Se quedó pálido por la sorpresa.
– Ah, ¿era eso?
– ¿Por qué no me lo has dicho nunca?
– ¿Por qué iba a hacerlo? No es gran cosa.
– No lo sé. ¿Por qué no? Es interesante. ¿Cómo funciona? ¿Cómo es que Sam ha acabado de macho Alfa y tú de… de macho Beta?
Jacob se rió de los términos que se me acababan de ocurrir.
– Sam es el primero, el mayor. Es lógico que él tome el mando.
Arrugué la frente.
– Pero entonces, ¿el segundo no debería ser Jared, o Paul? Fueron los siguientes en transformarse.
– Bueno, es complicado de explicar -se evadió.
– Inténtalo.
Jacob exhaló un suspiro.
– Tiene más que ver con el linaje. Ya sé que está un poco pasado de moda. ¿Qué más da quién era tu abuelo? Pero es así.
Entonces recordé algo que Jacob me había dicho mucho tiempo atrás, antes de que ninguno de los dos supiéramos nada sobre hombres lobo.
– ¿No me dijiste que Ephraim Black fue el último jefe que habían tenido los quileute?
– Sí, es cierto. Él era el Alfa. ¿Sabías que teóricamente Sam es ahora el jefe de toda la tribu? -soltó una carcajada-. Qué tradiciones tan estúpidas.
Cavilé sobre ello durante un instante, tratando de encajar todas las piezas.
– Pero también me dijiste que la gente escuchaba a tu padre más que a ninguna otra persona del Consejo por ser nieto de Ephraim, ¿no?
– ¿Adonde quieres ir a parar?
– Bueno, si tiene que ver con el linaje… ¿No deberías ser tú el jefe?
Jacob no me respondió. Se quedó mirando al bosque, cada vez más tenebroso, como si de pronto necesitara concentrarse para saber por dónde iba.
– ¿Jake?
– No, ése es el trabajo de Sam -mantuvo los ojos clavados en el agreste sendero que seguíamos.
– ¿Por qué? Su bisabuelo era Levi Uley, ¿no? ¿Levi no era también un Alfa?
– Sólo hay un Alfa -respondió de forma automática.
– Entonces, ¿qué era Levi?
– Un Beta, supongo -resopló al pronunciar el término con que le había bautizado-. Como yo.
– Eso no tiene sentido.
– Tampoco importa.
– Sólo quiero entenderlo.
Jacob se decidió por fin a mirarme, y al verme confusa volvió a suspirar.
– Sí. Se supone que yo debería ser el Alfa.
Fruncí el ceño.
– ¿Es que Sam no ha querido renunciar?
– No es eso. Es que yo no he querido ascender.
– ¿Por qué no?
Jacob puso un gesto de contrariedad ante mis preguntas. Que se aguante, pensé, ahora le toca a él sentirse incómodo.
– No quería nada de esto, Bella. No quería que las cosas cambiaran. No me apetecía ser un jefe legendario ni formar parte de una manada de hombres lobo, y mucho menos ser su líder. Cuando Sam me lo ofreció, lo rechacé.
Me quedé pensando en eso un buen rato. Jacob, sin interrumpir mis cavilaciones, volvió a escrutar las tinieblas del bosque.
– Yo creí que eras feliz, que estabas contento con tu situación -le dije, por fin.
Jacob sonrió para tranquilizarme.
– Sí, no está tan mal. A veces es emocionante, como lo de mañana. Pero al principio fue como si me hubieran reclutado para una guerra de cuya existencia no sabía nada. No me dejaron elegir. Fue algo irrevocable -se encogió de hombros-. De todos modos, supongo que ahora estoy contento. Tenía que ser así y, además, ¿en quién más podía confiar para tomar la decisión? No hay nadie mejor que uno mismo.
Me quedé mirando a mi amigo con una inesperada sensación de respeto. Era mucho más maduro de lo que había creído hasta entonces. Igual que me había pasado con Billy la otra noche junto a la hoguera, había una grandeza en él que nunca habría sospechado.
– El jefe Jacob -murmuré, sonriendo ante el sonido de esas tres palabras juntas.
Él puso los ojos en blanco.
En ese momento, el viento sacudió con fuerza los árboles, tan gélido como si bajara soplando de un glaciar. Los fuertes crujidos de la madera resonaron en el monte. Aunque la luz se debilitaba a medida que aquella tenebrosa nube cubría el cielo, pude distinguir unos pequeños copos blancos que revoloteaban sobre nosotros.
Jacob apretó el paso y concentró toda su atención en el suelo mientras corría a toda velocidad. Me acurruqué contra su pecho para protegerme de aquella molesta nevada.
Minutos después, Jacob llegó al lado de sotavento del farallón, y vimos la pequeña tienda montada contra la pared de roca, al abrigo de la tempestad. Los copos caían en remolinos sobre nosotros, pero el vendaval era de tal intensidad que no dejaba que se posaran en ningún sitio.
– ¡Bella! -gritó Edward con alivio. Le sorprendimos dando paseos nerviosos por aquel reducido claro.
Apareció a mi lado como un rayo, tan rápido que apenas lo vi como un borrón. Jacob se encogió sobresaltado, y después me dejó en el suelo. Edward hizo caso omiso a su reacción y me abrazó con fuerza.
– Gracias -dijo Edward por encima de mi cabeza. Su tono era sincero-. Has sido más rápido de lo que me esperaba. Te lo agradezco de veras.
Me giré para observar la respuesta de Jacob, que se limitó a encogerse de hombros; toda cordialidad se había esfumado de su rostro.
– Llévala dentro. Esto va a ir a peor: se me están poniendo de punta los pelos de la cabeza. ¿Esta tienda es segura?
– Sólo me ha faltado soldarla a la roca.
– Bien.
Jacob alzó la mirada al cielo, que ahora estaba negro por la tormenta y salpicado de remolinos de nieve. Sus ollares se ensancharon.
– Voy a transformarme -anunció-. Quiero saber cómo va todo por casa.
Colgó el abrigo en una rama corta y ancha y se adentró en las tinieblas del bosque sin volver la vista atrás.