16 Hito

– ¡No tengo nada que ponerme! -me quejé, hablando sola.

Había extendido toda mi ropa sobre la cama tras vaciar los cajones y los armarios. Contemplé los huecos desocupados con la esperanza de que apareciera alguna prenda apropiada.

Mi falda caqui yacía sobre el respaldo de la mecedora, a la espera de que descubriera algo con lo que conjuntara bien, una prenda que me hiciera parecer guapa y adulta, una capaz de transmitir la sensación de «ocasión especial». Me había quedado sin opciones.

Era ya hora de irme y aún llevaba puestos mis calcetines usados favoritos. Iba a tener que asistir a la graduación con ellos a menos que encontrara algo mejor, y no había demasiadas posibilidades.

Torcí el gesto delante de la montaña de ropa apilada en la cama.

Lo peor era que sabía exactamente qué habría llevado si aún la tuviera a mano, la blusa roja robada. Pegué un puñetazo a la pared con la mano buena.

– ¡Maldito vampiro ladrón! -grité.

– ¿Qué he hecho? -inquirió Alice, que permanecía apoyada con gesto informal junto a la ventana abierta como si hubiera estado allí todo el tiempo. Luego, añadió con una sonrisa-: Toc, toc.

– ¿De veras resulta tan duro esperarme que no puedes usar la puerta?

– Yo sólo pasaba por aquí -dejó caer sobre el lecho una caja aplanada de color blanco-. Se me ocurrió que quizá necesitaras algo de ropa para la ocasión.

Observé el gran paquete que descansaba en lo alto de mi decepcionante vestuario e hice una mueca.

– Admítelo -dijo Alice-, soy tu salvación.

– Eres mi salvación -farfullé-. Gracias.

– Bueno, es agradable hacer algo a derechas para variar. No sabes lo irritante que resulta pasar cosas por alto, como hago últimamente. Me siento tan inútil, tan… normal -se encogió aterrada ante esa palabra.

– ¿Que no puedo imaginarme lo espantoso que resulta ser normal? Vamos, anda.

Ella se rió.

– Bueno, al menos esto repara el robo de tu maldito ladrón, por lo que ahora sólo me falta por descubrir qué pasa en Seattle, que aún no lo veo…

Todo encajó cuando ella relacionó ambas situaciones en una sola frase. De pronto, tuve clara cuál era la interrelación que no lograba establecer y la esquiva sensación que me había importunado durante varios días. Me quedé mirándola abstraída mientras en el rostro se me congelaba el gesto que había esbozado.

– ¿No vas a abrirla? -preguntó. Suspiró cuando no me moví de inmediato y levantó la tapa de la caja ella misma. Sacó una prenda y la sostuvo en alto, pero no lograba concentrarme en ella-. Es preciosa, ¿no crees? He elegido el color azul porque sé que es el color que a Edward más le gusta que lleves.

No le presté atención alguna.

– Es la misma -murmuré.

– ¿Qué? -inquirió-. No posees nada similar y a juzgar por lo que estabas gritando, sólo tienes una falda.

– No, Alice, olvídate de las ropas y escucha.

– ¿No te gusta?

Una nube de desencanto nubló el rostro de Alice.

– Escúchame, ¿no lo ves? La irrupción en mi casa y el robo de mis cosas van emparejados a la creación de neófitos en Seattle.

La prenda se le escapó de entre los dedos y volvió a caer dentro de la caja.

Alice se concentró ahora, con voz súbitamente aguda.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– ¿Recuerdas lo que dijo Edward sobre usar las lagunas de tu presciencia para mantener fuera de tu vista a los neófitos? Y luego está lo que explicaste en su momento sobre una sincronización demasiado perfecta y el cuidado que había puesto el ladrón en no dejar pistas, como si supiera lo que eres capaz de ver. Creo que él usó esas lagunas. ¿Qué posibilidades hay de que actúen exactamente al mismo tiempo dos personas que saben lo bastante sobre ti para comportarse de ese modo? Ninguna. Es una persona. Es la misma persona. El organizador de ese ejército robó mi aroma.

Alice no estaba habituada a que la sorprendieran. Se quedó allí clavada e inmóvil durante tanto tiempo que comencé a contar los segundos en mi mente mientras esperaba. No se movió durante dos minutos; luego, volvió a mirarme y repuso con voz ahogada:

– Tienes razón, claro que sí, y cuando se considera de ese modo…

– Edward se equivocó -dije con un hilo de voz-. Era una prueba para saber si funcionaba. Aunque tú estuvieras vigilando, si era capaz de entrar y salir sin peligro, podría hacer lo que se le antojara, como, por ejemplo, intentar matarme… No se llevó mis cosas para demostrar que me había encontrado, las robó para tener mi efluvio y posibilitar que otros pudieran encontrarme.

Me miró sorprendida. Yo estaba en lo cierto y leí en sus ojos que ella lo sabía.

– Ay, no -dijo articulando para que le leyera los labios.

Había esperado tanto tiempo a que mis presentimientos tuvieran sentido que sentí un espasmo de alivio a pesar de estar todavía asimilando el hecho de que alguien había creado una tropa de vampiros -la misma que había acabado truculentamente con la vida de docenas de personas en Seattle- con el propósito expreso de matarme.

En parte, ese alivio se debía a que eso ponía fin a aquella irritante sensación de estar pasando por alto una información sustancial…

…la parte de mayor importancia era de otra índole.

– Bueno -musité-, ya nos podemos relajar todos. Después de todo, nadie intenta exterminar a los Cullen.

– Te equivocas de medio a medio si crees que ha cambiado algo -refutó Alice entre dientes-. Si buscan a uno de los nuestros, van a tener que pasar por encima de nuestros cadáveres para conseguirlo.

– Gracias, Alice, pero al menos ya sabemos cuál es el verdadero objetivo. Eso tiene que ayudar.

– Quizá -murmuró mientras paseaba de un lado a otro de mi habitación.

Pom, pom, pom.

Un puño aporreó la puerta de mi cuarto.

Yo di un salto, pero mi acompañante no pareció oírlo.

– ¿Todavía no estás lista? ¡Vamos a llegar tarde! -se quejó Charlie, que parecía estar con los nervios a flor de piel. Había tenido muchos problemas para ponerse elegante.

– Casi estoy. Dame un minuto -pedí con voz quebrada.

Mi padre permaneció en silencio durante una fracción de segundo.

– ¿Estás llorando?

– No. Estoy nerviosa. Vete.

Oí cómo sus pasos pesados se alejaban escaleras abajo.

– He de irme -susurró Alice.

– ¿Por qué?

– Edward viene hacia aquí, y si se entera de esto…

– ¡Vete, vete! -la urgí de inmediato.

Él iba a ponerse como loco si se enteraba. No podría ocultárselo durante demasiado tiempo, pero la ceremonia de graduación no era el mejor momento para que pillara un rebote.

– Póntelo -me ordenó Alice antes de irse a la chita callando por la ventana.

Hice lo que me pidió, vestirme sin pensar, pues estaba en las nubes.

Había planeado hacerme un peinado sofisticado, pero ya no tenía tiempo, por lo que lo alisé y lo atusé como cualquier otro día. No importaba. Más aún, ni siquiera me molesté en mirarme al espejo, ya que no tenía ni idea de si conjuntarían la falda y el jersey de Alice. Tampoco eso importaba. Me eché al brazo la espantosa toga amarilla de poliéster para la graduación y bajé las escaleras a todo correr.

– Estás muy guapa -dijo Charlie con cierta brusquedad, fruto de la emoción reprimida-. ¿Y ese jersey? ¿Es nuevo?

– Sí -murmuré mientras me intentaba concentrar-, me lo regaló Alice. Gracias.

Edward llegó a los pocos minutos de que se marchara su hermana. No había pasado suficiente tiempo para que yo recompusiera una imagen de calma, pero no tuvo ocasión de preguntarme qué ocurría, pues acudimos a la graduación en el coche patrulla.

Charlie no había dado su brazo a torcer a lo largo de la semana anterior y había insistido en llevarme él cuando se enteró de que tenía intención de ir a la ceremonia en el coche de Edward. Comprendí su punto de vista: los padres tienen ciertos privilegios el día de la graduación. Yo accedí de buen grado y Edward lo aceptó de buen humor, llegando a sugerir que fuéramos todos juntos, a lo cual no se opusieron ni Carlisle ni Esme, por lo que mi padre no logró urdir ninguna objeción convincente y tuvo que aceptarle a regañadientes. Por eso, ahora Edward viajaba en el asiento trasero del coche patrulla de mi padre, detrás de la mampara de fibra de vidrio. Mostraba un gesto burlón, probablemente como réplica a la expresión socarrona de Charlie, y una sonrisa cada vez más amplia. Papá le dirigió una mirada a hurtadillas por el espejo retrovisor. Lo más probable es que eso significara que se le habían ocurrido un par de lindezas, y que le traerían problemas conmigo si las decía en voz alta.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Edward mientras me ayudaba a salir del asiento de delante en el aparcamiento del instituto.

– Estoy nerviosa -contesté, y no le mentía.

– Estás preciosa.

Parecía a punto de añadir algo más, pero Charlie, en una maniobra que pretendía ser sutil, se metió entre nosotros y me pasó el brazo por los hombros.

– ¿No estás entusiasmada? -me preguntó.

– La verdad es que no -admití.

– Bella, éste es un momento importante. Vas a graduarte en el instituto y ahora te espera el gran mundo… Vas a vivir por tu cuenta… Has dejado de ser mi niña pequeña -se le hizo un nudo en la garganta.

– Papá -protesté-, no vayas a ponerte lacrimógeno…

– ¿Quién se pone lacrimógeno? -refunfuñó-. Ahora bien, ¿por qué no te alegras?

– No lo sé, papá. Supongo que aún no noto la emoción, o algo así.

– Me alegro de que Alice haya organizado esa fiesta. Necesitas algo que te anime.

– Claro, para fiestas estoy yo.

Se rió al oír el tono de mi voz y me estrechó por los hombros mientras Edward contemplaba las nubes con gesto pensativo. Charlie nos dejó en la puerta trasera del gimnasio y dio una vuelta alrededor del mismo para acudir a la entrada principal con el resto de los padres.

Se armó un cirio de cuidado cuando la señora Cope, de la oficina principal del colegio, y el señor Varner, el profesor de Cálculo, intentaron ordenarnos a todos alfabéticamente.

– Cullen, a las filas de delante -le ordenó a Edward el señor Varner.

– Hola, Bella.

Alcé la vista para ver a Jessica Stanley saludándome con la mano desde el final de la fila. Sonreía.

Edward me dio un beso fugaz, espiró y fue a ocupar su lugar entre los alumnos cuyo apellido empezaba por ce. Alice no estaba allí. ¿Qué estaría haciendo? ¿Iba a perderse la graduación? En menudo momento se me había ocurrido averiguar de qué iba el percal. Debería haber esperado a que hubiera terminado todo.

– ¡Aquí, Bella, aquí! -me volvió a llamar Jessica.

Retrocedí hasta el final de la cola para ocupar un lugar detrás de ella. Decir que sentía curiosidad por saber por qué se mostraba tan amistosa era quedarse corta. Al acercarme, vi a Angela Weber cinco puestos detrás, que observaba a Jessica con la misma curiosidad.

Jess empezó a farfullar incluso antes de que estuviera lo bastante cerca como para oírla.

– …alucinante. Quiero decir, que parece que fue ayer cuando nos conocimos y ahora vamos a graduarnos juntas -barboteó-. ¿Puedes creerte que todo esto haya acabado? Tengo ganas de chillar.

– Me pasa lo mismo -murmuré.

– Todo parece increíble. ¿Recuerdas tu primer día en el instituto? Nos hicimos amigas enseguida, en cuanto nos vimos. Flipa. Te voy a echar mucho de menos ahora que me voy a California y tú a Alaska. ¡Tienes que prometerme que nos veremos! Me alegra mucho que des una fiesta. Es perfecto, porque no vamos a pasar mucho tiempo juntas en una buena temporada, y como todos nos vamos a marchar…

Y no callaba ni debajo del agua. Estaba segura de que la repentina recuperación de nuestra amistad se debía a la nostalgia de la graduación y a la gratitud de haberla convidado a mi fiesta, una invitación en la que yo no había tenido arte ni parte. Le preste la mayor atención posible mientras me ponía la toga y me descubría feliz de haber terminado a buenas con Jessica.

Aquello era un punto y final. No importaba lo que dijera Eric, el número uno de la promoción, sobre que la ceremonia de entrega de diplomas era un nuevo «comienzo» y todas las demás perogrulladas. Quizás eso fuera más aplicable a mí que al resto, pero aquel día todos dejábamos algo atrás.

Todo se desarrollaba con tal celeridad que tenía la sensación de mantener apretado el botón «avance rápido» del vídeo. ¿Esperaba de nosotros que fuéramos a esa misma velocidad? Impelido por los nervios, Eric hablaba con tal precipitación que las palabras y las frases se atrepellaban unas a otras y dejaron de tener sentido. El director Greene comenzó a llamarnos uno por uno sin apenas pausa entre un nombre y otro. La primera fila del gimnasio se apresuró para recoger el diploma. La pobre señora Cope se mostraba muy torpe a la hora de pasarle al director el diploma correcto para que se lo entregara al estudiante correspondiente.

Observé cómo Alice, que había aparecido de pronto, recorría el estrado con sus andares de bailarina para recoger el suyo con un rostro de máxima concentración. Edward acudió justo detrás, con expresión confundida, pero no alterada. Sólo ellos dos eran capaces de lucir aquel amarillo espantoso y tener un aspecto tan estupendo. Su gracia ultraterrena los diferenciaba del resto del gentío. Me pregunté cómo era posible que me hubiera creído alguna vez su farsa. Un par de ángeles con las alas desplegadas llamarían menos la atención.

Me levanté del asiento en cuanto oí al señor Greene pronunciar mi nombre, a la espera de que avanzara la fila que tenía delante de mí. Me percaté de los vítores que se levantaron en la parte posterior del gimnasio y miré a mi alrededor hasta ver a Jacob y Charlie que, de pie, lanzaban gritos de ánimo. Atisbé la cabeza de Billy a la altura del codo de jake. Conseguí dedicarles algo muy parecido a una sonrisa.

El señor Greene terminó de pronunciar la lista de nombres y pasó a repartir los diplomas con una sonrisa tímida.

– Felicidades, señorita Stanley -farfulló cuando Jess tomó el suyo.

– Felicidades, señorita Swan -masculló mientras depositaba el diploma en mi mano buena.

– Gracias -murmuré.

Y eso fue todo.

Avancé junto a Jessica para ponerme con el resto de los graduados. Ella tenía los ojos rojos y la cara llena de churretes que se secaba con la manga de la toga. Necesité unos instantes para comprender que estaba llorando.

El director dijo algo que no llegué a oír, pero todo el mundo a mi alrededor gritó y chilló. Todos lanzaron al aire los birretes amarillos. Me quité el mío demasiado tarde, por lo que me limité a dejarlo caer al suelo.

– Ay, Bella -lloriqueó Jess por encima del súbito estruendo de conversaciones-. No puedo creer que se haya acabado.

– A mí me da que no se ha terminado -murmuré.

Pasó los brazos por mis hombros y me dijo:

– Tienes que prometerme que estaremos en contacto.

Le devolví el abrazo. Me sentí un poco incómoda mientras eludía su petición.

– Cuánto me alegra haberte conocido, Jessica. Han sido dos años estupendos.

– Lo fueron.

Suspiró, se sorbió la nariz y dejó caer los brazos.

– ¡Lauren! -chilló mientras los agitaba por encima de la cabeza y se abría paso entre la masa de ropas amarillas. Los familiares empezaron a reunirse con los graduados, por lo que todos estuvimos más apretados.

Logré atisbar a Angela y a Ben, ya rodeados por sus respectivas familias. Los felicitaría más tarde. Ladeé la cabeza en busca de Alice.

– Felicidades -me susurró Edward al oído mientras sus brazos se enroscaban a mi cintura. Habló con voz contenida. Él no había tenido ninguna prisa en que yo alcanzara aquel hito en particular.

– Eh, gracias.

– Parece que aún no has superado los nervios -observó.

– Aún no.

– ¿Qué es lo que aún te preocupa? ¿La fiesta? No va a ser tan horrible.

– Es probable que tengas razón.

– ¿A quién estás buscando?

Mi búsqueda no había sido tan sutil como me pensaba.

– A Alice… ¿Dónde está?

– Salió pitando en cuanto recogió el diploma.

Su voz adquirió otro tono diferente. Alcé los ojos para ver su expresión anonadada mientras miraba hacia la salida trasera del gimnasio. Tomé una decisión impulsiva, la clase de cosas que debería pensarme dos veces, aunque rara vez lo hacía.

– ¿Estás preocupada por Alice?

– Eh…

No quería responder a eso.

– De todos modos, ¿en qué está pensando? Quiero decir… ¿En qué piensa para mantenerte fuera de su mente?

Clavó los ojos en mí de inmediato y los entrecerró con recelo.

– Lo cierto es que está traduciendo al árabe El himno de batalla de la República. Cuando termine con eso, se propone hacer lo mismo con la lengua de signos coreana.

Solté una risita nerviosa.

– Supongo que eso debería ocupar toda su mente.

– Tú sabes qué le preocupa -me acusó.

– Claro -esbocé un conato de sonrisa-. Se me ocurrió a mí.

El esperó, confuso.

Miré a mi alrededor. Mi padre debía de estar abriéndose camino entre la gente.

– Conociendo a Alice -susurré a toda prisa-, intentará ocultártelo hasta después de la fiesta, pero dado que yo estaba a favor de cancelarla… Bueno, no te enfades y actúa como si tal cosa, ¿vale? Por lo menos, ahora conocemos sus intenciones. Siempre es mejor saber lo máximo posible. No sé cómo, pero ha de ayudar.

– ¿De qué me hablas?

Vi aparecer la cabeza de Charlie por encima de otras mientras me buscaba. Me localizó y me saludó con la mano.

– Tú tranquilo, ¿vale?

El asintió una vez y frunció los labios con gesto severo.

Le expliqué mi razonamiento en apresurados cuchicheos.

– Creo que te equivocabas por completo en cuanto a lo que nos va a caer encima. Todo tiene un mismo origen y creo que, en realidad, vienen a por mí. Es una única persona la que ha interferido en las visiones de Alice. El desconocido de mi habitación hizo una prueba para verificar si podía buscarle las vueltas. Va a resultar que quien hace cambiar de opinión a los neófitos y el ladrón de mi ropa es la misma persona. Todo encaja. Mi aroma es para ellos -Edward empalideció de tal modo que me resultó difícil continuar hablando-. Pero, ¿no lo ves? Nadie viene a por vosotros. Es estupendo… Nadie quiere hacer daño a Esme ni a Alice ni a Carlisle.

Abrió los ojos con desmesura y pánico. Estaba aturdido y horrorizado. Al igual que Alice en su momento, veía que mi deducción era acertada.

Puse una mano en su mejilla.

– ¡Ten calma! -le supliqué.

– ¡Bella! -gorjeó Charlie mientras se abría paso a empellones entre las familias estrechamente arracimadas que nos rodeaban.

– ¡Felicidades, pequeña!

Mi padre no dejó de gritar ni siquiera cuando se acercó lo suficiente para poder hablarme al oído. Me rodeó con sus brazos de tal modo que obligó a Edward a hacerse a un lado.

– Gracias -contesté en un murmullo, preocupada por la expresión del rostro de Edward, que…

…no había recuperado el control de sus emociones. Aún tenía las manos extendidas hacia mí, como si pretendiera agarrarme y echar a correr. Su control era un poquito superior al mío. Escaparnos no me parecía ninguna mala idea.

– Jacob y Billy tenían que irse… ¿Los has visto? -preguntó Charlie.

Mi padre retrocedió un paso sin soltar mis hombros. Se mantenía de espaldas a Edward, probablemente, en un esfuerzo por excluirle, aunque en ese preciso momento aquello incluso nos convenía, pues él seguía boquiabierto y con los ojos desorbitados a causa del miedo.

– Oh, sí -le aseguré a mi padre en un intento de prestarle atención-, y también los he oído.

– Aparecer por aquí ha sido un bonito detalle por su parte -dijo Charlie.

– Ajajá.

Vale. Decírselo a Edward había sido una idea calamitosa. Alice había acertado al crear una nube de humo tras la que ocultar sus pensamientos y yo tenía que haber esperado a que nos quedáramos solos en algún lugar, quizá cuando estuviéramos con el resto de la familia, y sin nada frágil a mano, cosas como ventanas, coches o escuelas.

Verle así me estaba haciendo revivir todos mis miedos y algunos más. Su expresión ya había superado el pánico y ahora sus facciones reflejaban pura y simple rabia.

– Bueno, ¿adonde quieres ir a cenar? -preguntó Charlie-. El cielo es el límite.

– Puedo cocinar.

– No seas tonta. ¿Quieres ir al Lodge?-preguntó casi con avidez.

No me gustaba ni una pizca la comida del restaurante favorito de Charlie, pero, ¿qué importaba eso cuando, de todos modos, no iba a ser capaz de tragar ni un bocado?

– Claro, vamos allí, estupendo.

La sonrisa de Charlie se ensanchó más; luego, suspiró y volvió un poco la cabeza hacia Edward sin mirarle en realidad.

– ¿Vienes, Edward?

Miré a mi novio con ojos de súplica y él recompuso la expresión antes de que Charlie se volviera del todo para ver por qué no le respondía.

– No, gracias -contestó un poco envarado, con el rostro severo y frío.

– ¿Has quedado con tus padres? -preguntó Charlie, con tono molesto. Edward siempre era mucho más amable de lo que mi padre se merecía y aquella súbita hostilidad le sorprendía.

– Exacto, si me disculpáis…

Edward se dio media vuelta de forma brusca y se alejó entre el gentío, cada vez más escaso. Quizá se desplazó un poquito más deprisa de la cuenta para mantener su farsa, habitualmente perfecta.

– ¿Qué he dicho? -preguntó Charlie con expresión de culpabilidad.

– No te preocupes, papá -le aseguré-. No tiene nada que ver contigo.

– ¿Os habéis vuelto a pelear?

– Nadie ha discutido. No es asunto tuyo.

– Tú lo eres.

Puse los ojos en blanco.

– Vamonos a cenar.

El Lodge estaba hasta los topes. A mi juicio, el local resultaba chabacano y sus precios, excesivos, pero era lo más parecido a un restaurante de verdad que teníamos en el pueblo, por lo que la gente lo frecuentaba cuando celebraba acontecimientos. Melancólica, mantuve la vista fija en una cabeza de alce de aspecto más bien tristón mientras mi padre se zampaba unas costillas de primera calidad y conversaba por encima del respaldo con los padres de Tyler Crowley. Había mucho ruido. Todo el mundo había acudido allí después de la graduación y la mayoría conversaba entre los pasillos de separación de las mesas y por encima de los bancos corridos, como mi padre.

Estaba de espaldas a las ventanas de la calle. Resistí el impulso de girarme y buscar a quien pudiera estar mirándome. Sabía que iba a ser incapaz de ver nada. Estaba tan segura de eso como de que él no iba a dejarme desprotegida ni un segundo, no después de esto.

La cena se alargó. Charlie estaba muy ocupado departiendo a diestro y siniestro, por lo que comió demasiado despacio. Yo cortaba trocitos de mi hamburguesa y los ocultaba entre los pliegues de la servilleta cuando estaba segura de que mi padre centraba su atención en otra cosa. Todo parecía requerir mucho tiempo, pero cada vez que miraba el reloj, lo cual hacía con más frecuencia de la necesaria, apenas se habían movido las manecillas.

Me puse en pie cuando al fin el camarero le dio el cambio y papá dejó una propina en la mesa.

– ¿Tienes prisa? -me preguntó.

– Me gustaría ayudar a Alice con lo de la fiesta -mentí.

– De acuerdo.

Se volvió para despedirse de todos los allí presentes. Yo atravese la puerta del local para aguardarle junto al coche patrulla. Me apoyé sobre la puerta del copiloto a la espera de que Charlie lograra salir de la improvisada tertulia. El aparcamiento permanecía casi a oscuras. La nubosidad era tan densa que resultaba difícil determinar si se había puesto o no el sol. La atmósfera resultaba pesada, como cuando está a punto de llover.

Algo se movió entre las sombras.

Mi respiración entrecortada se convirtió en un suspiro de alivio, cuando Edward irrumpió de entre la penumbra.

Me estrechó con fuerza contra su pecho sin pronunciar ni una palabra. Fijó una de sus frías manos en mi barbilla y me obligó a alzar el rostro para poder posar sus duros labios contra los míos. Sentí la tensión de su mentón.

– ¿Cómo estás? -pregunté en cuanto me dio un respiro.

– No muy allá -murmuró-, pero he logrado controlarme. Lamento haber perdido los papeles antes.

– Es culpa mía. Tendría que haber esperado para contártelo.

– No -disintió-. Era algo que debía saber. ¡No puedo creer que no haya sido capaz de verlo!

– Tienes muchas cosas en la cabeza.

– ¿Y tú no?

De pronto, volvió a besarme sin darme opción a contestar. Se retiró al cabo de un instante.

– Charlie viene hacia aquí.

– Voy a tener que dejarle que me lleve a tu casa.

– Os seguiré hasta allí.

– No es realmente necesario -intenté decir, pero ya se había ido.

– ¿Bella? -me llamó Charlie desde la entrada del restaurante mientras escudriñaba las sombras.

– Estoy aquí fuera.

Mi padre salió hacia el coche andando despacio sin dejar de murmurar contra el vicio de la impaciencia.

– Bueno, ¿qué tal lo llevas? -me preguntó mientras conducía por la autovía en dirección norte-. Ha sido un gran día.

– Estoy bien -mentí.

Me caló enseguida y se echó a reír.

– Supongo que andas preocupada por la fiesta, ¿no?

– Sí -volví a mentir.

Esta vez no se dio cuenta.

– No eres de las que les van las fiestas.

– No sé de quién habré heredado eso -susurré.

Charlie rió entre dientes.

– Bueno, estás realmente guapa. Me gustaría pensar que algo he aportado… Perdona.

– No seas tonto, papá.

– No es ninguna tontería. Siempre me siento como si no hubiera hecho por ti nada de lo que debería.

– Eso es una ridiculez. Lo has hecho estupendamente. Eres el mejor padre del mundo, y… -no resultaba fácil hablar de sentimientos con Charlie, pero perseveré después de aclararme la garganta-. Me alegra haber venido a vivir contigo, papá. Es la mejor idea que he tenido jamás. Así que no te preocupes, sólo estoy experimentando un ataque de pesimismo postgraduación.

Bufó.

– Quizá, pero tengo la sensación de haber metido la pata en algunos puntos. Quiero decir… ¡Mira tu mano! -me miré las manos sin comprender. La izquierda descansaba sobre el cabestrillo negro con tanta comodidad que apenas me daba cuenta. El nudillo roto casi no me dolía ya-. Jamás se me ocurrió que tuviera que enseñarte cómo propinar un puñetazo. Supongo que me equivoqué en eso.

– Pero ¿tú no estás de parte de Jacob?

– No importa a favor de quién esté. Si alguien te besa sin tu permiso, tienes que ser capaz de dejar claros tus sentimientos sin resultar herida. No metiste el pulgar dentro del puño, ¿a que no?

– No, papá. Eso está muy bien por tu parte, aunque resulte raro decirlo, pero no creo que unas lecciones hubieran servido de mucho. Jacob tiene la cara como el hormigón.

Charlie soltó una carcajada.

– Pégale en las tripas la próxima vez.

– ¿La próxima vez? -pregunté con incredulidad.

– Ah, no seas demasiado dura con el crío. Es muy joven.

– Es odioso.

– Continúa siendo tu amigo.

– Lo sé -suspiré-. La verdad es que no estaba segura de lo que correspondía hacer, papá.

Charlie cabeceó despacio.

– Ya. Lo correcto nunca resulta obvio. Lo que es válido para unos no se puede aplicar a otros. Así que…, buena suerte a la hora de averiguarlo.

– Gracias -le solté en voz baja.

Se rió de nuevo, pero luego torció el gesto.

– Si esa fiesta se desmadra más de la cuenta… -comenzó.

– No te preocupes, papá. Carlisle y Esme van a estar presentes. Estoy segura de que también tú puedes venir, si quieres.

Mi padre hizo una mueca de disgusto y entornó los ojos para mirar la noche a través del parabrisas. Le gustaban las fiestas tan poco como a mí.

– ¿Dónde está la próxima salida? -preguntó-. Deberían señalizar mejor el camino hasta la casa… Es imposible encontrarlo de noche.

– Justo detrás de la próxima curva, creo -fruncí los labios-. ¿Sabes qué? Tienes razón… Es imposible encontrarlo. Alice me dijo que iba a incluir un mapa en la invitación, pero aun así, lo más probable es que se pierdan todos los invitados.

Me animé un poco ante esa perspectiva.

– Quizá -dijo Charlie cuando el camino se curvó hacia el este-, o quizá no.

La suave y oscura gasa de la noche cesaba donde debía de estar el camino de los Cullen. Alguien había colocado luces parpadeantes en los árboles que flanqueaban la entrada. Era imposible perderse.

– Alice -dije con acritud.

– Guau -comentó Charlie mientras girábamos hacia el camino.

Los dos árboles del comienzo no eran los únicos iluminados. Cada seis metros aproximadamente había una baliza que nos guiaba durante los cinco kilómetros de trayecto hasta llegar a la gran casa blanca.

– Ella no es de las que dejan las cosas a medias, ¿eh? -murmuró mi padre con respeto.

– ¿Seguro que no quieres entrar?

– Absolutamente seguro. Que te diviertas, hija.

– Muchísimas gracias, papá.

Estaba riéndose cuando salí del coche y cerré la puerta. Vi cómo seguía sonriendo mientras se alejaba. Después de suspirar, subí las escaleras para soportar mi propia fiesta.

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