Era extraño, pero me sentía optimista mientras caminaba desde la clase de Español a la cafetería, y no se debía sólo a que fuese cogida de la mano del ser más perfecto del planeta, aunque sin duda, esto también contaba.
Quizá se debía a que mi sentencia se había cumplido y volvía a ser una mujer libre otra vez.
O quizá no tenía que ver del todo conmigo. Más bien podía ser la atmósfera de libertad que se respiraba en todo el campus. Al instituto se le estaba acabando la cuerda, y en concreto para los veteranos, había una evidente emoción en el aire.
Teníamos la libertad tan cerca que casi podíamos tocarla, degustarla. Había signos por todas partes. Los pósters se apelotonaban en las paredes de la cafetería y las papeleras mostraban un colorido despliegue de folletos que rebosaban los bordes: notas para recordar comprar el anuario y tarjetas de graduación; plazos para encargar togas, sombreros y borlas; pliegos de argumentos en papel fluorescente de los de tercero haciendo campaña para delegados de clase; ominosos anuncios adornados con rosas para el baile de fin de curso de ese año. El gran baile era el fin de semana siguiente, pero le había hecho prometer a Edward firmemente que no me haría pasar por aquello otra vez. Después de todo, yo ya había tenido esa experiencia humana.
No, seguramente lo que me hacía sentirme tan ligera era mi reciente libertad personal. El final del curso no me resultaba tan placentero como parecía serlo para el resto de los estudiantes. En realidad, me ponía al borde de las náuseas cuando pensaba en ello. De todos modos, intentaba no hacerlo.
Pero era difícil escapar a un tema tan de actualidad como la graduación.
– ¿Habéis enviado ya vuestras tarjetas? -preguntó Angela cuando Edward y yo nos sentamos en nuestra mesa. Se había recogido el cabello marrón claro en una improvisada coleta en vez de su habitual peinado liso, y había un brillo casi desquiciado en sus ojos.
Alice y Ben estaban allí ya también, uno a cada lado de Angela. Ben estaba concentrado leyendo un cómic, con las gafas deslizándosele por la pequeña nariz. Alice escudriñó mi soso conjunto de téjanos y camiseta de manera que me hizo sentir cohibida. Probablemente estaba urdiendo ya otro cambio de imagen. Suspiré. Mi actitud indiferente ante la moda era una espina constante en su costado. Si la dejara, me vestiría a diario -puede que hasta varias veces al día- como si fuera una muñeca de papel en tres dimensiones y tamaño gigante.
– No -le contesté a Angela-. No hay necesidad, la verdad. Renée ya sabe que me gradúo. ¿Y a quién más se lo voy a decir?
– ¿Y tú qué, Alice?
Ella sonrió.
– Ya está todo controlado.
– Qué suerte -suspiró Angela-. Mi madre tiene primos a miles y espera que las manuscriba una por una. Me voy a quedar sin mano. No puedo retrasarlo más y sólo de pensarlo…
– Yo te ayudaré -me ofrecí-. Si no te importa mi mala caligrafía.
Seguro que a Charlie le gustaría esto. Vi sonreír a Edward por el rabillo del ojo. También a él le gustaba la idea, seguro, de que yo cumpliera las condiciones de Charlie sin implicar a ningún hombre lobo. Angela parecía aliviada.
– Eres un encanto. Me pasaré por tu casa cuando quieras.
– La verdad es que preferiría pasarme por la tuya si te va bien. Estoy harta de estar en la mía. Charlie me levantó el castigo anoche -sonreí ampliamente mientras anunciaba las buenas noticias.
– ¿De verdad? -me preguntó Angela, con sus siempre amables ojos castaños iluminados por una dulce excitación-. Creía que habías dicho que era para toda la vida.
– Me sorprende aún más que a ti. Estaba segura de que, al menos, tendría que terminar el instituto antes de que me liberara.
– ¡Vaya, eso es estupendo, Bella! Hemos de salir por ahí para celebrarlo.
– No te puedes hacer idea de lo bien que me suena eso.
– ¿Y qué podríamos hacer? -caviló Alice, con su rostro iluminándose ante las distintas posibilidades. Las ideas de Alice generalmente eran demasiado grandiosas para mí y leí en sus ojos justo eso, cómo entraba en acción su tendencia a llevar las cosas demasiado lejos.
– Sea lo que sea lo que estés pensando, Alice, dudo que pueda disfrutar de tanta libertad.
– Si estás libre, lo estás, ¿no? -insistió ella.
– Estoy segura de que aun así hay límites, como por ejemplo, las fronteras de los Estados Unidos.
Angela y Ben se echaron a reír, pero Alice hizo una mueca, realmente disgustada.
– Y entonces, ¿qué vamos a hacer esta noche? -insistió de nuevo.
– Nada. Mira, vamos a darle un par de días hasta que comprobemos que no va de guasa. Además, de todas formas, estamos entre semana.
– Entonces, lo celebraremos este fin de semana -el entusiasmo de Alice era incontenible.
– Seguro -repuse, pensando aplacarla con eso. Yo sabía que no iba a hacer nada demasiado descabellado; resultaba más fiable tomarse las cosas con calma con Charlie. Darle la oportunidad de apreciar lo madura y digna de confianza que me había vuelto antes de pedirle ningún favor.
Angela y Alice empezaron a charlar evaluando las distintas posibilidades; Ben se unió a la conversación, apartando sus tebeos a un lado. Mi atención se dispersó. Me sorprendía darme cuenta de que el tema de mi libertad de pronto no me parecía, tan gratificante como se me antojaba hacía sólo unos minutos. Cuando empezaron a discutir sobre qué cosas podíamos hacer en Port Angeles o quizás en Hoquiam, empecé a sentirme contrariada.
No me llevó mucho tiempo descubrir de dónde procedía mi agitación.
Desde que me despedí de Jacob Black en el bosque contiguo a mi casa, me veía agobiada por la invasión persistente e incómoda de una imagen mental concreta. Se introducía en mis pensamientos de vez en cuando, como la irritante alarma de un reloj programado para sonar cada media hora, llenándome la cabeza con la imagen de Jacob contraída por la pena. Éste era el último recuerdo que tenía de él.
Cuando la molesta visión me invadió otra vez, supe exactamente por qué no me sentía satisfecha con mi libertad. Porque era incompleta.
Sí, desde luego, yo podía ir a cualquier sitio que quisiera, excepto a La Push, para ver a Jacob. Le fruncí el ceño a la mesa. Tenía que haber algún tipo de terreno intermedio.
– ¿Alice? ¡Alice!
La voz de Angela me sacó de mi ensueño. Sacudía enérgicamente mi mano frente al rostro de Alice, inexpresivo y con la mirada en trance. Alice tenía esa expresión que yo conocía tan bien, una expresión capaz de enviar un ramalazo de pánico a través de mi cuerpo. La mirada ausente de sus ojos me dijo que estaba viendo algo muy distinto, pero tanto o más real que la escena mundana que se desarrollaba en el comedor que nos rodeaba. Algo que estaba por venir, algo que ocurriría pronto. Sentí cómo la sangre abandonaba mi rostro.
Entonces Edward rió, un sonido relajado, muy natural. Angela y Ben se volvieron para mirarle, pero mis ojos estaban trabados en Alice, que se sobresaltó de pronto, como si alguien le hubiera dado una patada por debajo de la mesa.
– ¿Qué, te has echado un siestecita, Alice? -se burló Edward.
Alice volvió en sí misma.
– Lo siento, supongo que me he adormilado.
– Echarse un sueñecito es mejor que enfrentarse a dos horas más de clase -comentó Ben.
Alice se sumergió de nuevo en la conversación mucho más animada que antes, tal vez en exceso; entonces, vi cómo sus ojos se clavaban en los de Edward, sólo por un momento, y cómo después volvían a fijarse en Angela antes de que nadie se diera cuenta. Edward parecía tranquilo mientras jugueteaba absorto con uno de los mechones de mi pelo.
Esperé con ansiedad la oportunidad de preguntarle en qué consistía la visión de su hermana, pero la tarde transcurrió sin que estuviéramos ni un minuto a solas…
…lo cual me pareció raro, casi se me antojó deliberado. Tras el almuerzo, Edward acomodó su paso al de Ben para hablar de unos deberes que yo sabía que ya había terminado. Después, siempre nos encontrábamos con alguien entre clases, aunque lo normal hubiera sido que hubiéramos tenido unos minutos para nosotros, como solía ocurrir. Cuando sonó el último timbre, Edward eligió entablar conversación con Mike Newton, de entre todos los que se encontraban por allí, acompasando su paso al de Mike mientras éste se dirigía al aparcamiento. Yo les seguía, dejando que él me remolcase.
Escuché, llena de confusión, cómo Mike contestaba las inusualmente amables preguntas de Edward. Al parecer, Mike había tenido problemas con su coche.
– …así que lo único que hice fue cambiarle la batería -decía en este momento. Sus ojos iban y venían con cautela y rapidez del rostro de Edward al suelo. El pobre Mike estaba tan desconcertado como yo.
– ¿Y no serán quizá los cables? -sugirió Edward.
– Podría ser. La verdad es que no tengo ni idea de coches -admitió Mike-. Necesito que alguien le eche una ojeada, pero no me puedo permitir llevarlo a Dowling.
Abrí la boca para sugerir a mi mecánico, pero la cerré de un golpe. Mi mecánico estaba muy ocupado esos días, andando por ahí en forma de lobo gigante.
– Yo sí tengo alguna idea. Puedo echarle una ojeada, si quieres -le ofreció Edward-. En cuanto deje a Alice y Bella en casa.
Mike y yo miramos a Edward con la boca abierta.
– Eh… gracias -murmuró Mike cuando se recobró-. Pero me tengo que ir a trabajar. A lo mejor algún otro día.
– Cuando quieras.
– Nos vemos -Mike se subió a su coche, sacudiendo la cabeza incrédulo.
El Volvo de Edward, con Alice ya dentro, estaba sólo a dos coches del de Mike.
– ¿De qué va todo esto? -barboté mientras Edward me abría la puerta del copiloto.
– Sólo intentaba ayudarle -repuso Edward.
Y en ese momento, Alice, que esperaba en el asiento de atrás, comenzó a balbucear a toda velocidad.
– Realmente no eres tan buen mecánico, Edward. Sería mejor que permitieras a Rosalie echarle una ojeada esta noche, por si quieres quedar bien con Mike; no vaya a darle por pedirte ayuda, ya sabes. Aunque lo que estaría divertido de verdad sería verle la cara si fuera Rosalie la que se ofreciera… Bueno, tal vez no sería muy buena idea, teniendo en cuenta que se supone que está al otro lado del país, en la universidad. Cierto, sería una mala idea. De todas formas, supongo que podrás apañarte con el coche de Mike. total, lo único que te viene grande es la puesta a punto de un buen coche deportivo italiano, requiere más finura. Y hablando de Italia y de los deportivos que robé allí, todavía me debes un Porsche.amarillo. Y no sé si quiero esperar hasta Navidades para tenerlo…
Después de un minuto, dejé de escucharla, dejando que su voz rápida se convirtiera sólo en un zumbido de fondo mientras me armaba de paciencia.
Me daba la impresión de que Edward estaba intentando evitar mis preguntas. Estupendo. De todos modos, pronto estaríamos a solas. Nada más era cuestión de tiempo.
También él parecía estar dándose cuenta del asunto. Dejó a Alice al comienzo del acceso a la finca de los Cullen, aunque llegados a este punto, casi creí que la iba a llevar hasta la puerta y luego a acompañarla dentro.
Cuando salió, Alice le dirigió una mirada perspicaz. Edward parecía completamente relajado.
– Luego nos vemos -le dijo; y después, aunque de forma muy ligera, asintió.
Alice se volvió y desapareció entre los árboles.
Estaba tranquilo cuando le dio la vuelta al coche y se encaminó hacia Forks. Yo esperé, preguntándome si sacaría el tema por sí mismo. No lo hizo, y eso me puso tensa. ¿Qué era lo que había visto Alice a la hora del almuerzo? Algo que no deseaba contarme, así que intenté pensar en un motivo por el que le gustaría mantener el secreto. Quizá sería mejor prepararme antes de preguntar. No quería perder los nervios y hacerle pensar que no podía manejarlo, fuera lo que fuera.
Así que continuamos en silencio hasta que llegamos a la parte trasera de la casa de Charlie.
– Esta noche no tienes muchos deberes -comentó él.
– Aja -asentí.
– ¿Crees que me permitirá entrar otra vez?
– No le ha dado ninguna pataleta cuando has venido a buscarme para ir al instituto.
Sin embargo, estaba segura de que Charlie se iba a poner de malas bien rápido en el momento en que llegara a casa y se encontrara con Edward allí. Quizá sería buena idea que preparara algo muy especial para la cena.
Una vez dentro, me encaminé hacia las escaleras seguida por Edward. Se recostó sobre mi cama, y miró sin ver por la ventana, completamente ajeno a mi nerviosismo.
Guardé mi bolso y encendí el ordenador. Tenía pendiente un correo electrónico de mi madre y a ella le daba un ataque de pánico cuando tardaba mucho en contestarle. Tabaleé con los dedos sobre la mesa, mientras esperaba a que mi decrépito ordenador comenzara a encenderse resollando; golpeaba el tablero de forma entrecortada, mostrando mi ansiedad.
De pronto, sentí sus dedos sobre los míos, manteniéndolos quietos.
– Parece que estás algo nerviosa hoy, ¿no? -murmuró.
Levanté la mirada, intentando soltar una contestación sarcástica, pero su rostro estaba más cerca de lo que esperaba. Sus ojos pendían apasionados a pocos centímetros de los míos, y notaba su aliento frío contra mis labios abiertos. Podía sentir su sabor en mi lengua.
Ya no podía acordarme de la respuesta ingeniosa que había estado a punto de soltarle. Ni siquiera podía recordar mi nombre.
No me dio siquiera la oportunidad de recuperarme.
Si fuera por mí, me pasaría la mayor parte del tiempo besando a Edward. No había nada que yo hubiera experimentado en mi vida comparable a la sensación que me producían sus fríos labios, Eran duros como el mármol, pero siempre tan dulces al deslizarse sobre los míos.
Por lo general, no solía salirme con la mía.
Así que me sorprendió un poco cuando sus dedos se entrelazaron dentro de mi pelo, sujetando mi rostro contra el suyo. Tenía los brazos firmemente asidos a su cuello y hubiera deseado ser más fuerte para asegurarme de que podría mantenerlo prisionero así para siempre. Una de sus manos se deslizó por mi espalda, presionándome contra su pecho pétreo con mayor fuerza aún. A pesar de su jersey, su piel era tan fría que me hizo temblar, aunque más bien era un estremecimiento de placer, de felicidad, razón por la cual sus manos me soltaron.
Ya sabía que tenía aproximadamente tres segundos antes de que suspirara y me apartara con destreza, diciendo que había arriesgado ya mi vida lo suficiente para una tarde. Intenté aprovechar al máximo mis últimos segundos y me aplasté contra él, amoldándome a la forma de su cuerpo. Reseguí la forma de su labio inferior con la punta de la lengua; era tan perfecto y suave como si estuviera pulido y el sabor…
Apartó mi cara de la suya, rompiendo mi fiero abrazo con facilidad, probablemente, sin darse cuenta siquiera de que yo estaba empleando toda mi fuerza.
Se rió entre dientes una vez, con un sonido bajo y ronco. Tenía los ojos brillantes de excitación, esa fogosidad que era capaz de disciplinar con tanta rigidez.
– Ay, Bella -suspiró.
– Se supone que tendría que arrepentirme, pero no voy a hacerlo.
– Y a mí tendría que sentarme mal que no estuvieras arrepentida, pero tampoco puedo. Quizá sea mejor que vaya a sentarme a la cama.
Espiré, algo mareada.
– Si lo crees necesario…
El esbozó esa típica sonrisa torcida y se zafó de mi abrazo.
Sacudí la cabeza unas cuantas veces, intentando aclararme y me volví al ordenador. Se había calentado y ya había empezado a zumbar; bueno, más que zumbar, parecía que gruñía.
– Mándale recuerdos de mi parte a Renée.
– Sin problema.
Leí con rapidez el correo de Renée, sacudiendo la cabeza aquí y allá ante algunas de las chifladuras que había cometido. Estaba tan divertida como horrorizada, exactamente igual que cuando leí su primer correo. Era muy propio de mi madre olvidarse de lo mucho que le aterrorizaban las alturas hasta verse firmemente atada a un paracaídas y a un instructor de vuelo. Estaba un poco enfadada con Phil, con el que llevaba casada ya casi dos años, por permitirle esto. Yo habría cuidado mejor de ella, aunque sólo fuera porque la conocía mucho mejor.
Me recordé a mí misma que había que dejarles seguir su camino, darles su tiempo. Tienes que permitirles vivir su vida…
Habia pasado la mayor parte de mis años cuidando de Renée, intentando con paciencia disuadirla de sus planes más alocados, suportando con una sonrisa aquellos que no conseguía evitar. Siempre había sido comprensiva con mamá porque me divertía, e incluso había llegado a ser un poquito condescendiente con ella.Observaba sus muchos errores y me reía en mi fuero interno. La loca de Renée.
No me parecía en nada a mi madre. Más bien era introspectiva y cautelosa, una chica responsable y madura. Al menos así era como me veía a mí misma, ésa era la persona que yo conocía.
Con la sangre aún revuelta corriéndome por el cerebro por los besos de Edward, no podía evitar pensar en el más perdurable de los errores de mi madre. Tan tonta y romántica como para calarse apenas salida del instituto con un hombre al que no conocía apenas, y poco después, un año más tarde, trayéndome a mí al mundo. Ella siempre me aseguraba que no se había arrepentido en absoluto, que yo era el mejor regalo que la vida le había dado jamás. Y a pesar de todo, no paraba de insistirme una y otra vez cu que la gente lista se toma el matrimonio en serio. Que la gente madura va a la facultad y termina una carrera antes de implicarse profundamente en una relación. Renée sabía que yo no sería tan irreflexiva, atontada y cateta como ella había sido…
Apreté los dientes y me concentré en contestar su mensaje.
Volví a leer su despedida y recordé entonces por qué no había querido responderle antes.
«No me has contado nada de Jacob desde hace bastante tiempo -había escrito-. ¿Por dónde anda ahora?».
Seguro que Charlie le había insinuado algo.
Suspiré y tecleé con rapidez, situando la respuesta a su pregunta entre dos párrafos menos conflictivos.
Supongo que Jacob está bien. Hace mucho que no le veo; ahora suele pasarse la mayor parte del tiempo con su pandilla de amigos de La Push.
Con una sonrisa irónica para mis adentros, añadí el saludo de Edward e hice clic en la pestaña de «Enviar».
No me había dado cuenta de que él estaba de pie y en silencio detrás de mí hasta que apagué el ordenador y me aparté de la mesa. Iba a empezar a regañarle por haber estado leyendo sobre mi hombro, cuando me percaté de que no me prestaba atención. Estaba examinando una aplastada caja negra de la que sobresalían por una de sus esquinas varios alambres retorcidos, de un modo que no parecía favorecer mucho su buen funcionamiento, fuera lo que fuera. Después de un instante, reconocí el estéreo para el coche que Emmett, Rosalie y Jasper me habían regalado en mi último cumpleaños. Se me habían olvidado esos regalos, que se escondían tras una creciente capa de polvo en el suelo de mi armario.
– ¿Qué fue lo que le hiciste? -preguntó, con la voz cargada de horror.
– No quería salir del salpicadero.
– ¿Y por eso tuviste que torturarlo?
– Ya sabes lo mal que se me dan los cacharros. No le hice daño a conciencia.
Sacudió la cabeza, con el rostro oculto bajo una máscara de falsa tragedia.
– ¡Lo asesinaste!
Me encogí de hombros.
– Si tú lo dices…
– Herirás sus sentimientos si llegan a verlo algún día -continuó-. Quizá haya sido una buena idea que no hayas podido salir de casa en todo este tiempo. He de reemplazarlo por otro antes de que se den cuenta.
– Gracias, pero no me hace falta un chisme tan pijo.
– No es por ti por lo que voy a instalar uno nuevo.
Suspiré.
– No es que disfrutaras mucho de tus regalos el año pasado -dijo con voz contrariada. De pronto, empezó a abanicarse con un rectángulo de papel rígido.
No contesté, temiendo que me temblara la voz. No me gustaba recordar mi desastroso dieciocho cumpleaños, con todas sus consecuencias a largo plazo, y me sorprendía que lo sacara a colación. Para él, era un tema incluso más delicado que para mí.
– ¿Te das cuenta de que están a punto de caducar? -me preguntó, enseñándome el papel que tenía en las manos. Era otro de los regalos, el vale para billetes de avión que Esme y Carlisle me habían regalado para que pudiera visitar a Renée en Florida.
Hice una inspiración profunda y le contesté con voz indiferente.
– No. La verdad es que me había olvidado de ellos por completo.
Su expresión mostraba un aspecto cuidadosamente alegre y positivo. No había en ella ninguna señal de emoción de ningún tipo cuando continuó.
– Bueno, todavía queda algo de tiempo. Ya que te han liberado y no tenemos planes para este fin de semana, porque no quieres que vayamos al baile de graduación… -sonrió abiertamente-, ¿por qué no celebramos de este modo tu libertad?
Tragué aire, sorprendida.
– ¿Yendo a Florida?
– Dijiste algo respecto a que tenías permiso para moverte dentro del territorio de EEUU.
Le miré fijamente, con suspicacia, intentando ver adonde quería ir a parar.
– ¿Y bien? -insistió-. ¿Nos vamos a ver a Renée o no?
– Charlie no me dejará jamás.
– No puede impedirte visitar a tu madre. Es ella quien tiene la custodia.
– Nadie tiene mi custodia. Ya soy adulta.
Su sonrisa relampagueó brillante.
– Exactamente.
Lo pensé durante un minuto antes de decidir que no valía la pena luchar por esto. Charlie se pondría furioso, no porque fuera a ver a Renée, sino porque Edward me acompañara. Charlie no me hablaría durante meses y probablemente terminaría encerrada otra vez. Era mucho más inteligente no intentarlo siquiera. Quizá dentro de varias semanas, en plan de regalo de graduación o algo así.
Pero la idea de volver a ver a mi madre ahora, y no dentro de unas semanas, era difícil de resistir. Había pasado mucho tiempo desde que la había visto, y mucho más aún desde que la había visto en una situación agradable. La última vez que había estado con ella en Phoenix, me había pasado todo el tiempo en una cama de hospital. Y la última vez que ella me había visitado yo estaba más o menos catatónica. No eran precisamente los mejores recuerdos míos que le podía dejar.
Y a lo mejor, si veía lo feliz que era con Edward, le diría a mi padre que se lo tomara con algo más de calma.
Edward inspeccionó mi rostro mientras deliberaba.
Suspiré.
– No podemos ir este fin de semana.
– ¿Por qué no?
– No quiero tener otra pelea con Charlie. No tan pronto después de que me haya perdonado.
Alzó las cejas a la vez.
– Este fin de semana me parece perfecto -susurró.
Yo sacudí la cabeza.
– En otra ocasión.
– Tú no has sido la única que ha pasado todo este tiempo atrapada en esta casa, ¿sabes? -me frunció el ceño.
La sospecha volvió. No solía comportarse de ese modo. El nunca se ponía tan testarudo ni tan egoísta. Sabía que andaba detrás de algo.
– Tú puedes irte donde quieras -le señalé.
– El mundo exterior no me apetece sin ti -puse los ojos en blanco ante la evidente exageración-. Estoy hablando en serio insistió él.
– Pues vamos a tomarnos el mundo exterior poco a poco, ¿vale? Por ejemplo, podemos empezar yéndonos a Port Angeles a ver una película…
Él gruñó.
– No importa. Ya hablaremos del asunto más tarde.
– No hay nada de qué hablar.
Se encogió de hombros.
– Así que vale, tema nuevo -seguí yo. Casi se me había olvidado lo que me preocupaba desde el almuerzo. ¿Había sido ésa su intención?-. ¿Qué fue lo que Alice vio esta mañana?
Mantuve la mirada fija en su rostro mientras hablaba, midiendo su reacción.
Su expresión apenas se alteró; sólo se aceraron ligeramente los ojos de color topacio.
– Vio a Jasper en un lugar extraño, en algún lugar del sudoeste, cree ella, cerca de su… antigua familia, pero él no tenía intenciones conscientes de regresar -suspiró-. Eso la tiene preocupada.
– Oh -aquello no era lo que yo esperaba, para nada, pero claro, tenía sentido que Alice estuviera vigilando el futuro de Jasper. Era su compañero del alma, su auténtica media naranja…, aunque su relación no iba ni la mitad de bien que la de Emmett y Ro-salie-. ¿Y par qué no me lo has dicho antes?
– No era consciente de que te hubieras dado cuenta -contestó-. De cualquier modo, tiene poca importancia.
Advertí con tristeza que mi imaginación estaba en ese momento fuera de control. Había tomado una tarde perfectamente normal y la había retorcido hasta que pareciera que Edward estaba empeñado en ocultarme algo. Necesitaba terapia.
Bajamos las escaleras para hacer nuestras tareas, sólo por si acaso Charlie regresaba temprano. Edward acabó en pocos minutos, y a mí me costó un esfuerzo enorme hacer los de cálculo, hasta que decidí que había llegado el momento de preparar la cena de mi padre. Edward me ayudó, poniendo caras raras ante los alimentos crudos, ya que la comida humana le resultaba repulsiva. Hice filete Stroganoff con la receta de mi abuela paterna, porque quería hacerle la pelota. No era una de mis favoritas, pero seguro que a Charlie le iba a gustar…
Llegó a casa de buen humor. Incluso prescindió de su rutina de mostrarse grosero con Edward.
Éste no quiso acompañarnos a la mesa, tal y como acostumbraba. Se oyó el sonido de las noticias del telediario nocturno desde el salón, aunque yo dudaba de que Edward les prestara atención de verdad.
Después de meterse entre pecho y espalda tres raciones, Charlie puso los pies sobre una silla desocupada y se palmeó satisfecho el estómago hinchado.
– Esto ha estado genial, Bella.
– Me alegro de que te haya gustado. ¿Qué tal el trabajo?
Había estado tan concentrado comiendo que no me había sido posible empezar antes la conversación.
– Bastante tranquilo. Bueno, en realidad, casi muerto de tranquilo. Mark y yo hemos estado jugando a las cartas buena parte de la larde -admitió con una sonrisa-. Le gané, diecinueve manos a siete. Y luego estuve hablando un rato por teléfono con Billy.
Intenté no variar mi expresión.
– ¿Qué tal está?
– Bien, bien. Le molestan un poco las articulaciones.
– Oh. Qué faena.
– Así es. Nos ha invitado a visitarle este fin de semana. También había pensado en invitar a los Clearwater y a los Uley. Una especie de fiesta de finales…
– Aja -ésa fue mi genial respuesta, pero, ¿qué otra cosa iba decir? Sabía que no se me permitiría asistir a una fiesta de licántropos, aun con vigilancia parental. Me pregunté si a Edward le preocuparía que Charlie se diera una vuelta por La Push. O quizá supondría que, como mi padre iba a pasar la mayor parte del tiempo con Billy, que era sólo humano, no estaría en peligro.
Me levanté y apilé los platos sin mirarle. Los coloqué en el seno y abrí el agua. Edward apareció silenciosamente y tomó un paño para secar.
Charlie suspiró y dejó el tema por el momento, aunque me imaginé que lo volvería a sacar de nuevo cuando estuviéramos a solas. Se levantó con esfuerzo y se dirigió camino de la televisión, exactamente igual que cualquier otra noche.
– Charlie -le apeló Edward, en tono de conversación.
Charlie se paró en mitad de la pequeña cocina.
– ¿Sí?
– ¿Te ha dicho Bella que mis padres le regalaron por su cumpleaños unos billetes de avión, para que pudiera ir a ver a Renée?
Se me cayó el plato que estaba fregando. Saltó de la encimera y se estampó ruidosamente contra el suelo. No se rompió, pero roció toda la habitación, y a nosotros tres, de agua jabonosa. Charlie ni siquiera pareció darse cuenta.
– ¿Bella? -preguntó con asombro en la voz.
Mantuve los ojos fijos en el plato mientras lo recogía.
– Ah, si, es verdad.
Charlie tragó saliva ruidosamente y entonces sus ojos se entrecerraron y se volvieron hacia Edward.
– No, jamás lo mencionó.
– Ya -murmuró Edward.
– ¿Hay alguna razón por la que hayas sacado el tema ahora? -preguntó Charlie con voz dura.
Edward se encogió de hombros.
– Están a punto de caducar. Creo que Esme podría sentirse herida si Bella no hace uso de su regalo…, aunque ella no ha dicho nada del tema.
Miré a Edward, incrédula.
Charlie pensó durante un minuto.
– Probablemente sea una buena idea que vayas a visitar a tu madre, Bella. A ella le va a encantar. Sin embargo, me sorprende que no me dijeras nada de esto.
– Se me olvidó -admití.
El frunció el ceño.
– ¿Se te olvidó que te habían regalado unos billetes de avión?
– Aja -murmuré distraídamente, y me volví hacia el fregadero.
– Creo haberte oído decir que están a punto de caducar, Edward -continuó Charlie-. ¿Cuántos billetes le regalaron tus padres?
– Uno para ella…, y otro para mí.
El plato que se me cayó ahora aterrizó en el fregadero, por lo que no hizo mucho ruido. Escuché sin esfuerzo el sonoro resoplido de mi padre. La sangre se me agolpó en la cara, impulsada por la irritación y el disgusto. ¿Por qué hacía Edward esto? Muerta de pánico, miré con fijeza las burbujas en el fregadero.
– ¡De eso ni hablar! -bramó Charlie palabra a palabra, en pleno ataque de ira.
– ¿Por qué? -preguntó Edward, con la voz saturada de una inócente sorpresa-. Acabas de decir que sería una gran idea que fuera a ver a su madre.
Charlie le ignoró.
– ¡No te vas a ir a ninguna parte con él, señorita! -aulló. Yo me giré bruscamente en el momento en que alzaba un dedo amenazador.
La ira me inundó de forma automática, una reacción instintiva a su tono.
– No soy una niña, papá. Además, ya no estoy castigada, ¿recuerdas?
– Oh, ya lo creo que sí. Desde ahora mismo.
– Pero ¿por qué?
– Porque yo lo digo.
– ¿Voy a tener que recordarte que ya tengo la mayoría de edad legal, Charlie?
– ¡Mientras estés en mi casa, cumplirás mis normas!
Mi mirada se volvió helada.
– Si tú lo quieres así… ¿Deseas que me mude esta noche o me vas a dar algunos días para que pueda llevarme todas mis cosas?
El rostro de Charlie se puso de color rojo encendido. Me sentí mal por haber jugado la carta de marcharme de casa. Inspiré hondo e intenté poner un tono más razonable.
– Yo he asumido sin quejarme todos los errores que he cometido, papá, pero no voy a pagar por tus prejuicios.
Charlie farfulló, pero no consiguió decir nada coherente.
– Tú ya sabes que yo sé que tengo todo el derecho de ver a mamá este fin de semana. Dime con franqueza si tendrías alguna objeción al plan si me fuera con Alice o Angela.
– Son chicas -rugió, asintiendo.
– ¿Te molestaría si me llevara a Jacob?
Escogí a Jacob sólo porque sabía que mi padre le prefería, pero rápidamente deseé no haberlo hecho; Edward apretó los dientes con un crujido audible.
Mi padre luchó para recomponerse antes de responder.
– Sí -me dijo con voz poco convencida-. También me molestaría.
– Eres un maldito mentiroso, papá.
– Bella…
– No es como si me fuera a Las Vegas para convertirme en corista o algo parecido. Sólo voy a ver a mamá -le recordé-. Ella tiene tanta autoridad sobre mí como tú -me lanzó una mirada fulminante-. ¿O es que cuestionas la capacidad de mamá para cuidar de mí? -Charlie se estremeció ante la amenaza implícita en mi pregunta-. Creo que preferirás que no le mencione esto -le dije.
– Ni se te ocurra -me advirtió-. Esta situación no me hace nada feliz, Bella.
– No tienes motivos para enfadarte.
El puso los ojos en blanco, pero parecía que la tormenta había pasado ya.
Me volví para quitarle el tapón al fregadero.
– He hecho las tareas, tu cena, he lavado los platos y no estoy castigada, así que me voy. Volveré antes de las diez y media.
– ¿Adonde vas? -su rostro, que casi había vuelto a la normalidad, se puso otra vez de color rojo brillante.
– No estoy segura -admití-, aunque de todos modos estaremos en un radio de poco más de tres kilómetros, ¿vale?
Gruño algo que no sonó exactamente como su aprobación, pero salió a zancadas de la habitación. Como es lógico, la culpabilidad comenzó tan pronto como sentí que había ganado.
– ¿Vamos a salir? -preguntó Edward, en voz baja, pero entusiasta.
Me volví y lo fulminé con la mirada.
– Sí, quiero tener contigo unas palabritas a solas.
Él no pareció muy aprensivo ante la idea, al menos no tanto como supuse que lo estaría.
Esperé hasta que nos encontramos a salvo en su coche.
– ¿De qué va esto? -le exigí saber.
– Sé que quieres ir a ver a tu madre, Bella. Hablas de eso en sueños. Y además parece que con preocupación.
– ¿Eso he hecho?
Él asintió.
– Pero lo cierto es que te comportas de una forma muy cobarde con Charlie, así que he intervenido por tu bien.
– ¿Intervenido? ¡Me has arrojado a los tiburones!
Puso los ojos en blanco.
– No creo que hayas estado en peligro en ningún momento.
– Ya te dije que no me apetecía enfrentarme a Charlie.
– Nadie ha dicho que debas hacerlo.
Le lancé otra mirada furibunda.
– No puedo evitarlo cuando se pone en plan mandón. Debe de ser que me sobrepasan mis instintos naturales de adolescente.
El se rió entre dientes.
– Bueno, pero eso no es culpa mía.
Me quedé mirándolo fijamente, especulando. El no pareció darse cuenta, ya que su rostro estaba sereno mientras miraba por el cristal delantero. Había algo que no cuadraba, pero no conseguí advertirlo. O quizás era otra vez mi imaginación, que iba por libre del mismo modo que lo había hecho esa misma tarde.
– ¿Tiene que ver esta necesidad urgente de ir a Florida con la fiesta de este fin de semana en casa de Billy?
Dejó caer la mandíbula.
– Nada en absoluto. No me importa si estás aquí o en cualquier otra parte del mundo; de todos modos, no irías a esa fiesta.
Se comportaba del mismo modo que Charlie lo había hecho antes, justo como si estuvieran tratando con un niño malcriado. Apreté los dientes con fuerza sólo para no empezar a gritar. No quería pelearme también con él.
Suspiró y cuando habló de nuevo su tono de voz era cálido y aterciopelado.
– Bueno, ¿y qué quieres hacer esta noche? -me preguntó.
– ¿Podemos ir a tu casa? Hace mucho tiempo que no veo a Esme.
El sonrió.
– A ella le va a encantar, sobre todo cuando sepa lo que vamos a hacer este fin de semana.
Gruñí al sentirme derrotada.
Tal y como había prometido, no nos quedamos hasta tarde. Y no me sorprendió ver las luces todavía encendidas cuando aparcamos frente a la casa. Imaginé que Charlie me estaría esperando para gritarme un poco más.
– Será mejor que no entres -le advertí a Edward-. Sólo conseguirás empeorar las cosas.
– Tiene la mente relativamente en calma -bromeó él. Su expresión me hizo preguntarme si había alguna otra gracia adicional que me estaba perdiendo. Tenía las comisuras de la boca torcidas, luchando por no sonreír.
– Te veré luego -murmuré con desánimo.
Él se carcajeó y me besó en la coronilla.
– Volveré cuando Charlie esté roncando.
La televisión estaba a todo volumen cuando entré. Por un momento consideré la idea de pasar a hurtadillas.
– ¿Puedes venir, Bella? -me llamó Charlie, chafándome el plan.
Arrastré los pies los cinco pasos necesarios para entrar en el salón.
– ¿Qué hay, papá?
– ¿Te lo has pasado bien esta noche? -me preguntó. Se le veía comodo. Busqué un significado oculto en sus palabras antes de contestarle.
– Si -dije, no muy convencida.
– ¿Qué habeís hecho?
Me encogí de hombros.
– Hemos salido con Alice y Jasper. Edward desafió a Alice al ajedrez y yo jugué con Jasper. Me hundió.
Sonreí. Ver jugar al ajedrez a Alice y Edward era una de las cosas más divertidas que había visto en mi vida. Se sentaban allí, inmoviles, mirando fijamente el tablero, mientras Alice intentaba preveer los movimientos que él iba a hacer, y a su vez él intentando escoger aquellas jugadas que ella haría en respuesta sin que pasaran por su mente. El juego se desarrollaba la mayor parte del tiempo en sus mentes y creo que apenas habían movido dos peones cuando Alice, de modo repentino, tumbó a su rey y se rindió. Todo el proceso transcurrió en poco más de tres minutos.
Charlie pulsó el botón de silencio en la tele, algo inusual.
– Mira, hay algo que necesito decirte.
Frunció el ceño y me pareció verdaderamente incómodo. Me senté y permanecí quieta, esperando. Nuestras miradas se encontraron un instante antes de que él clavara sus ojos en el suelo. No dijo nada más.
– Bueno, ¿y qué es, papá?
Suspiró.
– Esto no se me da nada bien. No sé ni por dónde empezar…
Esperé otra vez.
– Está bien, Bella. Este es el tema -se levantó del sofá y comenzó a andar de un lado para otro a través de la habitación, sin dejar de mirarse los pies todo el tiempo-. Parece que Edward y tú vais bastante en serio, y hay algunas cosas con las que debes tener cuidado. Ya sé que eres una adulta, pero todavía eres joven, Bella, y hay un montón de cosas importantes que tienes que saber cuando tú… bueno, cuando te ves implicada físicamente con…
– ¡Oh no, por favor, por favor, no! -le supliqué, saltando del asiento-. Por favor, no me digas que vas a intentar tener una charla sobre sexo conmigo, Charlie.
El miró con fijeza al suelo.
– Soy tu padre y tengo mis responsabilidades. Y recuerda que yo me siento tan incómodo como tú en esta situación.
– No creo que eso sea humanamente posible. De todos modos, mamá te ha ganado por la mano desde hace lo menos diez años. Te has librado.
– Hace diez años tú no tenías un novio -murmuró a regañadientes. No me cabía duda de que estaba batallando con su deseo de dejar el tema. Ambos estábamos de pie, contemplándonos los zapatos para evitar tener que mirarnos a los ojos.
– No creo que lo esencial haya cambiado mucho -susurré, con la cara tan roja como la suya. Esto llegaba más allá del séptimo circulo del infierno; y lo hacía peor el hecho de que Edward sabia lo que me estaba esperando. Ahora, no me sorprendía quehubiera parecido tan pagado de sí mismo en el coche.
– Sólo dime que ambos estáis siendo responsables -me suplicó Charlie, deseando con toda claridad que se abriera un agujero en el suelo que se lo tragara.
– No te preocupes, papá, no es como tú piensas.
– No es que yo desconfie de ti, Bella; pero estoy seguro de que no me vas a contar nada sobre esto, y además sabes que en realidad yo tampoco quiero oírlo. De todas formas, intentaré tomárlo con actitud abierta, ya sé que los tiempos han cambiado.
Reí incómoda.
– Quizá los tiempos hayan cambiado, pero Edward es un poco chapado a la antigua. No tienes de qué preocuparte.
Charlie suspiró.
– Ya lo creo que sí -murmuró.
– Ugh -gruñí-. Realmente desearía que no me obligaras a decirte esto en voz alta, papá. De verdad. Pero bueno… Soy virgen aún y no tengo planes inmediatos para cambiar esta circunstancia.
Ambos nos moríamos de vergüenza, pero Charlie se tranquilizó. Pareció creerme.
– ¿Me puedo ir ya a la cama? Por favor.
– Un minuto -añadió.
– ¡Vale ya, por favor, papá! ¡Te lo suplico!
– La parte embarazosa ya ha pasado, te lo prometo -me aseguró.
Me aventuré a mirarle y me sentí agradecida al ver que parecía más relajado, y que su rostro había recuperado su tonalidad natural. Se hundió en el sofá, suspirando con alivio al ver que ya se había acabado la charla sobre sexo.
– ¿Y ahora qué pasa?
– Sólo quería saber cómo iba la cosa del equilibrio.
– Oh. Bien, supongo. Hoy Angela y yo hemos hecho planes. Voy a ayudaría con sus tarjetas de graduación. Para chicas, nada más.
– Eso está bien. ¿Y qué pasa con Jake?
Suspiré.
– Todavía no he resuelto eso, papá.
– Pues sigue intentándolo, Bella. Sé que harás las cosas bien. Eres una buena persona.
Estupendo. Entonces, ¿era una mala persona si no conseguía arreglar las cosas con Jake? Eso era un golpe bajo.
– Vale, vale -me mostré de acuerdo. Esta respuesta automática casi me hizo sonreír, ya que era una réplica que se me había pegado de Jacob. Incluso estaba empleando ese mismo tono condescendiente que él solía usar con su padre.
Charlie sonrió ampliamente y volvió a conectar el sonido del televisor. Se dejó caer sobre los cojines, complacido por el trabajo que había llevado a cabo esa noche. En un momento estuvo sumergido de nuevo en el partido.
– Buenas noches, Bella.
– ¡Hasta mañana! -me despedí, y salté camino de las escaleras.
Edward ya hacía rato que se había ido y lo más probable es que estuviera de vuelta cuando mi padre se hubiera dormido. Seguramente, estaría de caza o haciendo lo que fuera para matar el rato, así que no tenía prisa por cambiarme de ropa y acostarme. No me sentía de humor para estar sola, pero desde luego no iba a bajar las escaleras dispuesta a pasar un rato en compañía mi padre, por si acaso había algún otro asunto relativo al tema de la educación sexual que se le hubiera olvidado tocar antes; me estremecí.
Así que gracias a Charlie me encontraba nerviosa y llena de ansiedad. Ya había hecho las tareas y no estaba tan sosegada como para ponerme a leer o simplemente a escuchar música. Estuve pensando en llamar a Renée para informarle de mi visita, pero entonces me di cuenta de que era tres horas más tarde en Florida y que ya estaría dormida.
Podía llamar a Angela, supuse.
Pero de pronto supe que no era con Angela con quien quería ni con quien necesitaba hablar.
Miré con fijeza hacia el oscuro rectángulo de la ventana, mordiéndome el labio. No sé cuánto tiempo permanecí allí considerando los pros y los contras; los pros: hacer las cosas bien con Jacob, volviendo a ver otra vez a mi mejor amigo, comportándome como una buena persona; y los contras, provocar el enfado de Edward. Tardé unos diez minutos de reflexión en decidir que los pros eran más válidos que los contras. A Edward sólo le preocupaba mi seguridad y yo sabía que realmente no había ningún problema por ese lado.
El teléfono no sería de ninguna ayuda; Jacob se había negado a contestar mis llamadas desde el regreso de Edward. Además, yo necesitaba verle, verle sonreír de nuevo de la manera en que solía hacerlo. Si quería conseguir alguna vez un poco de paz espiritual, debía reemplazar aquel horrible último recuerdo de su rostro deformado y retorcido por el dolor.
Disponía de una hora aproximadamente. Podía echar una carrera rápida a La Push y volver antes de que Edward se percatara de mi marcha. Ya se había pasado mi toque de queda, pero seguro que a Charlie no le iba a importar mientras no tuviera que ver con Edward. Sólo había una manera de comprobarlo.
Abarré la chaqueta y pasé los brazos por las mangas mientras corría escaleras abajo.
Charlie apartó la mirada del partido, suspicaz al instante.
– ¿Te importa si voy a ver a Jake esta noche? -le pregunté casi sin aliento-. No tardaré mucho.
Tan pronto como mencioné el nombre de Jake, el rostro de Charlie se relajó de forma instantánea con una sonrisa petulante. No parecía sorprendido en absoluto de que su sermón hubiera surtido efecto tan pronto.
– Para nada, Bella. Sin problemas. Tarda todo lo que quieras.
– Gracias, papá -le dije mientras salía disparada por la puerta.
Como cualquier fugitivo, no pude evitar mirar varias veces por encima de mi hombro mientras me montaba en mi coche, pero la noche era tan oscura que realmente no hacía falta. Tuve que encontrar el camino siguiendo el lateral del coche hasta llegar a la manilla.
Mis ojos comenzaban apenas a ajustarse a la luz cuando introduje las llaves en el contacto. Las torcí con fuerza hacia la izquierda, pero en vez de empezar a rugir de forma ensordecedora, el motor sólo emitió un simple clic. Lo intenté de nuevo con los mismos resultados.
Y entonces, una pequeña porción de mi visión periférica me hizo dar un salto.
– ¡¡Aahh!! -di un grito ahogado cuando vi que no estaba sola en la cabina.
Edward estaba sentado, muy quieto, un punto ligeramente brillante en la oscuridad, y sólo sus manos se movían mientras daba vueltas una y otra vez a un misterioso objeto negro. Lo miró mientras hablaba.
– Me llamó Alice -susurró.
¡Alice! Maldita sea. Se me había olvidado contemplarla en mis planes. Él debía de haberla puesto a vigilarme.
– Se puso nerviosa cuando tu futuro desapareció de forma repentina hace cinco minutos.
Las pupilas, dilatadas ya por la sorpresa, se agrandaron más aún.
– Ella no puede visualizar a los licántropos, ya sabes -me explicó en el mismo murmullo bajo-. ¿Se te había olvidado? Cuando decides mezclar tu destino con el suyo, tú también desapareces. Supongo que no tenías por qué saberlo, pero creo que puedes entender por qué eso me hace sentirme un poco… ¿ansioso? Alice te vio desaparecer y ella no podía decirme si habías venido ya a casa o no. Tu futuro se perdió junto con ellos.
»Ignoramos por qué sucede esto. Tal vez sea alguna defensa natural innata -hablaba ahora como si lo hiciera consigo mismo, todavía mirando la pieza del motor de mi coche mientras la hacia girar entre sus manos-. Esto no parece del todo creíble, máxime si se considera que yo no tengo problema alguno en leerles la mente a los hombres lobo. Al menos los de los Black. La teoría de Carlisle es que esto sucede porque sus vidas están muy gobernadas por sus transformaciones. Son más una reacción involuntaria que una decisión. Son tan completamente impredecibles que hacen cambiar todo lo que les rodea. En el momento en que cambian de una forma a otra, en realidad, ni existen siquiera. El futuro no les puede afectar…
Atendí a sus cavilaciones sumida en un silencio sepulcral.
– Arreglaré tu coche a tiempo para ir al colegio en el caso de que quieras conducir tú misma -me aseguró al cabo de un minuto.
Con los labios apretados, saqué las llaves y salté rígidamente fuera del coche.
– Cierra la ventana si no quieres que entre esta noche. Lo entenderé -me susurró justo antes de que yo cerrara de un portazo.
Entré pisando fuerte en la casa, cerrando esta puerta también de un portazo.
– ¿Pasa algo? -inquirió Charlie desde el sofá.
– El coche no arranca -mascullé.
– ¿Quieres que le eche una ojeada?
– No, volveré a intentarlo mañana.
– ¿Quieres llevarte mi coche?
Se suponía que yo no debía conducir el coche patrulla de la policía. Charlie debía de estar en verdad muy desesperado porque fuera a La Push. Probablemente tan desesperado como yo.
– No. Estoy cansada -gruñí-. Buenas noches.
Pateé mi camino escaleras arriba y me fui derecha a la ventana. Empujé el metal del marco con rudeza y se cerró de un golpe, haciendo que temblaran los cristales.
Miré con fijeza el trémulo y oscuro cristal durante largo rato, hasta que se quedó quieto. A continuación, suspiré y abrí la ventana lo máximo posible.