Kayleen miró los diseños esparcidos encima de la mesa.
– Estás de broma -dijo.
– Esto sólo es lo que ha llegado en el correo de hoy -comentó Lina con un suspiro-. Nunca imaginé que una decisión mía provocara tal entusiasmo en los diseñadores de moda… pero cuando Hassan anunció nuestro compromiso, empecé a recibir llamadas. Se suponía que esperaría un poco, ¿sabes? Prometió que esperaría.
– Ya, pero dijo que estaba tan contento que no pudo mantenerlo en secreto -le recordó-. Vi la conferencia de prensa. Está loco por ti…
Lina sonrió.
– No le digas nunca eso… Un rey no puede demostrar tanta pasión en público.
– Pues ésta vez la demostró. Pero me alegra que seas tan feliz.
Lina volvió a suspirar.
– Me gustaba mi vida. Incluso cuando perdí a mi marido, me consolé pensando en los hijos de mi hermano -le confesó-. Ya me había acostumbrado a la idea de seguir sola. Y ahora, de repente, me enamoro y me comprometo otra vez. Todavía no me lo puedo creer.
Kayleen miró el anillo de Lina. Era enorme, de diamantes y platino.
– Vas a tener que hacer ejercicio si llevas ese anillo todo el día.
Lina rió.
– Lo sé. Es gigantesco. No se puede decir que sea de mi gusto, pero si hubieras visto la cara de Hassan cuando me lo puso en el dedo… Estaba tan orgulloso… ¿Cómo voy a decirle que me gusta que las cosas sean más pequeñas que una montaña?
– Si no te importa demasiado, no se lo digas.
– Claro que no. Pero acostúmbrate a estos problemas -dijo, mirando los diseños de la mesa-. En cuanto anuncien oficialmente tu boda, te encontrarás en la misma situación que yo.
– Espero que a escala menor… Yo sólo quería tener una familia, y ahora resulta que tengo todo un país.
– Bueno, tómatelo como un premio extraordinario.
– No quiero premios extraordinarios.
– Por eso me alegro de que Asad te haya elegido. Sé que no te interesa su dinero… y admito que todavía espero que te enamores de él.
Kayleen se ruborizó.
– He pensado mucho en ello -le confesó-. Asad es un hombre maravilloso, atento y amable. Se preocupa sinceramente de las niñas y logra que me sienta a salvo. Me gusta mucho, pero amarlo… no lo sé. ¿Qué se siente cuando amas a alguien?
– Es como si tuvieras todas las estrellas en la palma de la mano -respondió la princesa entre risas-. Ya sé que parezco ridícula…
– No, sólo suenas feliz.
– Porque lo estoy. Hassan es mi vida. Sé que las cosas cambiarán con el tiempo y que nuestra relación se normalizará, pero ahora disfruto de la magia, de cómo se acelera mi corazón cuando lo veo llegar, de quedarme sin aliento con un simple beso suyo, de no desear otra cosa que estar con él.
– ¿Quiere eso decir que te aburro? -bromeó.
– No exactamente, pero es verdad que no dejo de pensar en él. Con mi difunto marido fue diferente- lo amaba, pero yo era muy joven y no era consciente de lo que tenía. Ahora soy mayor y comprendo hasta qué punto es raro y precioso el amor… Pero ya lo descubrirás.
– Sólo sé que deseo tenerlo. Es importante para mí. Quiero amar a Asad.
– Da tiempo al tiempo.
– Sí, supongo que tendremos tiempo de sobra…
– Y cuando te hayas casado, tendrás tus propios hijos -le recordó.
Kayleen se llevó una mano al estómago y su amiga suspiró.
– Ah, a mí me encantaría quedarme embarazada -continuó-. Soy un poco mayor, pero lo voy a intentar de todas formas.
– ¿En serio?
Lina asintió.
– Siempre quise tener hijos, y Hassan también. Así que vamos a ver lo que sucede. Será lo que tenga que ser… y si no hay suerte, al menos tendré al hombre de mis sueños.
– Estoy nerviosa -confesó Kayleen cuando entraron en el auditorio de la American School-. He trabajado mucho con las niñas y sé que lo harán bien, pero aún así, no las tengo todas conmigo.
– Ten fe en ellas. Han practicado. Están bien preparadas.
Se sentaron en una de las primeras filas de la sala, junto al pasillo. Kayleen era vagamente consciente de la gente los miraba, pero estaba tan nerviosa por las niñas que no le incomodó.
Asad la tomó de la mano y se la apretó cariñosamente.
– Respira despacio… relájate. Todo saldrá bien.
– No lo puedes saber.
– Pero sé que tu pánico no ayudará a las niñas. Sólo servirá para que te sientas incómoda.
– Otra vez con tu lógica. Es muy irritante.
Kayleen sonrió y él le devolvió la sonrisa.
Unos minutos después, la orquesta empezó a tocar y el telón se levantó. Los números se habían organizado de manera que los niños actuaran por edades, empezando por los más pequeños, y Pepper apareció enseguida con su clase. Representaban una escena de una familia de ranas que estaban de vacaciones. Pepper era la rana madre.
Kayleen murmuró las frases de la niña mientras ella las pronunciaba en el escenario, y sólo se tranquilizó cuando terminaron.
– Una representación perfecta -dijo Asad-. ¿Lo ves? Te preocupas por nada.
– Tal vez haya sido perfecta por mi preocupación…
– No seas tan supersticiosa… Nadine será la siguiente en salir. Tengo muchas ganas de verla bailar.
Nadine y varias compañeras de su clase bailaron con la música de El cascanueces. Kayleen estuvo tensa y contuvo la respiración hasta que la banda dejó de tocar y las chicas se quedaron quietas.
– Te va a dar algo… -dijo Asad.
– No lo puedo evitar. Las quiero mucho.
– ¿En serio?
– Claro. ¿Cómo no las voy a querer?
Algo brilló en los ojos del príncipe, algo que no supo interpretar.
– He tenido mucha suerte de encontrarte. Aunque soy consciente de que no soy el responsable único recuérdame que le envíe a Tahir un regalo de agradecimiento.
– Una cesta de fruta estaría bien.
– Mejor un camello.
– No estoy tan segura de eso. Si todo lo que consiguieras al cabo del año fuera otro camello, ¿no estarías harto?
– ¿Te estás riendo de mí?
– No, me estoy riendo de los camellos.
Minutos más tarde apareció el grupo de Dana. Kayleen volvió a contener la respiración y recordó una a una las frases de la niña como si así pudiera impedir que las olvidara.
En mitad de la representación, Asad la tomó de la mano.
– Si te sientes mejor, apriétamela.
Ella lo hizo y se sintió mejor. Cuando Dana terminó, estaba exhausta.
– Me alegra que sólo tengamos que hacer esto un par de veces al año. No podría soportarlo si fueran más…
– Te acostumbrarás con el tiempo.
– No quiero ni pensarlo. Mi corazón no es tan fuerte.
– Pues agárrate bien, porque aún falta una sorpresa.
– ¿De qué estás hablando?
– Ya lo verás cuando nos marchemos.
Kayleen estuvo a punto de insistir, pero consiguió contenerse hasta que la función terminó. Cuando salieron del edificio, se llevó tal sorpresa que no podía hablar. Aparentemente estaba nevando; y los niños se pusieron tan contentos que iban de aquí para allá, jugando y riendo.
– Es nieve de verdad…
Asad se encogió de hombros.
– Dana mencionó que echaban de menos la nieve y se me ocurrió esto.
Kayleen oyó entonces el ruido de la máquina de nieve que habían instalado en el aparcamiento del auditorio.
– ¿Lo has organizado tú?
– No, ha sido Neil. Yo me limité a ordenárselo.
Dana corrió hacia ellos.
– ¡Está nevando! ¡Es increíble!
Kayleen sintió que el corazón se le encogía; pero no de dolor, sino de felicidad. Fue un momento tan bello que quiso grabarlo para siempre en su memoria.
Poco después, el director del colegio se acercó para saludarlos y el hechizo se rompió. Dana se acercó de nuevo a Kayleen y la abrazó.
– ¿No te parece maravilloso?
– Lo es. Y por cierto, has actuado muy bien… tenía miedo de que te pusieras nerviosa, pero ha sido perfecto.
– Ha sido divertido -le confesó-. Nunca había imaginado que participaría en una obra de teatro y me ha gustado mucho. De hecho, creo que me apuntaré a arte dramático el año que viene.
La niña miró la nieve que caía y añadió:
– ¿Puedes creerlo?
Kayleen miró al alto y atractivo príncipe que le había pedido que se casara con él, al hombre que era capaz de llevar la nieve al desierto sólo para regalar una sonrisa a tres niñas.
– No, no me lo puedo creer. Ahora ya sabía, exactamente, lo que significara estar enamorada.
– Estoy agotada -confesó ella cuando se sentó en el asiento trasero de la limusina-A la preocupación no las niñas, las peleas con bolas de nieve… si esto se repite muy a menudo, tendré que ir al gimnasio.
– Eh, no quiero que cambies nada de ti -dijo él.
Asad la abrazó de repente y la besó. Kayleen deseó acariciarlo, probarlo, saborearlo. Pero el viaje a Palacio solamente duraba unos minutos y no tendrían tiempo.
– Tal vez más tarde -murmuró él.
– Sí. Yo estoy disponible…
– Una cualidad excelente.
Cuando llegaron a Palacio, un guardia abrió la portezuela. Asad salió al exterior y la tomó de la mano. Mientras lo hacía, Kayleen vio que el rey Mujtar estaba en los jardines, hablando con una mujer a quien no recordaba haber visto.
– ¿Quién es? -preguntó.
– No lo sé.
La mujer era muy alta, de cabello rubio platino. Iba muy maquillada, llevaba unos vaqueros y un jersey excesivamente ajustados y unas botas de tacón alto. Una indumentaria poco adecuada para visitar a un rey.
Kayleen estaba segura de no haberla visto antes. Pero cuando caminaron hacia el rey y su invitada, tuvo una sensación angustiosa.
– Ya habéis regresado… Excelente, porque tengo una sorpresa para vosotros -dijo el rey-. ¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos en el jardín poco después, que llegaras, Kayleen? Me hablaste de tu familia y dijiste que no te acordabas de tu madre y de que no sabías dónde estaba.
Kayleen miró a la mujer. No era posible. No podía ser verdad.
– Pues bien, la he encontrado -continuó el rey, orgulloso de sí mismo-. Aquí la tienes… Kayleen, te presento a tu madre, Darlene Dubois.
La mujer sonrió.
– Hola, Kayleen… eres preciosa. Sabía que lo serías. Pero déjame que te mire. Has crecido tanto… ¿Cuántos años tienes? ¿Diecinueve? ¿Veinte?
– Veinticinco.
– Oh, Dios mío. Bueno, no vayas por ahí contándoselo a la gente o pensarán que soy muy vieja… aunque sólo tenía dieciséis años cuando me quedé embarazada de ti. Pero ven, acércate, dale un abrazo a tu madre. ¡Te he echado tanto de menos…!
Atrapada por los modales que las monjas le habían enseñado, Kayleen avanzó a regañadientes y la abrazó.
No sabía qué pensar ni qué sentir.
– ¿No te parece fabuloso? Después de tantos años… Ni te imaginas la cara que se me quedó cuando me llamaron de la Casa Real de El Deharia y me dijeron que el rey me había invitado a Palacio. Te confieso que tuve que buscar el país en un mapa -continuó la mujer-. Tuve que dejar el instituto cuando me quedé embarazada de ti, y luego me he dedicado al espectáculo. No he tenido tiempo de estudiar.
Kayleen pensó con amargura que tampoco había tenido tiempo de buscarla a ella.
– Kayleen, ¿podrías enseñarle a tu madre sus habitaciones? -preguntó el rey-. Se alojará en el mismo piso que las niñas y tú, en la suite contigua. Supuse que querríais estar cerca.
– ¿Qué niñas? -preguntó Darlene-. ¿Es que tienes hijas?
Darlene parecía sinceramente encantada, pero Kayleen pensó que estaba fingiendo.
– Son adoptadas -le informó Asad-. Son hijas mías.
Kayleen le presentó al príncipe. Era una forma perfecta de alejarse de ella.
– ¿Un príncipe? ¿Mi hija se va a casar con un príncipe?
Darlene se giró hacia el rey y añadió:
– Sus hijos son muy atractivos. Han salido a usted.
Mujtar sonrió.
– Sí, no lo puedo negar. Pero Kayleen, acompaña a tu madre… estará cansada del viaje. Ha sido muy largo.
Ella asintió porque no podía hacer otra cosa. El rey y el príncipe se marcharon y ella se quedó a solas con Darlene.
– Quién habría imaginado que mi niña crecería y se casaría con un príncipe. Me alegro mucho por ti, cariño -dijo mientras le acariciaba el cabello-. Dios mío, tienes un color de pelo horroroso… El mío es igual. Me gasto una fortuna en teñírmelo, pero creo que merece la pena. Los hombres las prefieren rubias. Aunque si lo llevas así, doy por sentado que será porque al príncipe le gusta. Te pareces mucho a Vivían, ¿sabes? Podrías ser su hermana gemela.
– ¿Quién es Vivían?
– Mi hermana, tu tía. Seguro que la viste alguna vez cuando vivías con mi madre… -respondió, mirando a su alrededor-. Qué suerte has tenido, Kayleen… mi niña. Pero venga, acompáñame. Enséñame un palacio por dentro.
Kayleen estaba desesperada. No podía creer que su madre hubiera regresado de repente, y justo cuando se había comprometido con Asad.
Como no sabía de qué hablar, le contó la historia del palacio mientras caminaban hacia la suite. Cuando entraron, Darlene dejó escapar un suspiro.
– Oh, creo que me encantaría vivir en un lugar como éste… ¿Cómo te las has arreglado para salir del convento y terminar aquí?
Kayleen la miró.
– ¿Sabías que estaba en el convento?
– Claro. Mi madre no dejaba de quejarse de que le dabas mucho trabajo. Era tan pesada que me hartó y le dije que te llevara con las monjas. Y por lo visto, te cuidaron bien. Pero no has contestado a mi pregunta…
– Cuando salí, me puse a trabajar en un colegio de El Deharia. Soy profesora.
– ¿En serio? ¿Das clase a los niños? Qué interesante…
Kayleen la miró mientras Darlene paseaba por el salón.
– ¿Tu segundo apellido es Dubois? -preguntó.
Darlene asintió sin mirarla.
– Entonces, también es el mío…
– ¿De qué estás hablando?
– No conocía mi apellido real. Cuando la abuela me dejó en el orfanato, no se lo dijo a nadie y tuve que inventarme uno.
Darlene sonrió.
– Bueno, en realidad yo hice lo mismo. ¿Cuál elegiste tú?
– James.
Darlene empezó a abrir armarios y preguntó:
– ¿En este lugar se puede beber algo?
– Sí, mira a tu derecha.
Darlene se sirvió un vodka con tónica y echó un buen trago. Después, se sentó en el sofá y dio una palmadita a su lado.
– Ven, siéntate conmigo y cuéntamelo todo desde el principio.
Kayleen no se movió.
– ¿Qué quieres que te cuente?
– Todo lo de tu vida en Palacio. ¿De verdad vas casarte con el príncipe?
– Sí. Lo anunciaremos oficialmente dentro de unas semanas y nos casaremos en primavera.
– Así que no estás embarazada. Temía que lo estuvieras…
– ¿Creías que había tendido una trampa a Asad para casarme con él?
– Por supuesto que no. Pero espero que seas sensata… doy por sentado que firmarás un acuerdo prematrimonial. ¿Cuántos millones te ha ofrecido? ¿Tienes abogado?
Kayleen dio un paso atrás.
– No necesito un abogado. Asad me ha prometido que cuidará bien de las niñas y de mí.
– ¿Y tú lo has creído? Tienes suerte de que yo haya venido…
Kayleen lo dudó seriamente.
– ¿Qué haces aquí, por cierto?
– Ver a mi hija, nada más.
– Ya. Sabías que estaba en el convento y nunca pasaste a visitarme…
Darlene se encogió de hombros.
– Pero ahora eres más interesante que antes, cariño.
– Claro, por Asad.
– En parte -dijo ella-. Kayleen, la vida fue muy dura conmigo cuando eras un bebé. No podía cuidar de ti. Yo sólo era una niña… y luego te perdí el rastro. Pero ahora estamos juntas otra vez.
Kayleen no se tragó la historia ni por un momento.
– Soy tu madre -continuó ella mientras se levantaba del sofá-. Sé lo que es mejor para ti. Si esperas que ese príncipe se case verdaderamente contigo, tendrás que mantener su interés; y yo puedo ayudarte. De lo contrario, te lo robará alguna pelandusca de la alta sociedad. Y no queremos que suceda eso, ¿verdad?
– Permíteme que dude de tus buenas intenciones. Yo no te he importado nunca.
– No digas eso. Claro que me importabas. Pero tenía una carrera profesional y tú estabas mejor con las monjas. Te cuidaron muy bien.
– ¿Cómo lo sabes?
Darlene contestó con una pregunta.
– ¿Es que me equivoco?
– No. Se portaron muy bien conmigo, es cierto.
– Entonces deberías estarme agradecida.
Su madre se sirvió una segunda copa.
– No pienso marcharme, Kayleen -continuó-. El rey cree que te ha hecho un gran favor al encontrarme y traerme aquí. Y estoy de acuerdo con él. Eres mi hija, así que intentaremos recuperar el tiempo perdido y conocernos mejor. Pero debes marcharte ahora. Estoy cansada y quiero descansar. Hablaremos mañana.
Kayleen se marchó. No porque se lo hubiera ordenado, sino porque no podía soportar su compañía.
No sabía qué pensar. De niña se había preguntado una y otra vez cómo sería su madre. Y ahora que la conocía, habría preferido no verla nunca.
Pero recordó las enseñanzas de la madre superiora y pensó que no debía juzgar a la gente sin pruebas. Cabía la posibilidad de que Darlene estuviera sinceramente arrepentida y de que quisiera ser su amiga. Tendría que decidir si merecía una segunda oportunidad.