Capítulo 5

A Kayleen sólo la habían besado en serio una vez, en la universidad. Su amigo, un compañero de clase, fue muy agradable; pero ella tenía tan poca experiencia que el simple hecho de estar a su lado la ponía nerviosa. Al final de aquella noche extraña, él quiso volver a besarla y ella huyó al interior de su dormitorio.

Pero de Asad no podía huir. La tenía entre sus brazos y no podía escapar, sin contar el hecho de que tampoco quería hacerlo.

No se sentía atrapada ni incómoda; sólo protegida y deseada.

Asad la besó cariñosamente, acariciándola con suavidad, y ella descubrió una sensación intensa y hambrienta en el interior de su cuerpo. Necesitaba apretarse contra él, aunque no sabía por qué.

Le puso las manos en los hombros y sintió su calor y la fuerza de sus músculos. Aspiró su aroma masculino y le gustó la fragancia. Disfrutaba tanto de la presión de su cuerpo que pasó los brazos alrededor de su cuello y apretó los senos contra el pecho del príncipe.

El aumentó la pasión del beso y le acarició la espalda Cuando Kayleen sintió su lengua en el labio inferior soltó un gemido de placer y se sintió dominada

r una repentina oleada de calor que le hizo temblar. q¡ en ese momento hubiera ardido en llamas, no le habría extrañado. Sus senos se habían puesto tensos, de un modo desconocido hasta entonces para ella. Sus piernas no parecían capaces de sostenerla. Sólo quería que la besara, pero no sabía qué hacer.

Por suerte, Asad parecía más que capaz de adivinarle el pensamiento. Exploró su boca con la lengua y ella se arqueó, aunque tampoco supo por qué. Se aferró a su cuerpo y por fin, de un modo tímido, lento y cuidadoso, estableció contacto con su lengua.

Asad gimió y ella sintió un poder sensual que no había experimentado nunca. Kayleen repitió la caricia y sintió la reacción de su propio cuerpo, lleno de deseo, de necesidad, de tensión.

Era algo tan maravilloso que podría haber seguido así durante horas y horas. Pero justo entonces, Asad le puso las manos en los hombros y la apartó.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

– Tal vez deberíamos dejarlo para otro momento. Para cuando estemos solos.

– ¿Solos?

Kayleen se mordió el labio inferior y giró la cabeza. La mayoría de la gente seguía ocupada con sus cosas, pero varias personas se habían dado cuenta y los miraban con interés. Una pareja los saludó y unas cuantas mujeres rieron en gesto de aprobación.

– Ahora ya nadie dudará de que eres mía -dijo él.


* * *

Llegaron a Palacio poco después de las diez y Kayleen se reunió con Lina en la suite que compartía con las tres pequeñas.

– Ya hemos vuelto -dijo al llegar-. Gracias por hacerles compañía…

– Ha sido divertido -comentó la princesa-. ¿Qué tal te ha ido?

Kayleen intentó no ruborizarse, pero sin éxito.

– Bien, bien… Las gentes del desierto son muy amables y la cena era excelente. Incluso han dejado que les ayudara a cocinar. Todo el mundo ha sido encantador…

Kayleen notó que estaba balbuceando y añadió a toda prisa:

– No ha pasado nada.

Lina arqueó las cejas.

– ¿Cómo?

– Que no ha pasado nada -repitió-. Con Asad, quiero decir. Lo digo por si te lo estabas preguntando… y bueno… no ha pasado nada.

– Ya veo -dijo Lina, sonriendo-. Pero, ¿no te parece que insistes demasiado en el asunto? Sobre todo si tenemos en cuenta que yo no he insinuado nada.

– Oh…

Kayleen pensó que sería mejor que dejara de hablar. De lo contrario, Lina terminaría por descubrir lo del beso.

La princesa esperó un par de segundos, como si supiera lo que estaba pensando, y luego caminó hacia la puerta.

– Hasta mañana entonces -dijo.

– Sí, claro… y gracias de nuevo por haberte quedado con las niñas.

– Ha sido un placer.

Cuando se quedó a solas, Kayleen entró de puntillas en el dormitorio de las pequeñas. Las tres estaban dormidas, así que les colocó bien las mantas, apagó la luz y se marchó a su habitación. Una vez dentro, suspiro de felicidad, giró sobre sí misma como si bailara y se arrojó a la cama.

La habían besado. La habían besado de verdad y había sido maravilloso.

Le había gustado todo. El sabor de Asad, su calor y su forma de abrazarla y de acariciarla. No deseaba otra cosa que repetir la experiencia, pero desafortunadamente no era algo que le pudiera pedir así como así. Además, ni siquiera estaba segura de por qué la había besado; cabía la posibilidad de que lo hubiera hecho porque la deseaba, pero también de que sólo intentara demostrarle a los demás que efectivamente era su mujer.

Y aún quedaba otra pregunta, quizás más problemática: por qué, de repente, necesitaba saberlo.

Días más tarde, Asad volvió a sus habitaciones y descubrió que Kayleen estaba en la mesa de su comedor, delante de una máquina de coser y en mitad de un montón de telas que ocupaban todas las superficies disponibles. Había acercado una lámpara para tener más luz y ni siquiera lo vio entrar.

La reacción del príncipe fue inmediata, y no precisamente en el sentido de que una vez más había olvidado el pacto de cuidar de las niñas sin involucrarlo a él. Se excitó. No podía creer que tuviera ese tipo de reacciones ante una mujer a la que apenas había dado un beso inocente, pero cada día la deseaba más.

Ni siquiera podía dormir por las noches. Antes de besarla, la había deseado; ahora, la necesitaba con toda su alma. Aquella mujer inocente y de curvas suaves escondía una pasión intensa que lo volvía loco hasta el punto de que tuvo que contenerse para no cruzar la habitación, levantarla de la silla y besarla hasta que se rindiera a él. La quería húmeda, desnuda, rogándole. Quería poseerla en su totalidad.

– Asad… -dijo ella cuando por fin lo vio-. Ya has vuelto… Sé lo que vas a decir. Esto es un desastre y lo siento. Tenía intención de limpiarlo todo antes de que regresaras, pero no me he dado cuenta de la hora que era.

Ella se levantó y alzó las manos en gesto de rendición. Él admiró su boca y pensó que su hermano Qadir tenía razón: debería haberse marchado con él a París y haber pasado toda una semana en la cama de una mujer desconocida. Ahora había perdido la oportunidad. Tenía la inquietante sensación de que no sería capaz de desear a ninguna mujer que no fuera Kayleen.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó él.

– Preparando unos vestidos para las fiestas de Navidad.

– ¿Es que en el colegio no se los proporcionan?

– Supongo que lo habrían hecho ellos, pero preguntaron si alguno de los padres quería ayudar y dije que sí. Lina me ha conseguido la máquina de coser… es fabulosa, casi cose sola. Deberías ver el manual de instrucciones; es ancho como un diccionario.

Asad tocó una de las telas.

– Estoy seguro de que algún empleado de Palacio podría hacer los vestidos.

– Sí, pero coser me gusta. Y disfrutaré más del asunto si los hago personalmente.

– Como quieras.

– Supongo que no sabrás nada de patrones…

El sonrió.

– No.

– Yo aprendí a coser en el orfanato. Hacíamos los vestidos nosotras mismas porque nos salía más barato que comprarlos. Pero imagino que en Palacio no tenían esa costumbre.

– Me temo que no.

– ¿Y tu madre tampoco cosía?

– No lo sé. Murió cuando yo era muy pequeño. No me acuerdo de ella.

El brillo de los ojos de Kayleen desapareció.

– Oh, lo siento. Sabía que había muerto, pero no que entonces fueras un niño… no tenía intención de recordártelo.

– No importa.

– Pero es triste.

– ¿Cómo puede ser triste cuando no te acuerdas de nada?

– Toda pérdida lo es. Y mucho más cuando es tan importante.

– No te preocupes por mí, Kayleen. Dedica tus preocupaciones a personas que lo necesiten más -declaró.

– ¿Por qué? ¿Porque tú no sientes nada? -preguntó-. ¿No es eso lo que me dijiste? Que las emociones te vuelven débil…

– Exacto.

– ¿Y también la confianza?

– La confianza se tiene que ganar.

– Tienes demasiadas normas en tu vida, y eso sólo sirve para alejar a las personas.

– Sólo es una cuestión de control -se defendió él-. Se trata de no necesitar a nadie, porque es la única manera de mantener el control.

Ella sacudió la cabeza.

– No necesitar a nadie es lo mismo que estar solo.

– Yo no lo veo así.

– Aunque no estés de acuerdo, no deja de ser menos cierto por ello. No hay nada peor que estar solo -afirmó-. Pero bueno, quitaré todo esto de aquí Y lo apartaré de tu camino.

Kayleen estaba paseando por los jardines de Palacio. Le encantaba la belleza de las salas interiores pero eso no era nada en comparación con la opulencia de los elegantes jardines que se abrían bajo los balcones de la suite.

Se acercó a un rosal, aspiró el aroma de una rosa particularmente perfecta y se sentó en un banco calentado por el sol. Necesitaba estar sola un momento y cerrar los ojos, como si así pudiera detener el mundo y lograr que girara más despacio.

Habían pasado muchas cosas en muy poco tiempo. Había conocido a Asad, se había mudado a Palacio con las niñas, había empezado a preparar las navidades e incluso había besado al príncipe.

Cuando pensó en el beso, suspiró y sonrió. Aunque deseaba volver a besarlo, la oportunidad no se había presentado. Seguía sin saber si había sido una experiencia tan intensa para él como para ella, pero se dijo que eso no tenía importancia porque no volverían a tocarse. Tenían vidas, proyectos y deseos diametralmente opuestos.

En ese momento oyó pasos en el sendero. Esperaba que fuera alguno de los jardineros y se llevó una sorpresa al ver al rey en persona.

– ¡Oh!

Kayleen se levantó y se quedó clavada como una estatua, sin saber qué hacer. El rey sonrió.

– Buenas tardes, Kayleen. Me alegra que disfrutes de mis jardines.

Kayleen inclinó ligeramente la cabeza, esperando que el gesto fuera apropiado.

– Es que me gusta pasear. Espero no haberme metido en una zona prohibida…

– No, no. Además, me gusta tener compañía. Ven, hija, acércate. Paseemos un poco.

Ella tuvo la impresión de que no era una petición sino una orden, así que se acercó, caminó a su lado y esperó a que fuera él quien continuara la conversación.

– ¿Ya te has adaptado a Palacio? ¿Te sientes como si estuvieras en tu casa?

– Me he adaptado, sí, pero no estoy segura de que un sitio tan magnífico pueda ser nunca mi hogar.

– Una respuesta muy políticamente correcta -se burló él-. ¿Dónde creciste?

– En un convento de Estados Unidos.

– Comprendo. Eso quiere decir que perdiste a tus padres siendo muy niña…

– No me acuerdo de mi padre. Mi madre estuvo conmigo una temporada, pero no podía cuidar de mí y me dejó con mi abuela. Cuando ya estuvo demasiado vieja para encargarse de mí, me llevó a un convento católico… y resultó ser un buen lugar para crecer -comentó.

Kayleen estaba acostumbrada a mentir ligeramente sobre su pasado para evitar historias tristes a los demás. En realidad, su madre la había abandonado porque no la quería; y su abuela la había llevado al convento por la misma razón.

– Entonces, tampoco te acordarás de tu madre…

– No.

– Bueno, puede que os volváis a encontrar algún día -dijo el rey.

Kayleen mintió porque sabía que era lo que el rey quería escuchar:

– Me gustaría mucho.


En el convento le habían enseñado que debía perdonar a su madre y a su abuela por lo que le habían hecho, y hasta cierto punto lo había conseguido. Pero eso no significaba que quisiera volver a ver a su madre.

– Ahora entiendo que te opusieras a la separación de las niñas. Teniendo en cuenta tu pasado, es perfectamente lógico.

– Sólo se tienen las unas a las otras. Debían seguir juntas.

– Y gracias a ti, seguirán juntas.

– Bueno, gracias a Asad. Fue él quien las salvó, y yo siempre le estaré agradecida.

El rey la miró.

– Me han contado que saliste a montar y conociste a una de las tribus del desierto…

– Sí, es verdad. Es gente muy interesante y que valora mucho sus raíces.

– Casi tan interesante como tú. La mayoría de las jóvenes no tienen más preocupación que ir de compras. No sabrían valorar el desierto.

Kayleen arrugó la nariz.

– Yo no estoy muy acostumbrada a ir de compras -confesó.

– Puede que Asad te lleve algún día.

– Sería divertido, pero no es necesario. Ya me ha dado mucho.

– Por lo visto, mi hijo te gusta…

– Por supuesto. Es un hombre maravilloso. Encantador, amable y paciente…

Kayleen pensó que también era magnífico dando besos. Pero eso no se lo podía decir.

– Me alegra oír que os lleváis tan bien. Me alegra mucho.

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