EL príncipe Asad de El Deharia esperaba que el mundo fuera sobre ruedas. Contrataba a sus empleados con esa expectativa, y la mayoría estaba a la altura. Le gustaba su trabajo en Palacio y sus responsabilidades. El país estaba creciendo, mejorando, y él supervisaba todas las infraestructuras; era una vocación absorbente que se tomaba muy en serio.
Algunos de sus amigos de la universidad pensaban que debía aprovechar su posición de príncipe y jeque para disfrutar de la vida, pero Asad no estaba de acuerdo. No tenía tiempo para frivolidades. Su única debilidad era el afecto que sentía por su tía Lina; por eso aceptó verla cuando ella entró sin cita previa y como una exhalación en su oficina. Una decisión que, como pensaría semanas más tarde, sólo le iba a causar problemas.
– Asad… -dijo ella al pasar a su despacho-. Tienes que venir enseguida.
Antes de hablar, Asad guardó el documento que tenía en el ordenador.
– ¿Qué ocurre?
Su tía, normalmente una mujer tranquila, temblaba un poco y estaba sofocada.
– De todo -respondió-. Tenemos problemas en el colegio. Un jefe de las tribus quiere llevarse a tres niñas. Ellas no quieren marcharse, los profesores empiezan a tomar partido y una de las monjas ha amenazado con tirarse desde el tejado si no vienes a ayudar.
Asad se levantó de la silla.
– ¿Yo? ¿Por qué yo?
– Porque eres un líder sabio y razonable -respondió sin mirarlo a los ojos-. Tienes fama de ser justo y es normal que hayan pensado en ti.
Asad miró a su tía, que siempre había sido una madre para él, y se preguntó si no lo estaría manipulando de algún modo; a Lina le gustaba salirse con la suya y no era extraño que echara mano del drama para conseguirlo. Pero no tenía forma de saberlo. Y por supuesto, no alcanzaba a imaginar por qué necesitaba su ayuda en el colegio.
– Es un problema muy grave, Asad. Ven, te lo ruego.
Asad podría haberse resistido a sus exageraciones teatrales, pero no a una petición directa y aparentemente urgente. Caminó hacia ella, la tomó del brazo y salieron del despacho.
– Iremos en mi coche -dijo.
Quince minutos más tarde, Asad lamentó haber estado en el despacho cuando Lina fue a verlo. El colegio estaba en pie de guerra.
Alrededor de quince estudiantes se dedicaban a gritar mientras varios profesores intentaban contenerlos. Un anciano jefe del desierto y sus hombres estaban discutiendo acaloradamente junto a una ventana. Y una mujer pequeña, de cabello rojo, intentaba tranquilizar a tres jovencitas lloriqueantes.
– Parece que no hay nadie en el tejado -dijo Asad.
– Las cosas se habrán tranquilizado un poco -comentó su tía-. Pero al margen de ese detalle, ya habrás observado que efectivamente tenemos problemas.
Asad miró a la mujer que estaba con las tres chicas, contempló su pelo de color fuego y su expresión obstinada y murmuró:
– A mí no me parece una monja.
– Kayleen es profesora del colegio -dijo Lina-. Y eso es casi como ser una monja.
– Así que me has mentido…
– Sólo he exagerado un poco.
– Tienes suerte de que ya no nos rijamos por las leyes antiguas -le dijo a su tía-. Ya sabes, las que definían la conducta apropiada en una mujer.
Lina sonrió.
– Me quieres demasiado para permitir que yo sufra algún daño, Asad…
Asad pensó que tenía razón y se dirigió hacia el alto y anciano jefe, haciendo caso omiso de los niños y de las mujeres.
– Tahir… -dijo, inclinando la cabeza en gesto de respeto-. No sueles dejar el desierto para venir a la ciudad. Verte por aquí es todo un honor… ¿piensas quedarte mucho tiempo?
Tahir estaba furioso, pero sabía cuál era su lugar y lo saludó con una reverencia.
– Príncipe Asad… por fin llega la voz de la razón. Esperaba que mi estancia en la ciudad fuera breve, pero esta mujer se empeña en interferir -afirmó, apuntando hacia la pelirroja-. He venido porque era mi obligación. Estoy aquí con la hospitalidad del desierto. Pero ella no entiende nada y me desafía constantemente.
La voz de Tahir temblaba de rabia y de indignación; no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria, y mucho menos a que lo hiciera una simple mujer. Asad contuvo un bostezo. Lo único que sabía de aquel asunto era que su solución no iba a ser fácil.
– Yo lo desafiaría hasta con mí último aliento si fuera necesario -dijo la profesora en cuestión, mirando a Asad-. Lo que pretende es inhumano; es cruel y no lo voy a permitir. Y usted tampoco va a conseguir que yo cambie de opinión.
Las tres chicas se apiñaron alrededor de la pelirroja. Sus rasgos parecidos y su cabello rubio las delataba como hermanas. Asad pensó que eran guapas y que se convertirían en unas jovencitas tan bellas que causarían muchos quebraderos a su padre si lo hubieran tenido. Pero no lo tenían. A fin de cuentas, aquel colegio era un orfanato.
– ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
Asad lo preguntó con voz deliberadamente firme y seca. Lo más importante en ese momento era imponer su autoridad y conseguir el control.
– Kayleen James. Soy profesora del colegio y…
La mujer abrió la boca para seguir hablando, pero Asad negó con la cabeza y dijo:
– Las preguntas las hago yo. Y usted, contesta.
– Pero…
Asad volvió a sacudir la cabeza.
– Señorita James, soy el príncipe Asad. ¿Le dice algo ese nombre?
La profesora miró a Asad, miró a su tía y respondió:
– Sí. Usted dirige el país o algo así…
– Exacto. Y dígame, ¿tiene un permiso de trabajo?
– Sí.
– Pues ese permiso procede de mi despacho. Si quiere seguir en este país, no me obligue a replantearme su situación.
Kayleen James tenía docenas de pecas en la nariz y en las mejillas, que se hicieron más visibles que nunca a medida que palidecía.
– ¿Me está amenazando con deportarme? ¿Quiere echarme del país por oponerme a que ese hombre haga algo tan terrible con estas niñas? ¿Sabe lo que quiere hacer?
Asad pensó que se le ocurrían mil formas más interesantes de perder el tiempo. Se giró hacia Tahir y preguntó:
– Amigo mío, ¿qué te trae a este lugar?
Tahir apuntó a las chicas.
– Ellas. Su padre era de mi tribu. Se marchó para estudiar en la ciudad y no volvió nunca, pero de todas formas era de los nuestros. La noticia de su muerte nos llegó hace poco tiempo; y como su esposa también ha fallecido, las niñas no tienen a nadie. He venido para llevármelas.
Kayleen dio un paso hacia el anciano.
– Pretende separarlas y convertirlas en criadas.
Tahir se encogió de hombros.
– Son niñas, no tienen mucho valor. Pero a pesar de ello, algunas familias están dispuestas a albergarlas en sus casas. Debemos honrar la memoria de su padre -declaró el jefe, mirando a Asad-. Las tratarán bien. Le doy mi palabra.
– ¡Nunca! ¡No se las llevará del colegio! ¡No es justo! Sólo se tienen las unas a las otras. Deben seguir juntas. Merecen una vida de verdad.
Asad empezó a echar de menos su tranquila y bien organizada oficina y los problemas sencillos del día a día, como los proyectos para levantar algún puente.
– Lina, quédate con las niñas -le dijo a su tía-. En cuanto a usted, Kayleen… venga conmigo.
Kayleen no estaba segura de querer ir a ninguna parte. Estaba muy nerviosa y su respiración se había acelerado, pero eso no importaba; era capaz de dar su vida por el bienestar de sus alumnas. Ya estaba a punto de decirle al príncipe Asad que no le interesaba mantener una conversación en privado, cuando la princesa Lina caminó hacia ella y sonrió cariñosamente.
– Ve con Asad -le dijo su amiga-. Yo me quedaré con las niñas y me aseguraré de qué no les pase nada mientras tanto… Asad es un hombre justo, Kayleen. Escuchará lo que tengas que decir. Y por cierto… habla con total franqueza; siempre das lo mejor de ti cuando te apasionas.
Kayleen no entendió lo que Lina había querido decir con esa última afirmación, pero Asad se alejó del grupo y ella no tuvo más remedio que seguirlo.
Avanzaron por el pasillo y entraron en un aula vacía. Él cerró la puerta a sus espaldas, se cruzó de brazos y la miró con intensidad.
– Empiece por el principio -dijo-. ¿Qué ha pasado aquí?
Ella parpadeó. Hasta entonces no se había fijado bien en Asad y ni siquiera se había dado cuenta de que tenía que echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos. Era un hombre alto, atractivo, de hombros anchos y cabello negro que la puso aún más nerviosa.
– Estaba dando clase cuando Pepper, que es la más pequeña de las tres, entró en el aula para decirme que un hombre malo se las quería llevar. Salí al pasillo y vi que el jefe de la tribu ya había agarrado a Dana y a Nadine… Cuando se fijó en Pepper, dejó a Dana en manos de uno de sus esbirros y tomó a la pequeña de la muñeca. Las chicas no dejaban de llorar y de forcejear. Luego tiró de ellas y gritó que se las iba a llevar al desierto.
Kayleen se detuvo un momento para respirar.
– Yo también empecé a gritar. Me interpuse entre él y las escaleras y supongo que lo ataqué… -confesó.
Estaba realmente avergonzada por su comportamiento. Día tras día se repetía que debía aceptar la vida tal como era y que sólo las oraciones y la paciencia podían cambiarla. Se lo repetía constantemente e intentaba creer en ello, pero realmente pensaba que una patada a tiempo era más útil.
Asad sonrió.
– ¿Me está diciendo que ha pegado a Tahir?
– Le di una patada.
– ¿Y qué pasó después?
– Sus hombres vinieron y me agarraron. No me gustó nada, pero al menos sirvió para que soltaran a las niñas y huyeran entre gritos… después aparecieron varios profesores más y se montó un buen lío.
– Comprendo.
– No puede permitir que se las lleve. No está bien. Han perdido a sus padres y se necesitan. Me necesitan -declaró.
– Usted sólo es su profesora -le recordó.
– Formalmente, sí. Pero vivo en el colegio, estoy con ellas, les leo cuentos todas las noches y tenemos una relación tan estrecha que ahora son parte de mi familia. Además, son tan jóvenes… Dana, la mayor, sólo tiene doce años; es brillante y divertida y quiere ser médico. Nadine tiene siete y es una chica afectuosa con mucho talento para la danza. Y en cuanto a Pepper, es tan pequeña que casi no se acuerda de su madre. Necesita a sus hermanas. Se necesitan.
– Pero vivirían en el mismo pueblo… -comentó Asad.
– Pero no en la misma casa. Además, ya ha oído a Tahir… ha dicho que las familias de su tribu están dispuestas a acogerlas. Sólo dispuestas. No les darán el amor ni los cuidados que necesitan; crecerán sin amigos, separadas… y quién sabe lo que ese hombre es capaz de hacerles.
– Nada en absoluto -afirmó el príncipe-. Me ha dado su palabra. Las protegerá. Y eso significa que cualquiera que intente algo contra ellas, lo pagará con la vida.
Kayleen se sintió un poco mejor al oír aquellas palabras, pero no era suficiente.
– ¿Y qué me dice de su educación? En el desierto no tendrán ninguna oportunidad… además, ni siquiera son de aquí. Su madre era de Estados Unidos.
– Y su padre, de El Deharia. Él también era huérfano y también se crió con la tribu de Tahir. El jefe es sincero cuando afirma que se las lleva porque quiere honrar su memoria.
– Claro. Y se convertirán en criadas.
– Me temo que es lo más probable -admitió Asad.
– Entonces no dejaré que se las lleve.
– No es usted quien tiene que decidirlo.
Kayleen tuvo que contenerse para no darle una patada. Amaba El Deharia. Era un país precioso y adoraba el azul casi imposible de sus cielos, la belleza del desierto y el carácter y la amabilidad de sus gentes. Pero en lo tocante a las relaciones entre hombres y mujeres, dejaba mucho que desear.
– En tal caso, intervenga en su favor -rogó ella-. ¿Tiene hijos, príncipe Asad?
– No.
– ¿Y hermanas?
– Cinco hermanos.
– Si tuviera una hermana, ¿le gustaría que se la llevaran y la convirtieran en criada? ¿Permitiría que lo separaran de alguno de sus hermanos?
– Le recuerdo que esas niñas no son hermanas suyas.
– Lo sé. Son más bien mis hijas… Su madre murió hace un año y su padre las trajo al colegio para que recibieran una educación. Cuando él se mató en un accidente de tráfico, entraron en el orfanato. Y desde entonces, yo soy quien se sienta con ellas todas las noches, quien procura que superen su dolor, quien las abraza cuando sufren pesadillas, quien las anima a comer y les promete que todo irá mejor.
La profesora se irguió tanto como se lo permitió su metro sesenta de altura, echó los hombros hacia atrás y continuó:
– Tahir le ha dado su palabra. Pues bien, yo empeñé mi palabra con el padre de las niñas y le aseguré que tendrían una vida decente. Si permite que se las lleve, mi palabra se quedará en nada… no significará nada. Estoy segura de que usted no puede ser tan cruel como para permitir que tres pequeñas que ya han perdido a sus padres, pierdan también todas sus esperanzas y todos sus sueños.
Asad pensó que aquel asunto le iba a provocar una buena jaqueca.
– Tahir es un jefe poderoso. Ofenderlo con un asunto tan trivial sería francamente estúpido -dijo.
– ¿Un asunto trivial? ¿Por qué? ¿Porque son niñas? ¿Es eso? ¿Insinúa que las cosas serían distintas si fueran niños?
– El sexo de los niños es irrelevante para el caso. Tahir ha dado su palabra en lo que él considera un asunto de honor. Rechazar su petición podría tener consecuencias políticas graves -respondió.
– Pero estamos hablando de la vida de tres niñas… ¿qué es la política comparado con eso?
La puerta del aula se abrió en ese momento. Era Lina.
– ¿Se ha llevado a las chicas? -preguntó la profesora.
– Por supuesto que no. Han vuelto a sus habitaciones mientras Tahir y sus hombres toman un té con el director -explicó la princesa, mirando a Asad-. ¿Qué has decidido?
– Que no volveré a permitir que entres en mi despacho sin cita previa.
Lina sonrió.
– Tú no te negarías nunca a recibirme, sobrino. Y yo tampoco a ti.
Asad contuvo un gemido. Era evidente que su tía ya había elegido bando, pero no le sorprendió en absoluto. Siempre había sido una mujer encantadora y de buen corazón, algo que él había agradecido sobremanera tras la muerte de su madre; pero ahora resultaba un inconveniente.
– Tahir es poderoso -alegó-. Sería absurdo que lo ofendiéramos por una cosa así.
Lina le sorprendió al decir:
– Estoy de acuerdo contigo.
– ¡No, princesa Lina! -exclamó Kayleen-. Tú conoces a esas niñas. Merecen algo mejor…
Lina le tocó el brazo.
– Lo merecen y lo tendrán -declaró-. Pero es cierto, Tahir no debe marcharse con la sensación de que hemos rechazado su generosa oferta. Kayleen, aunque no estés de acuerdo con lo que intenta hacer, sus motivos son puros. Créeme.
Kayleen no parecía nada convencida, pero asintió lentamente. Lina se giró hacia Asad.
– La única manera de que Tahir salve la cara en este asunto es que las niñas queden al cuidado de alguien más poderoso que él y que honre la memoria de su padre.
– Es cierto -dijo Asad-. ¿Pero quién…?
– Tú.
Asad miró a su tía con asombro.
– ¿Pretendes que cuide de tres niñas huérfanas?
– El palacio tiene cientos de habitaciones. ¿Qué importa que tres niñas ocupen una de las suites? Ni siquiera tendrías que ocuparte de ellas… simplemente estarían bajo tu protección. Y en el peor de los casos, distraerían un poco al rey.
Asad pensó que no era mala idea. Su padre estaba obsesionado con casarlo a él y a sus hermanos y la situación empezaba a ser insoportable, con idas y venidas constantes de jóvenes casaderas. Las niñas lo mantendrían ocupado.
El príncipe sabía que casarse y darle herederos era una de las obligaciones de su cargo, pero se resistía al compromiso; tal vez, porque pensaba que las emociones volvían débiles a los hombres: era lo que su padre le había dicho cuando la reina murió; Asad le preguntó por qué no lloraba el rey y él le explicó que mostrar los sentimientos no era propio de hombres. Asad había seguido el consejo. Y como no quería aceptar un matrimonio de compromiso, no le quedaba más remedio que enfrentarse al mal humor de un monarca empeñado en tener herederos.
– ¿Y quién cuidaría de las niñas? -preguntó-. No se pueden criar solas.
– Contrata a una niñera. Contrata a Kayleen -dijo Lina, encogiéndose de hombros-. Ya mantiene una buena relación con ellas. Se quieren mucho.
– Un momento… -intervino Kayleen-. Yo ya tengo un trabajo. Soy profesora del colegio.
Lina la miró.
– ¿Es o no es cierto que les diste tu palabra cuando les dijiste que las cosas mejorarían? Pues bien, ¿vas a romperla ahora? Además, seguirías siendo profesora; aunque sólo tendrías tres alumnas. Incluso es posible que te quedara tiempo libre para dar algunas clases aquí.
Asad no quería adoptar a tres niñas de las que no sabía nada. Había pensado muchas veces en tener una familia, pero como un proyecto de futuro, a largo plazo y con hijos en lugar de hijas. Sin embargo, la propuesta de Lina era admisible. Tahir no se opondría a que un príncipe se encargara de ellas. Y como había insinuado su tía, las pequeñas mantendrían ocupado a su padre y éste dejaría de molestarle con lo del matrimonio.
– La responsabilidad será exclusivamente tuya -dijo el príncipe, mirando a Kayleen-. Tendrás a tu disposición todo lo que necesites, pero quiero dejar bien claro que no tengo el menor interés por el día a día de las niñas.
– Aún no he dicho que esté de acuerdo…
– ¿No es usted quien se ha empeñado en que permanezcan juntas? -preguntó el príncipe.
– Es la solución perfecta -intervino Lina-. Piénsalo. Las niñas crecerían en un palacio y se les abriría un mundo nuevo… Dana podría estudiar en la mejor de las universidades. Nadine tendría los profesores de baile más competentes y la pequeña Pepper no estaría condenada a llorar sola todas las noches.
Kayleen se mordió el labio inferior.
– Suena bien -dijo, volviéndose hacia Asad-. Pero quiero que me dé su palabra de que no se convertirán en criadas ni las casarán con quien sea por motivos políticos.
– Su desconfianza me ofende -le advirtió.
– No lo conozco de nada -se defendió ella.
– Soy el príncipe Asad de El Deharia. Eso es todo lo que necesita saber.
Lina la miró.
– Asad es un buen hombre, Kayleen.
A Asad no le gustó que su tía se sintiera en la necesidad de defender su carácter y pensó que las mujeres no eran más que una molestia.
– Tienes que dar tu palabra de que serás un buen padre, de que cuidarás de ellas, de que las querrás y de que no las casarás con nadie de quien no estén enamoradas -continuó su tía.
– Seré un buen padre -dijo él-. Cuidaré de ellas y me encargaré de que las críen con todos los privilegios que merecen las hijas de un príncipe.
Kayleen frunció el ceño.
– Eso no es lo que he pedido -afirmó.
– Pero es lo que ofrezco.
Kayleen dudó.
– Debe prometer que no las condenará a un matrimonio de conveniencia.
Él asintió, molesto.
– Está bien. Podrán elegir a sus maridos.
– E irán a la universidad y no serán criadas.
– Ya he dicho que serán mis hijas, señorita James. Está poniendo a prueba mi paciencia.
Kayleen lo miró y declaró:
– No le tengo miedo.
– Ya me había dado cuenta. En cualquier caso, recuerde que usted será la única responsable del bienestar de las niñas -dijo antes de girarse hacia su tía-. ¿Ya hemos terminado aquí, Lina?
Lina sonrió y sus ojos brillaron de un modo tan misterioso que Asad pensó que se traía algo entre manos.
– No estoy segura, sobrino. En cierta forma, creo que este asunto acaba de empezar.