Nubes oscuras atravesaban raudas el cielo empujadas por un viento húmedo del Atlántico. Donnelly se apoyó en la barandilla del porche y contempló las aguas agitadas, siguiendo el curso de una ola espumosa hasta que se disolvió sobre la arena. Recordó las veces incontables en que había contemplado aquel mismo paisaje desde la terraza de la gran casa victoriana de su abuela, soñando aventuras de niño en lugares lejanos. Summerhill había sido como un segundo hogar para él desde que tenía memoria.
Recordaba la primera vez que había llegado con sus dos hermanos. Nana había mandado a su chofer para recogerlos en el momento en que acabaran las clases y llevarlos de Boston a Woods Hole.
El verano comenzaba oficialmente en el momento en que Winston metía el Bentley en el ferry que iba a Martha's Vineyard. Su vida en Boston, tan regular y correcta, desaparecía tras él mientras el verano se alzaba sobre el horizonte con sus resplandecientes aguas azules, sus dunas de arena blanca y su hierba susurrante que se agitaba con el viento. Eran unos días de verano interminables, llenos de aventuras en su pequeño balandro, con sus velas quemadas por el sol y su mástil de madera. La vida nunca había sido tan buena ni tan feliz y él hubiera querido que durara para siempre.
Rió para sí. Según su familia, seguía pasando los veranos igual que cuando era un niño. Su padre decía que nunca había crecido, pero Charles Donnelly III no sabía nada del mayor de sus hijos, Charles IV. De lo único que su padre sabía era de beneficios y pérdidas, de estrategias y maniobras. Conocía los negocios de la familia mucho más íntimamente que a la propia familia.
– ¿Otra vez soñando despierto?
Nana Tonya estaba en la puerta, el pelo de nieve escapándose del moño prieto y azotándole la cara surcada de arrugas suaves.
– No pasará mucho antes de que venga a hacer una visita. Quiero botar el barco el primero de abril.
Nana se acercó despacio, apoyándose pesadamente en su bastón.
– ¿Y luego qué? ¿Te pasarás el tiempo navegando como el verano pasado y el anterior?
Chase aún podía detectar restos de su acento rumano en aquella voz. Le sonrió.
– Pues es una buena idea.
– Tu padre no diría lo mismo.
Chase le pasó una mano por el hombro a su abuela.
– Lo siento, es tu fiesta de cumpleaños. Se supone que somos una familia feliz. Lo último que quería era discutir con mi padre.
Nana le acarició la mejilla.
– Yo no esperaba otra cosa.
– ¿Esa famosa clarividencia tuya ha vuelto a funcionar?
Nana Tonya se enorgullecía mucho de sus orígenes gitanos y de su capacidad para ver el futuro. Al resto de la familia le parecía bochornoso, sobre todo cuando hablaba sin tapujos de sus visiones. Sin embargo, para Chase era encantador.
– Vuestras peleas se han convertido en una tradición familiar.
– Ya sé que soy la diversión de los cumpleaños, vacaciones y demás fiestas.
– No podrás hacerle feliz hasta que no sientes la cabeza y ocupes el lugar que por derecho te corresponde en los negocios de la familia -dijo con un suspiro-. Y él nunca podrá hacerte feliz hasta que no entienda la clase de hombre que eres. Con vosotros dos, nunca hay lugar para llegar a un acuerdo.
– Dime, ¿qué ves en mi futuro, Nana? -bromeó él.
– No tengo respuestas para tus preguntas, Chase.
– De acuerdo. ¿Qué tal algún consejo sobre cotizaciones? Me has dirigido bien en más de una ocasión y he ganado montones de dinero. Me conformo con el resultado del béisbol. ¿Van a ganar los Sox el partido inaugural del verano?
Nana le acarició otra vez la mejilla y se volvió a mirar al océano.
– Ya sabes que mis visiones no son como la tele. No puedo apagarlas y encenderlas cuando me apetece.
– ¿Y tú? ¿Cómo pudiste encontrar un sitio en esta familia, Nana? Me extraña que con tu sangre gitana te casaras con una familia bostoniana tan tradicional y estirada.
– Me enamoré de tu abuelo y él de mí.
Recuerdo cuando Charles le dijo a su familia que quería casarse conmigo. Siempre fue un rebelde, pensaban que me había escogido precisamente porque era la menos apropiada. Tú te pareces mucho a mi Charles -dijo ella con una sonrisa de añoranza.
– Pero tú hiciste que funcionara, Nana. Conseguiste encajar.
– Sólo porque, para mí, la familia es lo más importante del mundo.
Nana se quedó contemplando las olas. Entonces, se estremeció y frunció el ceño.
– Esta noche soñarás con la mujer con quien vas a casarte.
Chase parpadeó, pero su risa murió en el viento.
– Vamos, Nana. No me gastes bromas.
– Lo he visto -dijo ella encogiéndose de hombros-. Ahora mismo.
– ¿Hablas en serio?
– Puedes creer lo que más te plazca.
– Siempre me tomo muy en serio tus visiones porque siempre tienes razón. Pero yo quería alguna pista para la bolsa, no estoy buscando esposa.
Nana se colgó del brazo de su nieto.
– Una esposa te haría mucho bien, Chase Donnelly. Ahora debemos entrar. Seguramente tu madre le habrá prendido fuego a mi tarta y debo formular un deseo y poner buena cara por haber cumplido un año más.
Volvieron al interior de la casa tomados del brazo, todos guardaron silencio al ver a Chase. Seguían sentados en torno a la mesa, igual que quince minutos antes. El padre de Chase, sus dos hermanos menores y sus esposas con sus mejores vestidos de diseño.
Siempre rebelde, Chase se había presentado con pantalones de deporte arrugados y un polo viejo.
– Aquí está la dama de la casa -anunció el padre, levantándose de la cabecera de la mesa.
Tomó la mano de Nana sin perder ocasión de lanzarle una mirada furiosa a su hijo.
– Quizá ahora podamos comportarnos como adultos.
– Mejor que no -dijo Chase sentándose en su sitio-. Nana se merece ver a nuestra familia en su estado natural, ¿no creéis?
– Será mejor que no -dijo su madre-. Nana, no deberías haber salido sin tu chal. Vas a pillar un resfriado de muerte.
– Después de noventa años, ¿no crees que soy mayorcita como para cuidar de mí misma, Olivia? Chase y yo hemos tenido una charla muy agradable.
– ¿Ya te ha estado pidiendo las cotizaciones de la bolsa? -preguntó John.
Era el mediano de los tres, el más parecido al padre; conservador, engreído y cínico. Patrick, el más joven, aún no había revelado su verdadera personalidad. Aunque demostraba cierta inclinación hacia John, de vez en cuando seguía tomando como modelo a Chase.
Nana empezó a apagar las velas, pero tuvo que dejar gran parte de la tarea para Olivia.
– Le he dicho a Chase que esta noche soñará con la mujer con la que va a casarse.
Mientras la abuela sonreía, todos los ojos se centraron en él. Patrick estaba boquiabierto.
– ¿Chase casado? Antes apostaría mi dinero por la bancarrota de las Donnelly Enterprises.
– ¿Por qué te parece tan difícil de creer? -dijo Chase-. ¿No crees que llegará el día en que siente la cabeza? Me gustaría conocer a una mujer y casarme, no soy distinto del resto de los hombres -añadió a la defensiva.
– Claro -replicó John-. Serías un marido estupendo si fueras capaz de quedarte más de una semana en el mismo sitio y de conformarte con una mujer.
– Cuando conozca a la mujer adecuada, lo sabré. Sólo que aún no ha sucedido.
– Me sorprendería que la encontraras -dijo John.
– Chicos, es el cumpleaños de Nana -intervino Olivia-. ¿No podemos cambiar de tema?
Por lo general, era el padre quien intermediaba, pero estaba demasiado entretenido viendo el enfrentamiento de sus hijos.
– Careces de las más mínima aspiración en tu carrera -continuó John a pesar de su madre-. Pasas de una cosa a otra como si nada.
– No quiero trabajar en el negocio de la familia -contestó Chase-. Pero eso no significa que no trabaje.
– ¿Cómo puedes considerar ese negocio de importación una carrera? -dijo Patrick, uniendo fuerzas contra la oveja negra-. ¿Cuánto ganas al año?
– ¡Un vendedor de quesos! -exclamó John-. Eso cuando no navega alrededor del mundo persiguiendo mujeres. ¿Cuánto te parece a ti que puede ganar?
– Tengo intereses en una empresa que importa comida de gourmet y vino, no sólo quesos -dijo Chase, esforzándose por mantener la calma-. ¿He de recordaros que el tatarabuelo vendía leche y queso de puerta en puerta con una carretilla?
Nuestra familia mantiene una antigua relación de negocios con el queso.
– ¿Tener un pequeño negocio de importación no se parece ni de lejos a dirigir una división de las Donnelly Enterprises. ¿Cuándo fue la última vez que pusiste un pie en nuestras oficinas? -preguntó John.
– No me acuerdo de la última vez que fui invitado -contestó Chase.
El padre tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó maldiciendo en voz baja.
– Pues ahora te invito, maldita sea. Eres accionista y miembro de la junta. Ya es hora de que demuestres algún interés por el negocio. Te presentarás en el despacho de John mañana por la mañana.
– ¿Es una orden?
La expresión del padre se volvió gélida.
– Haz lo que quieras, pero si quieres conservar tu asiento en la junta, te sugiero que dediques unos cuantos días a la semana a aprender un poco más del negocio de la familia -dijo antes de salir del comedor.
Otro silencio incómodo se adueñó de la mesa. Nana miraba a Chase con una expresión curiosa. Como de costumbre, las esposas de John y de Patrick empastaron unas sonrisas educadas en sus labios, manteniéndose a una distancia segura de las riñas familiares. Y Oliva, la eterna forjadora de la paz, se aclaró la garganta antes de empezar a cortar la tarta.
– ¿Por qué no tomamos la tarta con un café en el solarium? -sugirió animadamente.
Todos se levantaron excepto Nana y Chase.
– No sé por qué tengo la impresión de que has sido tú la que ha orquestado todo esto -dijo él cuando se quedaron solos.
– Cree lo que más te plazca -dijo ella con una sonrisa enigmática en los labios.
Esa misma noche, más tarde, cuando dormía en su vieja habitación cargada de recuerdos de su infancia, Chase soñó con una mujer con el pelo del color del lino hilado y los ojos azules como un atolón del Pacífico. Estaba de pie, en la proa de su velero, la brisa agitaba su vestido largo y blanco, el sol había dorado su piel.
Ella sonreía y caminaba hacia Chase, pronunciando su nombre como si fuera el canto de una sirena. Cuando estuvo lo bastante cerca, él levantó una mano y empezó a desabrocharle el vestido. La tela cayó de sus hombros y se arremolinó a sus pies antes de que la brisa salada la atrapara y se la llevara por la borda. Ella se echó a reír con un sonido dulce y musical que el viento esparcía.
Y entonces cayó entre sus brazos, toda piel cálida y curvas suaves. Él la besó. Chase supo que nunca podría separarse de aquella mujer, de aquel deseo, de su esposa.
– ¡Estamos hablando de una boda, no de una OPA hostil!
Natalie Hillyard no respondió al principio, sino que siguió caminando por la acera, esquivando peatones a la hora de comer por las calles de Boston. Su hermana Lydia trataba de mantenerse a su altura, pero cuando llegaron al vestíbulo del Edificio Donnelly, se encontraba sin aliento y con las mejillas sonrosadas por el frío. Al fin, Natalie se detuvo y le dio la oportunidad de recuperarse.
– No entiendo por qué te parece tan sorprendente. Tengo toda mi boda plasmada en un organigrama. Le he puesto fecha a todas las decisiones, a cada compra, a cada acontecimiento con el minuto preciso y su exacto precio en dólares. Y el organigrama dice que tú y yo tenemos que visitar al florista exactamente a las cinco y treinta y siete, p. m. ¿Te vas a quitar esa mecha morada del pelo para el mes que viene?
Lydia se tocó el pelo. Nadie habría adivinado que eran hermanas. Natalie llevaba un traje de chaqueta y un sobretodo de cachemira. Salvo por la mecha morada, Lydia vestía enteramente de negro, encajando con su imagen de estudiante de arte.
– Bueno, quizá tu organigrama debería haberte dicho que me llamaras con unos cuantos días de antelación para hacérmelo saber. No puedo ir, Natalie. Tengo clase.
– Tengo todas tus clases en mi programa de horarios y no tienes clase esta tarde. Eres mi dama de honor, Lydia. La norma es que me ayudes con estas cosas.
– Nat, esto es una boda. El día más importante de tu vida. No tienes por qué hacerlo todo según las normas y al pie de la letra.
Frustrada, Natalie se sentó en un banco de mármol. Al cabo, la tensión de los preparativos estaba pasándole factura.
– Lo siento. Es que este día tiene que ser perfecto. No conoces a la familia de Edward. Su madre habría sido feliz pagando y dirigiendo, claro, toda la boda ella sola, pero es importante que demuestre que soy capaz de hacerlo yo. Cuando me case con Edward, tendré que organizar nuestra vida social. No quiero que piense que soy una mentecata.
– ¿Y tú quieres integrarte en su familia?
Lydia se pasó una mano por los cabellos, del mismo color que el pelo de su hermana salvo por el mechón morado.
– Es fácil ser de sangre azul si tienes el corazón de hielo -añadió-. El de tu futura suegra hace años que no se descongela.
– Lydia, no digas eso. Van a convertirse en mi familia. Por primera vez en mi vida, voy a disfrutar de la seguridad de una familia de verdad.
Una expresión dolida pasó por el rostro de Lydia.
– «Yo» soy tu familia. Desde que papá y mamá murieron, nos hemos tenido la una a la otra y siempre ha sido suficiente. Nat, hemos pasado mucho juntas durante los últimos veinte años y hemos sobrevivido. ¿Para qué necesitas a ese estirado de Edward? Él no te merece.
– Me ha estado esperando, durante toda la carrera y hasta que he podido consolidar mi posición. No todo el mundo hace eso, es un buen hombre. Le debo organizar la boda más perfecta que jamás se haya visto.
– Pero, ¿te estás oyendo? ¿Le debes casarte con él? Se supone que te debes casar con Edward porque estás locamente enamorada y no puedes vivir sin él. Hasta hoy, ni una sola vez te he oído decir que lo amabas. Y pasáis más tiempo separados que juntos.
Natalie se picó. La intuición de Lydia se acercaba a la verdad más de lo que ella quería admitir.
– Estás tergiversando mis palabras porque no te gusta. Pero resulta que yo le tengo mucho cariño…
– ¿Lo ves? ¡Ni siquiera eres capaz de pronunciar la palabra amor!
– ¿Amor? Bueno, ahí la tienes. Amo a Edward.
Lydia cruzó los brazos sobre el pecho y estudió a su hermana detenidamente.
– No te creo.
– Pues no me importa. Además, el amor está muy sobrevalorado. Edward y yo nos respetamos. Compartimos las mismas metas, el mismo enfoque de la vida. Nuestro matrimonio se basará en el compañerismo y la confianza, no en la lujuria.
Lydia gimió.
– ¡Ay, Señor! Nat, esto es peor de lo que imaginaba. Dime que al menos tienes una buena vida sexual.
– Mi vida sexual no es asunto tuyo -dijo ella, testarudamente-. ¿Qué hay de malo en lo que yo siento? Se supone que nuestros padres se querían, pero se pelearon como dementes hasta el último momento.
Lydia tomó la mano de su hermana.
– Sé que casarse con Edward parece una buena idea, pero creo que te casas con él por las razones más equivocadas. La seguridad monetaria y toda una familia de parientes políticos que van a estar pendientes de vosotros no lo son.
Natalie consultó su reloj, se quitó el sobretodo y se lo echó al brazo. Recogió su maletín, se alisó la falda.
– Llego tarde. Llegamos tarde. Se supone que me tienes que traer de comer quince minutos antes para que mi personal pueda darme la fiesta.
– Se supone que eso era una sorpresa -dijo Lydia con el ceño fruncido.
– Detesto las sorpresas. Además, lo tengo apuntado en el organigrama hace una semana. Voy a llegar tarde. ¿Nos vemos luego? ¿A las cinco treinta y siete en la floristería?
Lydia asintió y Natalie se despidió con un beso. Fue al ascensor preocupada con las dudas de su hermana. Quizá no estaba locamente enamorada de Edward, pero iba a fundamentar su matrimonio sobre algo mucho menos inconstante que una emoción. Siempre había sido una persona práctica, una mujer que prefería los hechos a las fantasías, el sentido común a los sentimientos.
La mayoría de la gente consideraba a Edward estirado y un poco aburrido. Pero, en él, Nat había encontrado toda la estabilidad y seguridad que había perdido el día en que murieron sus padres. A partir de ese momento, su vida había sido un trastorno creciente, su hermana y ella pasaban de la casa de algún familiar al orfanato y vuelta a empezar. Edward siempre tendría un hogar para ella y eso era todo lo que Nat necesitaba para ser verdaderamente feliz.
Con otro vistazo al reloj, apretó el botón del ascensor y zapateó impacientemente. Llegaba realmente tarde. Tenía la esperanza de que las mujeres de la oficina le regalaran un obsequio conjunto en vez de una multitud de paquetitos que tendría que abrir y, en consecuencia, perder un tiempo precioso. Eran su personal, no amigas suyas. En el lugar de trabajo no había espacio para hacer amigos.
El ascensor llegó. Nat entró y, cuando estaba a punto de apretar el botón de subida, oyó un voz masculina.
– ¡Espere un momento!
Cuando una mano apareció entre las puertas activando el sensor que desconectaba el mecanismo, ella volvió a apretar el botón. No tenía tiempo para esperar a desconocidos. Que tomara el siguiente ascensor.
Las puertas empezaron a cerrarse, pero aquel hombre volvió a interponer la mano. Así estuvieron, abriéndolas y cerrándolas hasta que el desconocido dejó escapar una maldición y metió el hombro. Natalie quitó la mano del panel de botones y se retiró al fondo con una sonrisa de plástico en los labios.
El hombre entró con una manifiesta expresión de enfado. Pero entonces se quedó inmóvil y la miró sin parpadear y sin vergüenza. Abrió la boca y la cerró otra vez con un chasquido. Fruncía el ceño, pero seguía mirándola y ella no pudo evitar hacer lo mismo. Después de todo, era increíblemente atractivo, con unos rasgos afilados que ella sólo había visto en los anuncios de moda.
Una extraña corriente de atracción crepitó entre ellos. Nat sintió escalofríos. Pero no podía apartar la mirada. El tenía los ojos más verdes que había visto nunca, claros y directos, sin dobleces. Tras toda una infancia de cuidar y proteger a su hermana pequeña había aprendido a juzgar a los desconocidos de aquella manera, a adivinar su personalidad mirándolos a los ojos. No había nada que temer de aquel hombre, de eso estaba segura.
Entonces, ¿por qué sentía de repente que le faltaba el aire? Claro, era muy guapo, cualquier mujer se daría cuenta, pero era el modo en que la miraba, como si la desnudara lentamente. Nunca un hombre la había mirado así, ni siquiera Edward. Natalie tampoco lo esperaba porque sabía que no era particularmente bonita.
Se obligó a apartar la vista, a fijarla en el panel de control. Pero, inexplicablemente, volvía a fijarla en él, y tuvo que echarle otra mirada de reojo cuando las puertas empezaban a cerrarse. Se preguntó si no debía salir de allí, pero ya iba con retraso y eso era algo que ella detestaba, también detestaba a la gente que hacía caso omiso de las reglas no escritas de la etiqueta en los ascensores. Aquel atractivo desconocido no se volvió hacia la puerta ni centró su atención en las luces del techo. No, continuó mirándola como si la conociera.
Natalie se hizo a un lado, preguntándose si se habían visto en alguna parte. Pero ella no lo hubiera olvidado, los rasgos perfectos, el bronceado profundo que hablaba de un invierno pasado en climas más cálidos. El pelo negro era mas largo de lo que el estricto código de los hombres de negocios dictaba y rozaba el cuello de la cazadora de cuero.
Natalie lo miró de arriba abajo antes de ser ella quien fijara los ojos en el techo. Llevaba vaqueros y una camisa de color caqui y, ¡cielos! Una corbata con una bailarina de «hula-hula» pintada a mano. Natalie reprimió una sonrisa y le miró los zapatos.
– ¿Nos conocemos?
Tenía una voz profunda y cálida, que resonó en la cabina. Por un instante, Natalie no se dio cuenta de que estaba hablando con ella, pero entonces recordó que no había nadie más en el ascensor. Se volvió para hablar, pero apartó la mirada. Su sentido común le decía que ignorara a aquel hombre, sin embargo no podía. Excepto por la corbata, no parecía de los que se dedican a ligar en los ascensores.
– No -murmuró-. No lo creo.
– Es raro. Podría haber jurado…
Natalie se encontró sonriéndole.
– Tengo muy buena memoria para los nombres y las caras. Estoy segura de que no nos conocemos.
El desconocido apretó un botón en el panel. El ascensor se detuvo.
– Esto le va a parecer raro, pero creo que sé dónde nos hemos visto.
Nat hubiera debido asustarse, atrapada en un ascensor detenido con un extraño por toda compañía. Pero el caso era que no tenía miedo. A pesar de todo su sentido común, sabía que aquel hombre no pretendía hacerle ningún daño. La verdad era que su atención la halagaba.
– Estoy completamente segura de que no…
El hombre se pasó la mano por el pelo y entonces levantó la otra.
– De acuerdo. Fue en un sueño. Estábamos en un velero y yo te… Bueno, la verdad es que eso no importa.
Natalie sonrió otra vez. Desde luego, aquél era el cuento más original que había oído, aunque esperaba algo más suave, más sofisticado. Sin embargo, que el desconocido intentara ligar, le produjo una extraña sensación de placer.
– Todo esto es muy divertido, pero estoy comprometida.
Su declaración pareció pillarlo completamente desprevenido y volvió a fruncir el ceño.
– Pero no puede ser. Se supone que tienes que casarte conmigo.
Natalie abrió desmesuradamente los ojos, de repente recuperó todo su sentido común. Aquel hombre no sólo era guapo, sino que estaba loco, majara, ido sin remedio. Sin perder tiempo, puso en marcha el ascensor pero sólo hasta que el lunático volvió a apretar el botón.
La furia de Natalie empezó a encenderse. ¿Quién se había creído? ¿Qué derecho tenía a secuestrarla en un ascensor?
– Escuche, señor. No sé qué querrá, pero como no…
– ¡Espera! Escúchame un momento. Te juro que no estoy loco.
– No quiero escucharlo -gritó ella-. Llego tarde y estoy comprometida. Nada de lo que usted diga va a cambiar eso.
El hombre cerró los ojos y sacudió la cabeza.
– Tienes razón -dijo mientras ponía el ascensor en marcha-. Es que mi abuela tuvo una visión y ella nunca se equivoca. Y entonces apareciste tú en mi sueño. Y ahora aquí. Y en algún lugar entre la tarta de cumpleaños y este ascensor he perdido por completo el juicio.
El extraño maldijo entre dientes y la observó de soslayo.
– No querrás cenar conmigo esta noche, ¿verdad?
Natalie tuvo que echarse a reír. El sonido burbujeante que brotó de su garganta la dejó sorprendida, porque rara vez encontraba algo que la divirtiera de verdad. No obstante, aquel atractivo desconocido tenía la extraordinaria capacidad de echar abajo su habitual dominio de sí misma.
– Ya se lo he dicho, estoy comprometida.
– Y yo soy Chase -dijo él, ofreciéndole la mano-. El diminutivo de Charles. Me alegro de conocerte. ¿Quizá podamos vernos para tomar un café después del trabajo?
Insegura, Natalie juntó las manos, convencida de que, en el momento en que lo tocara, toda su resolución se derrumbaría y caería víctima de sus considerables encantos.
– No me importa cómo se llame. Y no tomo café. Le repito que estoy prometida.
– ¿Un té entonces? Ya sé, estás comprometida. Pero si no bebes algo, acabarás deshidratada.
Natalie sacudió la cabeza, tentada a decir que sí, pero decidida a no permitirse considerar su oferta. ¿Por qué se movía tan lento aquel ascensor? ¿Y por qué aquel tal Chase tenía un efecto tan desconcertante sobre ella? ¡Natalie Hillyard no hablaba con desconocidos! Aunque el desconocido en cuestión fuera el hombre más atractivo que había visto en su vida. No aceptaba invitaciones de improviso y, desde luego, no se tragaba aquel cuento chino del sueño.
– Agua -insistió él-. Podríamos salir y bebernos un buen vaso de agua.
– ¡No!
Para su alivio, el ascensor llegó a su piso. Ella se apresuró a salir mirando por encima del hombro para asegurarse de que no la seguía. Pero él se había quedado quieto, el hombro apoyado contra la puerta y diciéndole adiós con la mano.
– Te caería bien. La gente dice que soy buena persona.
– ¡Y yo estoy prometida!
Chase se echó a reír y el sonido cálido de su risa llenó todo el pasillo. Natalie abrió la puerta de recepción, decidida a poner la máxima distancia posible entre ella y aquel atractivo extraño.
– Ya nos veremos, cariño -dijo él mientras la puerta se cerraba-. Es el destino.