Capítulo 4

La casa estaba a oscuras, excepto la luz que alumbraba en un balcón del segundo piso. Chase se subió el cuello de la chaqueta, hacía tres noches que se quedaba allí, mirando hacia la ventana de Natalie hasta que la luz se apagaba.

No había podido soportar la idea de mantenerse lejos de ella. ¿Por qué no podía olvidarla con la misma facilidad con que ella lo había olvidado? Por mucho que ella dijera, había en Chase un instinto oscuro que lo impulsaba a impedir que se casara con su prometido. Si se hubieran conocido en otra época, en otro lugar, la habría cortejado despacio, dejando que el amor se desarrollara a su propio ritmo. Pero el reloj corría y cada minuto que pasaba los arrastraba a un acontecimiento irreversible, su matrimonio con Edward.

Chase se pasó una mano por el pelo y se apoyó contra su coche. ¿Qué podía ofrecerle él que Edward no pudiera? Chase había pasado la vida evitando responsabilidades. Quizá si aceptara un trabajo fijo, empezara a ingresar dinero en el banco y se comprara unos cuantos trajes de ejecutivo, podría tener una posibilidad. Pero la idea de pasar el resto de sus días en un despacho de las Donnelly Enterprises ponía un sabor amargo en su boca.

De todas maneras, los rumores eran difíciles de superar y dudaba que le dieran una oportunidad. Echó a andar hacia la puerta de la casa, no podía marcharse sin intentar verla una vez más. En el último momento trepó a un roble cuyas ramas casi rozaban la ventana de Natalie.

Cuando estuvo al nivel de su habitación, lanzó una bellota contra el cristal. Lanzó tres bellotas más antes de ver su silueta contra los visillos. Las cortinas se abrieron y Natalie escudriñó la oscuridad.

Tiró otro fruto para llamar su atención. La persiana se levantó y ella apareció frente a Chase.

– ¿Chase? -dijo con una voz suave en el viento helado, a pesar de lo cual, él sintió escalofríos de satisfacción-. ¿Que haces ahí?

– Tenemos que hablar.

– ¿Y por qué no has llamado al timbre?

– Porque sabía que, en cuanto abrieras la puerta, iba a tener que besarte. He estado pensando en ti, Natalie. La verdad es que no puedo dejar de pensar en ti.

– Pues tienes que hacerlo -dijo ella con un suspiro.

Chase se sentó a horcajadas sobre la rama y se arrastró hacia ella.

– Se me ha ocurrido hacer algunos cambios. Cosas como sentar la cabeza y tomarme la vida un poco más en serio.

Natalie sonrió con tristeza.

– Es curioso, porque yo he estado pensando que me he tomado la vida demasiado en serio. Quizá fueras tú quien tenía razón.

– Puedo cambiar, siempre que tuviera una razón lo suficientemente poderosa.

Natalie hizo un gesto negativo con la cabeza, el viento le enredó el pelo. Chase sintió que sus dedos se agarrotaban con el impulso de acariciar aquellos mechones sedosos.

– No quiero que cambies, Chase. Y menos por mí. Me he pasado la vida para ser la persona que soy. Edward me comprende y yo lo comprendo a él. No habrá sorpresas entre nosotros. Estaré bien, te lo prometo.

– ¿Qué sientes cuando besas a Edward? Cuando te acaricia, ¿hace que te hierva la sangre?

– La pasión no es lo único que hay en el matrimonio.

– Entonces, dime cómo te sientes cuando yo te toco. Sé sincera contigo misma.

– Yo… siento pesar. Remordimiento por haber traicionado la confianza de Edward. Contigo, quizá me habría convertido en una mujer distinta.

Chase siguió avanzando por la rama, acercándose lo bastante como para mirarla a los ojos.

– Creo que te quiero, Natalie.

Natalie se quedó estupefacta.

– Pero si ni siquiera me conoces.

– Lo único que sé es que no puedes casarte con él.

– Ya hemos hablado de esto, Chase.

Frustrado, Chase trató de seguir avanzando,

Abría la boca cuando sonó un crujido. La rama cedió y él cayó como un peso muerto sobre la hierba. Natalie gritó su nombre, pero lo único que él podía oír eran los desesperados intentos que hacía su propio cuerpo para respirar.

Cuando Natalie llegó a su lado, había conseguido respirar el aire frío de la noche unas cuantas veces.

– No te muevas. ¿Dónde te duele? ¿Notas si tienes algo roto?

Chase gimió al sentir que ella le pasaba las manos por todo el cuerpo. Gruñó y trató de ignorar la marea de deseo que lo inundaba. Natalie no sabía qué le estaba haciendo y tampoco sabía lo que él hubiera querido hacerle a ella.

– Estoy bien.

Chase la sujetó por la cintura y la hizo caer al suelo a su lado, la cubrió con su propio cuerpo mientras le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Ella empezó a debatirse, pero sus movimientos se hicieron menos inconscientes y más deliberados con cada segundo que pasaba.

– Suéltame -murmuró Natalie.

Arqueaba su cuerpo contra él, volviéndolo loco. Chase le rozó la boca con los labios.

– ¿De verdad quieres que te suelte?

Natalie entreabrió los labios, jadeaba. Chase podía oír el martilleo de su propio pulso y luchó por dominarse. Si ella le hubiera dado una señal, el menor gesto, la hubiera poseído allí, en el césped, pero un haz de luz contra la casa llamó su atención.

Un coche de policía pasaba lentamente por la calle. Gruñó y arrastró a Natalie tras la sombra de unos arbustos. Ella comenzó a quitarse las hojas secas del camisón. Chase aprovechó que estaba detrás para deleitarse con la silueta de su desnudez contra el haz de la linterna que los buscaba. Chase tuvo que reírse cuando ella saludó al coche patrulla.

– ¿Señorita Hillyard? ¿Se encuentra bien?

Natalie cruzó los brazos sobre el pecho, dándole a Chase la posibilidad de contemplar su trasero.

– No se preocupen. Me ha parecido oír a alguien rondando por aquí, pero sólo era un perro callejero. No hay nada de qué preocuparse.

– ¿No quiere que eche un vistazo?

– No, no se preocupe. Todo está bien. Yo estoy, bien, todos andamos bien por aquí.

Los dos se quedaron observando hasta que el coche patrulla se perdió en la calle siguiente. Natalie se inclinó y lo agarró por el cuello de la chaqueta.

– Quiero que salgas de mis arbustos enseguida. Vete a tu casa, Donnelly! ¡largo!

Chase sonrió, la tomó de la mano y le besó la palma.

– Estoy enamorado de ti, Natalie.

– He dicho que te vayas. Procura dormir. Por la mañana verás las cosas de otro modo.

Natalie se recogió el borde del camisón y fue a la puerta de su casa. Chase rodó hasta quedar tumbado de espaldas y miró al cielo mientras suspiraba.

– Empiezas a gustarme, Natalie Hillyard. Lo noto. Ya falta poco.

– ¡Vete a casa! -gritó ella.

Chase se rió y se puso en pie. Al final, había sido una buena noche. Él le había dicho a Natalie que la amaba y ella le había repetido que la dejara en paz. Echó a andar silbando alegremente porque había descubierto un resquicio en la armadura. O mucho se equivocaba o Natalie también se estaba enamorando de él.


– ¡Un calientaplatos de plata! Mamá, es justo lo que yo quería.

– Una esposa como Dios manda nunca dispone de suficientes calientaplatos.

Era una reunión familiar que examinaba la cubertería de plata que iba pasando de mano en mano. Natalie no tenía la más remota idea de qué podía hacer con seis calientaplatos de plata, pero algo le decía que iba a averiguarlo muy pronto.

– En mi vida he visto tanta plata junta -rezongó Lydia junto a su hermana-. ¿Pero dónde está la escobilla de plata para la taza? ¿Y la llave inglesa de plata? ¡Cielos! Espero que te acuerdes de incluirlos en tu lista de bodas.

– Basta -masculló Natalie entre dientes-. Van a oírte.

– Que me oigan. Son unas pajarracas de mal agüero que no tienen otra cosa mejor que hacer que meter sus narices en las vidas de los demás. Bueno, en «tu» vida, Nat.

Natalie se levantó del sofá.

– Si me… -tuvo que aclararse la garganta-. Señoras, si me excusan, volveré ahora mismo.

Lydia se levantó tras ella, pero Natalie le hizo gestos de que no la siguiera.

– Mamá, ¿por qué no le cuenta a Lydia toda la cristalería que nos ha regalado el primo segundo de Edward? Mi hermana adora la cristalería fina.

Lydia le lanzó una mirada venenosa antes de que Natalie consiguiera escabullirse. Con alivio, se encerró en los aseos de la parte de atrás de la casa. Pasándose las manos por la cara, se miró al espejo. Pero la imagen que le devolvió la mirada la pilló por sorpresa. Estaba pálida, consumida, surcada de arrugas de tensión. Se tocó las comisuras de los labios y trató de sonreír, pero lo único que consiguió fue una mueca helada.

Si era sincera, tenía que reconocer que no había conocido un momento de sosiego desde la ultima vez que había visto a Chase, hacía cuatro días.

Recordó la noche que la había abrazado sobre la hierba. Pero todo se difuminaba cuando miraba a la mujer que había en el espejo.

– ¿Qué estoy haciendo? -musitó-. Este no es mi sitio.

De repente, se olvidó de respirar. Tuvo que apoyarse en el lavamanos mientras luchaba por tranquilizar su corazón desbocado.

– No lo quiero, no quiero casarme con él. Y por nada del mundo estoy dispuesta a llamar madre a esa arpía.

Se fijó en el teléfono que había sobre el lavabo. Ella se había criado en una casa donde sólo había un teléfono. Edward vivía en una casa donde había teléfono en todos los baños y dos en el garaje. Lo tomó sin muchas contemplaciones, se sacó el organigrama del bolsillo y marcó el número de Edward en Londres, necesitaba oír su voz.

Contestó al tercer tono.

– ¿Edward? -preguntó con voz quebrada.

Edward carraspeó. Natalie se lo imaginó sentándose en la cama.

– ¡Natalie! ¿Para qué me llamas?

Natalie frunció el ceño. Sonaba frío y distante, igual que cuando lo interrumpía en el trabajo.

– Yo… Estoy bien Edward. No, la verdad es que no estoy nada bien.

– Natalie, ¿no podemos hablar en otro momento? ¿Ahora estoy verdaderamente ocupado?

– Edward, si estabas durmiendo.

– Bueno, sí. Es que ha sido un día muy duro y…

– Edward, yo… yo…

Natalie respiró hondo.

– ¿Qué? ¿Qué te pasa?

Ni ella misma lo sabía, quizá fuera el tono irritado de su voz o su negativa a poner las preocupaciones de su novia por encima de unas horas de sueño.

– Te llamo para decirte que no habrá boda, que rompo nuestro compromiso. No puedo casarme contigo.

Hubo un largo silencio mientras ella esperaba alguna respuesta.

– ¿Edward, estás ahí?

– Ya hablaremos de esto cuando vuelva a casa. Por ahora, quiero que te tranquilices y que consideres tu comportamiento. Estás siendo irracional e impetuosa. Por el amor de Dios, Natalie, madura.

– Ya he considerado mi comportamiento y, créeme, se ha acabado Edward. Siento decírtelo por teléfono, pero no puedo soportarlo. La boda está cancelada.

Natalie esperó temblando, pero él no le contestó, no protestó, ni siquiera se mostró sorprendido. Lo único que ella oyó fue que colgaba. Esperaba sentir remordimientos, tristeza, pero mientras miraba el teléfono que tenía en la mano, lo único que pudo sentir fue rabia. Lo había llamado para que la reconfortara, para que le ofreciera seguridad, pero lo único que había recibido era palabras de indiferencia e irritación por haberlo despertado.

Cada vez estaba más rabiosa.

– Se acabó -masculló poniéndose a andar por el baño-. Lo he hecho, se acabó.

Más allá de eso, lo único que sabía era que tenía que salir de la casa de los Jennings. Ni siquiera se había llevado su coche, pero podía escapar con el de su hermana. Sin embargo, Lydia seguía atrapada en el salón, entre las tías y demás familia. No había modo de hacerle llegar un mensaje sin enfrentarse al resto de la parentela. Y Natalie nunca había sabido mentir.

Pero tenía otro recurso. Volvió a sacar la hoja de su organigrama y marcó el número. Chase había dicho que lo llamara a cualquier hora del día o de la noche, para lo que fuera.

– ¿Chase? Soy Natalie -dijo cerrando los ojos y dejando que el sonido de su voz la inundara.

– Pensé que no ibas a llamarme. ¡Dios mío! Natalie, no sabes cómo echaba de menos tu voz.

– Me dijiste que te llamara si te necesitaba. Pues te necesito. Necesito que vengas a sacarme de aquí, enseguida. Estoy en Redmond, en el 721 de Kensington, al otro lado de la plaza. ¿Puedes venir?

– Ya estoy en el coche, llegaré dentro de quince minutos.

Natalie suspiró y al fin pudo sonreír.

– Gracias.

Se sentó en la taza a esperar impacientemente. No habían pasado diez minutos cuando llamaron a la puerta.

– ¿Natalie? ¿Estás ahí dentro?

Abrió la puerta apenas una rendija. En el pasillo sólo estaba su hermana.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lydia-. ¡Dios bendito! Si vuelvo a oír más chorradas sobre cuál es la mejor plata, te juro que vomito. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

Natalie abrazó a su hermana.

– Perfectamente. No voy a casarme con Edward -dijo ella, con la misma facilidad que si estuviera hablando del tiempo.

Lydia tuvo que sentarse en la taza, aunque no acertó a cerrar la boca.

– ¿Qué?

– He decidido que no puedo casarme con Edward. Lo he llamado y he cancelado la boda.

– ¿Cuándo lo has decidido?

– Bueno, hace unos minutos. Me di cuenta de repente de que no puedo casarme con él. Todos estos preparativos han sido para nada.

– ¿De modo que piensas encerrarte en el aseo hasta que todas las arpías se vayan a casa y la señora Jennings a la cama? ¿O tienes pensado dejar caer la bomba antes de marcharte?

– He llamado a Chase. Vendrá a recogerme dentro de un momento.

– ¿Chase Donnelly? ¿Te vas a ir de aquí con él?

– Si es que puedo salir de una pieza. Necesito que vuelvas al salón y las distraigas, sobre todo a la señora Jennings. No quiero tener que enfrentarme a ella, aún no. Chase llegará en cualquier momento -dijo, volviendo a mirar el reloj-. Anda, ve. No te preocupes por mí.

Lydia se echó a reír.

– No puedo creerlo, Nat. Suspendes tu boda y te vas con un hombre al que apenas conoces -dijo abrazándola-. ¡Ah, qué orgullosa me siento de ti!

– Anda, haz lo que hemos acordado. Yo te llamaré mañana.

Lydia salió y Natalie esperó algunos minutos más antes de abrir el ventanuco encima del inodoro. Sin embargo, calculó mal sus posibilidades porque llegó el momento, justo cuando se encontraba a la mitad, en que no pudo ir ni hacia delante ni hacia atrás.

– ¿Natalie? ¿Estás ahí dentro?

La voz de la señora Jennings resonó por el pasillo. Natalie hizo una mueca cuando oyó que la puerta del aseo se abría.

– ¡Por Dios, Natalie! ¿Qué estás haciendo ahí?

Natalie se quedó helada. Estaba atrapada. ¡No!

Sintió que la señora Jennings le tiraba de las piernas y la metía poco a poco en el baño.

– Explícate -exigió la madre de Edward-.¿Qué clase de comportamiento es éste?

Natalie se alisó el traje de chaqueta y echó a andar hacia la puerta procurando esquivar la considerable mole de la señora Jennings.

– Creo que debería llamar a Edward. Él se lo puede explicar.

– ¿Explicar? ¿Qué ha de explicarme?

– Que… acabo de romper nuestro compromiso. No puedo casarme con su hijo.

La señora Jennings la siguió por el pasillo, su cara sonrosada congestionada de ira.

– Querida, ¡no hablarás en serio! Falta una semana para la boda, hay que pensar en los invitados, en los regalos, ¡en mi reputación!

Natalie se encaró con ella, las manos en las caderas.

– Podemos llamar a los invitados y devolver los regalos. Sencillamente, no soy capaz de casarme.

La señora Jennings la sujetó del brazo, le clavó los dedos con tanta fuerza que a Natalie se le saltaron las lágrimas.

– Escúchame bien. Ni vas a avergonzar a mi familia ni a humillar a mi hijo.

– ¡Precisamente lo hago por su hijo! No lo quiero, nunca lo he querido y no estoy segura de poder quererlo algún día. Es un buen hombre y ya encontrará otra esposa buena y que sea de confianza. Pero Edward y yo no estamos hechos el uno para el otro.

– ¡Desde luego que te casarás con mi hijo! -la amenazó la señora Jennings-. No quiero oír más excusas.

Natalie estaba segura de que iba a darle dos bofetadas, pero la salvó el timbre de la puerta. Con un gruñido, soltó a Natalie, colocó una sonrisa momificada en sus labios y fue a abrir. Parpadeó confusa cuando vio a Chase en la puerta.

– ¿Quién eres tú?

– He venido a recoger a Natalie -dijo Chase. Entonces la vio y, sin hacer caso de la señora Jennings, pasó a la casa y tomó a Natalie de la mano-. ¿Estás bien?

– Y lista para marcharnos.

Chase la llevó a la puerta sin perder de vista a la señora Jennings, que parecía a punto de explotar.

– Parece enfadada -masculló él-. ¿Quién es?

– La madre de Edward. Vamos, sácame de aquí.

Chase le puso una mano bajo la barbilla.

– Cariño, te llevaré donde tú quieras.

Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, el grito agudo de la señora Jennings se elevó en el aire.

– ¿Cariño? ¿Te ha llamado cariño? ¡Ven aquí, zorra impertinente!

Entonces Natalie oyó la risa cálida de Chase y supo que todo iba a ir bien. Mientras que él estuviera a su lado no habría nada que ella no pudiera conquistar.

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