Natalie se acostó con el sonido de la lluvia y se despertó con él.
«Bien, aquí tenemos la tormenta del noreste de la que os hablábamos ayer -canturreó el locutor-. Los gurús del tiempo pronostican que vamos a seguir a remojo una temporada. Bueno, si no puedes soportar mi voz, prueba un poco de Eric Clapton en Let It Rain.
Natalie se restregó los ojos y apagó la radio. Entonces contempló el cielo raso de la casa de Birch Street. Llovía el día de su boda. Aunque no creía en augurios, esperaba que el tiempo le hubiera dado un respiro para empezar su vida de casada.
La señora Jennings estaría echando chispas. ¿Cómo se atrevía el tiempo a ensombrecer el gran día de su hijito? Con lo que la pobre mujer había soportado la semana anterior, a Natalie no le sorprendería que la tormenta supusiera lo último que su futura suegra podía soportar. Pasara lo que pasara, Natalie sabía que la señora Jennings acabaría encontrando una manera de cargar la culpa sobre Natalie.
Sólo eran las siete en punto. El peluquero llegaba a las diez Y sería el primero. Luego, a las doce, vendría su hermana para acompañarla a la iglesia en una limusina con chófer. Tenían que llegar allí a las doce cincuenta y cinco, o a la una como mucho. De repente, no tenía ganas de seguir las reglas. En realidad, empezaba a odiarlas.
«Sonríe, querida, y asegúrate de que hablas con todos los invitados. Las notas de agradecimiento has de mandarlas antes de una semana. Y levanta esa barbilla, ahora eres una Jennings.
Aún estaba a tiempo de llamar a Lydia y pedirle que se trajera el tinte de pelo morado. ¿Cómo le sentaría a la señora Jennings una buena mancha morada en el velo de Natalie? A Chase le habría encantado. Parecía deleitarse cada vez que ella demostraba el más leve signo de comportamiento impulsivo. Volvió a verlo tumbado en la cama, su cuerpo bronceado y musculoso al desnudo. Un escalofrío la traspasó y le oprimió la garganta.
Había sido tan maravilloso que, por mucho que lo intentara, no podía apartar de su mente los recuerdos de cuando habían hecho el amor. La acompañarían todos los días de su matrimonio con Edward. Pero Natalie confiaba en que el tiempo los atenuara.
Había tomado la decisión correcta, tampoco era la primera mujer que se casaba enamorada de otro hombre. Pero eso no significaba que no pudiera ser feliz en su matrimonio… Edward era un hombre estable en quien se podía confiar y había sido más que atento con su necesidades durante los últimos días. Además, se tomaba seriamente sus responsabilidades-. Natalie nunca tendría que preocuparse de que la abandonara.
No podía decir lo mismo de Chase. Había logrado que ella rompiera su compromiso con Edward. ¿Qué le garantizaba que en el futuro no iba a comportarse de la misma manera impulsiva con otra mujer? El amor estaba muy bien, pero no se puede confiar en él.
Decidida a no pensar más en él, salió de la cama y buscó algo en que entretenerse. Podía escribir las notas de agradecimiento, algo capaz de embotar el cerebro más privilegiado. Cuando bajaba las escaleras, llamaron al timbre y Natalie se quedó paralizada. Entonó una plegaria silenciosa para que no fuera la señora Jennings que hubiera decidido hacerle una visita sin avisar. Con un suspiro, fue abrir la puerta. Allí estaba la persona que menos esperaba ver el día de su boda, Chase.
Llevaba el pelo empapado y el agua le resbalaba por la cara. Sintió el impulso de levantar la mano y recoger las gotas que colgaban de sus pestañas, pero apretó los brazos contra los costados para dominarse.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Te he traído un regalo de bodas -dijo con una voz profunda y cálida.
Era la misma voz que ella oía una y otra vez en sueños, la misma que había gritado su nombre en las cumbres de la pasión. Le ofreció un paquete envuelto en un papel atractivo, lo suficientemente pequeño como para que le cupiera en la palma de la mano. Natalie lo aceptó y se obligó a sonreír.
– Eres muy considerado. No tenías que hacerlo.
– Quería hacerlo y quería tener la oportunidad de decirte que no me arrepiento de lo que pasó entre nosotros.
– Yo tampoco -dijo ella.
Pareció que él iba a tocarla. En el último momento, Chase lanzó una maldición y retiró la mano.
– Sólo deseo que seas feliz.
Natalie jugueteó con el regalo.
– ¿Y tú?
– Sobreviviré. Mi barco ya está en el puerto y he decidido hacer un viaje en cuanto escampe.
– ¿Adonde vas? -preguntó ella, dándose cuenta de que la conexión entre ellos se rompería para siempre.
– No tengo ningún plan. Donde me lleve el viento.
– Entonces, supongo que éste es el adiós definitivo.
Chase asintió, mirándola. Natalie podía ver la indecisión en sus ojos y se preguntó si él sería capaz de marcharse. Ella no podía mover los pies. Sus instintos la apremiaban a que se arrojara a sus brazos y no le soltara, pero había tomado una decisión y no podía echarse atrás.
– ¿Estás segura de lo que haces? -preguntó él, dándole una última claridad.
Natalie se mordió los labios para evitar que se le escaparan las palabras y asintió. Al final, Chase fue a su coche. Ella se quedó en la puerta, esperando que volviera mientras el viento helado la azotaba. Cuando no pudo soportar más el frío, entró en la casa y se sentó en un escalón. Sin darse cuenta abrió el paquete. Dentro había una saquito de cuero que contenía una brújula antigua, pequeña y delicada.
Se preguntó por qué se la habría regalado Chase. Al darle la vuelta encontró la respuesta. «En cualquier momento, esté donde esté». Eran las palabras que le había dicho y que ahora estaban grabadas en la brújula.
Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras apretaba el obsequio contra su corazón. Había consuelo en saber que él siempre estaría al otro lado del horizonte, esperando a que ella lo llamara. La conexión que había entre ellos no podían romperla matrimonios, años o mares infinitos. Chase siempre ocuparía un lugar muy especial en su corazón. Porque era el único hombre al que ella, podía amar.
– Nat, tenemos que irnos. Con esta lluvia habrá que salir un poco antes.
Natalie miró a su hermana y después volvió a contemplarse en el espejo.
– No te preocupes, no pueden empezar la boda sin la novia.
Se suponía que una boda debía ser el comienzo de un sueño, pero no para ella. Para Natalie significaba el final, la última página en una hermosa historia de amor. Al menos conservaba la brújula entre sus pechos, bajo el vestido, para que le diera valor para vivir con las decisiones que había tomado.
– ¿Nat?
Se volvió hacia su hermana con una sonrisa melancólica en los labios.
– Estás muy guapa, Lydia, como una princesa. ¿Te acuerdas de cuando éramos pequeñas, después de que papá y mamá murieran? Nos metíamos en la cama y soñábamos que éramos unas princesas que habían raptado cuando eran bebés y las obligaban a vivir como huérfanas.
– Y esperábamos el día en que el rey y la reina vinieran a rescatarnos -siguió Lydia-. Habría grandes festejos en el reino y llevaríamos vestidos preciosos y diademas de diamantes.
– Y después nos casaríamos con príncipes guapos y viviríamos felices para siempre.
Lydia miró a su hermana como si tratara de leer sus pensamientos. Respiró profundamente y dejó escapar el aire.
– ¿Estás segura de lo que haces, Nat? Aún no es demasiado tarde para echarse atrás.
– ¿Por qué todo el mundo me pregunta si estoy segura? Primero Chase y ahora tú. He tomado mi decisión y no hay nada más que hablar.
– ¿Has visto a Chase? -preguntó Lydia arqueando una ceja.
– Ha venido esta mañana a darme un regalo. No te preocupes, todo va bien. Él lo comprende.
– Estupendo, así podrá explicármelo a mí -rezongó Lydia.
Natalie se obligó a sonreír y dio una vuelta completa para que su hermana le dijera qué tal estaba. Lydia tuvo que morderse los labios para no llorar.
– Como una princesa -dijo-. Será mejor que nos vayamos antes de que nos deshagamos en lágrimas. El chófer nos espera abajo.
– Ve tú primero -dijo Natalie.
– ¿Qué quieres decir?
– Que te adelantes tú. Yo iré en mi propio coche.
– Natalie, no puedes ir en tu coche a tu propia boda. No con este tiempo.
– No te preocupes -dijo Natalie, tomándola de la mano-. Adelántate y evita que todos se pongan nerviosos. Necesito pasar unos momentos sola.
– ¿Crees que vendrá? -preguntó Lydia.
– ¿Quién? -dijo Natalie, aunque sabía perfectamente a quién se refería.
– ¿Por eso sigues esperando, porque crees que volverá?
Natalie negó con la cabeza. No bastaba con desearlo para que sucediera, ya se habían despedido.
– Se ha ido para siempre. No volverá. Pero necesito pasar unos momentos a solas.
Lydia aceptó remisamente. Natalie volvió a contemplar a la desconocida del espejo. No estaba segura de cuánto tiempo hacía que estaba allí y la verdad era que no le importaba. Esperó hasta que ya no pudo seguir esperando mas y salió de la habitación.
La lluvia y el viento azotaban la ciudad, los truenos retumbaban en el cielo. Natalie tomó un paraguas, se subió el ruedo del vestido y corrió a su coche. Cuando la lluvia empezó a mojar el vestido y el velo, se arrepintió de no haber ido en la limusina. Además, descubrió que pisar el freno y el acelerador con aquel vestido resultaba casi imposible. La iglesia sólo estaba a diez manzanas de allí, pero las calles eran irreconocibles bajo la tormenta. El coche patinó y se dio cuenta de que había pasado por encima de un charco antes de que el agua saliera despedida a los lados. Sólo pudo avanzar unos metros más, el coche se detuvo. Natalie cerró los ojos.
– Quizá éste sea mi destino. Quizá esté escrito que no llegue a la iglesia -dijo mientras probaba la ignición-. Si no he de casarme con Edward, el coche no arrancará.
Pero el coche arrancó y Natalie consiguió aparcar frente a la iglesia. El destino quiso que llegara a pesar de todas las veces que lo tentó. Ni se perdió entre las calles, ni la alcanzó un rayo. Cuando llegó junto a Edward y su madre, tenía empapados los bajos del vestido y sus zapatos rezumaban agua.
– Llegas quince minutos tarde, dijo Edward -En qué estabas pensando.
– ¡Dios mío! -gimió la madre-. Estás hecha un desastre, las fotos saldrán horrorosas. ¡Qué humillación! Tú mírate.
Natalie se sacudió el vestido y le hizo una seña al organista de que empezara.
– Estoy bien. Podemos empezar cuando queráis.
Con un bufido de disgusto, la señora Jennings tomó a su retoño del brazo y lo arrastró hacia el altar. Cuando ocuparon su lugar, se dieron la vuelta para mirar al pasillo.
Lydia apareció a los pocos instantes.
– ¿Estás bien? Vaya susto, Nat. Creía que esta vez te habías ido de verdad. Edward ha estado a punto de mandar a casa a los invitados y la señora Jennings me miraba con ganas de estrangularme.
– Estoy bien -dijo Natalie cuando empezaban a sonar los primeros acordes de la marcha-. Anda, empieza. Te digo que no te preocupes.
Natalie esperó a que Lydia estuviera a una distancia conveniente e hizo su entrada. Los invitados se levantaron al verla. Natalie observó que Edward tenía una expresión acongojada en el rostro. Natalie chapoteaba dentro de los zapatos, llevaba el vestido empapado y el velo caído sobre un ojos. Se sentía como la atracción principal de un circo de fenómenos, por la forma en que la miraban, se le debía haber corrido el maquillaje. La risa se le escapó sorprendiendo a todos.
A mitad del pasillo, Natalie se detuvo, incapaz de seguir soportando impávida aquella situación ridícula. Miró a Edward, a la señora Jennings, a los invitados, y vio su futuro claro como el agua.
– ¡Qué demonios! -exclamó, limpiándose la nariz con la manga-. ¿De qué tengo miedo?
Los murmullos comenzaron a hacerse audibles.
Lydia se volvió hacia ella, perpleja con la conmoción. Le lanzó a su hermana una mirada de ánimo, pero Natalie negó con la cabeza y se encogió de hombros. Lydia sonrió de oreja a oreja.
– ¡Vete! -gritó.
La señora Jennings se abanicaba frenéticamente con el programa. Aun así, se lanzó hacia Natalie. La novia miró a su hermana una vez más, lanzó una carcajada, tiró el ramo y, subiéndose el vestido echó a correr rezando para que no se hubiera dejado las llaves dentro del coche.
Casi había llegado a la calle cuando vio el Porsche de Chase aparcado junto a su coche. Natalie se detuvo de golpe en mitad de la lluvia. Entonces, Chase se inclinó sobre el asiento del pasajero y le abrió la puerta. Natalie se inclinó para verlo.
– ¿Necesitas que te lleve? -preguntó él con una sonrisa en las comisuras de los labios.
– Yo creo que será lo más conveniente -dijo, oyendo los gritos que atronaban la iglesia.
No sin esfuerzo, Natalie consiguió meterse en el coche, junto con los varios metros de satén chorreante.
– Has venido por mí -dijo con un suspiro cuando pudo quitarse el velo.
Chase se rió entre dientes y le dio un beso en los labios mojados.
– A cualquier hora, esté donde esté.
Una brisa viva rizaba las velas del Summer Day, que cortaba las aguas de un mar picado. Chase viró hacia el canal de Cape Cod. La lluvia había cesado mientras iban a puerto. El sol resplandecía a pesar de que los meteorólogos habían pronosticado tormentas para varios días.
Natalie, aún presa en su vestido de novia, se sujetaba a un estay y contemplaba las aguas bravas. Chase estaba deseando ir a su lado, abrazarla y decirle que había tomado la decisión acertada, pero eso ya lo descubriría ella sola y en su momento. No sabía cuánto tiempo les iba a costar superar todas las inseguridades, pero estaba dispuesto a esperar la vida entera. La amaba y jamás habría otra mujer para él. Natalie le sonrió.
– ¿Adonde vamos?
– A donde el viento quiera llevarnos. Costearemos por si el tiempo vuelve a empeorar y pasaremos la noche cerca de Buzzer's Bay.
Cuando ella volvió a sonreír, Chase pensó que no había visto nada más hermoso en su vida. Y ahora se sentía segura en el barco, donde la familia Jennings no podría encontrarla. Maravillado, la miró mientras ella se desprendía del velo y el viento se lo llevaba por la borda.
– Es igual que en mi sueño -grito ella-. El viento y el velo, eso fue lo que vi cuando soñé con mi boda.
Natalie se acercó, los pies descalzos asomaban por debajo del vestido. Despacio, se llevó una mano a la espalda y comenzó a bajar la cremallera mientras le sonreía tentadora. El sueño de Natalie se había hecho realidad y ahora sucedía con el de Chase, que no podía apartar la mirada de ella mientras se liberaba del vestido y lo lanzaba al mar.
Se había quedado en ropa interior de encaje y volantes, con un liguero y medias blancas. Provocándolo deliberadamente, se quitó el liguero y deslizó las medias hasta sus tobillos. Chase tenía los nudillos blancos de tanto apretar el timón.
Por supuesto, conectó el piloto automático y esperó a que ella llegara. Natalie se lanzó a sus brazos, todo carne suave y curvas dulces, sus lenguas se buscaron, los cuerpos se fundieron en la brisa fría. Natalie se puso a temblar.
– ¿Tienes frío? -le preguntó él.
– Estoy helada, pero tú puedes calentarme.
– ¿Qué voy a hacer contigo? Menuda mujer imprudente, has tirado toda tu ropa por la borda.
– Tendrás algo que pueda ponerme, ¿verdad?
– Nanay. Me gusta lo que llevas, es el uniforme perfecto para el primer sobrecargo.
– ¡Chase! ¡No puedo llegar al paraíso sin ropa!
– ¿Ahí es donde vamos? ¿Al paraíso?
Entonces vio lo que ella llevaba entre los pechos, era su brújula. Natalie la sostuvo en alto y él le pasó los dedos, como si la acariciara.
– Quiero vivir la vida -dijo ella-. Quiero que cada día sea una nueva aventura. Y no pienso conformarme con nada menos que amor absoluto.
– ¿Y tu carrera?
– Estaba pensando que me sentiré feliz si no vuelvo a poner el pie en ese edificio.
– Y yo que pensaba en sentar la cabeza -dijo él, riéndose-. Tengo un despacho en «ese edificio». Quizá deba aprender a usarlo.
Natalie le puso una mano en la mejilla.
– No tenemos por qué decidirlo ahora. Vamos a buscar alguna isla donde estemos solos, podamos correr desnudos por la playa y hacer el amor sobre la arena.
– Un sitio con una iglesia pequeña y blanca donde podamos casarnos.
– El paraíso -dijo ella.
Chase la besó de nuevo. No necesitaba sino lo que tenía, a la mujer que amaba a su lado, el viento en la espalda y el horizonte ilimitado delante de la proa. Fueran donde fueran, siempre se tendrían el uno al otro. Porque había logrado convertir un sueño en realidad y tenía el paraíso entre las manos.