Farran Henderson reconoció con dolor que, para empezar, su primer error fue enamorarse de un hombre casado. Su segundo error, fatal, fue imaginarse que Russell Ottley sintió, alguna vez, amor por ella.
Miró por la ventana del avión que la llevaba a casa, desde Hong Kong, en donde trabajó durante los diez últimos meses. Parecía que el mes de enero en Inglaterra estaba tan sombrío como sus pensamientos, notó Farran al aterrizar el avión en Gatwick.
Sin embargo, su mente fue ocupada de nuevo, al igual que durante el resto del viaje, por Hong Kong. ¡Qué tonta fue!
No la sorprendía ahora haber renunciado de inmediato, sin quedarse a trabajar los dos últimos meses estipulados en su contrato. Le estaba costando mucho trabajo vivir con la vergüenza de haberse más o menos lanzado sobre su jefe, para no hablar del penoso recuerdo de…
Como si todavía le fuera difícil recordar que fue tan crédula, Farran interrumpió sus pensamientos. Se dijo que, para empezar, no se lanzó sobre Russell Ottley. Para empezar, usó toda su fuerza de voluntad para evitar que él se percatara de lo que sentía por él.
Recordó cómo empezó todo. Después de trabajar para Yeo International durante tres años, vio el puesto vacante de secretaria en la filial de Hong Kong. Envió su solicitud, pero la competencia fue muy dura. Eso le causó una mayor satisfacción al saber que, entre todas las candidatas, ella fue la elegida.
Hong Kong había sido todo lo que ella leyó y mucho más; debía ser una de las ciudades más emocionantes del mundo… esas fueron sus primeras impresiones al llegar. Al conocer a su nuevo jefe, Russell Ottley, sus impresiones sobre Hong Kong fueron opacadas por él.
No tardó mucho en descubrir que Russell estaba casado, con dos hijos. Eso fue suficiente para que Farran le pusiera un cartel mental de "No tocar". Pero, gracias a una o dos insinuaciones, se imaginó que Russell no tenía un matrimonio feliz. Después de trabajar tres meses a su lado, su jefe implicó que su esposa planeaba abandonarlo y el letrero de "No tocar" se hizo un poco borroso.
Sin embargo, después de seis meses de laborar juntos y de negar sus sentimientos por él, Farran tuvo que enfrentarse al hecho de que lo amaba.
Tres meses después de eso, se imaginó que quizá Russell sentía lo mismo por ella… y eso fue una agonía para la chica, quien, no obstante, lo alentaba para que salvara su matrimonio.
Mas, siendo humana, se conmovió cada vez que Russell, después de insinuar que su matrimonio estaba perdido, empezó a mirarla de modo especial, a llamarla "luz de mi vida" o, por accidente, "cariño", con ternura.
Unos cuantos días antes, las cosas llegaron a un punto culminante cuando Russell, después de decirle que su esposa estuvo haciendo las maletas, se acercó al escritorio de Farran y de pronto la tomó de los brazos.
– ¿Qué no sabes qué es lo que me provoca el estar cerca de ti? -preguntó con un tono de voz torturado.
En ese momento, Farran no estuvo lista, no había pensado en la situación y se apartó, para dirigirse con rapidez al tocador de damas.
Fue allí en donde Farran se percató de que las cosas habían ido demasiado lejos para fingir que no significaban nada el uno para el otro. Descubrió, de pronto, que, a causa de la historia de fracasos matrimoniales que había en su familia, hasta ese momento no había pensado que podría haber una oportunidad para Russell y ella.
Aunque su esposa lo estuviera abandonando, de todos modos debía considerarse a los niños; Farran estaba segura de eso, puesto que su propia niñez no fue de las mejores. Lo cual quizá también constituía otro de los motivos por los cuales luchaba contra el amor de Russell, para no dañar a los hijos de éste.
Revivió la confusión de la separación y el divorcio de sus propios padres. La vida fue más ordenada cuando su madre se casó de nuevo con Henry Presten. ¡El querido y distante tío Henry! Él también estuvo casado antes y tenía una niña cinco años mayor que Farran. Pero el segundo matrimonio no funcionó mejor que el primero. De hecho fue peor, puesto que la madre de Farran abandonó a Henry con su propia hija, de trece años, y Farran se sintió aún más confusa.
Así que se hizo a la idea de que si la situación iba a ser manejada de modo adecuado, los hijos de Russell no tenían por qué conocer la misma confusión que Farran sufrió.
Regresó a su escritorio y le sonrió a Russell con calidez. Ahora que había aclarado sus ideas, ansiaba decirle cuánto lo amaba y oír las mismas palabras de boca de él. Aunque era lo suficientemente moderna para aceptar el papel de ser la segunda señora Ottley, también era lo bastante anticuada para decir que él debía acercársele primero.
Sin embargo, transcurrieron dos agónicos días antes de que Farran se diera cuenta de que Russell se le iba a declarar.
Fue un jueves por la mañana. Farran levantó la vista y se percató de que Russell no atendía los documentos que tenía enfrente, sino que la observaba con fijeza.
– ¿Hay algo… que te molesta? -sonrió a modo de invitación.
– Podría decirte que sí -alentado por su sonrisa, se acercó al escritorio de la chica.
Al percibir la respuesta en los ojos de Farran, Russell la abrazó con fuerza y devoró con ansia su boca con la suya. El tiempo pareció detenerse.
– ¡Russell! -suspiró Farran al recobrar el aliento.
– Ahora sabes qué es lo que me molesta -susurró él de modo seductor, lo cual emocionó a la chica.
– Sí -replicó ésta. Estaba tan regocijada por su insinuación de que la amaba que poco faltó para que se echara sobre él.
Russell fue el primero en hablar al terminar el segundo beso y la miró con un brillo afiebrado en los ojos.
– ¡Vaya, Farran! -exclamó-. Pensé que serías apasionada, pero tendré que renunciar a mi empleo si esto es sólo una muestra.
Gozosa por lo que consideró que era la confirmación de que en verdad la amaba y de que declaraba que tendrían una relación permanente, Farran de nuevo tomó la iniciativa. Se besaron otra vez y la respuesta de la joven fue más entusiasta que nunca.
Mas, de pronto, los recuerdos de su triste niñez le provocaron remordimientos de conciencia y se apartó un poco.
– Tenemos… que hablar -murmuró.
– Si eso es lo que deseas -comentó Russell con rapidez-, y veo que así es, podríamos pasar el fin de semana juntos.
Al principio, no estuvo segura de qué sintió al respecto.
– ¿En dónde? -sus grandes ojos cafés lo miraron con curiosidad.
– ¿En dónde más que en mi apartamento? -contestó con una sonrisa.
– ¡Russell! -estuvo segura de que su matrimonio había terminado y de que su espesa ya estaría en Inglaterra.
– ¿Lo harás?
– ¿Pasar el fin de semana contigo en tu apartamento? -inquirió la chica.
– Me parece un lugar tan agradable como cualquier otro -añadió con una sonrisa-. Podremos… pues… hablar todo lo que quieras entonces.
– El bienestar de los niños tiene que ser prioritario -señaló Farran con seriedad; todavía no sabía si la esposa se los había llevado consigo a Inglaterra o si los había dejado con su esposo, como lo hizo la propia madre de Farran.
Sólo al ver la mirada de sorpresa de Russell se le ocurrió que, quizá, él no pensó que sería tan comprensiva con la responsabilidad para con los niños. De todas formas, la sorprendió un poco al replicar:
– No entiendo qué tiene que ver su bienestar contigo y conmigo, dulzura.
Farran sólo logró deducir que su esposa debió llevarse consigo a los niños a Inglaterra y que Russell debía estar molesto al respecto. Pero, como sus hijos la preocupaban mucho, insistió.
– Tendrán todo que ver con nosotros cuando vengan de Inglaterra a visitarnos -señaló con suavidad.
Russell terminó esa vez con todos sus sueños románticos al destruir la idea de que su esposa e hijos estaban en Inglaterra… ni siquiera habían salido de Hong Kong.
– ¿Visitarnos? -replicó-. Vaya, Farran -pareció entenderlo todo de pronto-. Sólo quise decir que vinieras a mi apartamento durante el fin de semana… no que te mudaras allá. ¿Cómo podrías hacerlo, de cualquier forma, y a que mi esposa y mis hijos regresarán de su viaje a la isla Lantau el lunes? No creo…
Farran no se quedó a oír lo que creía. Mortificada por su propia estupidez, corrió y ocultó su humillación, de él y del resto de mundo, al encerrarse en uno de los cubículos del baño.
Seguía mortificada y no pensaba con claridad cuando regresó a la oficina. Se percató de que Rusell estaba ausente en ese momento y escribió su carta de renuncia. Salió del edificio y al llegar al santuario de su pequeño apartamento, lo primero que hizo fue llamar al aeropuerto.
El primer vuelo disponible de esa misma noche, lo cual apenas le dejó tiempo para hacer las maletas y arreglar algunos asuntos pendientes en Hong Kong. Apenas logró alcanzar el vuelo.
Cuando el avión aterrizó y se sintió el ligero impacto de las ruedas contra la pista, Farran salió de su ensueño. Una hora después, estaba en ruta hacia la pequeña ciudad de Banford, su único hogar, en el condado de Buckinghamshire.
El tío Henry, su padrastro, se sorprendería al verla, pensó la chica durante el trayecto. O quizá no lo haría. Henry Preston era un inventor de aparatos que no tenían ningún uso práctico. Casi siempre se absorbía en su invento actual y quizá habría olvidado que no había visto a su hijastra desde hacía diez meses.
Como no dormía desde hacía veinticuatro horas, Farran estaba agotada, no sólo emocional sino físicamente, al intentar cargar su equipaje a la casa de su padrastro. Sin embargo, no lo vio a él sino a la señora Fenner, el ama de llaves "de corazón de oro", que trabajaba para ellos desde hacía varios años.
– ¡Qué sorpresa! -sonrió ésta al divisar a la chica. Y, al ayudarla con las maletas, exclamó-: El señor Preston nunca dijo que llegarías hoy -sonrió mostrando sus dientes postizos-. Pero está tan concentrado en su última idea, que estoy segura de que no sabe si está en la Tierra o en la Luna.
– No le avisé al tío Henry que vendría -explicó Farran al estrecharle la mano, y se alegró de que nada, ni siquiera el sentido de humor de la señora Fenner, hubiera cambiado-. ¿Está en el taller?
– ¿En dónde más? -replicó la señora Fenner y añadió, mientras la chica ya se dirigía en esa dirección-: Prepararé un poco de café.
Farran entró en el taller de su padrastro y, como éste no la oyó, permaneció un rato observándolo. Tenía cincuenta y nueve años y, a pesar de que nunca tuvo un salario fijo, siempre estaba ocupado en algo. Hubo un tiempo en que los Preston fueron ricos, pero ya no era el caso. AI mirar al amable hombre, absorto en algún problema, la inundó una oleada de calidez. De pronto, ya no le pareció tan traumático el hecho de que su madre la dejara en ese hogar. Georgia, la hija de Henry Preston, tenía dieciocho años en este entonces y Farran siempre se entendió bien con ella, a pesar de ser muy diferentes.
Farran pensó en ese momento que quizá su madre charló acerca del asunto con Henry antes de marcharse y que tal vez juntos estuvieron de acuerdo en que era mejor para la niña quedarse allí, en vez de sufrir un cambio de escuela y de todo lo demás.
Nunca Henry ni Georgia la hicieron sentir mal en su casa, y nunca le señalaron a Farran que le dieron un hogar cuando su madre se marchó. Invadida por un agradecimiento profundo, su voz se tornó algo ronca al decir:
– ¡Tío Henry!
– ¿De dónde saliste? -inquirió Henry Preston al darse la vuelta, atónito-. Todavía no se cumplen los doce meses desde que te fuiste, ¿verdad? -sonrió y se acercó para abrazarla y darle un beso.
Farran se sorprendió de que recordara que su contrato duraría un año y negó con la cabeza.
– No, todavía no -quedó intrigada por la siguiente pregunta que escuchó.
– ¿Acaso también te llamaron?
En honor de verla en casa sin esperarla, Henry Preston se quitó el overol y fue a tomar un café con su hijastra a la sala de estar.
Farran entendió a qué se refirió la pregunta de su padrastro. La aclaración provocó que dejara de estar ensimismada en sus propios problemas para entristecerse por otra cosa. Al parecer, una señora King llamó a su padrastro una hora antes para informarle que su única parienta de sangre, además de su hija, murió el día anterior.
– ¿Murió la tía Hetty? -Farran habló con tristeza, pues conoció a la anciana diez años atrás. El título de "tía" formaba parte de la misma cortesía con la que llamaba "tío" a Henry Preston.
– Me temo que sí. La señora King me llamó para avisarme que el funeral se efectuará el próximo martes -hablaron con respecto de la señorita Hetty Newbold, la anciana de ochenta y un años en cuya casa Georgia y Farran se quedaron a pasar la noche varias veces. Henry cambió de tema-. Georgia ya había salido para ir al trabajo cuando la señora King llamó, así que yo la llamé por teléfono. Me dijo que como parece que esta señora King era una de las amigas íntimas de la tía Hetty, y que como parece haberse hecho cargo de todos los preparativos, no tiene mucho caso que vayamos a Dorset antes del próximo martes. Parece que tiene muchísimo trabajo en el salón.
– Qué bueno que su negocio marche sobre ruedas -añadió Farran. Dejó de pensar en la tía Hetty para enorgullecerse del éxito de su hermanastra, obtenido gracias a su talento y trabajo, desde que puso el primer salón de belleza elegante en Banford hacía tres años.
Pensó en la ambición de Georgia de ser dueña de una cadena de salones y la fatiga la invadió cuando su padrastro le preguntó:
– ¿Irás a la ciudad a ver a Georgia?
Farran logró sonreír. El tío Henry debía tener un invento de la mayor importancia en el taller puesto que, después de veinte minutos de estar alejado de eso, ya empezaba a tener síntomas de nostalgia.
– De hecho, pensaba irme a la cama.
– Que desconsiderado de mi parte -de inmediato se disculpó-. Claro, para llegar a esta hora del día, debiste volar de noche. Bueno, le diré a la señora Fenner que te prepare la cama… -se interrumpió cuando la señora Fenner vino a ver si ya habían terminado de tomar el café.
– El cuarto de Farran estuvo listo para usarlo desde el día en que se fue -rezongó la leal ama de llaves-, y acabo de hacerle la cama. Creo que le haría bien dormir unas horas -comentó al ver a la chica.
Sin embargo, tan pronto como estuvo a solas, a Farran le costó algo de trabajo conciliar el sueño. Dejó de pensar en la señora Fenner, en el tío Henry, en Georgia y en la tía Hetty. ¿Cómo pudo ser tan tonta? Tenía veinticuatro años, por el amor de Dios. ¿Cómo pudo ser tan… ingenua?
Se tapó con las colchas y se enfrentó al hecho de que, mientras ella estuvo sumida en ilusiones amorosas, el amor nunca formó parte de las ideas de Russell. Nunca la amó, eso estaba muy claro. Todo lo que quiso fue una aventura adúltera… ¡en el hogar que compartía con su esposa e hijos, además!
Farran se enfrentó a la verdad y a su propio error. Supo, ¿verdad?, que estaba casado. Si quería pretextos para su conducta podía pensar que creyó que su matrimonio no tenía solución y que, una vez que dejó de luchar contra su amor, empezó a imaginar un futuro al lado de Russell.
Al fin, logró dormir y bien, puesto que hacía mucho que no descansaba. Un ruido la despertó. Al principio, tuvo que recordar en dónde se hallaba y luego vio a su hermanastra.
– Así que viniste en persona para averiguar por qué no contesté a tus cartas, ¿verdad? -inquirió Georgia a modo de saludo y disculpa por no escribir nunca.
– Nunca te gustó el papeleo -sonrió Farran. No tenía nada que reprocharle y aceptó la taza de té que le tendió su hermanastra.
– Eso me da pesadillas -aceptó la rubia Georgia y observó el cabello color café oscuro que le llegaba a Farran a los hombros-. Pero como es parte esencial de la administración de un negocio, no puedo evadirlo -hizo una pausa y estudió la palidez del cutis perfecto de Farran-. ¿Qué fue lo que no funcionó? -preguntó con suavidad. -Yo… -se detuvo y explicó-… he renunciado a mi empleo… él… -se interrumpió.
– Un hombre, ¿cierto? -calculó Georgia. Tenía veintiocho años y era mucho más prudente y sensata que Farran-. Puedes contármelo cuando quieras, pero mientras tanto la señora Fenner ha preparado una cena espléndida y…
– Me levanto, de inmediato -afirmó Farran.
Diez minutos más tarde al oler la sabrosa comida, se percató de que estaba muerta de hambre.
De nuevo le estuvo agradecida a Georgia cuando, al hacerle su padrastro preguntas, sobre Hong Kong, ésta cambió de tema. Hablaron de la muerte de la señorita Hetty Newbold.
– Pobrecita -murmuró Georgia. El lazo de sangre familiar con la anciana no era muy claro-. Debí ir a verla o escribirle -se lamentó y aparentó sorpresa al recordar algo-. No me acuerdo de cuándo fue la última vez que fui a High Monkton.
– ¿Qué nadie ha ido a verla desde que yo me fui? -exclamó Farran. Antes de ir a Hong Kong, ella misma fue varios fines de semana al pueblo de High Monkton en nombre de Georgia y de su padre. La tía Hetty siempre se alegró mucho de verla y oír las noticias de sus familiares. Con el tiempo, Farran fue a verla por desarrollarse entre ambas un afecto mutuo.
– Ya sabes cómo es esto -se disculpó Henry Preston-. Georgia y yo siempre estamos muy ocupados y, de cualquier manera, un día que la llamé por teléfono me preguntó si sólo porque yo tenía casi sesenta años, había dejado de conducir mi auto.
– A veces hacía comentarios muy acerbos -tuvo que reconocer Farran-. Pero los quería mucho a los dos y…
– Es por eso que la tía nos ha dejado a papá y a mí su fortuna -intervino Georgia.
– Es algo natural -declaró Farran, ya que sabía que la tía Hetty tenía mucho dinero. Pero la sorprendió algo la sequedad del comentario de Georgia.
– Estoy en graves apuros si no es así -anunció esta última-. Pero, como me mostró una copia de su testamento la última vez que fui a visitarla, creo que no tengo que preocuparme de nada.
– ¿Tienes… problemas financieros? -preguntó Farran.
– ¿Quién no los tiene? -contestó Georgia.
– Pero pensé que tu negocio iba de maravilla.
– Así es -confirmó Georgia-, pero no tan bien como para poder comprar la verdulería que está al lado, que acaba de ponerse a la venta.
– ¿Quieres abrir una verdulería? -su padre dejó de contemplar el mantel para hacerle la pregunta, y Georgia alzó la vista al techo.
– No, papá, no quiero abrir una verdulería -replicó, pero sus ojos brillaron de emoción al explicar-: Desde que llamaste al salón de belleza esta mañana, he estado haciendo todo tipo de averiguaciones. Primero llamé al Departamento de Planeación Urbana para ver si les parecía bien el cambio de negocio. Como Banford ya tiene demasiadas verdulerías, no hubo problemas por ese lado.
– Ah, estás pensando en convenir la verdulería en otro salón de belleza -advirtió su padre.
– Así es -Georgia prosiguió con las explicaciones-. Aunque tengo intenciones de ampliar el salón que ya tengo y no de abrir otro. Es por eso que hoy tuve que ir a una compañía constructora, a agentes de bienes raíces, a prestamistas y abogados.
Farran no supo qué pensar de lo que oía. Parecía que la tía Hetty apenas dio la última boqueada cuando Georgia ya sabía cómo gastar la mitad de la fortuna que le correspondía.
– Las cosas… parecen tener un ritmo acelerado -comentó.
– En los negocios no puedes quedarte cruzado de brazos -y Georgia reveló-: Con la ayuda del banco, ya aseguré la propiedad.
El fin de semana pasó con rapidez. El sábado era el día más ocupado de toda la semana para Georgia, y Farran permaneció en casa para arreglar sus maletas y ropa. Esa noche, la discusión giró en torno a la fortuna de la tía Hetty. Henry Presten se percató de que ahora podría comprar el torno que necesitaba con tanta urgencia. El domingo, Farran ayudó a Georgia con sus cuentas y, cuando todo estuvo en orden, hacia la hora de la comida, los tres acordaron que irían a High Monkton en el auto de Georgia para asistir al funeral de la tía Hetty, el martes.
El lunes, Farran desayunó con Georgia, quien después fue a su negocio con gran entusiasmo. Farran fue a buscar algo adecuado para asistir al funeral y además se dio cuenta de que tendría que empezar a buscar un trabajo. Sin embargo, nada la entusiasmó en esos momentos.
Georgia llegó a casa tarde por la noche. Henry Preston ya había cenado y estaba en su taller, cuando Georgia se quejó con Farran de que dos peluqueras cayeron enfermas y de que tuvo que buscar sustitutos con rapidez.
– Luego, el contratista que dijo que estaría allí a las cinco no apareció y llegó hasta pasadas las seis.
– ¿Vas a construir algo?
– Son alteraciones -corrigió Georgia-. Pedí prestadas las llaves de la verdulería para enseñarle el lugar, pero el tipo me dijo que no se podrían hacer muchas cosas debido a una vigas y al reglamento de construcción… Entonces, después de llamar a un arquitecto, el resultado es que mañana nos encontraremos a las once horas para discutir el asunto allí mismo. No sé cómo podré hallar tiempo, puesto que dudo que Linda y Christy lleguen antes del martes, pero…
– No me gusta presionarte más -intervino Farran-, pero, ¿acaso has olvidado que la tía Hetty será enterrada mañana al medio día?
– ¡Dios! -exclamó Georgia, horrorizada-. Lo olvidé… -se quedó pensativa unos instantes-. No puedo ir -concluyó con rapidez-. Tú y papá tendrán que ir sin mí.
– ¿No… hay forma de que puedas asistir? -Farran pensaba que el hecho de que hubiera un lazo de sangre entre la tía Hetty y Georgia, hacía más importante el que su hermanastra fuera y no tanto que ella misma estuviera presente.
Pero Georgia negó con la cabeza.
– ¿Cómo?
Farran apenas la vio a la mañana siguiente en que Georgia partió muy temprano para su trabajo.
– Espero que tengas un día más fácil hoy -deseó Farran al verla marcharse.
– Es algo imposible -contestó Georgia. Estaba a punto de salir por la puerta cuando se regresó-. Ya se lo mencioné a mi padre, pero es probable que lo olvide. Como irán a Selborne antes y después del funeral -Selborne era el nombre de la casa de la tía Hetty-, ¿podrías recogerme el testamento?
– ¿No crees que la señora King, quien lo ha arreglado todo, le habrá dado ya el testamento al abogado de la tía Hetty? -preguntó Farran, después de entender a qué se refería su hermanastra.
– No lo creo -replicó Georgia-. Sólo los más allegados a la familia saben que la tía guardaba sus papeles de importancia en una caja de galletas, en la parte del fondo de ese viejo armario de su vestidor.
Farran sintió afecto por su hermanastra al oír que ésta la incluía como parte de "los allegados a la familia", puesto que la tía Hetty le mostró varias veces a Farran la caja de marras. La chica le prometió que traería el testamento a su vuelta. Georgia comentó que llevaría el testamento a sus propios abogados para acelerar las cosas, el miércoles. Luego se fue al trabajo.
Como no quiso molestar a su padrastro, Farran esperó a que sólo faltaran cuarenta minutos para que partieran al pueblo de High Monkton, antes de decirle que se preparara.
Al acercarse a la puerta del taller, olió algo raro. El olor se intensificó y, al entrar, vio que su padrastro tardaría varias horas en quedar limpio.
– He tenido un ligero accidente con el aceite -alzó la vista para explicar lo sucedido. A Farran le pareció que tuvo intenciones de inundar el piso con aceite y, a juzgar por su rostro y cabello, también se dio un baño con él-. Acaba de suceder, pero será mejor que limpie este desastre.
Farran lo miró a él y al piso, que parecía necesitar varios kilos de detergente, y tomó una decisión.
– ¿Puedo tomar tu coche prestado?
– ¿Irás?-inquirió con alegría.
Farran condujo sola a High Monkton y, con cada kilómetro recorrido, se deprimió más. De pronto, le parecía que su vida no tenía sentido ni dirección.
Tuvo que pararse en un embotellamiento y decidió que, como ya estaba casi en High Monkton, no tenía caso ir primero a Selborne y luego a la iglesia, casi de inmediato. Desconsolada, se dirigió a la iglesia.
Su tristeza se ahondó cuando vio cómo los sepultureros entraban con el ataúd de la señorita Newbold. Rezó una oración por ella, pero al empezar la misa, se desconcentró. Cuando la misa terminó. Farran se sintió peor que nunca en su vida.
Salió de la iglesia con el deseo desesperado de no pensar más en Russell Ottley. Este no tenía lugar en el sitio en donde se oraba por la memoria de la tía Hetty.
Tragó saliva y trató de recobrar la compostura pero, de pronto, sintió que alguien la miraba. Miró hacia su izquierda y casi apartó la vista de nuevo.
Mas no la apartó. Aunque no estuvo consciente de si hubo diez personas o cien en la iglesia, de pronto estuvo muy consciente del hombre alto que la miraba. No sólo la miraba, sino que la observaba con fijeza y frialdad. Sin poder creerlo, pues estaba más acostumbrada a que los hombres la admiraran, Farran se percató de que no había admiración en los ojos de ese hombre. ¡Sólo un profundo desprecio!
Sorprendida de que alguien pudiera mirarla con desprecio, Farran se aseguró de no haber interpretado mal la mirada. No era así, puesto que estaba a menos de tres metros de distancia y lo suficientemente cerca para que la chica pudiera ver su nariz recta y arrogante y su barbilla firme.
La siguió mirando por debajo de la nariz y Farran decidió que le devolvería la misma mirada. Pero antes de poder hacerlo, una mujer de aspecto muy desagradable, anciana, que se colgaba del brazo del hombre, le dijo algo para atraer su atención.
Farran alzó la barbilla una fracción más alto y se dirigió a su auto. ¡Cerdo arrogante!, nombró en su mente al extraño. ¿Quién demonios creía que era, para observarla de ese modo?
De cualquier manera, no le importaba ni un comino, se dijo a sí misma al abrir la puerta del auto. A menos de que él se dirigiera también a la casa, y hubo algo en su apariencia que sugirió que no sería así, la chica no lo volvería a ver nunca más.
De alguna manera, nunca se le ocurrió que, de sentirse deprimida y casi obsesionada por Russell Ottley, a quien no podía sacarse de los pensamientos, ahora se sentía muy enojada y no había pensado en Russell Ottley durante, unos cuantos minutos.