Capítulo 3

– Siento llegar tarde -se disculpó Farran mientras Stallard Beauchamp la tomaba del brazo para guiarla por el área de recepción. Lo vio alzar una ceja y se sonrojó en su interior. Su disculpa fue hecha con la intención de ser igual de cortés y no de congraciarse con él, como era obvio que él lo pensaba-. No intenté ser hipócrita -con rapidez aclaró la situación al entrar en el restaurante.

– No lo pensé ni un momento -contestó con amabilidad y añadió, mientras se acercaba el capitán de camareros-: Quizá yo deba disculparme.

– ¿Usted? -exclamó con sorpresa, pues pensó que era un hombre que nunca se disculpaba por nada.

– Yo. Por subestimar el tiempo que tomaría venir de Banford hasta acá.

Ahora Farran lo miró de reojo… ¡Sabía dónde vivía ella! Quizá le habría preguntado cómo lo sabía, pero el capitán ya los llevaba a su mesa. Al sentarse, se alegró de no haberle hecho la pregunta, pues la respuesta era muy simple. El testamento previo de la tía Hetty estaba en manos de Stallard Beauchamp y la dirección de su padrastro, de Georgia y de ella debía estar anotada allí.

Farran estudió el menú, sin apetito y con el deseo de que la cena terminara aun antes de empezar. Escogió sopa de champiñones y salmón en croute.

– ¿Tienes preferencia por algún vino? -inquirió Stallard Beauchamp con cortesía. La chica deseó que no bebieran alcohol, pues sospechaba que se debía mantener la mente clara al lidiar con ese hombre.

Sin embargo, tuvo la sensación de que le adivinaba el pensamiento, así que sonrió de modo falso y, con frialdad, murmuró:

– Después tengo que conducir por carretera, pero quizá una copa de vino blanco no me haga daño.

Pensó que hizo frente a la situación con sensatez, mas cuando empezaron a comer el primer platillo, se percató de que cantó victoria demasiado pronto.

El único motivo de su presencia era anunciarle al hombre su propuesta. Como no tenía ninguna, todo lo que podía hacer era postergar el tema hasta que él lo tocara. Pero, al empezar con el segundo platillo, parecía que Stallard Beauchamp deseaba discutir de todo menos del único tema que Farran quería.

Estaban casi terminando el plato fuerte cuando tuvo la impresión de que Stallard Beauchamp se burlaba de ella. Hablaron de lluvia acida y de la contaminación del aire, pero estaba segura de que, a pesar de que los temas eran serios, jugaba con ella y sabía muy bien de qué quería hablar Farran.

No le agradó nada sentir que era sólo una marioneta en sus manos y olvidó la compostura al decir con rapidez:

– Señor Beauchamp, yo… -se interrumpió al ver la mirada sombría de los ojos grises.

Entonces se dio cuenta de que no estaba lista, y de que quizá nunca lo estaría, para pedirle que renunciara a lo que la señorita Newbold quiso dejarle. De inmediato, él la miró con solemnidad y le sonrió.

– Stallard.

– ¿Qué? -preguntó, concentrada en averiguar si su sonrisa era genuina o no.

– ¿Cómo puedo llamarte Farran cuando insistes en llamarme señor Beauchamp? -explicó con paciencia, algo que la chica no habría podido entender debido a su confusión.

Farran se dio cuenta de que era hora de que actuara con compostura. El bienestar de Georgia y del tío Henry dependía de esa reunión y no se podía dar el lujo de desconcentrarse.

– Stallard -sonrió y esperó que él tuviera el mismo trabajo para decidir si la sonrisa de ella era genuina o no-. Este vino es muy bueno -halagó su elección y fue un halago genuino, pues el vino estaba delicioso.

– Hablando de vino, ¿lograste estacionarte sin muchos líos? -le miró los hermosos labios que se curvaron en una sonrisa genuina, pues estaba divertida de que uniera el tema del vino al del estacionamiento.

Él también sonrió de modo genuino y Farran sintió una sensación muy rara al verle la boca bien formada.

– Tuve suerte, pues hallé un lugar justo afuera -desvió la mirada y añadió, sin motivo aparente-: Tomé prestado el auto de mi hermanastra.

– ¿No tienes auto propio?

– No, pero planeo comprar uno pronto -replicó y casi gimió al percatarse de que él ya no sonreía. Stallard parecía creer que quizá la chica pensaba comprar uno con su parte de la herencia. No le diría qué vendió el suyo ál ir a Hong Kong, que puso el dinero en un banco con a intención de comprar un modelo diferente al regresar. Sólo exclamó, desafiante-. ¡Tengo mi propio dinero!

– Entonces, dime -Stallard Beauchamp la miró con ojos duros cono el acero-, ¿por qué está tras mi dinero?

– No lo estoy -explotó la chica. De estar allí sólo por motivos prados, lo habría dejado solo en el restaurante; pero, por el bien de Georgia y del tío Henry, debía permanecer sentada.

Odió a Stallard Beauchamp más que nunca cuando éste inquirió con orna:

– ¿De veras?

Tuvo que contener su réplica y mantenerse callada.

– Quizá, Farran, ahora podrías decirme por qué estás aquí… y qué es lo que quieres -murmuró Stallard con burla.

– Quiero… -sintió un fuerte impulso de terminar con todo con rapidez, pero se detuvo. Trató de ensayar en su mente las palabras, pero parecieron avaras, oportunistas y codiciosas.

– Vamos, Farran. A partir de lo que he visto de ti, no diría que eres una chica tímida -urgió Stallard.

– ¿Qué estás implicando? -se enojó la chica.

– ¿Qué otra cosa, más que no noté en ti ninguna reticencia para entrar en uno de mis dormitorios y, sin que nadie pudiera impedirlo, abrir uno de los armarios de mi casa?

– No sabía entonces que la casa te pertenecía… que te fue heredada -se defendió Farran, acalorada.

– Pero desearías que no fuera así, ¿verdad?

– Por supuesto que sí -fue vehemente.

En ese momento, el camarero llegó para tomar la orden del postre y Farran aprovechó la pausa para recobrar la calma.

Por casualidad, Stallard y ella eligieron queso y galletas. Parece que sólo en esto estamos dé acuerdo, se irritó la chica. Se percató, al verlo de reojo, de que era ahora o nunca. Sabía que no volvería a preguntarle lo que quería, así que debía decírselo en ese preciso momento.

– Señor Beauchamp… Sta… Stallard -la pausa para recobrar la compostura no sirvió de nada.

– Señorita Henderson… Farran -la miró con malicia.

– Me preguntaste lo que quería -apretó los dientes-. Bueno, lo que quiero es… -el deseo de decirle que renunciara a la herencia luchó contra su orgullo-. Quería… -el orgullo era un obstáculo casi insalvable-, es decir, me preguntaba -insistió aunque no recibía ninguna ayuda dé su parte-. Me preguntaba… puesto que no necesitas el dinero…

– Así que sí has estado haciendo averiguaciones sobre mí -intervino él con sequedad.

– Y como no eres pariente de la señorita Newbold, me preguntaba si considerarías la posibilidad de devolver la fortuna a sus herederos legítimos -Farran terminó con la cuestión de una vez por todas.

– ¿Herederos legítimos? -inquirió con una mirada directa que parecía implicar que el testamento legal lo legitimaba como heredero.

– Sabes a qué me refiero -exclamó Farran, descubriendo que ese hombre tenía la habilidad de hacerle perder la paciencia.

– Estoy seguro de que así es -se burló-. Corrígeme si me equivoco o si he oído mal. Tú, que no eres pariente de la difunta, acabas de pedirme que renuncie a mi derecho, mi legítimo derecho, a la fortuna de la señorita Newbold.

¡Qué hombre! Farran contuvo la furia que amenazaba con explotar de nuevo. Aparte del comentario de que ella no tenía lazos de parentesco, el odioso hombre parecía estar divirtiéndose a sus costillas.

Nunca supo cómo logró permanecer sentada.

– Sí, eso es lo que pido -afirmó con sequedad. Intentó estar serena al sentir su escrutinio-. ¿Y bien? -inquirió. Casi deseó que se negara, para poder marcharse antes de que trajeran el café.

– Estoy pensándolo -replicó y sonrió con falsedad-. Dime, Farran, ¿qué es lo que te propones dar a cambio? -inquirió con voz sedosa.

– ¿Qué tienes en mente ahora? -eso la enfureció.

– No puedes imaginar lo que tengo en mente -desaparecieron la sonrisa y el tono sedoso-. Pero, a riesgo de ofenderte, nunca me ha atraído el que me presenten a una mujer en bandeja de plata.

– Maldito seas, Stallard Beauchamp -explotó Farran, enfurecida por esa criatura odiosa y arrogante-. ¡Qué afortunado serías si ese fuera el caso! Aparte del hecho de que no me interesan los hombres, si…

– Si estuviera interesado en eso, te preguntaría por qué, pero como no lo estoy… -intervino él.

– Ni soñaría con decírtelo, de todas formas -Fardan se negó a que se saliera con la suya.

– Puesto que no tengo interés en ello -la ignoró-, ¿acaso intentas decirme que hiciste que te invitara a cenar…

– No hice nada -rabió la chica, pero fue ignorada de nuevo.

– … hiciste que te invitara a cenar sin ningún motivo más que el de pedirme que renunciara a mi herencia?

– Nunca pensé en acostarme contigo para conseguirlo -aclaró Farran antes de que él pudiera decir palabra y añadió-: De cualquier manera, no es tu herencia, es… -de pronto, se interrumpió.

– ¿No lo es?

– Bueno… -intentó fanfarronear-. Tal vez lo sea ahora, pero una vez que se rebata la validez del testamento…

– ¡Ah! -interrumpió-. ¿Así que vas a impugnar el testamento? -la miró con burla en sus ojos grises y Farran se percató de su error de intentar fanfarronear con el hombre equivocado-. Te deseo mucha suerte en tus trámites -sonrió con la sonrisa que la joven empezaba a odiar tanto como a él. Sobre todo, lo detestó cuando prosiguió-: Estoy seguro de que el juez quedará muy impresionado, cuando le digas que, en el último año de su vida, en el año en que la tía tuvo problemas de salud, ni una vez la visitaste o siquiera llamaste por teléfono para charlar con ella.

A Farran no le agradó que ese hombre los culpara a ella y a su familia. No podría defender a sus familiares, puesto que Stallard Beauchamp nunca entendería que su padrastro era tan distraído que sólo le importaban sus inventos, y que Georgia estaba demasiado ocupada en su negocio para visitar a la anciana. Así que tuvo que defenderse a sí misma.

– Ya te lo dije… ¡estaba en Hong Kong! -protestó. Ese hombre la molestaba mucho y más aún el hecho de que tuviera que defenderse frente a él.

– Así es -reconoció y continuó con cinismo-: Estoy seguro de que el juez se interesará mucho cuando, a pesar de que no pudiste volver ni una sola vez cuando la señorita Newbold estuvo enferma, apenas supiste que murió, regresaste en el primer avión disponible.

– No fue así -rabió Farran-. Ya te dije que no supe que estaba muerta sino hasta haber renunciado a mi trabajo y regresado a casa.

– ¿De veras? -Stallard Beauchamp se encogió de hombros.

– Sí, de veras -contestó Farran-. La señorita Newbold me agradaba. La quise mucho… le escribí varias veces mientras estuve en el extranjero.

– Pensaste que sólo bastaba con eso para apoderarte de su dinero.

– No -cortó-. Nunca pensé en su dinero ni en su testamento -cómo lo odiaba-. Le escribí por escribirle, eso es todo. Sucede que me entiendo bien con los ancianos y eso es la verdad -tomó su bolso y lo miró a los ojos grises-. Mi familia tiene mucho más derecho a todo que tú, y lo sabes -ya estaba de pie cuando añadió-: Espero que duermas tranquilo cuando hayas reclamado lo que por derecho es de mi…

– No he dicho que tengo la intención de reclamar nada -interrumpió Stallard Beauchamp con frialdad. Cuando Farran quedó muda, prosiguió con sorna-: Quédate aquí y quizá aprendas algo de provecho… para ti y para los demás herederos.

Farran lo miró con fijeza durante cinco segundos. Ya estaba harta de sus estúpidos juegos del gato y el ratón, pero, por otro lado, quizá podría soportarlo unos cuantos minutos más, por el bien de su familia. Reacia, se sentó de nuevo.

Si algo había aprendido en esa última hora, era que nunca debía subestimar a su interlocutor. Así que no se fue por las ramas, el tacto era cosa del pasado.

– Insinuaste que quizá no reclames lo que es tuyo. Pero no entiendo por qué renunciarías a algo que te ha sido legado gracias a un sentimiento filantrópico.

En ese momento, les trajeron el café.

– Tienes mucha razón -asintió Stallard Beauchamp cuando el camarero se fue-. Tengo una idea -le dijo contento, y fue su actitud lo que hizo que la chica se tornara suspicaz-. Una idea que quizá no se me habría ocurrido de no ser porque mencionaste que, además de no tener empleo ahora, también te entiendes con los ancianos.

Asombrada, Farran intentó ver a dónde quería llegar.

– ¿Acaso te imaginas que trabajaré en un asilo de ancianos? -le pareció que era la única respuesta lógica.

– Algo así -Stallard la sorprendió aún más al asentir-. Aunque de hecho no es un asilo, sino el hogar de una anciana.

– ¿Quieres… que trabaje para una persona mayor? -confirmó la chica. Lo vio asentir-. ¿Cómo su secretaria? -añadió aunque no le gustaba nada la idea-. Yo soy secretaria.

– Tus aptitudes secretariales no serán necesarias -negó con la cabeza-. Sólo tu talento para llevarte bien con los viejos. La dama de compañía de la señorita Irvine acaba de dejarla sola y necesita una compañera temporal, mientras yo hallo a alguien más tolerante que su última dama de compañía.

– ¿La señorita Irvine? -Farran no tenía deseos de acompañar a ninguna señora, quienquiera que fuera.

– Quizá recuerdes haberla visto en el funeral de la señorita Newbold -explicó.

– ¿La señora del sombrero? -inquirió Farran, adivinando y haciendo uso de toda su intuición.

– El sombrero negro -Stallard la miró con fijeza. Farran recordó la apariencia desagradable de la señora y supo que ni por su hermanastra aceptaría un puesto tan absurdo.

– ¿Es pariente tuya? -preguntó al acordarse de que al verlos juntos, pensó que quizá Stallard y la señora estuvieran emparentados.

– La señorita Irvine es… una amiga de la familia -le informó con frialdad y la miró con suspicacia.

Con amigos como ella, ¿quién necesita enemigos?, pensó Farran y tomó su bolso. En lo que ella concernía, la comida estaba terminada y se puso de pie por segunda vez. Esa vez, Stallard también se levantó, ella le agradeció la cena, cortés, y él la acompañó a la puerta.

– Te acompañaré a tu auto -anunció cuando la joven intentó despedirse en la puerta del club.

Era alta, pero Stallard era mucho más alto. Russell, se recordó, era más bajo que ella, pero eso no importó. Ella… Con rapidez, dejó de pensar en Russell al llegar junto al auto.

– Buenas noches -se despidió con frialdad al colocarse delante del volante.

– Llámame mañana por la noche -instruyó Stallard al darle su tarjeta personal, antes de que la chica pudiera cerrar la puerta-. Para entonces, ya le habré dicho a la señorita Irvine que tendrá que soportarte durante un tiempo -añadió para enfurecerla.

Farran cerró la puerta con el deseo de aplastarle los dedos, pero él estaba lejos del auto, fuera de peligro.

– Esperarás mucho tiempo si esperas que te llame -murmuró la chica y sé alejó con rapidez.

Pensó en Stallard Beauchamp en todo el trayecto hacia Banford, con furia creciente. Primero, le lanzó el anzuelo de que quizá estaría dispuesto a renunciar a su herencia; más tarde, al darse cuenta de que ella no tenía nada que proponerle a cambio, le sugirió que trabajara para ¡esa mujer insufrible!

El calificativo era adecuado, pensó Farran. Recordó a la amargada mujer que le impartió órdenes desagradables a la mujer cincuentona en el funeral de la señorita Newbold. ¡Sin duda, la otra mujer fue la dama de compañía de la señorita Irvine!

Farran llegó a Banford después de analizar cada comentario y palabra que intercambiaron ella y Stallard Beauchamp. Entró en la casa y estuvo segura de que no quería trabajar para esa anciana. ¡No viviría junto con la señorita Irvine si podría evitarlo… la anciana de aspecto más desagradable de todas las ancianas!

– Gracias a Dios que regresaste -comentó Georgia tan pronto como Farran entró en la casa.

– ¿Qué pasó? -Farran nunca había visto a su hermanastra en un estado tal de ansiedad.

– Tú dímelo -urgió Georgia. Al percatarse de que su ansiedad se debía a la espera, Farran se dio cuenta de que sería mucho más difícil contarle lo sucedido.

– No te va a gustar nada esto -anunció cuando se sentaron en la sala de estar-. Yo…

A Georgia no le agradó nada. Mas, para consternación de Farran, no le agradó el hecho de que Farran no tuviera intenciones de hacer lo que Stallard Beauchamp proponía. Lejos de estarse acuerdo en que era imposible que trabajara para la desagradable señorita Irvine, a Georgia no le pareció nada mala la idea.

– Pero te gustan las personas mayores -señaló Georgia-. Y las tratas muy bien.

– Lo sé, pero…

– Tampoco tienes trabajo por el momento… y sólo sería algo temporal.

– Sí, pero…

– Farran -gimió Georgia-, se trata de tu herencia, así como de la mía.

– Lo sé -replicó Farran, pero antes de que pudiera aclararle que el precio que tenía que pagar por el dinero era demasiado alto, Georgia ejerció más presión.

– Y si a ti no te importa el dinero, piensa en mí, piensa en mi papá. Sabes que mi padre desea mucho comprar un torno nuevo y creo que no es necesario decirte que me hallo en una situación desesperada.

Farran se acostó muy desdichada esa noche. No le agradaba que Georgia le señalara que se portaba con mucho egoísmo al negarse a acompañar a la señorita Irvine. Esa cierto que se entendía con los ancianos y que ahora le faltaba un trabajo, como lo señaló Georgia. Tampoco se negó de modo abierto ante Stallard Beauchamp a aceptar el empleo, recordó ahora Farran.

Farran supo a la mañana siguiente que sus preferencias personales no tenían cabida en el asunto. Amaba a su padre y a su hermana, y fue ese amor, no un sentimiento del deber, lo que no le dejó otra alternativa.

Quiso mucho a su hermanastra cuando ésta comentó de modo espontáneo, al ver el rostro demacrado de Farran:

– Linda, no pudiste dormir bien, ¿verdad?

– ¿Se nota? -Farran logró sonreír y se dio cuenta de que no quería que su hermanastra sufriera todo el día por su indecisión-. He decidido llamar a Stallard Beauchamp esta noche -y al ver la sonrisa de Georgia, Farran supo que estaba comprometida.

– No te arrepentirás -afirmó Georgia con alegría.

Farran trató de pensar en eso durante todo el día. ¿Cómo podría lamentar ser el elemento esencial para ofrecerle a su padrastro la pieza del equipo que le hacía falta? ¿Cómo podría lamentar ayudar de la misma manera a su hermanastra?

Cuando no pensaba en sus familiares ni en su amor por ellos, Farran trató de ser positiva. Le hacía falta trabajar y sabía que pronto debería empezar a ganar dinero. Era cierto que habría buscado un puesto de secretaria, pero… bueno, el trabajo era el trabajo, ¿verdad? Sabía que no engañaba a nadie más que a sí misma y deseó dar por terminado el asunto. No sentía deseos de llamar a Stallard, sobre todo al haberle dado la impresión de que nunca lo haría.

Como no sabía si Stallard Beauchamp trabajaba hasta tarde o terminaba su trabajo temprano, puesto que era viernes, decidió esperar a que dieran las ocho de la noche para llamarlo. Pensó que Georgia se quedaría en casa para apoyarla esa noche. Pero, cuando ésta llegó a casa, se dispuso a salir a algún sitio; al parecer, estaba segura de que nada podría salir mal.

– Es mi turno de salir a cenar esta noche -saludó a Farran con alegría.

Pudiste haber tomado mi turno anoche, pensó Farran con tristeza, aunque le dio gusto verla contenta.

– ¿Se trata de alguien a quien conozco? -inquirió, pues conocía a, varios de los amigos de Georgia.

– Acabo de conocerlo esta semana -sonrió Georgia con emoción-. Se llama Idris Vaughan. Es el arquitecto con quien discutí acerca de las alteraciones que deseo hacer.

Después de que Georgia se marchó, Farran volvió a ser torturada por los mismos pensamientos que la molestaron durante todo el día.

Al cuarto para las ocho, decidió que no tenía caso esperar otros quince minutos. Tomó la tarjeta que le entregó Stallard Beauchamp y llamó al teléfono, con los dientes apretados.

Para su desdicha, pareció que Stallard Beauchamp estuvo muy seguro de que llamaría por teléfono. No parecía nada sorprendido al oír su voz.

Farran contuvo su ira y decidió que quizá no habría llamado aún a la señorita Irvine, para avisarle que tendría que soportarla durante un tiempo, como él mismo lo dijo. Así que le preguntó:

– ¿Acaso ya le has comunicado a la señorita Irvine que tendrá una nueva, pero temporaria, dama de compañía?

– Ya lo sabe -se burló Stallard Beauchamp y Farran se tensó por la furia al sentir la confianza colosal que tenía en sí mismo.

– ¿No le parece que una chica de veinticuatro años es demasiado joven para el puesto? -inquirió Farran. Se percató de que buscaba escapar del compromiso y tuvo que retractarse cuando él le preguntó, a bocajarro:

– ¿Quieres el trabajo o no?

¡Cerdo!, maldijo en su interior.

– ¿Qué significa eso de "temporal"? -quiso saber la chica.

– Tres meses -le dijo sin dudarlo.

¡Tanto tiempo! Su corazón se hundió. Estaba a punto de señalarle que no le tomaría tanto tiempo hallar a una dama de compañía, pero recordó a la señorita Irvine. Se dio cuenta de que era muy afortunada, pues podrían ser necesarios seis meses para hallar a alguien adecuado para esa mujer amargada.

– ¿Y estás de acuerdo en que al término de ese plazo de tres meses, tú, a cambio, destruirás el testamento que te favorece?

– Tienes mi palabra de honor -replicó Stallard Beauchamp.

– ¿No crees que debería tener algo por escrito? -presionó Farran y sintió deseos de matar al hombre odioso a golpes cuando oyó su comentario sarcástico.

– No sé con qué clase de personas se mezcle, señorita Henderson, pero en los círculos en los que me muevo, mi palabra siempre ha sido suficiente.

Farran lo odió más por sentirse regañada. Ahogó su ira.

– ¿En dónde vive la señorita Irvine? -inquirió con frialdad-. ¿Acaso también vive en High Monkton?

– La señorita Irvine vive en Low Monkton -explicó con brevedad y mencionó un pueblo que estaba a tres kilómetros de casa de la señorita Newbold, como sabía Farran.

Después de eso, no pareció tener otra pregunta más que el saber cuándo empezaría a trabajar. Farran pensaba que cuanto más pronto empezara el maratón de tres meses, más pronto terminaría, puesto que ya estaba comprometida.

– Si todo sale bien, creo que el lunes podré tomar un tren hasta Dorchester -le dijo con la esperanza de que entendiera que estaba lista para empezar su trabajo.

De nuevo la enfureció cuando le dijo, con más arrogancia que nunca, y con la implicación de que ella no tenía ni voz ni voto en el asunto:

– Te llamaré a las diez de la mañana, mañana. Ten las maletas listas -y colocó.

¡Cerdo arrogante! ¿Y qué, si ella tenía otros asuntos pendientes mañana? Suspiró, tal como suspiró al marcar el número de teléfono. Antes pensó que no había nada peor que descubrir que el hombre a quien amó resultara ser un hombre falso… pero ahora empezaba a pensar que no era así.

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