Capítulo 4

Farran yacía despierta cuando, después de medianoche, oyó que Georgia regresaba de su cita con Idris Vaughan. Se alegró cuando, sin pensar en la hora, Georgia entró en su cuarto para saber cómo estuvo la llamada telefónica. Al ver las maletas al pie de la cama, supo que Farran no se arrepintió.

– ¿Cuándo?

– Mañana, a las diez -respondió Farran y por la expresión de Georgia se percató de que ésta tampoco pensó que empezaría a trabajar tan pronto.

– Bueno, no tienes una cita con el verdugo linda, así que alégrate -Georgia se sentó al pie de la cama-. ¿Qué fue lo que te dijo?

Henry Presten tomó el desayuno con Farran y Georgia la mañana siguiente. Farran, de acuerdo con Georgia, decidió que no tenía caso contarle los pormenores del asunto. De todas formas, cuando Farran le explicó a grandes rasgos sus planes, no pareció muy contento de tener que dejarla ir tan pronto, lo cual contentó a la chica.

– Pero si acabas de llegar a casa -protestó él.

– Esta vez sólo me iré durante tres meses -sonrió y esperó que su sonrisa ocultara la falta de entusiasmo que sentía al pensar en esos tres meses.

Cinco minutos después, Henry salió de la habitación, molesto porque casi no había visto a su hijastra desde su regreso. Georgia, quien era la única optimista esa mañana, se rió.

– Claro, todo es tu culpa -se dirigió a Farran-. Por lo que dice, tal parece que no pasa nada de tiempo en su taller -Farran sonrió de nuevo, pero su sonrisa desapareció al oír que su hermanastra proseguía-: Farran, lo he estado pensando y no me parece nada satisfactorio, desde nuestro punto de vista, que sólo tengamos la palabra de honor de Stallard Beauchamp de que romperá el último testamento de la tía Hetty cuando terminen tus tres meses.

– Le sugerí que debería darme algo por escrito… -aclaró Farran.

– Ya lo sé, pero creo que deberías insistir.

Farran pensó, después de que Georgia se fue al salón, que su hermanastra no conocía en absoluto a Stallard Beauchamp, si de veras creía que se podía insistir sobre cualquier cosa en lo que a él se refería.

Después del desayuno Farran bajó sus maletas y estaba en su cuarto cuando, a las diez, oyó el timbre. Supo que no podía dar marcha atrás cuando oyó que la señora Fenner invitaba a pasar a Stallard Beauchamp, y bajó por la escalera.

En el vestíbulo, Stallard la miró cuando ella estaba a media escalera y la chica hizo una pausa. Cuando sus miradas se encontraron, Farran perdió el aliento. No seas ridícula, por el amor de Dios, se regañó a sí misma, y creyó que la falta de aliento se debía a su natural nerviosismo.

Apartó la vista de la silueta alta y de anchos hombros. Hizo otra pausa al llegar al pie de la escalera, pues la señora Fenner le preguntó si quería tomar café.

Farran tenía demasiados buenos modales para no sentirse obligada a observar ciertas cortesías frente al ama de llaves. Miró a Stallard.

– ¿Quieres café antes de que partamos? -sonrió.

Stallard Beauchamp le sostuvo la mirada y su sonrisa fue lenta y natural, a diferencia de la de Farran.

– Prefiero que nos vayamos de inmediato, Farran, si no te importa -era obvio qué sus modales eran tan buenos como los de ella.

La señora Fenner entendió el mensaje y Farran se despidió de ella. Se preguntó si los buenos modales incluían que presentara a su padrastro con Stallard.

– Iré a despedirme de mi padrastro -le explicó-. Debe estar lleno de… aceite; de lo contrario te llevaría a su taller a que…

– No me importa un poco de aceite -replicó Stallard con una mirada burlona, como si supiera que estaba nerviosa por algo.

Farran bendijo a Stallard Beauchamp y lo condujo al taller.

– Tío Henry -llamó a la figura vestida de overol inclinada sobre la mesa de trabajo. Tenía una mancha de grasa en la frente, pero estaba presentable aparte de eso… todavía era muy temprano-. Te presento a Stallard Beauchamp -prosiguió Farran y dudó. De pronto, se dio cuenta de que fue un riesgo presentarlos. Tío Henry podía oponerse a sus planes si se enteraba de ellos-. El señor Beauchamp es mi jefe. Sta… Stallard, él es mi padrastro, Henry Preston -con nerviosismo terminó la presentación. Henry Preston se aseguró de que su mano estuviera limpia y estrechó la mano extendida del hombre alto, cuyos ojos grises no perdían ningún detalle. Farran añadió con rapidez-: Ya nos vamos.

Henry Preston esperó a que Stallard hubiera puesto las maletas en el portaequipajes del auto y a que se alejaran, antes de regresar a su taller, despidiéndose por última vez. Sólo entonces, sentada al lado de Stallard, Farran volvió a respirar con normalidad.

La enorme presión desapareció, pero Farran se tensó de nuevo al oír el comentario de Stallard.

– Estoy curioso por algo.

– ¿Ah, sí?

– Quisiera saber por qué, puesto que él también será un beneficiario de la fortuna, no le has dicho a tu padrastro cuáles son los pros y los contras de lo que te propones hacer.

– ¿Cómo sabes que no le he dicho todo?, -Farran intentó fanfarronear, olvidando que el hombre era un experto en darse cuenta de cuando las fanfarronadas no eran sinceras.

– ¿Lo has hecho?

¡Maldito sea!, se enfureció ella, no por primera vez. Pero se percató de que sólo deseaba que su padrastro no supiera los pros y contras de todo, así que no tenía caso fingir con el tipo que tenía al lado.

– De hecho, no -confirmó, cortada.

– ¿Por qué? -quiso saber.

– Porque… bueno, porque no hay ningún motivo en especial por el cual debería enterarse de esto.

– ¿Acaso sugieres que, ya que lo que harás dará por resultado que los tres hereden la fortuna esperada durante tanto tiempo, él no lo aprobaría? -Stallard estuvo a punto de enfadarse.

¡Cínico!, se enojó Farran para sus adentros y levantó un poco la barbilla para decirle con desdén:

– No estoy sugiriendo nada.

– Pero tu hermanastra lo sabe, ¿verdad? -no hizo caso de los esfuerzos de la chica para dar por terminado el asunto.

– ¡Sí! -exhaló Farran con fastidio-. Lo sabe.

– ¿Y tu madre?

Si su vida no dependiera del hecho de que Stallard conducía, Farran quizá lo habría golpeado con su bolso. Mas trató de controlarse.

– ¿Qué tiene que ver mi madre en todo esto? -rugió-. No la he visto desde que abandonó a Henry, a Georgia y a mí cuando yo tenía trece años.

Enfurecida por contarle, sin pensar, algo que costaba mucho trabajo comentar con cualquier otra persona, Farran miró el paisaje por su ventana.

Casi de inmediato se volvió a verlo, al oír que hablaba ya sin dureza, con una voz suave y algo burlona.

– Sabía que, si nos empeñábamos en buscar, descubriríamos que tenemos algo en común.

– Tú… ¿Acaso tu madre también se fue de la casa?

– Cuando era un nene -replicó, pero eso no pareció molestarlo.

Farran, sensible por naturaleza, habría querido saber por qué su madre lo abandonó a él y a su padre. Pero recordó que era un hombre detestable y ahogó su sensibilidad.

– Si me agradaras, quizá sentiría lástima por ti.

– Si me agradaras, quizá me importaría lo que te pasó -replicó él con rapidez. Y de pronto, ambos estaban… ¡riendo!

Cuando terminaron las risas, Farran pensó que ahora que Stallard estaba de buen humor, era el momento para sacar a relucir el tema que la preocupaba.

– He estado pensando que, desde mi punto de vista, no es muy satisfactorio que todo lo que tengo como garantía de que destruirás el testamento es tu palabra.

No pasó mucho tiempo para que Stallard Beauchamp trocara su buen humor por un enfado enorme, descubrió Farran.

– Maldito sea tu atrevimiento -gruñó con tono que no admitía réplicas-. Mi palabra es lo único que tendrás.

Con el deseo de estar en posición de decirle que la regresara a su casa en ese preciso instante, Farran mandó una tonelada de vibras de odio en su dirección y fijó la vista en el parabrisas.

¡Reptil detestable y odioso!, lo llamó y decidió que nunca más le volvería a hablar. Como él tampoco parecía de humor para charlar, no le costó ningún trabajo mantener firme su decisión.

Con disimulo observó que su expresión seguía dura y hosca, conforme recorrían los kilómetros.

Eso no le importó. Pero al acercarse cada vez más a Low Monkton, Farran se dio cuenta de que tendría que hablarle a aquel tipo, siquiera para saber qué se esperaba de ella en su nuevo empleó.

– ¿Qué es lo que tengo que hacer? -preguntó con frialdad.

– ¿Hacer? ¿A qué te refieres con "hacer"?

Dame fuerza, rezó la chica.

– ¿Cuáles serán mis deberes como dama de compañía?

– ¿Cómo diablos lo sé yo? -gruñó.

– Eres mi jefe… tú deberías saberlo -tuvo la alegría de molestarlo con su sarcasmo, pero Stallard pareció ignorarla. El silencio se hizo en el auto. De pronto, Stallard comentó con suavidad.

– Para ser una empleada, no lo has hecho muy bien hasta ahora.

– ¿Cómo?

– No me has preguntado cuánto te pagaré.

– No quiero tu dinero -rugió la chica.

– Me sorprendes -fue sarcástico y a Farran ya no la asombró que hubiera guerras en el mundo.

– Bueno, recibiré cien libras por semana. Y eso -añadió al recordar a la desagradable señorita Irvine-, es muy barato.

– Es un trato -aceptó él con rapidez, haciéndola perder la compostura.

Estuvieron frente a la puerta de la señorita Irvine antes de que ninguno de los dos pronunciara palabra de nuevo.

– ¿Tiene la señorita Irvine problemas de salud de los que yo deba estar enterada? -no tuvo otro remedio que hacerle la pregunta.

– Tiene un poco de artritis en un hombro, pero, por lo general, goza de buena salud -informó Stallard.

Farran tomó su última bocanada de libertad mientras Stallard llamaba a la puerta de la casa grande y esperaban a que la señorita Irvine abriera.

– ¡Stallard! -saludó con aparente alegría al verlo.

– Hola, Nona -replicó el aludido con voz mucho más cálida de la que usaba para hablar con Farran-. Te he traído a Farran para que se quede contigo un tiempo -le anunció. Al entrar en el vestíbulo, la anciana miró a la chica con severidad mientras Stallard las presentaba.

– Stallard me dijo por teléfono que tenías una relación de parentesco con Hetty Newbold -comentó Nona Irvine al conducirlos a la sala de estar-. Creo que recuerdo haberte visto en el funeral -añadió al sentarse en una silla e invitar a los otros a imitarla-. Estoy segura de que a ambos les sentará bien una taza de café después del viaje hasta aquí -prosiguió con elegancia-. Ahora lo preparo.

– Yo lo haré -Stallard le quitó a Farran las palabras de la boca-. Las dejaré a solas para que se conozcan -murmuró y a Farran le pareció que era mucho más imponente que diplomático.

Nona Irvine dejó su aspecto agradable tan pronto como Stallard salió de la habitación y adoptó su expresión amargada, tal como la recordaba Farran.

– ¿Alguna vez antes has actuado como dama de compañía? -preguntó con dureza.

Farran no sabía cuánto le habría contado Stallard a la señorita Irvine y si, como ésta era amiga de su familia, ella conocería el contenido del testamento de la tía Hetty.

– Soy secretaria profesional -explicó con cortesía, y sostuvo la mirada de la anciana-. Pensé que me gustaría tomar un descanso de mi trabajo acostumbrado.

– ¿Crees que el ser una compañía para mí será un descanso? -inquirió la señorita Irvine con brusquedad.

– Estoy segura de que no lo será -replicó Farran sin pensarlo.

En ese momento se percató de dos cosas: la primera, que la anciana no sabía nada del testamento de la tía Hetty, o la habría regañado por buscar un cambio de trabajo. La segunda, al ver que la señorita Irvine sonreía, ¡que la anciana sí tenía sentido de humor!

– ¿Tienes idea de cuáles serán tus deberes? -prosiguió Nona Irvine al adoptar de nuevo su expresión dura.

– Esperaba que usted me los dijera.

– Supongo que juegas al bridge.

– Me temo que no -tuvo que confesar y recibió una mirada de pocos amigos.

– Espero que sepas conducir -prosiguió la señorita Irvine.

– Sí… pero no tengo auto.

– Hay uno en la cochera. Stallard me lo compró cuando esa mujer Titmarsh, tu antecesora -rezongó-, dijo que debíamos tener uno.

Farran pensó que Stallard fue muy amable en comprarle a esa anciana nada amable un auto. Acto seguido, por los comentarios de la señorita Irvine, Farran se formó la idea de que ésta parecía creer que una persona estaba mal de la cabeza si no disfrutaba de un buen juego de cartas. En ese momento, Stallard llegó con el café.

Farran pronto descubrió que la señorita Irvine se ponía de excelente humor frente a Stallard, siempre que éste estaba presente.

– ¿Cómo te fue en la semana? -le preguntó él mientras los tres bebían café.

– Muy bien, gracias, Stallard -replicó la señorita.

– ¿Tuviste algún problema? -inquirió Stallard y Farran tuvo la impresión que, de ser así, él lo habría resuelto, como si estuviera decidido a que los últimos años de la señorita Irvine resultaran tan placenteros como fuera posible.

– Ningún problema -sonrió de nuevo-. Bueno, ningún problema que no pudiera resolverse, si alguien le enseñara a Joan Jessop las reglas básicas del bridge.

– ¿Joan Jessop es tu nueva compañera de bridge? -preguntó Stallard y la señorita Irvine asintió.

Farran pudo deducir que la tía Hetty debió ser la antigua compañera de bridge de Nina Irvine y que quizá fue así como Stallard conoció a la tía Hetty.

Durante la media hora que siguió, la conversación fue muy amable. Farran participó cada vez que algún comentario la incluía. Pudo darse cuenta de que no sólo Stallard parecía tener mucho tiempo para la anciana, sino de que la consideraba más como una parienta que como la amiga de familia que le dijo a Farran que ella era.

Fue claro que también visitaba con frecuencia la casa de Low Monkton y que tenía una invitación abierta para quedarse a pasar el fin de semana allí cuando quisiera… a pesar de lo cual, hasta ahora, nunca había hecho uso de la invitación. Con alivio, Farran se enteró de que tampoco se quedaría ese fin de semana.

– Creo que no te quedarás, ¿verdad? -dijo la señorita Irvine cuando Stallard se puso de pie para subir las maletas al cuarto de Farran.

– Ya he hecho planes para esta noche -sonrió.

– ¿Quién es la mujer afortunada de hoy? -inquirió la anciana con cierto brillo de malicia en los ojos azules, para sorpresa de Farran.

Farran se percató de que Stallard la miraba, así que alzó los ojos al techo, como para decirle que no le importaba mucho lo afortunada que fuera la susodicha… Casi los bajó por la impresión, ya que pudo jurar que Stallard estaba a punto de sonreír.

Claro, no sonrió, sino que fue al auto y regresó con una maleta en cada mano.

– ¿Qué cuarto usará Farran? -le preguntó a Nona Irvine.

– El que está más cerca de la escalera -contestó-. Si dejas las maletas en el vestíbulo, ella las puede subir después.

– Limitaremos el riesgo de accidentes si yo le enseño su habitación ahora -replicó y Farran se dio cuenta de que era una manera sutil de decirle que así, la anciana no tendría que tomarse la molestia de subir por la escalera.

Farran se levantó de la silla y Stallard la dejó pasar primero para subir al primer piso. Al llegar arriba, Farran se detuvo frente al primer dormitorio que vio.

– ¿Este? -esperó a que él asintiera y abrió la puerta. Ambos se detuvieron puesto que, al entrar, el cuarto todavía mostraba señales de ser habitado por su antigua ocupante. Farran miró el tocador que estaba manchado de maquillaje y polvo.

– ¡Lo siento! -exclamó Stallard-. La señorita Titmarsh, la anterior dama de compañía de Nona, se fue el miércoles pasado. Me equivoqué al pensar que la señora de limpieza de Nona venía los lunes, miércoles y viernes -hizo una breve pausa-. Te hallaremos otro cuarto -declaró con prontitud.

Pero Farran no tenía la intención de empezar mal con la señora de la casa. La querida anciana quiso que tuviera este cuarto y no le agradaría cambiar sus planes, cuando apenas hacía una hora que la chica empezó a trabajar en su nuevo puesto.

– Contrario a tu obvia creencia de que nunca en mi vida he tomado un plumero -Farran lo detuvo antes de que él llevara su equipaje a otro lado-, y a riesgo de arruinar la opinión que tienes de mí, te prometo que no me tomará mucho tiempo ordenar este cuarto.

Se percató de que su sarcasmo no le agradó a Stallard, pero logró el efecto deseado pues, después de mirarla con enojo, dejó sus maletas en el suelo. Farran le sonrió con dulzura.

Pero no sonrió mucho tiempo, pues vio que Stallard sacaba un cheque de su bolsillo y se lo entregaba. Después dedujo que debió escribirlo mientras esperaba a que el café estuviera listo.

– Este es el salario del primer mes -informó con los dientes apretados-. Espero que te hagan ganarte cada centavo -añadió con una sonrisa falsa, y la dejó sola, con la boca abierta.


En muy poco tiempo de haber empezado en su empleo como dama de compañía, Farran descubrió que era mucho trabajo. Aparte de tener que ser agradable para una persona insufrible, que parecía insistir en ser muy desagradable, no tuvo un minuto para sí.

Aunque descubrió que había cierta gentileza en la señorita Irvine, al pasar veinticuatro horas no la asombró que la señorita Titmarsh se hubiera marchado y tampoco la sorprendió que no tuviera tiempo de arreglar su cuarto. La maravilla habría sido que sí hubiera tenido tiempo de limpiarlo, se dijo a sí misma Farran el domingo por la noche al ir a acostarse.

Farran despertó el lunes con el propósito de que nada la deprimiría. Se enteró de que además de ser dama de compañía, era cocinera de medio tiempo.

Estaba ocupada en la cocina, preparando el potaje con que le gustaba iniciar el día a la señorita Irvine, cuando ésta vino a inspeccionar lo que Farran hacía.

– Asegúrate de que no tenga grumos -ordenó-. Tuvo grumos ayer -se quejó.

Farran sabía muy bien que no hubo grumos en el producto de sus esfuerzos de ayer y tuvo que recordar el motivo por el cual estaba allí, para no vaciar el contenido de la cacerola en la cabeza de la "querida anciana".

– ¿Durmió bien? -trató de arreglar la situación.

– Nunca duermo bien -replicó la señorita Irvine. Farran revolvió el potaje.

Ambas estaban sentadas, tomando el desayuno, cuando Farran notó con amabilidad:

– Stallard dijo que la señora que hace la limpieza viene tres veces por semana. ¿Vendrá acaso hoy? -se sorprendió un poco al notar en los azules ojos algo así como un brillo de culpa.

– ¿Qué tú no puedes usar una aspiradora? -inquirió Nona Irvine con cierta irritación.

Farran sintió que debía hacer más indagaciones.

– Claro que sí. ¿Acaso hay un motivo por el cual deba hacerlo?

– Estaremos hasta las orejas de mugre si no pasas la aspiradora -contestó la anciana y desapareció el sentimiento de culpa al explicar-. Despedí a la señora Lunn, por su insolencia, el viernes pasado.

– ¿Insolencia?

– Tuvo el descaro de llamarme una vieja maldita y remolona. ¿Qué te parece eso?

No me tiente, pensó Farran y también que tendría a su cargo las labores domésticas además de la culinarias, aparte de tratar bien a alguien que impacientaría incluso a un santo.

El martes fue el día de jugar al bridge. Tuvieron que comer temprano para que Farran llevara a la señorita Irvine a casa de Joan Jessop, a las dos de la tarde.

– Puedes tomar la tarde libre -la señorita Irvine fue magnánima al ser acompañada por Farran a la puerta de la casa. Farran decidió que era el pasajero de automóvil más fastidioso que jamás tuvo en su vida.

– ¿A qué hora quiere que venga por usted? -inquirió la chica.

– Te llamaré cuando esté lista -le informó. Si Farran pensó en dar un paseo, tuvo que regresar a la casa para poder oír el teléfono cuando éste sonara.

El miércoles todavía no había visto trazas del sentido de humor que creyó que poseía la señorita Irvine. Para entonces Farran ya se había acostumbrado y pensó que podría soportar los modos bruscos de su anfitriona sin perder la paciencia, al tachar los días en su calendario.

Aunque esa misma tarde, estuvo a punto de contestarle con la misma rudeza. Estaba viendo televisión, aun cuando "ver" era sólo un tecnicismo, pues la señorita Irvine tenía la manía de hablar durante todos los programas que le parecían interesantes a Farran, cuando la anciana de pronto exclamó.

– Este programa es una basura. Pásame el periódico.

Estaba atónita, puesto que el periódico estaba muy cerca de la señorita Irvine, mientras que Farran tendría que levantarse de su silla y agacharse para tomarlo. Estuvo a punto de decirle que un poco de ejercicio le haría mucho bien. De pronto, Nona Irvine sonrió.

Farran se preguntó si, al igual que los niños prueban a sus padres para ver cuáles son los límites, la señorita Irvine intentó hacer algo similar. ¿Acaso intentó empujar a Farran al límite de su paciencia? ¿Tal vez habría vislumbrado un brillo de amotinamiento en los ojos de la chica y por eso decidió que sería bueno sonreír?

Sin embargo, la señorita Irvine logró que Farran se avergonzara de sí misma, cuando le pidió con un pequeño suspiro:

– Ya que estás de pie, Farran, ¿podrías llamar al consultorio del doctor Richards? La artritis de mi hombro me duele un poco hoy… creo que será mejor que obtenga una repetición de mi última prescripción médica.

Farran estuvo de mejor humor la mañana siguiente. Pasó mucho tiempo llevando y trayendo cosas para la señorita Irvine, pero cuando no lo hacía, se aseguraba de que la anciana estuviera bien.

Una y otra vez se preguntó cómo pudo olvidar que Nona Irvine era muy vieja. Era cierto; la buena mujer parecía más un dragón que un parangón… pero esa mañana estaba de humor angelical.

Mas Farran tuvo que revisar su juicio acerca del humor angelical de la anciana antes de qué terminara la mañana. Decidió interrumpir sus tareas y tomar una taza de café con ella. Farran llevó la bandeja a la sala de estar. La señorita Irvine fue amable y el tiempo transcurrió. De pronto, empezó a hacerle preguntas sobre los amigos de la chica.

"Amigos" conjuró de inmediato el recuerdo de Russell Ottley. Supuso que en realidad nunca llegaron a ser siquiera amigos y trató de desviar el tema de sí misma.

– ¿Y usted? -como conocía a las tres señoras con quienes jugaba al bridge, añadió-: Parece que tiene muchas amigas, señorita Irvine -sonrió.

– ¡Conocidos! -replicó la señora-. Todo lo que tengo son conocidos. No tengo verdaderos amigos -suspiró con dramatismo y Farran deseó no haberle hecho la pregunta, pues Nona Irvine pareció deprimirse. De pronto, se alegró-: Salvo a Stallard, claro -declaró-. Él ha sido un gran apoyo para mí… un verdadero amigo.

Farran sintió que no quería hablarle de Russell Ottley, pero que tampoco quería oír cosas sobre Stallard Beauchamp o los elogios de la señorita Irvine. Fue por eso que, en un intento de desviar el tema, preguntó:

– Supongo que usted y su madre fueron grandes amigas, ¿verdad? -y se quedó boquiabierta al ver la transformación de los rasgos de su interlocutora.

– Esa mujer nunca fue amiga mía -habló con vehemencia y en sus ojos brilló un odio intenso.

– Ah, lo siento mucho -se apresuró a corregir Farran-. Stallard nunca me dijo que… sólo creí… -demonios, pensó la joven al ser el objeto de la mirada hostil de la anciana. Para alivio suyo, el timbre sonó-. Iré a abrir -y fue a abrir, azorada de que alguien pudiera odiar tanto como parecía detestar Nona Irvine a la madre de Stallard.

– Tad Richards… soy el doctor Richards -un hombre de cabello café y de mediana estatura, que parecía tener alrededor de treinta años, la miró con sus ojos azules y se presentó-. ¿Fue usted quien llamó anoche para que se repitiera la prescripción?

– Sí -contestó Farran-. Me dijeron que llamara de nuevo esta tardé.

– Supe que tenía razón al seguir mi instinto y venir a entregar la prescripción en persona -sonrió y notó que Farran no usaba anillo matrimonial-, señorita…

– Farran Henderson. Soy la nueva dama de compañía de la señorita Irvine.

– Y una gran mejora respecto de la última dama de compañía -replicó zalamero.

Farran notó que el doctor no era parco con sus halagos, pero le preocupo más el hecho de haber quizá lastimado a la señorita Irvine.

– De hecho, quisiera pedirle que la revisara si tiene usted tiempo -susurró con voz baja.

– ¿No está bien? -adoptó una actitud profesional.

– Un comentario que hice la entristeció -confesó Farran.

– No me preocuparía por un comentario -Tad Richards entró en el vestíbulo con una sonrisa-. ¿No ha visto cómo se enojan unas con otras cuando la señorita Irvine y sus amigas juegan cartas?

– El doctor Richards ha venido con su prescripción -anunció Farran a la señorita Irvine, quien tenía una expresión sombría.

– ¿Cómo está mi actriz favorita? -preguntó el médico a la paciente, lo cual dejó perpleja a Farran. Esta recogió las tazas para llevarlas a la cocina y notó al pasar que la anciana le sonreía con dulzura.

Farran seguía en la cocina, lavando loza y preparando la comida ligera que pronto comerían, cuando Tad Richards fue a buscarla allá.

– ¿Está bien? -inquirió Farran con rapidez.

– En plena forma, como de costumbre -contestó sin dudar.

– ¡Gracias a Dios! -suspiró Farran y el doctor sonrió de nuevo.

– No se lo tome tan a pecho -le aconsejó-. La vida no sería igual si Nona Irvine no se irritara de cuando en cuando.

– ¿De veras?

– ¿Sabía usted que ella actuó alguna vez? -inquirió el médico y al ver que Farran negaba, le contó cómo, aunque Nona Irvine nunca llegó a ser una actriz excelente, tuvo mucha demanda como actriz suplente antes de retirarse. Después de darle esa noticia, Tad Richards prosiguió-: Como es fácil ver que usted es nueva en esta zona, es claro que necesitará un guía para los restaurantes y teatros que tenemos. Quizá puedo ofrecerme…

– De hecho -lo interrumpió Farran con una sonrisa-, conozco el área muy bien -no le contó de su relación con la señorita Newbold ni de sus visitas a High Monkton-. ¿Así que no debo preocuparme por la salud de la señorita Irvine?

Tad Richards tuvo que sonreír y contestarle, a pesar de que quedaban destrozadas sus esperanzas de tener una cita.

– Ningún mal que la aqueje no puede ser curado con la cercanía de sus amigas de cartas -prometió-. Invite a sus amigas a tomar el té y pronto olvidará el dolor que sin querer usted le provocó.

Durante la comida, Farran siguió su consejo. Tuvo que hacer la proposición con mucho tacto y fue de gran ayuda el hecho de haber llevado a la señorita Irvine a casa de la señorita Jessop el martes pasado.

– Me preguntaba si, en caso de ser su turno de establecer la partida de bridge aquí el próximo martes, usted querría que le preparara algo por adelantado -sugirió Farran.

– ¿Preparar? -la señorita Irvine habló con frialdad.

– Me refería a comida -sonrió Farran. No sabía si la señorita Irvine tomó el té en casa de Joan Jessop, pero recordó que comió la cena con gran apetito al llegar a casa.

– ¿Comida? -preguntó Nona Irvine todavía con voz fría.

– ¿Nunca recibe invitados? -sonrió Farran-. ¿Nunca ofrece cenas o algo parecido?

– ¿Cómo puedo dar una cena? ¿Quién cocinaría para mí?

– Yo -ofreció Farran y al ver que Nona Irvine empezaba a sonreír, fue demasiado tarde para retractarse. Farran pensó en un té, pero Nona Irvine prefirió la idea de la cena… y no para el próximo martes, sino para la noche siguiente.

– ¿Estás segura de que no será demasiado trabajo para ti? -esa fue la única pregunta que le hizo. Cuando Farran volvió de la farmacia con las medicinas, descubrió que la señorita Irvine ya tenía listo el menú y que Lydia Collier, Celia Ellams y Joan Jessop aceptaron todas la invitación a cenar.

A Farran le agradó preparar la cena. La señorita Irvine ayudó, antes dé irse a descansar por la tarde, a poner la mesa.

La cena transcurrió muy bien, pero las cosas se deterioraron cuando Joan Jessop descubrió que había dejado en casa sus lentes para jugar cartas.

– Es demasiado tarde para ir a buscarlos ahora -gimió, y Nona Irvine la miró con furia por su estupidez.

– No pasa nada… Farran tendrá que jugar.

– Pero no sé jugar -Farran intentó protestar, pensando en las pilas de platos sucios de la cocina.

Lo que siguió fueron casi dos horas y media de pesadilla para Farran, que no sabía nada de juegos de cartas. Tuvo que morderse la lengua cuando la señorita Irvine la molestaba por algún error que cometía. Pero, a juzgar por las palabras rudas que intercambiaban Lydia Collier y Celia Ellams, parecía que ayudaba a jugar si se era algo pendenciero.

– ¿Puedo traerle una taza de café, señorita Jessop? -inquirió Farran cuando no participó en el juego y vio a Joan Jessop mirando el juego con expresión de tristeza.

– No, gracias -contestó Joan Jessop-. No podré dormir si la tomo -Farran estaba a punto de irse a la cocina cuando, por ser obvio que el rumor había corrido de que era parienta de la señorita Newbold, la anciana prosiguió-: Me imagino que ya estará repuesta de la muerte de la señorita Newbold. La querida Hetty, si no cambiaba su testamento, siempre le añadía cláusulas nuevas. Supongo que las cosas quedaron como debían quedar, ¿verdad?

– Estoy segura de que sí -sonrió Farran, con la sensación de que la noche no podía empeorar más.

– ¡A callar! -rugió Nona Irvine mirándolas a ambas-. Miren lo que me hicieron hacer… yo misma deshice mi propio truco.

Farran se fue a acostar esa noche azorada de que una cena que empezó tan bien, se hubiera deteriorado tanto al final. Los fracasos del juego de cartas seguían siendo criticados por las invitadas mientras que éstas se despedían.

Se levantó tarde el sábado por la mañana y supo que fue un error irse a dormir dejando los platos sucios en la cocina. La cocina parecía haber sufrido un bombazo. Pero, para ser sincera, se sintió tan agotada la noche anterior que no le causó nada de culpa dejar la cocina hecha un desastre.

Después de bañarse, Farran se puso unos pantalones y un suéter y bajó por la escalera. Descubrió que no sólo la cocina estaba hecha un desastre sino también la sala de estar.

La señorita Irvine bajó eventualmente y no estaba de muy buen humor.

– Iré a prepararle el desayuno -le dijo Farran e intentó hallar espacio en la cocina, antes de que Nona Irvine pudiera hacerle su recordatorio acostumbrado de que no quería que su potaje tuviera nada de grumos.

Farran no desayunó nada y decidió que primero debía limpiar la sala de estar, para que la señorita Irvine estuviera cómoda después del desayuno. Se apresuró como nunca para guardar cartas y colocar las sillas en sus lugares adecuados. Barrió la alfombra y media hora después el cuarto tenía su aspecto acostumbrado cuando Nona Irvine entró en él con paso majestuoso.

– Nunca serás una buena jugadora de bridge -rezongó al pasar.

Como pensaba que todo lo que hacían los jugadores de cartas era molestarse unos a otros por lo mal que jugaban, Farran no hizo caso al comentario y fue a la cocina a limpiarla.

Decidió que la señorita Irvine podría mantenerse ocupada leyendo el periódico y tratando de resolver el crucigrama, durante la hora siguiente. Entrojen la cocina y, al ver el desastre, pensó: "¡Diablos! ¿Qué demonios hago aquí?"

Como sabía muy bien qué hacía allí, Farran se rebeló durante un momento y no vio por qué no podría tomarse una taza de café antes de lavar sartenes, platos, platitos y cada pieza de la vajilla de porcelana con la que la señorita Irvine decoró la mesa, la noche anterior.

Acababa de meter las manos en el agua caliente y jabonosa cuando oyó que el timbre sonaba. Se secó las manos y fue a ver quién era.

– Sabía que no debería haberme despertado esta mañana -gruñó y abrió la puerta. Frente a ella se hallaba Stallard Beauchamp, quien la miraba con desdén. Él era lo único que le faltaba-. La señorita Irvine está en la sala de estar -comentó con acidez y dejó que cerrara la puerta mientras ella volvía a la cocina.

Para sorpresa y molestia de Farran, se percató de que él la siguió a la cocina.

Cuando Stallard vio que cada lugar disponible estaba cubierto por la sucia vajilla de porcelana, sus ojos reflejaron incredulidad.

– ¡Vaya! -exclamó al ver la pila de platos sucios en el secadero-. Al parecer, no has lavado nada en una semana.

Farran no estaba de humor para explicarle lo que pasó, y menos ahora que la miraba de modo acusatorio y reprobatorio.

– Sin nada de ayuda, lo que es imposible lleva más tiempo -replicó con enojo.

– Maldición, mujer -rugió Stallard-. Nona tiene ochenta años.

Farran no se refirió a la señorita Irvine, sino a la señora Lunn, la mujer de la limpieza a quien la señorita Irvine despidió y quien, de ser las cosas distintas, quizá habría ido a ayudarla a lavar. Sin embargo, no estaba de humor para explicarle el mal entendido. Pasó una semana desde que vio a Stallard Beauchamp, y al verlo de nuevo, la invadió otra vez el ansia física de desahogarse con él.

De pronto, Farran se percató de que todavía sostenía la toalla con la que se secó las manos. Sin pensarlo dos veces, se la lanzó a Stallard con furia.

– Puesto que te importa tanto la limpieza de una casa -explotó al dirigirse hacia la puerta de la cocina-. Tú lava.

– Así es como piensas ganarte tu herencia, ¿verdad? -gruñó antes de que la chica pudiera salir de la cocina.

– Vete al demonio -exclamó Farran y salió corriendo, sin importarle la herencia, ni otra cosa, un comino.

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