Capítulo 6

El domingo fue un día frío que estuvo de acuerdo con el humor de Farran. La chica suspiró al levantarse de la cama. Estaba a punto de bañarse, cuando se le ocurrió que quizá el motivo de su depresión era que no pudo intercambiar palabras amables con Stallard antes de que éste se marchara hacia Londres.

Farran reprimió el raro deseo de que Stallard Beauchamp no hubiera regresado ayer a Londres, y se concentró en sus gárgaras. Quizá el convivir con la señorita Irvine la estaba desequilibrando, se dijo con humor.

Para alegrarla, Georgia la llamó por teléfono después del desayuno, para disculparse por no haber podido charlar con ella el día anterior.

– No esperaba que lo hicieras -sonrió Farran-. Sólo hablé para saludarte. ¿Cómo van las alteraciones de la verdulería?

– Si no fuera por ese amor de arquitecto, ya me habría suicidado -exclamó Georgia.

– Dijiste que trabajarías con él para realizarlas -recordó Farran.

– Él… se… está interesando mucho por lo que hago -comentó Georgia, pero parecía dudar y no estar tan segura de sí misma como acostumbraba, Farran intuyó que quizá estaba enamorada del arquitecto.

– ¿Todavía… sales con él? -preguntó al recordar la cita anterior con el hombre. ¿Cómo se llamaba?… Sí, Idris Vaughan.

– Sí -era claro que prefería no hablar del asunto y cambió de tema-. Hablando de vida social, ¿qué haces allá para divertirte?

– Traté de jugar al bridge el viernes. Y Andrew Watson me llamó ayer.

– Vino al salón. ¿Estuvo bien darle tu número?

– Muy bien.

– ¿Y de veras estás bien allá?

– Claro -contestó Farran.

– ¿La querida anciana no es tan desagradable como pensaste?

– De hecho, me empieza a agradar -replicó Farran; después se arrepintió de ese comentario. Apenas colgó, la señorita Irvine salió de la cocina y se quejó mucho de que la había dejado sola limpiando los restos del desayuno.

Desde entonces, hasta el martes, pareció que Farran no pudo hacer nada bien para ella. Además, el martes fue el turno de la señorita Irvine para que el juego de cartas se realizara en su casa, pero ni el juego evitó que hiciera comentarios acres de cuando en cuando.

Para alivio de Farran, la señorita Irvine decidió acostarse temprano. Aun así, fueron las diez y media cuando Farran le subió su vaso de agua, su bolso y varios objetos más a la habitación.

Piensa en Georgia y en el tío Henry, se dijo Farran, al tener que bajar dos veces más por un libro y para cerrar con llave la puerta principal. Fue a revisar la puerta trasera y a apagar las luces. En ese momento sonó el teléfono.

Recordó que Andrew Watson la llamaría esa semana y también que tenía que pedirle a la señorita Irvine algo de tiempo libre, de estar la anciana de mejor humor.

– Bueno -sintió algo raro en el estómago al percatarse de que no llamaba Andrew sino Stallard Beauchamp.

– ¿Cómo está todo? -preguntó con sequedad.

– ¿Cómo esperarías que estuviera? -replicó Farran. Lo último que necesitaba era oírlo de mal humor ese día.

– ¿Cómo van las cosas entre Nona y tú? -rehízo la pregunta.

– No considerarías ponerla en un asilo, ¿verdad?

Hubo una pausa y el tono de voz fue menos duro, como si entendiera que Nona Irvine podría ser muy fastidiosa si se lo proponía.

– ¿Tan mal está la situación?

– No tanto -Farran se avergonzó de inmediato-. ¿Querías hablar con ella?

– En realidad, no -respondió Stallard y, para sorpresa de la chica, colgó. Farran se quedó perpleja, dándose cuenta de que Stallard no habló para charlar con la anciana.

Sonrió, porque entonces eso significaba que habló sólo para comunicarse con ella. Lo cual tal vez significaba que quizá no le desagradaba tanto como ella creyó. Apagó la luz y se fue a dormir.

Al día siguiente, las cosas mejoraron pues la señorita Irvine parecía estar de mejor humor.

Estuvieron tan bien que Farran le contó acerca de la llamada de Andrew del sábado pasado.

– ¿Es tu novio? -inquirió la señorita Irvine.

– No -replicó Farran-. Fuimos a la escuela juntos y como vivíamos muy cerca nos hicimos amigos. Como por ahora no trabaja, creo que podría venir cualquier día a Monkton -ya antes había mencionado que a Andrew le gustaría mucho verla.

– ¿Y te gustaría a ti verlo? -la señorita Irvine fue cordial.

– Creo que sí -sonrió la chica… y apenas dio crédito a lo que oyó.

– ¿Por qué no lo invitas a comer? -sugirió la anciana con amabilidad.

– Yo… -gimió Farran. Andrew no había pensado en comer con ella y con la octogenaria señorita Irvine, al decir que le gustaría ver a Farran. Pero la chica no quiso alterar el buen humor de la señora, así que recobró el habla-. ¿A usted no le importaría?

– En lo absoluto. Me encanta la compañía -sonrió la anciana-. ¿Te llamó tu amigo Andrew ayer por la noche? Creí oír el timbre justo después de ir a acostarme.

– Así es -asintió Farran-, pero no se trataba de Andrew, sino de Stallard…

– ¿Stallard? -interrumpió la anciana. Era claro que estaba triste por no haber hablado con él; sin embargo no mostró aspereza en la voz-. Deberías haberme llamado. Me habría puesto una bata para bajar.

– Lo siento.

– No importa. ¿Dejó algún mensaje?

– No habló mucho tiempo… sólo quería preguntar por usted -Farran pensó que era preferible contarle una mentira blanca y no que Stallard preguntó cómo iban las cosas entre ella y la señorita Irvine. No la sorprendió la sonrisa de la señora, pero sí su comentario-: Es un hombre muy amable, muy parecido a su querido padre.

Impresionada por el tono amable, casi reverente, de la voz de la anciana, Farran lo comparó con el odio y la rudeza de la señorita Irvine cuando ésta se refirió a la madre de Stallard al decir: "Esa mujer nunca fue amiga mía".

– ¿Usted… es amiga del padre de Stallard? -Farran sintió que no era una pregunta impertinente. La respuesta la impresionó.

– Murdoch Beauchamp murió -suspiró y añadió con ternura-. Él y yo éramos más que amigos -implicaba que estuvo enamorada del padre de Stallard.

Antes de que la joven lograra captar que quizá fueron amantes, el teléfono sonó. La señorita Irvine fue a contestar.

– Es para ti -le dijo a Farran y suspiró con voz baja-: Es tu amigo Andrew. Invítalo a comer.

– Tengo todo el día de mañana a tu disposición -anunció Andrew.

– Ven a comer -Farran le susurró a la anfitriona, que esperaba a un lado-: Vendrá mañana, señorita Irvine. ¿Es eso conveniente para usted?

– Perfecto -declaró la anciana-. Iremos de compras -se dirigió a ponerse el sombrero y el abrigo, pero hizo una pausa-. A propósito, llámame Nona… "Señorita Irvine" me hace sentir vieja.

Fue bueno ver de nuevo a Andrew. Era una persona muy agradable y natural. Como la señorita Irvine mantuvo el mismo buen humor del día anterior, la comida fue excelente.

– Debes venir a visitarnos de nuevo, Andrew -comentó Nona Irvine cuando éste se despedía de la anciana y de Farran.

– Gracias, sería agradable repetir esto -aceptó él y se alejó en su auto.

Pero el hecho de que Nona Irvine no se había transformado en un manso corderillo fue evidente cuando, el viernes, Farran la sacó a dar una vuelta en el auto. Después de media hora, ya estaba harta. El paseo duró una hora y el respeto de la chica por Stallard aumentó mucho. Él había dado un paseo a Nona el sábado anterior… y eso duró dos horas.

De regreso en casa, Farran preparó café y mientras lo tomaba en la sala de estar junto con Nona, el timbre de la casa sonó.

– No hay paz para los malvados -comentó Nona con sequedad y, mientras iba a abrir, Farran se preguntó si de nuevo evidenciaba su sentido del humor. ¿Acaso estaba consciente de cómo destruyó la paz de la chica en el paseo?

Farran sonrió ante el sentido del humor raro de Nona. Seguía sonriendo cuando abrió la puerta para ver al doctor Richards.

– ¡Qué buena bienvenida! -saludó él.

– Pase -invitó la chica-. La señorita Irvine está en la sala de estar.

– ¿Quién dijo que vengo a ver a la señorita Irvine? -sonrió con descaro.

– No soy yo su paciente, doctor Richards -Farran intentó aparentar estar molesta.

– Qué bueno, Farran; de lo contrario tendría que pensarlo dos veces antes de llevarte a cenar esta noche.

Farran se dirigió a la sala de estar y, sin importarle qué pensara el médico, anunció:

– Aquí está el doctor Richards.

– Usted no era tan atento conmigo antes de que viniera Farran -comentó Nona de inmediato al verlos entrar.

– ¿Cómo puede decir eso? -rió él junto con Nona.

Después, cuando Farran despidió a Tad Richards, se había negado a cenar con él, pero aceptó llamarlo Tad. El resto del día transcurrió con tranquilidad. Nona se fue a dormir a las diez y media y Farran la acompañó para llevarle sus cosas. Volvió a bajar para asegurarse de que las puertas estuvieran bien cerradas. Al acostarse, se sintió rara, como si estuviera incómoda consigo misma y tensa al mismo tiempo.

Sin embargo, cuando Farran despertó el sábado logró saber el motivo de su incomodidad y tensión. ¡Estuvo esperando que Stallard Beauchamp fuera a visitarlas ayer!

Mientras se vestía, Farran intentó saber por qué la molestaba no saber si él las visitaría ese día o no.

Después de la visita del sábado pasado debería estar muy contenta si no volvía a verlo nunca más. Como ahora Nona estaba de mejor humor esos días, ¿acaso sería porque Farran extrañaba tener a alguien con quien discutir y reñir? Se percató de que en realidad nunca había discutido con Nona, así que no veía por qué debía de extrañar una discusión con ella o con Stallard.

Decidió que en general era una persona que amaba la paz y de pronto se le ocurrió que en su relación con Russell Ottley había sido una persona más plácida que pacífica. De pronto, de la nada, cayó en la cuenta de que, a pesar de haber salido de Hong Kong, desesperada, ¡hacía días enteros que no pensaba en Russell Ottley en absoluto! Se percató de que hacía un mes que su mente era ocupada por otro hombre y que ya no se sentía desdichada como antes.

Bajó a preparar el potaje de Nona, todavía incrédula. Aunque, al pensarlo, estaba segura de que conocer a Stallard Beauchamp y su áspera lengua tan pronto después de regresar a Inglaterra, no tenía nada que ver con el hecho de estar olvidando con tanta rapidez a Russell.

– ¿Vamos a la biblioteca a cambiar mis libros? -preguntó Nona Irvine en el desayuno.

– Claro -asintió la chica.

En la biblioteca, mientras Nona tardaba años en escoger otros libros, Farran comenzó a angustiarse por Stallard Beauchamp. Aunque decidió no pensar más en él miró con frecuencia su reloj. Y cada vez se acercó más la hora en que Stallard llegó el sábado anterior.

– ¡Vas muy rápido! -se quejó Nona cuando regresaban a la casa.

– No mucho -replicó Farran, pero pudo ahorrarse el comentario pues Nona ya le hacía otra observación.

– Cuidado con ese auto.

– Sí, ya lo veo.

– Estás demasiado cerca.

Cuando llegaron a la casa, no estaba el auto de Stallard en la puerta.

Farran preparó café y estuvo segura de que Stallard no tenía la intención de ir a Low Monkton ese fin de semana. Así que se dijo que a ella no le importaba, aun cuando a Nona le hubiera agradado verlo.

Farran dejó a Nona con sus libros y empezó a preparar la comida. De nuevo se sintió incómoda al preparar la ensalada. Quizá debí aceptar la invitación de Tad Richards, pensó. No le interesaba el médico, pero quizá salir con él reduciría el tedio de su exilio de tres meses.

Nona insistió por una vez en ayudar a secar los platos y Farran se avergonzó un poco por considerarla como la fuente de su tedio. Después, Nona volvió a su novela policiaca.

Como pensó que pronto dormiría una siesta, Farran se quedó en la cocina para no molestarla. Pensó en la armonía con la que Stallard y ella lavaron los platos el sábado pasado… ¡Maldita sea!, se dijo con enojo al percatarse de que una vez más pensaba en él. ¡Como si le importara! ¡No le importaba! No le importaba si nunca volvía a tomarse la molestia de visitar a una pobre anciana, dulce… En ese punto, Farran se detuvo. Nona Irvine era una anciana, pero no podría ser descrita como pobre ni dulce. Eso causó que Farran pensara que también el resto de sus pensamientos no era verdadero.

Decidió que tan sólo tenía un mal día. Para ser franca, no le importaba un comino si no volvía a ver a Stallard Beauchamp en su vida.

Así que la sorprendió mucho el que su corazón se acelerara el ver el conocido auto detenerse afuera. Vio la alta figura decidida de Stallard bajar del auto.

– ¡Qué bien! -exclamó Nona-. Iré a recibirlo, mientras tú preparas el té.

Farran preparó la bandeja y la tetera y oyó el murmullo de voces. Esperó a que él agua hirviera y de pronto la invadió cierta timidez de volver a verlo. Eso era raro, pues no era una chica tímida. Justo cuando se disponía a llevar la bandeja y se dijo que se dejara de ridiculeces, perdió el aliento al ver entrar a Stallard en la cocina.

– Hola -lo saludó con voz baja, de nuevo tímida.

– ¿Cómo está tu mundo? -inquirió con una sonrisa a medias que le agradó mucho a Farran.

– No me puedo quejar -devolvió la media sonrisa-. ¿Cómo está tu mundo? -preguntó a su vez con una sonrisa total. Vio cómo él le miraba la boca antes de fijar la vista en sus ojos.

– No necesita mejorías -murmuró y la hizo perder el aliento porque, aun cuando Farran no estaba del todo segura, tuvo la impresión de que no se refería a "su mundo" sino… a ella. Pero Stallard destruyó la ilusión al añadir-: ¿Está lista la bandeja?

– Puedo llevarla -pero supo que perdía el tiempo, pues Stallard ya la tomaba en sus manos.

– Pasa primero -instruyó.

Farran pasó primero y Nona sirvió el té con galletas. Farran los oyó entablar conversación y eso le dio tiempo para recobrar la compostura.

¿Qué rayos le pasaba para inquietarse tanto al verlo frente a ella? No había duda de que él no le agradaba; la mayoría de las veces se portaba como un cerdo con ella. Entonces, ¿por qué debía gustarle él?

Farran recordó a Russell Ottley y lo tonta que se portó con él. Decidió que no repetiría la experiencia… sobre todo con un hombre que tenía reputación de mujeriego. Por lo menos, de acuerdo con Georgia y con los rumores, Stallard Beauchamp era un hombre a quien le agradaban las mujeres bonitas.

– Lo siento -se disculpó al darse cuenta de que Nona la llamaba-. Me temo que…

– No te hablaba a ti, sino de ti -sonrió Nona-. Le he pedido a Stallard que se quede y le he recordado lo mucho que trabajaste el sábado pasado, mientras paseábamos nosotros, para tenerle el cuarto listo.

Farran no sabía que Nona se hubiera percatado de ese detalle, pero decidió que Stallard no la atraía y que no le importaba si se quedaba allí ese fin de semana.

– Bueno, está bien que de cuando en cuando se limpie esa habitación -fue un comentario nada comprometedor.

– ¿Preferirías que no me quedara? -inquirió Stallard de modo directo, pero sin parecer dispuesto a hacer nada que no le gusta hacer.

– ¿Cómo podría no querer que te quedaras? -sonrió Farran y dejó que él averiguara si era un comentario sarcástico o si ella, de todos modos, no tenía voz ni voto en una casa que no le pertenecía.

– Cierto, ¿cómo? -Farran se percató de que interpretó su pregunta como un reto. Stallard la ignoró, para preguntar-: ¿Qué cuarto es el mío, Nona?

Nona se lo dijo, encantada, y Stallard le pidió que no hiciera ningún alboroto y que él podría arreglárselas solo.

– Eres mandón, igual que tu padre -señaló Nona-. ¿Qué quieres de cenar? Farran es una cocinera de primera.

– Estoy seguro de ello -aunque habló con naturalidad, pareció que no lo creía en absoluto-. Pero estoy seguro de que ella también merece una noche de descanso. Cenaremos fuera -eso hizo que Farran estuviera segura de que por nada del mundo quería probar su comida, lo cual fue como una doble agresión.

– ¿También Farran? -Nona sorprendió a la chica al hacer la pregunta.

– Yo… -intentó decir que podía comer cualquier cosa en casa.

– Claro, Farran también -interrumpió Stallard-. Es inconcebible que cenemos sin ella -¡cerdo sarcástico!, pensó la chica para sus adentros antes de que él prosiguiera-: Bueno, como necesito una camisa nueva, ¿quieres acompañarme a escoger una, Nona?

Cuando se fueron, Farran tuvo que reconocer que Stallard podía ser muy encantador cuando quería. Era obvio que no necesitaba ningún tipo de ayuda para elegir una camisa, pero Nona quedó fascinada al pensar que él valoraba mucho su opinión.

"Que se los lleve el diablo", pensó la chica al subir por la escalera. Se lavó el pelo y lo cepilló hasta hacer brillar mucho las ondas color castaño oscuro. Decidió que se pondría un traje de dos piezas color crema con una blusa de seda roja.

Todavía estaba en su cuarto cuando oyó que Stallard y Nona regresaban. Pero, en un impulso rebelde, se quedó en su habitación. Sin embargo, al oír que Nona subía con lentitud por la escalera y que entraba en su habitación, recordó que la anciana tenía artritis y le remordió la conciencia. Así que Farran fue a su cuarto para ver si Nona necesitaba ayuda.

– ¡Que bonita estás! -exclamó Nona y le aseguró que podía arreglárselas sola. Farran volvió a su propio dormitorio y se miró en el espejo. Era cierto que su cabello brillaba, pero no estaba maquillad y su blusa tampoco era nueva. De todos modos, el halago inesperado y poco frecuente de Nona la alegró un poco.

La cena no fue un éxito esa noche, desde el punto de vista de Farran. Fueron a un excelente hotel y la comida estuvo muy buena, pero Farran sintió que crecía una enemistad entre ella y Stallard.

Hacía mucho que se dio por vencida para tratar de entender cómo se deterioraron las cosas desde que se saludaron en la cocina, y se dijo a sí misma que no le importaba que Stallard le hablara con más sarcasmo que amabilidad.

Cuando salieron de la casa para ir al restaurante, aunque quiso ser puntual, Stallard y Nona la esperaban y al pie de la escalera. Farran vio que Stallard recorría su silueta con la mirada y lo oyó comentar: "El color rojo te sienta", pero salió de la casa antes de que Farran pudiera contestarle algo. La joven no tenía dudas acerca de lo quiso implicar esa vez. Lejos de decirle que el rojo le quedaba bien, estaba insinuando, gracias a que ella antes le confesó su infortunado amor por un hombre casado, que el rojo, de costumbre asociado con la inmoralidad, le sentaba bien a ella.

¡Cerdo!, se enfureció la chica, pero gracias a su buena educación no riñó con él y pudo participar de cuando en cuando en la charla durante la cena.

Sin embargo, debido al desagrado mutuo entre ella y Stallard, terminaron el primer y segundo platillos sin decirse nada uno a otro. Al llegar el postre, Farran sintió la necesidad de comentar algo, no obstante, pidió pastel de manzana; Stallard, queso y galletas, y Nona un pastel de merengue de limón.

– ¡Qué rico está esto! -exclamó la anciana al tomar un segundo bocado. De pronto mostró una sensibilidad de la que Farran no la habría creído capaz-. Claro, el que tú hiciste cuando vino a comer ese muchacho estuvo tan…

– ¿De qué muchacho se trata?-interrumpió Stallard.

– De Andrew -contestó Nona-. Me pareció una persona amable. Por una vez, pareció que a Stallard no le interesaba lo que Nona pensara. Miró a Farran con frialdad y preguntó:

– ¿Quién lo invitó?

Farran casi perdió la paciencia y sus buenos modales, pero logró tenerse.

– No tienes alguna objeción, ¿verdad? -pero no tuvo que hacer ningún comentario sarcástico o irritante, pues Nona se le adelantó.

– Yo invité a Andrew -declaró-. Creí que sería algo agradable para Farran.

Esta le sonrió de modo triunfal a Stallard y esperó que dijera algo. Sin embargo, se llevó una sorpresa al oírlo cambiar de tema, como si el asunto no le interesara.

– ¿Ya encontraste a una nueva señora que ayude con la limpieza?

– En… eso estoy -contestó Farran y comió su pastel de manzana.

Se alegró de llegar a casa y acompañó a Nona a su habitación. Bajó a cerrar con llave, pero una voz la detuvo.

– Yo cerraré -gruñó Stallard a su espalda. La chica se volvió y lo vio parado en el umbral de la sala de estar.

– Siempre y cuando no pienses que desatiendo mis deberes -comentó con acidez antes de ir a acostarse.

El desagrado mutuo prosiguió la mañana siguiente. Cuando Farran le preguntó si se quedaría a comer, Stallard le dijo que podía dejar de cruzar los dedos, puesto que no comería allí. Farran deseó golpearlo y se alegró de que llevara a Nona a dar un paseó en auto. Cuando volvieron, hacia el mediodía, Farran acompañó a Nona a la sala de estar.

– Stallard ya se va -comentó la anciana, pero, justo en ese momento, su ojo derecho empezó a llorarle. Como no tenía pañuelo, Farran se ofreció a ir por uno, pues ya sabía donde los guardaba Nona. Subió con rapidez al cuarto de la señora, sacó un pañuelo del cajón de la cómoda y, al salir corriendo de la habitación, chocó contra el cuerpo musculoso y alto de Stallard, quien se dirigía a su propio cuarto.

– ¿Por qué demonios no ves por dónde caminas? -rugió al tomarla de los brazos para evitar que Farran cayera.

– ¿Por qué demonios no…? -empezó a protestar la joven, pero al sentir sus manos en los brazos, olvidó por completo lo que quería espetarle-. ¿Por… qué… no…? -intentó decirlo de nuevo, pero su furia desapareció y de pronto perdió el aliento otra vez… y eso no tenía nada que ver con el choque recibido.

Entre sueños, pensó que algo también transformaba a Stallard. Su expresión ya no era de dureza y le preguntó con suavidad:

– ¿Por qué no… qué, Farran? -entonces, mientras la atraía hacia sí, ya no hubo necesidad de palabras. De pronto estuvieron uno en brazos del otro. Con un ansia desesperada se besaron con furia y pasión.

Farran nunca experimentó una sensación como la que la inundó al sentir la boca cálida y exploradora de Stallard sobre la suya. Al separarse, sólo logró mirarlo con perplejidad.

Al ver los cálidos ojos grises, no supo qué era lo que los suyos reflejaron. De lo único que estuvo segura fue de alegrarse de que Stallard no necesitara alientos para besarla de nuevo.

Farran sintió más placer cuando Stallard, necesitando más que un beso, empezó a acariciarle los hombros y la espalda. La apretó más y ella se acercó a su cuerpo. Siguió besándola y Farran tuvo la sensación de que se movían, pero, como estaba en trance, sólo le importaba sentir la boca de él sobre la suya. Sin embargo, recibió una impresión algo fuerte cuando Stallard empezó a besarle el cuello y Farran abrió los ojos… ¡para descubrir que estaban en la habitación de Stallard!

– Stallard -murmuró con voz ronca cuando él le besó el cuello, apartando un poco el suéter.

– Farran -contestó, y esta vez se acercaron más a la cama.

La campana de advertencia se apagó en el cerebro de Farran cuando Stallard la besó de nuevo y le acarició un seno con la mano.

Al sentir la cama detrás de sus piernas, de pronto Farran tuvo un pensamiento lúcido al que se aferró para no perder el control: en ese momento, apretó la mano y se dio cuenta de que tenía allí el pañuelo de Nona. En ese instante, actuó. Estaba demasiado confundida para saber si era el miedo de que Nona, desesperada por encontrar un pañuelo, subiera para hallarlos juntos, o si el motivo fue el último resabio de fuerza de voluntad que le quedaba. Tampoco pudo saber si se alegraba de separarse de Stallard o si se entristecía al hacerlo. De cualquier forma, lo empujó y Stallard se tensó de pronto, la miró a los ojos y dejó caer los brazos.

No sabía si su confusión era obvia para él. Pero Stallard siguió mirándola a los ojos cuando retrocedió un paso y exclamó:

– ¡Dios! -habló como si no pudiera creerlo, y como si de todos modos sintiera que era cierto-. ¿Tú… no… nunca…?

Farran tragó saliva al percatarse de lo que quería decir.

– Nun… nunca -replicó con voz temblorosa y trató de sonreír-. Me estoy reservando.

Stallard no le devolvió la sonrisa y retrocedió un poco más. Pareció recobrarse de la sorpresa causada por la virginidad de Farran y comentó con suavidad:

– Espero que el hombre afortunado con quien te cases, sepa apreciarlo.

Farran volvió a tragar saliva y huyó del cuarto.

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