LA duquesa detestó desde el primer momento el peinado de Karina. Había llegado de su corto viaje y se había encontrado con que madame Batalli había partido en un largo viaje y que una intrusa estaba en su lugar. Sabía exactamente a quien culpar.
– Jack Santini se tiene que ir de aquí -dijo la mujer-. He sospechado de él desde el primer momento. No deberíamos haberlo contratado. Quiero que lo despidan de inmediato. Karina respondió sin dudar y con autoridad. -No -la palabra resonó con fuerza en la habitación. Tim Blodnick, que también estaba presente, alzó la cabeza desconcertado-. No quiero que se lo despida. Está haciendo un trabajo estupendo y exijo que se quedé.
La duquesa recuperó la compostura rápidamente.
– Mi querida sobrina, no sabes lo que dices. Los mayores somos los que debemos decidir. Solo pensamos en tu bien.
Karina negó con la cabeza.
– Lo siento, tía, pero no voy a admitir tu opinión en este caso. Soy mayor de edad y puedo tomar mis propias decisiones. Jack Santini se queda.
La duquesa protestó unos instantes, pero su tono no fue en absoluto convincente. La rebeldía de Karina la había sorprendido. No obstante, era algo que sabía llegaría a ocurrir algún día. Karina era la princesa y su palabra tenía más autoridad que la de ella. Solo era cuestión de tiempo que se diera cuenta de ello.
Sin duda, aquello dejaba patente también que Jack Santini significaba para Karina más de lo que ella misma habría llegado a pensar.
De algún modo, la velada fue similar a la de la semana anterior. Había un nuevo grupo de caracteres pero las circunstancias fueron similares y la conversación casi idéntica.
Durante la cena, Karina se encargó de que le sirvieran a Jack uno de los rollos que había hecho ella. Esperó atenta a que él levantara el pulgar en señal de aprobación y sonrió orgullosa.
El grupo de aspirantes de aquella noche era mayor y más aburrido que el de la fiesta anterior, lo que restó emoción a la velada.
Decepcionada, no hacía sino pensar en lo joven que era y en su necesidad de vivir un poco más antes de enterrarse en vida.
Lo que necesitaba era un hombre como…
No, no iba a decirlo, ni siquiera a sí misma. Pero su mirada la traicionó dirigiéndose hacia Jack. Estaba de pie en el otro extremo de la habitación, hablando con su tío, como solía hacer. Él levantó la vista y le regaló un casi imperceptible guiño que la encandiló. Era un hombre tan hermoso como una estatua de Miguel Ángel. Al mirarlo la embargaba una dulce y cálida sensación que llenaba el alma.
«Estoy enamorada», se dijo a sí misma con el consiguiente desconcierto.
No, no podía estarlo, no podía permitirse algo así.
Pero, lo quisiera o no, tenía que reconocer la realidad. Estaba enamorada de aquel hombre que agitaba su cuerpo y sus pensamientos y que vivía solo para protegerla.
Aquella misma tarde le había dicho que no se enamoraría de él. Pero ¿qué otra cosa podría haberle dicho? Si le contaba la verdad, se preocuparía. Porque estaba claro como el agua que ella acabaría cumpliendo con su obligación y casándose por deber. Enamorarse no iba a cambiar nada.
La fiesta le resultó larga y aburrida y prestó poca atención a los invitados. Su tía se percató rápidamente de lo que estaba ocurriendo. Pero, por primera vez, a Karina le dio igual. Era como si hubiera descubierto una nueva parte de sí misma, un nuevo mundo de posibilidades, y quería explorarlo.
Jack captó su mirada justo después de acabar la cena. Era curioso el modo en que podía leer su pensamiento algunas veces. Karina pensaba que estaba enamorada de él. Aquello se había estado germinando desde hacía algún tiempo y él temía el momento en que se hiciera patente. Y lo peor era que aquel amor era mutuo. Nunca antes había sentido nada parecido por ninguna mujer. Se preocupaba por ella y pensaba que su felicidad era más importante que nada.
Aquella noche, Karina lo sorprendió con otra visita a su apartamento. Se presentó ante su puerta con los perros a su lado.
– Te presento a Marcus y a Octavio -le dijo ella, al ver la sorpresa en el rostro de Jack-. Son grandes amigos míos desde que eran cachorros.
Él no pudo evitar sonreír.
– No lo sabía.
– Pues ahora lo sabes -respondió ella con otra sonrisa-. Pero supongo que no importa. Al fin y al cabo es a mí a quien tienen que guardar.
– Digamos que verlos lamiéndote los tobillos y con ese aspecto tan manso no dice mucho a favor de ellos. ¡Vamos, chicos, que se supone que sois guerreros!
Ella se rio.
– Déjalos, se quedarán en la puerta velando por mi seguridad.
Él negó con la cabeza.
– De eso nada, porque no vas a entrar.
– Sí, claro que voy a entrar -le dio un ligero empujón y pasó sin que se atreviera a detenerla.
– ¿Cómo has burlado a Greg? -le preguntó mientras la miraba con cierto reparo.
– Diciéndole que venía aquí. Sencillo. La verdad es que me empieza a gustar esto de ser adulta. La princesita está a punto de desaparecer de mi vida.
– Pues a mí me parecía encantadora.
Ella sonrió de un modo que le alteró las pulsaciones.
– Adulta o no-continuó él-, no deberías estar aquí.
– Lo sé. Pero tenía que venir. Quería darte las gracias por haberme enviado a Donna. Creo que nos vamos a hacer buenas amigas -cambió de tono-. Sobre todo quiero agradecerte que te preocupes por mí.
Sus palabras conjuraron un montón de nuevas emociones dentro de él, emociones agradables pero que le provocaban un miedo también desconocido.
– ¿Cómo podría no hacerlo? -dijo él suavemente.
Estaba tan cerca de él, que su perfume lo embriagaba.
– ¡Oh, Jack! -dijo ella-. Ojalá…
– Sí -dijo él, controlando la emoción del momento-. Ojalá.
A Karina se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Vete a la cama, princesa -le rogó él-. Necesitas dormir.
Ella asintió y se secó las mejillas.
– Hasta mañana -dijo ella y se marchó.
Jack cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la pared. Iba a ser otra noche larga, muy larga…
El conde Boris llegó unos días más tarde y la duquesa recibió a su hermano pequeño con todos los honores.
La primera impresión que tuvo Karina de él fue buena. Era un hombre alto, guapo, rubio, la típica estampa del noble nabotavio. Era amigable y atento y Karina se sentía bien con él
– ¿Qué piensas del conde Boris? -le preguntó a Jack aquella noche en un encuentro casual.
Él la miró fijamente unos segundos y luego se encogió de hombros.
– Es el protagonista de todo este plan.
Ella parpadeó sorprendida por su tono cínico.
– ¿Qué quieres decir?
– Que es muy obvio que tu tía lo ha preparado todo para que sea el elegido.
– ¿Insinúas que quiere que me case con el conde Boris? ¡no creo! – Karina frunció el ceño-. ¿Para qué, entonces, habría organizado las fiestas con todos esos hombres?
– Para cubrir las apariencias.
Ella negó con la cabeza.
– Como siempre, sospechando de todos.
Él se encogió de hombros.
– Quizá. ¿Cuántos años tiene ese conde?
– Treinta y cinco. No es mayor -dijo ella-. ¿Por qué? ¿Es que piensas que me van a juntar con un viejo?
– Se me había ocurrido pensarlo, sí.
Ella se rio a carcajadas.
– ¡Antes me escaparía! -dijo impulsivamente.
– No me digas. ¿Y adonde te irías?
Ella suspiró.
– Como no sé nada sobre el mundo, tendrías que ayudarme.
El problema era que la idea le sonaba demasiado atractiva a Jack. Tenía la certeza de que todo estaba arreglado para que Karina se casara con aquel conde. El tipo parecía estar bien, pero no le gustaba el enredo, el modo de llevar a Karina al redil. No le habría importado echarle una mano para huir de allí.
Sabía, no obstante, que aquella clase de pensamiento era absurdo. El futuro de Karina le pertenecía a ella y nada más que a ella. No era asunto suyo lo que decidiera hacer con su vida. Había sido adoctrinada para cumplir con una serie de obligaciones y él no era quién para intervenir. Además, hacer algo tan descabellado como eso no haría sino agravar definitivamente su situación y garantizarle la expulsión del cuerpo de policía.
A pesar de todo, le importaba y mucho la felicidad de Karina. No podía negarlo. Simplemente no sabía cómo ayudarla.
La idea de que acabara casándose con aquel hombre lo hería. Claro que aún lo heriría más que ella acabara enamorándose del conde.
No entendía de dónde procedían aquellos celos. Nunca antes los había sentido. Tampoco nunca le había importado nadie de verdad. ¿Por qué en aquella ocasión tenía que ser diferente? Karina no era suya ni nunca podría serlo. A pesar de todo, sentía que se pertenecían el uno al otro.
La verdad era que aquel trabajo lo estaba llevando a confundir lo personal y lo profesional.
Quizá había llegado la hora de marcharse de allí, de buscar otro empleo.
¡Ojalá el juicio llegara pronto y pudiera solucionar su vida!
Mientras tanto, solo le quedaba admitir que Karina se casaría con alguien antes del final del verano, y no sería con él.
Durante las siguientes semanas las cenas, fiestas y meriendas se sucedieron una tras otra, con numerosos pretendientes que asistían esperanzados.
Al principio resultó divertido, pero poco a poco se fue haciendo agotador.
De todos los hombres que la cortejaban el único a considerar era el conde Boris. No obstante, no producía en ella la misma excitación que provocaba Jack.
Entretanto, seguía aprendiendo a cocinar y continuaba con la biografía de su madre, dedicando las dos últimas horas del día exclusivamente a esa tarea. Recopilaba datos que luego introducía en el ordenador. Sabía que la tarea le llevaría años, pero aquel verano habría de ser particularmente fructífero.
Su verdadero entretenimiento consistía en escaparse con Jack por las mañanas para que la llevara a diversas bibliotecas. Encargaba que les dejaran preparado un almuerzo el día anterior y salían a primera hora de la mañana, para evitar que su tía la detuviera con alguna excusa.
No hablaban mucho durante el trayecto en coche. Pero, en cuanto llegaban a su destino, pedía al señor Barbera que se marchara y no volviera hasta pasadas tres horas. Una la dedicaba a buscar documentación y dos a pasear tranquilamente con Jack por el parque.
Jack disfrutaba también de aquellas escapadas, aunque, a la larga, resultaban más una agonía que un éxtasis. La relación iba haciéndose cada vez más profunda y compleja.
El modo en que sus cuerpos reaccionaban cuando estaban cerca lo instaba a ir cada vez un poco más lejos y tenía que luchar desesperadamente por no cometer ninguna tontería y acabar besándola.
Hablaban de todo con total compenetración y Jack tuvo que reconocer que nunca se había sentido tan próximo a nadie.
Solo necesitaba hablar con ella para que esa cercanía se hiciera patente.
También deseaba su cuerpo, con una fuerza a veces difícil de controlar. Pero sabía que tenía que poner freno a sus impulsos. Dejarse llevar no haría sino complicar las cosas aún más.
Un día, en el parque, Jack estuvo contándole cómo al regresar de un campamento de verano, se había encontrado con que la familia que lo acogía se había mudado sin decirle nada. Había dormido en la calle durante semanas hasta que los servicios sociales le buscaron otro hogar. Era curioso, pero hacía muchos años que no había pensado en aquello y, desde luego, no se lo había contado a nadie. Por algún motivo, Karina lo incitaba a abrirle su alma.
Generalmente, la conversación siempre acababa volviendo al tema del matrimonio.
– ¿Tu tía y tú ya habas decidido quién va a ser el afortunado? -preguntó él una mañana, mientras estaban tranquilamente sentados bajo un roble-. ¿Va a ser Boris?
Ella se sentó y suspiró.
– No lo sé. Sé que todo el mundo quiere que elija al conde. Pero jamás podré amarlo.
– ¿No?
– No.
Jaek no pudo evitar una profunda satisfacción al oír sus palabras. En el silencio quedaba dicho quién era la persona a la que ella podía amar. Él miró al horizonte, secretamente feliz, pero pronto lo conmovió una esperada melancolía. El verano estaba a punto de terminar. En cuestión de pocas semanas aquella mujer había despertado en él sentimientos desconocidos hasta entonces. Era especial para él y, probablemente, siempre lo sería. «Y, sin embargo, pronto acabaría aquel sueño.
Solo días antes había recibido la notificación de que el juicio tendría lugar el día antes de la última fiesta. Sus respectivos futuros serían decididos casi a la vez.
Él sabría si sería readmitido en el cuerpo de policía y ella quién sería el hombre que, finalmente, la hiciera suya, dejando a Jack de lado.
La melancolía se convirtió en una náusea.
Tenía la sensación de que iba a perder algo muy preciado cuando, en realidad, nunca lo había tenido. No le pertenecía a él, sino al pueblo de Nabotavia. Los dos habían sabido eso desde el principio.
Probablemente, acabaría casándose con el conde Boris y regresando a su tierra.
Mientras tanto, si Jack tenía suerte y recuperaba su trabajo, volvería a su solitario apartamento en Wilshire.
Pero ¿y si no podía volver a la policía, qué sucedería entonces? Había habido momentos en los que había llegado a pensar que ese sería el fin de su vida, que todo perdería sentido. Pero ya sabía que había cosas más importantes. Al conocer a Karina su vida y sus expectativas habían cambiado radicalmente. Le había abierto una ventana a un mundo que ni siquiera sabía que existía. ¿Acaso esa ventana volvería a cerrarse otra vez? Quizá emprendería otro camino después de aquello. Aún no lo sabía. Pero no quería pensar.
Miró a Karina. El sol hacía que sus ojos brillaran con tal intensidad que iluminaban su bello rostro. Le parecía tan encantadora y hermosa que a veces su visión le resultaba dolorosa. Aquello no era normal. No había sentido nada parecido por ninguna mujer antes. Claro que nunca había conocido a nadie como Karina.
– ¿Así que aún no estás convencida de comprometerte con Boris?-preguntó él, incapaz de mantenerse al margen.
Ella negó con la cabeza.
– No me ama.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por el modo en que me mira -sonrió de lado-. Soy como un coche que está pensando en comprar porque puede quedar bien al volante -él se rio y ella Continuó-. Cualquier día empezará a darme patadas en las ruedas, para ver cómo están.
– ¡No voy permitir que nadie te dé patadas en las ruedas a mi chica!
«Mi chica», se oyó a sí mismo decir, y notó que ella se estremecía de placer. Él trató de sonreír, pero le costó.
El verano pasaba demasiado deprisa y, cuando terminara, iban a ocurrir demasiadas cosas.
La tomó en sus brazos y la tuvo así hasta que llegó la hora de marcharse. Le resultó difícil apartarse de ella. Le gustaba su calor, su suavidad, y le producía una agradable sensación de placer.
Una semana antes de la fiesta, dos de los hermanos de Karina fueron a visitarla.
Los preparativos de la llegada revolvieron toda la casa. Las criadas limpiaron y abrillantaron todo con esmero, el cocinero preparó algo especial y exclusivo y el señor Barbera dejó relucientes todos los coches.
El recibimiento de los jóvenes príncipes se hizo con todos los honores, reuniendo al servicio pulcramente ataviado ante la puerta. Los dos atractivos jóvenes hicieron su entrada triunfal en la casa.
Karina se lanzó a sus brazos con entusiasmo, haciendo caso omiso de las formas y el protocolo. Adoraba a sus hermanos.
Los dos eran mayores que ella y habían sido educados en distintas partes del país. Pero el lazo que los unía los mantenía cercanos a pesar de todo.
Pasaron horas hablando formalmente con el duque y la duquesa, hasta que esta se llevó a los dos hermanos a ver los jardines.
Karina, mientras tanto, se encaminó a la cocina a ver cómo iba la comida.
Al cabo de un rato, cuando todos parecían haber cumplido con sus obligaciones sociales, salieron juntos al jardín, riendo y comportándose como niños. Se sentaron a charlar amigablemente, sin que la duquesa estuviera presente para reprenderlos por sus modales.
Después de un rato, su hermano Garth se fue a ver a los perros y Marco se quedó con Karina.
– ¿Qué es lo que he oído de ese tal Jack Santini? -le preguntó muy serio.
Ella se quedó desconcertada por la pregunte y se ruborizó ligeramente.
– Dependiendo de quién te haya hablado de él lo que hayas oído será bueno o malo.
– La duquesa me ha dicho que considera que ese hombre es una mala influencia para ti.
– ¡Una mala influencia! -Karina se rio, tratando de disimular así el temblor de sus manos. Marco era el mayor de los hermanos y la única figura autoritaria que realmente respetaba. Le importaba demasiado lo que pensaba de ella-. Ya conoces a nuestra tía. Siempre exagera las cosas.
– Sé que es cierto. Pero también sé que si ella piensa que hay un problema, puede que lo haya.
– Venga, Marco… -dijo ella y lo miró claramente descompuesta.
– ¿Qué sucede exactamente? ¿Tienes algún tipo de relación con ese hombre?
Ella alzó la barbilla, muy digna.
– Sí, una relación que se conoce con el nombre de «amistad»-respondió-. Sé cuál es mi obligación, hermano, y voy a cumplir con ella.
El principe Marco había sido quien más había inculcado en ella el concepto de «responsabilidad» desde su más tierna infancia. Él era el primero que ponía en práctica sus principios. Su adorada esposa había muerto hacía dos años, dejándolo solo con dos niños. Había optado por contraer matrimonio por segunda vez con una princesa de una facción opuesta para facilitar el retorno de la monarquía. Karina sabía el dolor que había supuesto para él tener que pensar en casarse cuando aún no se había recuperado de la pérdida. Pero Marco siempre pensaba en qué era lo mejor para los demás. Le admiraba por ello y no lo decepcionaría.
– Esta tarde, antes de la fiesta, he convocado una reunión. En ella discutiremos quién es el mejor candidato para desposarte. Ha llegado el momento de que tomemos una decisión. ¿Te atendrás a lo que dispongamos?
– Por supuesto -dijo ella con la cabeza bien alta y las mejillas coloreadas-. Para eso he nacido y he sido educada. Haré lo que se espera de mí. Estoy preparada para desempeñar el papel que me corresponda en la restitución monárquica. Es mi destino.
– Bien. Me alegro de que hayas superado aquella fase de rebeldía adolescente.
Ella lo miró fijamente.
– Marco, hace mucho que dejé de ser una adolescente y me convertí en una mujer.
– Sí, puedo verlo. Eres, además, una mujer muy hermosa -le tomó las manos-. Princesa Karina, sé que nuestros padres estarían muy orgullosos de ti.
– Me alegro de que pienses eso -los ojos se le llenaron repentinamente de lágrimas-. Los echo mucho de menos.
Él la abrazó con fuerza.
– Karina, Karina, vaya vida has tenido que llevar. Lo siento. Siento no haber podido estar a tu lado, no haberte podido ayudar. Pero todo ese sacrificio habrá valido la pena cuando regresemos triunfales a Nabotavia.
– Supongo que tienes razón -dijo ella-. Confío en ti.
Su otro hermano, Garth, era muy diferente. Carecía de la reserva y seriedad del mayor, siendo mucho más impulsivo y vividor. A pesar de que afirmaba estar preparado para regresar a Nabotavia, Karina notaba ciertas reticencias. No le había dicho nada claramente, pero sí captaba las respuesta irónicas con las que aplacaba los excesos románticos que Marco hacía respecto al regreso.
Garth se dio cuenta desde el primer momento qué tipo de ralación había entre Jack y Karina. No obstante, eso no impidió que el príncipe y el guardaespaldas llegaran a trabar una inesperada amistad. Mientras Marco lo trataba con sospecha y mucha reserva, Garth lo consideraba un amigo con el que podía tener una relación de igual a igual. Tanto era así que Karina tuvo incluso que reprenderlo para que dejara que Jack hiciera su trabajo.
Garth no hacía sino alagar la labor del jefe de seguridad.
– Debo decir que estoy impresionado con las medidas que has adoptado. Esto parece un lugar diferente -le dijo un día mirándolo interrogante-. Nos vendría bien tener a alguien como tu en Nabotavia. Vamos a empezar desde cero en todo lo relativo a las fuerzas de seguridad. He estado estudiando las nuevas técnicas y estrategias. Si tienes tiempo, me gustaría comentarlas contigo para ver qué opinas. Karina los observaba, orgullosa de ambos. Le gustaba que su hermano estuviera tan abierto a nuevas ideas y apreciaba enormemente que un miembro de su familia reconociera la valía de Jack.
Garth llegó a proponerle a Jack que considerara la posibilidad de ir a trabajar a Nabotavia para ellos. La idea provocó una inicial excitación en Karina.
Más tarde, le preguntó a Jack sobre ello.
– ¿Has pensado sobre la propuesta de Garth de ocuparte de la seguridad en el castillo de Nabotavia?
Él se volvió hacia ella lentamente y la miró con los ojos cargados de emoción.
– No -dijo simplemente.
No tuvo que aclarar más. Ella supo inmediatamente lo que quería decir. Tenerla a su lado sin poder estar juntos sería una pesadilla. Karina sabía que tenía razón. Por supuesto, la respuesta debía ser «no».
La presencia de sus hermanos hacía que el regreso a Nabotavia resultara mucho más próximo y real. Toda su vida había escuchado lo hermoso que era su país, con aquellas montañas nevadas y bellas cascadas de agua. Su tío le había contado que la capital, Kalavia, había sido como una ciudad de cuento antes de la revolución. ¿Sería aún así?
Esperaba que lo fuera. Y, si no lo era, daba igual. Sus hermanos y ella se encargarían de devolverle su esplendor. Ese era su cometido en la vida.