PRÓLOGO

La herencia de Friarsgate

Cumbria, 1492-1495.


La primera vez que enviudó, Rosamund Bolton tenía seis años. La segunda, no había cumplido los trece y aún era virgen. Comenzaba a desear no serlo, pero la idea de verse libre de marido por el período de luto de un año era muy seductora. Salvo durante tres años, había estado casada toda su vida.

Las cosas tal vez habrían sido diferentes si sus padres y su hermano Edward no hubieran muerto aquel verano lluvioso de 1492, durante la epidemia de peste. Pero todos perecieron, y Rosamund Bolton de pronto se convirtió en la heredera de Friarsgate, una vasta extensión de tierra con grandes rebaños de ovejas y manadas de vacas. Tenía apenas tres años.

Su tío paterno Henry Bolton había ido a Friarsgate con su esposa, Agnes, y su hijo. Si Rosamund hubiera fallecido con su familia, Henry Bolton habría heredado Friarsgate. Pero la niña había sobrevivido. Es más, daba la impresión de ser una pequeña particularmente saludable. Henry era un hombre práctico. No necesitaba ser el señor de Friarsgate para controlarla y, sin duda, lo haría. Sin esperar una dispensa de la Iglesia, casó a su hijo de cinco años, John, con Rosamund. La bula ya llegaría, y al precio adecuado.

Pero dos años después, con la recién llegada dispensa a buen recaudo en la caja fuerte que tenía bajo la cama, Henry Bolton estuvo a punto de perder Friarsgate una vez más. Una enfermedad eruptiva infectó a los dos niños. Rosamund sobrevivió sin inconvenientes. John no. Su esposa no le había dado más hijos vivos a Henry, que ahora la reprendía violentamente por esto. ¿Perderían Friarsgate en manos de algún extraño por su incapacidad de darle otro hijo varón? Desesperado, Henry Bolton buscó el modo de proteger sus intereses sobre la propiedad. Para su alivio, encontró la solución perfecta en la persona de un primo mucho mayor de su esposa, Hugh Cabot.

Durante buena parte de su vida adulta, Hugh Cabot había sido administrador en casa de Robert Lindsay, hermano de Agnes Bolton. Pero, ahora, Lindsay debía encontrarle un lugar en la vida a su segundo hijo, de modo que Hugh perdería el empleo. Esa información había llegado a oídos de Agnes porque su cuñada era una chismosa. Tratando de aplacar la ira de Henry, le contó lo que sabía y recuperó así el favor de su esposo, pues Bolton comprendió la sencilla solución que su esposa acababa de presentarle para su problema.

Mandaron buscar a Hugh Cabot, que habló con Henry Bolton y llegaron a un acuerdo. Hugh desposaría a Rosamund, de seis años, y supervisaría Friarsgate. A cambio, tendría un hogar y viviría cómodamente el resto de sus días. Hugh vio cuál era la intención de Henry Bolton, pero, como no tenía opción, aceptó. No le caía para nada bien su involuntario benefactor, pero tampoco era un tonto de remate, como creyó Henry. Hugh pensó que, si vivía lo suficiente, podría influir a su esposa niña y enseñarle a proteger sus propios intereses contra su avaro tío.

Agnes Bolton quedó embarazada otra vez. A diferencia de sus muchos embarazos anteriores, parecía que este llegaría a buen término, como con John. Henry hizo arreglos inmediatos para regresar a su casa, Otterly Court, que era parte de la dote que su esposa había aportado al matrimonio. Estaba feliz, convencido de que el ser que su esposa llevaba en el vientre era el tan anhelado hijo varón. Cuando Hugh Cabot finalmente muriera, pensaba Henry, casaría a su hijo con Rosamund. La herencia de Friarsgate volvería a su firme puño.

Al fin, Henry y su esposa empacaron y estuvieron listos para partir. Llegó el día de la boda. El novio era alto, y su dolorosa delgadez, combinada con sus cabellos blancos, acentuaba la impresión de fragilidad. Pero Hugh no era débil, como podría advertir cualquier persona que mirara con atención sus brillantes ojos azules debajo de las espesas cejas rubias y canosas. Firmó los papeles de la boda haciendo temblar su mano a propósito. También tenía los hombros caídos y no cruzó su mirada con la de Henry Bolton, aunque este no se dio cuenta. Lo único que le importaba era que Rosamund no fuera arrancada de sus garras por un casamiento con algún extraño. Confiaba en que Friarsgate seguía firmemente bajo su control.

La novia vestía un sencillo vestido ajustado de lana color verde, de talle alto. Llevaba el largo cabello rojizo suelto sobre sus hombros estrechos. Los ojos color ámbar denotaban curiosidad y también cautela. Era delicada, como una pequeña hada, pensó Hugh al tomar su manita en la suya para repetir los votos ante el anciano sacerdote. La niña recitó sus votos con un sonsonete: era obvio que los había aprendido de memoria.

Henry Bolton sonreía satisfecho, casi como relamiéndose, mientras contemplaba el segundo matrimonio de Rosamund. Después, le dijo a Hugh:

– No debes corromperla aunque ahora sea tu esposa. La quiero virgen para su próximo matrimonio.

Por un momento, Hugh sintió una ira oscura que se apoderó de su alma, pero ocultó el desagrado que le inspiraba ese hombre tosco y avaricioso, y dijo con voz queda:

– Es una niña, Henry Bolton. Además, ya estoy viejo para emociones como la pasión.

– Me alegro de oírlo -dijo Henry, jovial-. En general, es una muchachita dócil, pero puedes golpearla si no se comporta como tal. Ese derecho es tuyo, y no te privaré de él.

Y entonces Henry Bolton se fue de Friarsgate, cabalgando sobre las colinas que separaban Otterly Court de la rica propiedad de su sobrina.

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