SEGUNDA PARTE

La dama de Friarsgate

CAPÍTULO 07

Inglaterra 1503-1510


A la mañana siguiente, después de misa, sir Owein Meredith fue a hablar con la condesa de Richmond, cuando ella salía de la capilla, y le dijo, en voz baja:

– Quisiera hablar en privado con usted, señora, sobre un asunto de suma urgencia.

– Lo veré después de que haya desayunado -respondió la Venerable Margarita, sin detenerse, y siguió rumbo a sus departamentos.

Sus ojos se encontraron por un segundo, él se apartó y fue a buscar a Maybel.

– ¿Te explicó tu señora lo que sucedió ayer a la tarde? -le preguntó, al encontrarla-. Tu rapidez impidió una farsa.

– Habría que azotarlo -respondió Maybel, indignada-. No me importa que un día llegue a ser rey de Inglaterra; habría que azotarlo. ¿Qué clase de hombre, joven o no, se dispone a arruinar a una muchacha inocente, señor? Yo sé que sir Hugh, que Dios lo tenga en su gloria, tuvo buenas intenciones cuando confió a mi dulce niña al rey, ¡pero cómo deseo que ya estuviéramos en Friarsgate, a salvo en casa!

– Yo la protegeré lo mejor que pueda. Se me ha concedido una audiencia privada con la condesa después de que haya comido. No le va a gustar enterarse del mal comportamiento de su nieto. Querrá culpar a Rosamund. Yo no lo permitiré. Pero ella entenderá lo difícil de la situación. Voy a sugerirle que, de inmediato, le elija un esposo a Rosamund y que la case antes de que el joven príncipe consiga seducir a la señora de Friarsgate y arruine su reputación. Rosamund es inteligente, pero también es ingenua. Me temo que, en contra de su propio juicio, se siente atraída hacia el príncipe Enrique. Es halagador para una muchacha del campo ser perseguida por un príncipe.

Maybel asintió.

– Dices la verdad, señor, pero hay otra cosa que puede llevar a su caída. Sus jugos le están bajando ya. Es cierto que está madura para un esposo y, si no es para un esposo, para un amante. Es demasiado inocente para entender que no puede evitarlo. Necesita a un buen hombre en la cama, y será mejor que sea un esposo.

Sir Owein asintió.

– Sí -dijo, y la sombra de una sonrisa se le dibujó en los labios-. No temas, Maybel, hablaré con la condesa. Tú quédate con tu señora todo lo que puedas. No la dejes sola.

– Así será, señor.

Justo pasadas las nueve de la mañana, una de las damas de la condesa fue a buscar a Owein Meredith. Lo llevó a un pequeño cuarto con paneles y un hogar en un rincón con un hermoso fuego encendido. Había dos sillas tapizadas y de respaldo alto ante el pequeño hogar y una mesa redonda entre ambas. Margarita Beaufort estaba sentada en una de las sillas, vestida de negro, como siempre, con un tocado en arco que le cubría casi toda la cabellera, blanca como la nieve. Le indicó que se sentara en la otra silla; la criada se retiró y cerró la puerta a sus espaldas.

– Siéntate y dime para qué necesitas una audiencia privada conmigo, Owein Meredith.

El caballero suspiró.

– Pido la indulgencia de Su Alteza, y también su perdón, por lo que voy a contarle, pero no puedo guardar silencio porque mi silencio conduciría a que se malograra a una muchacha inocente y a que alguien a quien usted quiere profundamente sea culpable de un crimen terrible. ¿Me daría permiso para hablar con franqueza, a sabiendas de que no emitiré un juicio sobre este tema? Simplemente deseo evitar una tragedia, estimada señora.

– Nunca has sido hombre de entrometerte en lo que no te incumbe, Owein Meredith, por lo que debo aceptar que lo que tienes que decir es serio. Te concedo mi permiso para hablar. No te haré responsable por tus palabras, sean cuales fueren. Habla.

– Su nieto, el príncipe, ha sido tentado a un acto que lo deshonraría señora. Ha habido apuestas sobre el resultado de ese acto. Charles Brandon ha dado su opinión en contrario, pero igual es fiador de las puestas. Richard Neville ha sido el principal instigador de esta maldad.

– Caramba -dijo la condesa de Richmond, con sequedad-. ¿Por qué no me sorprende que Charles Brandon sea diplomático y los Neville alborotadores? Continúa.

– El príncipe, joven y lleno de los jugos de que están llenos los jóvenes como él, cree que está enamorado de lady Rosamund Bolton de Friarsgate. Ha habido un intercambio de tímidos besos entre ambos en una ocasión. El príncipe quiere más de la muchacha, pero ella es cuidadosa de su reputación y no le dará nada. Neville y los otros han apostado a que el príncipe Enrique no puede seducir a la señora de Friarsgate. Ayer, cuando usted llevó a las princesas y sus damas al río, el príncipe sobornó a las damas que quedaron para que abandonaran los departamentos donde dormía la joven Rosamund. El príncipe entró en la alcoba de la muchacha y trató de forzarla. Solo la oportuna intervención de la criada de ella, que corrió a buscarme, salvó a lady Rosamund y su buen nombre.

– ¡Alabado sea Dios! ¡Lo haré azotar!

– Buena señora, le ruego que me escuche hasta el final. El príncipe Enrique no puede evitar que lo rebosen la vitalidad y un poco de lujuria. Es joven, y Dios es testigo de que tiene el tamaño corporal de cualquier hombre, en muchos casos incluso mayor. Está empezando a sentir los deseos de un hombre. Pero aquí es su orgullo lo que está en juego, más que ninguna otra cosa. La situación puede solucionarse de manera rápida y sencilla, pues el príncipe es de corazón honorable y, como ayer fue rechazado, probablemente haya que buscar una solución que deje intactos tanto su orgullo como la virtud de lady Rosamund.

– ¿Qué sugieres, Owein Meredith?

– Rosamund Bolton fue enviada aquí porque su tío la maltrataba y quería robarle lo que es suyo. Sir Hugh Cabot buscó proteger a su esposa. Sabía que Rosamund tenía que volver a casarse, pero no quería que la obligaran a desposarse con su primo de cinco años para que Henry Bolton pudiera apoderarse de Friarsgate. Conocí a ese hombre señora. No es honorable. Elija un esposo para Rosamund y su nieto dará un paso al costado, lo garantizo. Rosamund estará a salvo, su reputación quedará intacta y el príncipe podrá quedarse con su orgullo. Ni Richard Neville osaría sugerirle que sedujera a la prometida de otro hombre, señora. -Sir Owein se reclinó en la silla y esperó a que la condesa hablara.

– La boda de mi nieta me toma todo el día ahora que su madre ha muerto y no hay nadie más para ocuparse del tema. En unas semanas más la reina de los escoceses irá al encuentro de su esposo, y se celebrará su matrimonio. También hay que ubicar a la pobre española, Catalina. El rey está muy disgustado porque el rey Fernando no ha completado los pagos por la dote de la muchacha. Especialmente, porque quiere casarla con Enrique. He oído rumores, sir Owein, de que a mi nieto le gustan mucho las mujeres. ¿No es demasiado joven para eso?

– En el caso del príncipe, yo diría que no, señora -respondió el caballero, preguntándose cuánto sabría la anciana señora de su lujurioso nieto y sus aventuras sexuales.

– Pensaba buscarle marido a esa muchacha Bolton después de la partida de Margarita, pero supongo que surgiría otra cosa y la muchacha va a tener veinte años antes de que yo vuelva a acordarme de ella. Tú la trajiste el año pasado de Cumbria, ¿no? -la Venerable Margarita se inclinó hacia el fuego para calentarse las manos.

– Sí, señora.

– Mi nieta la quiere. ¿Y tú? ¿Qué clase de muchacha es, Owein Meredith?

– Sensata y confiable. Adora Friarsgate y fue educada para manejarla por cuenta propia. Lo hace bien y sus arrendatarios la reverencian. El lugar es próspero. Parece a salvo de los escoceses gracias á la disposición de la tierra que la rodea. Las colinas son demasiado escarpadas, lo que impide trasladar con facilidad el ganado y las ovejas. Por eso Friarsgate ha estado en paz, sin contar al tío.

– ¿Cuánto hace que quedó huérfana?

– A los tres años. El tío rápidamente la casó con su hijo mayor. El niño murió. Entonces la casó con Hugh Cabot. Henry Bolton pensó que sir Hugh se conformaría con tener un lugar donde pasar su vejez. Pero Hugh Cabot le enseñó a Rosamund a manejar sus asuntos. La quiso como habría querido a una hija y ella lo adoraba. Quedó destrozada cuando él murió.

– Y sir Hugh burló al tío poniendo a su esposa al cuidado del rey -dijo la condesa despacio-. Hombre inteligente, diría yo.

– Yo llegué cuando estaban en el banquete del funeral. El tío ya insistía en que Rosamund se casara con su siguiente hijo, un niño al que acababan de ponerle pantalones para la ocasión. Ella se resistía, y solo mi oportuna llegada la salvó.

La Venerable Margarita sonrió y dijo, con tono divertido:

– Parece que se te ha hecho costumbre ir al rescate de esa damisela, Owein Meredith. Bien, te agradezco que me hayas traído este asuntillo. Me ocuparé de que Rosamund Bolton sea vigilada y que no se le permita estar a solas con Enrique, ese bribonzuelo sinvergüenza. Y pensaré en un esposo para esa muchacha. Tiene la edad de Margarita, un poco mayor, incluso. Es tiempo de que vuelva a casarse, y que esta vez sea para siempre. -Le tendió la mano a su interlocutor.

Sir Owein se inclinó mientras se la besaba.

– Agradezco a Su Alteza por su amabilidad -dijo, y se retiró del pequeño cuarto.

Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, la condesa dijo en voz baja:

– Ya puedes salir, niña, ven. Dime qué piensas de lo que acabas de escuchar.

La joven Margarita Tudor salió de atrás del tapiz que había del otro lado de la habitación, donde estaba oculta. Se sentó con su abuela.

– Rosamund estaba muy callada cuando volvimos del río, señora, pero a mí no se me ocurrió preguntarle por qué. Es típico de Hal permitir que su orgullo dirija su miembro. Si no aprende, eso algún día lo llevará a la ruina. -Se alisó la falda: sus largos dedos acariciaron la seda anaranjada.

La condesa rió.

– Gracias a Dios, eres una muchacha inteligente y prudente, Margarita, tocaya. Puede que algún día, como reina de Escocia, tengas que tomar decisiones difíciles. Y también deberás hacer que tu esposo recurra a ti, niña, no sólo a sus consejeros. Ahora bien, si tuvieras que decidir, ¿a quién elegirías como esposo para Rosamund Bolton?

– A sir Owein Meredith, abuela, por supuesto -respondió la princesa sin la menor vacilación.

– ¿No al hijo de alguna buena familia del norte? ¿O alguno de los alborotadores Neville, tal vez? Una heredera los dejaría en deuda con nosotros.

– No, abuela. Los Neville son alborotadores. Nunca podremos estar seguros de ellos, porque van en la dirección del viento, siempre que los favorezca. Aunque yo esté casada con Escocia, jamás podremos estar seguros de que no vuelva a haber guerra entre ambos países. Sería mejor casar a Rosamund con un hombre en quien los Tudor tengamos una confianza absoluta. Sir Owein es gales. Estuvo al servicio de nuestra familia desde antes de que yo naciera. Era más pequeño que María cuando entró en nuestra casa. No hay la menor duda de su lealtad a los Tudor y a Inglaterra, abuela. Podemos confiar en que él nos cuidará ese flanco.

– Pero no es un gran señor.

– Así es, por eso es que, si se le da a este leal servidor de los Tudor una heredera joven y atractiva, algo a lo que, por cierto, él no aspiraría jamás, quedaría más en deuda con nosotros que un Neville, y podemos estar seguros de su lealtad. Los hijos importantes de un gran nombre no aceptarán a Rosamund. Tendría que elegir a alguien menor de los solteros. De hecho, tendría que preguntar entre los grandes señores cual de sus jóvenes sería apropiado. Los señores escogerían a algún pariente que estuviera, primero, en deuda con ellos, no con nosotros. Y es con nosotros, los Tudor, con quienes debe quedar en deuda, para que saquemos una ganancia de este matrimonio. Sir Owein es nuestro hombre, nadie más.

– Me pregunto si un hombre tan acostumbrado a estar a nuestro vicio se alegraría de contraer matrimonio, aunque tampoco importa demasiado. Si decidimos que tiene que casarse, se casará.

– Creo que la quiere. Usted misma notó que está siempre salvándola de un peligro u otro. Y creo que a ella él le gusta mucho, aunque no lo admita. En realidad, estoy segura, abuela. Sería un buen arreglo para los dos. Sir Owein no es viejo todavía. Probablemente los sobreviva a usted y a mi padre. No habrá lugar para él en la Corte de mi hermano. ¿Qué será de este leal servidor de la Casa de los Tudor? Owein Meredith merece que lo tratemos con cordialidad. ¿No le parece, abuela?

– Será un buen matrimonio. La muchacha ya tiene edad de parir hijos y sir Owein es lo bastante joven como para engendrárselos. Si los dos se sienten cómodos el uno con el otro, sí, será un buen matrimonio. La muchacha estará a salvo de su avaricioso tío y agradecida con nosotros. Sir Owein, con su largo servicio a nosotros, también estará contento y seguirá siendo leal. Un hombre leal en la frontera sería una gran ventaja para nosotros, en especial un hombre que no sea demasiado visible por su gran riqueza o gran nombre. -Se inclinó hacia adelante y le dio una palmadita en la rosada mejilla a su nieta-. Has tomado una decisión prudente y considerada, mi joven reina de los escoceses. Será como tú dices. Rosamund Bolton de Friarsgate le será dada a nuestro buen y leal servidor sir Owein Meredith.

– Gracias, abuela -dijo la princesa. No podía contenerse para ir a contarle a Rosamund de su buena fortuna, pero la condesa de Richmond levantó su mano llena de anillos.

– No puedes decir nada todavía, niña. Tengo que obtener el permiso de tu padre, pues él es el tutor de la muchacha.

– Si usted lo quiere, él lo aprobará -dijo la princesa, abiertamente ¿Cuándo le ha negado algo mi padre, abuela?

La condesa rió. Hasta que tu padre triunfó, él y yo lo pasamos muy mal, con los partidarios de York que siempre buscaban destruirlo. Todos esos años en la Corte de Bretaña… Y tu antepasado de York, luego el duque Ricardo, que quería matarlo, para matar así a la Casa de Lancaster. Yo di mi juventud por la seguridad de tu padre, y él lo supo siempre, aunque yo nunca me quejé. Es un hijo magnífico, mi querido Enrique. Te deseo que el hijo que le des a Jacobo Estuardo sea igual de cariñoso contigo, mi niña.

– Mantendré nuestro secreto, abuela -respondió Meg-. Pero consiga pronto el permiso de papá, porque no me será fácil callarme, sabiendo lo que sé.

– Tu padre regresará a Richmond mañana, con tu hermano. Se lo preguntaré esta tarde. Debe hacerse antes de que tú partas hacia Escocia. Rosamund y sir Owein pueden ir con tu comitiva hasta Friarsgate. Eso fortalecerá aún más nuestros lazos. Es un gran honor ser incluido en tu comitiva nupcial.

– Gracias, abuela -dijo la princesa. Hizo una reverencia y dejó a la anciana entregada a sus pensamientos.

La criada preferida de la condesa entró en el pequeño aposento.

– Ya casi es hora de la comida del mediodía, señora.

– Ve a buscar a mi hijo, el rey, y dile que quisiera hablar con él lo antes posible.

La criada hizo una reverencia.

– Enseguida, señora -dijo y salió con prisa de la habitación. Cuando regresó, traía al rey consigo, para sorpresa de su madre y se sintió agradecida de la generosidad de él de acudir con tanta presteza a su llamado.

– Enrique -dijo, sonriendo, cuando él se inclinó para besarla- podría haber ido a verte yo, querido hijo.

– Ya leí y firmé todos los papeles que mis secretarios me trajeron esta mañana -respondió él, sentándose en la silla recién desocupada por su hija-. Hacerte una visita, mamá, es un agradable cambio en mis tareas. -Suspiró y su mirada se volvió melancólica.

La criada puso un copón de vino caliente con especias en manos del rey y, haciendo reverencias, se retiró.

El rey bebió un sorbo y cerró los ojos un momento.

– Se supone que tenías que venir a Greenwich a tomarte un descanso estival y a estar con tu familia antes de que Margarita partiera a Escocia. No puedes trabajar hasta matarte para escapar al hecho de que Bess esté muerta, Enrique -lo reprendió con suavidad-. Yo no puedo reemplazar a tu esposa, pero estoy aquí para ayudarte, como siempre. Los niños te necesitan. Pronto, tu hija mayor se habrá ido y la pobre María quedará sola. Es una pena que la pequeña Catalina haya muerto apenas con dos meses. Era la más hermosa de todos los hijos de Bess. Como un ángel. Tal vez lo era. Y el joven Enrique te necesita mucho. Sé que estás enojado porque él no es Arturo, pero no puedes modificar eso, hijo. El muchacho será rey después de ti, pero tú no le enseñas el arte de gobernar. Lo tienes cerca, pero lo ignoras. Arturo, que Dios lo tenga en la gloria, era un muchacho encantador, pero, en mi opinión, él habría sido un buen hombre de la Iglesia y Enrique, un buen rey, hijo.

– ¡No digas eso! -dijo el rey, con un grito sordo.

– Es cierto y tú lo sabes -insistió ella-. Pero no es de eso que quiero hablarte. Con tu permiso, he elegido un esposo para la viuda de sir Hugh Cabot, que es tu pupila. Ha sido compañera de Margarita desde que llegó a la Corte, pero ahora Margarita se irá y lady Rosamund Bolton no tendrá lugar en la comitiva de la reina de los escoceses. Es hora de que regrese a su casa, a su amada Friarsgate, pero debe tener un esposo, y él tiene que ser un hombre en quien tengamos una confianza absoluta, porque Friarsgate está en la frontera, hijo. Aunque esperamos que el matrimonio de Margarita traiga una paz permanente entre nuestros dos países, tú y yo somos más prácticos que muchos. Sabemos que, pese a la unión entre nuestras casas reales, en algún momento puede volver a estallar la guerra. Y la frontera siempre es un lugar inseguro, incluso en los mejores tiempos. Debemos tener allí a un hombre que sea de nuestra confianza y cuya lealtad esté fuera de toda duda, Enrique, hijo. Sir Owein Meredith ha servido a la Casa de Tudor durante casi veinticinco años. Como no es un gran señor, se enterará más que una persona importante de lo que suceda en la región. La gente no se cohibirá de hablar ante él. Su lealtad está fuera de toda duda.

– ¿No querrías tener a un miembro de las familias del norte? -preguntó el rey a su madre. Estaba sorprendido, y quería saber había sido el razonamiento de ella antes de dar su consentimiento. La heredera era un bien valioso.

– Margarita fue quien lo sugirió. Me dijo, con sabiduría, que las familias del norte cambian con el viento. Son excesivamente orgullosas. Aunque les hicieras el favor de darles a esta joven heredera, no se considerarían en deuda contigo, aunque así sería. Sir Owen Meredith es nuestro hombre. Sucediera lo que sucediese, él no dejará de estar a nuestro lado.

– ¿Y mi hija ha razonado esto ella sola? Ha aprendido bien sus lecciones. Espero que Jacobo Estuardo se dé cuenta del tesoro que le mandamos. ¿Su sugerencia cuenta con tu aprobación, madre? -El rey vació la copa de vino.

– Sí. Mi nieta ha encontrado una buena solución. Lady Rosamund Bolton no será desdichada con sir Owein Meredith de esposo, aunque eso no interese. Este compromiso y tu matrimonio servirán tanto a nuestros propósitos como a las partes involucradas, hijo.

– Entonces, tienes mi permiso para comprometer a esa muchacha con sir Owein, madre. Haré preparar los papeles.

– Hazlo, para que sir, Owein y su prometida puedan viajar con la comitiva de la reina de los escoceses hasta Friarsgate -sugirió la condesa-. Que el último recuerdo de nosotros que tengan sir Owein y Rosamund esté colmado de gratitud por el honor que les dispensamos. -Los años no han menoscabado tu inteligencia, madre -dijo el rey con una sonrisa-. Ahora bien, ¿qué hago con la española Kate? El rey Fernando es resbaladizo como una anguila y astuto como un zorro. Hace oídos sordos a nuestros pedidos de que envíe el resto de la dote de la muchacha. Dadas las circunstancias, no puedo pagar su mantenimiento.

– Ponla en la Casa Durham. No debe estar en la Corte, en especial porque su padre no ha terminado de pagar la dote. Y le devolveremos al padre todos los servidores españoles que podamos. Que entienda las condiciones actuales, no mantendremos a su hija con todos si quieres casarla con Enrique, de todos modos, tiene que tener servidores ingleses y aprender nuestro idioma, para lo cual es lenta. La alienta esa arpía, su dama de compañía, doña Elvira. Lamento admitir que no podemos deshacernos de ella, pero creo que es una mala fluencia para la joven Catalina. Si rodeamos a la muchacha de nuestra gente, quizá reduzcamos la influencia de doña Elvira. ¡Y consíguele un sacerdote inglés! Esos españoles son demasiado estrictos en su fe.

– Me desharé de sus servidores españoles, al menos de todos los que me anime, pero no quiero pagar otros sirvientes, ni siquiera ingleses, madre. Que la princesa de Aragón viva con sencillez por el momento y haga el duelo por su esposo, como corresponde.

El rey se puso de pie, tomó la mano de su madre entre las suyas y la besó con ternura.

– Hago más en unos minutos contigo que en una mañana entera con todos mis consejeros -dijo antes de partir.

La criada de la condesa regresó.

– Busca a sir Owein Meredith. Quiero hablar con él antes de la comida. Todavía tengo tiempo.

– Sí, señora.

La Venerable Margarita suspiró. Su nieta tenía razón. Sería un buen matrimonio. Si Rosamund Bolton no quedaba agradecida, sir Owein Meredith sí. Agradecido y sorprendido. La anciana rió. Él no esperaba semejante premio, y, seguramente, por eso mismo se lo merecía.

Owein Meredith sintió que un paje con la librea de la condesa de Richmond le tiraba del jubón.

– ¿Qué pasa, muchacho? -preguntó, con una sonrisa amable. Le parecía que había pasado tanto tiempo desde que estuvo en el lugar de ese muchachito. Se preguntó quién sería él y qué le depararía el destino.

– Mi señora quiere hablar con usted de inmediato, señor -respondió el paje con una profunda reverencia.

– Iré enseguida -dijo el caballero y siguió al niño por los corredores del palacio hasta la pequeña cámara privada donde había estado es día. Sentía curiosidad por saber por qué lo llamaba la madre del rey, y la misma mañana. Sin pausa, entró por la puerta que el paje tenía abierta.

– Gracias, William -le dijo la condesa a su paje, que retrocedió hasta salir de la habitación-. Siéntate, sir Owein. Te preguntarás, sin duda, por qué te he llamado otra vez a mi presencia. Como la princesa partirá pronto hacia Escocia, el tiempo es crucial en el asunto de Rosamund Bolton. El rey estuvo de acuerdo en que debe casarse, aunque no le conté del impropio comportamiento del joven Enrique. Sabrás de su hondo dolor por la muerte del príncipe Arturo, que siempre fue su preferido. Hasta la menor mancha en la conducta de mi nieto sólo abatirá aún más a mi hijo. El muchacho es joven y está lleno de vida. No puede con su carácter. No debe permitírsele que continúe con sus intentos de seducción. Lady Rosamund se comprometerá, con la aprobación del rey, con el caballero que yo he elegido. Ella y su prometido acompañarán a mi nieta, la reina de los escoceses, hasta Friarsgate. Allí los casará formalmente el sacerdote de ella, ante su gente, para que su esposo sea aceptado por los arrendatarios de Friarsgate, dado que él será su nuevo señor. ¿Te parece bien, sir Owein? -Los ojos de la condesa de Richmond estaban llenos de picardía. Sus labios delgados se apretaban en una risa silenciosa.

– No me corresponde a mí decir si me parece bien o mal, señora, pero sí, me agrada, y le agradezco que me lo haya preguntado -le respondió. Así que la casarían. Era mejor que estuviera casada y a salvo, en su hogar. Que no fuera presa del príncipe ni de su grupito de pequeños señores a los que les encantaba la caza pero que no se preocupaban por las consecuencias para sus víctimas.

– ¿No te da curiosidad saber a quién he elegido, Owein Meredith. Mi instinto me dice que sí.

– Estoy seguro de que ha elegido al caballero adecuado para lady Rosamund -respondió y rogó para que el hombre designado la tratara bien y respetara su conocimiento del feudo. Rogó, rápido y en silenció, que incluso ella encontrara el amor.

La madre del rey siempre había sido una estratega hábil en el juego de la vida. Se decía que era muy parecida a su bisabuelo, Juan de Gante, o de los hijos del rey Eduardo III. La condesa vio las emociones en el rostro de Owein Meredith y que intentaba ocultarlas. Él quería a esa muchacha. Estaba preocupado por quién sería su esposo y por si la tratarían bien. Margarita Beaufort estuvo tentada de seguir atormentando al pobre hombre, pero se acercaba la hora de la comida.

– Te he elegido a ti, sir Owein Meredith, como esposo para Rosamund Bolton de Friarsgate -dijo, en voz baja-. Espero que estés complacido.

– ¿A mí? ¿Me ha elegido a mí? -¿Había oído bien o se estaba volviendo loco?

Margarita Beaufort vio el asombro genuino en el rostro del caballero. Estiró la mano y la apoyó, tranquilizadora, en el brazo de él.

– Te he elegido a ti, sir Owein Meredith y el rey está contento con mi decisión.

– ¿Yo voy a casarme con Rosamund Bolton? -dijo, mareado por la sorpresa.

– Están preparando el contrato de matrimonio lo más rápido posible. Hay que proteger a tu Rosamund -dijo la Venerable Margarita.

– ¿Pero por qué yo?

Ahora la condesa de Richmond rió fuerte, complacida por su actitud y genuinamente divertida.

– No seas tan modesto, Owein Meredith. Has servido a la Casa de Tudor durante casi veinticinco años. La has servido bien. Recuerdo cuando tu pariente te trajo a Jasper Tudor. Estabas tan ansioso por agradar, y nos cantaste con tu dulce voz galesa. Yo estoy vieja, Owein Meredith. Mi hijo no está bien. El mundo de antes está muriendo y, tal vez ya no exista para cuando reine mi nieto. Los niños que ahora sirven en la Corte crecerán muy distintos de como crecimos tú o yo. Tendrán otras oportunidades. Tú ya no eres joven, Owein Meredith. Necesitas una esposa. Es hora de que te establezcas. ¿Por qué tú, preguntas, y no otro? Tal vez, en los tiempos de mi nieto las cosas sean diferentes, pero mi hijo todavía es considerado un intruso, en especial por las familias del norte, cuya lealtad hoy está con York. Darles la heredera de Friarsgate no los traería con nosotros. Ellos se sirven a sí mismos siempre ha sido así. Son aliados en los buenos tiempos, en el mejor de los casos.

– Friarsgate está en la frontera. Se espera que el matrimonio de mi nieta traiga paz por un tiempo. Pero los escoceses y los ingleses tienen una historia demasiado larga de enemistad como para que la paz dure mucho. Ha habido reinas inglesas antes de Margarita. Mi propia antepasada, lady Juana Beaufort, fue la primera esposa de Jacobo. No podemos confiar en las familias del norte. Necesitamos un hombre en quien podamos depositar una fe absoluta para que vigile la frontera. Tú eres ese hombre, Owein Meredith. No eres muy conocido fuera de la Corte, ni atraes atención indebida sobre tu persona. Pero los que te conocen te quieren. Tu matrimonio no ofenderá a nadie, porque Rosamund no es importante. Es la ubicación de sus tierras lo que nos interesa.

– Los escoceses no acosan a su gente, porque las colinas que rodean Friarsgate son demasiado escarpadas para acarrear ganado por ellas. Friarsgate está bastante aislada, señora. Es improbable que yo me entere de nada antes de que suceda. Antes de que lo sepa su propia guardia real de la frontera del norte.

– Se puede enseñar a los pastores de las colinas a que estén alerta, Owein Meredith.

– En otras palabras, señora, quiere que espiemos.

– En cierto sentido sí, queremos eso. La vigilancia desde tus propias tierras no pondrá en peligro a Friarsgate ni a su gente, y no estaría de más estar un poco más alerta que en el pasado. Nos complacería que así fuera.

Él asintió.

– Eso puede arreglarse cuando yo sea señor de Friarsgate. ¿Le ha dicho a Rosamund que va a casarse y que yo seré su esposo, señora?

– Todavía no. Quería hablar primero contigo. Conversaré con la muchacha después de la comida. Luego la enviaré al jardín privado, al río. Búscala. Podrás hablar con ella. Mi nieto y sus amigos bien serán informados. Lo harás tú, creo -dijo, con una risita-, después de la comida y antes de ir a ver a Rosamund. Puedes decirle Príncipe Enrique que yo instruí que la noticia se la dieras tú.

– Puedo ganármelo de enemigo, señora, y preferiría que no fuera así -dijo Owein, con franqueza-. Recuerde que fui yo quien lo encontró n Rosamund. Creo que sería mejor no relacionar ambos incidentes.

– Tienes razón. Con la edad me he vuelto descuidada. Haré que el rey anuncie el compromiso esta tarde en la sala. -Volvió a reír-. No hará falta decirle a mi nieto que se comporte después de una declaración real. Sí puedes sugerirle a Charles Brandon que devuelva todas las apuestas a los jóvenes caballeros. Él no dirá nada, porque es un individuo muy diplomático.

Owen Meredith hizo una reverencia.

– Agradezco a Su Alteza por la benevolencia hacia mi persona. Siempre seré un leal servidor a la Casa de Tudor.

– Lo sé -dijo la condesa con énfasis-. Ahora bien, tengo hambre, y ya pasó la hora de la comida. Acompáñame hasta la sala, Owein Meredith. Me estarán esperando, y mi hijo se pone loco cuando tiene hambre.

Él se incorporó y con delicadeza ayudó a la madre del rey a ponerse de pie.

– Es un honor acompañarla, señora.

En la sala, el príncipe Enrique trató de atraer la atención de Rosamund, pero, aunque ella lo vio, lo ignoró alevosamente. Sus compañeros se burlaban de la incomodidad del príncipe.

– No la tendrás nunca -lo acicateó Richard Neville, complacido.

– No tienes paciencia, Dick. Un día voy a trabajar duro entre esos muslos blancos como la leche -fue la tranquila respuesta-. Ah, aquí está mi abuela. ¡Por fin podemos comer!

Sir Owein Meredith se dio cuenta de que no tenía apetito. Iba a Casarse. No era un sueño. Se había pellizcado varias veces cuando estaba con la madre del rey. De verdad iba a casarse. Y con Rosamund Bolton. Nunca había pensado que tendría una esposa. Siempre pensó que no tenía nada que ofrecerle a una mujer, pero ahora su lealtad y su servicio a los Tudor le habían ganado una esposa, propietaria de una buena finca. Su primogénito heredaría Friarsgate, que era mucho más grande que las tierras de su padre, en Gales. Poseería una finca más grande que la de su hermano. Por fin tendría casa propia. Una casa y una esposa.

Pero ¿qué pensaría Rosamund de todo esto? No porque importara en el esquema general de las cosas. Ambos estaban obligados al rey y obedecerían sus órdenes. Pero una vez más le habían arrancado a Rosamund su destino de las manos y otra persona había decidido por ella. ¿Estaría contenta de tenerlo a él por esposo o se habría interesado en algún joven de la Corte? No quería que fuera desdichada, deseaba que estuviera contenta de ser su novia porque… porque la quería. Desde el momento en que la vio por primera vez supo que la quería, y hasta ese preciso momento no había osado confesar sus sentimientos, ni siquiera a sí mismo. ¿Para qué iba a hacerlo? ¿Para después ver cómo la entregaban a otro? Pero no iban a dársela a otro, sino a él. Ahora podía liberar los pensamientos que había ahogado durante tantos meses. En su cara se dibujó una gran sonrisa.

– ¡Dios! -exclamó el hombre que estaba sentado a su lado-¡Miren, muchachos! Owein sonríe. Creo que hacía como dos años que no sonreía. Hoy estuviste dos veces con la Venerable Margarita. ¿Qué noticias hay, Owein? Han de ser buenas para que tengas esa cara.

– Tal vez murió su hermano y tiene que ir a su casa, a sus colinas galesas, y ocupar el lugar de heredero -bromeó otro hombre.

– No puedo decir nada, muchachos -dijo el caballero-, pero esta tarde compartiré mis novedades con todos. ¡Lo juro!

Rieron y volvieron a la cerveza, satisfechos, porque Owein era el más honorable de todos ellos. Por fin terminó la comida y la sala comenzó a vaciarse. Owein buscó a Rosamund, que había estado sentada con algunas de las damas de la condesa. Ya se había ido. Se levantó de su lugar y buscó a Maybel. Ella sabría cómo se sentía su ama y si seguía, ansiosa por regresar a su hogar.

Rosamund volvió con las damas de la condesa a sus aposentos. Para su sorpresa, no se veía a Margarita por ningún lado. Entonces apareció una de las criadas de la condesa y dijo:

– Nuestra señora quiere hablar con usted, milady. -La joven dejó el bordado y siguió a la criada al pequeño recinto privado donde la madre del rey llevaba a cabo sus obligaciones diarias.

– Ven, niña -dijo la condesa de Richmond.

Rosamund se detuvo ante ella e hizo una elegante reverencia.

– Cuando mi nieta vaya a casarse con el rey de los escoceses no habrá lugar para ti entre mis damas. Es hora de que vuelvas a tu adorada Friarsgate, Rosamund Bolton, pero no puedes ir sin lo que viniste a buscar. Un esposo para cuidarte y salvarte de tu tío. En el día de hoy te hemos elegido a ese esposo. Creo que te complacerá.

A Rosamund le empezó a latir con fuerza el corazón, de miedo y de entusiasmo. ¡Se iba a casa! ¡Con marido! y esta vez el hombre que le habían elegido sería su marido en todo sentido. Ya no era una niña. Era mayor que la madre del rey cuando dio a luz a Enrique Tudor.

– Bien, niña, ¿no tienes nada que decir? ¿No sientes la menor curiosidad por saber quién es el hombre?

– ¿Importa, señora, que sienta curiosidad o no? El asunto fue decidido, mi futuro también, y aceptaré la voluntad del rey -respondió Rosamund, que se daba cuenta de que si bien ella siempre supo que ese sería el resultado de su estadía en la Corte, la irritaba un poco que ni siquiera la hubieran consultado.

La madre del rey rió bajito.

– Tienes espíritu, niña, y eso es bueno.

– Señora, pido perdón si la he ofendido -dijo Rosamund, arrodillándose ante Margarita Beaufort y poniendo sus manos en las de la condesa-. Es que… es que… -No pudo terminar la frase.

– Es que esperabas tener alguna influencia en esta decisión, Rosamund Bolton. Lo entiendo. Sin embargo, cuando te diga a quien ha elegido mi nieta para esposo tuyo, tal vez tu corazón se aligere.

– ¿Lo eligió Meg? -Rosamund estaba asombrada.

– La reina de los escoceses se dio cuenta de que, una vez que ella se haya ido, tú te quedarás muy sola. No tienes un lugar propio aquí en la Corte, y tu esencia está en Friarsgate, ¿no es verdad?

– Sí, señora.

– Al ser ese el caso, es hora de que regreses, pero no podemos mandarte de vuelta sin lo que deseaba para ti sir Hugh Cabot. Un buen hombre que sea tu esposo, el padre de tus hijos, para que mantenga Friarsgate seguro y próspero. Hay muchos jóvenes aquí en la Corte que con gusto aceptarían por esposa a una heredera bonita y joven como tú. Hombres de poderosas familias del norte cuya lealtad deseamos asegurar. Pero mi nieta no cree que podamos comprar tales lealtades. Considera que debemos poner en Friarsgate a un hombre cuya lealtad para con la Casa de Tudor sea absoluta e incuestionable. Tú lo conoces. Es sir Owein Meredith.

El corazón de Rosamund pareció elevarse en su pecho. Sonrió, y su alivio fue obvio.

– Dijo que me complacería, señora, y por cierto que me complace. Sir Owein es un buen hombre, y somos amigos.

– Los amigos -observó la madre del rey- son los mejores esposos, niña mía. Yo he tenido tres esposos, de modo que domino el tema. Ahora, levántate y sal al jardín privado, donde encontrarás a sir Owein esperándote. Se están redactando los papeles del compromiso, que serán firmados antes de que mi nieta salga hacia Escocia. Puedes casarte en Friarsgate, con tu gente, pero viajarás con la reina de los escoceses hasta tu hogar.

Rosamund tomó las manos de la condesa y se las besó.

– Gracias, señora -dijo. Se incorporó, sacudiéndose la falda. ¿Puedo hablar de esto con Maybel? ¿Puedo darle las gracias a Meg?

– Puedes contarle a quien quieras, niña. El rey anunciará formalmente tu compromiso esta noche en la sala. Después de todo, tú eres su eres su pupila Creo que la Corte tiene que saber de este feliz acontecimiento entre uno de nuestros viejos servidores y la señora de Friarsgate.

– Gracias, señora -volvió a decir Rosamund. Hizo una reverencia y salió a toda prisa de la pequeña sala privada de la condesa. En el saloncito matinal encontró a Maybel remendando una de sus camisas-. ¡Me voy a casar! -dijo, en voz baja, inclinándose, para que no la oyera nadie más que Maybel-. ¡Con sir Owein! ¡Pronto nos iremos a casa, queridísima Maybel!

– ¡Alabado sea Dios, por ambas cosas! -dijo Maybel, y una sonrisa le iluminó el rostro-. Me alegraré mucho de ver a mi Edmund.

– Ahora voy a encontrarme con él en el jardín privado. ¿Tengo la cara limpia? ¿Estoy peinada? -preguntó, ansiosa.

– Ese hombre te querría descalza y en camisa, muchacha, pero sí, estás prolija. Ve y dile a sir Owein que me alegro mucho de que vayas a llamarlo esposo.

A Rosamund le latía con fuerza el corazón mientras cruzaba la sala de día y el corredor. Ya casi había llegado a la puerta del jardín cuando de las sombras apareció el príncipe Enrique.

– ¿Adónde vas, bella Rosamund? -preguntó, cerrándole el paso-. Ven, amor, y dame un beso para demostrarme que no estás enojada por la impetuosidad de mi juventud el otro día.

– Voy a casarme, Su Alteza -dijo Rosamund, altiva-. Por favor, permíteme pasar. Tu abuela me envió a encontrarme con mi prometido en el jardín, y él me espera.

– Un beso, mi linda doncella -insistió el príncipe. ¿Que iba a casarse? ¿Cómo diablos podría seducirla ahora? No sería honorable seducir a la prometida de otro hombre.

– Si Su Alteza no se hace a un lado -dijo Rosamund, enojada-, gritaré llamando a la guardia.

– ¡No lo harás! -dijo él, nervioso.

Rosamund abrió la boca y gritó a todo lo que le daban los pulmones. De inmediato, el corredor estuvo lleno de hombres armados.

– ¿Qué sucede, milady? -preguntó el que llegó primero.

– Ah -dijo Rosamund, inocente-. Me pareció ver una rata. Era muy grande. Lamento haber causado dificultades. -Le sonrió dulcemente al guardia más próximo, pasó junto a él y abrió la puerta para salir al jardín.

– Ah, las mujeres -dijo, desdeñoso, el guardia. Se volvió al príncipe-. ¿Usted vio una rata, Su Alteza?

Enrique Tudor asintió.

– Sí, y era grande como un gato, lo aseguro. Yo iba a matarla, pero la señora gritó. -Miró la puerta que se cerraba lentamente tras Rosamund.

Afuera, en el jardín privado, la joven sintió el suave aroma de la vegetación y el olor apenas agrio del río cuando se iba la marea. El aire estaba tibio y había una brisa muy leve. Caminó despacio por uno de los senderos prolijamente barridos. La madre del rey había dicho que él estaría allí. Entonces, lo vio. Estaba de pie, de espaldas a ella, mirando el río, pero oyó sus pisadas y se volvió.

– ¡Rosamund!

Ella le hizo una reverencia.

– Milord -dijo ella, con suavidad.

Él se le acercó, la tomó de las manos y la miró.

– ¿Has hablado con la madre del rey y estás conforme? -Los ojos verdes de él escudriñaron su rostro en busca de una señal de descontento.

Ella le dirigió una sonrisa tímida.

– Creo que es una buena solución para los problemas de los dos, señor. Yo necesito un esposo y tú, casándote conmigo, podrás continuar tu leal servicio a la Casa de los Tudor -le dijo, muy seria-. Y tú, señor, ¿estás contento con ser mi esposo?

– Sí. ¿Has comprendido, Rosamund, que este matrimonio que encaras conmigo no será sólo una formalidad, como fue con tus dos esposos anteriores? Serás mi esposa de todas las maneras que una puede serlo con su esposo y señor.

Ella se ruborizó, pero respondió:

– Ya tengo edad, señor. Soy mayor que la reina de los escoceses.

Sin soltarle la mano, él levantó la otra y con dulzura le acarició la mejilla, con los nudillos. Su mirada era cálida.

– Eres tan hermosa -le dijo. Le rozó los labios con los suyos. -Seré buen esposo para ti, Rosamund.

– Lo sé -respondió ella, y lo sabía. En ese instante en que la boca de él rozó la suya tan brevemente, Rosamund Bolton sintió que había esperado toda su joven vida por ese momento-. Sé que así será, Owein -dijo, y lo creía de verdad.

CAPÍTULO 08

– Esta noche -dijo el rey, de pie ante la mesa principal-, tengo un feliz anuncio que hacer. Todos conocen a sir Owein Meredith. Ha servido a la Casa de Tudor desde su infancia. La ha servido con lealtad. La reina de los escoceses me ha pedido una merced. Me ha solicitado que, en honor a su boda, yo recompense a este buen caballero. Para mí es un placer hacerlo. Por lo cual doy a mi pupila, lady Rosamund Bolton de Friarsgate, en matrimonio a sir Owein, y les concedo permiso para viajar hasta su casa en compañía de la comitiva nupcial de mi hija. Deseo que tengan una vida feliz y fructífera juntos. -Levantó la copa hacia la pareja, que esa noche estaba sentada a la mesa de caballete, justo al lado de la principal.

Enseguida, todas las personas de la sala se pusieron de pie, levantaron sus copas y gritaron:

– ¡Larga vida y muchos hijos!

Rosamund apretó la mano de Owein, ruborizándose del entusiasmo.

– Me temo que Hal perdió la apuesta -murmuró Richard Neville, sentado a un extremo de la mesa.

– Pero no la ganó nadie -dijo, en voz baja, Owein Meredith, que había oído el comentario del joven Neville-. Señor Brandon, le llevarás las apuestas que tienes en tu poder a la condesa de Richmond. Le dirás que es una donación para los pobres de parte de los amigos del Príncipe Enrique. Y en el futuro… a tener más cuidado con las apuestas, caballeros.

– Se hará exactamente como usted ordena, sir Owein -dijo Charles Mandón, inclinándose.

Pero Richard Neville estaba furioso.

– Tenga cuidado, Meredith. ¡Mi familia es muy poderosa en el lugar al que va!

– Actuaste de una manera deshonrosa. Da gracias que no le cuento a tu padre que, no me cabe duda, te enviaría a tu casa de inmediato-le respondió, con severidad-. No quiero dañar el buen nombre de Rosamund, de lo contrario te daría la paliza que tanto mereces. No oses amenazarme. ¿Y cómo te atreves a alentar al futuro rey de Inglaterra a un comportamiento que nada tiene de honorable?

Richard Neville abrió la boca para hablar, pero Charles Brandon le siseó.

– ¡Cállate, Dickon! No hay excusa para lo que intentamos hacer, y yo lo sabía cuando acepté guardar las apuestas. Esto es lo que nos merecemos. -Se volvió hacia el caballero del rey-: Le presento mis disculpas, sir Owein.

– Están aceptadas, señor Brandon.

– ¿De qué se trata esto? -le preguntó Rosamund al hombre que sería su esposo.

– No tiene la menor importancia, mi amor.

– Señor, si insistes en tratarme como una flor frágil y sin seso, me temo que no nos llevaremos bien. Ahora bien, ¿por qué discutían?

– Apostamos a que el príncipe Hal podía seducirte -dijo Neville, mezquino-. Eres una criatura tan inocente, milady.

Para sorpresa de todos, Rosamund soltó una carcajada.

– Y tú, señor, eres un tonto si crees que el encanto del príncipe Enrique bastaba para robar mi virtud. Nosotras, las campesinas, somos inteligentes a nuestro modo. Tal vez no seamos refinadas, pero un intento de seducción, ya sea de parte de un príncipe o de un pastor, es muy similar. Aunque acepto que el lenguaje de un príncipe es más florido. -Volvió a reír y luego agregó, como si acabara de ocurrírsele-: Ah, y cuando tu padre se pregunte por qué ya no le presto mi padrillo para sus yeguas, cuéntale de esta conversación que acabamos de mantener. Sé que deseaba tener varios caballos de guerra de mi buen Rey Valiente. Qué pena. -Rosamund le dirigió una sonrisa a su prometido y murmuro-¿Me sacarías de la sala, señor? El aire aquí está bastante fétido.

Sin otra palabra, Owein se puso de pie y la acompañó afuera, sonriendo y haciendo inclinaciones de cabeza a los que lo felicitaban a su paso. Cuando hubieron salido de la gran sala, se volvió a Rosamund y dijo, con una sonrisa:

– Había olvidado lo inteligente e impetuosa que puedes ser, mi amor.

– Sé que he estado demasiado modosita y tontuela estos meses en la Corte. No me he sentido segura de mí en este entorno, pero ahora que me voy a casa, puedo volver a ser yo. Espero que te guste quien soy, señor, porque me parece que ya no tendrás elección en el asunto.

Él se detuvo, la miró y le tomó el rostro entre las manos.

– Me has gustado desde el momento en que te vi, Rosamund Bolton. Pero nunca esperé ser nada más que un amigo para ti. -Sus ojos verdes se clavaron en los ambarinos de ella.

– Pero ahora serás mi esposo.

– Mañana firmaremos los papeles.

– No me desagrada para nada ese asunto -le dijo ella. El corazón le latía con fuerza, pues él la miraba con tanta intensidad…

– ¿Está coqueteando conmigo, señora? -preguntó él y no pudo contenerse: rozó los pulposos labios de ella con los suyos.

La mirada de él, sus labios, la dejaron sin aliento, pero igual alcanzó a decir, con osadía:

– ¿No es obvio, señor? Si no se nota, no estaré haciéndolo nada bien.

– Ah, Rosamund -dijo él, con tono grave-, lo estás haciendo muy bien. -Entonces la besó y sus labios tomaron posesión de los de ella y exigieron más; la joven, a pesar de su inocencia, reaccionó con sus instintos más primitivos. Le echó los brazos al cuello y le devolvió el beso, su boca se volvía más y más experimentada con el correr del abrazo, y su propia pasión despertaba y ardía para tragarlos a los dos. Ella sintió contra su cuerpo la dureza de su cuerpo de hombre bien disciplinado, y suspiró.

El delicioso sonido del suspiro lo hizo reaccionar. La suavidad de los jóvenes pechos de su prometida contra el suyo lo había obnubilado, pero estaban en un lugar público y no podían quedarse demasiado tiempo sin que los sorprendieran. No pensó que se enfrentaría a las burlas de sus amigos, que, por cierto, iban a reírse de él. Owein Meredith el de confiar, el responsable, había sido obviamente embrujado por una muchacha. Al menos había aprendido algo: esta muchacha que sería su esposa rebosaba calidez y no le temía al placer.

– Mi amor -susurró él con los labios contra el cabello de ella- tenemos que salir de aquí. Debo regresarte a los departamentos de la princesa. Por la mañana vendré para acompañarte a misa. Después seguramente ya estén listos los papeles para que firmemos.

– Pero me gustan los besos y las caricias contigo -le dijo ella, con franqueza-. ¿No podemos ir a algún lugar en privado y continuar?

Él le tomó una mano, se la besó y comenzó a caminar con ella.

– Amor, verdaderamente me asombra que te hayan dado a mí por esposa. Ruego al cielo que no sea un sueño del que vaya a despertar. Contigo en mis brazos siento que mis deseos despiertan con tanto ímpetu como jamás experimenté. Admito que he tenido muchas mujeres en mi cama y he sentido la lujuria más de una vez, pero por eso mismo sé que esto es muy diferente. No quiero compartir lo que siento por ti con nadie que no seas tú, Rosamund. ¿Me comprendes?

– Sí y no. Pero me dejaré guiar por ti en este asunto, Owein Meredith, porque tú lo conoces mejor que yo. Pero ¿significa eso que no volveré a besarte hasta que estemos casados?

Él rió apenas.

– No creo que pueda esperar tanto, mi amor. Encontraremos pequeños escondites cuando estemos solos, eso te lo prometo. Pero, por el momento, debes comportarte con pudor.

Habían llegado a los departamentos de la princesa, donde dormía Rosamund. Él le besó la mano antes de retirarse. Rosamund entro el salón tarareando, con aire de ensueño, y se encontró con Maybel, muy sonriente, que la abrazó y se puso a llorar.

– Ah, mi niña, qué alivio que te hayan encontrado un buen hombre. ¿Eres feliz, mi pequeña? Sir Owein es tan parecido a sir Hugh, solo que más joven, y tú ahora ya eres mayor. ¡Ah, pronto mi señora será madre!

– Sí, es hora. Ya puedo ser una esposa en todo sentido, Maybel. Estoy contenta con sir Owein. Es bueno y creo que me quiere.

– Gracias a nuestra bendita madre María que te has dado cuenta. Sí, muchacha, te quiere. Me animaría a decir que está enamorado de ti, aunque puede que ni él lo sepa aún. Tienes que amarlo, niña. No simplemente con el cuerpo, sino con todo el corazón. ¡Creo que eres la muchacha más afortunada que he conocido en cuanto a los esposos que te han tocado!

– Y después de todo lo que me he quejado, es posible que todavía me quede elegir uno a mí -agregó Rosamund-. ¡Sí, soy feliz! Fue Meg la que hizo esto, Maybel. Le debo un gran favor, porque si ella no hubiera sugerido que sir Owein fuera mi marido, quién sabe a quién me habrían elegido cuando desearan honrar a alguien.

– Bien, a quienquiera que sea responsable por este giro de los acontecimientos, le quedo agradecida. Nos vamos a casa. Estaré con mi Edmund otra vez. No creo que tenga ganas de volver a viajar, niña. ¡Estos últimos meses alcanzan como aventura para las dos!


En la mañana, después de misa, sir Owein Meredith y lady Rosamund Bolton fueron llamados a la presencia del rey, su madre, la princesa Margarita, el príncipe Enrique y el capellán del rey. Sobre la mesa estaban los pergaminos que debían firmar.

– ¿Está de acuerdo con esto, señora? -preguntó el capellán del rey.

– Sí, reverendo padre -respondió Rosamund, con una sonrisa.

– Y usted, sir Owein, ¿también está de acuerdo en tomar a esta mujer por esposa? -preguntó el capellán.

– Así es -respondió Owein Meredith, luchando por borrarse la sonrisita tonta de la cara. Después de todo, era una ocasión seria, pero el acento que hacía mucho le había desaparecido del habla, que delataba su origen gales, volvió a ser evidente.

El rey miró a su madre, y unas sonrisas cordiales se les dibujaron en los labios. No ocurría seguido que sus actos hicieran tan felices a las personas. Pusieron sus firmas como testigos del compromiso de matrimonio entre Rosamund y Owein.

Cuando estuvo terminado, y los pergaminos secados con arena enrollados, se le dio uno al caballero del rey. El otro sería guardado por el capellán del rey en los archivos reales. El sacerdote entonces instruyó a la pareja a que se arrodillara ante él. Los bendijo, haciendo así oficial e irrevocable el compromiso. Ahora eran, salvo por la ceremonia matrimonial, marido y mujer.

– Algún día -alardeó el príncipe Enrique-, les mostrarán este documento a sus hijos y les contarán que su compromiso fue atestiguado por un rey y una reina.

– Tú todavía no eres el rey de Inglaterra -dijo su padre, seco, y se dirigió a Owein Meredith-: Te extrañaré, mi fiel caballero, pero te mereces esta bonita muchacha y una casa propia. Y tú, lady Rosamund, ¿te parece que sir Hugh Cabot habría aprobado el esposo que te he concedido?

– Sí, Su Alteza. Lo aprobaría absolutamente, y le agradezco su cordialidad hacía mí. No he recibido más que bondad en su casa. Primero, de parte de su gentil reina, que Dios la tenga en su santa gloria. Después, de su hija y de su madre. Y ahora de usted, señor. -Rosamund se arrodilló ante el rey, le tomó la mano y se la besó, reverente-. Gracias, señor. Siempre estaré a sus órdenes.

El rey hizo levantar a la muchacha y, mirándola directo a los ojos, le dijo:

– Sí, veo en tu hermoso rostro lo que vales, Rosamund Bolton de Friarsgate. Que Dios te bendiga, niña, y a tu buen esposo, sir Owein.

– Vamos -intervino la Venerable Margarita-, haremos un breve brindis a la salud de la feliz pareja. -Le hizo una señal a un criado que repartió copas de vino. Bebieron rápidamente a la salud de Rosamund y de Owein y se retiraron.

– Me han informado que saldremos en menos de una semana -le dijo Owein a Rosamund cuando se retiraban del salón privado del rey.

– ¿Qué fecha es hoy? Qué extraño que no lo sepa, pero lo recordare si me lo dices.

– Hoy es 22 de junio.

– Estamos listos para salir el 27. Iremos a Collyweston, que, según dijeron, pertenece a la madre del rey. ¿Es muy grande, Owein?

El rió, comprendiendo el desagrado que le producían a Rosamund i s residencias reales de grandes dimensiones.

– Bien, mi amor, en un tiempo fue una mansión sencilla, parecida a Friarsgate, pero la han renovado varias veces desde su construcción. Esta primavera le agregaron una casa de huéspedes bastante grande. Tiene un gran parque donde el rey caza cada vez que va a visitar a su madre. No creo que nos quedemos mucho antes de seguir nuestro camino.

Salieron de Richmond en la fecha estipulada y llegaron a Collyweston, que quedaba algunos kilómetros al oeste de Stamford, el 5 de julio. Se quedaron allí tres días y fueron agasajados por el coro de la condesa, además de los de Cambridge y Westminster. Hubo concursos de arquería, danzas y una cacería. Pero a Rosamund le interesó mucho más la arquitectura de la casa, en especial cuatro grandes ventanas sobresalientes construidas especialmente para esa visita. Estaban decoradas con vitrales y ella nunca los había visto fuera de las ventanas de las iglesias.

Mientras el resto de la Corte perseguía ciervos en el parque de Collyweston, la joven interrogaba al mayordomo de la condesa sobre asuntos domésticos, porque admiraba mucho el sentido de la organización de la madre del rey. El señor Parker se sintió muy halagado por el hecho de que un miembro de la Corte, aunque fuera alguien de tan poca importancia como Rosamund, se interesara en cómo se manejaba la casa, y fue muy amable con la muchacha.

Ella pasó las horas de ocio también en las rosaledas con la princesa de Aragón. La pobre Kate ahora no tenía caballo propio, de modo que, a pesar de que le gustaba cazar, se veía obligada a quedarse. Casi todos sus criados habían sido devueltos a España y ella hacía esfuerzos, con sus magros ingresos, por mantener a los que le quedaban. Era una situación muy embarazosa para la princesa, que era muy orgullosa. Dos años antes había sido la prometida del siguiente rey de Inglaterra. Ahora no sabía qué sería de ella. Su padre y el rey Enrique discutían por dinero y se olvidaban por completo de ella, que agradecía la compañía d Rosamund. Aunque esta parecía preferir a la joven reina de los escoceses, siempre había sido amable, respetuosa y generosa con Kate.

– Qué suerte que tienes que te vas a tu casa -le dijo Kate a su compañera-. Yo a veces deseo poder volver a mi hogar.

– No desesperes. Estás destinada a ser la reina de Inglaterra algún día, y así será.

– Tu confianza me avergüenza. Debo ser fuerte, lo sé, pero a veces tengo tanto miedo…

– Si tienes miedo, querida Kate, nadie se ha dado cuenta, y por cierto que yo no se lo diré a nadie -sonrió.

La princesa de Aragón rió.

– No te pareces a nadie que haya conocido, Rosamund. Eres franca y honesta, y tienes muy buen corazón. Lamento que te vayas. Tengo pocos amigos aquí.

– No importa si estoy aquí o en Friarsgate, querida Kate. Soy tu amiga y siempre seré leal a ti. -Se arrodilló y le besó la mano.

La joven Catalina de Aragón sintió que las lágrimas le hacían arder los ojos. Parpadeó para disimularlas y dijo:

– Te recordaré, Rosamund Bolton de Friarsgate. Tus palabras amables y tu promesa me ayudarán a fortalecer mi espíritu. Te ofrezco mi gratitud por tu amistad, porque no tengo nada más que ofrecerte. Vaya con Dios, mi amiga [2].

El 8 de julio, Margarita Tudor se despidió de su padre y de su abuela y de muchos miembros de la Corte. Estaría bajo la protección del conde de Surrey, un soldado famoso por su represión de los ataques a la frontera. La condesa de Surrey actuaría como chaperona y consejera de Margarita. El embajador escocés, el obispo de Moray, acompañaba al séquito de la novia, y el heraldo de Somerset, John Yonge, fue elegido para escribir la crónica de todo el viaje para la posteridad.

Cuando el séquito real inició su marcha, el conde de Surrey comenzó a cabalgar con un grupo de sus hombres armados. Lo seguían, en el orden establecido, los señores, los caballeros, los escuderos y los alabarderos. El hombre designado para ser el portaestandarte de Margarita Tudor, sir Davey Owen, siempre precedía a su joven señora Montada en una yegua blanca como la nieve, la joven reina de los escoceses lo seguía, ataviada, alhajada y vestida magníficamente cada día. Su maestro de la cabalgadura la seguía, llevando una yegua de reserva. En caso de que Margarita se cansara de cabalgar había una litera que portaban dos caballos espléndidos.

Detrás de Margarita iban sus damas y los escuderos de estas. Todos montaban caballos soberbios. Las mujeres mayores viajaban en carruajes sin resortes, cada uno de ellos arrastrado por seis hermosos caballos zainos. Detrás de los equinos seguía el resto de las mujeres, Rosamund entre ellas. Owein, por supuesto, iba con los caballeros, al principio de la procesión. Fueron momentos de soledad para Rosamund, porque no conocía a casi ninguna de las mujeres que acompañaban a Margarita Tudor. Algunas eran parte de la Corte, pero estaban las que se unían solo para ser parte de esa ocasión histórica y otras se sumaban en el camino. No había mucha oportunidad de conversar en medio del desfile de la comitiva real. En cierto sentido, ellos eran un espectáculo para la plebe.

Cuando entraban en cada ciudad y pueblo, se ponían al frente de la procesión los percusionistas con sus atabales, y los trompetistas y los juglares para anunciar con música y canciones la llegada de la joven reina de los escoceses. Todos los habitantes se vestían con sus mejores ropas, mostrando las divisas y las armas de sus propias casas o las de sus amos. A veces, Margarita iba en su palafrén, vestida con el traje de terciopelo rojo adornado con pampilion negro azabache, una piel similar a la del cordero persa. Había sido uno de los últimos regalos que le había dado Isabel de York, su madre, antes de morir. El palafrén estaba magníficamente enjaezado con un manto de malla de oro que mostraba las rosas rojas de Lancaster. En otras ciudades, Margarita entraba sentada dentro de su litera, de la que pendían paños de malla de oro bordeados con terciopelo negro y joyas.

A lo largo de toda la ruta (el viaje duraría en total treinta y tres días) la gente salía a ver a la princesa Tudor, a vivar a la joven reina de los escoceses. Cuando pasaban por los diversos distritos, los señores locales y sus esposas se unían a ellos. Algunos para completar el camino hasta Escocia, otros para acompañar un día o dos a la gran procesión.

En Grantham, la novia fue recibida por el alguacil de Lincoln. Un grupo de frailes salió de la ciudad cantándole himnos. La joven reina desmontó para arrodillarse ante la cruz que le presentaron y besarla. El alguacil de cada condado cabalgaba con ella hasta el siguiente, salvo el de Northampton, que siguió hasta Yorkshire. La comitiva de la novia pasó por Doncaster, Pontefract y Tadcaster. Los caminos estaban bordeados de gente que la vivaba y le gritaba sus buenos augurios.

El conde de Northumberland, el afamado Harry Percy, se unió a la procesión. La magnificencia de su traje era espectacular. Para el encuentro con Margarita vestía terciopelo rojo con mangas con piedras preciosas y botas de terciopelo negro con espuelas de oro. La procesión se engrosaba cada vez más, pues muchos querían acoplarse a ocasión tan histórica. Al aproximarse a York, se envió a un jinete adelantado para avisar al alcalde de la ciudad que la procesión de la reina de los escoceses había crecido tanto que sería imposible pasar por las puertas de la ciudad. Como respuesta, el alguacil demolió parte de los antiguos muros. Las campanas tocaron con alegría y las trompetas ejecutaron una fanfarria en el momento en que Margarita Tudor entró en la antigua ciudad por el ancho boquete creado para ella. De cada ventana asomaba la gente, curiosa, a darle la bienvenida. Las calles estaban tan atestadas de gente que la joven reina pudo llegar a la catedral de York, donde la esperaba el arzobispo, dos horas después.

A la mañana del día siguiente, domingo, Margarita asistió a misa vestida con traje de oro y con el cuello resplandeciente de piedras preciosas. Fue una de las contadas ocasiones en que Rosamund pudo reunirse con su prometido y con Maybel. Estuvieron juntos, vestidos con sus mejores trajes, en la atiborrada catedral. Como había tanta gente que quería ingresar en la casa abierta del arzobispo, los tres se escaparon a encontrase a la vera del río y comer pan y queso.

– Ni en mis sueños más delirantes habría imaginado que pasaría por experiencias como estas. El viaje, aunque interesante, es agotador. No sé cómo lo soporta Meg, pero la condesa de Surrey dice que yo no soy digna de acompañar a la reina de los escoceses. Espero tener oportunidad de despedirme de ella -dijo Rosamund.

– Dejaremos la procesión en Newcastle -dijo Owein-. Alégrate de que no acompañaremos a la novia hasta Escocia, mi amor. Si te parece que ahora la procesión es agotadora, no te imaginas lo que será cuando cruce la frontera y los escoceses comiencen a sumarse a la comitiva -Rió-. Casi valdría la pena continuar para ver cómo se pelean todos por ganarse un lugar cercano a la nueva reina.

– Bien -dijo Maybel-, para mí, nuestro viaje a casa nunca será demasiado pronto. Nosotras, las criadas, dormimos en pajares y graneros, donde sea que consigamos echarnos.

– Lo mismo sucede con los caballeros y alabarderos del rey -admitió Owein.

– A mí me salvó la intervención de Meg con esa arrogante condesa de Surrey -dijo Rosamund-, aunque he dormido más en el suelo de las mansiones que visitamos que en otra parte. Hasta el camastro de paja de un convento será una mejoría.

– Entonces, estamos de acuerdo -dijo Owein, bromeando con las dos mujeres-, todos seremos felices cuando volvamos a estar en casa, en Friarsgate.

– ¡Sí! -dijeron ellas a coro, y los tres rieron.

Maybel se levantó.

– Necesito mover un poco mis viejos huesos. Llámenme cuando quieran volver al bullicio.

– Se va para dejarnos solos -dijo Owein.

– Sí -dijo Rosamund, sonriéndole-. ¿Tú de verdad piensas en Friarsgate como tu casa, Owein?

– Sí, es extraño, pero sí -admitió él. Le tomó la mano, se la llevó los labios y comenzó a besarle los dedos, uno a uno-. Me gustó desde el principio, tanto como su dueña.

– Ahora eres tú el que está coqueteando, señor. Y me gusta, Owein.

– Es que tengo algo más de experiencia que tú en el arte del cortejo. Sabes que nunca pensé en tener una esposa a quien querer, ni albergué esperanza de que me diera hijos. Como te dije, he coqueteado con mujeres, pero esto es diferente. Antes no me importaba si la mujer me quería, pero ahora sí. -Rió, nervioso-. Rosamund, creo que mi corazón ha caído de rodillas ante ti. Siento que en tu presencia pierdo el coraje, que tengo miedo.

– Pero ¿a qué podrías temerle? -exclamó ella, tendiendo las manos hacia él, como para consolarlo.

– Se me ha dado un gran regalo con tu persona, Rosamund. Quiero que seas feliz; pero, ¿sé yo cómo hacer feliz a una mujer, a mi esposa?

– Owein -lo tranquilizó ella, conmovida por la vulnerabilidad de este hombre fuerte-. Soy feliz. ¡Te lo juro! Mi matrimonio contigo es el primer matrimonio verdadero que tendré. John Bolton y yo éramos criaturas. Mi querido Hugh fue un abuelo más que un esposo y, de todos modos, yo era demasiado joven. Ahora no soy demasiado joven, ni tú eres demasiado viejo. Somos amigos y nos sentimos bien juntos. La amistad es importante entre marido y mujer, según me dijo la Venerable Margarita. Confío en ella. Creo que estamos empezando mejor que muchos.

– Pero, mi amor, hay más en el matrimonio que la amistad -dijo él, con suavidad.

– Sé que hay pasión. Qué hermoso llegar a explorar ese aspecto de mi naturaleza con mi mejor amigo, Owein. Tú llevarás la delantera y yo te seguiré. Tal vez aprendamos a amarnos, pero, si no es así, seguramente nos respetaremos.

Él sacudió la cabeza, asombrado por las palabras de ella.

– Razonas como un abogado londinense -bromeó, con ternura Eres joven e inexperta, pero, ¡alabado sea Dios, mi amor, qué sabia eres!

Estiró el brazo, apoyó la palma en la nuca de ella y la acercó para besarla en los labios.

– ¡Mmmm… Me gustan tus besos, Owein Meredith. Son deliciosos. No tienen nada que ver con los del príncipe Enrique, que parecen exigirle todo a una muchacha, en especial eso que ella no debe conceder -Rosamund se inclinó hacia él y lo besó con entusiasmo.

Luego de unos momentos sin aliento, él interrumpió el abrazo y dijo:

– Quiero que apenas lleguemos a Friarsgate se celebre el matrimonio por iglesia, Rosamund. Creo que no puedo esperar para amarte, prometida mía.

– ¿Por qué debemos esperar? -le preguntó ella, con franqueza-. Estamos formalmente comprometidos. Es legal si decidimos disfrutar el uno del otro, ¿no?

– No quiero apresurar mi primera unión contigo, mi amor, y en esto quisiera que confíes en mi prudencia. Además, cuando por fin lo hagamos, será en nuestra propia alcoba, no a la orilla del río, donde cualquier campesino ruin puede encontrarnos. -Le tomó la barbilla entre pulgar e índice-. La primera vez tiene que ser perfecta para ti, Rosamund, porque para mí será perfecta, hermosa novia mía.

¡Dios santo! Este hombre le hacía salir el corazón del pecho cuando decía cosas como esas. Se le entrecortaba la respiración y la cabeza le giraba con un placer esquivo que no alcanzaba a comprender, pero que disfrutaba.

– Owein Meredith -dijo, bromeando-, creo que ya comenzaste a seducirme, y me agrada mucho.

La tarde se había convertido en un idilio, pero debía terminar. Maybel volvió de su paseo y los tres regresaron al séquito. Margarita Tudor salió de York el 17 de julio, con dirección a Durham. Allí asumiría el cargo un nuevo obispo. La comitiva se quedó tres días, como huésped del obispo, que ofreció un enorme banquete para todos los que quisieran concurrir, y su mansión rebosó con todos los invitados que asistieron, cada cual ansioso por ver y ser visto.

Luego viajaron a Newcastle, donde la joven reina de los escoceses hizo otra entrada triunfal en la ciudad. La recibió, a las puertas de la ciudad, un coro de niños de rostros frescos que le cantaron felices himnos de alegría. En el muelle del río Tyne los ciudadanos se treparon a la arboladura de las naves atracadas para apreciar mejor la maravillosa exhibición pública. Esa noche, la joven reina descansó en el monasterio agustino, en la ciudad. Allí Rosamund fue a despedirse de su amiga.

Cuando la oficiosa condesa de Surrey trató de impedirle la entrada a Rosamund en las habitaciones de la reina, Tillie, la fiel servidora de Margarita Tudor desde su nacimiento, dijo, osada:

– Es lady Rosamund Bolton, la heredera de Friarsgate, que ha sido la queridísima compañera de mi señora desde hace meses. Es muy estimada por la reina de los escoceses y por la condesa de Richmond, como lo fue de nuestra querida reina, que Dios la tenga en su gloria. Mañana esta señora abandonará el cortejo con rumbo a su casa, con su prometido, sir Owein Meredith. Mi señora querrá verla antes de que parta, señora. -Esto último lo dijo con marcado énfasis.

– Ah, está bien -dijo la condesa de Surrey, derrotada-. Pero no te quedes demasiado tiempo con Su Alteza, lady Rosamund.

Rosamund hizo una reverencia.

– Gracias, señora, por su bondad -dijo, con inocente malicia.

– Bien, al menos tiene modales -dijo la condesa, frunciendo la nariz, mientras Rosamund desaparecía en los departamentos de Margarita Tudor. Tillie ahogó una carcajada.

– ¡Meg!

– ¡Ay, Rosamund! -exclamó Meg-. Tenía miedo de que esa vieja arpía no te dejara entrar a verme antes de que nos abandonaras. -Las dos muchachas se abrazaron.

– Gracias a tu Tillie. Es una arpía mucho más feroz que la condesa de Surrey -dijo Rosamund, riendo-. Se te ve cansada, Meg. -Tomo la mano de su amiga y se sentaron juntas.

– Así es, pero no puedo dejar que se note. Se ha hecho tanta alharaca con este matrimonio. Todos están ansiosos por complacer a mi padre con sus recibimientos. John Yonge está escribiendo una crónica y cuidadosa de todo el viaje. He visto algunos de sus escritos. Relata abundante detalle el vestuario del conde de Northumberland, que por supuesto, magnífico. No sé si Harry Percy quiere honrarme, como dicen todos, o aparentar ser de la realeza. -Rió-. Me estoy agenciando el primer requisito de toda reina: una naturaleza recelosa. -Volvió a reír, esta vez con menos alegría-. ¿Cuándo nos dejas?

– Mañana. Debemos atravesar la campiña para llegar a Friarsgate. Nos llevará dos días o más.

– Entonces, te perderás el gran banquete de Percy mañana, por el Día de San Juan. Habrá juegos, otro torneo, baile y mucha comida. Después, iremos al castillo Alnwick para que yo descanse unos días antes de dirigirnos a la frontera, en Berwick. Lord Dacre, el representante de mi padre aquí, y su esposa, nos recibirán con más nobles. Dicen que cuando entre en Escocia mi séquito será de al menos dos mil personas. Casi envidio tu tranquila cabalgata por la campiña estival hacia tu casita.

– Me gustaría que conocieras Friarsgate, Meg -le dijo Rosamund, entusiasmada-. Las colinas están tan verdes ahora, y el lago del valle es de un azul intenso. Es todo por demás tranquilo y la gente es muy buena.

– ¿Cuándo te casarás con Owein Meredith? -le preguntó Meg, con un brillo en sus ojos azules-. Me contó la abuela que él se sorprendió mucho cuando ella le dijo que sería tu esposo. Te ama, creo. Ruego porque Jacobo Estuardo me ame a mí, Rosamund. Sé que no se supone que esa emoción sea de importancia en un matrimonio como el mío, ¡pero deseo que sea así!

– Rezaré por ti, Meg. En cuanto a tu pregunta, Owein quiere que nos casemos casi de inmediato, pero yo primero tengo que informar a mi tío Henry de mi compromiso. No puede impedir mi matrimonio, por supuesto, pero, si no le digo, andará haciendo escándalo por todo el distrito. No quiero que se calumnie injustamente a mi esposo.

– Algún día lo amarás.

– Eso espero, pero, aunque no lo ame, al menos me gusta cómo es. Es muy bueno conmigo. Y ahora, antes de que venga la condesa de Surrey a echarme, me despido, Meg. No tengo manera de agradecerte toda la bondad que tuviste conmigo. No sé qué habría hecho sin ti. Tú y la princesa de Aragón, pero más que nadie tú.

– ¿Viste a Kate antes de que partiéramos?

– Sí. Le regalé lo que me quedaba de mi cuenta en el taller del orfebre de Londres. Gasté poco. Creo que a ella le harán más falta esos fondos en los meses próximos. Pero no se lo digas a nadie.

– Sí, es cierto, le harán falta si su padre no paga el resto de la dote. Fue muy bueno de tu parte. Lo mantendré en secreto.

– Nuestros días despreocupados han terminado, Su Alteza -dijo Rosamund, poniéndose de pie y haciéndole una reverencia a la joven reina de los escoceses-. Que tu matrimonio sea feliz y próspero.

Margarita Tudor permaneció sentada muy rígida, aceptando el sencillo homenaje de su amiga.

– Y a ti, lady Rosamund de Friarsgate, te deseo lo mismo y un buen viaje de regreso a casa.

– Gracias, Su Alteza -dijo Rosamund, con una nueva reverencia. Entonces retrocedió despacio para salir de la habitación; se detuvo apenas en la puerta para darle un último adiós. Su última imagen de Margarita Tudor antes de que la puerta se cerrara y que Tillie la acompañara a salir de los departamentos de la reina fue la de una muchacha sonriente-. Tillie, muchas gracias -le dijo Rosamund a la criada. Le puso una moneda de plata en la mano.

La criada hizo una reverencia silenciosa y se guardó la moneda en el bolsillo sin mirarla.

– Que Dios la bendiga, señora. Le han dado a un buen hombre. Ahora cuídelo. Su Maybel la guiará.

Rosamund asintió. Entonces se volvió para ir en busca de su servidora y su prometido. Al día siguiente, comenzaría el tramo final de su largo viaje de regreso a Friarsgate.

Salieron de Newcastle apenas después del amanecer de principios del verano. Owein había averiguado con los monjes del monasterio que su orden tenía un establecimiento pequeño cerca de Walltown, adonde podrían llegar a última hora de la tarde, si no se demoraban. Siguieron un camino paralelo a la muralla de Adriano, que, explicó Owein, había sido construida por soldados romanos. La habían levantado para evitar que los salvajes del norte fueran al sur, a zonas más civilizadas. Después de recorrer varias horas se detuvieron brevemente para descansar ellos y los caballos. En la muralla se levantaba una torre. Rosamund y Owein subieron sus escaleras y fueron recompensados con una espléndida vista de la campiña. El paisaje se extendía en todas direcciones en torno a ellos. Vacas y ovejas salpicaban las laderas de las colinas.

Por fin, a última hora de la tarde, llegaron al monasterio, que estaba ubicado en la parte oriental de Walltown. Owein golpeó a las enormes puertas de madera. Enseguida se descorrió una ventanita con celosía y apareció un rostro.

– ¿Sí?

– Soy sir Owein Meredith; viajo en compañía de mi prometida lady Rosamund Bolton de Friarsgate y su criada. Hemos salido hoy de Newcastle, adonde llegamos con la comitiva nupcial de la reina de los escoceses. El monasterio de ese lugar nos informó que podríamos encontrar refugio aquí para pasar la noche.

La ventanita se cerró con fuerza y después de un largo rato, un joven monje abrió una puerta pequeña.

– Bienvenido, sir Owein. Aquí estamos muy cerca de Escocia, así que debemos tener cuidado. Ni siquiera nuestra investidura nos protege. Los llevaré ante el abad. Vengan conmigo, por favor.

Los tres lo siguieron hasta el recinto de recibo del abad, donde esperaba un religioso anciano. Sir Owein volvió a explicar quiénes eran y de dónde venían. El abad les indicó que tomaran asiento.

– No recibimos huéspedes a menudo, ni noticias del mundo exterior -dijo, con voz temblorosa-. ¿Han viajado con la reina de los escoceses, nuestra princesa Margarita? ¿Cuándo se unieron al séquito?

– En Richmond -respondió sir Owein-. Hasta hace muy poco yo estaba al servicio de la Casa de Tudor, buen padre. Lady Rosamund fue compañera de la joven reina durante casi un año. Ahora regresamos a Friarsgate, a hacer bendecir nuestra unión por la Iglesia y a comenzar nuestra vida en pareja.

– ¿Eres pariente de Henry Bolton, el hacendado de Friarsgate?

– Henry Bolton es mi tío -dijo Rosamund, rígida-, pero yo soy la heredera de Friarsgate, santo hombre. Cuando quedé huérfana, mi tío era mi tutor, pero después de mi segundo matrimonio con sir Hugh Cabot, mi tío volvió a su casa, en Otterly Court. Cuando murió sir Hugh, su testamento me dio en tutela e al rey, que ha concertado esta nueva unión con sir Owein. Mi tío no tiene ni control ni autoridad sobre Friarsgate. Y por cierto que no es el señor de la finca.

– Tal vez me he equivocado -dijo el abad, con lentitud-. Soy viejo, y a menudo se me confunden las ideas.

– Dudo de que se le hayan confundido las ideas, buen padre -respondió Rosamund, riendo-. Mi tío siempre ha deseado lo que es mío, y estoy segura de que sigue manteniendo esperanzas.

El anciano asintió.

– Sucede a menudo con las fincas prósperas, milady. Ahora, permítanme que les dé la bienvenida a nuestra casa. Es sencilla, pero podrán estar cómodos esta noche. Otro día de viaje y llegarán a su casa.

Los invitaron a acompañar al abad a su comedor privado esa noche. Esperaban un potaje de tubérculos, y quedaron encantados cuando les sirvieron pollo asado relleno con manzanas y pan, una fuente con filetes de trucha fresca sobre un colchón de berro, una fuente con cebollas en leche y manteca, pan recién horneado y todavía caliente, manteca y un buen queso añejado.

– Es la fiesta de San Juan, patrón de los viajeros -dijo el abad con un brillo en los ojos, al ver su sorpresa-. Es una buena fiesta para guardar, y mañana es el Día de Santa Ana. Ella es la patrona de las esposas y de las muchachas solteras. Tú, milady, pareces estar en el medio de las dos. -Y el viejo abad rió.

Un joven llenó sus copas de peltre con un vino muy bueno.

– Es importante mantener alto el espíritu en este lugar desolado -dijo sir Owein con una sonrisa-. ¿Dónde consiguen un vino tan excelente?

– Nos lo envía nuestra casa central, que está en Newcastle. Es parte del pago por la lana que tomamos de nuestras ovejas todos los años. Así mantenemos nuestro pequeño monasterio. Ellos venden la lana a las Tierras Bajas, donde se confecciona la ropa que después nosotros vendemos.

– Harían mejor si cardaran ustedes la lana e hicieran la tela -opinó Rosamund-. Se pierde una buena cantidad de tela si tienen que transportarla y usar un intermediario que se queda con las ganancias que podrían tener ustedes mismos aquí en el monasterio. ¿Por qué no hacen eso?

– No conocemos el procedimiento; lo único que sabemos hacer es cuidar las ovejas y esquilarlas.

– Si quieren aprender, les enviaré a alguien que les enseñe a los monjes -ofreció ella-. Les garantizo que será mucho más conveniente que enviar la lana a las Tierras Bajas.

– Debo pedirle permiso al abad de nuestra casa madre -dijo el anciano-, pero no veo motivo alguno por el que pueda negarlo. Gracias, lady Rosamund.

– La madre del rey, a quien llaman la Venerable Margarita, es patrona de muchas causas nobles, pero en especial de la Iglesia. He aprendido de ella, buen padre. No soy una gran dama, por lo cual no aspiro a igualar sus muchas virtudes, pero sí puedo hacer algo. Esto es lo que elijo hacer, y sé que mi prometido estará de acuerdo.

Owein sonrió. Tendría que hablar con Rosamund sobre preguntar primero y no dar por sentado, sin más, que no habría oposición, aunque, en este caso en particular, él estaba de acuerdo con ella.

– Mi señora sabe cuál es mi pensamiento en estas cuestiones -dijo, tranquilizando al viejo monje.

Se separaron para dormir, pero en la mañana volvieron a conversar. Los monjes les sirvieron un buen desayuno de avena, endulzada con pedacitos de manzana y miel, y cubierta con una crema espesa y dorada. Sirvieron el cereal caliente en pequeños recipientes de pan nuevo, individuales, y acompañaron la comida con sidra de manzana. Antes, la misa había sido hermosa: las voces puras de los monjes se elevaron en el sereno aire matinal. Dejaron el monasterio bien alimentados y rodeados de paz, aunque el día era gris y lloviznaba. Los monjes les habían dado pan, queso y manzanas para comer en el viaje. Eso hicieron, protegiéndose dentro de otra de las torres romanas durante un chaparrón de última hora de la mañana.

Rosamund supo por instinto el momento exacto en que pasaron de Northumberland a Cumbria. Había algo en las colinas. Un aroma conocido en el aire limpio y fresco. Sintió que aumentaba su ansiedad con cada milla recorrida. No importaban la lluvia ni el cielo encapotado. ¡Iba a su casa! A casa, a Friarsgate. Al salir de allí, hacía casi un año, había pensado que este día no llegaría jamás, pero allí estaba. Esa noche dormiría en su propia casa. Entonces, llegaron a la cima de una colina escarpada. Abajo, ante ellos, estaba su lago, ¡su casa! En ese momento se abrieron las nubes. Salió el sol, y desplegó sus rayos dorados sobre todo el valle.

– ¡Maybel! -exclamó Rosamund, con la voz quebrada de felicidad.

– Que Dios nos bendiga, mi dulce muchachita. Hubo noches en las que creí que nunca volvería a ver esto -admitió Maybel. Y, con estas palabras, azuzó a su caballo y lo llevó al trote-. No puedo esperar más para ver a mi Edmund.

– Esto es hermoso -le dijo Owein a Rosamund-. Casi me había olvidado de lo bello que es, amor.

– Es casa. Nuestra casa, Owein.

Él estiró el brazo, tomó la mano enguantada de ella y la besó.

– Bajemos, mi amor, que Maybel ya habrá alborotado a todos para cuando lleguemos. -Rió, le soltó la mano e hizo trotar al caballo, seguido de Rosamund.

Maybel había revolucionado a toda la casa, efectivamente, y cuando llegaron al pie de las colinas que rodeaban Friarsgate, las gentes salían de los campos para darle la bienvenida a su señora. Detuvieron los caballos ante la casa.

– Buena gente de Friarsgate -anunció Rosamund-, he vuelto con mi prometido, a quien ya conocen. Sir Owein Meredith será su nuevo amo. Quiero que lo respeten y lo obedezcan como lo hago yo. El padre Mata bendecirá nuestra unión una semana después de que se notifique a mi tío de Otterly.

La gente de Friarsgate recibió con aclamaciones sus palabras y se apiñó en torno a ellos, mientras desmontaban, con deseos de larga vida y felicidad. Owein y Rosamund escaparon hacia la casa riendo, agitados. Edmund Bolton los recibió y los felicitó con una sonrisa cálida.

– Henry no va a estar muy contento -bromeó, con una pequeña risa traviesa.

– Envíale un mensajero a primera hora de la mañana -dijo Rosamund-. Es tiempo de terminar sus intrigas de una vez por todas. ¡Esta vez no solo me casarán, sino que me desflorarán, tío! -Y Rosamund Bolton rió fuerte de tanta felicidad.

CAPÍTULO 09

Rosamund consultó con el joven sacerdote, el padre Mata, y se decidió que las formalidades eclesiásticas relacionadas con su compromiso y matrimonio se realizarían en Lammas, el 1° de agosto. La gente de la finca tendría un feriado, de todos modos y, de regreso en su casa, Rosamund dejó aflorar su naturaleza práctica. Qué necesidad de dar dos días de fiesta cuando alcanzaba con uno.

– Es momento de cosecha -le dijo al sacerdote-. No podemos darnos el lujo de perder dos días. ¿No ha tenido dificultades mientras estuve ausente?

– No, señora. Celebro misa todos los días y me ocupo de las necesidades espirituales de los arrendatarios. Es un honor para mí celebrar el sacramento para usted y sir Owein.

– Cuénteme lo que no me ha dicho mi tío -pidió Rosamund, hábil.

– Señora, yo sólo practico mis deberes espirituales -respondió el padre Mata, astuto, con una sonrisa.

– Entonces, hay algo. ¡Me lo imaginé! Ni siquiera en un lugar tan remoto y tranquilo como Friarsgate puede pasar un año sin que suceda algo. Gracias, buen padre.

Edmund estaba en la sala con Owein. Los dos conversaban en voz baja y sombría.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó ella.

Edmund Bolton miró a su sobrina. Había crecido en los diez meses de ausencia. No solo estaba más alta, sino que había una nueva madurez en su rostro joven.

– ¿Qué dices?

– Tío, hablé con el sacerdote. Ahora cuéntame lo que ha sucedido mientras estuve lejos -repitió Rosamund. Se sentó en las rodillas H Owein; la falda azul cubría sus largas piernas. Edmund suspiró.

– Tal vez no tenga demasiada importancia, pero los escoceses estuvieron merodeando. En los últimos días hemos observado jinetes en las cimas, sobre el valle. Se paran ahí y observan. Eso es todo.

– ¿Nadie ha ido a hablar con ellos?

– No, sobrina, no hemos mandado a nadie. No hicieron nada. Solo permanecen allí -respondió Edmund Bolton. Se pasó la mano por los cabellos plateados, con un gesto nervioso, y se movió en la silla.

– Quiero que me avisen la próxima vez que vengan -dijo Rosamund-. Yo misma iré a interrogar a esos intrusos.

– ¡Rosamund, es peligroso! Debe ir tu esposo, no tú.

– No, tío, yo soy la señora de Friarsgate. Es mi deber y mi responsabilidad investigar esto. Y debo ir sola. No atacarán a una mujer, en especial si los hombres de esa mujer se quedan aquí abajo, vigilándola. Recuerda que soy amiga de la reina de los escoceses.

– Como si eso le importara a una banda de salvajes fronterizos -masculló Edmund, irritado-. ¡Owein, tienes que hablar con tu esposa!

– ¿Qué quieres que le diga? Estoy de acuerdo con mi esposa. Ella es la señora aquí. Yo soy apenas su marido. La tierra no es mía y seguramente nunca lo sea. No quiero heredar, pues para que yo heredara mi Rosamund debería morir. No soy Henry Bolton.

– Pero si la dejas salir sola a caballo, ¿no estarías exponiéndola demasiado?

– ¿Estos fronterizos han robado algo que pertenezca a Friarsgate, o han intentado hacerlo?

– No, no. Se sientan en sus caballos, en la cima de las colinas, sobre nosotros.

– ¿Siempre se quedaron en la cima? ¿No bajaron nunca?

Edmund Bolton negó con la cabeza.

– ¿Y además de observarlos, aquí no se ha hecho nada?

Edmund Bolton volvió a negar moviendo la cabeza.

– La riqueza de Friarsgate es de conocimiento público -concluyó. Pero también lo es la dificultad de escapar de aquí con ganado, fronterizos seguramente han venido a ver si no hay una manera de burlar los desafíos naturales que les presentan nuestras defensas. Sospecho que si Rosamund los enfrenta, decidirán que no vale la pena En especial, si se enteran de que es amiga de su nueva reina.

Rosamund intervino.

– Me da curiosidad. ¿No tienes idea de quiénes pueden ser, tío?

– No, ninguna -admitió él-. No estuve cerca de ellos como para ver su falda o sus enseñas, sobrina. Hoy empezaremos la cosecha en el huerto de peras. Debo irme -sonrió-. Creo que encontrarán cómo entretenerse durante mi ausencia, ¿no? -Salió de la pequeña sala, riendo para sí.

– Me gusta que me respetes -le dijo Rosamund a Owein.

– Sí, respeto tu posición como señora de esta finca -respondió él, y comenzó a acariciarle los senos jóvenes-. ¿Qué fecha decidiste para nuestro matrimonio religioso, querida? Me temo que a cada hora que pasa me vuelvo más ansioso por poseerte. Ya hace un día entero que estamos en casa.

– El 1° de agosto -murmuró ella, disfrutando de sus manos e inclinándose hacia adelante para besarle la oreja-. Tienes unas orejas tan hermosas, Owein. Son largas y delgadas, y los lóbulos me resultan deliciosos -le dijo, mordisqueándoselos.

– Comienzo a arrepentirme de mi nobleza al abstenerme de visitar tu lecho hasta que la Iglesia haya bendecido formalmente nuestra unión con el sacramento del matrimonio. -La mano que había estado acariciando su pecho ahora se metió por debajo de la falda. Rozó con los nudillos la carne satinada y suave de la entrepierna. Rodeó con su gran mano el monte de Venus de ella y apretó apenas, sintiendo súbitamente la humedad que le cubrió la mano. Saber que la estaba excitando comenzó a excitarlo a él, que sintió cómo se le ponía duro el miembro. Sus labios se encontraron, las lenguas se desafiaron, juguetonas, y el beso que se dieron se hizo más apasionado e intenso. Él apoyó un dedo en la abertura de ella y lo deslizó entre sus labios inferiores. Enseguida encontró el incólume pimpollo de amor de ella y comenzó a acosarlo, la yema áspera de su dedo buscaba y atosigaba el botón de carne sensible hasta que lo sintió henchirse y oyó que Rosamund gemía contra la boca de él con un placer claro y abierto. Ella se estremeció, suspiró y él abandonó el delicioso tormento, moviendo el dedo muy lentamente una y otra vez hasta que al fin introdujo el largo dedo en la vaina de amor de ella, con cuidado y delicadeza.

– ¡Ah! -volvió a suspirar ella y, moviendo el cuerpo, trató de que el dedo que la penetraba fuera más hondo.

El dedo se movía rápidamente hacia adentro y hacia afuera en el interior de ella hasta que Rosamund contuvo la respiración y él dijo, con suavidad:

– Esto es apenas el principio, mi amor. Ahora tienes una pequeña idea de lo que sucederá. -La besó con ternura.

– Quiero más -dijo Rosamund, demandante-. ¡Más!

– En la noche de Lammas te daré más -le dijo él, retirando la mano.

– Creo que eres muy mezquino al atormentarme de esta manera -se quejó ella.

Él sonrió, travieso.

– Soy un malvado -bromeó, contento-. Pero puede llegar el momento en que me pagues con la misma moneda, mi dulce Rosamund. No puedo explicártelo, pero ya verás.

Al el banquete para el Día de Lammas se le sumaría otro para que la finca celebrara el matrimonio de su señora con sir Owein Meredith. Se envolverían en sal gruesa dos mitades de res, que se asarían lentamente. También habría dulces, pétalos de rosa confitados y tartas de pera. Y, por supuesto, los productos habituales de los primeros granos cosechados y molidos.

El 28 de julio, los misteriosos jinetes aparecieron en la colina por primera vez desde el regreso de Rosamund. Apenas se enteró, fue a los establos y montó su caballo para subir el cerro, donde no había más que tres jinetes. Desde abajo la observaban Owein y Edmund.

Al llegar a la cima, detuvo su caballo y dijo:

– Soy Rosamund Bolton, la señora de Friarsgate. Y ustedes, señores, son intrusos en mis tierras.

– Usted está en sus tierras, señora, pero no son suyas donde estamos nosotros -dijo el vocero del grupo. Era el hombre más alto que Rosamund hubiera visto jamás, montado sobre su caballo, que apretaba con unas piernas gruesas como troncos de árbol. Para sorpresa de ella, estaba afeitado, lo que no era usual en los fronterizos-. Soy el Hepburn de Claven's Carn -anunció con una voz profunda que pareció tronar desde dentro de su amplio pecho.

– ¿Qué busca, milord? Hace ya semanas que se ha observado a sus parientes en las colinas. Si su propósito es honesto, siempre serán bienvenidos aquí.

– No podría venir a cortejar a nadie hasta su regreso, milady -respondió él. Llevaba muy corto el espeso cabello negro y tenía los ojos más azules que ella había visto. Más azules, incluso, que los del príncipe Hal.

– ¿A quién quieres cortejar?

Los dos escoceses que lo acompañaban rieron.

– A ti, claro.

– ¿A mí? -Rosamund estaba muy sorprendida.

– Mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, trató de casarnos cuando tú eras jovencita, pero tu tío te casó con su esbirro para poder quedarse con tus tierras. Hace unos meses me enteré de que tu esposo había muerto, pero te habían llevado al sur. He apostado hombres en las colinas que rodean Friarsgate esperando tu regreso. Ahora he venido a cortejarte, señora, y me casaré contigo lo quiera tu tío o no. -Mientras hablaba la miraba directo a los ojos.

Rosamund sintió que se ruborizaba, pero le sostuvo la mirada.

– Estoy comprometida -dijo, serenamente-, y por orden del rey, no de mi tío.

El esbirro tenía una cabeza sobre los hombros y no era el león desdentado que creyó mi tío.

– Qué espíritu tienes, muchacha -rió-. Me gusta. ¿Y tu tío es el cobarde inglés que está sentado sobre su caballo al pie colina con tu administrador?

– Owein está sentado sobre su caballo al pie de la colina porque yo soy la señora de Friarsgate, no él. Yo hablo por mí y por mi gente Solo yo. -El escocés era arrogante, pero ella no se dejaría amilanar por su tamaño ni por sus modales.

– ¿Es uno de los galeses de Enrique Tudor, no? ¿Y cuándo es la boda muchacha?

– En Lammas.

– Sí, está bien pensado, porque tendrán un feriado, de todos modos. -Los ojos azules se entrecerraron-. Podría robarte en este preciso momento, Rosamund Bolton. En la frontera robarse a la novia es una costumbre honorable. -Acercó la montura a la de ella, tan cerca que ella sintió su olor, pero no se movió.

– ¿Y me llevarías a la Corte del rey Jacobo para exhibirme, milord? -Sus oscuras pestañas le acariciaron las mejillas en un mohín seductor.

– Sí, haría eso -respondió él, estirando la mano para tocarle una trenza.

– Entonces, mi amiga, la reina de los escoceses, sentiría mucha curiosidad por saber por qué no estoy con el hombre a quien ella eligió en persona para ser mi esposo -dijo Rosamund con una sonrisa traviesa.

– ¿Conoces a la nueva reina de Jacobo? -preguntó, asombrado.

– He sido su acompañante durante los últimos diez meses -le dijo Rosamund con el más dulce de los tonos-. Mi prometido y yo viajamos hasta Newcastle en su séquito nupcial. Sí, conozco muy bien a Meg Tudor.

– Que me trague la tierra…

– Sí, milord, lo tragará algún día -respondió Rosamund, sonriendo-. Ahora, dime, ¿por qué diablos tu padre ofreció por mí? Tú eres escocés y su heredero. Yo soy inglesa, al igual que mis tierras.

– Somos fronterizos, milady, no importa de qué lado. Te vi cuando eras una niña. En una feria de ganado; fuiste con Edmund Bolton.

– Tendría seis años -recordó Rosamund-. ¿Fue en el lado escocés de la frontera, en Drumfrie, no? Sí, cumplí seis años ese verano. ¿Y tú cuántos años tenías, milord?

– Dieciséis, y mi nombre de pila es Logan.

– ¿Dieciséis y no tenías esposa? -preguntó ella, curiosa.

– Mi padre todavía vivía. Decidí no casarme hasta no ser el Hepburn de Claven's Carn.

– Y al no haberte casado, Logan Hepburn, has podido desparramar tus afectos con generosidad a ambos lados de la frontera, no me cabe duda -dijo ella, irónica.

– ¿Celosa? -bromeó él-. No tienes motivo, muchacha, pues estuve guardando mi corazón para ti.

Ella volvió a ruborizarse.

– Milord, soy una mujer casada -se apresuró a decir Rosamund.

– El gales parece viejo, aunque lo bastante joven para llevarte a la cama -dijo, osado, Logan Hepburn-. Será un matrimonio más real que los dos que has tenido, Rosamund Bolton. Envidio a ese hombre. ¿Y el avaro de tu tío lo aprueba?

– Su aprobación no es necesaria.

– ¿Ha sido invitado a la boda?

– ¡Claro que sí!

– ¿Y a mí me invitarás? -Los ojos azules bailaron, divertidos.

– ¡No, no te invitaré! -Rosamund apretó la espuela y la yegua se agitó, nerviosa.

– Puede que vaya, de todas maneras.

– ¡No te atreverías!

– Claro que sí.

– No tenemos nada más que decirnos, Logan Hepburn. Te deseo muy buenos días -se despidió Rosamund y comenzó a bajar la colina sin mirar hacia atrás.

– Podrías tomarla -sugirió Colin, su hermano, con suavidad.

– ¿Para que nuestro primo Patrick, el conde de Bothwell, venga a hacernos una visita? Si la muchacha es amiga de la reina, no tengo opción -les dijo Logan Hepburn a sus dos acompañantes.

– ¿Cómo hizo una pequeña heredera del norte, sin la menor importancia, para hacer amistad con la hija del rey Enrique? -se pregunten voz alta Colin Hepburn.

– No lo sé -respondió Logan-, pero le creo. Es muy franca. No creo que mintiera sobre algo así, pero, cuando vuelva a ver a Patrick Hepburn, se lo preguntaré, que no te quepa duda.

– ¿Y ahora con quién te casarás, Logan? -preguntó el hermano menor, Ian-. Hay muchas que te aceptarían -agregó, riendo.

– Sí, pero no las quiero. Esa es la muchacha a la que deseo por esposa, y algún día la tendré.

– Claven's Carn necesita un heredero -señaló, reflexivo, Colin.

– Ian o tú pueden tenerlos -respondió Logan.

– No sé si eres un tonto… o algo peor… un romántico -dijo Colin-. O tal vez ambas cosas, hermano.

Logan Hepburn rió.

– ¿De verdad vas a ir a su boda con el gales? -preguntó Ian.

– Sí, asistiré y llevaré mis gaitas. Todos iremos. -Lanzó una gran carcajada y salió al galope, seguido por sus dos hermanos.

Rosamund iba colina abajo cuando oyó la carcajada. El sonido la irritó profundamente. Nunca había visto a nadie tan insolente, tan irritante como Logan Hepburn. Pero, al mismo tiempo, había quedado fascinada por lo que él le había dicho. Le preguntaría a su tío Edmund si era cierto. La halagaba pensar que alguien había ofertado por ella. Se preguntó si Hugh sabía de los Hepburn. Su queridísimo Hugh. Ella sabía que él se alegraría mucho por ella, y que aprobaría a Owein Meredith. Rosamund había llegado al pie de la colina y detuvo la yegua.

– Estás sonrojada, mi amor -dijo Owein, curioso.

– Acabo de conocer al hombre más irritante y ofensivo del mundo. Edmund, ¿conoces a los Hepburn de Claven's Carn?

– Su finca está del otro lado de estas colinas. ¿Cuál de ellos era, y por qué nos espían desde hace semanas? ¿Te lo dijo?

– Era el dueño mismo.

– ¿El viejo Dugald? Pensé que estaba demasiado enfermo como para montar a caballo -comentó Edmund.

– Obviamente el viejo dueño ha muerto. Era el hijo mayor, Logan Hepburn, y, por el aspecto, sus dos acompañantes eran sus hermanos. Volvamos a la casa, Edmund, que les contaré todo, pero necesito una copa de vino. No sé si alguna vez me he indignado tanto. -Llevó la montura al establo, seguida por sus dos acompañantes, intrigados.

– Ese hombre la ha cortejado -le dijo Owein en voz baja a Edmund.

– ¡No se atrevería! -dijo Edmund, rápidamente-. ¡No tiene derecho!

– Pero lo hizo -señaló Owein con una sonrisa sabia-. No he vivido casi toda la vida en la Corte de los Tudor como para no reconocer la señal de cuando una mujer queda turbada al recibir un halago. Recuerda que Rosamund es en realidad muy inocente en cuanto a cómo juegan los hombres con las mujeres.

– Y tú, amigo mío, ¿cómo te sientes ante la posibilidad de que otro hombre corteje a tu prometida? -preguntó Edmund, curioso.

– La amo -dijo Owein, simplemente-, pero si otro hombre pudiera hacerla más feliz que yo, daría un paso al costado, aunque me rompiera el corazón, Edmund Bolton. Pero nuestra boda está fijada para Lammas, y no tengo intenciones de renunciar a ella.

– ¿Pelearías por Rosamund?

– Sí, si fuera necesario. No podría vivir sin ella.

– ¿Por eso dejas en sus manos los asuntos relacionados con Friarsgate?

– ¿No le enseñaron tú y Hugh Cabot a ser independiente? -replicó Owein-. Está hecha con el mismo molde que la Venerable Margarita. No se acostumbra que un hombre admire a una mujer así, lo sé, pero yo la admiro. Haremos niños valientes entre los dos, Edmund. Quiero enseñar a mis hijas mujeres tanto como a los varones a ser igual de fuertes que ella.

– Mi sobrina no ha tenido fortuna con su familia, pero, por Dios, qué fortuna ha tenido con sus esposos.

– Y contigo y creo que con tu hermano, el sacerdote -agregó -. Quiero conocer a todos tus hermanos.

Se apearon de los caballos, que los peones llevaron a los establos y entraron en la sala, donde Rosamund ya los esperaba con un copón de peltre lleno de vino en la mano.

Owein le tomó la otra mano y se la besó con suavidad. Entonces, la llevó hasta una silla ubicada junto al hogar.

– Cuéntanos, mi amor, qué te ha molestado tanto. -Owein se sentó con Edmund Bolton frente a ella, mientras aceptaba el vino que le ofrecía la criada.

Rosamund miró directamente a su tío.

– ¿Los Hepburn de Claven's Carn ofrecieron por mí el verano en que cumplí seis años? ¿Lo recuerdas, Edmund? Me llevaste a una feria de ganado en Drumfrie. Todavía llevábamos luto por la muerte de John, pero el tío Henry me permitió ir a pedido de mi tía.

– Sí, ofrecieron. Recuerdo que regresé contigo a casa y hablé con Henry. Cuando se enteró se puso como loco. Lo único que le importaba era que podía perder Friarsgate si te casabas con alguien que no estuviera emparentado con él. Enseguida se decidió por Hugh Cabot. Pero vivió el resto del verano con temor de que los Hepburn pudieran bajar de la colina y robarte. Me había olvidado, Rosamund.

– Así que el joven Hepburn ha venido a cortejarte, ¿no? -dijo Owein, con suavidad, reparando en el sonrojo de Rosamund.

– Le dejé las cosas en claro -respondió ella, rápidamente-. Le dije que me casaría en Lammas y que estaba contenta de hacerlo. ¡Ese demonio dijo que vendría a bailar en mi boda! -exclamó Rosamund, indignada.

Owein rió.

– Entonces le daremos la bienvenida, mi amor. ¿Esta noticia te ha hecho arrepentir?

– ¡No! ¡Quiero ser tu esposa y de nadie más, Owein! -Se bajó de la silla, se arrodilló a su lado y lo miró a la cara-. ¿No me quieres? Tal vez tú te estés arrepintiendo. Quizá pensar en casarte con una muchacha sencilla del campo y pasar la vida aquí en el norte, sin diversiones, ya no te parece interesante, ahora que hemos regresado. -Lo miraba ansiosa.

Él tendió la mano y le acarició suavemente el rostro. La tomó de la mano, la ayudó a incorporarse y sentarse en sus rodillas.

– No quiero otra esposa que no seas tú, Rosamund Bolton -le aseguró- y la vida en Friarsgate me parece el paraíso después de pasar tanto tiempo en las casas de otros hombres. Además -Owein le sonrió con ternura-, creo que ahora tengo debilidad por una muchacha de cabello rojizo y ojos ámbar que me derriten el corazón cada vez que los miro. -La besó y Rosamund suspiró, feliz, sintiéndose segura, a salvo, dentro de esos brazos fuertes, deseando que su tío no estuviera allí, para que Owein pudiera tocarla como la otra vez. "Sólo tres días más"-pensó.


El día de la boda amaneció inusualmente caluroso, aun para el verano. Había neblina en el horizonte. El cielo azul tenía un aire lechoso. Todavía vestida con la ropa de dormir, Rosamund entró en la sala al alba. Edmund le llevó el cuarto de hogaza del año anterior y, siguiendo las tradiciones de Lammas, ella lo rompió con cuidado en pedacitos, que luego deshizo, y llenó con ellos un pequeño recipiente de cerámica. Descalza, salió y caminó desparramando las migajas para los pájaros. Después de cumplir con la antigua tradición, Rosamund volvió a la casa para prepararse para la boda, que se celebraría después de la misa. Su tío Richard, que había llegado el día anterior, asistiría a su propio sacerdote.

Maybel había llevado a la habitación de Rosamund la tina de roble, que ya estaba llena de agua caliente.

– Deprisa, mi niña -le dijo a Rosamund, y le levantó el cabello, que le había lavado la tarde anterior, para que no volviera a mojarse-. Ah, Será la última vez que uses esta habitación. Te recuerdo de pequeñita en este cuarto. -Lloriqueó y se secó los ojos con la manga-. Creo que siempre te recordaré así.

– ¿Por qué? ¿No volveré a usar mi habitación? -preguntó Rosamund mientras se quitaba la ropa de dormir y se metía en el agua. Pero entonces se dio cuenta de la respuesta-. Ah -dijo con una risita nerviosa-. Esta noche dormiré en la habitación de los señores de la casa con mi esposo. ¿Está preparada? -Tomó la franela y el jabón y Comenzó a lavarse.

– Por supuesto -dijo Maybel, casi ofendida.

– Creo que hoy me pondré mi traje verde Tudor -respondió Rosamund, simulando no haberse dado cuenta.

– ¡Por supuesto que no! -la reprendió Maybel, indignada-. Eres una novia, mi niña. Una novia de verdad. El traje que usó tu madre está guardado desde hace años en el ático para ti. Hace días que lo estoy amoldando a tu cuerpo. Tillie me enseñó cómo tomar una prenda anticuada y renovarla. Me dijo que el rey, que Dios lo bendiga, es muy tacaño. Se niega a gastar dinero en trajes nuevos si los viejos no están gastados. Y no te voy a decir que no estoy de acuerdo con él. Tillie tuvo que aprender a arreglárselas porque su ama insistía en estar siempre vestida a la moda.

– Sí, es cierto -recordó Rosamund-. Cómo odiaba Meg usar luto. ¡Ay, Maybel, gracias! Tener un traje adecuado para mi boda con Owein es más de lo que yo podía esperar. ¿Qué haría yo sin ti? -Los ojos ambarinos se llenaron de lágrimas, que resbalaron por las mejillas de la muchacha.

– ¡Sécate la cara, mi niña! -respondió Maybel con voz ronca, ya que ella también estaba a punto de llorar. Rosamund había estado a su cuidado desde su nacimiento, porque su madre nunca había sido muy fuerte. La hija de Maybel con Edmund había muerto antes de cumplir un año. Y ella había alimentado a Rosamund con sus propios pechos llenos de leche, casi sin tiempo de llorar a su Jane. Rosamund se había convertido en su hija en todo sentido: solo le faltaba haberla parido- ¡Y lávate bien el cuello! -le dijo, medio como un rezongo, con una sonrisa en los labios.

Rosamund, feliz, rió, se restregó con fuerza el cuello con la franela enjabonada y se enjuagó. Se puso de pie, salió de la tina y se secó con la toalla que Maybel había calentado al fuego. Estaba ansiosa por ver su traje de novia.

Maybel primero le dio a la muchacha una camisa de delicado lino con un cuello de encaje, que no era alto como la camisa de diario, sino bajo, ara amoldarse al escote cuadrado del corpiño de seda blanca que Maybel había bordado con hilo de plata, con un diseño de flores y rosas pequeñas. El encaje de la camisa aparecería por debajo del corpiño. Las medias de seda se sujetaban por encima de la rodilla con ligas de rosetones blancos. Los zapatos de punta redonda eran de cabritilla blanca. Algunas partes del vestido no habían cambiado. Las mangas eran ajustadas, como las del original, y la falda larga conservaba un plisado grácil.

– Ah -se quejó Rosamund-, cómo me gustaría que tuviéramos un espejo de cuerpo entero como el de Meg para ver cómo estoy. -Giró a un lado y otro, apreciando la falda-. ¿Esto era de mi madre? ¿Se lo puso el día de su boda?

– Sí. La falda era más larga porque iba recogida para mostrar una hermosa enagua de brocado. El escote no era tan pronunciado y no tenía el corpiño bordado. Pero era el traje más bonito de esta comarca. Dicen que el padre de tu madre lo mandó comprar en Londres cuando dio a su única hija en matrimonio a Guy Bolton, el heredero de Friarsgate. Recuerdo bien a tu madre, porque éramos de la misma edad. Estaba hermosa. La haría tan feliz saber que llevas su traje el día de tu boda.

– Me vestí de verde para Hugh y creo que me trajo buena suerte -dijo Rosamund, pensativa-. Recuerdo bien aquel día de octubre.

Maybel asintió.

– Henry Bolton pensó amarrarte para siempre a su rama de la familia con esa boda. Tuviste suerte con Hugh Cabot, niña, no hace falta que yo lo diga.

– Y también la tendré con Owein. Meg cree que me ama. ¿A ti te Parece que me amará o ella me lo habrá dicho para que yo no tuviera miedo o no me enojara?

– Por Dios, mi niña, ¿no te das cuenta? Es claro como el agua. Sí que te ama. Y a partir de hoy será mejor que tú aprendas a amarlo a él. Es mejor cuando hay amor.

– ¿Tú amas a Edmund? -preguntó Rosamund, atrevida-…él dijo alguna vez que te amaba?

– Mi padre era el molinero de Friarsgate cuando yo era una muchacha. Como tú, era hija única, y él quería un buen matrimonio para mí. Se fijó en Edmund Bolton, nombrado administrador aquí por su propio padre, porque no podía heredar Friarsgate, como ya sabes. Pero tu abuelo quería a todos sus hijos y trató de darles un buen futuro a todos Yo era bonita entonces, como son bonitas todas las muchachas jóvenes. Todo el mundo sabía que era muy trabajadora. Mi padre me dio una dote generosa, cinco monedas de plata, un baúl de lino, cuatro trajes, cuatro camisas, gorras, una capa de lana y un par de zapatos resistentes de cuero. Fue ante el señor de Friarsgate y le pidió permiso para casarme con Edmund, porque yo era una muchacha decente con una buena dote. El señor sabía que cuando muriera mi padre, yo heredaría lo que era de él. Mi madre ya había partido. Tu abuelo nos dio nuestra cabaña de regalo. ¿Si lo amaba? No entonces. Pero tu tío es un hombre que se le mete a uno en el alma. Un día, de la nada, y no sé por qué, porque nunca me animé a preguntárselo, Edmund me dijo: "Te amo, Maybel. ¿Tú me amas?". "Te amo", le respondí, y eso fue todo. No hemos vuelto a hablar de eso, y no es necesario. Él lo dijo, yo lo dije, y allí termina la historia. Ahora, quédate quieta, mi niña, que te cepillaré el cabello. Margery te hizo una preciosa corona de flores. -Tomó el cepillo de cerda de jabalí y lo pasó por el largo cabello de Rosamund hasta que brilló con reflejos dorados. La joven lo llevaría suelto sobre los hombros, porque era virgen.

– ¿Todavía no llegó el tío Henry? -preguntó la muchacha, nerviosa.

– Todavía no, y me alegro -dijo Maybel, con aspereza-. Me pregunto si soportaría ver que todas sus estratagemas no lo han llevado a ninguna parte, pero ya aparecerá, mi niña. -Dejó el cepillo, tomó la corona de flores y se la colocó a Rosamund en la cabeza-. ¡Ahora sí! Ya estás lista, y te aseguro que no he visto novia más linda que tú.

Rosamund abrazó con fuerza a Maybel.

– Te quiero y nunca podré agradecerte lo suficiente, porque has sido una madre para mí, queridísima Maybel. -Dio un paso atrás-. Qué linda estás -le dijo a Maybel, que sonreía de oreja a oreja-. ¿Ese es el traje que te ayudó a hacer Tillie?

– Sí -dijo Maybel-, y puede que sea demasiado para Friarsgate, pero quería estar especial para ti en este día. -El traje de Maybel era azul oscuro; la camisa de lino de cuello redondo con volados aparecía por debajo del escote cuadrado del traje. Las mangas largas y ajustadas terminaban en puños celestes. Llevaba una capucha corta de terciopelo azul con un velo blanco como la nieve sobre la cofia blanca.

Afuera, la campana de la pequeña iglesia comenzó a repicar, llamando a misa. Juntas, las dos mujeres bajaron la escalera de la casa; al final las esperaban Edmund y sir Owein Meredith. Ambos hombres llevaban calzas bajo los jubones y sobre-túnicas. La de Edmund era azul oscuro, haciendo juego con el traje de su esposa, pero el novio tenía una calza de seda en negro, blanco y oro. Su sobre-túnica era de un color borgoña intenso adornada con piel oscura, y los zapatos de punta redonda eran de cuero negro. El color del sombrero armonizaba con el resto del traje.

A Owein se le iluminó la cara al ver a Rosamund con su vestido de novia y ella lo miró sorprendida. Nunca lo había visto tan elegante, ni siquiera en la Corte. La ropa de ambos había sido más práctica.

– Qué apuesto estás -dijo ella, casi sin aliento.

Él la tomó de la mano para ayudarla a bajar los últimos escalones.

– Y tú eres la novia más hermosa que ningunos ojos hayan visto jamás, mi amor. Si quedara ciego en este momento, tu imagen me quedaría grabada en la memoria para siempre. -Galante, le dio un beso en la mano. Después, la tomó del brazo y salió con ella por la puerta de la casa.

De pronto, y para gran sorpresa de ella, aparecieron tres fronterizos, vestidos con sus kilts, tocando la gaita y dispuestos a preceder al séquito nupcial hasta la iglesia.

– ¿Qué es esto? -le susurró a Owein.

– El Hepburn de Claven's Carn y sus hermanos tienen la gentileza de tocar para nosotros -dijo Owein, con calma-. Espero que les agradezcas, más tarde, durante la fiesta, mi amor.

– ¡Es intolerable! -siseó ella.

Owein rió.

– Todo es, en parte, para hacer las paces con nosotros y, en parte para bromear contigo, Rosamund.

– ¡Le dije que no viniera! -Ella estaba colorada de furia.

– Pero sabías que vendría, dadas las circunstancias. Sé generosa mi amor. Logan Hepburn no puede resistirse a un desafío, y tú lo provocaste al mostrarte tan firme en tu determinación. Dudo que haya conocido a otra mujer que no cayera desmayada en sus brazos. Después de todo, es un hombre muy bien parecido. Sería un gran éxito en la Corte con esos ondulados cabellos negros, los ojos azules, la mandíbula pronunciada y su altura -dijo Owein, riendo.

– Es muy obvio que nunca lo trataron con disciplina ni le enseñaron las virtudes de la moderación -rezongó Rosamund.

– Muy pronto serás mi esposa, mi amor, y nada podrá separarnos, excepto la muerte. Mi vida, mi espada y mi corazón son tuyos, Rosamund. ¿Qué podría ofrecer Logan Hepburn para tentarte a dejarme? No temas, mi amor. Te protegeré, pero quiero que estés segura, antes de que entremos en la iglesia, de que esto es lo que quieres de verdad. ¿Es así?

– Sí -le respondió Rosamund sin vacilar-. Solo te quiero a ti por esposo, Owein Meredith. No sé por qué Logan Hepburn me enoja tanto.

– Es su arrogancia juvenil. Es muy parecido al príncipe Enrique -comentó Owein-. Es su aire de grandeza lo que te irrita tanto, como te sucedía con el príncipe.

– Su música es alegre -admitió Rosamund, de mala gana, mientras recorrían el sendero que llevaba a la iglesia.

– Díselo después, durante la fiesta. El Hepburn ha venido a desafiarte, pero, si no muerdes el anzuelo y le agradeces, de una manera cordial, como si fuera un amigo muy querido que ha tenido un gesto amable contigo, te aseguro, Rosamund, que serás tú quien gane la partida con el amo de Claven's Carn.

Ella rió.

– Por lo que veo, hay muchas cosas que puedo aprender de ti, milord. Tus años en la Corte de los Tudor no fueron desperdiciados.

Él le sonrió.

– Nosotros, los galeses, podemos ser tan astutos como ese trío de escoceses.

A ambos lados del camino estaba la gente de Friarsgate, que, luego de observar a los novios, ahora seguía el cortejo nupcial hacia la iglesia. El pequeño edificio estaba bellamente decorado con gavillas de trigo y flores estivales. Había velas de verdadera cera de abeja en pulidos candelabros de bronce sobre el altar de piedra. A diferencia de las iglesias grandes de las ciudades, que, con frecuencia, disponían de pantallas talladas entre la congregación y el sacerdote, la iglesia de Friarsgate no tenía ninguna barrera entre la gente y el representante de Dios. Incluso había algunos bancos de roble dentro de la iglesia rural. Los novios ocuparon su lugar en el primero de los bancos, mientras que los demás se ubicaron en los de atrás o permanecieron de pie.

Los dos sacerdotes salieron de la sacristía. El padre Mata estaba vestido con una sobrepelliz de lino blanco bordada con gavillas de trigo doradas. Era un traje especial que, en general, usaba sólo en Pascua. Solía celebrar misa con la sencilla sotana de su orden, como la que ese día tenía Richard Bolton. Las velas del altar se agitaban a la luz de la mañana que entraba por las ventanas de arco gótico simple, con sus paneles de plomo vidriados.

"Algún día -pensó Rosamund- habrá ventanas de vitrales en esta iglesia, como en la capilla real y en las iglesias que vi en el sur". Se sentó a escuchar con atención las palabras de la misa. Cuando terminó, el padre Mata los llamó a ella y a Owein a ponerse de pie ante él. Con voz serena pronunció las palabras del sacramento del matrimonio. Cuando les preguntó su intención, tanto la novia como el novio respondieron con voz clara, que se oyó en toda la iglesia. No hubo timidez ni vacilación de parte de ninguno de los dos. Por fin, el joven sacerdote bendijo a la pareja, sonriéndole con calidez. Owein Meredith besó la mejilla sonrojada de la novia y los arrendatarios de Friarsgate estallaron en vivas.

Los gaiteros Hepburn los llevaron de la iglesia por el sendero que volvía a la casa. Se habían dispuesto mesas frente al edificio, con bancos a ambos lados para la mesa de los novios, traída de la sala junto con sus sillas de roble tallado y respaldo alto. Se abrieron los barriles de cerveza y sidra. Los criados comenzaron a venir desde la casa con bandejas y cuencos con comida. En un asador cercano se asaban las dos mitades de res cubiertas con sal, mientras cuatro jóvenes criados las daban vuelta lentamente. Se sirvieron todos los productos de trigo tradicionales relativos al festival de Lammas, como el año anterior, pero, como esta era, además, una fiesta de boda, había carne de res, gordos pollos rellenos con pan y manzanas que habían sido mezclados con salvia, un guisado espeso de conejo con trozos de zanahoria y puerro que flotaban en la salsa de vino, pasteles de aves de caza y cordero asado. Cuando presentaron una bandeja con salmón en rodajas delgadas sobre un colchón de hojas frescas de berro, Rosamund preguntó:

– ¿De dónde proviene este fino pescado, Edmund?

– Lo trajeron los Hepburn, señora -respondió Edmund.

Rosamund se volvió hacia Logan Hepburn, quien, por su rango, estaba sentado a la mesa de los novios, y dijo, dulcemente:

– Qué afortunados somos de tenerte por vecino, mi señor. Tu regalo de música para alegrar nuestra fiesta fue más que generoso, ¡pero traer salmón, además! Te doy mi más caluroso agradecimiento. -Y le dirigió una espléndida sonrisa.

Él, desde la silla, hizo una profunda inclinación, con una sonrisa de asombro en los labios.

– Estoy encantado de darte placer, señora -le dijo, con un brillo en los ojos azules.

– Fue salmón lo que me diste, señor, sólo salmón. Y no preguntaré de dónde lo tomaste -bromeó Rosamund, picara-. La evidencia será devorada con tal rapidez que quedarás a salvo.

Todos en la mesa rieron, incluido Logan Hepburn, que tuvo la inteligencia de aceptar que lo habían vencido. En un campo cercano pusieron blancos de tiro y, con los arcos largos en la mano, los hombres se turnaron para disparar. Pronto se convirtió en una competencia abierta entre Owein Meredith y Logan Hepburn. Dispararon una flecha tras otra, y los dos se superaron a sí mismos con cada tiro. Cuando la flecha de Logan Hepburn partió en dos la flecha anterior de Owein, los observadores emitieron una exclamación de asombro.

El escocés rió y dijo:

– No puedes mejorar eso, Owein Meredith.

– Tal vez sí -respondió el otro con suavidad, preparó el arco y lanzó la flecha hacia el blanco.

Otro grito de asombro se levantó de la concurrencia, seguido por un gran viva: la flecha de Owein había partido la del escocés. Logan Hepburn quedó boquiabierto de asombro, mientras que su rival, con las manos en las caderas, le sonreía.

– ¡Que me trague la tierra!

– No me canso de decirte que eso te sucederá algún día, milord -intervino Rosamund, acercándose a Owein. Se puso en puntillas y le dio un beso en la mejilla-. ¡Bien hecho, esposo mío! -lo felicitó-. Ahora ven a sentarte a mi lado. La cocinera ha preparado una delicada tarta de peras para celebrar el día. Y tú también ven, Logan Hepburn. Creo que en este momento te irá bien algo dulce. ¿Y un poquito de vino, tal vez?

– Con mucho gusto. Milord, tienes que enseñarme a disparar así. Yo creía que era el mejor arquero del mundo, pero admito que me has vencido con facilidad.

– No hay ningún truco, milord, y con gusto compartiré mis habilidades contigo. Pero no hoy. En breve necesitaré toda mi fuerza y mi habilidad para otro deporte. -Le pasó el brazo por los hombros a Rosamund y fue con ella hacia la mesa principal.

– Se burla de ti -dijo, en voz baja, Ian Hepburn.

– Sí, lo sé -respondió Logan-, pero yo me lo merezco. No es ningún tonto y sabe que pretendo a su esposa. Puede que no sea mío el primer bocado, Ian, pero algún día tendré el último. Ella será mía, lo juro.

– Eres un tonto -dijo Colin Hepburn, mofándose de su hermano-. Busca otra muchacha y cásate. Es tu deber, como nuestro señor.

– Busca tú una muchacha, Colin. Si muero sin herederos, heredarán tus hijos. No me importa. La muchacha que acaba de casarse es la única esposa que quiero.

– Tendrías que haberla tomado el otro día, cuando tuviste oportunidad -le reprochó Ian.

– Tal vez sí, pero ahora es demasiado tarde. Aunque no es el final, hermanos. Tendré otra oportunidad y, cuando llegue, la aprovecharé sin vacilar.

La gente de Friarsgate comió hasta hartarse. Los hombres disputaron sus juegos recios, pateando la vejiga de oveja en el campo, lejos de la casa. Después de recuperar el honor batiendo a los ingleses en ese terreno, los tres Hepburn tomaron sus gaitas y se pusieron a tocar. Se les unieron varios de los hombres con la flauta de doble caña, un violín, campanillas, un pandero y un tambor. Todos se pusieron a bailar, de la mano, en círculo. Luego, danzaron en una larga fila, pasando entre las mesas, guiados por los novios. El día llegaba a su fin. A una señal de Rosamund, se le entregó una hogaza de pan con una vela encendida a cada invitado. Guiado por Edmund Bolton, el séquito nupcial y sus invitados dieron tres vueltas a la casa. Entonces, se apagaron las velas y se comieron las hogazas hasta dejar una cuarta parte del pan, que se guardaría para la celebración del año siguiente.

El sol comenzó a ponerse por el oeste y los invitados partieron de regreso a sus casas. El Hepburn de Claven's Carn y sus hermanos agradecieron a sus anfitriones y se despidieron. Logan Hepburn hizo una reverencia ante Rosamund tomando su mano.

– Algún día volveremos a vernos, milady de Friarsgate.

– Esperaré ese momento, milord -respondió ella, sin desviar la mirada de los ojos azules de él. Entonces, apartó su mano de la de él y les deseó que regresaran sanos y salvos a su casa.

– ¿No se quedarán a pasar la noche? -preguntó Owein, hospitalario.

– No, señor, pero gracias por su ofrecimiento. Hay una hermosa luna fronteriza que nos guiará a casa.

Owein y Rosamund observaron cómo los tres escoceses se alejaban. La novia tuvo que admitir, aunque más no fuera para sus adentros, que la aliviaba ver alejarse al Hepburn de Claven's Carn. La fascinaba de una manera algo perversa, pero no le diría nada a nadie de sus pensamientos secretos. Ni siquiera a Owein. Tenía por esposo a un buen hombre y estaba decidida a amarlo.

Permanecieron un momento en silencio, mirando el crepúsculo sobre las montañas hacia el poniente. Después, de la mano, volvieron a la sala de la casa. Se encendieron velas, como de costumbre; el fuego ardió con alegría y contrarrestó el fresco de la tarde que, después del día desusadamente cálido, se había puesto muy fría. Los esposos se sentaron juntos ante el hogar sobre un pequeño banco con almohadón. A los pies de Owein había un laúd; él lo tomó y comenzó a cantarle a su novia con su clara voz de tenor. Ella quedó sorprendida y encantada, pues nunca lo había oído cantar ni tocar, y no sabía que lo hacía tan bien.


Mira esta rosa, oh Rosa, y, mirando, ríe para mí que en el sonido de tu risa cantará el ruiseñor.

Toma esta rosa, oh, Rosa, que es la flor del amor, y por esa rosa, oh, Rosa, cautivo está tu amante.


La música terminó y ella quedó sin aliento. Él le tomó la pequeña mano, dejó el laúd y le dio un tierno beso. Sus ojos se encontraron y Rosamund sintió un estremecimiento en el corazón.

– Nunca antes me habían dado una serenata -dijo, con delicadeza-. ¿Tú escribiste esa canción?

– No -admitió él, dándose cuenta de que podría haberle mentido que ella nunca se hubiera enterado-. Se dice que el poema lo escribió Abelardo, un filósofo francés y a veces poeta. Pero la melodía es mía Como casi todos los galeses, tengo habilidad para la música. Me alegro de haberte complacido, mi amor.

– Mi tío Henry no vino. Pensé que aparecería -dijo Rosamund luego de un pequeño silencio.

– Sabe que ya no puede hacer nada -respondió Owein-. Ha tenido un año para acostumbrarse a la idea de que Friarsgate pertenecerá a tus hijos y no a sus nietos.

– Pero pensé que vendría, aunque más no fuera para quejarse de nosotros por robarle la finca -dijo ella, con una sonrisa.

Owein rió.

– Ya vendrá, y antes del invierno, ya verás. ¿Estás cansada, Rosamund? Ha sido un día muy largo para ti, y ninguno de los dos se ha recuperado del viaje con la reina de los escoceses.

– Llamaré a Maybel para que me ayude -le respondió Rosamund, y se puso de pie. Era un alivio que los invitados se hubieran ido y hubieran renunciado a la tradición de acostar a los novios. "Soy valiente pero, si hubieran hecho mucha alharaca, me habría dado mucha vergüenza. No sé si no estoy bastante asustada así como están las cosas", reflexionó. Se dirigió a su esposo-: Enviaré a Maybel a buscarte cuando esté lista.

Él se incorporó, le dio un beso en la mano y le dijo:

– Esperaré aquí. -La vio salir deprisa de la sala y se reclinó en el asiento, frente al fuego. Ella estaba nerviosa. Por supuesto. Era una virgen bien educada y él, un hombre de experiencia, pero que nunca había hecho el amor con una virgen. Luchó por recordar qué sabía sobre las vírgenes. Había que tratarlas con delicadeza y no apresurarlas. Eso lo sabía. Pero sería firme con ella, porque debía consumar el matrimonio para que fuera completamente legal. Oyó una tos discreta y levantó la mirada.

– El Hepburn trajo una barrilito de whisky, milord -dijo Edmund Bolton-. Se me ocurrió que no le vendría mal un sorbito, ¿eh?

Owein Meredith asintió y aceptó una copa. Tragó un largo sorbo, saboreando el gusto ahumado y el calor que le fue de la garganta al estómago.

– La amo -dijo, casi con desesperación.

– Lo sé -le respondió Edmund.

– Ella no entiende el amor.

– No, no el amor entre hombre y mujer. Pero lo entenderá y creo que antes de lo que pensamos, milord.

– Llámame Owein cuando estemos juntos -le dijo el nuevo amo de Friarsgate a Edmund Bolton-. Bebe conmigo, hombre.

– Te lo agradezco. El whisky de Claven's Carn tiene fama de ser excelente.

– Y siéntate. -Edmund Bolton se sirvió whisky y se sentó junto a Owein. Bebió un trago, con placer.

– Es excelente -dijo, con una sonrisa que le iluminó el rostro.

– Seré bueno con ella.

– Sé que así será.

– No sé cómo se comporta un esposo, Edmund. Mi padre nunca volvió a casarse y todos los hombres que conocí en la casa de los Tudor eran soldados. Un hombre no ama a una esposa como a una prostituta. El rey amaba a su reina, pero nunca supe cómo se comportaban cuando estaban a solas, algo poco usual, además. Tú eres esposo. ¿Qué hago? -Su expresión era desolada y la voz sonaba al borde del pánico.

Edmund rió.

– En términos generales, los esposos hacen lo que se les ordena, Owein, muchacho. Al menos, esa ha sido mi experiencia. Rosamund fue criada por Hugh y por mí para ser independiente. Los dos odiábamos el deseo avaro de Henry por quedarse con su finca. Queríamos que nuestra muchacha fuera libre. ¿Qué hace un esposo? Bien, debe ser fuerte cuando su esposa no lo es, o cuando ella necesita que él lo sea. Debe ser amante, amigo y compañero. Ella querrá malcriar a los niños. Tú sabrás cuándo no debe hacerlo y te asegurarás de que prevalezca tu voluntad en esas cuestiones. Debes ser la fuerza y la guía moral de tu familia, Owein Meredith. Serás fiel a ella y a Friarsgate. Es lo mejor que puedo decirte. Pero, para esta noche, sé delicado, sé paciente y enséñale los placeres del lecho matrimonial. Dile lo que haya en tu corazón para que ella se sienta libre de contarte lo que hay en el suyo. Las mujeres como Rosamund jamás admiten el amor a menos que se las ame. Yo nunca pude entender eso, pero es así.

– Gracias, Edmund. Trataré de seguir tu consejo.

– Aprenderás transitando el camino, Owein, muchacho, pero, como te dije, por ahora dedícate a amar a esta muchacha. El resto vendrá solo.

– ¿Vas a retener a este hombre parloteando toda la noche en la sala mientras lo espera su novia? -preguntó Maybel, interrumpiendo la conversación-. Ve, Owein Meredith. Tu esposa te espera en su cama. ¡No demores!

El señor de Friarsgate se levantó de un salto y atravesó deprisa la sala, con una sonrisa en los labios.

– Eres una vieja malvada -dijo Edmund, bromeando con su esposa-.Yo lo tenía tranquilo, bien en calma, y tú llegas gritando órdenes. -La llevó hacia sus rodillas y la besó.

– Estuviste bebiendo -lo reprendió Maybel.

– ¿Quieres un traguito?

– Sí, pero antes bésame otra vez. Puede que no seamos novios, pero nunca has sido remiso en el amor, Edmund Bolton.

Él le sonrió.

– Y después de tantos meses lejos de ti, Maybel, esta noche estoy dispuesto a demostrarte otra vez que mi corazón es tuyo, como te lo he demostrado todas las noches desde que llegaste a casa. -Y la besó.

CAPÍTULO 10

Owein abrió lentamente la puerta del dormitorio, entró en la habitación y se sobresaltó cuando la puerta se cerró a sus espaldas con un ruido fuerte. Las cortinas estaban corridas sobre las ventanas de plomo. En un extremo de la habitación había un gran hogar, donde ardía un hermoso fuego que calentaba el ambiente. La habitación estaba bien equipada con fuertes muebles de roble; y la gran cama con baldaquino le llamó de inmediato la atención. Las cortinas de la cama estaban cerradas casi por completo.

– ¿Owein? -La voz sonó pequeña y joven.

– Sí, soy yo, Rosamund -le respondió, acercándose a la cama por donde las cortinas se abrían apenas y revelaban a su novia sentada muy derecha contra las almohadas y apretando la manta contra el pecho. Tenía los cabellos sueltos sobre los hombros desnudos.

– Ven a la cama -lo invitó ella, ya con un poco más de voz.

– ¿Estás tan impaciente? -bromeó él, comenzando a desvestirse.

– ¿Tú no? -replicó ella, traviesa.

Él rió.

– Para ser virgen, eres una muchacha muy atrevida. -Se quitó la ropa lo más rápido que pudo sin parecer ansioso, aunque la verdad era que sí estaba impaciente por reunirse con ella en la cama. Se desvistió de espaldas a Rosamund.

– Ah, qué lindo trasero tienes -dijo ella, picara, cuando él se quitó la ropa interior-, pero qué piernas tan peludas. ¿El resto de tu cuerpo es así de lanudo? Eres como una de mis buenas ovejas.

Él se dio vuelta.

– Seré un carnero para tu dulce ovejita. -Ya estaba completamente desnudo.

– ¡Ay, Dios! -no pudo contenerse Rosamund al ver a su primer hombre desnudo. Sus ojos ámbar lo examinaron de arriba abajo: la espalda ancha, el pecho amplio con su abundante vello dorado, las piernas largas, el…-. ¡Ay, Dios! -repitió cuando sus ojos se encontraron con la primera masculinidad que contemplaba en su vida-. Ese es tu… -dejó la frase sin terminar y la mirada seguía allí, fascinada curiosa.

– Sí, este es el objeto de tu caída, hermosa. Ahora, hazme un lugar, muchacha, que me estoy congelando, pese al fuego. ¿No oyes la lluvia contra las ventanas? Estamos en agosto, pero ya viene el otoño.

Ella abrió la manta, se apartó y lo invitó a unirse a ella.

– ¿Cómo lo usas? -preguntó, ingenua.

Él la abrazó; estaban sentados los dos en la cama.

– A medida que crezca mi deseo por ti, se agrandará -le explicó. Comenzó a acariciarle los pequeños senos redondos.

– ¿Y después? -Las manos de él sobre su piel la excitaban.

Él se inclinó hacia ella y la besó suavemente.

– No nos adelantemos, mi amor. Te prometo que te lo explicaré todo a medida que avancemos. -Con el pulgar comenzó a acariciarle un pezón y la abrazó más fuerte y la apoyó contra las almohadas-. Los senos de una mujer son muy tentadores -le dijo, mientras bajaba la cabeza para besárselos.

Rosamund sintió los labios calientes sobre su piel. El corazón le empezó a latir con más fuerza. Murmuró bajito, mientras él le lamía primero un pezón y luego el otro. La lengua aterciopelada de él la hizo estremecer. La boca de él se cerró sobre un pezón y comenzó a chupar.

– ¡Ah! -La exclamación de sorpresa se le escapó de los labios.

Él levantó la cabeza, tenía los ojos casi húmedos con una expresión que ella no conocía.

– ¿Eso quiso decir que está bien? ¿O te desagrada? -le preguntó, despacio.

– ¡No! ¡No! ¡Está bien, muy bien!

Él volvió a bajar la cabeza, esta vez dedicándose al otro seno. La boca apretó con más fuerza el pedacito de carne sensible. Y entonces acarició suavemente el pezón con los dientes.

– ¡Ay, sí! -dijo Rosamund, sintiendo ramalazos de un nuevo placer que la inundaba. Los dientes raspaban, pero no la dañaban. Se dio cuenta de que lo que él hacía le encantaba. Comenzó a chuparle el otro seno y Rosamund suspiró. Las sensuales acciones de Owein la hacían estremecer. Pensó que era placentero y delicioso.

Él se dio cuenta que había una fragancia en ella. Olía a brezo, y era el aroma perfecto para ella. Comenzó a besar esa piel dulce y cálida, bajando los labios desde los senos por el torso hasta el vientre. Se sorprendió al notar bajo su boca que ella palpitaba nerviosamente. Se detuvo en el ombligo, sin saber hasta dónde podría continuar, pero dándose cuenta, una vez más, de que ella era joven e inexperta.

Le apoyó la cabeza sobre el vientre y le acarició el muslo. ¿Cómo le hacía un hombre el amor a una esposa? Volvió a preguntárselo. Si ella hubiera sido mayor, más experimentada, una prostituta, él se habría sentido más seguro de sí mismo. Pero no era así. Y ahí radicaba el dilema.

Rosamund notó algo extraño. ¿Por qué se había detenido? ¿Pasaba algo malo? ¿Ella había hecho algo que no debía?

– ¿Qué pasa, Owein? -preguntó, bajito-. ¿Te he desagradado por mi ignorancia?

Su hermosa voz… La inocente pregunta que hizo lo trajo de vuelta a la realidad.

– No estoy seguro de cómo actuar contigo -le dijo, francamente-. Nunca le hice el amor a una virgen ni a una esposa, Rosamund.

– ¿Y a quién le has hecho el amor? -preguntó ella, con genuina curiosidad y aun tal vez un poco celosa.

– En la Corte las mujeres buscan la diversión… cortesanas o prostitutas -admitió-. Tú eres tan diferente, mi amor. Eres limpia y dulce. Eres mi esposa.

– ¿No tienen todas las mujeres los mismos deseos y ansias voluptuosas, Owein?

– No lo sé. Me he pasado la vida en el servicio real, Rosamund. Mis encuentros sexuales han sido más que nada apresurados, y para el único propósito del placer. Pero tú eres mi esposa. Nuestros encuentros serán para crear hijos, no para deporte o diversión.

– ¿Por qué no? -preguntó ella-. ¿Por qué no podemos divertirnos y buscar el gozo mutuo mientras engendramos a nuestros hijos, esposo mío? ¿Nuestros hijos no deben provenir del amor? ¿Por qué la pasión tiene que ser sobria?

– No tiene por qué serlo -aceptó él, entendiendo la sabiduría de las palabras de ella. Entonces, levantó la cabeza y miró dentro de sus cálidos ojos ámbar-. Te amo, Rosamund. ¿Tú me amas, puedes amarme?

– Todavía no te amo -le dijo ella, honesta-, pero creo que puedo amarte, Owein. ¿Tú de veras me amas?

– Sí, te amo. Quizá te haya amado desde la primera vez que te vi. Admiré lo bien que te comportaste ante la avaricia de tu tío Henry, con Hugh Cabot recién enterrado.

– Tu oportuna llegada me salvó -dijo Rosamund, pensativa.

– Lo sé.

– Owein, no quiero seguir hablando. Quiero ser tu mujer esta noche, y quiero conocer los placeres del lecho nupcial. ¿Es eso malo?

– No, no lo es. Creo que me alivias, porque estoy locamente enamorado de ti, esposa mía, y comienzo a llenarme de deseo. -Se inclinó sobre ella y la besó hasta dejarla sin aliento y sonrojada.

– Quiero tu hombría dentro de mí -susurró ella, ardiente, llenándolo de deseo-. ¿Me montarás como monta el carnero a su oveja, Owein?

– Podría, pero no lo haré. La manera más usual entre un hombre y una mujer es cara a cara. Pero ahora no hagas más preguntas, Rosamund. Déjame mostrarte cuánto te amo y te deseo. -Comenzó a besarla otra vez, hundiendo su boca en la de ella, haciendo que las lenguas jugaran a las escondidas. El vello rubio del pecho de él rozaba los senos jóvenes de ella. Owein percibió las prominencias suaves de ella cediendo ante el peso de él.

Rosamund sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas de una manera muy agradable. Notaba un cosquilleo en los pezones ante el roce del vello del pecho de él. Comenzó a acariciarle la nuca, a deslizar los dedos por los anchos hombros de él. Cerró los ojos y disfrutó de la plétora de deliciosas sensaciones que le recorrían el cuerpo y el espíritu. El delgado cuerpo de él se sentía duro contra el suyo. La inundaba un cosquilleo, una sensación desconocida. ¿Era deseo? ¡Tenía que ser! ¡Estaba experimentando el deseo por primera vez!

– ¡Ah, esposo mío! -murmuró, contra el oído de él y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, pues no podía controlarse.

La obvia excitación de ella y la voluptuosidad recién hallada encantaron a Owein. Había temido la reacción de ella ante su avasalladora pasión. Le tomó la cabeza entre las manos y volvió a besarla en los labios. El cabello rojizo era delicado bajo sus dedos. Las pestañas oscuras se tendían sobre las mejillas como mariposas de verano. Esas pestañas, vio entonces, tenían puntillas doradas. Había tanto para descubrir en ella ahora que era su esposa.

Rosamund sintió la dureza contra el muslo. Una dureza larga y muy firme. La masculinidad de él había madurado y estaba pronta para penetrarla. El corazón comenzó a latirle con más fuerza que nunca. Ahora la mano de él le cubría el monte de Venus y lo apretaba.

– Ah -gimió ella, por la sensación que le producía. Un dedo comenzó a moverse dentro de su hendidura, buscando la cúspide de su femineidad, que ya estaba tensa de entusiasmo. Él jugó un momento con ella y enseguida deslizó el largo dedo dentro de la húmeda vaina amorosa de ella. Luego, introdujo un segundo dedo, y movió ambos hacia adentro y afuera. -¡Sí! -siseó ella.

Estaba lista.

Sin decir una palabra, Owein montó a su esposa, pujando con su lanza de amor entre los labios mayores, despacio, muy despacio, entrando en el cuerpo deseoso de ella. Se detuvo un momento, para que ella pudiera acostumbrarse a esta primera invasión.

– ¿Estás dispuesta a ser mi mujer, mi amor? -murmuró contra los labios henchidos de amor de ella.

Ella asintió y sus ojos ámbar se abrieron muy grandes cuando él pujó hondo dentro de ella. Gritó cuando se desgarró su doncellez, unas rápidas lágrimas le corrieron por las mejillas, lágrimas que él besó, pero, para alivio de él, ella se aferró a su esposo mientras él pujaba y pujaba hasta que no pudo soportar más la dulzura que le proporcionaba poseer el cuerpo de Rosamund. Para deleite de Owein, la oyó gritar, pero este segundo grito fue de placer, no de dolor. El néctar del placer de él irrumpió dentro de la morada amorosa y las uñas de Rosamund se clavaron en sus hombros y arañaron su ancha espalda.

Había habido dolor, pero desapareció de una manera casi mágica. El impulso feroz, el movimiento repetitivo del vientre de él había tenido un extraño efecto sobre ella. Pareció perder todo control sobre sí misma y vivir solo para las deliciosas sensaciones que atravesaban su cuerpo tenso. Con cada impulso de la vara inflamada de él Rosamund se sentía un poco más mareada, hasta que, al final, la pasión explotó dentro de ella y, por una fracción de segundo, llegó a perder el conocimiento.

– ¡Owein! ¡Owein! -se había oído gritar, llamándolo, como desde una gran distancia.

Él la envolvió en sus brazos y le besó la cabeza. El calor los envolvía a ambos.

– Sí, mi amor -susurró él-. Ahora eres una mujer, y tal vez esta noche hayamos hecho un niño.

Ella suspiró y se acurrucó contra él.

– Me gustaría mucho -le dijo en voz baja. Lo miró y agregó-: Fue maravilloso, señor caballero. Hasta el dolor fue bueno. Es un alivio ya no ser doncella y, por fin, una verdadera esposa, Owein. Gracias.

Él sintió las lágrimas que querían brotar de sus ojos y trató de frenarlas. Los hombres no lloran.

– No, mi amor. Soy yo quien está agradecido por el magnífico regalo de tu virginidad. Siempre te seré fiel, Rosamund. Te lo juro en la noche de nuestra boda.


Por la mañana, Henry Bolton llegó a Friarsgate temprano, cuando Maybel sacaba la sábana ensangrentada del lecho nupcial. Osada, la agitó ante los ojos de él.

– Esta vez está bien casada -dijo Maybel, con una sonrisa.

– Él podría morirse -dijo Henry Bolton, sombrío.

– ¡Ella podría ya estar preñada! Ya no tendrás Friarsgate, Henry Bolton. Hugh Cabot, que Dios lo tenga en la gloria, fue más astuto que tú, -Y Maybel rió en voz alta.

– Podría morirse, y los niños mueren jóvenes en este país, como tú y yo bien sabemos -insistió Henry-. Entonces ella no tendrá más opción que casarse con mi hijo.

– El Hepburn de Claven's Carn vino a cortejarla, y se fue sólo porque es un hombre honorable -replicó Maybel-. Que Dios no permita que le suceda nada a sir Owein, pero, si eso ocurriera, el Hepburn cruzaría las colinas y estaría en esta casa más rápido que el viento.

– ¿Ese escocés desgraciado tuvo la temeridad de venir a cortejar a mi sobrina? -preguntó Henry Bolton, enojado.

– Sí, así es, y además, es un buen hombre. Vino a la boda de mi señora y tocó sus gaitas para la pareja nupcial.

– Vino a ver la tierra.

– Trajo salmón y whisky, tío -dijo Rosamund, entrando en la sala, al oír la conversación-. El salmón estaba delicioso y este invierno disfrutaremos del whisky. Lamentamos mucho que tú y Mavis se hayan perdido la boda. ¿No vino contigo, tío? -Le sonrió, alisando la falda color bermejo para quitar arrugas imaginarias.

– Mi esposa no está bien, por eso me perdí tu boda.

– Buenos días, hermano Henry -dijo Richard Bolton al entrar en la sala-. Te extrañamos en la misa, sobrina, pero dadas las circunstancias, estás perdonada -rió-. Desayunaré antes de partir.

Rosamund se sonrojó, como correspondía, pero enseguida rió.

– Lamentaremos verte regresar a tu monasterio, tío.

Richard Bolton sonrió y se dirigió a su hermano menor.

– Henry, no te veo nada bien. Demasiada comida pesada y demasiado vino, me parece. Creo que te recomendaría un poco de abstinencia de tus costumbres excesivas.

– ¡Ocúpate de tus asuntos! No permitiré que un bastardo me sermonee, aunque sea sacerdote. Sobrina, ¿no vas a ofrecerme comida después de que he cabalgado desde Otterly Court desde antes del amanecer? Hace frío para ser agosto. No tengo vino. Tus criados son holgazanes y necesitan una mano firme. Espero que tu esposo pueda manejarlos, ya que tú no eres capaz.

Owein Meredith entró en la sala en ese momento.

– Buenos días, tío. Imagino que puedo llamarte así ahora que soy el esposo de Rosamund. -Inclinó la cabeza ante Richard con una pequeña sonrisa de complicidad.

El sacerdote le devolvió el saludo; le brillaban los ojos.

– ¿Diez meses en la Corte y no conseguiste nada mejor que este caballero ordinario, sin tierras? -dijo Henry, con brutalidad, sin responder a la burla de Owein-. Bien te podrías haber quedado aquí y casarte con mi muchacho.

– No habría estado tan feliz y satisfecha como esta mañana después de una boda semejante -respondió Rosamund, osada.

Owein y Richard rieron ante el comentario, pero Henry Bolton frunció el entrecejo.

– Y, tío, quisiera informarte que la reina de los escoceses, Margarita Tudor, junto con su abuela, la honorable madre del rey, me eligieron el esposo. El rey mismo anunció nuestro compromiso en su sala ante la Corte entera y lo vivaron por ello. Mi esposo se ha criado en la Casa de los Tudor. El rey sabe que puede confiar en él para manejar esta porción de frontera y que no lo traicionen. Mi esposo es respetado por el hombre más poderoso de Inglaterra, el rey Enrique. Mi esposo es querido y bien considerado por hombres de consecuencia. Estoy orgullosa de ser su esposa, tío. ¡Me habría metido en un convento y habría legado Friarsgate a mi orden antes de casarme con otro de tus hijos!

– Pero no tuviste que hacerlo, mi amor -dijo Owein, tranquilizando a su esposa-. Vamos, tíos, desayunemos. -Llevó a Rosamund la mesa grande y la ubicó, poniendo a Henry Bolton a su derecha y a Richard Bolton a la derecha de Rosamund.

Los criados sirvieron la comida. Avena, huevos hervidos, jamón, pan, manteca y queso. Había vino y sidra. Henry Bolton no pronunció ni una palabra desde que tuvo la comida enfrente. Comió con las dos manos y bebió tres copas de vino. Y cuando los criados se llevaron los pocos restos, habló Richard Bolton.

– Cuando estés listo, hermano Henry, cabalgaré contigo.

– ¿Cabalgarás conmigo?

– ¿Adónde?

– A tu casa, hermano Henry. Ya has presentado tus respetos a la novel pareja y no creo que sea tu intención interferir en su bendición de recién casados. En especial estando tu buena esposa enferma. Querrás estar con ella.

– Como te vas, tío -dijo Owein-, quiero despedirme. Hoy debo salir a inspeccionar nuestro ganado. Hay que seleccionar los peores animales y llevarlos al mercado. No podemos permitirnos alimentar bestias inútiles este invierno, ¿no? -Se puso de pie y estrechó la mano gorda de Henry Bolton enérgicamente. Se dirigió a Richard-: Gracias por toda tu ayuda. Que tengas buen viaje, y regresa pronto. -Le estrechó la mano, delgada y elegante. Por fin, se inclinó y besó a Rosamund; los labios se demoraron lo suficiente para que a ella se le acelerara el pulso. -¿Vas a hacer jabones o conserva hoy, mi amor? -preguntó, solícito.

– No lo he decidido aún -respondió ella, con una sonrisa-. Una mujer nunca termina su trabajo. Tal vez haga pociones medicinales, milord.

– Bien -dijo Henry Bolton-, me agrada comprobar que al menos por fin te portas como una esposa dócil y sumisa, sobrina.

– Gracias, tío -respondió ella, modosa, poniéndose de pie-. Permíteme acompañarte para despedirme como corresponde. -Le hizo una reverencia a Owein-. Te veré esta noche, milord -le dijo, y él salió de la sala. Rosamund ordenó a una joven criada-: Corre a las cocinas y asegúrate de que mis tíos tengan sustento para sus viajes del día.

– Sí, milady -respondió la muchacha, que hizo una reverencia antes de salir.

Rosamund envió entonces a un criado a los establos para asegura se de que las monturas de su tío hubieran comido y bebido y estuvieran listas para viajar. Cuando el muchacho volvió, regresaba la criad de las cocinas con dos cuadrados de tela de algodón, atados con sumo cuidado. Rosamund los tomó con una sonrisa.

– ¿Qué hay en ellos?

– Pan fresco, queso, un pedazo de carne y una manzana, señora -se apresuró a responder la muchacha.

– Llenen sus cantimploras a gusto, tíos -invitó la dama de Friarsgate-. El sol calentará mucho, y les vendrá bien un trago.

Cuando por fin los hermanos estuvieron listos, la sobrina los acompañó hasta el exterior de la casa, donde dos muchachos de los establos sostenían las monturas. Richard Bolton subió con gracia a su silla; el oscuro hábito de tela se levantó apenas lo suficiente para mostrar las pantorrillas blancas y musculosas y los delgados pies calzados en sandalias de cuero. Henry, por otro lado, necesitó un tocón para montar, y aun así hubo que empujarlo y subirlo a la silla. También a él se le levantó el traje, y se vieron sus muslos gordos y oprimidos en la calza oscura. No, no se lo veía bien, pero no era sólo por el peso.

– Que Dios los acompañe a ambos.

– Que Dios te dé un hijo, sobrina -dijo Richard Bolton-. Rezaremos por ti en St. Cuthbert.

– Gracias, tío.

Henry Bolton rezongó.

– ¿Podemos irnos? -gruñó. Y, como recordándolo, agregó-: Adiós, sobrina.

Luego de observar la partida de los dos hombres, Rosamund se volvió y entró en la casa. En la sala, la esperaba Maybel.

– No le vi buen aspecto al tío Henry.

Maybel rió.

– Acabo de oír un rumor de la cocinera, que tiene una hermana en Otterly Court. A la señora Mavis le ha crecido un inmenso vientre, pero no es obra de tu tío. Se dice que ella estuvo con un mozo de establo, joven y moreno. Tu tío los sorprendió y mandó a pasear al muchacho. Entonces Mavis les anunció a todos, en la cena de Pascua, que está otra vez encinta. Tu tío no se anima a negar que es el padre, porque prefiere morir antes de que se sepa que es un cornudo, aunque casi todo el mundo está enterado. Ahora bien, se dice que él está cuestionando la paternidad de todos los hijos que ha tenido con ella, excepto la del mayor, que es tan idéntico a él que no deja dudas de quién es el padre.

– Pobre tío Henry. Casi me da pena, porque está tan orgulloso de ser un Bolton, nacido del lado decente de la cama, a diferencia de mis tíos Edmund y Richard. Pero es tan avaro y desagradable que nadie puede evitar comprender a Mavis. No es fácil vivir con el tío Henry, Maybel, como bien lo sabemos las dos. Pero ¡adulterio! Es muy feroz la venganza que ella se ha tomado, diría yo, y los pobres niños sufrirán más que nadie por la indiscreción de ella y por el altanero orgullo de él.

– Tienes un corazón bondadoso, mi niña -dijo Maybel.

– ¿Te ocuparías de la casa hoy, Maybel? Todavía estoy cansada de nuestros viajes y quisiera retirarme a mi habitación para descansar un rato.

– Ve, mi niña.

– Me gustaría que me trajeran un baño -murmuró Rosamund.

– Enviaré a los muchachos con el agua caliente. Te prepararán la tina, milady.

– Qué importante suena eso.

– Bien, ahora eres la esposa de un caballero y así hay que dirigirse a ti. Ahora ve, milady.

Rosamund entró en su dormitorio y le sonrió al hombre que yacía en la cama, esperándola.

– Milord -dijo, con una reverencia-. He pedido un baño, pero debes esconderte cuando lleguen los criados, porque no quiero que se sepa que no estás en los campos seleccionando la hacienda, sino en nuestra cama, dándome placer. -Los ojos ámbar relampaguearon-. He despedido a mis tíos con comida para el viaje.

– Ven aquí, esposa, bésame -dijo él, entrecerrando los ojos verdes.

Rosamund, bromeando, mantuvo la distancia.

– Me contó Maybel que la cocinera, que tiene una hermana e Otterly, dice que Mavis tiene un vientre inmenso y que no es de mi tío. Por eso él está tan dispéptico. No se anima a negar su paternidad sin echarse encima el escarnio, y tú ya sabes cómo es el tío Henry.

– Ven aquí -repitió él, esta vez con más énfasis.

– Creo que oigo a los criados -respondió Rosamund, traviesa- Debes ocultarte en mi pequeño guardarropa, esposo.

De mala gana, Owein se levantó de la cama y caminó hasta el pequeño nicho cubierto. Se volvió, estiró el brazo y la atrajo hacia él.

– Señora, corres el riesgo de que te den unas palmadas, pues me temo que eres una pícara embustera. -Le dio un beso muy lento.

Sin aliento, ella lo apartó, no sin antes bajar la mano y acariciarle la estaca de deseo, que estaba con obvia necesidad de sus dulces atenciones.

– Decidiremos esto entre los dos después de que esté lista la tina. Quítate la ropa, milord, pues yo misma voy a bañarte.

– Ah -murmuró él-, así que eres tan rebelde como yo me temía, señora. Pero te obedeceré, mi amor, y espero con ansias tus tiernos cuidados. -Con una risa se metió en el guardarropa.

– Adelante -dijo Rosamund, al oír golpear a la puerta de la alcoba.

Entraron varios criados con cubos de roble con agua hirviente. Uno de ellos dejó su carga, sacó la tina que había junto al hogar y la puso ante el fuego. Entonces, los criados comenzaron a vaciar en ella el agua caliente. Rosamund añadió unas gotas de su precioso aceite de baño, obsequio de la reina de los escoceses, y de inmediato la habitación quedó inundada por la fragancia de brezo blanco. Los criados recogieron los cubos vacíos y se fueron.

– Um -El sonido provenía del guardarropa.

– Todavía no, mi señor, sólo un momento -le dijo Rosamund a su esposo, mientras sus dedos se apresuraban a desatarse la ropa y quitársela. Por fin, quedó tan desnuda como cuando Dios la trajo al mundo, y entonces lo llamó, con dulzura-. Ven, Owein. Estoy lista para ti.

Él apareció, igualmente desnudo. Al verla desvestida, sonrió.

– No te apartaré del rebaño, mi amor -bromeó-. Por Dios, Rosamund, eres la criatura más hermosa que tuve jamás ante mis ojos. No creo haber visto nunca a una mujer totalmente desprovista de ropa. -Su mirada era de abierta admiración.

Los ojos de ella recorrieron el cuerpo alto y esbelto de él. A la luz del sol que llenaba la alcoba, él se veía magnífico. Tenía la espalda muy ancha, pero la cintura era estrecha y las piernas, largas, pero bien formadas. Un vello dorado le cubría las piernas y el pecho, y una delgada franja de vello bajaba hasta el vientre, para entrar en el bosquecillo de rizos dorados que enmarcaban su masculinidad.

– Y tú eres la criatura más hermosa que yo he visto jamás, milord -le respondió ella, con ternura. Pero, entonces, se ruborizó por la temeridad de sus acciones y se apartó de él, tímida de pronto ante este hombre que era su esposo. ¿Todas las esposas se comportarían así con sus señores?

Él se acercó desde atrás y deslizó un brazo por la cintura de ella para atraerla hacia sí. Con la otra mano le cubrió un seno y comenzó a jugar con el pezón. Sus cálidos labios le rozaron la nuca, el hombro. Luego comenzó a hablarle bajo al oído y a excitarla con el calor de su respiración tanto como con las palabras que le susurraba.

– Anoche me preguntaste si haríamos el amor como el carnero y la oveja. Te dije que lo haríamos, pero no la primera vez. Tres veces he entrado en ti, Rosamund. Ahora te mostraré cómo toma el carnero a la oveja. -Sus dedos se cerraron sobre el seno de ella y apretaron.

Ella casi no podía respirar por el efecto de sus palabras. Se estremezo de excitación mientras él la llevaba lentamente hacia la mesa que había junto al fuego.

Cuando ella estuvo con los muslos contra la mesa, él volvió a hablarle al oído.

– Ahora, mi amor, dóblate hacia adelante, y agárrate de la mesa. Así estarás en la posición de la ovejita en los prados. El voluptuoso carnero te cubrirá con su cuerpo, te montará, y su vaina húmeda y caliente te penetrará… ¡así! -Se introdujo en ella con un solo movimiento.

Rosamund contuvo el aliento al sentir que él la penetraba tan plenamente. Su miembro estaba tan grande; juraría que vibraba dentro de ella.

– ¡Ay, Owein! -gimió, suave-. ¡Ay, sí! -lo alentó cuando él comenzó a moverse dentro de ella. El peso de él le oprimía los senos sobre la mesa. Los dedos de él le apretaban las caderas. Ella gimió de placer cuando él empujó al máximo. Y luego salió casi por completo de su interior con un movimiento lento, sensual y majestuoso de su masculinidad-. ¡Por favor! -Ella sentía la excitación que le crecía por dentro-. ¡Ay, por favor, no pares! ¡No pares, Owein! -Arqueó la espalda para permitirle a él entrar más a fondo-. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ahhhhhhhhhhhhhh! -exclamó ella. Entonces llegó a la cumbre y se desmoronó, casi decepcionada de que no hubiera más.

Su néctar entró como una tromba en el cuerpo ansioso de ella. Él no había pensado rendirse tan fácilmente, pero era imposible resistirse a ella. Y ahora lo sabía. Uno le hace el amor a una esposa como le hace el amor a cualquier mujer. Con pasión, con habilidad y, en el caso de Rosamund, con amor. La besó en la oreja y murmuró:

– ¡Beee!

Rosamund rió. No podía más. Él le había hecho el amor de una manera muy excitante, y se sentía maravillosamente.

– Déjame incorporarme, mi amor. Creo que ahora los dos deberemos bañarnos. -Sintió que él salía del interior de ella y se incorporaba-. Ven. La tina se enfría. Tú primero, y yo te lavaré. -Lo tomó de la mano y lo llevó a la tina de roble redonda.

Él se metió y se sentó con cuidado.

– No creo que haya lugar para los dos -dijo, con pena.

– No en esta tina, aunque he oído que hay unas más grandes. ¿Le pedimos al tonelero que nos haga una, milord? -Se arrodilló junto a él y comenzó a lavarlo con su paño de franela y una barra de jabón.

– Sí, señora, tenemos que pedirle al tonelero que nos haga una tina en la que podamos bañarnos juntos. ¡Me encanta la idea!

Ella le lavó la cara, mirando dentro de sus ojos y sintiendo que se le derretía el corazón. ¿Era posible que amara a ese hombre? Por cierto que le gustaba mucho, y hacían el amor de una manera maravillosa. Claro que ella no tenía cómo comparar, pero él le proporcionaba un placer tan increíble que seguramente eso significaba algo. ¿No? Rosamund le pasó el paño por el pecho. Le lavó los brazos largos y la gran espalda, el cuello y las orejas.

– Tienes que lavarte tú las piernas y los pies, porque temo que, si lo hago yo, derramaremos agua en el piso en nuestro entusiasmo. -Le dio el paño.

– Estoy de acuerdo -dijo él, y lo tomó.

Ella esperó con paciencia a que él hubiera terminado y, cuando él se puso de pie, lo envolvió en una toalla caliente.

– Sécate tú, que se me enfriará el agua -le dijo. Entonces se metió en la tina y comenzó a lavarse rápido, porque de verdad el agua se enfriaba. Cuando terminó y se incorporó, Owein la envolvió en otra toalla caliente que tomó de un perchero que había junto al fuego. Rosamund bostezó mientras él la secaba.

– Ahora dormiremos un rato. Hace apenas una semana que estamos en casa, y tú no estás acostumbrada a tanto viaje, mi amor. -La levantó, la metió en la cama y se introdujo él también.

– Sí, mi señor, estoy cansada -admitió ella, se acurrucó en la curva del brazo de él y se quedó dormida.

Para cuando despertaron era muy entrada la tarde, y fue por un discreto golpear a la puerta del dormitorio.

Maybel asomó la cabeza por la puerta abierta.

– Ah, bien, ya están despiertos -dijo, al parecer, en absoluto sorprendida de encontrar al señor de la casa con su esposa-. ¿Van a bajar a la sala a comer o traigo la comida aquí arriba?

– Yo bajaré, pero mi señora debe permanecer en la cama y descansar. Tráele una bandeja con algo nutritivo.

– Mandaré a una de las muchachas, y también a los criados a vaciar 'a tina y guardarla. -Se fue y cerró la puerta tras ella.

– Ya descansé -rezongó Rosamund.

– No, mi amor, no descansaste nada. -Él abrió el baúl que había los pies de la cama y sacó una delicada camisa de lino, que le alcanzó su esposa-. Ponte esto, Rosamund. No debes estar desvestida bajo las mantas cuando lleguen los criados a retirar la tina. -Se vestía mientras hablaba.

Ella obedeció, sumisa, dándose cuenta de que él había comenzado a cuidarla como lo haría un esposo. Y eso la confortaba.

– Dame mi cepillo -dijo ella y, cuando él se lo hubo alcanzado comenzó a pasárselo por sus largos mechones. Luego los peinó en una sola trenza y la ató con una cinta azul que encontró en el bolsillo de la camisa-. ¿Estoy lo suficientemente respetable ahora para recibir a los criados? -bromeó.

– Salvo por esa expresión de satisfacción en los ojos y por la boca algo machucada, sí. Creo que me quedaré hasta que se hayan ido los criados.

– ¿Entonces estás celoso, señor mío? -coqueteó ella.

– Estoy celoso de cada minuto de tu vida que no hemos compartido, Rosamund.

– ¡Ah! -Él la conmovía; era tan romántico, algo que ella no habría esperado cuando lo conoció-. No eres el hombre que yo imaginaba.

– ¿Estás decepcionada?

– ¡No! ¡Eres maravilloso, Owein Meredith!

– Nunca pensé que algún día una mujer me pondría tan tonto -admitió Owein-, pero me temo que tú me has convertido en un tonto redomado, mi amor. Te amo sin límites y quiero que algún día tú me ames también.

– Así será -le prometió ella-. Creo que ya me estoy enamorando de ti, esposo. ¿Cómo no amar a un hombre que ha sido tan delicado y bondadoso conmigo? Un hombre que respeta mi humilde posición como señora de Friarsgate. Eres único, y muy parecido a como habría sido Hugh Cabot de haber sido más joven.

– Vaya con el elogio -respondió Owein con una sonrisa -Se cuánto querías a sir Hugh. Sé cuánto lo respetabas. ¿Te ofenderías si te digo que creo que su espíritu está en esta casa, y que me parece que me ha aprobado?

– No, yo siento lo mismo, y también creo que te aprueba.


Rosamund se encontraba en un mundo nuevo. Era una mujer casada, como tantas otras. Los días se hicieron semanas y las semanas, meses. Se recogió la cosecha. Se trilló el grano, que ahora estaba guardado en los graneros de piedra. Se recogieron las manzanas y las peras. Los arrendatarios de la finca se sorprendieron cuando sir Owein se trepó a la copa de cada uno de los árboles del huerto a cosechar la fruta de las ramas más altas. En el pasado, esa fruta se dejaba pudrir o caer al suelo para que se la comieran los animales.

– No está bien desperdiciar -les explicó, tranquilo.

Se había hecho la selección de rebaños y manadas. Algunos animales fueron sacrificados para que hubiera carne para comer en el invierno, pero la mayoría se llevó al mercado para venderlos. El dinero resultante fue utilizado para comprar las cosas que la finca no producía, como sal, vino, especias e hilo. Las monedas que quedaron se guardaron en una bolsa de cuero y se escondieron detrás de una piedra del hogar que había en el dormitorio del señor y la señora.

Para la fiesta de San Martín, Rosamund estaba segura de que se hallaba encinta, algo que confirmaron tanto Maybel como la partera de la finca. Ambas estuvieron de acuerdo en que la criatura nacería a mediados de la primavera, probablemente en el mes de mayo.

– Si es varón, me gustaría llamarlo Hugh -se animó a decir Rosamund, después de contarle a su feliz esposo.

– ¡Sí! Es un buen nombre, ¿pero y si tenemos una niña, mi amor?

– ¿Te parece posible? -Rosamund se sorprendió de que él aun sugiriera la posibilidad. La mayoría de los hombres querían hijos varones y no les importaba confesarlo. Una hija después, podía ser, pero primero hijos varones.

– Cualquier cosa es posible, mi amor. Yo me contentaré con una criatura sana, niña o varón… Y una esposa que sobreviva a los rigores del parto.

Entonces Rosamund rió.

– Para una mujer es natural dar a luz, Owein. Y yo soy mayor que la Venerable Margarita cuando dio a luz a nuestro buen rey Enrique. Las mujeres de mi familia no mueren de parto.

– ¿Y si el buen Señor nos bendice con una hija, cómo la llamaremos? -volvió a preguntar él.

Rosamund pensó un momento y luego dijo:

– No lo sé. Todas las niñas que nazcan en Inglaterra en los próximos meses se llamarán Margarita, por la reina de los escoceses. Yo usaré Margarita como uno de los nombres de nuestra hija, por supuesto, pero primero deberá tener su propio nombre.

– Tienes tiempo de sobra para pensarlo -dijo Maybel, con sabiduría-. La criatura no vendrá antes de la primavera y estamos a principios del invierno. Además, bien puede ser un varón.

Celebraron los Doce Días de Navidad a la manera tradicional, con un gran leño navideño que encontraron en el bosque cercano y trajeron a la casa. Hubo ganso asado, y en la Corte del señorío, Rosamund perdonó las ofensas de los pillos que se presentaron ante ella y repartió regalos para toda su gente. Además, estaría permitido cazar conejos dos veces por mes durante el invierno, los sábados, salvo durante Pascua, cuando se daría permiso para tomar peces de los riachos de Friarsgate, los mismos días. Rosamund Bolton era una buena señora, todos estaban de acuerdo.

Enero pasó con relativa tranquilidad. Las ovejas empezaron a parir sus corderitos, como siempre, durante las tormentas de febrero, y volvían locos a los pastores que se desesperaban por encontrar a los recién nacidos antes de que estos y las madres murieran congelados.

– Las ovejas no están entre los animales más inteligentes -observó Rosamund. Y le dijo a su esposo-: Tendrás que ir a Carlisle en primavera a tratar con los mercaderes de tela de los Países Bajos, mi señor, pues a mí, en mi estado, me será imposible. -Su mano acarició por instinto el vientre redondo, calmando a la criatura que tenía en sus entrañas, que, por otra parte, era muy activa.

– Podemos ir juntos si la criatura ya nació. Los mercaderes no vienen hasta fines de mayo o principios de junio, porque los mares no son propicios antes de esa fecha.

– Debes ir tú. No soy una dama de la alta sociedad para sacarme la leche y poner a mi hijo a amamantarse en el pecho de alguna campesina. Soy una muchacha del campo, y nosotras amamantamos a nuestros hijos, esposo mío. Mi madre era delicada, por eso no me amamantó de pequeña. ¡Gracias a Dios que estuvo Maybel! Pero Maybel está de acuerdo conmigo en que una criatura tiene que estar primero en la teta de su madre.

– Yo no tengo experiencia con criaturas ni con madres. Debo aceptar tu criterio en este asunto. -La abrazó, una tarea un tanto difícil en los últimos tiempos, y la besó con suavidad-. Cómo voy a envidiar a esa criatura, mi amor -dijo, con segunda intención.

– ¡Milord! -Rosamund todavía podía ruborizarse.

– No puedes echarme a mí la culpa, mi amor. Nunca pensé en conocer la dicha de la bendición conyugal con ninguna mujer, y los hados me dieron a ti. Nunca pensé en llegar a engendrar niños, y aquí estamos, tú madurando mi niño ante mis ojos. Todo es maravilloso y muy nuevo para mí, esposa mía.

Estaban sentados en la sala. La nieve del invierno golpeaba contra las pocas ventanas y había un fuego que ardía gozoso en el hogar. Dos perros terrier de Escocia, un galgo y un terrier de un suave manto negro y tostado estaban echados en el piso junto a sus sillas. Un gato gordo se lavaba las patitas junto al fuego, mientras se preparaba para una de sus largas siestas invernales.

– Me pregunto si Meg será tan feliz como yo.

– Es una reina -respondió Owein-. Ellas tienen poco tiempo para la felicidad; sus obligaciones se interponen. Pero conociendo a Margarita Tudor como la conozco, no creo que sea desdichada. Tiene hermosos trajes para mostrar, joyas y, a creer por lo que se cuenta, un esposo lujurioso para mantenerla satisfecha en la cama. Lo único no tiene que hacer para merecer esos placeres es producir un heredar para Escocia. Considerando el éxito de su madre en tales menesteres creo que le irá bien.

Rosamund rió.

– Eres un cínico, señor mío. Es un aspecto tuyo que no conocía.

– Prefiero decir que soy realista -dijo él, riendo-. Crecí en la casa de los Tudor, mi amor. Los conozco bien. Creo que perturbaría a los poderosos descubrir lo bien que los conocen sus servidores.

Llegó marzo y la nieve de las colinas comenzó a derretirse a medida que los vientos venían más del sur y del oeste. La tierra volvió a ponerse verde, y se la veía salpicada por ovejas y sus corderitos, que retozaban alegres en los prados. El cielo era brillante y azul un minuto y se llenaba de nubes de lluvia al siguiente. Pero era primavera. Pascua llegó y pasó. Se acercaba el momento del nacimiento del primer hijo de Rosamund. Por momentos, ella estaba muy feliz, y al instante, muy irritable.

– Estoy más grande que una oveja con mellizos -rezongaba-. No me encuentro los pies y, cuando consigo verlos, me hallo con dos salchichas hinchadas.

– Si nuestra Madre bendita pudo dar a luz a su hijo con fortaleza -dijo, inocente, el padre Mata-, también podrá hacerlo usted, señora.

Rosamund penetró con la mirada al joven sacerdote.

– Sólo un hombre es capaz de decir semejante tontería, mi buen padre. Hasta no haber llevado en sus entrañas una nueva vida, y sentir que el vientre y los pechos se le ensanchan más allá de toda razón, no sabrá por lo que pasó nuestra Madre bendita o cualquier otra mujer en asuntos como este.

Owein largó una carcajada ante la expresión de desconcierto que había en el joven rostro del padre Mata.

– No puede saberlo, por ser un hombre de Dios y no un esposo. Pero yo he descubierto que las mujeres se ponen extremadamente irritable en momentos así.

– Discúlpalo, Rosamund -dijo Maybel, casi reprendiéndola-. ¿Cómo esperas que el pobre hombre lo sepa?

– Entonces que no repita devotos lugares comunes -rezongó ella.

Se levantó de la mesa y una súbita expresión de susto le atravesó el rostro.

Maybel lo vio y se apresuró a preguntar:

– ¿El bebé?

– No tengo dolores -dijo Rosamund, despacio-, pero me ha salido agua, y no es orina. -Estaba muy confundida.

– Algunas empiezan con dolores y otras con las aguas -dijo Maybel, con calma-. Esta criatura ha decidido venir y ha elegido el momento, mi niña. Camina por la sala mientras ponemos la silla de parir junto al fuego. -La mujer se dirigió a Owein-. Tú y Edmund saben qué hacer, milord. En cuanto a usted, mi buen curita, algunas oraciones serán de ayuda.

Rosamund comenzó a caminar por la sala. "Estoy pariendo a mi hijo -pensó, muy entusiasmada-. Para la mañana tendré a mi hijo en brazos. Una nueva generación para Friarsgate. Ven, mi chiquito Hughie, y nace. ¡Sí! Hugh por Hugh Cabot. Edward, por mi hermano perdido; y Guy, por mi padre, a quien apenas recuerdo. Hugh Edward Guy Meredith, el próximo señor de Friarsgate". De súbito la atravesó el primer dolor, y ella se detuvo bruscamente.

– ¡Agh! -La oleada de dolor la recorrió y se fue con la misma rapidez.

– Sigue caminando -le dijo Maybel.

Pusieron la silla de parir junto al hogar sobre un lecho de paja. En el fuego hervía un enorme caldero de agua. Había una mesita llena de paños limpios. En otra, una jarra de bronce y una pequeña botella de aceite. Trajeron la cuna junto con los paños para fajar al recién nacido.

– Ahora, salgan todos -ordenó Maybel.

– ¡Que Owein se quede! -exclamó Rosamund mientras su tío el sacerdote y los criados salían de la sala.

– Dar a luz es asunto de mujeres, mi niña -dijo Maybel.

– Me quedaré -dijo Owein, en voz baja, y Maybel asintió.

Rosamund caminó por la sala hasta que sintió débiles las piernas ya no pudo tenerse en pie. Owein la sostuvo antes de que cayera y la llevó a la silla de parir. La sentó y ella se aferró a los robustos brazos de madera, porque los dolores venían ya muy seguido. Finalmente, pareció que no había respiro para tanto dolor.

– Puja, mi niña -ordenó Maybel-. Tienes que pujar para que salga la criatura de tu cuerpo.

– No puedo -gimió Rosamund. Tenía la frente perlada de transpiración y casi no podía respirar.

– ¡Tienes que pujar! -dijo Maybel, severa.

El largo crepúsculo de primavera se convirtió en la más negra de las noches. La oscuridad persistía, y Rosamund se cansó más y más luchando por traer a su hijo al mundo, al heredero de Friarsgate. Owein se quedó a su lado, alentándola, mojándole los labios resecos con un paño empapado en vino, apartándole los cabellos, ahora lacios y húmedos, de la frente.

Por fin, cuando el cielo comenzaba a aclarar con el nuevo día, Maybel gritó:

– ¡Ya casi está, mi niña! La criatura casi salió. ¡Con el próximo dolor tienes que pujar con todas tus fuerzas!

Y Rosamund se aferró a los brazos de la silla, apretando los dientes y gruñendo mientras pujaba con todas sus fuerzas. Un grito rasgó el alba y Maybel, de rodillas ante la silla de parir, ayudó a que la criatura terminara de salir del cuerpo de su madre.

– ¡Es una niña! -exclamó Maybel-. ¡Tan bonita como tú cuando naciste!

– ¡Pero yo quería un varón! -gimió Rosamund.

– La próxima vez -dijo Owein, y sus ojos brillaron cuando miró por primera vez a su hija.

– ¿La próxima vez? Tú tienes que estar loco -le dijo Rosamund, pero Owein y Maybel rieron.

– ¿Qué nombre le pondremos? -le preguntó a su agotada esposa

– ¿Qué día es hoy? -preguntó Rosamund, exhausta, casi incapaz de mantener los ojos abiertos.

– Es 29 de abril.

– Mañana es mi cumpleaños. Cumpliré quince. Pero hoy es el día de santa Catalina. Le pondremos como mi madre, como la santa y como la reina de los escoceses -decidió Rosamund.

Maybel había terminado de limpiar a la niña, cuyos alaridos ya no eran tan fuertes. La envolvió con paños apretados y se la entregó a su madre.

– Tiene tus mechones rojizos, mi niña.

Rosamund miró a su primogénita.

– Bienvenida al mundo, Philippa Catharine Margaret. Casi compartimos el cumpleaños -dijo y rió cuando su hija bostezó y cerró los ojos para dormir, como diciendo: "Ahora que todo terminó podemos descansar un rato".

El delgado dedo de Owein tocó la mejilla sedosa de la criatura.

– Nuestra hija -murmuró, despacito.

– Lo siento, milord. Traté de darte un hijo varón.

– Es perfecta. No podría ser más feliz, mi amor.

– ¿De verdad? -preguntó ella, escudriñando el hermoso rostro de él.

– De verdad -respondió él-. Ahora tengo dos hermosas mujeres para amar y malcriar.

CAPÍTULO 11

Si había algo que Rosamund había aprendido en su breve paso por la Corte era el valor de tener conexiones con personas importantes. No había considerado seriamente la cuestión hasta el nacimiento de su hija. Porque, ahora, Philippa era la heredera de Friarsgate, pero, aunque fuera suplantada por un hermano varón, seguiría siendo la hermana del heredero. Rosamund sabía que en esa región tan poco habitada era difícil conseguir buenos maridos. Se tomarían en cuenta la dote de su hija, su belleza y sus conexiones. Philippa no era de cuna noble, pero tampoco era una campesina. En consecuencia, de sus padres dependía mantener sus frágiles lazos con la Corte de los Tudor, aunque más no fuera por la niña.

Rosamund le escribió a la Venerable Margarita y a su antigua acompañante, Margarita, la reina de Escocia, anunciándoles el nacimiento de su hija. También se le ocurrió escribirle a Catalina de Aragón, que probablemente sería reina de Inglaterra algún día. Podría ser muy útil conservar la relación con una reina. Para deleite de Rosamund, llegaron cartas de las tres mujeres. La madre del rey enviaba sus felicitaciones junto con un pequeño broche de esmeraldas y perlas para Philippa. La reina de los escoceses mandó doce cucharas de plata y una carta llena de rumores escrita con su propia mano. La viuda Catalina había dictado su misiva a su secretaria, pues su inglés seguía siendo malo. En ella, la princesa española enviaba sus cariñosos deseos de buena salud para Philippa y se disculpaba porque su regalo, un pequeño misal encuadernado en cuero, no era más importante. Explicó que sus fondos eran escasos y que el rey no la ayudaba.

Rosamund quedó pasmada, pero a Owein no le llamó la atención. Le explicó a su esposa que Enrique Tudor no se sentiría responsable por Catalina hasta que ella no se casara con su hijo menor. Estaría convencido de que el padre de ella, el rey Fernando, tenía la obligación de mantener a su hija. Si bien se esperaba que el casamiento ocurriera en algún momento, el príncipe Enrique era todavía demasiado joven para contraer enlace. Podría haber un partido más ventajoso para el heredero al trono de Inglaterra y hasta que el rey pudiera decidirse, retendría la custodia de la princesa española.

La princesa, gentil y obediente, estaba ahora a merced de su padre y de su suegro, y ninguno de los dos consideraba que Catalina necesitara fondos para pagar a sus criados, vestirlos, alimentarlos y albergarlos. Sus propias vestimentas, el magnífico guardarropa que había traído consigo al llegar a Inglaterra hacía ya varios años, comenzaban a manifestar el paso del tiempo. Tenía solo dos trajes de damasco todavía en buen estado. Y, además, la desafortunada princesa no gozaba de buena salud. Le contaba a Rosamund en su carta que se había puesto pálida, demacrada y desganada. Los médicos decían que era su incapacidad de adaptarse a la comida inglesa y al clima de la isla.

– Me pregunto si será eso -le dijo Rosamund a su esposo-, o si es el temor al futuro lo que la preocupa. No estaba enferma antes de la muerte del príncipe Arturo ni después, mientras permaneció con nosotros. Estuvo en Greenwich, pero dice que ahora que la llevaron al palacio Fulham, en el campo, no solo no mejoró, sino que empeoró.

Rosamund le contestó a la princesa que rezaría por su salud. Le contó de Philippa, de cómo cada día traía cambios para su bebé. Le dijo que su hija, cuando hubiera crecido lo suficiente para comprender el honor que se le había dispensado, adoraría el hermoso misal de cuero. Y la solitaria Catalina de Aragón decidió responder, y así nació la correspondencia entre ellas. El Papa, escribía Kate, había dado la dispensa para su casamiento con el príncipe Enrique. Tendría lugar cuando él cumpliera catorce y ella, diecinueve.

Cuando Philippa Meredith cumplió siete meses, murió la reina Isabel de España. Su hija menor, en Inglaterra, quedó desolada por la pérdida. De lo que no tuvo conciencia fue de que con ello su posición social cambiaba drásticamente. Isabel había sido reina de Castilla por derecho propio. Su esposo, el rey de Aragón, solo había sido consorte, pero entre ambos habían reinado sobre casi toda España. La hija mayor, Juana, esposa de Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, heredaría el trono de su madre. Cuando Juana se convirtió en reina de Castilla, la condición social de su hermana menor cayó en gran forma, porque ahora Catalina no era más que la hija del rey de Aragón y no la de Fernando e Isabel de España. Enrique Tudor comenzó a replantearse seriamente el matrimonio entre el hijo que le quedaba y la princesa. Y Catalina, que no era ninguna tonta, de pronto tuvo muy claro lo precario de su posición.


Parece que ya no hay quien me proteja. Cómo desearía tener un brazo fuerte como el de tu buen sir Owein. Si bien en la Corte se me alberga y se me alimenta, aunque no sea de muy buena gana, ya no tengo dinero para mis necesidades mínimas. Mi padre y el rey Enrique regatean, mientras mis pobres criados están más y más andrajosos cada día que pasa. El rey casi no me presta atención y, aunque le he pedido al embajador de mi padre, el doctor De Puebla, que interceda por mí, el hombre es un inútil, solo le interesa conservar su puesto. Le he escrito a mi padre sobre esto, pero no menciona el punto en su correspondencia.

Estoy muy disgustada con mi dueña, doña Elvira. Aquí estoy yo, en aprietos económicos, y ella sigue preocupándose por mi decoro. Luego de haber probado la libertad de las mujeres inglesas, ya no puedo volver a ser verdaderamente española. Pero esta entrometida le escribió a mi padre contándole que mi comportamiento no se correspondía con el de una princesa de España. Mi padre, a su vez, le escribió al rey Enrique, y ahora me han dicho que debo obedecer los deseos de mi padre. Se me han prohibido pequeños placeres como cantar y bailar con otros en la Corte. ¡Si pudiera mandaría a esa bruja de regreso a España!


– Pobre Kate -le dijo Rosamund a Owein cuando terminó de lee la carta-. ¿Se ofendería si le enviáramos un poco de dinero? No soporto pensar que maltraten a Kate de esa manera.

– Estoy de acuerdo -dijo Owein-, pero déjame pensar el importe adecuado, mi amor, para no a ofender a la princesa, que es una mujer orgullosa.

Owein no le dijo a su esposa que se había enterado, por antiguos de la Corte, que el rey había entrado en negociaciones secretas con los nuevos reyes de Castilla para casar al príncipe Enrique con su hija, la princesa Leonor, de seis años, cuya condición social era ahora más importante que la de su tía de diecinueve años. Todo el mundo hablaba de esto en susurros, aunque no era, por cierto, un tema de conocimiento público.

Aunque el príncipe había cumplido catorce años en junio, el matrimonio con Catalina no se celebró, y ni siquiera se lo mencionaba. Catalina de Aragón comenzaba a darse cuenta de su situación. Comprendió que el hecho de que su padre no hubiera podido entregar la segunda cuota de su dote era un tema ríspido y le escribió para implorarle que ofreciera un pago en oro por la plata y las joyas que ella poseía, lo que originalmente iba a ser el pago final a Enrique Tudor. Fernando le prometió a su hija que enviaría el resto de la dote.

Para la primavera el pago aún no había llegado y el rey inglés comenzó a quejarse públicamente con gran resentimiento. La posición de Catalina en la Corte se volvió más precaria. Fernando estaba técnicamente en su derecho de negar el pago hasta que el matrimonio no se celebrara formalmente y pudiera consumarse. Pero hasta que no se celebrara formalmente no podría consumarse, y no se consumaría hasta que el rey Tudor no tuviera toda la dote de la princesa en la mano.

Rosamund alumbró a su segunda hija en marzo de 1506. Su nueva niña fue bautizada Banon Mary Katherine. Banon había sido el nombre de la madre de su esposo. Significaba reina en lengua galesa. Mary» por la santa Virgen y Katherine, por la princesa de Aragón, a quien se le pidió que fuera la madrina. Y la princesa aceptó. Para Friarsgate era todo un acontecimiento y un honor.

Una noche de primavera estaban sentados en la sala y Rosamund le dijo a su esposo:

– Tienes que ir a ver a la princesa. Le llevarás el dinero del que hablamos la vez pasada, para ayudarla con sus gastos. Está muy pobre y no se encuentra bien. No entiendo por qué no se ha celebrado su matrimonio, si el príncipe Enrique ya está en edad.

– Es muy largo el camino hasta la Corte -le recordó Owein a su esposa. Había decidido no contarle a Rosamund de la doblez de Enrique Tudor.

– Yendo solo llegarás al sur mucho más rápido que cuando fuiste escoltándome. No podemos confiar este asunto a un extraño, Owein. No soporto pensar que una persona tan bondadosa y delicada como Kate reciba maltrato. Ve, por favor. Si no es por ella, hazlo por mí. Si estoy disgustada, se me cortará la leche, y no querrás poner a la pobre Banon con un ama de leche.

– Estamos en primavera. Hay que plantar y tenemos que seleccionar las ovejas, y pronto habrá que celebrar el tribunal del señorío, que ya ha terminado el invierno -argumentó él con una pequeña sonrisa.

– Edmund se hará cargo de plantar, de las ovejas y de todo lo que haya que hacer. Y yo me ocuparé del tribunal, milord, como tú bien sabes. Ve al sur, por mí, por favor.

Él aceptó, aunque a desgano, porque estaba cómodo con su vida en Friarsgate, con Rosamund y su familia. Owein Meredith se daba cuenta de que nunca había sido tan feliz. De todos modos, viajó al sur, a encontrar a la princesa en Greenwich, donde le pidió una audiencia. Ella lo recibió de inmediato, pues pocas personas requerían verla, salvo sus acreedores.

– Sir Owein, me da gusto volverlo a ver y tan bien -dijo Catalina de Aragón, despacio, en su inglés cuidado, pero con acento.

El se inclinó y besó la mano que se le ofrecía, notando que era delgada, casi huesuda, de color marfil.

– Le he traído un pequeño obsequio -dijo, tendiéndole la pequeña bolsa de cuero-. Tengo el placer de contarle que su ahijada crece bien y que, como su madre y su hermana, es pelirroja. -Le sonrió a la princesa mientras doña Elvira tomaba con discreción la bolsa de su manos.

– Siéntese, sir Owein, y cuéntemelo todo -dijo Catalina de Aragón ignorando la mirada escandalizada que le dirigió doña Elvira-. ¿Cómo está Rosamund? ¿Prospera su querida Friarsgate?

– Ella está bien, Su Alteza. En realidad, diría que está mejor con cada niña que tiene. Y Friarsgate, tengo el placer de decir, es próspera. Nuestra lana y nuestros tejidos, en particular el azul especial que hacemos son muy requeridos por los merceros ingleses y por los de los Países Bajos que van a Carlisle.

– Dios los ha bendecido, sir Owein. Espero que se den cuenta y den gracias a nuestro querido Señor y su santa Madre -dijo Catalina, piadosa.

– Así es, Su Alteza. Es más, nuestro sacerdote, el padre Mata, celebra misa todos los días, y dos veces por día en las fechas de guardar. Nos aseguramos de que cada criatura que nace en Friarsgate sea bautizada de inmediato y enviamos limosna periódicamente al obispo de Carlisle.

La princesa sonrió.

– Me complace saber que su casa es un hogar cristiano, sir Owein. -Se dirigió a doña Elvira-: Tráenos algún refrigerio. ¿Permitiremos que sir Owein me acuse de ser una mala anfitriona, él que ha venido a verme desde tan lejos?

– ¿Dejarte sola con un hombre? -dijo, furiosa, la dueña, en español-. ¿Estás loca?

– María está con nosotros -respondió la princesa en la misma lengua-. Ahora ve a hacer lo que te ordeno.

Con un estremecimiento de su falda negra, doña Elvira salió como una tromba de la habitación.

– Simula no saber una palabra de inglés -dijo la princesa-, pero lo entiende perfectamente, aunque no lo hable mejor que yo. En primer lugar, quiero darle las gracias por el envío. No disimularé con usted. Atravieso por un estado de tremenda necesidad.

– Desearíamos que fuera más, Su Alteza -dijo Owein, reparando en lo gastados que estaban los puños del traje de la princesa-. Si no la ofendiera, ¿podría enviarnos a alguien en el otoño? Si puede, haremos que regrese con otro pequeño envío para usted.

– María, ocúpate de que se haga lo que pide sir Owein y no le digas nada a la vieja arpía -dijo Catalina de Aragón.

– Lo arreglaré, Su Alteza -respondió María de Salinas, la íntima amiga de la princesa.

– Pobre María -le dijo la princesa a sir Owein-. Su familia había arreglado su matrimonio con un flamenco adinerado, pero yo debía dar su dote y no pude. Espero compensarla algún día. -Suspiró profundamente-. Cuénteme lo que sabe, sir Owein.

– Milady, vivo en Cumbria. Oigo muy poco de la Corte.

– Tiene amigos que le escriben, lo sé. ¿Qué se dice de mi matrimonio con el príncipe Enrique? Hace meses que no lo veo, aunque ambos vivimos en la Corte. -Con gesto nervioso, los dedos pellizcaban la seda roja de la falda.

Él vaciló, pero decidió que la verdad era mejor en esa difícil situación.

– En el norte llegó un rumor a mis oídos, aunque debo advertirle que, por lo que sé, es solo un rumor. Se dice que el rey está considerando otra alianza para su hijo.

– ¿Con quién?

– Con su sobrina, la princesa Leonor.

Catalina de Aragón sacudió la cabeza, desolada.

– Es una niña, que Dios la ayude. Pero es típico de mi cuñado complicarse en semejante negociación. Sabía que odiaba a mi padre, pero no pensé que lo odiara tanto como para perjudicarme a mí. ¡Y Juana! ¡Mi pobre hermana loca! Es tan celosa de Felipe que lo ha apartado de ella con sus sospechas. Una esposa debe pasar por alto los pequeños pecados de su esposo, a pesar de su propio orgullo. Mi hermana no entiende que ser la esposa del archiduque la hace importante, y que ninguna amante puede quitarle eso. ¿Sabe si se ha firmado algo?

– No que yo sepa, pero no pueden firmar nada a menos que se repudie su compromiso con el príncipe Enrique -le recordó Owein, para darle esperanzas.

Catalina sacudió la cabeza, con pena.

– Estoy en una situación tan difícil. El rey Enrique me considera comprometida, pero a su hijo lo considera libre. No sé qué haré si se me repudia.

– ¡No sucederá tal cosa! -dijo, enérgico, Owein Meredith-.Es su hermana quien heredó Aragón, no el archiduque Felipe, Su Alteza. Su padre encontrará la manera de dar satisfacción. Seguramente podrá razonar con la reina Juana sobre este asunto. Todo se compondrá, ¡estoy seguro! Rogamos por usted en Friarsgate y continuaremos haciéndolo.

– Es extraño que una muchacha sin importancia de Cumbria y su esposo caballero sean mis defensores. Tengo pocos amigos aquí, sir Owein. Me causa gran satisfacción que ustedes estén de mi parte, aunque lejos.

– Algún día usted será reina de Inglaterra. Una reina Tudor. Desde los seis años he servido a los Tudor y también la serviré a usted. Rosamund hará lo propio. -Se arrodilló y volvió a besarle la mano-. El rey Enrique puede ser severo y sé, por mis amigos, que no está bien. Pero no es ningún tonto. El arreglo que hizo con sus padres al final prevalecerá. De eso estoy seguro. -Se puso de pie-. Con su permiso, ahora me retiraré. El viaje ha sido largo y quisiera ver a algunos amigos antes de volver a casa a Friarsgate. -Se inclinó ante ella.

– Venga a verme una vez más antes de irse -dijo ella, y él asintió.

Owein dejó los apartamentos de la princesa y buscó a algunos de sus antiguos compañeros. Estos se alegraron de verlo y bromearon con él, porque hasta el momento solo había procreado niñas. Pero, con unas copas de vino por delante, se pusieron a hablar, y Owein se enteró de que las cosas eran peores de lo que él había imaginado para la pobre princesa. Catalina de Aragón estaba virtualmente en la miseria. El rey había suspendido por completo su salario. Vivía con la Corte porque ya no podía mantenerse en la Casa Durham, que pertenecía al obispo de Londres.

Antes de verse obligada a dejar la casa tuvo que economizar hasta tal punto que sus criados debían comprar pescado, carne y verduras del día anterior en el mercado. Varias de las muchachas que habían llegado con ella desde España con la esperanza de encontrar buenos matrimonios ingleses, habían sido devueltas a casa porque la princesa no podía mantenerlas, y mucho menos darles una dote. María de Salinas se había negado a dejar a su amiga. Catalina estaba endeudada con varios mercaderes londinenses, que no tenían el menor empacho en exigirle el pago. Se decía que a Catalina le desagradaba el doctor De Puebla, el embajador español. Prefería al otro enviado de España, Hernán, duque de Estrada, que era compasivo con la princesa y le escribía al rey en su nombre, aunque esto no servía absolutamente de nada.

La princesa, le contaron a Owein sus amigos, estaba constantemente enferma, con una dolencia u otra. Sufría de fiebres tercianas, flujos irregulares y dolores de cabeza que la dejaban tan débil que con frecuencia no podía levantarse de la cama ni abandonar su habitación durante días. No estaba bien de los nervios y sufría de depresión. Sintiéndose sola y virtualmente sin amigos, a menudo se encontraba al borde del colapso. Los amigos de Owein se preguntaban si en realidad era la esposa adecuada para el príncipe Enrique.

– ¿Será capaz una muchacha tan sensible de hacer príncipes para Inglaterra? -dijo uno, con crudeza-. Además, a los diecinueve años, ya está crecidita. Tal vez el rey tenga razón cuando habla de buscar a una muchacha más joven.

– La princesa Catalina será una buena reina de Inglaterra algún día -dijo Owein, leal-. Todavía es joven, y sospecho que al príncipe le vendrá mejor una esposa algo mayor que él.

– Tendrías que verlo. De un muchacho alto se ha convertido en un hombre corpulento. Mira, Owein, mide más de uno metro noventa y los brazos y las piernas son como troncos de árbol. Tiene el cuerpo de un hombre, pero la cabeza aún es la de un niño. El rey casi no le da oportunidad de reinar. Al menos a Arturo, que Dios lo tenga en su gloria, lo enviaron a Gales a aprender caballería. El rey no quiere separarse del príncipe Hal. Lo tiene con la rienda corta.

– No tanto que el príncipe no levante alguna falda que otra de vez en cuando -bromeó un tercero-. Tiene el apetito de un sátiro por la carne femenina. Si la princesa se casa con él, tendrá que mirar para otro lado cuando a Su Alteza se le escapen los ojos, lo que sucederá con frecuencia, sin duda.

– Sería de esperar que el príncipe Hal no hiciera un espectáculo público -opinó Owein-. La princesa es una muchacha orgullosa.

Se quedó bebiendo y enterándose de las novedades de la Corte con sus amigos hasta que todos se acostaron para pasar la noche en la sala del rey. Por la mañana, con un poco de dolor de cabeza, fue a ver a la princesa Catalina para despedirse.

– Por favor, dígale a Rosamund que siga escribiéndome, sir Owein. Me gustan sus cartas, tan plenas de los detalles domésticos, con noticias de Friarsgate y de sus hijas. Y páseme cualquier información que obtenga de sus amigos de aquí.

– Soy el leal sirviente de Su Alteza -dijo Owein Meredith, mientras se inclinaba y besaba la mano real una última vez antes de retirarse.

Durante los días siguientes, apuró su caballo en dirección sur. El sol primaveral le alegraba el camino y pensaba en Rosamund. Casi no podía esperar para contarle todas las novedades. Ella se apenaría por la situación difícil de Catalina de Aragón, pero seguirían ayudando a la princesa lo más que pudieran. Owein creía firmemente que Catalina algún día sería reina de Inglaterra, y la muchacha no era una persona que olvidara a sus amigos.

Al fin, su caballo llegó a las colinas desde donde se dominaba Friarsgate. El lago, abajo, era de un azul brillante bajo el sol de fines de mayo. Las colinas verdes estaban salpicadas con ovejas y los prado se cubrían de vacas y caballos. Vio a los arrendatarios que trabajaban en el campo y cuidaban las nuevas cosechas de grano y vegetales. Hizo avanzar al caballo con lentitud colina abajo, sabiendo que su esposa y sus hijas lo esperaban ese día, y estaba feliz de volver a casa.

Un peón del establo se acercó a tomar el caballo cuando él desmontó.

– Dale una buena cepillada, Tom, y una ración extra de avena. Ha recorrido un largo trecho las dos últimas semanas -ordenó Owein-. Y después suéltalo en el prado, para que retoce a gusto.

– Sí, milord, ¡y bienvenido a casa!

Owein se dirigió a su casa. Avisada por una criada, Rosamund corrió a recibirlo, le echó los brazos al cuello y lo besó con gran entusiasmo.

Riendo, Owein la levantó y la llevó hasta la sala, donde la depositó con suavidad en el suelo.

– Por Dios, milady, qué buen recibimiento. ¿Tanto se me ha extrañado? -Pero estaba muy contento, porque era la primera vez que se habían separado desde que se casaron.

Ella lo miró a los ojos, y los suyos resplandecían con el amor que sentía por él.

– ¡Sí, milord, se te ha extrañado mucho! -le dijo.

– ¡Papá! ¡Papá! -Owein sintió un insistente tironeo del jubón.

Miró hacia abajo y vio a Philippa. Se inclinó y la levantó con una sonrisa.

– ¿Cómo está la princesita de papá? -le preguntó, al tiempo que besaba su mejilla rosada-. ¿Te portaste bien, Philippa, y ayudaste a mamá con la hermanita?

Philippa miró a su padre y dijo, en su media lengua:

– Sí. -Frunció el entrecejo-. Bannie tiene olor.

– A veces los niños pequeñitos tienen olor, sí, pero tu hermanita no tiene olor siempre, ¿no? Dime la verdad.

– No -dijo Philippa con reticencia.

Owein bajó a su hija.

– ¿Ya estamos con rivalidades? -le preguntó a su esposa mientras Philippa se iba, caminando a los tumbos y con un brillo en los ojos, consta de que su padre la hubiera levantado y escuchado.

– Necesitamos otra. Eso pondrá fin a la historia. -Le sonrió, seductora-. ¿Y usted me extrañó, milord?

– ¿La criatura acaba de salirle del vientre y usted ya quiere otra milady? -bromeó él-. Creo que tendríamos que esperar un poco.

– Necesitamos un varón.

– Cuando Dios lo disponga. Ahora, mujer, ¿dónde está mi cena? He comido casi todas porquerías desde que salí de aquí. Estoy cansado y muerto de hambre.

– Enseguida, milord -respondió ella, y llamó a los criados para que trajeran la comida-. Y apenas hayas comido me contarás todo lo que has visto y oído.

Él asintió y se sentó a la mesa principal.

Le llevaron un pollo, dorado y relleno con pan, manzanas, cebollas y apio. Una linda trucha, cortada, servida sobre un lecho de un berro fresco. Había un recipiente con guisado de cordero: los pedazos de carne flotaban en una salsa cremosa con cebada, rodajas de zanahorias y puerros dulces. Llevaron pan casero caliente, manteca dulce y una tajada de queso amarillo. Los dos comieron con apetito, sopando la salsa del guisado con el pan. Vaciaron varias copas de cerveza. Y cuando se hubieron saciado, apareció un criado con un recipiente con frutillas y otro con crema batida.

– Ahora -dijo él, metiendo una frutilla en la crema y dejándola caer en la boca-, te contaré todo, mi amor.

Rosamund escuchó, sin interrumpirlo, hasta que concluyó el relato.

– La pobre Kate tiene menos control sobre su vida que nosotros -se apenó Rosamund-. Es una princesa, a mí no se me hubiera ocurrido que esto fuera posible. No puedo creer que el rey sea tan cruel. ¿Qué clase de ejemplo le da al príncipe?

– No es cruel deliberadamente -explicó Owein-. Él y el Rey Fernando despliegan sus juegos de poder. Es como el ajedrez. Por desgracia, la princesa es su único peón y sufre en consecuencia.

– Tenemos que seguir ayudándola, Owein. Nosotros tenemos tanto, tú y yo, aquí en Friarsgate. Ella no tiene más que sus esperanzas porque no disponemos de mucho en efectivo, porque aquí en el campo uno vive del trueque, pero debemos conseguir dinero para enviarle en cuanto podamos. Por favor, no me niegues esto. -Lo miró con ansiedad.

– Tú eres la señora de Friarsgate, mi amor, yo no soy más que tu esposo. Pero pensamos igual en este asunto, Rosamund. En el otoño vendrá alguien de visita de parte de la princesa Catalina. Y volverá con lo que podamos enviarle.

– ¡Sí! Podemos vender algunos corderos o dos vaquillonas. Hay un potrillo en el prado que todavía no ha sido castrado y que nos dará una buena ganancia, porque es hijo de Danzarín de las Sombras, el mejor padrillo de caballos de guerra que hubo todo el norte de Inglaterra. Yo le puse Papamonta, porque es idéntico a su padre. Si hacemos correr la voz de que lo tenemos en venta, podemos sacarle buen dinero para enviarle a la princesa Catalina -dijo Rosamund, con entusiasmo-. Ese caballo nos puede dar mucho.

– Que pase el verano en nuestras pasturas, engordando -sugirió Owein-. Lo venderemos después de Lammas.

Ella asintió.

– Es un buen plan -y agregó-: tienes que darte un baño, porque apestas al camino. Iré a preparártelo ahora. Maybel vendrá a buscarte.

– Tal vez usted desee acompañarme, milady -dijo él, en voz baja-. Esa linda tina que nos hizo el tonelero nos ha visto muy poco en los últimos meses. Ahora que Banon nació, podemos volver a usarla. -La oyó reír entre dientes, mientras se iba de la sala. Los ojos de él se dirigieron a sus hijas. Philippa jugaba en el suelo bajo la mirada vigilante de su nodriza. Ya había cumplido dos años y era muy activa. Tenía los cabellos rojizos de Rosamund, pero los ojos azules que tenía al nacer estaban cambiando al verde avellana de él. Junto al fuego, el pie de la nodriza hamacaba rítmicamente la cuna de Banon. Él conocía poco de esta segunda hija suya, más que su carácter animado.

Rosamund parecía ser una buena reproductora. Sus embarazos eran fáciles, con pocos malestares. Daba a luz rápidamente y sin grandes dificultades. Las niñas se veían sanas. Pero ella quería darle un hijo varón y la verdad era que él también lo deseaba. Pero jamás lo admitiría, porque conocía bien a su esposa. Rosamund lo amaba tanto como él a ella. Si él decía que quería un varón, ella intentaría engendrarlo hasta que lo tuviera o ya no pudiera concebir. Owein Meredith no era ningún tonto Sabía que demasiados hijos podían matar a una mujer. Su madre había muerto así. Prefería toda la vida tener a su dulce Rosamund antes que un hijo varón.

Maybel interrumpió sus pensamientos.

– Tu baño está listo, milord. Todavía no tuve la oportunidad de darte la bienvenida a casa, pero lo hago ahora.

– Maybel -dijo él, sin más-, ¿cómo se hace para impedir que una mujer conciba un niño?

– ¡Milord! Eso está prohibido.

– Sí, pero sé que hay maneras, y sospecho que tú las conoces. Escúchame, Rosamund quiere darme un hijo varón, pero yo pienso que tener un hijo tan seguido de Banon podría hacerle daño a mi esposa. ¿Puedes ayudarme, Maybel?

– Yo sé que no refrenarás tus pasiones -dijo Maybel, en voz baja, con un brillo en los ojos.

– Es que esa muchacha no me deja en paz -dijo él, bromeando-, y yo reconozco que tengo debilidad por ella.

Maybel rió, pero enseguida se puso seria.

– No te enojes, milord, te lo ruego, pero yo ya eché mano del asunto. Lo hice después del nacimiento de Philippa. Rosamund no lo sabe, pero debe descansar entre un embarazo y otro, y ella no lo haría si la cuestión quedara en sus manos. Todos los días le doy una bebida, un tónico, que ella toma porque confía en mí. En realidad, es un preparado que hago con semillas de zanahoria silvestre y un poquito de miel para quitarle el dejo amargo. Eso debería hacer que tu semilla cayera en terreno yermo, milord. Un hijo cada dos años es más que suficiente. Algún día debemos tener un hijo varón para Friarsgate.

– De acuerdo, pero no demasiado pronto. -Le sonrió a Maybel. Me iré a tomar mi baño con la tranquilidad de que podremos amarnos, pues no debo negarle nada a mi muchacha, traviesa como es.

– Es el mismo espíritu que la mantuvo a salvo de su tío Henry y sus maquinaciones -respondió Maybel, devolviéndole la sonrisa a Owein.

Él corrió escaleras arriba, a su dormitorio. Al entrar encontró a su esposa esperándolo. Cerró la puerta y le pasó el cerrojo.

– Entonces ¿me vas a acompañar, milady? No me respondiste cuando te lo pedí en la sala. -Se sentó y tendió hacia ella el pie calzado con la bota.

Rosamund le sacó las botas y le quitó las medias tejidas. Entonces, frunció la nariz.

– ¡Jesús, María y José! Nunca olí algo tan horrible y, en respuesta a tu pregunta, milord, sí, te acompañaré. ¿Cómo, si no, podría restregarte para sacarte la mugre del cuerpo y quitarte los piojos que seguro te contagiaste en la Corte? Te imagino en la sala del rey con tus amigotes, bebiendo y hablando toda la noche. Si mal no recuerdo, tus compañeros no son demasiado exigentes en lo que hace al cuidado personal.

– Un caballero no tiene muchas oportunidades de bañarse -admitió él mientras ella lo desvestía.

– ¿Viste al príncipe Enrique?

– En la sala, después de la cena, sí, pero no hablé con él, mi amor. Está hecho todo un hombre: alto, de huesos grandes, y muy parecido a su abuelo, el rey Eduardo IV, dicen. Es muy bien parecido, con la piel tan clara como una doncella, sus cabellos dorados y los ojos azules brillantes. Se parece mucho a su fallecido hermano, Arturo, aunque este no tenía la estatura, la imponencia ni la buena salud de Enrique. Es muy bullicioso e inteligente. La gente lo adora. Es tanto el amor que sienten Por él como el desagrado hacia el padre.

– Métete en la tina -le ordenó ella, y él obedeció. Ella se quitó la camisa y se introdujo con él en el agua caliente.

– Tienes que besarme antes de cepillarme -dijo él, con una pequeña sonrisa-. ¡Dios! El agua está preciosa, mi amor. Nadie prepara los baños como tú. -Olió-. ¿Brezo blanco?

– No te quedará el aroma, pero, considerando el viaje que hiciste, pensé que sería bueno agregar un poco de perfume. -Le dio un beso, pero a él no le alcanzó.

La atrajo a sus brazos y apretó firmemente sus labios contra los de ella y, ganada como siempre por sus besos, Rosamund suspiró. Sus lenguas jugaron a las escondidas. Las manos de él comenzaron a recorrer el firme cuerpo de ella, a acariciarle las nalgas, los senos. Él mismo se sorprendió con la rapidez de su excitación. No hablaron. Él la apoyó contra las paredes de roble de la tina, la levantó y la atravesó con su espada de amor.

– ¡Aahhh! -suspiraron de placer a la vez.

Ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.

Él le tomó el rostro entre sus manos.

– No me pidas que vuelva a separarme de ti, Rosamund. Te extrañé muchísimo.

– Y yo a ti, milord. Ah, oh, eso me gusta, Owein.

Él apretaba los glúteos al pujar dentro de ella.

– Sí, es el paraíso, mi amor.

Sus labios se juntaron en un beso ardiente que intensificó la pasión que los consumía. Él sintió que se acercaba el momento culminante y ella también. El deseo de él explotó cuando los dientes de ella se hundieron en su hombro. Entonces, ella aflojó la presión de las piernas, que rodeaban la cintura de él y quedó, débil, pegada a su esposo. Sus jadeos entrecortados se convertían, poco a poco, en suspiros profundos de satisfacción.

Por fin, Rosamund volvió a abrir los ojos. Todavía sentía las piernas temblorosas, pero igual tomó el paño de franela y comenzó a lavar a su esposo. Owein tenía una sonrisa en los labios, y ella rió al notarlo.

Al oír la risa, él abrió los ojos verde avellana y dijo:

– ¿Hay algo que le está haciendo gracia, milady?

– Se ve que sí me extrañaste, Owein. ¿Ninguna dama de la Corte te ofreció sus encantos, por los buenos tiempos, milord? Estabas muy desesperado por hacer el amor conmigo.

– Tú tampoco te hiciste rogar, mi amor -bromeó él, a su vez-. Creo que nunca habíamos hecho el amor en nuestra tina. Me pareció muy estimulante. Me pregunto si todos los esposos y esposas disfrutan como nosotros. Creo que hemos alcanzado mucho con lo que nos ha tocado.

– No ha sido malo. Tú me amabas aun antes de casarnos y yo he llegado a amarte con todo el corazón. Solo espero que la pobre Kate algún día tenga la misma buena fortuna. Ahora quédate quieto, Owein. Nunca vi tanta mugre como la que tienes en el cuello y las orejas. No sé si terminaré de lavarte alguna vez.

– Me laves o no, mi amor, te ruego que te des prisa. Me muero por estar en la cama y volver a tenerte en mis brazos.

– Haremos el varón pronto si continúas portándote con tal entusiasmo -gorjeó ella, complacida.

– Haremos el varón cuando Dios lo disponga, mi amor -respondió él, sintiéndose algo culpable por el engaño que él y Maybel habían tramado, pero lo cierto es que él no quería perderla, ni en ese momento ni nunca.

El verano pasó en paz. Tuvieron pocas noticias del sur. El rey saldría en su viaje oficial, pero nunca iba tan al norte. El tiempo no fue tan clemente como habrían deseado, de modo que la cosecha no fue pródiga como la del año anterior. Igual, sobrevivirían al invierno. Edmund Bolton hizo correr la voz de que Friarsgate vendería un potrillo después de Lammas. La venta sería el 1° de septiembre.

Papamonta era un animal gris moteado, con la crin y la cola negras como el carbón. Retozaba, bufaba y sacudía la crin cuando lo trajeron al espacio cerrado donde lo exhibirían a los compradores interesados.

– ¿Ha sido entrenado para pelear? -preguntó el representante del conde de Northumberland.

– Es demasiado joven -respondió sir Owein-, pero si el comprador quiere, lo entrenaremos. Pero lo hemos dejado entero porque su valor radica en su capacidad de procreación. Su padre es Danzarín de tas Sombras.

– El conde quiere un caballo que pelee -fue la respuesta.

– Entonces este no es el animal para él. Pero tenemos un capón bien entrenado que podría interesarle. Si quiere seguir a Edmund Bolton a los establos, él le mostrará el animal.

El hombre del conde asintió y fue tras Edmund. Esto dejaba dos interesados. Un representante de lord Neville y Logan Hepburn. Owein se sorprendió porque no sabía que Logan Hepburn tuviera el dinero necesario para semejante compra. Pero el Hepburn de Claven's Carn compitió acaloradamente con el hombre de lord Neville. Finalmente, llegaron a un punto en que sir Owein se vio obligado a decir:

– Caballeros, debo ver el dinero antes de continuar.

Ambos mostraron bolsas muy cargadas. Entonces, el hombre de lord Neville volvió a superar lo ofrecido por Logan Hepburn. Luego, le tocó el turno al Hepburn de elevar la oferta, y dijo:

– Yo estoy ofreciendo en nombre de mi primo, el conde de Bothwell, que quiere el animal para regalárselo a su reina.

El hombre de lord Neville rió con pena.

– Entonces debo abandonar mis ofertas, porque no ofertaré contra un hombre que quiere obsequiar a Margarita Tudor, la hija de mi rey. El animal es suyo, milord.

Logan Hepburn hizo una inclinación.

– Gracias.

– Concluiremos nuestro negocio dentro de la casa -dijo Owein. Se volvió al representante de lord Neville-: ¿Nos acompaña, y tomaremos un poco de vino, milord?

– No, pero muchas gracias, sir Owein. Debo regresar a darle a mi señor la decepcionante noticia. -Se inclinó ante los otros dos, montó su caballo, que estaba atado cerca, y se alejó.

Owein llevó al Hepburn a la sala, donde esperaba Rosamund. Ella levantó las cejas, sorprendida, al ver al invitado.

– Logan Hepburn ha comprado a Papamonta para su primo conde de Bothwell, que desea el animal para regalárselo a la reina.

– No será un buen regalo, Logan Hepburn -opinó Rosamund. A la reina de los escoceses solo le gustan los palafrenes mansos. ¿Qué haría con un padrillo como Papamonta?

Logan Hepburn le entregó a Owein la bolsa de monedas.

– Mentí -admitió, y le brillaban los ojos azules-. El hombre de lord Neville me estaba irritando y, además, yo no podía gastar más. Se lo dejo todo, si quiere. Deseo el caballo para mí. -La desafiante mirada que les dirigió no dejaba lugar para una contradicción, pero Owein lo hizo.

– Has actuado de manera deshonrosa. Yo tendría que mandar buscar al hombre de lord Neville para que compre él el caballo.

– Pero no lo harás. Neville no trata bien a los caballos y ustedes lo saben. Simplemente lo he salvado de un final desdichado para este remate. El hombre del conde quiere un caballo de pelea. Yo quiero un padrillo. Al final, yo le habría ganado al hombre de lord Neville. ¿Mi dinero no es igual de bueno que el de un inglés?

– No es tu dinero lo que cuestiono, sino tus modos. Abre la bolsa y desparrama el contenido ante mis ojos.

Logan Hepburn derramó con descuido las monedas sobre la mesa principal. Owein contó el importe acordado. Iba a devolver el sobrante, pero, para su sorpresa, Rosamund se adelantó y tomó el resto.

– Ya que estabas dispuesto a ofrecer toda la bolsa, milord, así será, y lo entregarás todo por tu mal comportamiento. Sucede que, como mujer sensata, tu dinero escocés me parece tan bueno como las monedas inglesas.

Logan Hepburn largó una carcajada.

– Rosamund, no podemos -intervino Owein.

– ¡Sí que podemos! Recuerda el destino del dinero, esposo. Este astuto escocés nos habría engañado si hubiera podido. Se merece que nos quedemos con todo.

– Quédenselo -dijo Logan Hepburn, secándose las lágrimas que le rotaban por la risa-. Cada vez que pienso, milady de Friarsgate, eres tan mansa y dulce como las ovejas que habitan tus colinas, sorprendes con tus garras, que son muy filosas. Eres un oponente de gran fuste. -Se inclinó ante los dos-. Sé por dónde es la salida. Llevaré el caballo conmigo si me preparan el recibo de compra.

– Edmund Bolton te lo dará -dijo Owein, brevemente.

El Hepburn de Claven's Carn volvió a inclinarse.

– Entonces, les deseo un muy buen día a los dos. Espero con ansia nuestro próximo encuentro, milady. -Y saludando con la mano abandonó la sala.

– Empiezo a entender por qué no te gusta este hombre -dijo Owein, con los dientes apretados-. Te mira como si fueras su próximo bocado.

Le tocó el turno a Rosamund de reír.

– ¿Estás celoso, esposo mío? -bromeó, y le dio un pequeño golpe en la mandíbula apretada-. No nos engañó, Owein. Pagó por el caballo el precio que queríamos y un poco más. Enviaremos ese dinero al sur con el hombre de Kate cuando nos visite en el otoño. Estoy satisfecha, y espero que tú también.

Él se inclinó y le dio un beso intenso.

– Sí, creo que estoy celoso, mi amor. Cada vez que lo vemos me acuerdo de que Logan Hepburn te quería por esposa antes de que nos casáramos. Y tengo entendido que aún no se casó.

– Pero tú sí, y conmigo. Dejemos de pensar en ese tosco fronterizo y disfrutemos de estar juntos -dijo, suavemente, con una sonrisa seductora y una caricia.

Él asintió.

– Sí, mi amor. Debo recordar que te tengo yo, y no él.

CAPÍTULO 12

Rosamund recibió apenas una carta de Catalina de Aragón después del verano de 1506 y la visita de Owein a la Corte. En ella, Kate comenzaba a decir, llena de gozo, que el rey le estaba permitiendo pasar más tiempo con el príncipe Enrique. Al parecer, la diferencia de edad comenzaba a desaparecer a medida que él se hacía adulto. El príncipe era atento y amable, escribía la princesa, y seguía refiriéndose a ella en público como "mi muy amada consorte, la princesa, mi esposa". Empezó a crecer un lazo de afecto entre Catalina de Aragón y el joven príncipe Enrique Tudor. No obstante, al ver lo que estaba sucediendo, el rey decidió separar a la pareja, porque todavía no había decidido si ese matrimonio se concretaría.

Creo que ahora considera que el matrimonio entre su hijo y yo no tendrá lugar. Volvieron a enviarme al Palacio Fullham, aunque el rey ha dicho que, si prefiero cualquier otra de sus casas, puedo tenerla. No puedo mantener Fullham y se lo he dicho por carta al rey. ¿Por qué no entiende mi situación? Ahora se me ha informado que el próximo otoño regresaré a la Corte. Ay, Rosamund, ¿qué será de mí? Estoy empezando a tener miedo, pero debo confiar en Dios y su santa Madre para que me protejan de todo mal. Últimamente he sentido flaquear mi fe y debo arrepentirme, para no ser castigada.

– Es intolerable que jueguen al gato y el ratón con ella -dijo Rosamund, indignada.

Hasta que, en noviembre, llegó un mensajero de la princesa de Aragón con noticias inesperadas. El cuñado de Kate, el archiduque, había muerto súbitamente a la edad de veintiocho años. Su hermana, Juana, la reina de Castilla, estaba desolada. Juana, que nunca había sido muy estable, se había desmoronado y se negaba terminantemente a aceptar que su esposo había muerto. Al principio impidió que enterraran el cuerpo, y abría el féretro y besaba apasionadamente los restos en descomposición antes de caer en grandes ataques de histeria y llanto. Al fin, sus criados la convencieron de que su esposo merecía un entierro decente y cristiano.

De inmediato, el rey Fernando avanzó para tomar posesión de Castilla, pues era obvio para todo el mundo que la reina Juana, que nunca había sido fuerte, jamás volvería a estar del todo cuerda. No podía gobernar. Su hijo de ocho años, Carlos, fue nombrado Carlos I de Castilla, y su abuelo de Aragón actuó como regente para el niño. Ahora, Fernando volvía a tener toda España en sus manos. Sin embargo, esto no ayudaba a la posición de Catalina, pues, algún día, su sobrino sería rey de Castilla.

Rosamund y Owein le dieron al hombre de la princesa el dinero de la venta de Papamonta y adjuntaron una cariñosa carta de apoyo con instrucciones de que el mensajero regresara en la primavera con noticias y con el compromiso de que ellos tratarían de seguir ayudándola.

– Venderemos corderos -dijo Rosamund, decidida-. ¡Ah, Owein, por qué no seré una heredera rica, con bolsas llenas de oro en el sótano! Pero soy apenas la señora de Friarsgate. Mi tesoro está en mis tierras, mis rebaños y mi ganado. ¿Te parece que la pobre Kate alguna vez será reina de Inglaterra? -Suspiró-. Es una pobre muchacha, pese a su rango alto.

A fines de la primavera de 1507, las dos hijas de Rosamund festejaron cumpleaños. Para alivio de sus padres, eran niñas fuertes y sanas. Donde iba Philippa seguro estaba Banon, persiguiendo a su hermana sobre sus piernitas regordetas. Para fines del verano, Rosamund supo que estaba encinta otra vez y se desesperó.

– ¡Otra niña, estoy segura! -gimió-. ¿Por qué no puedo darte un hijo varón, Owein?

– No puedes saberlo hasta que nazca. Y si viene otra niña me alegraré, siempre y cuando las dos estén bien. Además, me producirá un inmenso placer casar a mis niñas mientras tu tío Henry mira con furia cómo yo ignoro a sus hijos.

Ella rió a su pesar.

– Sí, lo volverá completamente loco ver a mi progenie de mujeres heredar Friarsgate. Oí decir que Mavis ha dado a luz a otro bastardo, aunque seguramente mi tío dice que es suyo.

– ¿Qué nombre le pondremos, si llega a ser una niña?

– Bien, a la primera la llamamos como mi madre y a la segunda, como la tuya. Creo que a esta la llamaré como la fallecida esposa del rey, la reina Isabel, que fue tan buena conmigo cuando llegué a la Corte. Es una niña, Owein. La siento como a las otras y estoy fuerte como una cerda. -Suspiró y agregó, con una sonrisa-: Bien que nos divertimos mientras hacemos estas hijas nuestras. Pero seguro que hacemos algo mal. Después de que haya dado a luz a Bessie, tenemos que pensarlo bien, ¡porque quiero un varón, maldita sea!

Rosamund dio a luz a su tercera hija, Elizabeth, el 23 de mayo de 1508. También le pusieron Julia, porque nació el día de santa Julia y Anne, por la madre de la santa Virgen, que, se decía, era la patrona de las mujeres embarazadas. Como sus hermanas, Bessie era una niña sana y fuerte, pero, a diferencia de ellas, tenía el cabello rubio, como el padre, y todos podían ver que Owein estaba muy complacido.

El mensajero de la princesa llegó desde Greenwich, lleno de novedades. Rosamund insistió en que la llevaran a la sala para poder reciario y enterarse de todas las noticias. No eran buenas. Los pocos criados que le quedaban a la princesa de Aragón eran el hazmerreír de la Corte del rey. Esos españoles llenos de orgullo andaban ahora casi en harapos. Eso no era todo, el rey estaba en negociaciones con el emperador Maximiliano, del Santo Imperio Romano, para comprometer al nieto del emperador, el archiduque Carlos, hijo de la reina loca de Castilla, con su hija menor, la princesa María. Como el archiduque era heredero de los Países Bajos, esto sería una inmensa ventaja para Inglaterra en el comercio de la lana y las telas que tenía con gran parte del mundo. También actuaría como un contrapeso para una sorprenden te alianza política celebrada hacía poco entre el rey Fernando y Francia

El rey inglés había decidido que ya no necesitaba a Fernando para sus planes. Se le transmitió claramente a la princesa de Aragón la falta de amor por ella, en sus delicadas palabras, de parte de Enrique Tudor. Ella le escribió a su padre rogándole que la ayudara. Volvió a explicarle que los pocos criados que le quedaban eran su responsabilidad. No pedía lujos, sino simplemente poder mantenerlos. Como todas las mujeres de su familia, Catalina había aprendido desde la cuna a someterse a los hombres. De ahí que no criticara, sino que implorara. Pero su inmenso orgullo de alguna manera la mantenía, en especial porque era acosada sin cesar por sus acreedores. Estos estaban al tanto de lo que se rumoreaba sobre los modales del rey con la princesa española. Temían que se la llevaran a España antes de que pudiera pagar lo que les debía. No comprendían que hasta las princesas pueden estar en la ruina.

Rosamund lloraba por la situación de su amiga, pero, como señaló Owein con sabiduría, no podía hacer más de lo que ya hacía por Catalina. Eran los asuntos de los poderosos, no de una pequeña terrateniente de Cumbria. El dinero que le enviaban a la princesa era mucho para ellos, aunque tal vez a ella le sirviera solo para mantenerse unos días y con algún faltante. Pero Rosamund apartaba lo que podía para enviarle a Catalina de Aragón a través de su mensajero.

El mensajero de la princesa no regresó a Friarsgate en más de un año, pero cuando fue, lo que contó habría merecido un bardo. Al rey Enrique Tudor se le había ocurrido casarse con la reina loca, Juana de Castilla. No le importaba el estado mental de ella. Lo que contaba era que Juana era madre de niños sanos. El rey decidió, de pronto, que debía tener más herederos. Catalina aprobaba el plan, porque su sabiduría le indicaba que su propio futuro dependía de él. Había conseguido convencer a s padre de hacer retornar a su embajador, el doctor De Puebla, que estaba enfermo. El rey Fernando, ahora atormentado por su conciencia, envió a su hija dos mil ducados y la nombró embajadora hasta que enviara a otro hombre. El dinero no era mucho, pero le permitió a Catalina cancelar algunas de las deudas más importantes, pagarles a los criados y ocuparse de su bienestar. Su nuevo puesto de embajadora de España volvió a elevar su condición en la Corte de Enrique. Durante un tiempo breve volvió a tener el favor de la Corte.

Como era de buen corazón, leal y carente de malicia, la princesa había aprendido, por fin, la dura lección de que la moralidad que practicaban los hombres, buenos o malos, era muy diferente de la de las mujeres. Se volvió más segura en su trato con el rey, seduciéndolo en un momento, aprendiendo a mirarlo a la cara y a mentirle de la misma manera. El rey, incluso, comenzó a darle un pequeño salario a la princesa, otra vez, pero la buena voluntad no duró mucho.

Enrique Tudor se dio cuenta rápidamente de que el rey Fernando no tenía la menor intención de entregar Castilla, ni a Juana, que a esa altura estaba completamente loca y encerrada. Comenzó entonces a buscar otra esposa. La estrella de Catalina cayó muy bajo otra vez. El rey volvió a intentar casar al príncipe Enrique con Leonor de Austria, pero las negociaciones fracasaron pronto.

Entonces, volvió los ojos a Francia en busca de una novia para su hijo, pero, al comenzar el año 1509, el rey enfermó. Un grupo de sus nobles le rogó que honrase el arreglo con Catalina. Al fin, se decidió que se pagaría el resto de la dote. Él estaba enfermo, y ellos temían por la sucesión si el príncipe no se casaba en breve y no producía herederos para Inglaterra de inmediato. Convencido por su madre, la Venerable Margarita, de que enfermaba más con cada día que pasaba, el rey aceptó considerar la posibilidad. Pero ahora se hablaba seriamente de que Catalina regresaría a España a esperar otro matrimonio. Tenía veintitrés años: un poco vieja para tener herederos.

Catalina estaba otra vez en aprietos económicos. La tensión en su pequeña casa era feroz. Al fin había despedido a doña Elvira, pero ahora no había nadie que administrara su casa. Su chambelán era insolente e impertinente con ella, que no podía despedirlo porque no tenía para Pagarle. Su confesor, fray Diego, un franciscano de una inmensa belleza, tenía una influencia excesiva sobre ella y una reputación de lujurioso entre las damas de la Corte. Catalina no aceptaba ningún comentario contra él, porque lo adoraba, y estaba decididamente embelesada con él. El nuevo embajador español, don Guitier Gómez de Fuensalida, notó la aterradora dependencia de la princesa del joven sacerdote. Le escribió al rey transmitiéndole su preocupación. Le pedía que reemplazara a fray Diego y le enviara a la princesa un confesor viejo… Y honesto.

Al enterarse de la correspondencia del embajador con su padre, la princesa le dio la espalda. Ante la insistencia de ella, el rey ordenó que el embajador volviera a España, y entonces Catalina se negaba a hacer nada sin el consentimiento de su confesor. El 22 de abril, finalmente, Enrique VII murió, en Richmond. Después del funeral, la Corte se mudó a Greenwich, y las intenciones del nuevo rey pronto quedaron bien en claro. Quería honrar su compromiso con Catalina de Aragón, aunque vaciló algunos días, preocupado por su conciencia. ¿Cometería un pecado, se preguntaba, casándose con la viuda de su hermano? Algunos hombres de la Iglesia no aprobaban la dispensa, pero, como señaló el rey Fernando, dos hermanas de Catalina se habían casado con el mismo rey de Portugal y las dos le habían dado hijos sanos.

El Consejo del rey instó al nuevo soberano a casarse con la princesa. Pese a sus dudas, él admitió que amaba a Catalina y que la deseaba más que a cualquier otra mujer. La había admirado desde los diez años, y ahora tenía dieciocho. La respetaba y consideraba admirable el coraje de ella en los últimos cinco años. La Venerable Margarita estuvo de acuerdo, y su influencia sobre el joven rey era considerable. Sin más vacilación, Enrique le propuso matrimonio a Catalina. Se casaron en privado el 11 de junio en los departamentos de ella.


Nunca en toda en mi vida he sido más feliz, querida Rosamund. Soy más feliz de lo que pude imaginar jamás. Mi señor esposo es el hombre más delicado y encantador. Lo amaré por siempre. En cuanto a ti, querida amiga, no puedo agradecerte lo bastante por tu gentil apoyo y, en especial, por tus plegarias en los últimos años. No sé si alguna vez podré devolverte el pago…


Rosamund leía la misiva y las lágrimas le caían por las mejillas.

– Transmítele a la reina -le dijo al mensajero real- que lo poco que hice no merece pago. Fue un honor para mí servirla. Volveré a hacerlo si se me presenta la oportunidad. ¿Le repetirás exactamente mis palabras? No las escribiré, porque si las escribo las verá un secretario y nada más.

– Se lo diré, milady -aseguró el mensajero-. Si me permite decirlo, extrañaré mis visitas a Friarsgate. He disfrutado viendo crecer a sus hijas. Que Dios las proteja siempre. -Hizo una reverencia.

– Gracias.

– Ha terminado, entonces -dijo Owein esa noche, en la cama- El Enrique a quien serví está muerto y enterrado. El joven rey ha hecho lo honorable y se ha casado con la princesa Catalina. Ahora solo tenemos que esperar los herederos.

– Y hablando de heredero -le murmuró Rosamund al oído-, ya es hora de que tratemos de hacer un hijo varón, esposo mío. -Le mordisqueó la oreja, traviesa.

– Bessie tiene apenas un año -objetó él-. Es demasiado pronto.

– Ya tengo veinte años, Owein. Tengamos uno o dos hijos varones y no hablaré más de maternidades. Además, la criatura no nacería hasta el año que viene y, para entonces, Bessie tendrá dos. Ya es tiempo -Lo miró fijamente-. ¿Ya no me deseas, esposo mío?

– Milady, usted se está convirtiendo en una mujer muy perversa.

– Es obvio que debo serlo si quiero despertar tu pasión, Owein. -Y lo asombró montándose sobre él-. Si un hombre puede montar a una mujer, ¿por qué una mujer no puede montar a un hombre? -inquirió, ante el rostro asombrado de él.

Él lo pensó y, al cabo de un momento, comenzó a acariciarle los senos.

– No conozco nada que lo prohíba -respondió, pensativo. Sus pulgares le acariciaban los pezones.

Era asombrosa la delicia que sentía siempre que él jugaba con sus senos. Se movió sobre él.

– Recuerdo que te dije que tenemos que hacer algo diferente si queremos tener un hijo varón. Tal vez este sea el hechizo para nosotros. -Se inclinó y rozó con los labios la boca de él. -Tú serás mi caballo y yo tu jinete.

Esta actitud de ella, novedosa y osada, era muy excitante. Él nunca había imaginado a su dulce Rosamund tan atrevida y directa. Ella siempre había aceptado con placer los avances de él, acostada de buena gana debajo de su esposo, recibiendo el inmenso gozo que se daban mutuamente, pero sin hacer mucho más. Él sintió que se endurecía con una rapidez asombrosa. Por un momento, cerró los ojos y simplemente disfrutó la sensación, pero volvió a abrirlos y estiró la mano para acariciarle la joya del placer con la yema del dedo y, al encontrar que ella ya estaba mojada con su propia lujuria, echó a reír. Las manos se afirmaron alrededor de la cintura de ella, la levantó y la bajó, de modo que ella quedó clavada. Él gimió cuando la calidez de ella lo invadió, y comenzó a luchar para poder controlar su propio deseo.

Entró con mucha facilidad en ella. Rosamund se pasó la lengua por los labios secos y, apoyándose en las manos, se echó hacia atrás, disfrutando sin vergüenza alguna de sentirlo adentro. Luego apretó los muslos contra él y comenzó a cabalgarlo, despacio al principio, y a medida que la excitación crecía, aumentó el ritmo hasta que ya no pudo reprimir los gemidos de placer que pujaban por salir de su garganta. De pronto, Owein lanzó un grito y ella sintió los jugos de él que inundaban su cuerpo ansioso. Se dejó caer sobre el ancho pecho de hombre, agotada y próxima a las lágrimas. ¡Por fin habían hecho un hijo varón! ¡Lo sabía!

Él la envolvió con sus brazos.

– Caramba con mi osada esposa, mi Rosamund, mi bonita esposa Te amo.

– Lo sé. ¿No es una suerte que yo también te ame, mi Owein?

Él sintió las lágrimas de ella sobre su pecho y sonrió para sus adentros. No le importaba si ella le daba un hijo varón o no. Le bastaba con estar con ella. Su dulce rosa. Su verdadero amor. Ella se quedó dormida sobre él, que la hizo girar con delicadeza sobre el colchón, y trajo la manta para cubrir a ambos, sin dejar de sonreír al mirarla. Era tan herniosa. Se entendía que el príncipe hubiera querido seducirla años atrás. Él también lo había deseado, a decir la verdad, solo que su código de comportamiento caballeresco no le permitía deshonrar a una niña inocente. A ninguna niña. Owein cerró los ojos y se quedó dormido. Gracias a la bondad de la reina de los escoceses y a su abuela, él había recibido a la hermosa Rosamund y siempre estaría agradecido.

Para Lammas, Rosamund se enteró de que estaba encinta, y esa vez el embarazo fue muy diferente. Durante varios meses tuvo el vientre muy sensible a cualquier cosa, sobre todo al aroma de carne asada. El menor olor la hacía vomitar lo que tuviera en el estómago. Y después, con la misma velocidad, volvía a sentirse bien. El vientre le crecía día a día. Nunca había estado tan grande con las niñas, pero, como le decía ella misma a todo el mundo, este era su primer varón. Lo llamaría Hugh, por su segundo esposo.

– A Henry no le hará gracia semejante recordatorio -dijo Edmund Bolton, riendo, un día en que estaban sentados en la sala con una tormenta de febrero golpeando las ventanas. El fuego crepitaba en el hogar.

– No puedo ponerle Henry a mi hijo -dijo Rosamund, tomando un pétalo de rosa azucarado que había preparado el verano anterior.

– También debes pensar un nombre de niña -dijo Maybel.

– No es una niña -dijo Rosamund, con firmeza.

– Será lo que Dios quiera, Rosamund -respondió Maybel-. Elige un nombre de niña, por las dudas.

Pero Rosamund no podía ni quería.

– Es Hugh -les dijo, implacable.

Pocos días después, Rosamund entró en trabajo de parto.

– ¡Es demasiado pronto! ¡Ay, Dios! ¡Es demasiado pronto! -Cavó de rodillas, doblada con el terrible dolor que la aquejaba.

Owein tomó a su mujer y la acunó en sus brazos mientras los criados corrían a buscar la silla de parir. Rompió en aguas, y ambos se empaparon, pero él no la dejó, sino que se quedó de rodillas a su lado habiéndole con dulzura mientras ella trabajaba para dar a luz al niño que llevaba en las entrañas. Él le humedecía los labios con un paño mojado en vino. Le besaba la frente y le secaba las gotas de transpiración que la empapaban. Y Rosamund lloraba, porque, así como había sabido que esta criatura era un varón, también tenía certeza, instintivamente, que lo perdería sin siquiera conocerlo. Le partió el corazón, pero no estaba preparada cuando el bebé, perfectamente formado, salió de su cuerpo en una bocanada de fluido sanguinolento, con el cordón alrededor del cuello, el cuerpito y la carita azules. El niño no emitió sonido, y Maybel, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, sacudió la cabeza.

– Está muerto, pobre criaturita -dijo. Y agregó, tratando de suavizar la tragedia-: Pero tú vivirás, mi querida, y le darás otro heredero a Friarsgate.

– Déjame verlo -pidió Rosamund-. Déjame ver a mi Hugh.

Maybel le limpió la sangre al bebé, lo envolvió en una faja blanca y se lo dio a Rosamund.

La doliente madre miró al niño en sus brazos. La criatura era la viva imagen de su padre; sus rasgos diminutos imitaban a la perfección los de Owein: una pelusita idéntica al cabello rubio del padre sobre la cabecita redonda, las pestañas color arena, casi invisibles, sobre las mejillas. Las lágrimas mudas de Rosamund cayeron sobre el pequeño cuerpito» lo tenía apretado contra sus pechos doloridos. Maybel había cortado e cordón que tenía enrollado al cuello, pero el niño seguía azulado.

Maybel tendió los brazos para tomar al niño, pero Rosamund la miró con furia.

– Todavía no. Todavía no.

Por fin Owein dijo, en voz baja.

– Dame a mi hijo, Rosamund -entonces ella besó la frente fría del niño y se lo entregó a su padre. Owein miró la pequeña humanidad que tenía en brazos-. Es perfecto y, a pesar de que nació un mes antes, es casi tan grande como sus hermanas al nacer. Hicimos un hermoso niño, mi amor. Haremos otro, te lo prometo. -Y le entregó la criatura al joven sacerdote.

– Lo bautizaré, milady, antes de que lo enterremos -dijo suavemente el padre Mata-. Sé que es Hugh.

Ella asintió y preguntó, con tristeza:

– ¿Cómo puede enterrarlo, con tanta nieve en el suelo, padre?

– La tierra es más blanda junto a la iglesia, milady.

Rosamund volvió a asentir.

– Vaya, entonces -fue todo lo que dijo.

El sacerdote salió de la sala con el niño muerto.

– ¿Por qué no puedo darte un hijo? -dijo Rosamund, desolada.

– Me has dado un hijo -respondió Owein.

– ¡Pero está muerto! ¡Nuestro hijo está muerto!

Él la abrazó y la dejó llorar hasta que no le quedaron lágrimas. Tenía los ojos hinchados, casi cerrados por la sal de las lágrimas. Estaba agotada del parto, y por fin cayó rendida de pena y cansancio. Después de que Maybel limpió la evidencia del malogrado nacimiento, Owein la levantó en brazos y la llevó al dormitorio. La metió en la cama, le llevó una copa de vino caliente con especias y, sosteniéndola de los hombros, la ayudó a tomárselo todo. Sabía que Maybel le había puesto jugo de amapolas al vino. Rosamund se quedó dormida de inmediato.

– Haré que duerma varios días seguidos -le dijo Maybel a Owein cuando él volvió a la sala-. El sueño es un gran restaurador, aunque ella va a sufrir mucho tiempo por la pérdida de su hijo. Qué pena, Owein, el niño era perfecto.

– ¿Entonces por qué vino antes y por qué nació muerto? -preguntó Owein, con amargura. Estaba enojado, aunque Rosamund no debía saberlo, pues podía culparse a sí misma. -Sí, era hermoso. Igual que sus hermanas.

– Nació muerto porque se le enrolló el cordón al cuellito y lo estranguló. Estaba muerto en su vientre y quién sabe cuánto hacía. ¿Por qué? El sacerdote dirá que es la voluntad de Dios, aunque yo no podré entender jamás por qué Dios puede querer que un dulce inocente nazca muerto. Es un misterio, pero Rosamund ha demostrado que puede dar a luz varones. Harán otro y, la próxima vez, todo saldrá bien. Esto fue un accidente. Nada más, diga lo que diga el sacerdote.

– Sí, pero ella lo llorará mucho, Maybel. -Se sentó en la silla junto al fuego, con una mano se puso a acariciar al galgo y con la otra aceptó el copón de vino que ella le alcanzó.

– Claro que lo llorará. Es una mujer cariñosa, una madre devota.

– ¿Qué les digo a las niñas?

– Que su hermanito decidió quedarse con los ángeles. Solo Philippa comprenderá. Banon y Bessie son demasiado pequeñas.

– Sí -dijo él, y bebió su vino, pensativo, sin darse cuenta de que ella lo había dejado a solas con sus pensamientos en la sala vacía, con el fuego calentándole los pies. Hacía mucho tiempo que no sentía tanta tristeza. Desde aquel día, hacía ya mucho, cuando murió su madre y lo dejó sin compañía por primera vez en su vida. Se había quedado solo hasta que se casó con su Rosamund. Llorarían juntos por la muerte de Hugh, dándose consuelo y amor en su dolor. Sería más fácil estando juntos.

Rosamund durmió varios días; despertaba por momentos breves para comer algo y recibir el consuelo de su esposo. Luego bebía de la copa y volvía a dormirse. Después de una semana ya no pudo seguir durmiendo. Sus tres hijas se subieron a la cama, acurrucándose con ella y hablando del hermanito que había decidido quedarse con los ángeles. Rosamund se tragó sus lágrimas al oír esas palabras y abrazó con fuerza a las niñas. Después de otra semana, se levantó de la cama y descubrió que la nieve estaba derritiéndose y que las colinas se tornaban verdes otra vez. Su primera salida fue a una pequeña tumba donde habían enterrado a su hijito. Estuvo ante ella durante lo que a Owein le pareció un largo rato, luego se volvió y dijo:

– Tengo hambre.

Él suspiró de alivio.

– Entonces vayamos a la sala a comer -dijo él.

Ella lo tomó de la mano.

– Fue un accidente, lo sé. No volverá a suceder, y tendremos otro hijo, Owein.

– Sí, así será -dijo él, pero cuando ella no podía oírlo le pidió a Maybel que le diera la poción que le impediría concebir durante un tiempo-. Que tengamos otro hijo o no será cuestión de Dios, pero yo no quiero arriesgarme a perder a mi amada.

– Sí, necesita recuperarse por completo -coincidió Maybel.

El ritmo de su vida continuó como antes. Se araron los campos y se los plantó con grano. Se recomenzaron los huertos. Las hierbas empezaron a verdecer bajo su capa de paja. La primavera había llegado con todos sus bríos. Los jardines florecieron; Rosamund nunca los había visto tan hermosos. Los pimpollos blancos y rosados que cubrían los arbustos lanzaban su dulce aroma.

Henry Bolton vino desde Otterly a visitarlos, a expresar su dolor por la pérdida y sugerir un matrimonio entre su hijo mayor y Philippa.

– Todavía no pienso casar a ninguna de mis hijas -le dijo Owein al tío de Rosamund-, pero, si lo pensara, buscaría en otra parte. La sangre fresca siempre mejora y fortalece un linaje, Henry. Encuentra otra muchacha para tu hijo. No tendrás ninguna de las mías.

Henry Bolton se fue, apesadumbrado.

– Creo que al fin se ha dado por vencido -comentó Rosamund-. Nunca pensé que renunciara a poseer Friarsgate, pero creo que ahora sí.

– Veo que es hombre quebrado -dijo Owein-. El comportamiento impropio de su esposa lo ha destruido. Si fuera un hombre valiente 'a echaría de la casa, pero no lo es. Se comporta como un tirano y un cobarde, siempre fue así.

Por un momento, Rosamund casi sintió pena por Henry Bolton. Se había creído tan superior a sus dos hermanos mayores, despreciándolos Por su nacimiento ilegítimo, y ahora se veía obligado a aceptar la infidelidad de su esposa y sus dos bastardos. No se animaba a hacer nada, para no quedar públicamente como un tonto, cosa que no podría tolerar. Así que apretaba los dientes y aceptaba lo que no podía cambiar.

Ahora que Enrique VIII reinaba en Inglaterra, las noticias llegaban a Friarsgate con más frecuencia, en especial por el tiempo benigno. Los buhoneros estaban de moda e iban a la finca porque sabían de su prosperidad.

Se enteraron de que el rey y la reina habían sido coronados el 24 de junio, día del solsticio de verano, en la abadía de Westminster. La pareja real había llegado de Greenwich, en barca, el 22 y se alojó en la Torre de Londres, como era costumbre. La ciudad era una gran fiesta. El joven rey estaba magnífico con sus ricos vestidos.

Llegó otra vez el tiempo de la cosecha, que volvió a ser abundante. Los graneros de Friarsgate rebosaban y se cosechaba fruta a montones de los manzanos y perales del huerto. Owein trabajaba en todo. Por alguna razón que Rosamund nunca terminaba de comprender, a él le encantaba treparse a las copas de los árboles para arrancar la fruta que nadie más podía alcanzar. Las sacaba con la mano y las arrojaba a las mujeres que esperaban abajo. Nada le gustaba más que ir a los sótanos en pleno invierno y volver con una manzana o una pera fresca. Las que estaban arriba de todo en las canastas eran las mismas que él había ido a buscar a lo más alto. Entonces, comía su fruta con una sonrisa de satisfacción en su rostro agraciado.

Owein había estado trabajando en el huerto una tarde de septiembre en que Edmund entró en la sala donde Rosamund cosía el dobladillo de una falda nueva de Philippa. Ella levantó la mirada y le sonrió. Empezaba a verse viejo.

– Rosamund… -comenzó él.

– ¿Sí? -Entonces vio a Maybel detrás de Edmund.

– Rosamund -repitió él y, para asombro de ella, rompió en grandes sollozos.

– ¡Jesús, María y José! -dijo Maybel, bajito, y pasó junto a su esposo. Los hombres son capaces de aflojarse solo en los peores momentos.

Hubo un accidente…

Rosamund se puso de pie de un salto; la falda de la niña cayó al suelo, dijo una sola palabra:

– ¿Owein?

Maybel aspiró hondo.

– Está muerto.

– ¿Muerto? -Rosamund miró a Maybel como si esta se hubiera vuelto loca-. ¿Muerto? -repitió.

– Se cayó de un árbol, mi niña. Se quebró el cuello -dijo Maybel, sin vueltas-. Murió en el momento de pegar contra el suelo. -Ella hacía un gran esfuerzo por controlar sus lágrimas.

Rosamund se puso a gritar, con un sonido tan penoso que los perros de la sala se pusieron a aullar y los dos gatos se metieron bajo la mesa.

Edmund sollozaba como una muchacha. Su niña se tambaleaba al borde de la locura. Maybel dio un paso adelante, con la cara ahora empapada en lágrimas, y le dio una bofetada a Rosamund, lo más fuerte que pudo.

– Contrólate -dijo, feroz-. Recuerda que eres la señora de Friarsgate. ¡Lo único que puedes hacer es aceptar lo sucedido! Es una calamidad espantosa, pero no se puede cambiar. Recuerda cómo la reina soportó la adversidad, y sigue su ejemplo.

Los ojos ambarinos de Rosamund por fin se enfocaron. Se llevó la mano a la boca cuando los hombres entraron a su esposo sobre una tabla. Aspiró hondo, para despejarse.

– Edmund, deja de llorar y habla con el carpintero. Quiero un féretro en la sala antes de la caída del sol. Mi señor debe ser preparado Para su funeral como corresponde. Que alguien vaya a buscar al padre Mata, si no lo han hecho ya. Annie -se dirigió a una criada-, trae a mis hijas a la sala. Enseguida. Deben saber lo que le ha ocurrido a su padre. -Se acercó a Owein para mirarlo-. Pónganlo sobre la mesa les ordenó a los campesinos. Owein estaba tan raro, con el cuello en un ángulo extraño y una expresión de sorpresa en la boca. Se alejó, sintiéndose desmayar. Buscó una silla y se sentó-. Ay, Dios susurró, casi para sí misma y, entonces, se echó a llorar.

Annie trajo a las niñas a la sala. Philippa y Banon venían de la mano y Annie llevaba a la pequeña Bessie en brazos. Philippa dirigió la mirada hacia la mesa principal, pero las otras dos no se dieron cuenta de nada, salvo de que su madre lloraba. Rosamund les tendió los brazos

– ¿Qué le pasa a papá? -preguntó Philippa.

– Ha habido un accidente. Papá se cayó de un árbol -explicó Rosamund-. Se ha ido con los ángeles. -Sonaba tan absurdo, pero no se le ocurrió otra cosa para decir.

Trajeron agua caliente y le quitaron la ropa. Rosamund misma lavó el cuerpo inerte y volvió a vestirlo con su buen traje de terciopelo, el que se había puesto el día en que se casaron. No había necesidad de mortaja. Owein Meredith fue puesto en su féretro, con una banda de paño alrededor de la cabeza y por debajo de la mandíbula para impedir que se le abriera la boca. Le pusieron dos peniques de cobre sobre los párpados para mantener los ojos cerrados. Ella se inclinó y besó los labios sin vida.

En cada esquina del féretro pusieron candelabros de pie y encendieron las velas de cera de abeja. Pusieron la tapa del féretro dejando a la vista la parte superior del cuerpo. Entonces, llegó el padre Mata, con los brazos llenos de flores, que arrojó sobre la tapa del féretro. Se trajeron los dos reclinatorios de la iglesia. El sacerdote y la dama de Friarsgate se arrodillaron a orar, mientras se preparaba la cena. Rosamund se sentó a la mesa principal con Philippa. Se le había ido el apetito, pero vio con alivio que su hija mayor se alimentaba bien. Banon y Bessie comieron en su habitación. Después, madre e hija se arrodillaron junto al catafalco y rezaron bajo los ojos vigilantes del sacerdote, Edmund y Maybel. Al fin, se llevaron a Philippa a la cama, pero Rosamund se negó a acostarse.

– Me quedaré aquí con mi esposo -dijo, con voz seca.

Los otros tres acordaron que se turnarían para rezar con ella esa noche. El padre Mata envió a Edmund y a su esposa a dormir mientras se arrodillaba junto a Rosamund y rezaba. La noche fue larga, e hizo frío por primera vez en muchos meses. El sacerdote se quedó junto a señora casi toda la noche y sólo aceptó irse cuando regresó Edmund la sala y lo reprendió por no haberlo llamado.

– Casi está amaneciendo -dijo Edmund-. Debe prepararse para la misa, en especial en este día aciago.

– ¿Cuándo debemos tener la misa de funerales, Edmund? -preguntó el sacerdote-. ¿Hoy?

– No -intervino Rosamund-. Mañana por la tarde. Quiero que todos los que deseen puedan venir a ver a mi Owein por última vez. -Entonces le dirigió una débil sonrisa a su tío-. No soy la pobre Juana la loca, Edmund, que no pueda entregar el cuerpo de mi esposo. Owein se ha ido. No hay nada aquí más que sus despojos mortales. Lo que él era está ahora con Dios.

– ¿Quieres informar a Henry? -preguntó Edmund-. ¿O a Richard?

– Envía aviso a mi tío en St. Cuthbert, Edmund, pero no a Otterly. Henry se enterará más temprano que tarde, pero no estoy lo bastante fuerte para discutir con él los méritos de su hijo mayor como mi futuro esposo. Creo que no volveré a casarme. Friarsgate tiene tres herederas, y, seguramente, eso será suficiente para la próxima generación.

Edmund asintió.

– Yo mismo iré a St. Cuthbert, niña.

– Gracias -dijo ella y se volvió hacia el féretro.

Richard Bolton llegó desde su abadía a última hora de la tarde. De inmediato se hizo cargo de su sobrina y le insistió en que durmiera unas horas antes de quedarse en vigilia otra noche más.

– Si te enfermas, no les servirás de nada a tus hijas -le advirtió-, y no creo que quieras entregarlas a los tiernos cuidados de Henry.

Ella lo obedeció, pero estuvo despierta para la vigilia de la noche. El día del funeral durmió por la mañana y, luego, con sus hijas vestidas enteramente de negro, asistió a la misa de funerales por su esposo. La Pequeña iglesia rebosaba con los arrendatarios de Friarsgate; muchos de ellos lloraban. Su dolor se convirtió en ruido cuando Rosamund y sus hijas siguieron el féretro de Owein hasta el cementerio que había junto a la iglesia. Llorando abiertamente, la dama de Friarsgate miró mientras bajaban a la tierra el ataúd de su esposo. Para conmoción de todos, se desvaneció cuando la última palada de tierra cayó sobre la tumba.

La llevaron a la sala, donde la reanimaron quemando una pluma bajo la nariz. Abrió los ojos ante los rostros preocupados de su entorno.

– Ya estoy bien -los tranquilizó.

– ¡Estás exhausta! -exclamó Maybel-. Eso es lo que ocurre.

– Tendrías que ir a acostarte, sobrina -dijo Richard Bolton.

– No hasta después del banquete -respondió ella, empecinada- Es mi deber ser la anfitriona ante los arrendatarios.

No discutieron, pero después de servida la comida del funeral, hicieron que Rosamund se metiera en la cama junto con sus hijas, y Richard y Edmund Bolton se sentaron en la sala con Maybel y el padre Mata.

– No dejó testamento -dijo Richard.

– Entonces, hay que ocuparse de protegerla contra Henry y sus hijos -advirtió Edmund-. Me temo que se pondrá violenta si Henry intenta volver a imponerle su voluntad.

– Entonces, haremos un testamento -dijo Richard Bolton, con voz serena-. Henry no conoce la letra de Owein. Escribiremos lo que podría haber querido Owein para Rosamund y las niñas, y tú -se dirigió al padre Mata- firmarás con el nombre de Owein.

– ¿Yo? -preguntó el joven sacerdote.

– Diremos que Rosamund ha quedado encargada de velar por sus hijas y por Friarsgate. Que tú y yo hemos sido elegidos para supervisarla y que, en la eventualidad de nuestras muertes, ella volverá al cuidado del rey y sus hijas con ella.

– ¿Yo debo firmar con el nombre de sir Owein? -repitió el sacerdote.

– Sí -respondió Richard-. Firmarás con el nombre de Owein el documento que yo escriba y, después, me confesarás tu pecado. Yo te absolveré, por supuesto, Mata. -Sus ojos azules brillaban.

– En ese caso -opinó el padre Mata-, hagámoslo ya. Henry Bolton pudo haberse enterado de la pérdida que sufrió su sobrina, y en día o dos como máximo, lo tendremos con nosotros. Debemos pasarle un poco de polvo en los dobleces al pergamino, para avejentarlo.

– ¿Avejentarlo? -Edmund parecía confundido.

– No queremos que el documento parezca nuevito, Edmund -dijo, serio, el padre Mata-. El polvo en los dobleces le da aspecto de viejo. ¿Tenemos un pedazo viejo de pergamino? Eso también vendría bien. -Ahora, sus ojos brillaban.

Richard Bolton asintió, con una sonrisa en sus labios delgados.

– Te auguro un futuro brillante en la iglesia, Mata -sentenció, conciso-. Pongamos manos a la obra.

Загрузка...