Inglaterra 1495-1503.
El día en que se desposó con Hugh Cabot, Rosamund Bolton observó en silencio la partida de sus tíos. Entonces, se volvió a su nuevo esposo y dijo:
– ¿Se han ido para siempre, señor? Mi tío se comporta como si esta fuera su casa, pero es mía.
– De modo que lo entiendes, ¿eh? -respondió Hugh, divertido. Se preguntó qué más entendería. Pobre corderito. Seguro que su vida no había sido fácil.
– Soy la heredera de Friarsgate -respondió ella, con sencillez y orgullo-. Mi tío Edmund dice que soy un premio jugoso. Por eso mi tío Henry quiere manipularme. ¿Crees que volverá?
– Por ahora se fue. Estoy seguro de que regresará para ver cómo estás.
– Regresará para contemplar mis tierras y ver que prosperen -respondió Rosamund, con astucia.
Él le tomó la mano.
– Entremos, Rosamund. El viento es frío y anuncia que el invierno está por llegar, muchachita.
Entraron juntos en la casa y se instalaron en el pequeño vestíbulo, cerca del fuego. La niña se sentó frente a él y, muy seria, dijo:
– Así que ahora tú eres mi esposo. -Los piecitos, abrigados con pantuflas, no tocaban el suelo.
– Así es -dijo él. Los ojos azules le brillaban de la gracia que le hacía pensar adonde conduciría esta conversación.
– ¿Cuántas esposas tuviste antes que yo? -preguntó con curiosidad.
– Ninguna -respondió él, y una sonrisa se dibujó en sus rasgos angulosos.
– ¿Por qué? -quiso saber ella. Estiró una mano y acarició a un gran galgo que había venido a sentarse a su lado.
– No tenía medios para mantener a una esposa. Fui el hijo menor de mi padre, que murió antes de que yo naciera. Él también era el hijo menor y dependía de su familia para todo. Hace tiempo le hice un gran favor a mi prima, o creí hacérselo. Convencí a su hermano de que le cediera la pequeña propiedad de Otterly y, así, la convertí en una novia apetecible para tu tío Henry. Agnes era una muchacha fea, pero no tenía vocación para la iglesia. Necesitaba algo que la distinguiera de las otras muchachas casaderas de escasos recursos. Al convencer a Robert Lindsay de que una mujer con una propiedad tendría más posibilidades de recibir propuestas de matrimonio, convertí a Agnes en una candidata atractiva.
– Como yo -comentó Rosamund.
– Sí, como tú -dijo Hugh, con una risita-. Entiendes muchas cosas para ser tan joven.
– El sacerdote dice que las mujeres son la vasija más frágil, pero yo creo que se equivoca. Las mujeres pueden ser fuertes e inteligentes.
– ¿Eso es lo que piensas, Rosamund? -Qué criatura tan fascinante era esta niña que ahora estaba a su cargo.
Ella se asustó ante la pregunta y apoyó la espalda contra el respaldo de la silla.
– ¿Me golpearás por mis pensamientos, sir? -inquirió, nerviosa.
La pregunta perturbó profundamente a Hugh Cabot.
– ¿Por qué piensas eso, niña?
– Porque estuve muy osada. Mi tía dice que las mujeres no han de ser osadas ni atrevidas. Que eso es desagradable para los hombres y que debe golpeárselas por ello.
– ¿Te golpeó alguna vez tu tío? -pregunto él. Ella asintió en silencio-. Bien, niña, yo no te golpearé -dijo Hugh, y sus bondadosos ojos azules se encontraron con los temerosos ojos ambarinos de ella-. Siempre querré que seas franca y honesta conmigo, Rosamund. La falsedad lleva a malos entendidos tontos. Yo puedo enseñarte muchas cosas si de verdad vas a ser la señora de Friarsgate. No sé cuánto tiempo estaré contigo, pues soy un hombre viejo. Pero si quieres manejar tu propio destino, sin interferencias, deberás aprender lo que tengo para enseñarte, a fin de que Henry Bolton no vuelva aquí a dominarte.
Él vio que sus palabras despertaban un destello de interés en el rostro de Rosamund, aunque ella lo disimuló de inmediato y dijo, reflexiva:
– Si mi tío hubiera sabido que planeabas ponerme en su contra creo que hoy no serías mi esposo, Hugh Cabot.
Él rió.
– Me malentiendes, Rosamund -respondió, con suavidad-. No deseo ponerte en contra tu familia pero, si yo fuera tu padre, querría verte independizada de ellos. Friarsgate te pertenece a ti, niña, no a ellos. ¿Conoces la divisa de tu familia?
Ella negó con la cabeza.
– Tracez Votre Chemin. Significa Traza tu propio camino -le explicó.
– Por favor, vive mucho tiempo, Hugh, así podré elegir a mi próximo esposo por mí misma -respondió con alegría.
Él rió con ganas. Ella pensó que era un sonido muy bonito. Rico, profundo, sin dejo alguno de malicia.
– Lo intentaré, Rosamund.
– ¿Cuántos años tienes?
– Hoy es veinte de octubre. El noveno día de noviembre cumpliré sesenta. Soy muy viejo, niña.
– Sí, así es -aceptó ella, muy seria, asintiendo.
Él no pudo evita reír otra vez.
– Seremos amigos, Rosamund -le dijo. Entonces se puso de rodillas ante ella, le tomó una mano y le dijo-: Te prometo, Rosamund Bolton, en el día de nuestra boda, que siempre te pondré a ti y los intereses de Friarsgate ante cualquier otra cosa, mientras tenga vida -y besó su mano.
– Creo que confiaré en ti. Tienes ojos bondadosos. -Apartó la mano y le sonrió con picardía-. Me alegro de que te hayan elegido para mí, Hugh Cabot, aunque creo que, si mi tío Henry hubiera sabido cómo eres, no te habría escogido, sin importar la deuda de mi tía.
– Mi esposa niña, sospecho que tienes una cierta debilidad por la intriga, lo que me resulta interesante en alguien tan joven.
– No sé qué quiere decir intriga. ¿Es bueno?
– Puede serlo. Te enseñaré, Rosamund -le aseguró-. Necesitarás recurrir a todo tu entendimiento cuando yo me haya ido y ya no pueda protegerte. Tu tío no será el único que desee quedarse con Friarsgate por tu intermedio. Algún día puede haber un hombre más fuerte y más peligroso que Henry Bolton. Tienes buen instinto. Necesitarás solo mi tutelaje para sobrevivir y fortalecerte.
Así comenzó su matrimonio. Pronto Hugh llegó a amar y tratar a su esposa como habría amado a una hija, si hubiera tenido una. En cuanto a Rosamund, ella también amaba a su anciano compañero como habría amado a un padre o a un abuelo. Los dos congeniaban. La mañana siguiente al casamiento salieron a cabalgar. Hugh montaba un robusto caballo capón bayo y Rosamund, su poni blanco, que tenía la crin y la cola negras. Hugh volvió a sorprenderse, pues Rosamund sabía mucho de su propiedad. Más de lo que podría conocer cualquier niña pequeña. Ella estaba muy orgullosa de Friarsgate y le mostró los frondosos prados donde pastaban sus ovejas y las campiñas verdes en las que pacían sus vacas a la luz del sol otoñal.
– ¿Tu tío compartía contigo su conocimiento de la tierra? -le preguntó Hugh.
Rosamund negó con la cabeza.
– No. Para Henry Bolton yo no soy más que una posesión que debe controlar para poder apoderarse de Friarsgate.
– Entonces ¿cómo es que estás tan bien informada?
– Mi abuelo tuvo cuatro hijos -comenzó a explicar ella-. Mi padre fue el tercero, pero los primeros nacieron del lado incorrecto de la cama, antes de que mi abuelo se casara. Por eso mi padre era su heredero. El tío Henry es el menor de los hijos de mi abuelo. El mayor es mi tío Edmund. Mi padre quería a todos sus hermanos, pero a Edmund más que a los otros. Cuando el tío Henry nació, mi padre tenía cinco años. Los otros dos estaban más cerca de él, por edad, y dicen que mi abuelo nunca marcó diferencias entre sus hijos, salvo por la condición de heredero de mi padre. Se les dio permiso a mis tíos Edmund y Richard para adoptar el nombre de la familia. Henry los detesta, en especial a Edmund, porque era el más querido por mi padre. Mi abuelo dio a Richard a la Iglesia para expiar sus pecados. Es el abad de St. Cuthbert, cerca de aquí. A Edmund lo nombró administrador, cuando tuvo la edad adecuada y murió el administrador anterior. El tío Henry no se animó a echar a su hermano mayor, pues Edmund sabe mucho de Friarsgate, y Henry no. Claro que Edmund no lo ha enfrentado nunca abiertamente, pero tanto él como Maybel me lo han explicado todo.
– ¿Maybel?
– Mi nodriza -respondió Rosamund-. Es la esposa de mi tío Edmund y ha sido una madre para mí. Mi madre nunca recuperó sus fuerzas después de que yo nací, según me han contado, pero yo recuerdo que era una señora muy dulce.
– Me gustaría conocer a Maybel y a Edmund.
– Entonces iremos a su casa. ¡Te agradarán!
Ahora Hugh Cabot conocía otra razón para que Henry Bolton lo eligiera como esposo de Rosamund. Por cierto que irritaría a Edmund Bolton -evidentemente un buen administrador- ser reemplazado de una manera tan sutil. Nada lo apartaría de su promesa de mantener a salvo a Rosamund y a Friarsgate. Si Edmund Bolton era como decía su sobrina, se llevaría muy bien con él.
Llegaron a destino: una casa de piedra ubicada en una ladera aislada que daba a un pequeño lago rodeado de colmas. Estaba bien cuidada; el techo de paja tenía un fuerte entretejido y el encalado de las paredes estaba muy limpio. Había un único banco muy gastado bajo una ventana, en el frente. Una estrecha columna de humo gris pálido salía de la chimenea. Algunas rosas tardías crecían junto a la puerta. Después de apearse, Hugh bajó a Rosamund de su poni. Ella corrió hacia la casa llamando:
– ¡Edmund! ¡Maybel! ¡Traje a mi esposo para conocerlos!
Hugh agachó la cabeza para pasar bajo el dintel de la puerta. Ahora estaba en una habitación alegre, con un buen fuego en el hogar. Un hombre de altura mediana, con el rostro curtido por el aire libre y ojos ámbar que mostraban curiosidad, se acercó e hizo una reverencia.
– Bienvenido, milord. Maybel, ven a saludar al nuevo señor.
Maybel era una mujer rolliza y baja, de edad indeterminada y agudos ojos grises. Miró con detenimiento a Hugh Cabot. Finalmente, satisfecha, le hizo una reverencia.
– Señor.
– ¿Podemos ofrecerle una copa de sidra, milord? -preguntó Edmund con cortesía.
– Se lo agradeceré -dijo Hugh-. Estuvimos cabalgando todo el día por las tierras de mi esposa.
– ¿Y mi niña no ha comido nada desde la mañana? -preguntó Maybel-. ¡Qué disparate!
Rosamund rió.
– No tenía hambre -le dijo a su nodriza-. Es la primera vez en semanas que salgo de la casa, Maybel. Tú sabes por qué. El tío Henry no me permitía alejarme de su vista más que para orinar y dormir. ¡Fue bellísimo cabalgar por las colinas!
– Pero Maybel tiene razón, esposa -dijo Hugh, con voz calma-. Yo también disfruté de la jornada, pero tú estás creciendo, y necesitas alimentarte bien. -Se volvió a sus anfitriones-. Yo soy Hugh Cabot, y me agradaría que me llamaran por mi nombre de pila, Edmund y Maybel Bolton.
– Cuando estemos entre nosotros -concedió Edmund-, pero ante los sirvientes debes llevar la investidura de un lord, Hugh Cabot. Después de todo, tu esposa es la señora de Friarsgate. -Edmund quedó gratamente sorprendido por el tono y la amabilidad de Hugh.
– ¡Siéntense! Les voy a traer de comer. -Con esfuerzo, Maybel recorrió la habitación, tomó panes de una canasta que había junto al fuego. Los puso sobre la mesa y los rellenó con un guiso de conejo, cebolla, zanahoria y salsa, de un aroma delicioso. El que sirvió a Rosamund y Hugh duplicaba el tamaño de los otros dos. Se esperaba que lo compartieran. Maybel les dio cucharas de madera pulidas para comer y se sentó con ellos. Edmund colocó sobre la mesa copones de peltre con sidra preparada esa misma mañana.
Rosamund descubrió, con sorpresa, que tenía mucha hambre. Comió con entusiasmo; hundía la cuchara una y otra vez, y se llevaba a la boca el guiso con la miga del pan casero que Maybel había puesto en un plato.
La mujer los miraba furtivamente y vio que Hugh Cabot trataba a la niña de manera especial; permitía que comiera hasta llenarse y simulaba imitarla. Cuando fue obvio que Rosamund estaba satisfecha, él comenzó a comer en serio. Bien, bien, pensó Maybel, qué interesante, aunque todavía no creía del todo que Henry Bolton le hubiera hecho un favor a su sobrina eligiéndole ese esposo viejo. Por otra parte, a Rosamund el hombre parecía caerle bien. Solía ser muy recelosa con los desconocidos, en especial con los que tenían relación con su avaricioso tío.
– ¡Maybel, este ha sido el mejor guiso de conejo que comí en mi vida! -dijo Hugh cuando terminó y se apartó de la mesa con un suspiro de satisfacción.
Edmund Bolton sonrió.
– Mi Maybel es buena cocinera. ¿Un poco más de sidra, Hugh?
– No, mejor no, Edmund. Debemos irnos pronto para poder encontrar el camino de regreso antes de que oscurezca.
– Ah, ya está llegando el invierno con sus días oscuros -le respondió Edmund.
– Pero antes de irnos -replicó Hugh- quiero dejar algunas cosas en claro, pues Henry Bolton ha querido crear problemas entre nosotros, y no deseo que eso ocurra. Durante muchos años he servido como administrador del hermano de Agnes Bolton. Se me pidió que le enseñara a su hijo la labor para que ocupara mi puesto, y lo hice. Cuando Agnes se enteró de que me había quedado sin trabajo, me propuso que me convirtiera en el esposo de Rosamund para proteger los intereses de su esposo en Friarsgate.
– ¡Henry Bolton no tiene intereses en Friarsgate! -exclamó Edmund, enojado.
– Estoy de acuerdo -respondió rápidamente Hugh-. Friarsgate pertenece a Rosamund, y pertenecerá a sus herederos, pero Henry Bolton, con astucia, intentó reemplazarte casándome a mí con Rosamund. Friarsgate no necesita dos administradores. Por mi parte, se me pidió que me casara con mi esposa. Y nada más… aunque Henry da por sentado que yo asumiré el mando y te apartaré del lugar que tu padre te asignó. No lo haré.
– ¿Qué harás, entonces? -preguntó con cautela Edmund.
– Enseñaré a Rosamund a leer y escribir, y a llevar las cuentas, para que, cuando llegue el día en el que ninguno de los dos esté aquí para ayudarla, ella sepa qué hacer. No creo que el sacerdote le haya enseñado nada. Me pareció un hombre bastante ignorante y tonto.
– Henry Bolton no cree que una mujer deba conocer más que las tareas del hogar. Le parece mejor que nuestra sobrina aprenda solo labores femeninas, como hacer sopa y conservas o salar pescado -dijo Edmund.
– ¿Y tú qué opinas al respecto? -preguntó Hugh.
– Creo que debe aprender ambas cosas -respondió Edmund-, pero el viejo padre Bernard no puede enseñarle nada. Aprendió la misa de memoria, y no puede vérselo como un hombre educado. Demonios, si es aun más viejo que tú, Hugh Cabot. Hugh rió con ganas.
– Entonces estamos de acuerdo, Edmund. Tú continuarás administrando la propiedad y yo educaré a mi esposa.
– Nos veremos con frecuencia. Debes estar al tanto de todo, para que Henry Bolton quede convencido de que ahora tú administras Friarsgate. Y es mejor que tú te ocupes de los juicios en el tribunal del señorío, que se celebra cada tres meses. Para las apariencias, ahora tú eres el señor de Friarsgate.
– Espero desempeñar bien mi papel -respondió Hugh, con amabilidad.
– Esta niña se está quedando dormida mientras ustedes conspiran-Dijo Maybel, cortante-. Vete a casa con tu esposa, Hugh Cabot, antes de que caiga la noche y no encuentres el camino. Todavía hay ladrones sueltos, pues, como sabrás, estamos cerca de la frontera con Escocia.
– Yo vivía más al sur -respondió él-. ¿Tenemos saqueos a menudo?
– En general, en Friarsgate estamos seguros -dijo Maybel-. A menos que los reyes y los grandes lores deseen luchar. Entonces, los pobres y los infelices son los que más sufren. A veces, los escoceses vienen a buscar ovejas, pero, en general, no nos molestan.
– ¿Y por qué? Es extraño.
– Por nuestras colinas -explicó Edmund-. Son muy empinadas alrededor de Friarsgate, y para llevar una manada o un rebaño o aun unos pocos animales, el terreno tiene que ser más plano. Tendría que haber un conflicto muy grave con los escoceses para que nos atacaran.
– ¿Quién es el lord de la frontera que está más cerca de Friarsgate? -preguntó Hugh.
– El Hepburn de Claven's Carn -respondió Edmund-. Lo conocí cuando fue con sus hijos a un mercado de ganado. Probablemente haya muerto y lo haya reemplazado alguno de los hijos, aunque quién sabe cuál. Los escoceses discuten por todo, y seguro que los hijos se pelearon por la tierra de su padre.
– Ah, sí -asintió Hugh-. Los escoceses son así. Están más cerca de ser salvajes que civilizados. -Se levantó de su lugar a la mesa y miró a Rosamund, que cabeceaba en su sitio-. Edmund, levántala. La llevaré en mi caballo y guiaré al poni.
– No, yo iré en el poni -intervino Maybel-. Tengo que volver con ustedes para cuidar a mi niña, Hugh Cabot.
– Vamos, entonces -respondió Hugh. Se dirigió a la puerta, la abrió y salió. Era la última hora de la tarde. Soltó a su caballo, lo montó, se agachó para tomar de brazos de Edmund Bolton a la niña dormida, la acomodó con suavidad contra sí y con la otra mano afirmó las riendas.
Maybel caminó deprisa, abrigándose con su capa con capucha. Ayudada por su esposo, montó el poni blanco, y dijo:
– Estoy lista. Asegúrate de dejar la casa limpia cuando vengas mañana, Edmund Bolton.
– Sí, querida mía -respondió él, con una sonrisa. Entonces le dio una palmadita al poni en el anca. El animal comenzó a caminar junto al nuevo lord de Friarsgate. Observándolos, Edmund pensó que, al fin, su sobrina tenía un arma para defenderse de Henry Bolton, si Hugh Cabot era lo que prometía ser. Pero Edmund tenía una buena corazonada sobre el nuevo lord. Rió para sus adentros. Su medio hermano, tan avaro y mezquino, creía haber elegido a un anciano débil como esposo de su sobrina.
Henry siempre había sido presumido. Edmund sabía qué se traía, pues era transparente como el vidrio. Henry había arreglado este matrimonio para Rosamund porque la niña era demasiado joven para procrear. Hugh Cabot estaba viejo para esas cosas. Pero la heredera de Friarsgate era una mujer casada, a salvo de los predadores que pudieran desposarla e ignorar los deseos de Henry de apoderarse de Friarsgate para sus propios herederos. Si la criatura que Agnes llevaba en las entrañas era un varón, Edmund no tenía duda de que, en cuanto pudiera, Henry casaría a ese hijo con Rosamund. Aunque la madre todavía estuviera amamantándolo. No importaba que la novia fuera mayor que el novio. Esas cosas eran habituales en los matrimonios en que la tierra era lo más importante. Pero si Hugh Cabot era el hombre honesto que Edmund creía, Rosamund estaría a salvo de su tío Henry, que, por fin, parecía haberse pasado de astuto.
Edmund observó cómo los dos jinetes desaparecían del otro lado de la colina. Se volvió y entró en su casa, para ordenar. Por la mañana regresaría a atender sus deberes como administrador de Friarsgate. Él y Hugh, juntos, le enseñarían a Rosamund todo lo que debía saber para manejar sus tierras cuando ellos ya no estuvieran para hacerlo.
Friarsgate se había debilitado con la administración de Henry Bolton. Ahora, con su nuevo lord, volvió a ser el lugar feliz que era en tiempos de los padres y abuelos de Rosamund. En la víspera del Día de Todos los Santos, que era también la fiesta de san Wolfgang, a la caída del sol se encendían fogatas en todas las laderas. En la sala de Friarsgate se colocó un candelabro alto y grande en el medio del recinto. Se colgaron guirnaldas de hojas verdes con manzanas en toda la habitación para decorarla. El punto más importante de la comida era el crowdie, un postre dulce de manzanas con crema que se repartía entre quienes compartían la mesa. Dentro del crowdie se habían escondido dos anillos, dos monedas y dos canicas.
– ¡Tengo una moneda! -gritó Rosamund, entusiasmada, entre risas, y sacó el penique de la cuchara.
– ¡Yo también! -exclamó Hugh-. Entonces, esposa, si la leyenda es correcta, seremos ricos, aunque yo ya lo soy contigo.
– ¿Qué te tocó, Edmund? -le preguntó la niña a su tío.
– Nada -dijo él, riendo.
– Pero eso significa que tu vida estará plagada de incertidumbre -dijo Rosamund. Y hundió la cuchara en el plato común del crowdie-. ¡Te voy a encontrar el anillo!
– Ya está casado conmigo -le recordó Maybel a su pupila-. Deja el anillo para las muchachas de la cocina, que disfrutarán de lo que quede, mi pequeña lady.
– ¿A ti te tocó algún premio? -le preguntó Rosamund a su nodriza.
– La canica -admitió Maybel.
– ¡No! ¡No! -gritó la pequeña-. ¡Eso significa que tu vida será solitaria, Maybel!
– Bien, no ha sido para nada solitaria hasta ahora. Debo cuidar de ti, y tengo a mi Edmund. De todos modos, son todas pamplinas.
Escoltada por su esposo, Rosamund salió al aire libre para repartir manzanas frescas de una canasta de mimbre entre sus arrendatarios, reunidos en torno a la fogata por la víspera del Día de Todos los Santos, en la ladera de la montaña. Se creía que en esa época del año las manzanas traían buena suerte. Las frutas de Rosamund se recibieron con inclinaciones, reverencias y el agradecimiento de la gente de Friarsgate.
Al día siguiente era la celebración de Todos los Santos, en honor a todos los santos, conocidos y desconocidos. El 2 de noviembre, se conmemoraba el Día de los Fieles Difuntos. Los niños de Friarsgate iban cantando, de puerta en puerta, y se los recompensaba con "tortas de difuntos", que eran pequeños postres de harina de avena con trocitos de manzana. El noveno día del mes, Rosamund organizó una pequeña fiesta sorpresa para celebrar el cumpleaños de su esposo. También le regaló un broche de plata decorado con un ágata negra que había pertenecido a su padre y a su abuelo.
Hugh miró el broche en su envoltorio de delicada lana azul. Nunca en toda su vida, ni una sola vez en sus sesenta años, le habían obsequiado nada. Miró a la niña que ahora era su esposa y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Pero, Rosamund -dijo, con un nudo en la garganta-, nunca me regalaron nada tan fino como esto. -Se agachó y le dio un beso en la rosada mejilla-. Gracias, esposa mía.
– Ay, me alegro mucho de que te haya gustado. Maybel me dijo que te agradaría. Es para tu capa, Hugh. ¡Va a quedar tan lindo!
Dos días después celebraron, con ganso asado, el Día de San Valentín. El veinticinco de noviembre observaron el Día de Santa Catalina con tortas de Cathern, hechas con forma de rueda, y con "lana de cordero", una bebida espumante servida en un cuenco de Cathern. Después, en la sala, bailaron en ronda. Hacía tiempo que se había levantado la cosecha, y muchas ovejas y vacas gestaban crías que nacerían en los meses siguientes.
La temporada navideña se extendía desde el 24 de diciembre hasta el 5 de enero. Era la época más feliz de la vida de Rosamund de la que ella tuviera recuerdo. No había noticias de su tío Henry. En la sala, noche y día ardía un inmenso leño de Navidad. Se colgaban ramas verdes, muérdago y ramas de acebo. Se encendían doce candelabros para la Noche de Epifanía. En todas las comidas se servían doce platos. Había un brindis conmemorativo para cada día y las comidas dulces se apreciaban especialmente. Se servían trigo con leche, azúcar y huevos, pastel de frutas y budín, aunque la comida preferida de Rosamund eran las muñecas de Navidad, que estaban hechas de masa de jengibre.
El regalo de Rosamund a cada familia arrendataria fue un permiso para cazar conejos todos los sábados del invierno. Como la cosecha había sido buena, los graneros de piedra de Rosamund estaban llenos, y también podría dar de comer a los habitantes de Friarsgate durante la temporada de frío. Una vez por mes se distribuía el grano que se llevaría al molinero para hacer la harina. En el sótano, había canastas con cebollas, manzanas y peras, y colgaban zanahorias y remolachas de las vigas.
El 5 de enero era el último día de la fiesta de Navidad, y se lo conocía como la Noche de Epifanía. Rosamund y Hugh presenciaron la actuación de seis bailarines de la aldea disfrazados de bueyes, con cuernos y campanillas. Cuando terminó la presentación, Rosamund eligió a uno como "el mejor animal". Entre risas, le puso sobre los cuernos una dura torta de avena en forma de aro. Entonces, el mejor animal trataba de quitarse su recompensa, mientras Rosamund y Hugh discutían acaloradamente si la torta caería por delante o por detrás del bailarín. Al fin, la torta salió volando del cuerno del animal y se desplomó sobre la mesa de la joven dama de Friarsgate, justo delante de ella. Rosamund estalló en una carcajada y aplaudió.
– ¡Bravo! -exclamó, mientras los bueyes se fueron bailando de la sala.
Cuando terminó la comida, el señor y la señora de Friarsgate se levantaron con sus copones y salieron a la noche clara y fría. En el cielo negro, las estrellas brillaban, plateadas, azules y rojas. Delante de la casa había un gran roble añoso con ramas en todas direcciones. Se decía que cuando se construyó la casa, doscientos años atrás, el roble ya estaba allí. Las copas de la pareja tenían sidra y ellos habían llevado tres pedazos pequeños de torta de especias. Rosamund y Hugh bebieron a la salud del viejo árbol, después comieron uno de los trozos del postre entre los dos y le ofrecieron los otros dos al árbol. Entonces lo rodearon, cantaron una antigua melodía y derramaron el resto de la sidra en las raíces nudosas que afloraban de la tierra dura.
– ¡Es la mejor Noche de Epifanía que he pasado jamás! -dijo Rosamund, feliz.
– Sí -dijo Hugh, caminando junto a su joven esposa cuando volvieron a la sala-, también para mí, muchachita.
Habían llegado los meses de invierno. Rosamund se preparó para aprender a leer y escribir. Con infinita paciencia, Hugh mismo le enseñó, haciendo las letras con un trozo de carbón sobre un pedazo de pergamino. Para sorpresa de él, ella era zurda, algo muy poco común. Siguiendo las instrucciones de su esposo, copiaba cuidadosamente las letras una y otra vez, y decía sus nombres en voz alta. Se tomaba muy en serio su tarea y enseguida se convirtió en una muy buena alumna. Al mes, ya sabía el alfabeto de memoria y podía escribir las letras con toda prolijidad. Luego, él le enseñó a escribir su nombre. Ella quedó encantada cuando lo vio por primera vez, las letras extendidas sobre el pergamino gastado. Rápidamente comenzó a aprender a escribir otras palabras, y para fines del invierno empezó a leer.
– Tengo miedo de que me supere -le dijo Hugh a Edmund-. Es muy inteligente. Para el verano estará leyendo mejor que tú o yo.
– Entonces, enséñale -lo haremos juntos- a sumar, para que pueda llevar sus cuentas -dijo Edmund. Después rió-. Henry no se va a poner muy contento cuando se entere.
– No puede hacer nada. Yo soy el esposo de Rosamund. Según la ley, soy responsable por su conducta y por sus tierras. Ambos sabemos que me eligió a mí para mantener a la niña a salvo de ofrecimientos de matrimonio de otras familias hasta poder casarla con un hijo suyo cuando yo no esté.
– Cuanto más crezca, más difícil será manejarla -comentó Edmund-. Es muy parecida al padre. Ahora me doy cuenta.
Las colinas comenzaron a pintarse de verde con la primavera. La parición de las ovejas había dado una buena carnada de nuevos animales. Las vacas también eran más: había varias vaquillonas y dos toros nuevos. Se quedarían con uno, para la reproducción, y venderían el otro. Durante el invierno, los arrendatarios de Friarsgate habían reparado sus casas. Remendaron los techos y volvieron a sellar las chimeneas. Había llegado el momento de labrar la tierra para plantar grano y verduras.
El último día de abril, el esposo de Rosamund, su tío Edmund y Maybel celebraron su séptimo cumpleaños. Ella los alegró a todos con su entusiasmo para recibir los regalos. Maybel le regaló un corpiño de seda verde bordado y decorado con hilo de oro. El tío Edmund, un libro encuadernado en cuero, con hojas blancas, para que hiciera sus cuentas en él, junto con una pequeña pluma de ganso afilada, para escribir. Hugh le obsequió a su esposa un par de guantes de piel de gamo con bordes de piel de conejo que había hecho él mismo y un velo para la cabeza de delgado linón, que le había comprado al primer buhonero que pasó cuando llegó la primavera.
La cosecha estaba sembrada y los campos, verdes, cuando Henry Bolton llegó a Friarsgate por primera vez desde el otoño anterior. Fue a contarles con tristeza que su buena esposa, la señora Agnes, había dado a luz a una niña muy débil en la fiesta de Santa Julia. La niña estaba con una nodriza, pues Agnes Bolton había muerto de fiebre puerperal después de parir. Esa tarde, Henry se sentó con Hugh en la sala.
– Rosamund se ve muy sana -dijo Henry Bolton. Su sobrina lo había saludado muy cortésmente y, después de la comida, le había pedido a su esposo permiso para retirarse.
– Es una niña fuerte -respondió Hugh.
– Parece que te estima.
– Soy como un abuelo para ella -murmuró Hugh.
– Espero que no la malcríes. ¿Has usado la vara con ella?
– No hizo falta… hasta ahora. Es una niña buena y obediente. Si se porta mal, remediaré la situación, te lo aseguro, Henry Bolton.
– ¡Bien! ¡Bien! -respondió Henry. Luego suspiró-. ¿Y tú, Hugh? ¿Tú también estás bien de salud? -Maldita Agnes, pensó, mientras hacía la pregunta. Si este viejo esposo de Rosamund se moría antes de que él tuviera otro hijo, seguro que perdería Friarsgate.
– Mi salud parece excelente, Henry -dijo Hugh, impertérrito, sabiendo exactamente qué le pasaba por la cabeza a su interlocutor y haciendo un esfuerzo por no reír.
– Debo volver a casarme -comentó de pronto Henry.
– Sí. Sería prudente.
– El hermano de Agnes sostiene que tengo que devolverle Otterly -le dijo Henry a Hugh.
– No, es tuya. Fue un regalo a Agnes cuando se casó contigo. Ella podía hacer con ella lo que quisiera. Dile a Robert que yo lo he dicho, pues fui yo quien redactó los papeles para transferir la propiedad a manos de ella. Busca entre las cosas de Agnes, Henry, y los encontrarás. Robert Lindsay tiene una copia. Él sabe que Otterly te pertenece a ti. Está intentando ver si puede robártela. Testificaré a tu favor ante cualquier tribunal de señorío. Si le dices esto a tu cuñado, no insistirá.
– Gracias -dijo Henry Bolton, reconfortado.
– Así que, cuando pase el año de luto, buscarás una nueva esposa. Era una buena mujer, mi prima Agnes. Será difícil encontrar otra tan buena como ella.
– Ya elegí a mi nueva esposa. No puedo estar un año haciendo duelo por Agnes. Tú no vivirás para siempre, Hugh. Tú sabes que quiero casar a mi próximo hijo con mi sobrina. Como mínimo, el muchacho debe haber sido destetado para eso -dijo Henry Bolton, con crudeza.
– Caramba -dijo Hugh, sin saber si enojarse o reírse de la insensibilidad del otro. Así que no habría un duelo decente por la pobre Agnes.
– Es la hija de un manumiso con una pequeña propiedad lindera a Otterly. Son dos hermanas y Mavis tiene pocas probabilidades de conseguir otro esposo tan bueno como yo, así que el padre le ha dado un tercio de las tierras, las que lindan con las mías, de dote. Nos casaremos después de Lammas. Es joven y será una buena reproductora.
– A pesar de que tiene apenas dos hermanos -dijo Hugh, con astucia.
– Su hermano ya ha engendrado media docena de hijos, y el padre tuvo muchos más con su amante. La madre de Mavis era una mujer fría, pero ella no -dijo Henry, riendo-.Ya anduve por debajo de sus polleras, y ella estuvo más que dispuesta.
– Sería virgen, me imagino. Tienes que asegurarte, Henry, de que tu primogénito sea en verdad de tu sangre.
– Ah, sí, era virgen. Le metí el dedo para asegurarme antes de usarla por primera vez. Su padre lo alentó.
– Traerás a tu esposa a conocer a Rosamund, espero, antes de embarazarla.
– Ah, sí, lo haré -dijo Henry. Y agregó-: ¿Prospera Friarsgate?
– Sí, prospera. Tuvimos una buena carnada de ovejas al final del invierno, y muchas vacas también. Los campos producen bien, y los huertos están llenos de fruta. Será un buen año, Henry. Un año próspero.
– ¿Y los escoceses?
– Se mantienen de su lado de la frontera.
– ¡Bien! ¡Bien! Me dijeron que evitan Friarsgate porque nuestra tierra es empinada y resulta difícil llevarse rápidamente los animales robados, pero con los escoceses nunca se sabe, Hugh. Mantén los ojos abiertos -aconsejó Henry, pomposo.
– Así será, Henry. Por cierto que estaré atento.
A la mañana siguiente, Henry Bolton partió. Rosamund fue a despedir a su tío. Él la miró con detenimiento por última vez. Sí, era una sinvergüenza fuerte, pensó. Había crecido desde la última vez que la vio. Su cabello rojizo brillaba con luces doradas. Ella lo miró brevemente antes de bajar con pudor la vista, al tiempo que hacía una reverencia.
– Bien, niña, no sé cuándo regresaré -le dijo Henry-. La próxima vez te traeré a tu nueva tía, ¿eh?
– Eres siempre bienvenido a Friarsgate, tío -respondió Rosamund. Y le entregó un pedacito de tela de lana atado con un cordón.
– ¿Qué es esto?
– Es un pan de jabón, perfumado con brezo, que he hecho para tu novia, tío.
Henry Bolton se sorprendió. No era tan insensible como para no percatarse de que no era el preferido de su sobrina. Un regalo para Mavis era un gesto sorprendente de parte de la niña.
– Se lo llevaré, y tienes mi agradecimiento, Rosamund. No puedo decir nada malo de tus modales, y me complace que aprendas tareas femeninas.
– La señora de Friarsgate debe saber muchas cosas, tío. Soy joven, pero capaz de aprenderlas -respondió Rosamund. Entonces volvió a hacerle una reverencia y fue a pararse junto a su esposo.
– Rosamund hizo jabón para mantenernos limpios todo el invierno -se apresuró a decir Hugh antes de que Henry Bolton terminara de digerir las palabras de su sobrina. Discreción, pensó. Tenemos que enseñarle a Rosamund que no descubra sus tácticas tan abiertamente. Le sonrió a Henry-. Que Dios te acompañe.
– Sí, tío, que Dios te acompañe y te proteja -repitió Rosamund. Y observó cómo su tío se alejaba. Puso la mano en la de Hugh, y dijo-: Si supiera…
– Pero no sabrá nada hasta que no sea demasiado tarde -le contestó Hugh.
Rosamund estuvo de acuerdo.
– No, nada -respondió.
En los años siguientes, Rosamund pasó de ser una niña encantadora a convertirse en una muchacha desgarbada que, a veces, parecía puras piernas y cabellos al viento. Vieron a Henry Bolton apenas una vez en todo ese tiempo. Llevó a su nueva esposa, Mavis, una muchacha rolliza de dieciséis años y ojos cautelosos, a conocer a su sobrina. Mavis le agradeció a la heredera de Friarsgate el jabón, mientras admiraba abiertamente la casa y las tierras de Rosamund.
– Dice Henry que nuestro hijo un día será tu esposo -le contó con osadía a la muchachita-. Esta es una buena herencia para él.
– ¿Estás embarazada? -preguntó Rosamund con aparente inocencia.
Mavis rió.
– Tendría que estarlo, considerando lo activo que es tu tío como compañero de lecho, pero tú no has de saber de esas cosas, pues todavía eres una niña.
– Tal vez tengas una hija. Como mi pobre tía Agnes, ¿no? -dijo Rosamund, con una dulce sonrisa.
– ¡Que Dios y su Santa Madre no lo permitan! -exclamó Mavis, persignándose-. Tu tío quiere hijos varones. Encenderé todas las velas que hagan falta para que se cumpla el deseo de mi esposo. Eres malvada, dices que tendré hijas mujeres. Tal vez le hiciste mal de ojo a la primera esposa de tu tío y provocaste su muerte.
– No seas tonta. No volví a ver a mi tía desde el día que se fue de Friarsgate. Además, la quería. -Esta Mavis tenía menos cerebro que una vaca lechera-. ¿Sabes qué ha sido de mi prima Julia?
– Cuando la desteten de la mujer del granjero, irá al convento de Santa Margarita, donde la criarán para monja. Yo no quiero criar a la hija de otra. Además, el convento aceptará una dote menor que cualquier hombre. Tu tía Agnes no era ninguna belleza, y dice Henry que la niña salió a ella.
– Es un alivio saber que mi prima está a salvo -afirmó Rosamund, seca. Qué triste que su pobre primita fuera descartada con tanta facilidad y crueldad. Ella sabía que Henry Bolton habría hecho lo mismo con ella de no haber sido por Friarsgate.
Rosamund sintió un gran alivio cuando Mavis y su tío partieron. En los tres años siguientes llegaron noticias con monótona regularidad: Mavis había dado a luz primero a un hijo varón; luego, a un segundo y finalmente, a un tercero. El cuarto fue una niña, y después de eso no tuvieron más noticias de la fecundidad de Mavis Bolton. Su tío no volvió a visitarlos. Rosamund pensó en sus primos. Probablemente, serían gorditos rubios de ojos azules, como su madre. El mayor, llamado Henry como el padre, tal vez se convertiría en su esposo. "Como si yo pudiera casarme con una criatura de cuatro años -pensaba Rosamund-. ¡Si yo tengo casi doce ya!"
Leía cualquier cosa que le pusieran bajo los ojos. Escribía con hermosos trazos los números que pasaba a su libro de cuentas. Sabía comprar provisiones, lo poco que no producían o hacían en Friarsgate. Había aprendido exactamente qué necesitaban para sobrevivir con comodidad. Comenzaba a regatear por sus animales cuando iba con Hugh y Edmund a los mercados de vacas y ovejas del pueblo cercano. Tenía buen ojo para los caballos y había comenzado a criar animales para la venta.
Rosamund también se interesaba en sus grandes rebaños de ovejas. A diferencia de muchas granjas que vendían la lana sucia a los intermediarios. Friarsgate se quedaba con la suya. Después de la esquila, la lana era lavada, secada, peinada y cardada dos veces para hacer la lana extrafina y, por ende, más valiosa en los mercados de York y Londres. Luego la teñían. Había un hermoso castaño dorado, un buen rojo y un verde, pero la lana de Friarsgate era conocida por su azul tan exquisito que nadie parecía capaz de imitar. Era una exclusividad de la finca de Rosamund altamente valorada. Como señora de Friarsgate, Rosamund recibió de su tío Edmund la fórmula del azul de Friarsgate. Fue un regalo que le hizo para su décimo cumpleaños, cuando le dijo que ya era lo bastante grande para saberlo. Pero era importante que el secreto permaneciera a salvo, que no se lo contara a nadie hasta que sintiera que podía pasárselo al siguiente heredero, o heredera, de Friarsgate.
Rosamund asintió, muy seria, y comprendió la importancia de lo que Edmund le decía.
– ¿No debo compartir mi conocimiento con nadie?
– Con nadie -repitió Edmund.
– ¿Cómo hacemos para que nuestros colores sean tan claros y brillantes, tío? He visto otras lanas, y no son para nada tan delicadas como las nuestras. ¿Cómo se hace? ¿Es por la fórmula de las tintas?
Edmund rió.
– Fijamos los colores con orina de oveja, muchacha -le dijo él, sonriendo-. Ese es el secreto del azul, también. Es más oscuro en la cuba de teñido, pero cuando lo ponemos en la orina, toma ese color tan apreciado.
Rosamund también rió. Era tan simple, era un secreto tan absolutamente delicioso. Por un momento deseó compartirlo con Hugh, pero sabía que no podía.
Una vez teñida, la lana se distribuía entre las chozas para ser hilada en los telares que cada tejedor tenía en una habitación separada. Esto impedía que la lana se impregnara con el humo, el olor a comida o el calor, que podían modificar los delicados colores. Las largas hebras de lana se hilaban en un tejido extra-delicado que era altamente valorado y buscado. Con las hebras más cortas, se hacía un fieltro muy fino.
Rosamund aprendió todos los procesos y estaba muy orgullosa de su conocimiento. Hugh y Edmund también estaban satisfechos de ella. La niña que ambos adoraban se estaba convirtiendo en una joven cuya pasión por el conocimiento era inextinguible. Les preocupaba no tener más cosas para enseñarle.
El invierno anterior al decimotercer cumpleaños de Rosamund, Hugh Cabot se enfermó. La recuperación era lenta. Henry Bolton eligió esa primavera para realizar una visita a Friarsgate. Era la primera en muchos años. Lo acompañaba su hijo mayor, Henry, de cinco años. La coincidencia de la visita con la enfermedad hizo recelar a Rosamund de que tenía un espía en su servidumbre.
– Averigua -le dijo sucintamente a su tío Edmund.
Henry Bolton observó a su sobrina con ojo crítico. Era alta, y ya no tenía aire de niña.
– ¿Cuántos años tienes, muchacha? -preguntó, notando que el vestido de lana azul de mangas largas y justas que ella llevaba se adhería a sus florecientes pechos. Pensó, nervioso, que la muchacha estaba madurando.
– Eres muy bienvenido a Friarsgate, tío -dijo Rosamund, haciendo una reverencia muy elegante-. Cumpliré trece en pocas semanas. -Hizo un gracioso con la mano-. Ven a la sala a tomar algo. -Se volvió y echó a andar, mostrándole el camino. La pollera azul se mecía a su paso-. ¿Cómo está mi tía? -preguntó, amable-. Dolí, trae vino para mi tío y sidra para su pequeñito -le ordenó a una criada.
– ¡Voy a ser tu esposo, niña! -anunció el niño en voz alta. Era pequeño, pensó Rosamund, para haber cumplido cinco años. Tenía los cabellos rubios y el aire bovino de su madre. Pensó que no había nada de un Bolton en él, aunque tal vez la mandíbula, que recordaba mucho al tío Henry.
– Mi nombre es Rosamund. Soy tu prima, y ya tengo esposo -le dijo, mirándolo desde lo alto.
– Que se está muriendo -afirmó el niño, con atrevimiento-. Tú y Friarsgate serán míos, niña. -Se paró con las piernas abiertas, mirándola.
– Tío, qué malos modales tiene -dijo Rosamund, ignorando al niño-. ¿No lo castigas? Es obvio que no. -Se sentó junto al fuego, indicando a su tío que la imitara.
Perplejo por la actitud de su sobrina, Henry Bolton se sentó pesadamente.
– Es fogoso, eso es todo -dijo, excusando a su hijo-. Un día será un gran hombre. Ya lo verás.
– Quizás sí. Ahora bien, tío, ¿qué te trae por Friarsgate? Hace muchos años que no te veíamos.
– ¿No puedo hacerte una visita, Rosamund, después de tanto tiempo y traer al joven Henry para que conozca a su futura esposa?
– Tío, tú no haces nada sin una razón. Esto lo aprendí de muy joven. No has venido en todos estos años porque confiabas en que Hugh manejara todo por ti. Ahora te has enterado de que mi esposo está enfermo y has venido, a toda prisa, con este niñito malcriado a ver con tus propios ojos cuál es la situación -dijo, con aspereza.
– Creo que a ti hay que castigarte, Rosamund -gruñó Henry Bolton-. ¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera? ¡Yo soy tu tutor!
– Renunciaste a tu tutoría cuando me casaste con mi esposo, tío -replicó ella.
– Pero cuando él muera volverás a estar bajo mi cuidado -la amenazó Henry Bolton-. Será mejor que modifiques tu actitud, sobrina. Ahora bien, traje conmigo los papeles de compromiso, que vas a firmar. Se les pondrá la fecha apropiada, pero tú los firmarás hoy. No dejaré que nadie me arrebate a ti ni a Friarsgate después de haber sido tan paciente.
– No firmaré nada sin el permiso de mi esposo. Si tratas de obligarme, me quejaré a la Iglesia. La Iglesia no aprobará tus tácticas despóticas, tío. Ya no soy una niña asustada y maleable a la que puedes doblegar con amenazas. Ah, acá está nuestro vino. Bebe, tío. Te ves al borde del soponcio. -Inclinó la copa hacia sus labios y bebió con delicadeza.
Por un momento Henry Bolton era todo furia. Siguiendo el consejo de su sobrina, bebió el vino, tratando de calmar sus pensamientos y los latidos de sus sienes. La muchacha que estaba sentada, tan segura de sí, ante él, era más que bonita. ¿La vieja condesa de Richmond no había dado a luz al rey Enrique VII a los trece años? Su sobrina ya no era una niña. Era casi una mujer, y una muy decidida. ¿Cómo diablos había sucedido todo esto en apenas seis años? A Henry Bolton, de pronto, se le encogió el pecho. Luchó por contenerse. La perra de ojos ámbar que estaba sentada frente a él lo observaba con gesto serio.
– ¿Te sientes bien, tío? -le preguntó, solícita.
– Quiero ver a Hugh -exigió él.
– Por supuesto, pero tendrás que esperar a que despierte. Si bien está perfectamente lúcido, mi esposo ya no es fuerte. Duerme mucho. Le mandaré avisar de tu llegada cuando despierte, tío. -Rosamund se puso de pie-. Quédate aquí, y caliéntate junto al fuego -le aconsejó-. Haré traer más vino. -Se alisó la pollera azul con sus largos dedos-. Tengo que irme.
– ¿Adónde vas? -casi chilló Henry Bolton.
– Tengo trabajo que hacer, tío.
– ¿Qué trabajo? -inquirió él.
– Es primavera, tío, y hay mucho que hacer en la primavera. Debo terminar las cuentas mensuales y hacer un plan de siembra, y ver cuánta semilla necesitaré distribuir para plantar. Este invierno hemos tenido más nacimientos de corderos de lo que pensábamos. Hay que limpiar un nuevo terreno y plantarlo para albergar a los animales. No soy una dama fina que pueda quedarse sentada junto al fuego dándote conversación.
– ¿Y por qué haces tú esas cosas? -la desafió él.
– Porque soy la señora de Friarsgate, tío. No esperarás que, a mi edad, solo teja en mi telar o haga conservas o jabón.
– ¡Esas son las tareas de las mujeres, maldición! -gritó Henry Bolton-. Por supuesto que eso es precisamente lo que tendrías que hacer. ¡Tienes que dejar la administración de Friarsgate en manos de los hombres! -Otra vez la furia se instalaba en su rostro.
– ¡Pamplinas! -le contestó Rosamund, impaciente-. Pero, si te tranquiliza, tío, te diré que también sé hacer esas cosas. Como sea, Friarsgate es mía. Es mi responsabilidad cuidar de su bienestar, y del bienestar de mi gente, como lo haría cualquier buena castellana. Me desagrada ser inútil y ociosa.
– ¡Quiero hablar con Hugh!
– Y hablarás, tío, a su debido tiempo.
Rosamund salió de la sala. Oyó a sus espaldas a su tío farfullando sus quejas, y luego la voz de su hijo.
– No me gusta, padre. Quiero otra esposa.
– ¡Cállate! -le gritó con salvajismo.
Rosamund sonrió mientras corría a ver a su esposo, que, de verdad, descansaba en su aposento. Aprovechó que pasaba una criada para decirle:
– Encuentra a Edmund Bolton, pero envíalo al aposento del señor y no a la sala, donde espera mi tío.
La criada asintió y salió corriendo.
Hugh Cabot estaba sentado en la cama cuando ella entró en la habitación. Había adelgazado y estaba muy débil, pero sus brillantes ojos azules seguían vivaces, interesados en todos y en todo.
– Oí que tenemos visita -dijo, con una pequeña sonrisa.
Rosamund rió.
– Doy fe, mi señor, de que siempre sabes todo antes que yo. -Fue a sentarse en el borde de la cama de su esposo-. Lo que tenemos, Hugh, es un espía entre nuestra gente. Le he pedido a Edmund que averiguara quién es. Y sí, tenemos visita, pero no una, sino dos. Me ha traído a mi próximo esposo.
– ¿Y apruebas al pequeño, Rosamund? -dijo Hugh, bromeando con ella, con una sonrisa traviesa que iluminó sus labios delgados.
– Por lo que he visto, es un atrevidito arrogante y malcriado. Estoy segura de que es la primera vez que le ponen pantalones largos, Hugh. Camina como un gallito, y no es mucho más grande que uno de ellos, tampoco.
Él rió. Enseguida tosió, pero rechazó la copa que ella le ofrecía.
– No, criatura, no la necesito.
– Lo que quieres decir es que no te gusta -dijo ella, con un rezongo amable-, pero las hierbas te aplacan la tos, Hugh.
– Y tienen gusto a agua de pantano -masculló él, de buen humor. Y para complacerla, bebió unos cuantos tragos de la infusión.
– Mi tío quiere verte. ¿Tienes ganas? No le permitiré que se acerque si no lo deseas, Hugh -dijo ella, muy seria-. No quiero perderte, mi querido ancianito.
Hugh le sonrió. Estiró el brazo y le palmeó la mano.
– Vas a perderme, mi queridita. Más temprano que tarde, me temo.
Pero no digas que no, Rosamund. Te he enseñado a ser más pragmática y no permitir que tus emociones dominen tu sentido común.
– ¡Hugh! -lo regañó con suavidad.
– Rosamund, me estoy muriendo, pero no tengas miedo de mi partida. He tomado recaudos para dejarte a salvo de Henry Bolton. -Se reclinó contra las almohadas y cerró los ojos.
– ¿Qué recaudos? ¿Qué has hecho, mi querido Hugh? ¿No te parece que yo debería saber qué destino has planeado para mí? -Se preguntó qué habría hecho él. Durante los meses de invierno había habido muchas conversaciones susurradas entre su esposo y Edmund.
– Será mejor que no lo sepas hasta que no sea necesario -aconsejó Edmund a su joven esposa-. Así, tu tío no podrá acusarte de ninguna connivencia conmigo para robarle Friarsgate.
– Friarsgate no es suya. Nunca lo fue -dijo Rosamund, irritada.
Hugh abrió los ojos y clavó en ella su mirada azul.
– Yo lo sé, y tú lo sabes, querida, pero Henry Bolton nunca se convencerá de ese hecho, ni muerto. Yo, de verdad, creo que sería capaz de cometer un asesinato para ser dueño de estas tierras, si creyera que podría salir impune. Por eso debes estar protegida de tal manera que él no se atreva a hacerte daño. Ya no eres una niña, por lo que no es fácil controlarte y, cuando tu tío Henry se dé cuenta de eso, correrás peligro.
– ¿Le dirás lo que has hecho?
En la cara de Hugh Cabot se dibujó una sonrisa traviesa.
– No, guardaré mi secreto. Pero cuando él intente tomar posesión de tu persona y de tus tierras, tú tendrás el supremo placer de ver su desconcierto cuando compruebe que ambas están a salvo de su avaricia para siempre.
– Pero ¿cómo se enterará mi tío de lo que has hecho? -preguntó ella. Su esposo estaba tan pálido… Y las delicadas venas azules de los párpados se veían casi negras.
– Un hombre poderoso me debe un favor. He enviado a pedir que venga alguien en su nombre. Ya ha de estar en camino. Y Edmund también sabe lo que he planeado. -Hugh sonrió, misterioso.
– Me imagino que no habrás concertado otro matrimonio para mí-dijo Rosamund, nerviosa.
– No me corresponde a mí hacer semejante cosa -exclamó Hugh-. No lo haría, Rosamund. La próxima vez elegirás tú.
– ¡Ah, Hugh, no quiero que me dejes! Te quiero. No como una mujer quiere a un hombre. Yo no sé nada de ese tipo de amor, pero igual te quiero. Nunca, desde la muerte de mis padres, he sido tan feliz como contigo.
– Y yo te quiero a ti, querida -dijo él, en voz baja-. Eres la hija que nunca tuve. Gracias a ti mis últimos años han sido cómodos y felices. Sé que me enterrarás con honor y que el lugar guardará mi nombre. Es más de lo que podía esperar, Rosamund.
– Es tan poco, en especial porque tú me has dado tanto, mi querido esposo. -Sus dedos delgados se cerraron sobre la mano nudosa y vieja, dándole calor juvenil a los huesos helados.
Hugh volvió a cerrar los ojos, con una sonrisa en los labios.
– Lo veré después de la comida. Con un poco de suerte, Henry Bolton estará menos colérico con la panza llena. Tráeme un poco de caldo, mi queridita. Es lo único que soporta mi estómago. Ahora voy a dormir un rato.
Ella le soltó suavemente la mano y se incorporó. Lo tapó con la manta, se inclinó y lo besó en la frente.
– Yo misma te traeré la sopa y te la daré -dijo Rosamund y salió de la habitación. Sí, estaba muriendo, tuvo que admitirlo por primera vez. Sintió el ardor de las lágrimas en los ojos y parpadeó. Hugh tenía razón. No podía permitir que sus emociones dominaran su naturaleza práctica. No en ese momento. Tenía que estar muy despierta, por él, por ella y por todos.
Entró en la sala y se dirigió a su tío.
– Mi esposo te verá después de comer. Está muy débil. No debes permanecer mucho tiempo con él.
– ¿Por qué no puede verme ahora? -exigió Henry, irritado-. ¡Es ofensivo! Hugh Cabot se comporta como si hubiera nacido en esta casa, cuando soy yo el responsable de haberlo puesto en este lugar. Me debe obediencia y respeto, y no me brinda ninguna de las dos cosas.
– Es un anciano moribundo, tío. Además, para ser honestos, tú lo casaste conmigo para proteger lo que tú consideras tu interés en mis tierras. Debo recordarte que Friarsgate es mía, no tuya. Nunca te ha importado lo que me sucediera, siempre y cuando otras personas no pudieran usarme. Pero Dios tiene modos de proteger a los desvalidos e inocentes. Hugh Cabot es un buen hombre, aunque a ti nunca te haya importado, tío.
– Lo consideras un buen hombre porque el viejo tonto te dejó hacer tu voluntad, sobrina. Tu actitud atrevida y tus palabras me revelan que no te golpeó lo suficiente, si es que te golpeó alguna vez. Ya veo que tendré que comenzar por el principio contigo, pero, cuando termine, serás una esposa dócil y solícita para mi hijo.
– ¡Ese mocoso que engendraste en tu bovina esposa jamás será mi esposo, tío! Quítatelo ya de la cabeza. Esta vez yo elegiré a mi esposo, pero no lo haré hasta no hacer el duelo por mi Hugh al menos un año entero, como se debe y como es de esperar. ¡Intenta imponerme a tu gallito y lo lamentarás!
– ¡Tú vas a hacer lo que yo diga, demonios, Rosamund! ¡Yo soy tu tío! ¡Tengo autoridad sobre ti! -gritó Henry, su rostro desbordante de furia.
– ¡Señora! A la mesa -interrumpió Maybel, entrando en la sala-. La comida está lista.
– Tío, por cierto que tienes hambre, y mi primo también. Maybel tiene razón. Vayamos a comer antes de que se enfríe el plato. Después hablarás con mi esposo. -Rosamund fue otra vez la buena anfitriona, la castellana de buenos modales. Llevó a su enojado pariente y a su hijo a la mesa principal. Entonces, ella misma les sirvió montañas de carne y ganso en los platos de peltre, y guiso de conejo. Maybel llenó los copones de peltre, que hacían juego con los platos, con la última cerveza de octubre para Henry Bolton y con sidra de manzana para su pequeño hijo. Rosamund colocó sobre la mesa, frente a su tío, el pan, una vasija con manteca dulce y un trozo de queso duro.
Él comenzó a comer y lentamente se le fue casi todo el enojo. Vio con agrado que su sobrina servía una excelente mesa. La comida estaba caliente y era fresca. No estaba recocida, ni llena de especias para disimular que estuviera en mal estado. Pinchó con el cuchillo un pedazo de carne y masticó. Cortó un pedazo de pan de la hogaza, lo untó con manteca usando el pulgar y se lo llevó a la boca. Maybel mantenía el copón lleno, y él bebía generosamente. La cerveza era limpia y sabrosa, le picaba en la lengua, lo que hacía que la comida supiera mejor aún.
Rosamund comió muy poco y se puso de pie.
– Discúlpame, tío. Debo llevarle caldo a mi esposo. -Se volvió a mirar a su pequeño primo-. Hay un dulce para ti cuando termines la comida, niño. -Y agregó-: Tío, no tiene modales. ¿Tu esposa no lo educa? -Y salió del recinto antes de que Henry Bolton padre pudiera protestar.
– Usa la cuchara -le dijo a su hijo-. ¿Por qué comes con las manos, como un campesino?
– No tengo cuchara -gimió el muchachito.
– ¡Sí que tienes! -dijo el padre, amenazándolo con el puño-. ¡Úsala, diablos! Esa perra tiene razón. No tienes modales. ¡Tendré que hablar con tu madre de esto, niño!
Detrás de la sala, conectada con la casa por una columnata de piedra, estaba la cocina central, rodeada por un huerto. Encima, un emparrado de enredaderas en flor comenzaba a dar sus primeros brotes verdes. Rosamund entró en la cocina rápidamente. Después de felicitar a la cocinera por la buena comida, recibió de manos de ella una escudilla con sopa para su esposo y un trozo de pan. Llevó ambas cosas hasta la casa y subió la escalera de piedra hasta el aposento de Hugh, que estaba despierto y le sonrió al verla entrar. Ella le devolvió la sonrisa, dejó la escudilla, sacó una servilleta de los pliegues de su falda y se la colocó a Hugh bajo el mentón. Después, sacó del bolsillo el trozo de pan, lo partió en pedacitos y los echó en la sopa. Sentándose al fin, comenzó a darle de comer.
Hugh comía despacio y con dificultad, porque ahora le dolía al tragar. Después de un momento, levantó la mano para indicar que había comido suficiente, a pesar de que la escudilla estaba casi llena.
– No puedo comer más, mi queridita.
– Dos cucharadas más -insistió ella, pero él negó con la cabeza-. Ah, Hugh, ¿cómo vas a curarte si no comes? -En sus ojos ámbar se advertía la preocupación.
– Rosamund -la reprendió él, con suavidad.
– Está bien -susurró ella-, pero no quiero que te vayas.
Él volvió a sonreírle.
– Me gustaría quedarme contigo, Rosamund. En uno o dos años florecerás hasta convertirte en toda una mujer. Será una gloria. Me gustaría estar aquí para ese momento, pero te miraré desde otro lado. No dudes de que, mientras mi cuerpo se pudra en la buena tierra de Friarsgate, mi espíritu te cuidará, mi querida esposa y amiga.
Rosamund dejó la escudilla. Incapaz de contenerse, se echó a llorar. Él extendió el brazo, le palmeó la mano y la consoló.
– Puedes confiar en Edmund; y ya verás que tendrás un protector mucho más importante que yo, mi queridita. Ahora mis fuerzas me abandonan con rapidez. Trae a Henry Bolton.
Ella se puso de pie con dificultad y salió de la habitación. En la sala, su tío terminaba la comida y limpiaba el plato con un trozo de pan. Su primo se estaba engullendo la tarta de manzanas con crema con toda la velocidad que le permitía el uso de la cuchara.
– Hugh te verá ahora, tío. Trata de no cansarlo, por favor. -Le temblaba la voz.
Henry Bolton le dirigió una mirada dura a su sobrina.
– ¿De verdad lo quieres? -le preguntó. Entrecerró los ojos-. No te ha corrompido, ¿verdad?
Ella entendió a qué se refería su tío, y le dirigió una mirada despectiva.
– Es como mi padre, tío. Qué viles son tus pensamientos, pero perderé la virginidad mucho antes de que intentes casarme con tu muchachito. -Y largó la risa al ver la mirada de espanto en los ojos de él.
– Una buena zurra es lo que necesitas, muchacha -dijo él, con furia.
– Levántame la mano, si te atreves, tío, que te la corto, te lo aseguro- le respondió Rosamund, con calma-. Ahora, ve a hablar con mi esposo mientras puedes.
Henry Bolton salió casi corriendo de la sala. No le gustaba la manera en que se comportaba su sobrina ni cómo le hablaba. ¿Qué había sido de aquella niñita asustada y obediente? Él no había traído a Hugh Cabot para que la desposara y la convirtiera en una mujer independiente y obviamente ilustrada. Lo único que el hombre tenía que hacer era proteger los intereses de Henry Bolton en Friarsgate hasta su muerte, cuando Rosamund se casaría con su hijo. Pero ahora ella hablaba con osadía y actuaba muy segura de sí misma.
– No me gusta -murmuró Henry para sus adentros-. No me gusta nada. -Pero entonces pensó que, si de verdad Hugh Cabot estaba muriendo, Rosamund volvería pronto a su poder. Él corregiría el problema que ella representaba. En especial después de que Hugh firmara el acuerdo de compromiso entre Rosamund y el joven Henry Bolton. Abrió la puerta del dormitorio y entró.
– Buenas tardes, Hugh -dijo, francamente impresionado por lo que vio. Hugh Cabot estaba muriendo, a todas vistas. Estaba demacrado y pálido, si bien sus ojos azules seguían animados, una señal de su fortaleza de espíritu.
– Adelante, Henry Bolton, siéntate a mi lado. Hace un buen tiempo que no te veíamos. ¿Tu esposa está bien?
– Sí -respondió Henry, cortante-. Dice Rosamund que no debo cansarte así que iré al grano.
– Por supuesto.
– Me enteré de que te estabas muriendo, y veo que es cierto -comenzó Hugh, con brusquedad-. Legalmente, eres dueño y señor de mi sobrina, en virtud de tu casamiento. Por lo tanto, a ti te corresponde proveer al futuro de tu viuda cuando hayas abandonado este mundo.
– Así es.
– He traído el acuerdo de compromiso para el próximo matrimonio de Rosamund con mi hijo Henry. Por supuesto que Rosamund hará duelo por ti durante un año entero, pero el acuerdo debe estar firmado para que pueda celebrarse el matrimonio cuando concluya su luto.
– Qué solícito eres con Rosamund, Henry-fue la irónica respuesta-. No obstante, yo ya he hecho provisiones para el futuro de mi esposa cuando yo ya no esté para guiarla. -Hugh observó la mirada de absoluto asombro que apareció en el rostro de Henry Bolton.
– ¡No tienes derecho!
– En realidad, según las leyes de Inglaterra, soy el único que tiene derecho, Henry. -Hugh se estaba divirtiendo mucho.
– ¡Pero yo soy su pariente más cercano! -levantó la voz Henry.
– Pero yo soy su esposo, gracias a ti -respondió Hugh con una sonrisita-. Los derechos de un esposo están sobre los derechos del pariente varón más cercano, Henry. No tendrás ni a mi esposa ni Friarsgate para tu heredero.
– ¡Firmarás este acuerdo! -rugió Henry.
Hugh no pudo controlarse. Nunca había pensado que vería esa desesperación en los ojos de Henry Bolton, ni oírla en su voz, pero allí estaba. Estalló en carcajadas, sacudiendo la cabeza. Pero la risa terminó en un fuerte ataque de tos. Se esforzó por alcanzar la copa con la medicina que su esposa le había preparado temprano. No la alcanzaba y, al ver lo que Hugh quería, Henry la alejó del moribundo. Cuando sintió que efectivamente su corazón se detenía, una mirada de comprensión llenó los ojos azules de Hugh Cabot y a esta siguió otra de infinita diversión. Se esforzó para formar la última palabra que necesitaba decir, y al fin logró pronunciarla, aunque le salió como un graznido.
– ¡Perdiste! -jadeó. Cayó contra las almohadas, mientras la luz se esfumaba de sus ojos azules.
Henry Bolton maldijo entre dientes, mientras arrimaba la copa con la medicina a su víctima para que nadie se enterara de lo que había hecho. No había logrado obtener la firma de Hugh. No se atrevía a falsificarla. De todos modos, con la muerte de Hugh, él volvía a ser dueño de su sobrina. Ella haría lo que él quisiera, o la mataría con sus propias manos. Estiró una mano y cerró los ojos azules de Hugh. Luego se puso de pie, salió de la habitación y volvió a la sala.
– Tu esposo se quedó dormido otra vez, Rosamund. Quiere que te diga que hablará contigo mañana por la mañana.
– ¿Te quedarás a pasar la noche, tío? Los llevaré, a ti y a mi primo, a su habitación.
– Lleva al joven Henry, muchacha. Yo sé dónde queda la habitación de huéspedes en esta casa, ¿no? Me voy a quedar un tiempo. Y tráeme vino antes de irte.
Ella lo hizo, luego condujo a su primo a la habitación de huéspedes y le dio las buenas noches antes de cerrar rápidamente la puerta a sus espaldas. Luego fue, a toda prisa, a ver que Hugh estuviera cómodo para pasar la noche. Fue grande su sorpresa al encontrar a su esposo muerto. Ahogó un grito de angustia y llamó a una criada.
– Ve con discreción a buscar al señor Edmund. Y que mi tío Henry no lo vea. -Ya había mandado buscar a Edmund, pero no había aparecido aún. Obviamente, no estaba cerca. ¡Quisiera Dios que estuviera con ella ahora!
– Sí, señora -dijo la criada, y volvió a dejarla sola.
Entró Maybel y, al ver a Hugh Cabot, se dio cuenta de inmediato de lo sucedido. Se llevó la mano a la boca.
– ¿Cómo fue? -preguntó.
– Debemos esperar a Edmund -respondió Rosamund, rígida. Entonces, se sentó junto a su esposo muerto y tomó entre las suyas su mano fría, que empezaba a ponerse rígida, como si con esa acción pudiera devolverle la vida.
Al fin, Edmund Bolton entró en el aposento, e hizo la misma pregunta que su esposa:
– ¿Cómo fue?
– Sospecho alguna felonía de mi tío Henry -respondió Rosamund-. ¡Lo mataré con mis propias manos! -Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro pálido.
– Dime -intervino Edmund-. Si puedes convencerme, yo mismo lo mataré, y lo haremos aparecer como un accidente. -Había mucha seriedad en sus ojos grises.
– Vino a ver a Hugh. Cuando volvió a la sala me dijo que Hugh se había quedado dormido, pero que hablaría conmigo por la mañana. Dejé a mi tío en la sala mientras llevaba al mocoso a su dormitorio. Después, vine aquí y hallé muerto a mi esposo.
Edmund se inclinó y revisó cuidadosamente el cuerpo de su viejo amigo, que ya se enfriaba. No había ninguna marca de violencia en Hugh. Hasta se divisaba la sombra de una sonrisa en sus labios delgados, ahora azulados. Edmund miró a su sobrina.
– Rosamund, ha muerto de muerte natural. Lo estábamos esperando. -Le pasó el brazo por los hombros a su entristecida sobrina-. Estás dolida, niña mía. Sucedió antes de lo esperado.
– Henry Bolton tuvo algo que ver -dijo Rosamund, con dureza-. No sé cómo, pero en lo más profundo de mi corazón, lo sé, Edmund. Hugh estaba bien cuando lo dejé. Ahora ha muerto. ¿Qué otra cosa puedo pensar?
– Aunque tu intuición sea correcta, Rosamund, no tenemos pruebas. Hugh estaba agonizando. Todo el mundo lo sabía. Sin embargo, como Henry no sabe que ha muerto, o quiere hacernos creer que no lo sabe, no diremos nada hasta la mañana. ¿Dónde está ahora mi medio hermano?
– En la sala, llenándose de vino. Dudo de que haya cambiado, por lo que beberá hasta caer desmayado -dijo Rosamund, con amargura. Luego suspiró profundamente y enderezó la espalda-. Maybel y yo prepararemos el cuerpo de mi esposo para el funeral. -Miró a Edmund-. ¿Averiguaste quién es el espía?
Edmund negó con la cabeza.
– Pudo haber sido un comentario desafortunado de parte de cualquiera. Un chisme que alguien recogió y que viajó con el viento, como sucede siempre con los chismes.
– Mi esposo yacerá en la sala, para que se lo pueda honrar. Esta noche rezaré junto a su féretro. No creo que mi tío se dé cuenta, con la borrachera que tiene. -Miró a Edmund Bolton-. Hugh me dijo que ha hecho provisiones para protegerme del tío Henry. Me dijo que tú sabías lo que había hecho.
– Lo sé -admitió Edmund, y sonrió-. Mi medio hermano no tenía cómo saber, cuando te casó con Hugh Cabot, que sería un error garrafal en su plan para quedarse con Friarsgate. Quédate tranquila, sobrina, que no permitiré que Henry se burle de los últimos deseos de tu esposo sobre tu segundad y bienestar. Vendrá alguien, Rosamund. Hugh esperaba que fuera antes de su muerte, pero vendrá alguien en breve, y entonces se revelará todo. Necesitamos la autoridad de la visita que esperamos. ¿Confías en mí?
– ¡Siempre, tío! -respondió ella, clavando en él su mirada.
Maybel se persignó con reverencia. Luego, acogió a Rosamund contra su amplio pecho, apenada.
Para su gran sorpresa, la muchacha se puso a llorar, y dejó salir el dolor que venía conteniendo. Ni Maybel ni Edmund pronunciaron palabra mientras Rosamund daba rienda suelta a su angustia. Al fin se detuvo y se secó la cara con la manga del vestido; sentía que el alivio y la paz le inundaban el alma. Nunca había sido propensa a llorar. Su mirada se encontró con la de sus tíos. Se enderezó y habló:
– Comencemos. Hay que lavar el cuerpo de mi esposo antes de envolverlo en la mortaja. Edmund, ve que traigan el féretro a esta habitación.
– Enseguida, milady -dijo Edmund Bolton, y salió deprisa.
– Henry Bolton tuvo algo que ver con esta muerte hoy -insistió Rosamund, hablando con Maybel-. Edmund dice que no encuentra señales de lo que digo, pero yo sé que es así. Algún día me vengaré de él.
– Si Edmund no encontró ninguna señal es que no la hay, lo que no quiere decir que no tengas razón. Una almohada apretada contra la cabeza de un hombre débil puede matarlo.
Rosamund asintió, con lentitud.
– Lo que sea que haya hecho, lo lamentará. La muerte de Hugh será vengada. Fue un buen compañero. Como su esposa, tengo ese deber hacia él.
Rosamund y su nodriza se dispusieron a preparar el cuerpo para el féretro. Le quitaron la camisa de dormir y, delicadamente, lavaron su cuerpo, que estaba poniéndose rígido, con agua caliente de una jarra que calentaban en los carbones del hogar. Maybel fue al baúl que estaba al pie de la cama y sacó un pedazo de lienzo. Lo rasgó en una larga tira y, con cuidado, lo pasó por la cabeza y debajo del mentón de Hugh, para que no se le abriera la boca. Sostuvo la tira de lienzo con un alfiler pequeño. Mientras, Rosamund sacaba la mortaja de su esposo del mismo baúl, donde había estado esperando ese momento.
La muchacha y la mujer se afanaron en envolver el cuerpo con la mortaja, que parecía una bolsa. Lo cubrieron con firmeza; solo la cabeza había quedado fuera, aunque también la cubrirían cuando llegara el momento del entierro. Cruzaron los largos brazos de Hugh sobre su pecho por debajo de la tela. Sobre el cuerpo colocaron un sencillo crucifijo de madera. Rosamund alisó con suavidad los cabellos plateados de su esposo. Sintió que las lágrimas le aguijoneaban los párpados una vez más, pero las contuvo.
Edmund regresó.
– Efectivamente, Henry se emborrachó con tu vino, sobrina. Ordené que lo llevaran a la cama. Aquí están los hombres con el féretro para llevar a Hugh a la sala. Ya se levantó el catafalco, con velas en cada esquina. El reclinatorio te espera.
Rosamund asintió y, con una última mirada a su esposo, salió de la habitación para esperar su arribo en la sala. Cuando colocaron el féretro sobre el catafalco, ella encendió las velas y se arrodilló a orar.
– Oraré hasta que él esté bajo la tierra -les dijo a los criados-. Quiero que la tumba sea bien profunda.
– Así se hará -le aseguró Edmund. Miró a su esposa con un gesto de interrogación, pero ella le indicó que se fuera, y él obedeció.
– Velaré contigo un rato -dijo Maybel.
– No, prefiero estar sola.
– Pero, niña…
– Ya no soy una niña -respondió Rosamund, con suavidad-. Vete, ahora, pero vuelve a la hora del alba. -Se arrodilló, hundió las rodillas en el almohadoncito del reclinatorio, las manos entrelazadas en oración. La espalda estaba derecha; la cabeza, inclinada.
Maybel miró a la muchacha y suspiró despacio. No, Rosamund ya no era una niña, pero tampoco, una mujer adulta. ¿Qué sería de ella ahora? Maybel salió despacio de la sala. Ella sabía lo que iba a suceder. Henry Bolton casaría a su sobrina una tercera vez, por segunda vez con un hijo suyo. El mocoso que había traído consigo sería el nuevo amo de Friarsgate, mientras que Rosamund seguiría siendo un peón para uso de Henry Bolton. Volvió a suspirar. Sin embargo, ¿no había dicho algo Edmund de que Hugh tomó recaudos para la seguridad de Rosamund? Conociendo a Henry Bolton como lo conocía, era más que probable que ignorara el último testamento de Hugh Cabot. Ellos no podrían hacer nada al respecto.
Preocupada, entró en su dormitorio, donde encontró a su esposo esperándola.
– ¿La dejaste sola?
– Así lo quiso ella -respondió Maybel. Se quitó el velo de la cabeza y se sentó pesadamente-. Que Dios me bendiga, esposo mío, pero estoy cansada. Y me imagino que mi joven señora ha de estar más cansada que yo, e igual va a orar toda la noche por el alma de su esposo -hizo una pausa y agregó-: ¿Te parece que habrá algo de cierto en lo que dice Rosamund de que Henry Bolton es responsable de la muerte de Hugh?
– Él estaba débil y agonizaba, pero, en mi opinión, todavía no estaba listo para abandonar el espíritu. Por otro lado, no vi marcas de violencia ni de fuerza física que le hubieran causado la muerte. Incluso, tenía una sonrisa en los labios, como si algo que se hubiera dicho le hubiera causado gracia. Sin embargo, alguien le bajó los párpados para cerrarle los ojos. Nunca creí que Henry Bolton fuera un hombre inteligente. -Se encogió de hombros-. Tal vez era el momento de Hugh, nomás. Nunca lo sabremos con certeza, Maybel. De modo que debemos tener cuidado con lo que decimos, y asegurarnos de que nuestra señora también sea discreta. No podemos probar nada. Lo que creamos, o incluso sospechemos, es otra cosa.
– ¿Qué sucederá ahora? ¿No dijiste que Hugh había hecho provisiones para nuestra Rosamund? ¿Qué hizo él que tu medio hermano no pueda deshacer?
– Sé paciente, mujer -dijo, con una sonrisa-. No puedo decir nada hasta que no llegue el momento. Henry será burlado, eso te lo aseguro. No podrá hacer nada. Tanto Rosamund como Friarsgate están ahora a salvo de él y de sus hijos.
– Si debo esperar para enterarme de ese milagro, pues, esperaré -dijo Maybel, volviendo a levantarse y comenzando a desatarse el vestido-. Es tarde. La mañana llegará temprano. Vayamos a la cama, esposo.
– De acuerdo -dijo él, incorporándose despacio-. Mañana será un día largo y difícil para todos.
– ¿Tu esposo ha muerto? -preguntó Henry Bolton, fingiendo sorpresa-. Bien, entonces, sobrina, no necesitaré su firma para casarte con mi hijo, ¿no? Ahora estás otra vez a mi cargo y harás lo que yo te diga. -Le sonrió con malicia-. Pongámoslo bajo tierra y terminemos con el asunto, Rosamund. Estoy pensando que quizá te lleve a casa conmigo para que mi buena esposa guíe tu conducta. Hugh te ha dado ideas que no son las adecuadas para tu condición. En contra de mi juicio, pondré Friarsgate otra vez bajo la administración del hijo bastardo de mi padre, Edmund Bolton.
– Mi esposo será enterrado antes de la caída del sol. Sus arrendatarios desean presentarle honores y están pasando por la sala desde el alba. -Su voz estaba fría y controlada, aunque el corazón le galopaba dentro del pecho. Se escaparía antes de permitir que Henry Bolton la sacara de Friarsgate, pero confiaba tanto en Edmund como en Hugh, que Dios lo tuviera en su gloria, para salvarla.
– Si esperas a última hora del día para enterrarlo, Rosamund, deberé quedarme aquí una noche más -se quejó Henry.
– Hugh Cabot fue un buen esposo para mí, y un buen amo para la gente de Friarsgate, tío. Tendrá un funeral honorable, no lo meteré a toda prisa dentro de su tumba porque eso te convenga a ti y a tu mocoso -respondió ella, cortante. Estaba pálida, y tenía ojeras muy marcadas.
– Ah, está bien -respondió Henry, refunfuñando-. Otro día lejos de Mavis y sus críticas no es para desdeñar, creo, pero partiremos por la mañana, Rosamund.
– Es imposible que yo pueda irme de Friarsgate de un día para el otro -protestó ella-. Además, por la mañana el sacerdote debe leer el testamento de Hugh.
– ¡Su testamento no cambiará las cosas en lo que a ti respecta, sobrina! -La cara regordeta de Henry estaba adoptando un aire beligerante.
– Era mi esposo y yo estaba a su cargo. Debo obedecer sus últimos deseos, tío, fueran cuales fuesen -respondió ella con dulzura.
– Sus deseos no cuentan. Yo soy tu pariente varón más cercano. Ahora estás a mi cargo, como lo fue siempre, en realidad, desde la muerte de tus padres. La ley, tanto la de Dios como la del hombre, dice que debes hacer lo que yo te ordene, Rosamund. ¡Y no se hablará más de este asunto! -Henry Bolton tomó su copa de vino, tragó un gran sorbo y la dejó ruidosamente sobre la mesa-. ¿Me entendiste, sobrina? Yo soy tu amo. Y ningún otro.
– Los últimos deseos de mi esposo serán honrados -dijo Rosamund con firmeza. Dio media vuelta y salió de la sala.
– Qué perra mocosa -rezongó Henry-. Creo que la azotaré todos los días hasta que ese espíritu tan orgulloso se rinda ante mí. Y después la haré azotar dos veces por semana para recordarle que yo controlo su destino. Sí -dijo, sonriendo-, esa mozuelita necesita un aleccionamiento constante. Y lo tendrá en mi casa. -Además, al llegar había notado que a su sobrina definitivamente le estaban creciendo los pechos. Eso significaba que sus jugos estaban fluyendo ya. Sería mejor tenerla con la rienda corta para que no fuera a avergonzar a la familia. Sería virgen cuando su Henry la montara por primera vez. Tenía intenciones de aparear a su hijo con su sobrina cuando él cumpliera los doce años. Dentro de siete. Rosamund tendría veinte para entonces. Conseguiría un cinturón de castidad y encerraría a su sobrina para asegurarse su virtud. Su nieto, y nadie más, heredaría Friarsgate. Miró con condescendencia al criado y el hombre se apresuró a servirle más vino. Henry Bolton bebió. Eructó, se puso de pie y bajó la vista para observar el cuerpo de Hugh Cabot.
La gente de Friarsgate pasaban en una fila ordenada junto al féretro. Todos tenían expresiones solemnes, pero algunos lloraban abiertamente. Se preguntó con amargura por qué lo hacían. Hugh Cabot no era de la familia. Se había casado con Rosamund para proteger la herencia de Friarsgate. Probablemente había sido demasiado flojo con ellos, pensó Henry. Lo lloraban porque temían que el próximo amo fuera más severo, y eso era todo.
Para sorpresa de Henry Bolton, el sacerdote que pronunciaría el servicio fúnebre para Hugh Cabot era su medio hermano Richard.
– ¿Por qué te trajeron a ti? -le preguntó, grosero, a su hermano-. ¿Dónde está el padre Bernard?
– Muy buenos días para ti también, Henry -dijo Richard Bolton, divertido-. El pobre Bernard murió hace tres años. No ha habido sacerdote residente desde su muerte. Edmund me llamó para Hugh. -El sacerdote miró al menor de sus hermanos con ojo crítico-. Te estás poniendo gordo, Henry. Demasiada comida y vino no son buenos para el cuerpo. -Richard Bolton era un hombre alto y delgado con un rostro elegante. La vestimenta negra de su orden, que se ajustaba a la cintura con una soga de seda blanca, le caía con la gracia de un vestido cortesano.
– Enterremos a Cabot sin más vueltas -ladró Henry-. Tengo que irme mañana. Me llevo a Rosamund conmigo.
– No puedes partir hasta que yo no haya leído el testamento de Hugh -dijo Richard, con calma. Entonces su mirada cayó sobre su sobrino-. ¿Es tu hijo, Henry?
El niño había estado parado allí con el dedo en la boca. Su padre se lo sacó bruscamente y lo empujó hacia adelante.
– Este es el hermano Richard, el sacerdote.
– Esta finca es mía -anunció Henry hijo a modo de saludo al clérigo-. El viejo se murió y ahora es mía, pero no me gusta la esposa que me eligieron. Es insolente y me habla mal. Tienes que decirle que si no me respeta se irá al infierno. Mi padre dice que yo seré su amo y señor.
Richard Bolton sofocó en la garganta una gran carcajada. Sus ojos grises azulados danzaron, traviesos, y disfrutó en gran medida la incomodidad de su hermano menor ante el exabrupto de su hijo.
– Ah, caramba -dijo, y nada más, esforzándose todavía por ocultar el ataque de risa, mientras Henry padre le daba una bofetada a Henry hijo y el muchachito lanzaba un alarido y empezaba a llorar.
– ¿Tú tienes el testamento? -preguntó Henry-. ¿Qué dice? Aunque no importa, pues Rosamund me pertenece para que yo haga lo que me plazca.
– El testamento se leerá después del banquete, como es costumbre, Henry -dijo el sacerdote.
– Ah, está bien, haz un gran misterio si te complace, Richard, pero eso no cambiará las cosas -exclamó Henry, irritado-. ¿Vas a dejar de gimotear, niño? -gritó.
Hugh Cabot fue enterrado en una ladera, mirando hacia el valle. Rosamund besó sus labios fríos antes de que clavaran el féretro y lloró por el buen hombre que había sido un verdadero padre para ella. Después, permaneció allí un rato mientras el sol se ponía detrás de las colinas verdes. Entonces, regresó a la sala a supervisar el banquete por su esposo. Se detuvo un instante a observar a sus tres tíos, sentados a la mesa principal. Edmund y Richard, con sus ojos azules grisáceos, ambos con rostros casi nobles. Y también estaba Henry. Regordete y dispéptico, con expresión de desagrado en su cara gorda y los ojos azules que iban de un lado al otro de la sala como si estuviera haciendo un inventario del lugar. Ella ocupó su lugar entre Henry y su pequeño hijo.
La comida fue grata, como le habría gustado a Hugh. Había salmón con pimienta verde; gamo, asado y en pastel; conejo, ganso y pato, cada uno con una salsa diferente; lechuga dorada y cebollitas hervidas, pan fresco, manteca y queso. Y, después, aparecieron las últimas manzanas del invierno horneadas con canela y servidas con crema espesa. Abundaron el vino y la cerveza, y la generosa comida se sirvió a toda la sala, para deleite de los más humildes, que no esperaban mucho más que guiso de conejo y sopa.
Cuando por fin terminaron la comida, Henry Bolton habló:
– Bien, sacerdote, ¿qué hay del testamento? No es que importe mucho, pero es cierto que hay que cumplir con las formalidades y respetar la ley. -Se reclinó en su silla-. Recuerda que quiero partir por la mañana.
– Y podrás irte, hermano Henry -respondió Richard Bolton, mientras buscaba entre sus ropas y sacaba un pergamino arrollado-. Hugh Cabot escribió este testamento con su propia mano y me dio una copia -Sostuvo el cilindro en alto para que lo viera toda la sala.
Entonces, rompió el sello y lo desenrolló lentamente, con toda intención -"Yo, Hugh Cabot" -comenzó el sacerdote-, "redacto en este acto mi último testamento. Tengo una sola posesión en esta tierra, mi amada esposa, Rosamund Bolton. Por lo tanto, entrego a mi esposa al cuidado de mi amigo y señor feudal, Enrique Tudor, rey de Inglaterra. Éste es mi último deseo, y que Dios se apiade de mi alma. Amén. Firmado el 1° de marzo del año del Señor de mil quinientos dos".
Se hizo un profundo silencio en la sala, hasta que Henry Bolton habló.
– ¿Qué demonios quiere decir eso? Yo soy el tutor de Rosamund, por ser su pariente varón más cercano.
– No, hermano Henry, tú no eres su tutor -dijo Richard Bolton-. Ya no. Hugh Cabot, como esposo y tutor legal en el momento en que se redactó este testamento, ha puesto a su joven viuda a cargo del mismo rey. Tú no puedes hacer nada al respecto. Se envió copia de este testamento al rey. Ha llegado un breve mensaje diciendo que el rey envió a una persona para que se haga cargo de Rosamund. Tú ya no tienes ninguna autoridad sobre ella.
– ¡Todos conspiraron contra mí! -gritó Henry-. ¡No pueden hacer esto! Iré en persona a ver al rey para protestar. Hugh Cabot era el esposo de Rosamund porque yo quise, para proteger Friarsgate.
Entonces habló Rosamund.
– ¿Protegerla para quién? Toda tu vida has querido esta finca, tío, pero es mía. Yo no morí cuando murieron mis padres y mi hermano. No morí cuando murió tu hijo mayor, mi primer esposo. Gracias a Dios, soy fuerte y sana. Es la voluntad de Dios que Friarsgate me pertenezca a mí, no a ti. Me alegro de que Hugh haya hecho esto por mí. Temía con cada fibra de mi ser quedar otra vez bajo tu cargo.
– Vigila cómo me hablas, muchacha -le advirtió Henry Bolton-. Cuando yo le diga al rey la verdad sobre este asunto, te devolverá a mí, y entonces, Rosamund, aprenderás las cosas que tu difunto esposo nunca te enseñó. Obediencia. Tu lugar en el mundo. Recato. La virtud de guardar silencio en presencia de tus mayores. -Estaba casi púrpura de la rabia. Sus aguados ojos azules se le salían de las órbitas-. ¡No aceptaré este testamento! ¡No lo permitiré!
– No tienes opción -dijo Richard, calmo.
– ¿Por qué el rey iba a hacerle semejante favor a Hugh Cabot? -quiso saber Henry-. Un hijo menor, sin la menor importancia, un soldado, un vagabundo y, finalmente, gracias a mi finada esposa, Agnes, que Dios la tenga en su gloria -se persignó, piadoso-, poco más que un sirviente en la casa del hermano de ella. El rey no honra con su amistad a hombres así.
– Ah, buenos señores, sí que los honra -dijo una voz desde el final de la sala, y allí, sobre los escalones, se vio a un forastero alto, vestido con su capa y sus guantes de viaje-. Soy sir Owein Meredith -se presentó el caballero, quitándose los guantes, avanzando dentro de la sala y dirigiéndose a la mesa grande-. Me ha enviado Su Majestad, Enrique Tudor, para investigar este asunto de Rosamund Bolton y la herencia de Friarsgate. -Caminó entre las mesas y le dio la capa a un criado, mientras que otro se dirigía velozmente hacia el visitante con una copa de vino-. ¿Quién de ustedes es Hugh Cabot? -preguntó, con tono autoritario.
– Mi esposo murió hace un día, señor -respondió Rosamund-. Este es el banquete de sus funerales. Hemos terminado, pero permítame ordenar a mis criados que le traigan un poco de comida. Seguramente, ha de tener mucho apetito después de un viaje tan largo.
– Muchas gracias, señora -respondió y se dio cuenta de que era una muchacha muy bonita, recién salida de la infancia, pero con dignidad y buenos modales-. No he ingerido nada desde la mañana, y agradeceré verdaderamente una comida. -Le hizo una reverencia.
A ella le gustó él de inmediato. Poseía la misma elegancia en los rasgos que Hugh y que sus dos tíos mayores, y el rostro y la nariz alargados. Los labios eran delgados, pero la boca, grande. Evidentemente no era vago, pues su piel estaba curtida por el sol y tenía pequeñas arrugas alrededor de los ojos, aunque no alcanzaba a distinguir su color. El cabello era de un rubio oscuro, y lo llevaba corto. El rostro, de mandíbula cuadrada, estaba rasurado, y tenía un pequeño hoyuelo en el centro del mentón. Era bastante bien parecido.
– Adelante, señor, venga con nosotros -lo invitó, cortés, y, cuando él se acercó para sentarse con ellos, ella sacó de un empujón a su primo del asiento, mientras le susurraba-: ¡Levántate, sapo, y dale el lugar al hombre del rey!
El muchacho abrió la boca para protestar, pero al mirar a Rosamund la cerró y se levantó del asiento.
– Gracias, primo -murmuró Rosamund, con dulzura.
Si sir Owein había advertido la escena casi muda entre los dos, era demasiado cortés para mencionarlo. Le trajeron un plato de comida caliente y empezó a comer, mientras sus anfitriones esperaban cortésmente a que terminara. Llenaron una y otra vez su copa y, cuando hubo limpiado hasta la última gota de salsa del plato de peltre, por fin se sintió reconfortado por primera vez en casi dos semanas.
– Bien, señor, ¿a qué vino? -preguntó Henry Bolton, con bastante grosería.
Para su sorpresa, sir Owein le habló directamente a Rosamund.
– Señora, su difunto marido, sir Hugh Cabot…
– ¿Sir Hugh? -Henry Bolton se echó a reír-. El pobre desgraciado no era ningún caballero, señor. ¿Será que se equivocó de casa?
– Sir Hugh Cabot fue nombrado caballero en el campo de batalla hace muchos años. Tenía dieciocho años cuando le salvó la vida a Edmundo Tudor, el padre del rey -dijo sir Owein con calma. No le caía bien el hombre de cara gorda. Era grosero y, de haber valido la pena, algo que sir Owein decidió que no, le habría propinado una paliza.
– Es cierto -dijo Edmund Bolton.
– ¿Tú lo sabías? -Henry Bolton no lo podía creer.
– Hugh era un hombre modesto. Si bien le estaba agradecido a su amigo por haberlo nombrado caballero y por el honor que esto significa, no tenía tierras. Le parecía presuntuoso que un hombre sin propiedades usara un título, de modo que no lo hacía. Pero tenía el derecho, y nuestra sobrina es lady Rosamund, Henry -dijo Edmund Bolton fijando su mirada en su hermano menor.
Sir Owein se volvió a Rosamund, cuyo rostro era una mezcla de sorpresa e impresión.
– Su esposo sabía que estaba muriendo, milady. Quería dejarla a salvo de quienes pudieran intentar robarle su herencia legítima. Por eso envió un mensaje al rey y le pidió que la aceptara como su pupila, con todas las responsabilidades que eso implica. El rey Enrique aceptó graciosamente y me ha enviado a buscarla para llevarla a su Corte. Se me ha informado que su tío Edmund Bolton administrará Friarsgate en su ausencia. ¿Esta decisión la satisface?
– Sí, señor, así es -dijo Rosamund, asintiendo despacio-. Pero, ¿por qué debo dejar Friarsgate? Es mi hogar, y me gusta estar aquí.
– ¿No desea conocer al rey, milady? -preguntó sir Owein.
– ¿Conocer al rey? -repitió ella-. ¿Yo?
– Por el momento, la ubicará en la casa de la reina, milady. Luego, cuando haya terminado su período de duelo, se le elegirá un esposo apropiado. Entonces podrá volver a su casa, milady -le explicó sir Owein-. La reina es una dama bondadosa y amable, madre de niñas. La princesa Margarita tiene más o menos su edad, creo. La princesa Catalina, la esposa del príncipe Arturo, es viuda, como usted, y además está la princesa María, un diablillo encantador.
– Nunca me alejé más que unas pocas millas de Friarsgate -dijo Rosamund-. Este lugar es todo lo que conozco, señor. ¿No podría el rey dejarme aquí para ser lo que siempre he sido?
– Su finado esposo, sir Hugh, consideró conveniente que se fuera de Friarsgate por un tiempo. No tiene por qué venir sola, milady. Puede traer una criada con usted.
– Aquí ha habido un error -intervino Henry Bolton-. Mi sobrina está a mi cargo, y así fue desde la muerte de sus padres, mi hermano Guy y su esposa. Hugh Cabot no tenía autoridad para darla en custodia al rey. Debe regresar y explicárselo, sir Owein. Rosamund se casará con mi hijo Henry.
– ¡Jamás me casaré con ese mocoso malcriado! -exclamó Rosamund.
– ¿No era sir Hugh Cabot el esposo ante la ley de Rosamund? -preguntó sir Owein.
– Así es -dijo Richard Bolton-. Tengo en mi poder los papeles de compromiso que me dio cuando se casaron.
El hombre del rey se volvió a Rosamund.
– ¿Recuerda si se celebró una ceremonia, milady? ¿Ante un sacerdote?
– Nos casó el padre Bernard el vigésimo día de octubre. Yo llevaba un vestido de lana verde. Fue justo antes del sexagésimo cumpleaños de Hugh. Sí, recuerdo el día de mi boda con Hugh Cabot. Fue un día feliz para mí -dijo Rosamund con voz queda.
– Siendo así, usted no tiene ninguna autoridad, ni legal ni de otro tipo, sobre su sobrina, Henry Bolton -aclaró Owein Meredith-. Su esposo gozaba de esa autoridad, y se la ha transferido al rey. La señora Rosamund regresará conmigo a Richmond y tomará su lugar en la propiedad de la reina.
– Yo… yo… ¡iré a los tribunales! -exclamó Henry Bolton, furioso.
– El rey, señor, es la máxima autoridad en la tierra, pero, si quiere insistir con el tema, vaya a los tribunales -rió Owein Meredith.
– ¿Cuándo debo partir? -le preguntó Rosamund.
– No antes de que esté lista, milady -la tranquilizó el caballero-. Sé que una señora que deja su casa para instalarse en otro lugar necesita tiempo para reunir sus pertenencias, ordenar sus asuntos y empacar. No tengo prisa por volver al sur. Las primaveras de Cumbria son bonitas, siempre y cuando los escoceses no crucen la frontera y vengan a saquear, pero no hay mucho peligro de eso ahora. El rey ha arreglado un matrimonio entre su hija mayor, milady Margarita, y el rey de los escoceses, Jacobo IV. Tómese su tiempo para estar cómoda en su nueva vida. Además, por supuesto, necesitará caballos aparte de una criada. Hay mucho que hacer, milady. Seguramente pasarán varios meses antes de que pueda partir. Tal vez nos vayamos a fines del verano o principios del otoño. Entretanto, enviaré un mensaje al rey para contarle de la muerte de su viejo amigo y decirle que su joven viuda agradece estar bajo la tutoría real. -Sir Owein le sonrió a Rosamund, y ella pudo ver que el caballero tenía los dientes blancos y parejos.
– Debe descansar con nosotros, señor -le dijo Rosamund-. Ha hecho un largo camino y lo espera un largo viaje de regreso. Descanse y haga que su animal se recupere antes de irse.
– Por supuesto, milady, y le agradezco la hospitalidad.
– Prepara una habitación para nuestro huésped -le ordenó Rosamund a un criado. Luego indicó que se le sirviera más vino. Vio que su tío Henry ya estaba en avanzado estado de ebriedad y que su hijo se había quedado dormido junto a la silla de ella, debajo de la mesa. Miró a sir Owen y le preguntó, en voz baja-: ¿Estoy verdaderamente a salvo de él? -indicando a Henry Bolton-. ¿No podrá obligarme a casarme con su odioso hijo?
– No, señora, no puede -respondió suavemente el hombre del rey-. Tengo entendido que su difunto esposo no deseaba semejante cosa. Normalmente, yo no estoy en conocimiento de una comunicación entre el rey y un corresponsal, pero Su Majestad quiso que yo tuviera una comprensión cabal de la situación de Friarsgate para que no fuera a contrariar, por ignorancia o torpeza, los deseos de su esposo.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Rosamund.
– Era un hombre tan bueno, mi Hugh. Mi tío nunca tuvo eso en cuenta cuando me casó con él. Su único interés era proteger Friarsgate hasta que él engendrara un hijo que pudiera unirse conmigo. Mi primer esposo también era hijo suyo. Casi no me acuerdo de John. ¿Piensa que habrá muchas viudas de trece años, porque cumpliré trece en unas semanas, que hayan sobrevivido a dos esposos y sigan siendo vírgenes?
Owein Meredith se ahogó con el vino ante la revelación. Hizo un esfuerzo por recuperar el aliento, pues le dio un ataque de tos. Y entonces estalló en carcajadas, y rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas. Los que lo rodeaban en la mesa principal lo miraron sórdidos. Cuando por fin recuperó el control, pudo hablar.
– Se me fue el vino por el lado equivocado.
– Pero ¿y la risa? -inquirió Richard Bolton, curioso.
– Algo que dijo milady Rosamund. Dudo de que a otra persona le parezca divertido, pero a mí sus palabras me hicieron gracia -explicó, pues no quería repetir lo que su anfitriona joven e ingeniosa acababa de decir. A sus tíos podría no resultarles gracioso. Miró con atención a Rosamund. No podía decirse que fuera una mujer, pero tampoco era una niña. Tenía la piel suave y clara, sin mancha alguna, y un tenue rosado en las mejillas. Sus ojos ambarinos estaban enmarcados por oscuras pestañas. Los cabellos eran de un rojo cobrizo intenso, y los peinaba con una raya al medio, en un arreglo algo insulso, con una trenza que le caía sobre la espalda. Tenía la nariz pequeña y recta; el rostro, ovalado, y una boca de labios generosos, más el labio inferior que el superior.
– ¿Por qué me mira así? -le preguntó Rosamund.
– Porque la encuentro muy bonita, milady-respondió él, con toda franqueza.
Rosamund se ruborizó. Nunca un hombre buen mozo le había dicho un piropo. Ah, Hugh siempre le decía que algún día sería una belleza, pero él la quería. Ella era como su hija.
– Gracias -respondió, con timidez-. ¿Una dama de la Corte debe expresar gratitud ante un cumplido, señor? -preguntó enseguida, curiosa.
– Una dama de la Corte acusaría recibo de un cumplido con una graciosa inclinación de la cabeza, pero no diría nada -le dijo él con una pequeña sonrisa. Qué muchacha encantadora, pensó, y nada afectada. Y continuó-: Pero si el elogio proviene de alguien que no cuenta con el favor de la dama, debe ignorarlo y darle la espalda.
– ¿Me entenderán en la Corte, sir Owein?
– Yo la entiendo.
Pero seguramente algunas personas no comprenderán mi acento de Cumbria -dijo Rosamund.
– Mientras esté con usted, la ayudaré a suavizar su acento norteño, milady.
– ¿Y corregirá mis modales si hago algo inapropiado para la Corte? -Lo miró con intensidad-. No quiero deshonrar mi persona ni el nombre de mi familia.
– Con gusto la ayudaré, milady, con todo lo que deba saber -le prometió él-. ¿Y usted confiará en mí cuando le diga que debemos abandonar Friarsgate en dirección al sur? -La miró con una sonrisa alentadora.
– ¿No nos iremos demasiado pronto? -preguntó ella, nerviosa.
– Creo que septiembre es un buen mes para viajar al sur -respondió él, sonriendo otra vez. Ella tenía miedo. Y era natural que lo sintiera, si nunca se había alejado más que algunos kilómetros de su casa. Sería una aventura, pero Rosamund Bolton no parecía dispuesta a embarcarse fácilmente en algo así. Era una muchacha sólida. Una muchacha sensata, como ya había podido ver sir Owein.
– Entonces, depositaré mi confianza en usted, señor caballero -le respondió Rosamund por fin-. Pero ¿y el rey no querrá que regrese antes del otoño?
Owein Meredith rió.
– No, muchacha, no estará esperándome. Yo soy apenas uno de sus muchos servidores. Se sabe de mi lealtad y mi capacidad para cumplir cualquier tarea que se me encomiende. En la Corte saben que regresaré cuando haya cumplido con mis instrucciones. Soy de escasa importancia en el plan general de las cosas, milady.
– ¿Un caballero no es importante? -Rosamund estaba intrigada.
Alrededor de la mesa, sus tíos escuchaban con tanta atención como la muchacha, excepto Henry Bolton, que ya había entrado en su usual sopor etílico vespertino. Tanto Edmund como Richard Bolton, si bien aliviados de que Rosamund hubiera sido salvada de Henry, se preguntaban si Hugh había tomado la decisión correcta poniéndola al cuidado de virtuales desconocidos. Se inclinaban hacia adelante para no perder ni una palabra de sir Owein.
– Como su finado esposo, milady, yo soy un hijo menor. El menor de todos mis hermanos, en realidad. Mi madre murió al darme la vida, mi padre falleció cuando yo tenía trece años. Mi familia es casi toda galesa. Serví como paje a Jasper Tudor, el tío del rey, desde la edad de seis años, y luego fui su escudero. Me nombraron caballero después de la batalla de Stoke.
– ¿Cuántos años tenía, entonces? -preguntó Edmund.
– Quince cumplidos.
Edmund intercambió una mirada con Richard al oír esto. Estuvieron de acuerdo en silencio en que los impresionaba este hombre sereno, en apariencia gentil, que había sido enviado para escoltar a Rosamund a la Corte.
– Ha de estar cansado, señor -dijo Rosamund, recordando sus deberes como castellana-. Uno de los sirvientes lo acompañará a su habitación. Es muy bienvenido a Friarsgate. -Se volvió y le habló a un criado corpulento-. Lleva a mi tío a su habitación ahora, Peter. Luego, regresa y acuesta a mi pequeño primo. -Se levantó de la mesa-. Señores, los dejo con el vino. Ha sido un día largo para mí. Y triste. -Rosamund hizo una reverencia y salió en silencio de la sala.
– Oró toda la noche junto al féretro de su esposo -le comentó Edmund a sir Owein.
– Es una buena cristiana -secundó Richard.
– Es demasiado joven para conocer tan bien sus deberes -observó el hombre del rey-. ¿Tiene trece años?
– Los cumplirá el último día de este mes -respondió Edmund.
– La madre del rey estaba embarazada de seis meses y ya era viuda a los trece años -comentó sir Owein-. Lady Margarita es una mujer asombrosa. Me imagino que ha de haber sido muy parecida a su sobrina a la misma edad.
– Ella no tiene experiencia del mundo -dijo Edmund.
– ¿Ha recibido educación? -le preguntó el caballero-. Les va bien en la Corte a los que tienen una buena educación.
– Hugh le enseñó a leer y escribir. El padre Bernard le enseñó latín eclesiástico. Su conocimiento de matemática es excelente. Lleva todas las cuentas de Friarsgate, desde hace dos años -explicó Edmund-. Probablemente tenga mejor educación que casi cualquier muchacha del campo, señor. ¿Qué le falta?
– Yo le enseñaré francés y un latín adecuado -dijo sir Owein-. ¿Toca algún instrumento musical? La Corte adora la música. El joven príncipe Enrique es muy adepto a la composición, tanto de música como de letras. Es un muchacho asombroso. El padre quería que fuera arzobispo de Canterbury algún día. Pero ahora, con el fallecimiento del príncipe Arturo, será rey. Aunque el rey no le enseña al muchacho a gobernar. Creo que tiene un dominio demasiado rígido sobre el trono y su hijo. -Sir Owein se ruborizó-. El excelente vino, señores, me ha vuelto parlanchín. Será mejor que busque mi cama. -Se puso de pie y salió de la sala siguiendo al sirviente que se le había asignado.
Los dos hermanos llenaron sus copas de la jarra que había en la mesa y permanecieron un rato en silencio.
– ¿Cuánto sabías de la conspiración de Hugh, Edmund? -preguntó Richard.
– No mucho -admitió Edmund-. Me dijo que tenía un amigo en una posición muy encumbrada, y que haría un testamento dejando a Rosamund a su cuidado. Me dijo que, con la belleza de Rosamund y la herencia de Friarsgate, probablemente su amigo arreglara un excelente matrimonio para nuestra sobrina. Un matrimonio que agregaría lustre a nuestro nombre. Yo no tenía idea de que ese amigo fuera el rey. Cuando Hugh se percató de que probablemente no se recuperaría, envió un mensaje al sur. Creo que pensaba contármelo, pero murió tan inesperadamente…
– ¿No te pareció que estuviera muriendo? -Richard estaba desconcertado.
– Sí, sí. Pero no cuando se murió -respondió Edmund-. Rosamund cree que hubo algo turbio, pero yo no encontré ninguna evidencia. De todos modos, hay que tener en cuenta la coincidencia de la llegada de Henry con la muerte de Hugh. Henry vino para que Hugh pusiera a Rosamund otra vez bajo su cuidado cariñoso. No creo que le agradara encontrar a Rosamund tan suelta de lengua. Seguramente le echó la culpa a Hugh.
– Crees que nuestro medio hermano tuvo algo que ver con la muerte de Hugh Cabot, Edmund? -le preguntó el sacerdote a su hermano mayor.
Edmund suspiró.
– No me gusta creerlo, pero no puedo decir que lo considero del todo inocente. Por otra parte, no hay forma de probarlo, aunque Rosamund o yo sospechemos.
Richard asintió, comprensivo.
– ¿Nos conformaremos con dejar que nuestra sobrina vaya a la Corte? -dijo, pensando en voz alta.
– Hugh quiso lo que era bueno y correcto para su esposa. Se está convirtiendo en una mujer, Richard. Maybel me dijo que la muchacha ya tiene la regla. Es virgen. Su próximo matrimonio será consumado, y dará a luz herederos para Friarsgate. El hijo de Henry es una criatura. Nuestra sobrina tendría más de veinte años y él sería apenas crecido, si la obligaran a esperarlo. Mejor que vaya al sur, a la Corte, y cuando regrese con un esposo, traerá sangre nueva para fortalecer a los Bolton de Friarsgate. Además, ya es hora de que nuestro medio hermano renuncie a su avaricia por estas tierras. Le pertenecen a Rosamund.
– Cuando ella se vaya, cuando vea el mundo que hay más allá de Friarsgate, puede que no se contente con vivir aquí -dijo el sacerdote, reflexivo.
– No, Rosamund volverá y se quedará. Ella saca fuerzas de Friarsgate, hermano.
– Mañana partiré hacia St. Cuthbert's. Después de ver partir a Henry "-rió-; esta noche bebió más que de costumbre. Despertará deseando que todo haya sido un sueño y que Rosamund siga en sus garras. Yo no debería disfrutar tanto con su frustración -admitió Richard-. Hazme saber cuando Rosamund esté por partir, así puedo venir a despedirme como corresponde.
– Así será.
– Entonces, te doy las buenas noches, hermano Edmund -dijo el sacerdote, mientras se ponía de pie-. Duerme bien y sueña con ángeles. -Salió de la sala; sus ropas negras no daban la menor señal de movimiento, de tan sereno que era el andar de Richard Bolton. El cinturón blanco se recortaba contra la tela oscura de la sotana.
Maybel vino de junto al fuego y se unió a su esposo.
– Tendrías que habérmelo contado -le reprochó.
– No estabas tan lejos de la mesa como para no oír cuando le dije a Richard que yo sabía muy poco. Hugh mantuvo en secreto su plan, e hizo bien. Ahora que Henry clame a los cielos, pero no puede aducir la menor conspiración entre Hugh Cabot y yo.
– La aducirá, pero, si eres franco conmigo, esposo, aceptarás que él no podrá probar una conspiración de la misma manera en que nosotros no podemos probar que él tuvo algo que ver con la muerte de Hugh -replicó Maybel.
– Tienes que ir a la Corte con ella.
– Lo sé, pero no me agrada dejarte, Edmund. Aunque no será para siempre, y a ti te interesa más cumplir con tus obligaciones que un tobillo bien torneado -dijo, riendo-. Puedo confiar en ti, Edmund Bolton, pues hay muchos muy deseosos de contarme si fueras a apartarte del camino recto.
Él rió y le pasó el brazo por los hombros.
– ¿Y tú, esposa? ¿No te tentarán los entusiasmos de la Corte?
– ¿A mí? -Maybel pareció ofendida por la sugerencia.
– Bien -dijo él, con una sonrisa-, eres una mujer muy hermosa, muchacha, y cuando sonríes, traes la alegría a cualquier hombre, sí, señor.
– ¡Adulador! -Ella le dio una palmadita llena de afecto y se ruborizó-. Mi única preocupación será velar por la seguridad y la felicidad de Rosamund. Debo asegurarme de que si se arregla un matrimonio sea para el bien de nuestra niña y de nadie más.
– Sí, no queremos que la casen con alguien como mi hermano Henry.
– ¡Dios no lo permita! Yo me ocuparé de eso. Estoy segura de que sucederá nada en lo inmediato. Rosamund no es importante como para que los poderosos se ocupen de ella. Se unirá a la casa de la reina hará lo que le ordenen. No pensarán en ella hasta que no necesiten una heredera para algún matrimonio -dijo Maybel, con sabiduría.
– Y tú, mi buena esposa, estarás allí para guiarla -comentó Edmund con una sonrisa.
– Sí, allí estaré, Edmund.
Por la mañana, Henry Bolton entró con paso lento en la sala de la mansión, como había predicho su medio hermano. Le dolía mucho la cabeza y casi se había olvidado de la llegada de sir Owein, el hombre del rey.
– ¿Dónde está Rosamund? Debe irse conmigo hoy, ¿no? -Se sentó a la mesa grande y se estremeció cuando le pusieron delante un plato de pan con avena caliente.
– ¿No te acuerdas? -dijo con voz queda Richard-. Nuestra sobrina fue puesta al cuidado del rey y a fines del verano se irá a la Corte con el caballero que enviaron para buscarla.
– Creí que lo había soñado -dijo con amargura Henry Bolton-. Richard, tú conoces la ley. ¿Es legal lo que hizo Hugh? ¿Tú quieres que nuestra sobrina deje Friarsgate y sea entregada en matrimonio a cualquier extraño?
– Nadie ha hablado de matrimonio -respondió el sacerdote.
– Pero en algún momento la usarán, pues su herencia es buena.
Lo de Henry fue casi un quejido. Apartó el plato.
– Tú la has usado -dijo Richard-. Desde que Guy y Phillipa murieron has utilizado todos los medios de que disponías para retener el control sobre la herencia de Rosamund. Primero, la casaste con tu hijo mayor. Después, con Hugh Cabot. Ahora, querías obligarla a casarse con tu segundo hijo, una criatura de cinco años. Rosamund no te interesa en absoluto. Solo te interesa lo que tiene. Hugh hizo lo correcto cuando dispuso que se la llevaran de aquí por un tiempo. Que vea un Poco de mundo. Que conozca gente poderosa y encumbrada. Nuestra sobrina es una muchacha atractiva, Henry. Tal vez tenga la buena fortuna de enamorarse del hombre que le escojan. Tal vez se haga amiga de gente poderosa, algo que no perjudicará a la familia. Cuando vuelva a casa, a nosotros, espero que sea feliz. Pero con quienquiera que sea su próximo marido, Rosamund será más feliz que si siguiera todavía en tus garras. Ahora, regresa a Otterly Court y ocúpate de tus asuntos. Tienes tres hijos y tres hijas que mantener, además de la hermana Julia, quien, te agradará saberlo, prospera en su convento.
A Henry Bolton se le daba vuelta el estómago de la náusea.
– Cuando Julia fue a St. Margaret's -murmuró-, se hicieron provisiones para ella.
– Tu hija mayor tomará los votos finales dentro de unos pocos años, hermano. Yo quisiera que dones una suma importante al convento como agradecimiento cuando llegue el momento. La suma que diste para la niña cuando la dejaste en el convento apenas si alcanzó para mantenerla. St. Margaret's no es una casa rica. Y ella es una sierva de Dios.
– Era una niña feísima -dijo Henry, sombrío-. Las niñas de Mavis son bellezas, todas, pero igual necesitarán buenas dotes.
– Las que sin duda tú pensabas ordeñar de los recursos de Friarsgate -observó Richard, cortante-. Otterly tiene buenas tierras, Henry. Es pequeño, pero fértil. Hace años que te has servido en abundancia del ganado de aquí, Henry. Tus ovejas y vacas tendrían que ser buenos y deberían dar sus dividendos. Haz todavía más próspera tu casa. Tus hijas algún día tendrán las dotes que merecen. Son pequeñas aún y, si eres diligente, tendrás tiempo. ¡Eres un Bolton, Henry! ¿Dónde está tu orgullo? Parece haber desaparecido en el medio de tu búsqueda por lo que no te pertenece.
– ¿Convertirte en sacerdote te ha hecho olvidar de dónde provienes, bastardo? -le dijo Henry a su hermano mayor.
– Nuestro padre me dio la vida en el vientre de su amante, es cierto, Henry, pero nuestro padre que está en los cielos me hizo igual a cualquier hombre. También quiero recordarte que tanto nuestro padre como tu madre trataron a todos los hijos con amor -respondió el sacerdote.
– Seguramente quieres emprender en breve tu regreso a Otterly -dijo Edmund, interrumpiendo-. ¿Quieres que el cocinero te envuelva un poco de pan y carne para el camino? Ah, aquí está tu hijo.
– Tengo hambre -anunció en voz alta el niño, trepándose a la mesa grande-. Mi madre siempre me da avena y crema de mañana.
– ¡Tu madre no está! -exclamó su padre-. ¡Nos vamos!
– Pero tengo hambre -repitió el niño.
– Entonces, siéntate y come lo que yo dejé -gritó su padre, agarrando a su hijo y sentándolo con fuerza en una silla.
Henry hijo metió la cuchara en el plato de pan donde le habían servido a su padre.
– Está frío -lloriqueó.
– ¡Entonces no comas! -rugió Henry padre.
– ¡Pero tengo hambre!
– Que le traigan al niño Henry avena caliente -dijo Rosamund, que entraba en la sala y había oído el alboroto-. Tío, toma un poco de vino. Te aliviará el dolor de cabeza. Padre Richard, te agradezco por la misa de esta mañana. Fue muy lindo volver a oír misa en nuestra pequeña iglesia.
– ¿Querrías que te enviara un sacerdote joven, sobrina? -preguntó-. Hay un muchacho en St. Cuthbert que sería perfecto, creo. No debería faltar un sacerdote en una casa señorial como Friarsgate. Una pequeña remuneración y su mantenimiento bastarán para el padre Mata.
– ¿Mata?-preguntó Henry Bolton, con recelo-. Es un nombre escocés.
– Sí -respondió Richard.
– ¿Quieres traer a un escocés a Friarsgate? ¿Estás loco? Tú sabes que no se puede confiar en los escoceses.
– Es un sacerdote, Henry -fue la serena respuesta.
– ¡Sacerdote o no, tendrá parientes de su mismo clan ansiosos por robarnos nuestras ovejas y vacas! ¡No lo permitiré, Richard! -anunció Henry.
– Mata es hijo de una muchacha escocesa, hija bastarda del Hepburn de Claven's Cairn, y de un soldado inglés -explicó Richard-. Ha sido criado en St. Cuthbert y no tiene nada que ver con ningún clan. La madre murió en el parto, Henry. Es tan inglés como tú. Antes de morir, la madre pidió que lo llamaran Matthew, pero con la forma escocesa, para que el niño conociera su linaje. Es un joven muy amable y servirá bien en Friarsgate.
– Y la decisión no está en tus manos, tío -dijo Rosamund-. Edmund, ¿qué piensas?
– Me gustaría que volviera a haber un sacerdote -respondió Edmund-. Hay muchos matrimonios para celebrar, y unas cuantas criaturas que no han sido bautizadas.
– Pero… ¿un escocés? -repitió Henry.
Edmund atravesó a su hermano menor con una mirada feroz.
– Dice Richard que este sacerdote será bueno para Friarsgate. ¿Alguna vez fue desleal a los Bolton nuestro hermano, Henry?
– Yo recibiré con gusto al padre Mata -intercedió Rosamund.
– Enviaré a Mata, sobrina -dijo Richard con una pequeña sonrisa.
Rosamund se volvió a su tío Henry.
– Tengo trabajo que hacer, tío. Hay que distribuir semilla y quiero supervisarlo. Te deseo un regreso seguro a tu casa. Envíale mis recuerdos a tu buena esposa y a mis primitos. -Entonces miró directamente a Henry hijo-. Adiós, niño -y salió deprisa de la sala.
– Me alegro de no tener que casarme con ella -dijo el pequeño sin dejar de comer.
– ¡Cállate, imbécil! -gritó su padre, salvaje. Apretó la copa que le habían puesto delante y bebió el vino, pero, pese a lo que había dicho Rosamund, no se sintió mejor.
Owein Meredith se sorprendió al enterarse de que, si bien carecía casi por completo de la educación de la Corte, su joven anfitriona era versada en muchas otras cosas. Creyó que ella no sería realmente feliz en ninguna parte que no fuera Friarsgate. Rosamund Bolton se había convertido en parte integral del señorío. Pese a su juventud, los arrendatarios y trabajadores la respetaban. En esto, su tío Edmund y su fallecido esposo Hugh Cabot habían tenido éxito. Una vez que Henry Bolton se hubo ido, todo se hacía en la casa solo en nombre de Rosamund, algo que reforzaba su posición como heredera de Friarsgate.
Desde la primavera, Owein la había observado, fascinado, supervisando cada faceta de la variada vida de la finca. Friarsgate era prácticamente autosuficiente. Se cultivaban diversas variedades de cereales, vegetales y frutas. Rosamund decidía qué campos se sembrarían y cuáles quedarían en barbecho. Ella decidía el plan de poda. Se criaba ganado por la leche y la carne, para venta o trueque. A sugerencia de Hugh, Rosamund se interesó en la cría de caballos. Pero las ovejas eran la mayor fuente de ingresos de la finca, pues la lana de Friarsgate era muy apreciada.
La propiedad tenía un pequeño molino con un molinero residente. Había una pequeña iglesia y una casa para el sacerdote que ahora estaban limpiando, preparándola para la llegada del padre Mata. Había prados y pasturas para el ganado, los caballos y las ovejas. Había bosques, praderas y bosques comunes, donde la gente de Rosamund podía cazar y pescar o apacentar sus propios animales. Casi todos los arrendatarios de Friarsgate habían sido siervos feudales, pero el abuelo de Rosamund los había liberado. Si bien algunas familias se habían ido de Friarsgate en busca de fortuna, casi todas se quedaron como hombres y mujeres libres.
Friarsgate no era la propiedad de una gran familia, pero se la consideraba un feudo muy grande y a su joven señora, una heredera de valor. La tierra estaba bien regada y siempre verde. Rosamund aprendió a mover sus ovejas y vacas para que la tierra no se agotara y quedara yerma. Nunca había sido un lugar pobre. En los últimos años, había prosperado mucho. No había ni una sola familia de campesinos que no tuviera una vaca, unos cerdos o aves de corral. Y, si bien eran libres de manejarse según sus propias decisiones, los hombres y mujeres de Friarsgate se mantenían completamente leales a los Bolton, hasta tal punto que les regalaban tres días a la semana de su trabajo, como habían hecho antaño. Los hombres y mujeres libres de Friarsgate también tenían sus parcelas de tierra, como sus ancestros siervos. Allí disponían de sus propios cultivos para alimentar a sus familias y vender el excedente. Y en la casa del feudo, Rosamund, con la guía de Hugh y de Edmund, había aprendido a resolver las disputas entre su gente.
Criado entre los poderosos, Owein Meredith había olvidado que aún existían casas señoriales como Friarsgate. Su infancia, antes de entrar a servir en la casa de Jasper Tudor, era un recuerdo casi olvidado. De modo que, a medida que pasaba el verano, él observaba fascinado a Rosamund llevando a cabo sus deberes como señora de su próspera finca con tanta facilidad que los hacía parecer sencillos. Pero él sabía que no había nada de simple en ello. Todas las tardes, temprano, después de que se hubiera servido y comido la comida principal del día, él le daba clases a la nueva pupila del rey: le enseñaba francés y un buen latín, el que se hablaba y se escribía en la Corte.
Vio que le resultaba difícil, pues Rosamund no tenía facilidad para las lenguas extranjeras, pero mostraba tanta determinación por aprender, que él no podía menos que admirarla. Las únicas mujeres a las que había admirado hasta ese momento eran la madre del rey, Margarita Beaufort, condesa de Richmond, a quien llamaban la Venerable Margarita, y la esposa del rey, Isabel de York. Se trataba de mujeres de cierta edad y experiencia, y, sin embargo, esta muchachita se las recordaba. Al igual que la reina, era prudente y gentil. Al igual que la Venerable Margarita, era determinada y leal. Owein Meredith se preocupaba por cómo haría una muchacha de campo como Rosamund, nacida sin un nombre importante ni relaciones poderosas, para encajar en la Corte del rey Enrique VIL Hasta que se dio cuenta de que, más allá de entregársela a su tutor, él no era responsable de Rosamund Bolton.
El verano se acercaba a su fin. Llegó Lammas, el festival de la cosecha. Lammas era una festividad en la que el pan era el protagonista. Al amanecer, Rosamund salió de la casa con un plato de migajas que había hecho quebrando un cuarto de una hogaza con un año de antigüedad. La diseminó para los pájaros. Sus arrendatarios fueron invitados a una comida en la sala; en el banquete casi todos los platos tenían pan o harina. Había cochinillo relleno con pan, nueces, queso, huevos y especias; un plato con estómago de carnero relleno de pan, vegetales, huevos, queso y cerdo, y otro con carne de vaca, huevos y migas de pan; pan ácimo de centeno, que, además de centeno, tenía harina de trigo, sal y leche cortada; una gran horma de queso, y budín de leche, azúcar y pasas especiadas con canela. También se sirvió "lana de cordero", una sidra especiada servida con manzanas.
Y cuando todo el mundo hubo comido hasta hartarse, comenzaron los juegos. Afuera, los hombres participaron de uno que se hacía en la pradera y que consistía en patear una vejiga de oveja rellena, de un extremo del campo al otro. Hubo un concurso de arquería. Después, los hombres dispararon arcos largos a unas dianas de paja colocadas en el frente de la casa. El ganador recibió una gran jarra de cerveza. Y, a medida que transcurría la tarde, comenzaron a volver a la casa, donde las mujeres casadas jugaban a un entretenimiento llamado "Llevar el tocino a casa". Por turnos individuales, a las mujeres se les presentaba una situación hipotética y desfavorable que involucraba a su esposo. Y de cada una dependía conjurar la situación y convertirla en algo positivo. La esposa que lo conseguía y al mismo tiempo, divertía a sus contertulios era consagrada ganadora y recompensada con una cinta de seda azul. Al fin del día, todos recibían una pequeña hogaza hecha con el grano recién cosechado. Se iban a sus casas con las hogazas, cada una de las cuales tenía una pequeña vela encendida.
Al día siguiente de Lammas, Owein habló con Rosamund sobre la partida:
– Tiene que poner fecha para nuestro viaje, milady -le dijo. Habían estado sentados en la sala, practicando el francés de Rosamund, y él le habló en ese idioma.
Ella lo miró sobresaltada y él supo que había comprendido sus palabras; pero, en cambio, respondió:
– No estoy segura de lo que ha dicho, Owein Meredith. Tenga a bien hablarme en nuestra conocida y querida lengua inglesa.
– Es una tramposa -la acució él, siguiendo en francés-. Y me entiende perfectamente bien, Rosamund.
– ¡No es cierto! -exclamó ella, y se llevó la mano a la boca, dándose cuenta de que su respuesta confirmaba la sospecha de él-. Después de la Fiesta de San Miguel -dijo, en inglés.
– Eso es casi dentro de dos meses, Rosamund.
– Dijo que el rey no lo necesitaría. Que usted no era importante. Tampoco yo. El rey sólo debe cumplir una deuda con Hugh Cabot. ¿Por qué tenemos que ir?
– Porque si no vamos, su tío puede pedirle al rey que le devuelva la custodia sobre usted, Rosamund -le explicó él, con voz serena-. Semejante petición puede ni llegar a manos del rey, sino a la de alguno de sus secretarios, que recibiría algunos dinerillos de su tío a cambio de su cooperación. ¡Voilá! Su custodia volvería entonces a las manos de Henry Bolton, y su hijo mayor sería su esposo. Si en verdad quiere eso, yo volveré al sur, se lo diré al rey, y así se hará. Pero si prefiere honrar los deseos de su esposo para su futuro, dejará de temerle a lo desconocido y vendrá conmigo. -Los ojos verdes almendra la miraron directamente, inquisidores.
– Pero en la Fiesta de San Miguel yo renuevo los contratos con mis arrendatarios para el año próximo y les pago -dijo ella, casi en un susurro.
– Lo hará Edmund. El primero de septiembre, Rosamund.
– ¡Es demasiado pronto! -gimió y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Owein Meredith apretó los dientes y endureció el corazón contra sus argucias femeninas. Había aprendido que las mujeres siempre lloran cuando quieren salirse con la suya.
– No, no lo es. Le queda casi un mes para empacar sus pertenencias y delegar su autoridad en Edmund y en los demás. Hace mucho que sabe que llegaría este día. Hace casi cuatro meses que estoy aquí, Rosamund. Hace casi cinco que dejé la Corte. Ya es hora. Piense en Maybel. Ella también debe prepararse. Deja a su esposo en su servicio.
– Casi no me alejé de mis tierras en toda mi vida -dijo Rosamund, y él asintió, comprensivo-. No es que tenga miedo, pero no me entusiasma la aventura, señor.
Él rió.
– No hay mucha aventura en un viaje entre Friarsgate y la Corte del rey, Rosamund. Y habrá muy poca para usted, por no decir ninguna, en la casa de la reina. Se le asignarán ciertos deberes, y sus días transcurrirán ocupándose de ellos. Me temo que no será muy entretenido para usted. La única diferencia es que allá no será la señora.
– Pero ¿cuándo regresaré a casa? -se preguntó Rosamund, contrita.
– Después de un período de servicio puede que la reina la deje visitar Friarsgate. O puede regresar con un esposo, elegido para usted por el rey. Debe entender que llegará el momento en que la vuelvan a casar Y, probablemente, con un hombre a quien el rey quiera honrar.
– En otras palabras, una vez más me elegirán marido -respondió ella, sintiendo una gran irritación.
– Así es el mundo, Rosamund.
– Tenía esperanzas de casarme enamorada la próxima vez.
– Tal vez así sea. O quizás aprenda a amar al esposo que le escojan, pero, fuera como fuese, cumplirá con su deber, Rosamund. Me he dado cuenta de que es ese tipo de persona.
– Ah, sí. Lo soy. Pero sería muy lindo poder seguir la divisa de mi familia. Tracez Votre Chemin.
– Traza tu propio camino. -Él asintió-. Es una buena divisa, ¿y quién sabe, muchacha bonita? Tal vez un día haga su propio camino. No sabemos qué nos traerá el futuro, Rosamund. A pesar de nuestro deseo de tranquilidad, la vida siempre está llena de sorpresas. Le diré a Edmund Bolton que partiremos el 1° de septiembre. ¿Eh?
Ella asintió, pero él pudo ver la disconformidad en su aceptación.
– ¿Cuántos carros puedo llevar con mis cosas? -preguntó ella.
– Llevaremos un caballo de carga. En la Corte no tendrá privacidad, o muy poca, Rosamund. Usted y Maybel dormirán en una gran habitación con el resto de las damas de la reina y sus criadas. Su pequeño baúl será todo el espacio de que dispondrá para sus posesiones. Todo debe ser portátil para que pueda trasladarse con rapidez de un lugar a otro. El rey y la reina nunca permanecen mucho tiempo en una misma casa. Viajan entre sus palacios de Londres, Greenwich, Richmond y Windsor. Y cuando llega el verano, la Corte entera inicia el viaje real anual, que consiste en visitar casas nobles grandes y pequeñas. Entonces, tendrá menos lugar aún para usted o para sus cosas, si la invitan a ir. Si tiene suerte, no la llevarán. Al menos entonces tendrá una cama.
– No suena muy confortable -dictaminó Rosamund.
– No lo es. -Él sonrió-. Los caballeros solteros lo pasan peor, se lo aseguro. Si tenemos suerte, terminamos durmiendo en la sala, junto al fuego. Si no, en los establos o en la cucha de un perro.
– Al menos, no pasan frío -respondió ella-. ¿No está casado? No -dijo, respondiendo a su propia pregunta-, claro que no. Usted es como mi Hugh y no se puede costear una esposa.
– Así es. Mi hermano mayor fue quien heredó de nuestro padre. Mi otro hermano sirve a la Iglesia. Tengo tres hermanas. Una está casada y dos son monjas. Tuve suerte de haber conseguido mi lugar en la casa de Jasper Tudor. Mi padre conocía a su mayordomo principal, que era pariente de mi madre, y se apiadó de mí.
– ¿No extrañó a su familia?
– No. Mi padre estaba enojado porque mi nacimiento produjo la muerte de mi madre. Casi no me dirigió la palabra hasta que me fui de su lado. Mi hermana Enit era la hija mayor. Ella tenía doce años cuando yo nací. Se ocupó de mí hasta que se casó, cuando yo tenía cuatro años. ¡Cómo la extrañé! Mi hermano mayor no se interesó en mí, pues por sobre todas las cosas deseaba complacer a nuestro padre, que me ignoraba, y entonces él también. Apenas se casó Enit, lo hizo también mi hermano mayor. Para cuando cumplí seis años, su esposa ya había dado a luz a su heredero, para gran satisfacción de mi padre. Mi hermano segundo estaba en el monasterio y mis otras dos hermanas, en el convento. Sólo quedaba yo. El cabo suelto, me llamaba mi hermano. Entonces vino el mayordomo principal de Jasper Tudor a presentar sus respetos en la tumba de mi madre. Vio el problema que yo era para mi familia y, cuando se fue, lo acompañé. Le dijo a mi padre que había lugar para un paje en la casa de su amo. Y mi padre se alegró mucho de mi partida, por supuesto.
– Qué afortunado para usted -dijo Rosamund. Caramba, la infancia de este hombre había sido peor que la suya. Cuando tuviera hijos, se aseguraría de que fueran queridos y protegidos.
Owein Meredith rió.
– No había ningún lugar, lo creó mi pariente. Después me enseñó mis deberes. Fue mucho más padre para mí que mi verdadero progenitor. Sin él, no sé qué hubiera sido de mí. Por su bondad, yo luché por progresar.
– Se convirtió en caballero.
– Serví en la casa de Jasper Tudor hasta su muerte. Fui paje hasta los trece años. A esa edad pasé a ser caballero de mi señor.
– ¿Cuándo se convirtió en caballero? -le preguntó ella. Era la primera vez que él hablaba tan abiertamente y en profundidad sobre sí mismo. Estaba fascinada. Él se parecía, en ciertos sentidos, a Hugh. Y era buen mozo. Hugh tenía mechones rubios en el cabello blanco, que, según le había contado, había sido rubio cuando joven; el de Owein Meredith era de un rubio más oscuro, pero también había en él mechones dorados, y a ella le encantaban.
– Como les dije a sus tíos -respondió él-, fui armado caballero a los quince años. Después de la batalla de Stoke, cuando vencimos al pretendiente, Lambert Simmel.
– ¿Qué pretendía y por qué fue necesario guerrear contra él?
Owein rió.
– Fue antes de que usted naciera, Rosamund. El rey anterior, Eduardo IV, tuvo dos hijos. El tío de los niños tomó el trono de su hermano cuando murió. Se decía que Inglaterra no necesitaba un rey niño. Pero había dos muchachitos. Desaparecieron y no se volvió a saber de ellos. Se dice que su tío, el rey Ricardo III, los asesinó y ocultó los cuerpos en la Torre de Londres.
– ¿Y es cierto? -Los ojos de Rosamund estaban muy abiertos.
– No lo sé -dijo Owein-. Nadie lo sabe. Pero después de ese acontecimiento, el heredero de la otra casa real, Enrique Tudor, regresó a Inglaterra para pelear contra el rey Ricardo, lo derrotó y ocupó su lugar en el trono. Se casó con la princesa Isabel, hermana mayor de los dos desdichados príncipes y heredera de la casa real de York. Su unión terminó cien años de guerras en Inglaterra, Rosamund, pero en 1487 un joven adujo ser hijo del duque de Clarence, que tenía un derecho mayor al trono que nuestro rey Enrique. No lo era, por supuesto. El verdadero Eduardo Plantagenet estaba preso en Londres. Para probar esto, el rey lo exhibió en las calles. Pero igual fue necesario enfrentar a este Lambert Simmel y vencerlo en Stoke.
– Peleó bien y fue armado caballero, señor.
– Sí, peleé bien. Yo daría la vida por la Casa de Tudor, porque ellos me acogieron y me criaron, y me dieron todo lo que tengo en la vida -declaró, con pasión.
– ¿Y qué es lo que tiene, señor caballero?
– Un hogar dondequiera que vaya el rey, pero, más importante aún, tengo un propósito en la vida a su servicio.
– Entiendo. Sin embargo, parece poco a cambio de su lealtad. No tiene un hogar ni tierras propias. ¿Qué será de usted cuando sea muy viejo para pelear o para servir? ¿Qué es de los buenos caballeros como usted, Owein Meredith?
– Moriré en alguna batalla o tal vez mi hermano me dé un hogar en mis últimos años, porque es lo honorable. Para entonces, yo le llevaré honor por mis años de servicio en la Casa de Tudor.
– ¿Cuándo vio por última vez a su hermano o a su familia?
– No los veo desde que me fui de mi casa natal, en Gales. Pero cuando murió nuestro padre, mi hermano me mandó avisar. No me ha olvidado, Rosamund.
No, probablemente no. No le vendría mal al hermano de Owein Meredith tener un amigo en la Corte, aunque su hermano no fuera un hombre de riqueza o de verdadera influencia. Pero conocía hombres de riqueza e influencia e, incluso, hasta podría formular peticiones al rey para su familia, en caso de necesidad. Es lo que ella haría, pensó Rosamund. Era lo práctico.
Los días parecieron pasar con tanta prisa que Rosamund estaba desconcertada. Atesoraba cada momento que le quedaba en Friarsgate. No tenía ganas de irse. Si Hugh la hubiera consultado… pero Owein Meredith tenía razón cuando le dijo que, si se quedaba allí, su tío encontraría la manera de recuperarla a ella y su derecho sobre el feudo. Irse era el precio que debía pagar para ser la heredera de Friarsgate. Estaba un poco asustada, aunque no permitiría que nadie lo supiera. Tracez Votre Chemin. Ella trazaría su propio camino.
Maybel dudaba y se preocupaba pensando qué llevar, metiendo todo lo posible en el baulito. Sir Owein le sugirió a Edmund Bolton que sería aconsejable colocar una determinada cantidad de oro con un orfebre de Londres del cual Rosamund pudiera tomar lo que necesitara si se daba el caso, pues pronto ella comprobaría que su guardarropa era demasiado rústico y debería adaptarlo. Él derivaría a Maybel a un mercero honesto y de confiar para comprar la tela, pero necesitaría dinero. Sería mejor no llevar demasiado, por el peligro de que se lo robaran.
El dinero sería transportado a Carlisle y, de allí, sería acreditado en Londres con un orfebre honorable.
Se trazó con detenimiento la ruta y se envió un jinete para conseguir alojamiento en las casas de huéspedes de los conventos y monasterios del camino. El viaje llevaría quince días o más, según el clima. Sir Owein estaba acostumbrado a viajar grandes distancias, pero sabía que su joven pupila no y que nunca había salido de sus tierras salvo un par de veces a comprar vacas o caballos, acompañada de su esposo y su tío. Nunca había visto una ciudad.
Rosamund pasó los últimos días en Friarsgate yendo a caballo de un arrendatario a otro, despidiéndose de ellos y recordándoles que, mientras ella no estuviera, Edmund estaría a cargo. Él hablaría en nombre de Rosamund Bolton. Debían obedecerlo sin cuestionamientos. Algunos arrendatarios le dieron pequeños obsequios hechos con sus propias í manos: un peine de dulce madera de manzano tallado con dos palomitas entre azahares; un costurero hecho de un pedazo de cuero forrado con un pequeño trozo del fieltro de lana rojo de Friarsgate. La mujer que había ganado la cinta azul en Lammas la bordó con un pequeño hilo de oro que había conseguido sólo Dios sabe dónde. Y ahora se la devolvía a su señora, diciendo:
– Es hermosa, mi pequeña lady, pero es más apropiada para ti que para la vieja mujer de un pastor. Mira, la hice con estrellas para que recuerdes el cielo de la noche de Friarsgate cuando estés entre los poderosos. ¿Volverás a nosotros, milady? -Su rostro ajado dejaba ver su angustia.
– Apenas me lo permitan, Mary, ¡lo juro! -dijo Rosamund con fervor-. Yo preferiría no ir, pero tengo miedo de que mi tío intente recuperar mi custodia y mis tierras. Parece que esta es la única manera de ponerme a salvo.
Mary asintió.
– Parece que los ricos también tienen sus problemas, milady -observó.
Rosamund rió.
– Sí. Al parecer, nada es sencillo en esta vida.
Algunos días antes del previsto para la partida, su tío Richard vino de St. Cuthbert, trayendo consigo al joven sacerdote, el padre Mata. A Rosamund enseguida el muchacho le cayó bien, y a Edmund también. Era de altura media y algo rollizo. Sus ojos azules bailaban bajo las espesas cejas. Tenía mejillas sonrosadas y cara de niño. El cabello que rodeaba la tonsura era de un rojo intenso, y tenía la piel muy clara. Se inclinó ante ella y dijo:
– Le estoy agradecido, milady, por el beneficio que me ofrece.
– No es mucho, y estará siempre ocupado. Pero será bien alimentado y el techo de su casa no gotea, ni hay corrientes de aire en el hogar.
– Daré misa todos los días -le prometió él-, y celebraré el Día de Todos los Santos, pero primero hay que casar como corresponde a los que están viviendo en pecado y bautizar a las criaturas.
– Así es. Nos alegramos de que esté aquí.
– ¿Y cuándo regresará, milady? -preguntó el joven sacerdote.
– Cuando me lo permitan -respondió Rosamund.
– Ven -dijo Edmund, al ver que su sobrina comenzaba otra vez a descorazonarse-, llevemos al buen padre a su casa, Rosamund. Hay una anciana, Nona, que la mantendrá limpia. Tomará sus comidas en la sala conmigo, padre Mata. Me hará bien la compañía. -Comenzó a andar en dirección de la casa del sacerdote, cerca de la pequeña iglesia.
La mañana del 1° de septiembre amaneció nublada y ventosa con lluvia inminente, segura para antes del mediodía. No obstante, sir Owein insistió en que mantuvieran el plan original. Sabía que otro día no le facilitaría las cosas a Rosamund, cuyos temores ahora amenazaban con sobrepasarla pese a los ingentes esfuerzos de todos por animarla. El padre Mata celebró misa temprano, antes de la salida del sol. Desayunaron en la sala; en cada lugar se colocaron los platos de pan fresco, recién salidos de los hornos y ahuecados para servir en ellos las escudillas de avena. Rosamund no pudo comer. Su estómago, nervioso, le daba vueltas.
– No puede estar todo el día sin una buena comida -le dijo con firmeza el hombre del rey-. Esta será la mejor comida de que pueda disfrutar en muchos días, milady. Las casas de huéspedes de la iglesia no son famosas por la calidad de sus alimentos ni de su bebida. Estará enferma todo el día si no come ahora.
Rosamund, obedientemente, se llevó el cereal caliente a la boca. Le cayó como una piedra en el estómago. Bebió un sorbo del copón con vino aguado y lo sintió ácido. Mordisqueó un pedacito de queso, pero le pareció salado y seco. Por fin se puso de pie, a desgano.
– Será mejor que nos marchemos.
Los criados de la casa formaron fila para desearle que Dios la acompañara en su camino. Ella se despidió con lágrimas en los ojos y las mujeres se echaron a llorar. Rosamund traspuso la puerta de la casa señorial. Afuera esperaba su yegua. Rosamund se volvió súbitamente.
– ¡Me olvidé de despedirme de mis perros!
Esperaron con paciencia su retorno, pero, cuando volvió, dijo:
– Estoy pensando si Pusskin ya habrá tenido cría. Voy al establo a ver, antes de irme. -Y volvió a desaparecer.
– Ponla en el caballo, Edmund, cuando regrese -dijo Maybel, irritada-. Ya me duele el trasero con este animal, y todavía no dimos un paso.
Edmund y Owein rieron. Rosamund apareció.
– ¿Llevamos la cinta bordada, Maybel? Estoy segura de que la vi en el piso, en mi dormitorio. Tendré que ir a buscarla.
Edmund Bolton tomó a su sobrina de la mano y la llevó rápidamente hasta la montura. Sus manos se cerraron sobre la cintura de ella y la levantó hasta la silla.
– Está todo empacado, Rosamund -le dijo, severo. Le dio a sir Owein la rienda de la yegua de su sobrina-. ¡Vete ahora, muchachita, y que Dios los acompañe! Estaremos todos esperando tu retorno, que será antes si te vas de una buena vez. -Entonces le dio una palmadita en el anca a la yegua y la observó mientras se alejaba.
– No quiero oír ningún chisme cuando vuelva -le dijo Maybel a su esposo-. Cuídate, viejito. Ponte en el pecho la franela que te cosí, no te vayas a agarrar una fiebre este invierno.
– Y tú, mujer, no coquetees con todos los caballeros bien parecidos de la Corte. Recuerda que eres mi querida esposa -dijo él, con una cálida sonrisa-. Eres un poquito rezongona, pero te extrañaré.
– ¡Ja! -refunfuñó ella, volvió el caballo y comenzó a seguir a sir
Owein y a Rosamund.
Rosamund nunca había pasado una noche fuera de Friarsgate ni de su propia cama. ¿Supo Hugh lo que hacía cuando la puso bajo la custodia de un virtual desconocido? Casi deseó que su tío Henry hubiera ganado la partida y ella siguiera en Friarsgate. Casi.
A medida que sus primeros miedos comenzaban a disiparse, Rosamund empezó a disfrutar del viaje. Y, recordando que la muchacha nunca había pasado un día entero a caballo, sir Owein se detuvo a media mañana para que pudieran apearse, estirarse un poco y comer lo que les había preparado el cocinero de Friarsgate. Rosamund descubrió que le había vuelto el apetito cuando se puso a comer capón asado y pasteles de conejo todavía calientes, pan y queso, y peras frescas de su propio huerto. Siguieron el viaje y volvieron a detenerse a media tarde en un pequeño convento. Como los esperaban, fueron muy bien recibidos, pero a sir Owein lo mandaron a la casa de huéspedes para hombres, mientras que Rosamund y Maybel se quedaron con las monjas, aunque eran los únicos huéspedes esa noche.
Esa primera noche, Rosamund comprobó la veracidad de lo que le dijo su guardián. La comida era un potaje de tubérculos servido con un pequeño trozo de pan negro y una tajada fina de queso duro. La cerveza estaba amarga, y bebieron poco. Las comodidades para dormir no eran mucho mejores. Dos camastros con colchones de paja aplastados de tanto uso y con algunas partes invadidas por los insectos. Por la mañana les sirvieron avena, que comieron con cucharas de madera de una olla común. Se les dio una sola rodaja de pan, que compartieron. Luego de que sir Owein ofreció la donación, partieron.
La ciudad fortificada de Carlisle fue la primera que Rosamund vio en su vida. Abrió los ojos bien grandes cuando pasaron por la puerta de Rickard. El corazón le latió a toda prisa cuando atravesaron las calles estrechas, con sus casas pegadas entre sí, sin jardines a la vista. Bajaron por High Street, la calle principal, y cruzaron hacia el sur, hacia la iglesia de St. Cuthbert, que estaba vinculada al monasterio de Richard Bolton y en cuyas casas de huéspedes pasarían la noche.
– Me parece que no me gustan las ciudades -dijo Rosamund-. ¿Por qué hay un olor tan feo, Owein?
– Si mira las calles con atención, milady, verá el contenido de los orinales de la ciudad que siguen su recorrido de las cunetas a las cloacas -explicó él.
– Los establos de mis vacas huelen mejor.
– Vamos, milady -bromeó él-, una muchacha de campo como usted no va a impresionarse por unos olorcillos.
Rosamund sacudió la cabeza.
– ¿Y a la gente de la ciudad le gusta vivir tan encerrada? -preguntó, como pensando en voz alta-. A mí no me gusta para nada.
– La ciudad está amurallada para impedir que entren invasores. Hay mucho para robar aquí, y los escoceses siguen estando demasiado cerca. Carlisle es un lugar seguro para muchos de los que habitan en los alrededores. Y desde aquí se puede montar una defensa efectiva.
Dejaron Carlisle a la mañana siguiente, para gran alivio de Rosamund, y retomaron el rumbo al sur por un recodo de Westmorland, con sus desolados páramos, sus colinas y sus lagos, y entraron en Lancastershire, con sus bosques y parques con ciervos. Iban, según les dijo sir Owein, por un camino construido por los romanos hacía más de mil años. Cruzaron Cheshire, un condado llano pese a las colinas que lo circundaban, y llegaron a Shropshire, donde el clima se tornó claramente otoñal. Ella se alegró de haber llevado su capa de lana azul con capucha.
A Rosamund le gustaron las ovejas de cara negra que vio pastando en los campos de Shropshire. Le dijo a sir Owein, con gran conocimiento, que su lana era mejor incluso que la de Friarsgate y que algún día esperaba comprar un rebaño, aunque era difícil conseguir esas ovejas, dado que sus dueños se rehusaban a separarse de ellas. Pero si podía encontrar un macho reproductor y dos hembras fértiles, sería un comienzo.
– La estoy llevando a la Corte y usted piensa en criar ovejas -dijo él, riendo.
– Sé que la intención de Hugh fue protegerme y hacerme ver el mundo, pero, en el fondo de mi corazón, yo soy una muchacha de campo. Espero que me dejen regresar pronto a casa. Por lo que me ha dicho, dudo de que yo vaya a ser de alguna importancia para el rey o de provecho para su familia. Cuando lo vea le voy a sugerir que me permita volver a casa de inmediato. Cuando desee casarme, si es que llego a encontrar a un hombre que me convenga, no lo haré sin permiso real.
– No sé cuándo verá al rey. Al menos, no será enseguida. Es inteligente de su parte que comprenda que no tiene un lugar real entre los poderosos, Rosamund. -Se preguntó si esta muchacha se había puesto aún más bonita que cuando la vio en la primavera. Luego de pasar un tiempo en Friarsgate, él entendía el deseo de ella de permanecer allí. Se dio cuenta, de pronto, de que a él también le habría gustado quedarse allí. No es fácil estar al servicio de un rey toda la vida.
– ¿Me gustará estar en la Corte? -le preguntó Rosamund. Él la estaba mirando tan fijo que la ponía nerviosa. Trató de atraer su atención otra vez.
Los ojos verdes de él se encontraron con los de ella.
– Eso espero, Rosamund. No querría verla desdichada. -Al conocer a Henry Bolton él comprendió plenamente el deseo de Hugh Cabot de proteger a Rosamund de su tío. De lo que no estaba seguro era de que la solución fuera sacarla de su casa.
En Staffordshire los caminos eran malos y mal mantenidos, en especial considerando que debían ser transitados para viajar al sur. Empezó a llover otra vez y el camino por el que iban se inundó. No había suficientes cruces para atravesar el río. Una tarde, les llevó casi una hora cruzar un puentecito, tan intenso era el tránsito local. El puente de madera crujía y gemía bajo los carros pesados, el tráfico de caballos y un grupo pequeño de vacas. El campo estaba lleno de bosques antiguos, pero las praderas que encontraban en su camino eran especialmente exuberantes. Sin embargo, había unos pozos abiertos horribles de los que extraían hierro y carbón que estropeaban el paisaje. Hacía ya más de dos semanas que habían emprendido el viaje, pero sir Owein estaba contento porque estaban yendo bastante rápido, pese a que sus dos compañeras no estaban acostumbradas a viajar.
A ojos de Rosamund, Warwickshire era hermoso, con sus bellos prados y pasturas. Las ciudades con mercados -de las que, según se enteraron, había dieciocho- eran prósperas y muy concurridas. Rosamund ya se había acostumbrado a las ciudades, pero siguió diciéndole a Maybel, que enseguida estaba de acuerdo con ella, que prefería el campo a la ciudad. Cruzaron Northamptonshire, que se veía extrañamente aislado y rústico comparado con los otros condados que atravesaron. Grupos de vacas y ovejas pacían en praderas todavía verdes y frescas a fines de septiembre. Como Buckinghamshire, donde, según le contó sir Owein, quedaban las vacas y las ovejas, en la última etapa de su viaje de Gales a Londres, para engorde.
Llegaron a la ciudad de St. Albans en Hertfordshire y, sabiendo que pronto ella no tendría mucho tiempo para diversiones, Owein llevó a Rosamund y a Maybel a ver el altar del santo en la gran abadía. Era el primer santo de Inglaterra y había sido un soldado romano. Rosamund nunca había estado en una iglesia como la abadía. El gran edificio de piedra se levantaba sobre sus cabezas. Las ventanas con vitrales arrojaban sombras de manchas multicolores sobre los pisos de piedra. Ni Rosamund ni Maybel habían visto antes vidrio de colores semejantes.
– Como se maravillaría el padre Mata si pudiera ver esta belleza -dijo Rosamund-. Algún día pondré ventanas como estas en nuestra pequeña iglesia, aunque no tan finas ni tan grandes, por supuesto.
– Serían aún más bellas, al no verse estropeadas por otros edificios, y con la luz pura de Cumberland a través de ellas -dijo Owein, reflexivo-. Creo que voy a extrañar Friarsgate.
– Tal vez lo asignen para escoltarme de regreso a casa -dijo Rosamund, esperanzada-. Tal vez volvamos en la primavera.
– Veo que se ha resignado a pasar el otoño y el invierno en la Corte -comentó él.
– Al parecer no tengo opción, ¿no? -dijo ella, riendo-. ¿Cuándo llegaremos a Londres?
– Iremos a Richmond primero. Sospecho que, como es el lugar preferido del rey, estará cazando allí. Si no, sabrán decirnos cuál es su paradero. Otra día viajando, Rosamund.
Pero el rey sí estaba en Richmond. Cuando se acercaban al palacio por el parque vieron su estandarte y el pendón rojo de Pendragón que flameaba desde las torres al viento de la tarde. Más allá se veía el río Támesis que resplandecía a la luz del sol.
– ¡Deténgase! ¡Por favor, deténgase! -le rogó Rosamund a su escolta. Ella frenó el caballo y se quedó mirando con los ojos muy abiertos. Al fin, después de unos minutos, dijo-: Es muy grande. Yo no puedo vivir en un lugar tan grande. ¿Cómo voy a hacer para no perderme allí adentro? -Él vio que ella estaba al borde de las lágrimas.
Owein desmontó y bajó a Rosamund de su yegua.
– Caminemos un rato juntos. Maybel, venga usted también. -Apeó a Maybel del caballo y la depositó delicadamente en el suelo.
Maybel se sacudió la pollera y se restregó el trasero.
– Ah, señor, esto es mucho mejor.
Sus compañeros rieron. Owein tomó a Rosamund de la mano y caminaron juntos, llevando los caballos y seguidos por Maybel.
– Hace casi un mes que viajamos -comenzó a decir-. Me doy cuenta de que, como nunca se había alejado mucho de su amado Friarsgate, todo lo que vio ha sido muy nuevo y, tal vez, hasta un poco atemorizador. Ciudades, abadías y ahora un palacio. Es un palacio grande, pero, en breve, podrá andar por él a su gusto.
– ¿Todas las casas del rey son tan grandes? -le preguntó Rosamund.
– Algunas lo son más aún y hay otras más pequeñas. Richmond fue construido sobre las ruinas de un palacio llamado Sheen. Se quemó la noche de Santo Tomás hace tres años. El rey y su familia estaban viviendo en él; habían venido a pasar la Navidad. Todos pudieron escapar de las llamas. Pero el rey quería tanto este lugar que hizo construir un hermoso palacio aquí. Tiene todas las comodidades modernas, y debo reconocer que es una de las residencias reales más lindas, aunque yo tengo un cariño especial por Greenwich y Windsor. Aquí tendrá una cama para usted sola, Rosamund. Cuando la reina llega a Richmond, hay camas para todas sus damas. Nunca la dejarán cuando vengan a este palacio, como suele suceder cuando viajan de una residencia a otra.
– Pero ¿qué haré aquí? No me gusta estar sin hacer nada -dijo Rosamund. Miró el gran palacio con nerviosismo. ¡Ah, Hugh!, pensó, ¿por qué me hiciste esto? ¿No podría haberme quedado en casa, con otro tipo de protección contra el tío Henry?
– Cumplirá con la tarea que le asigne la reina, Rosamund. Una reina tiene muchas necesidades. Por eso tiene tantas damas.
Rosamund guardó silencio y contempló el conjunto de edificios que había frente a ella. El palacio miraba al río hacia el sur. Ellos se acercaban a través del prado desde el norte. Richmond se extendía por el este hasta Friar's Lane; más allá se veía el convento de los Padres Observantes que había fundado el rey dos años antes. El palacio era de ladrillo, con torres en las cuatro esquinas y otras más dispuestas en diversos ángulos por toda la estructura y entre los edificios. Las puertas eran de raíz de fresno tachonadas con clavos de hierro; por las noches se cerraban con pesadas barras de hierro. Owein le dijo que la puerta de la izquierda llevaba al patio de la bodega, con sus canchas de tenis, más allá de las cuales se extendía el jardín privado. Este jardín estaba rodeado de muros de ladrillo de cuatro metros de altura y estaba lleno de árboles frutales, rosales y otros arbustos floridos. Había un zoológico de animales tallados en piedra, leones, dragones. Detrás del jardín privado había un huerto de buen tamaño que contenía un palomar y una galería que llevaba a los aposentos privados.
La puerta principal de Richmond, sobre la derecha, llevaba al gran patio. Los tres volvieron a montar sus caballos y lo atravesaron. Encima del umbral había una gran placa de piedra en la que estaban talladas las armas del rey, el Pendragón rojo de los Tudor y el galgo de la familia de York de la reina. Desmontaron y las dos mujeres siguieron a sir Owein a través del patio empedrado. Un criado de librea había aparecido como por arte de magia y llevó sus pertenencias, seguido casi a la carrera por los tres.
– Los edificios que hay alrededor de este patio son para los caballeros del rey y el guardarropa -dijo Owein cuando iban hacia otro patio por un corredor con torrecillas-. Este es el patio del medio -explicó.
Las dos mujeres quedaron boquiabiertas. En el centro del patio había una gran fuente tallada con leones, dragones, grifos y otros animales mágicos. Había rosas rojas y blancas plantadas alrededor de las fuentes, por las que corría un agua cristalina. Los arbustos, en sus ubicaciones protegidas, seguían florecidos.
– Allí vive lord Chamberlain -dijo Owein, señalando hacia su izquierda-, y está el pabellón del príncipe. Detrás de estos edificios se encuentra la capilla real. Y aquí, a la derecha, el pabellón de la reina -dijo señalando un edificio de ladrillo de dos pisos de altura.
Rosamund y Maybel siguieron a sir Owein dentro del edificio. De inmediato, apareció un criado con la librea de la reina.
– Esta es lady Rosamund de Friarsgate, en Cumbria. Es pupila del rey -dijo el caballero-. Recibí instrucciones de ir a buscarla a su casa y traerla a la casa de la reina. Soy sir Owein Meredith, al servicio del rey.
– Vengan conmigo -dijo el criado, que dio media vuelta y echó a andar sin mirar atrás.
Lo siguieron por una escalera, luego por una sala, hasta una puerta que abrió de golpe. La recámara estaba llena de mujeres de distintas edades. En una gran silla tapizada y con los pies sobre un taburete de terciopelo, había una dama de expresión dulce que, al ver a sus visitantes, les indicó que se acercaran.
– Sir Owein, ¿no es así? -preguntó, con voz muy amable.
El hombre del rey se arrodilló y besó la mano de la reina.
– Qué honor que me recuerde, Su Alteza. -A una indicación de ella, se incorporó y quedó de frente a Isabel de York.
– ¿Y quién es esa linda niña que tiene ahí? -preguntó la reina. Sus ojos azules estaban llenos de curiosidad.
– Es lady Rosamund Bolton, viuda de sir Hugh Cabot y heredera de Friarsgate, en Cumbria. Su fallecido marido la puso bajo la custodia del rey, como recordará. Se me envió a buscarla hace unos meses y se me dijo que estaría a su cargo. Acabamos de llegar, Su Alteza.
– Gracias, sir Owein. Puede decirle a mi esposo que ha regresado y que ha cumplido adecuadamente su cometido. Se alegrará de verlo de vuelta. Nadie lo desafía en el ajedrez como usted. -Sonrió y de inmediato su rostro se convirtió en un objeto de belleza. Extendió otra vez la mano al caballero.
Él se la besó y se dirigió a Rosamund.
– La dejaré ahora, milady. Tal vez volvamos a vernos. -Le hizo una inclinación y, luego de dirigirle un guiño afectuoso a Maybel, las dejó.
Rosamund quiso gritarle que no se fuera. Maybel y ella parecían haber quedado solas en el recinto entre la reina y las otras mujeres. Hasta que, de pronto, la reina posó su mirada en la muchacha y habló.
– Imagino que ha sido un viaje largo.
– Sí, señora, así es -respondió Rosamund, haciendo una reverencia.
– Y también me imagino que estarás aterrada por todo esto -dijo la reina con su voz tierna.
– Sí, señora -respondió Rosamund, al borde de las lágrimas.
– Recuerdo lo aterrador que fue para mí la primera vez que me mandaron lejos de mi hogar. Pero pronto te sentirás como en casa con nosotras, mi niña. Al menos, hablamos el mismo idioma. La viuda de mi finado hijo no habla muy bien nuestra lengua, ni ninguna que no sea la propia. Es una princesa española. Allí está, del otro lado de la sala, rodeada por esos cuervos negros que trajo de España. Pero es una buena muchacha. Ahora bien, ¿qué haremos contigo, Rosamund Bolton de Friarsgate?
– No lo sé, Su Alteza -dijo Rosamund, con voz temblorosa.
– Bien, primero debes contarme por qué tu esposo te puso a nuestro cuidado -preguntó con ternura la reina-. ¿Y quién es tu compañera?
– Es Maybel, Su Alteza. Es mi nodriza y ella me crió. Dejó a su esposo para venir conmigo. Solo después de su muerte me enteré de que Hugh, que Dios lo tenga en la gloria, me dejaba al cuidado del rey. Lo hizo para impedir que mi tío Henry me casara con su hijo de cinco años y me robara Friarsgate. El tío Henry ha ambicionado Friarsgate desde que mis padres y mi hermano murieron cuando yo tenía tres años. Me casó con su hijo mayor, pero John murió de fiebre. Después, organizó mi matrimonio con Hugh Cabot, porque yo todavía era una niña y Hugh era un anciano. Lo hizo para mantenerme a salvo para su siguiente hijo, que todavía ni había nacido. Pero Hugh era un buen hombre. Vio las intenciones de mi tío. Como esposo mío, tenía derecho a decidir mi futuro antes de morir. Me envió al rey para que me protegiera -terminó Rosamund, de prisa.
La reina rió despacito.
– Y tú desearías que no lo hubiera hecho, ¿no, mi niña? Pero nosotros te protegeremos de ese hombre, como quiso tu buen esposo. Ya encontraremos un hombre digno de ti, Rosamund Bolton. Ahora bien, ¿qué hago contigo?
– No lo sé, Su Alteza -dijo Rosamund, desolada.
– Eres demasiado grande para ir al cuarto de niños con María. Me parece que tienes más o menos la misma edad que mi hija Margarita. ¿Cuántos años tienes, Rosamund Bolton? -preguntó la reina.
– El treinta de abril cumplí trece, señora -fue la respuesta.
– Eres seis meses mayor que mi hija Margarita. Ella es la reina de los Escoceses, pues hace unos meses se comprometió con el rey Jacobo. Podría ponerte con ella un tiempo. El verano próximo se casará con el rey. Tal vez entonces cesen las guerras entre nosotros. Sí, te pondré con Margarita y con Catalina, la viuda de mi hijo. Son todas de la misma edad. Serás una compañía para ellas por el momento. Princesa Catalina -dijo la reina, haciendo una seña a la muchacha que estaba del otro lado de la habitación.
La princesa se levantó de su asiento y se dirigió deprisa adonde estaba su suegra. Hizo una profunda reverencia.
– ¿Sí [1], señora?
– Catalina, ella es lady Rosamund. Las acompañará a ti y a la reina Margarita. ¿Comprendes?
– Sí1, señora. Comprendo -respondió Catalina de Aragón, que tenía diecisiete años.
– Llévala con Margarita y explícale mis deseos -dijo la reina.
– Sí1, señora -fue la respuesta.
– Y habla en inglés, Catalina -dijo la reina, cansada-. Debes hablar inglés, hija. Serás reina de Inglaterra algún día.
– Creía que su esposo había… -Rosamund se interrumpió al ver la expresión azorada de la reina.
– Esperamos -dijo la reina por fin- que Catalina se case con nuestro segundo hijo, el nuevo heredero, el príncipe Enrique.
Una mujer puso una copa de vino en la mano de la reina y dijo:
– Vayan, muchachas. La reina está cansada por la nueva vida que pronto dará a luz. Necesita descansar.
– Sí -coincidió Isabel de York-. Puedes retirarte, Rosamund Bolton. Te doy la bienvenida a nuestra casa y espero que seas feliz con nosotros -dijo, y cerró los ojos.
– ¡Ven! -dijo alguien. Rosamund sintió que le tiraban de la falda.
Rosamund se volvió y siguió a la princesa española, que se la llevó de los aposentos de la reina. De pronto, estaban rodeadas por cuatro damas de negro que parloteaban con la princesa en su extraña lengua.
– Tu idioma me resulta difícil -dijo despacio la muchacha mayor-, pero lo hablo mejor de lo que creen. Se aprende más fingiendo ignorancia, pero no vayas a decir nada, Rosamund Bolton.
Rosamund rió y dijo:
– No, princesa, no te delataré. ¿Quiénes son las damas que te acompañan?
– Mis dueñas -fue la respuesta-. Son todas de buenas familias, pero cada una de ella se desempeña como mi criada, mi compañera y conciencia, en especial doña Elvira. No hacen el menor esfuerzo por hablar inglés y, a veces, son agotadoras. ¿Tu nodriza es igual?
– A veces, pero la verdad es que estaría perdida sin Maybel. ¿Adónde vamos?
– A los departamentos de mi cuñada. Cuando Arturo murió y me trajeron otra vez a la Corte, me pusieron aquí con ella. Qué sucederá cuando a ella la envíen a casarse con el rey de los escoceses, no lo sé, pero dudo de que tú o yo estemos en aposentos tan lujosos. Dejaremos que la joven reina decida dónde dormirás, pues hemos sido asignadas a sus aposentos. -Catalina de Aragón se detuvo ante una puerta doble, la abrió y la traspuso.
Rosamund la siguió y se encontró en un aposento exquisito con paredes con paneles de madera clara. De las ventanas colgaban pesadas cortinas de terciopelo de un azul profundo. El hogar estaba flanqueado por ángeles de mármol rosado. Un fuego de fragante madera de manzano ardía allí.
– Margarita -llamó Catalina-. He traído una nueva compañera para nosotras.
Se abrió la puerta a una habitación interna y una hermosa muchacha, de aire orgulloso, con gloriosos cabellos de un rojo dorado y una expresión de curiosidad en los ojos color zafiro, apareció.
– Ya somos demasiadas -dijo, con impertinencia.
– Ella es lady Rosamund, pupila de tu padre, el rey. La manda tu madre.
– Tu vestido está sucio y es bastante anticuado -señaló Margarita de Inglaterra al tiempo que caminaba despacio en torno a Rosamund-. Pero supongo que algo podremos hacer al respecto. ¿Qué te parece, Catalina? Convertirla en una dama a la moda nos hará pasar el tiempo mientras todos se van a cazar.
– ¡Qué descortés eres! -exclamó Rosamund, enojada-. He viajado casi un mes para llegar aquí. Y en Cumbria no tenemos ninguna necesidad de estar a la moda, entre las ovejas. Los vestidos son para abrigarse y cubrirse. ¡Ojalá estuviera en cualquier otro lado menos en este!
Margarita estalló en una carcajada.
– Ah, gracias a Dios no eres una dulce muchachita como nuestra querida Kate. A veces me aburre a morir con su bondad. Tú no me aburrirás. ¿Vienes del norte? ¿Conoces a algún escocés? Me comprometí con Jacobo Estuardo el verano pasado y ahora soy su reina. El verano próximo me casaré con el rey. Es muy viejo, pero dicen que es un amante incansable. Espero que así sea. Dormirás conmigo, lady Rosamund de Cumbria. Ahora di gracias, y te sacaremos de ese viejo vestido polvoriento lo antes posible. No podemos ir a cenar contigo con ese aspecto.
Por primera vez en su vida, Rosamund tenía amigas de su generación. Aunque Catalina de Aragón era casi cuatro años mayor que ella, Margarita de Inglaterra tenía apenas medio año menos. Catalina era tímida y reservada. Margarita era altiva, osada y decía lo que pensaba sin medir las consecuencias. Todavía no había sido coronada, por supuesto, pero su compromiso la había convertido en reina, y era absolutamente majestuosa. De todos modos, la muchacha de Cumbria se las ingeniaba para llevarse bien con las dos princesas: trataba a ambas con una mezcla de admiración y respeto. A cambio, las princesas trataban a su nueva compañera como una de ellas, educándola y guiándola a través de los vericuetos de la vida de la Corte.
Margarita Tudor, a quien los íntimos llamaban Meg, era llamativamente bondadosa pese a su orgullo y su naturaleza tempestuosa. Era mucho más sofisticada que Rosamund. Pero Rosamund tenía más conocimiento del mundo común y era más práctica. Se complementaban. La reina estaba gratamente sorprendida, porque la princesa, su segunda hija, siempre había sido una criatura obstinada, propensa a los conflictos. En compañía de Rosamund parecía estabilizarse. Su espíritu rebelde se calmó.
– Mi madre piensa que eres un ángel -dijo Meg, riendo, sentadas las dos en el jardín privado un mes después de la llegada de Rosamund-. Dice que has sido una buena influencia para mi comportamiento.
– Tú haces lo que quieres, Meg, eso no es ningún secreto -respondió Rosamund con una sonrisa-, pero, si te han sugerido seguir mi conducta, me siento honrada por ello.
– Es que tú no eres una presumida como Kate.
Kate, si no me equivoco, es producto de su educación. Los españoles son terriblemente estrictos con sus hijas. Por eso ella es como es y yo soy como soy por mi fallecido esposo.
– ¿Cómo era? ¿Era un buen amante? -preguntó Meg, curiosa.
– Yo tenía seis años cuando nos casamos, y era demasiado joven cuando él murió para haber tenido una relación física -explicó Rosamund, ruborizándose-. Hugh fue para mí más un padre que un esposo.
– Mi abuela dio a luz a mi padre cuando tenía nuestra edad. Todavía no la conociste; ya lo harás. La llaman la Venerable Margarita. Mi nombre se lo debo a ella, claro. No sé si me cae bien mi abuela. A veces me da miedo. Pero me parece que me quiere. Es muy sabia y muy poderosa. La persona más poderosa del reino después de mi padre.
– ¿Dónde vive?
– Tiene una casa en Londres, que se llama Cold Harbour, y muchas otras casas por todo el campo. Aquí, en Richmond, tiene departamentos, pero no vendrá hasta Navidad. Cuando yo era pequeña vivía en Sheen, pero un invierno el castillo se quemó. Nuestro padre reconstruyó Richmond donde había estado Sheen. Después de todo, es probable que pasemos el invierno en Londres, porque el bebé de mamá llegará en febrero.
– ¿Por qué no se quedan en un solo palacio? Viajar de un lugar a otro trae más problemas que beneficios, me parece.
Margarita asintió.
– Estoy de acuerdo contigo, pero es nuestra manera de mostrarnos al pueblo. Además, donde sea que estemos, es responsabilidad de la vecindad que nos rodea aprovisionarnos. No se puede pretender que una sola zona nos abastezca todo el año. Por eso vamos de un lugar a otro. Espera a ver Windsor.
– Pobre Maybel -respondió Rosamund con una sonrisa-. Se está recuperando de nuestro viaje desde Cumbria. ¿Y ahora vamos a viajar otra vez? Yo sé que me es fiel, si no, se iría a su casa, con su esposo. -Rosamund suspiró-. ¿Te parece que me encontrarás un marido para cuando llegue el momento de que te vayas a Escocia, el verano próximo?
– Tú eres un premio para ser dado como una pequeña recompensa alguien a quien el rey desee honrar -dijo Meg, bruscamente-. Eso es lo que somos las princesas reales y las muchachas acaudaladas. Somos confites, un botín para repartir. Yo lo sé desde que tengo conciencia de quién soy. Y eso es lo que eres tú ahora. Cierto que no provienes de una gran familia, Rosamund, pero tus tierras son extensas y, a juzgar por lo que me has dicho, fértiles. Tienes grandes rebaños de ovejas, ganado y caballos. Es una fortuna tan interesante que se puede pasar por alto tu linaje modesto. Mi padre, que es un hombre inteligente, pronto te dará a un esposo. Será un hombre en quien él confíe, que pueda serle útil a él y a la corona en la frontera con Escocia, no te quepa duda.
– Parece tan frío -comentó Rosamund.
– No es más calculador que tu tío, que busca controlarte a ti y a tus tierras casándote con su hijito -respondió Meg. Y agregó-: ¿Te besaron alguna vez? A mí no. Si te han besado, tienes que contarme cómo es.
– ¿Dices un beso apasionado, como de un amante? No, no me han besado.
– ¿Me quieres decir que sir Owein no intentó seducirte? -La princesa era incrédula-. Es muy buen mozo. ¿Te diste cuenta? ¡Claro que te diste cuenta! ¡Pero si te estás ruborizando!
– Nunca me besó, pero, sí, me pareció muy buen mozo, y me dijo que era bonita.
– Dicen que les gusta a todas las damas. Si no fuera tan pobre sería un excelente marido para cualquier mujer.
– ¿Por qué les gusta a las damas?
– Porque es muy gentil y galante. Sabe reír con una buena broma. Es muy leal, y cuenta con el favor de mi familia. Pero así como un hombre busca una mujer acaudalada, una mujer prudente también quiere a un nombre acaudalado. Pobre sir Owein. Es probable que no se case nunca.
Dejaron Richmond y se dirigieron primero a Londres, donde al rey le gustaba celebrar la víspera y el Día de Todos los Santos, y el Día os Fieles Difuntos. Fueron en barca, cruzando el río hasta el palacio de Westminster, en la ciudad de Londres. La barca del rey entró primero. Él y la reina, a la vista de las multitudes alineadas a ambas orillas del río para saludarlos, estaban vestidos con todos los atributos reales, incluidas las coronas. El príncipe Enrique iba con ellos, ya que ahora él era el heredero. La multitud lo vivaba, porque era buen mozo y atractivo, y a él, obviamente, le encantaba la adulación. Rosamund todavía no había conocido a Enrique Tudor, que era dos años menor que ella.
Los espectadores asentían, complacidos, ante la evidente preñez de la reina. Hablaban entre sí, con alivio, de la apariencia robusta del nuevo heredero. Una segunda barca, igualmente bella, que llevaba a la Venerable Margarita, seguía a la del rey. La matriarca de la familia, hermosamente ataviada, saludaba con magnificencia.
Después de la muerte del príncipe Arturo, había corrido el rumor de que la princesa Catalina estaba encinta. El rumor resultó falso. Y ahora venía ella, con Margarita y sus compañeras, en la tercera barca. Rosamund estaba sentada con ellas. Arrobada, miró la ciudad a su alrededor. Con los dedos describía nerviosos arabescos en su nueva falda de seda negra, y se preguntaba si su jubón a rayas negras sobre negro con las cuentas y los bordados en oro no era algo demasiado elegante para una campesina como ella. Pero Margarita Tudor le había asegurado que no, mientras ayudaba a su nueva amiga a vestir el traje que acababa de regalarle.
– Si vas a ser mi compañera, tienes que estar a mi altura. A mí el jubón y la pollera ya me quedan chicos, pero a ti te sentarán perfectos, Rosamund. Espero que para Navidad podamos dejar el luto por mi hermano y vestirnos con colores otra vez. Yo pienso que tanto negro nos hace parecer demacradas.
– Es altanera, pero tiene buen corazón -le dijo Maybel a su ama- ¡No puedo creer que mi niñita sea amiga de una princesa!
La pobre Catalina, con su piel aceitunada, parecía más demacrada que nunca con su luto, mientras la barca se deslizaba sobre las aguas del río. Rosamund se inclinó hacia adelante y le susurró:
– Me parece que me veo como un cuervo con tanto negro, sin falle el respeto a tu fallecido esposo.
La princesa de Aragón asintió apenas y dijo, en voz baja y en su inglés con acento:
– El negro no es un color para la juventud. -Sin embargo, Meg taba espléndida con su traje de terciopelo negro con bordados y cuentas doradas. Se la veía muy bien, pues, como Rosamund, su piel era muy blanca y sus mejillas, rosadas. Saludaba con la mano, sonriente, a los espectadores, que la vivaban. Todos sabían que pronto se casaría formalmente con el rey de los escoceses, y todo el mundo esperaba que eso significara la paz entre Inglaterra y Escocia. Las barcas comenzaron a enfilar hacia la orilla.
Rosamund casi no podía contenerse.
– Y pensar que Richmond me parecía grande -murmuró, pero Meg la oyó y rió.
– Westminster no está mal. Nos alojamos en el ala sur. Casi todo el resto de Westminster es la abadía misma y los edificios del Parlamento. Mamá prefiere el castillo de Baynard cuando venimos a Londres. Es más lindo. Claro que, estando en la ciudad, todo parece un poco cerrado. Espera a que veas Windsor.
– ¿Quiénes son esos que se reúnen en el muelle de desembarco? -preguntó Rosamund, nerviosa.
– Ah, probablemente el alcalde de la ciudad, sus concejales y varios miembros de la Corte -dijo Meg, como al pasar-. Hoy conocerás a mi abuela, Rosamund, pero no te dejes amedrentar. Ella espera buenos modales y respeto, pero no servilismo. Mi abuela odia el servilismo. No tiene paciencia con eso. Todos le tienen deferencia, hasta el rey -dijo la princesa, con admiración-. Espero llegar a ser como ella algún día.
Las princesas y Rosamund bajaron de la barca. El rey, la reina, la Venerable Margarita y el príncipe Enrique iban delante de ellas. Rosamund, como correspondía, siguió a sus compañeras, casi perdida entre sus servidoras. En una habitación pequeña, el rey abrazó a su madre, una dama majestuosa de gran porte y agudos ojos oscuros Estaba vestida de negro y llevaba los cabellos cubiertos por un tocado arquitectural con un velo blanco.
– Estás pálida, Isabel -le dijo a su nuera, a quien besó en ambas mejillas-. ¿Tus damas se ocupan de que tomes el tónico que te indiqué? El joven Enrique ahora es robusto, pero nunca se sabe. No nos vendría mal otro príncipe saludable.
– Hago lo que puedo, señora -respondió la reina, con una sonrisa-. ¿Por qué siempre se responsabiliza a la madre por el sexo de un niño? Usted, que es sabia, señora, ¿puede decirme por qué?
La madre del rey rió.
– ¿Dónde has visto, mi querida Isabel, que un hombre se haga responsable por algo tan importante? Si me apuras, diría que es la voluntad de Dios. Pero igual debes seguir orando por un príncipe, querida mía.
– ¿No soy yo suficiente príncipe, señora?
Todos los ojos se posaron en el muchacho, parado con las piernas separadas y las manos en las caderas. Tenía cabellos rojizos y brillantes ojos azules.
– Si te caes del caballo y te rompes la crisma, ¿qué haríamos, Enrique? -preguntó su abuela-. Siempre tiene que haber al menos dos príncipes, por si hay un accidente.
– Yo no sufriré ningún accidente, señora -dijo el joven Enrique Tudor-, y un día seré rey.
– ¿Qué dices, hijo, de este gallito que has engendrado? -preguntó la madre del rey, riendo-. Me parece que ha salido a mí, aunque sea un York por el aspecto.
– No es en absoluto parecido a ti -respondió el rey-, pero estoy de acuerdo en que físicamente es como los York, ¿no te parece, Bess?
– Me recuerda a mi padre, sí, pero también te veo a ti en él, milord -respondió la reina con voz queda.
La Venerable Margarita le dirigió una rápida mirada a su nuera. Bess sabía perfectamente cómo disimular y cómo manejar a su marido. Adoraba a Enrique Tudor. Por eso, su suegra le estaba agradecida.
– ¿Dónde está mi tocaya? -preguntó.
– Aquí, señora -dijo la joven Margarita Tudor, adelantándose para hacerle una reverencia a su abuela.
– Se te ve bien -dijo Margarita Beaufort-, y me alegro. Y Kate, nuestra española Kate, ven para que te vea. Ah, todas parecen unos cuervitos negros con este luto. Los jóvenes no deberían vestir de luto jamás. Bien, no se puede evitar. -Sus agudos ojos recorrieron el grupo de jóvenes mujeres que habían llegado con Margarita y Catalina-. ¿Y quién es esa niña tan hermosa? -dijo, señalando a Rosamund con un dedo delgado-. No la conozco.
– Es la nueva pupila de papá -le respondió Margarita a su abuela.
– ¿Cómo te llamas, niña? -preguntó la condesa de Richmond, escudriñando el objeto de su curiosidad.
– Soy Rosamund Bolton de Friarsgate, señora -respondió Rosamund, con una reverencia delicada. Qué figura tan majestuosa tenía la anciana. ¡Era más majestuosa que la reina!
– A juzgar por tu acento eres del norte.
– Ay, perdón -dijo Rosamund, ruborizándose. Se estaba esforzando por hablar bien.
– Tenemos muchos del norte, criatura -respondió la Venerable Margarita-. No es ninguna vergüenza. ¿Conoces a los Neville?
– No, señora. Hasta que me trajeron a la Corte, nunca me había alejado más que unos kilómetros de mi casa -respondió Rosamund, cortésmente.
– Ah. ¿Y quién te puso al cuidado de mi hijo, Rosamund Bolton? ¿Tus padres?
– No, señora, mi finado esposo. Mis padres murieron cuando yo tenía tres años. Mi esposo era sir Hugh Cabot, que Dios se apiade de su alma -respondió Rosamund, santiguándose.
– ¡Caramba! ¡Caramba! -dijo la Venerable Margarita, santiguándose también-. ¡Enrique! Sir Hugh Cabot una vez le salvó la vida a tu padre. ¿Lo sabías? Tenemos que cuidar especialmente a su viuda. ¿Y quién te trajo a la Corte, mi niña? -le preguntó a Rosamund.
– Sir Owein Meredith -dijo Rosamund.
– Ah, un hombre encantador -murmuró la condesa de Richmond, con una leve sonrisa. Luego agregó-: El jubón de mi nieta te queda muy bien, criatura. -Sus agudos ojos habían reconocido la prenda que ella le había regalado a su nieta hacía unos meses.
– Me queda chico -se apresuró a responder Margaret-. Ahora tengo el pecho más desarrollado, pero Rosamund es muy chata todavía.
Rosamund se puso colorada de furia. ¡Ella tenía pechos! Eran más pequeños que las amplias proporciones de Meg. Lo cual era muy irritante, considerando que la princesa tenía varios meses menos que ella.
– El jubón te queda bien -apuntó la condesa de Richmond con tono amable. Se dirigió a su nieta-: La reina de los escoceses tiene buen corazón, pero lengua irreflexiva. A ninguna mujer le gusta que sus atributos sean comparados, y menos desfavorablemente, en especial por otra mujer, Margarita Tudor. Espero que lo recuerdes cuando estés sola. Tengo entendido que las mujeres escocesas son extremadamente orgullosas.
– Recordaré sus palabras, señora -respondió Meg, con un ligero rubor en las mejillas, aunque miró a su abuela a los ojos.
– Es hora de aliviarte de parte de tu luto -decretó. Y a la mañana siguiente, cuando ella y Rosamund despertaron, Meg encontró sobre la cama un par de mangas de zangala de anaranjado oscuro.
– ¡Oh! -chilló Meg, recogiendo las brillantes mangas de seda-. ¡Tillie! -llamó a su doncella-. Fíjalas a mi jubón. Me las pondré para la misa. ¡Seguro que me las mandó la abuela!
– Así es, Su Alteza -respondió la doncella-, y dejó un par muy bonito para lady Rosamund. ¿Se las doy a su Maybel?
– ¡Sí! -fue la respuesta inmediata. Entonces Meg se volvió a Rosamund-. ¡Si la abuela dice que dejamos el luto por Arturo, así será. Mamá y Catalina no, por supuesto, pero me alegro de que nosotras ya hayamos terminado con todo este negro.
– Igual sigue siendo todo negro -le recordó Rosamund, muy práctica-. Los jubones, las polleras y los tocados.
– Pero las mangas nos diferenciarán de las demás -dijo Meg, traviesa- Los caballeros nos verán a nosotras y no a las demás.
– Pero tú ya estás casi casada -replicó Rosamund, confundida.
– Pero no estoy casada oficialmente. Además, el rey de los escoceses tenía una amante, Maggie Drummond, a la que, según me dijeron, él quería mucho. La envenenaron hace poco, a ella y a sus dos hermanas. Murieron las tres. Se dice que el rey Jacobo no soportaba separarse de ella. Alguien de su entorno, aunque no se sabe quién, tomó el asunto entre manos. Mi matrimonio es muy importante tanto para Inglaterra, como para Escocia. Mi padre no me habría enviado al norte si no se hubiera solucionado el asunto con esa mujer Drummond.
– ¿Y entonces para qué quieres que te miren otros hombres? -preguntó Rosamund.
– Porque es divertido -dijo Meg, riendo, y luego, con una sonrisa picara, agregó-: Tal vez veamos a sir Owein en la misa. Seguramente te notará si te pones tus hermosas mangas de zangala blanca.
– ¿Y por qué debe importarme que me vea o no? -dijo Rosamund, riendo. Se bajó de la cama y fue descalza a lavarse la cara y las manos en una palangana de plata que le habían puesto. La de su compañera era de oro.
– Porque tarde o temprano te darán un esposo. Sería mejor que te dieran uno que fuera a vivir a Friarsgate y no uno que tenga tierras propias. Además, tu finca está en la frontera y, si bien no creo que los escoceses invadan Inglaterra una vez que yo sea oficialmente su reina, no estaría de más que mi padre tuviera a un hombre como sir Owein en la frontera. Sabe que su caballero es leal y fiel. Los señores del norte se agitan con el viento. A menudo pueden ser indolentes y desleales.
– Pero son ingleses.
Margarita Tudor bajó de la cama y caminó por la habitación hasta donde estaba su nueva amiga. Estiró el brazo y le dio una palmadita a Rosamund en la mejilla.
– Eres tan inocente. Ruego que tu sencilla honestidad nunca sea puesta a prueba, Rosamund Bolton.
No vieron a sir Owein en misa, pero varios días después, cuando se habían instalado en Windsor, él fue a los departamentos de la reina a preguntar, cortésmente, por Rosamund. Sentadas cerca de Isabel de York, cosiendo trajes para el futuro bebé, lo vieron entrar y oyeron sus palabras. Meg le dio un codazo a Rosamund, que se había ruborizado violentamente cuando la suave voz de la reina la llamó para decirle que dejara la labor y se acercara.
– Rosamund Bolton, aquí está sir Owein Meredith, que ha venido a presentarte sus respetos.
Rosamund hizo una reverencia a la reina, pero no supo qué decir.
– ¿Se encuentra bien, señora? ¿Y cómo está la buena de Maybel? -preguntó él, cortés.
– Sí, señor, muchas gracias por su preocupación -respondió Rosamund, que por fin había encontrado la voz. Con valentía, le mantuvo la mirada de sus ojos verdes, y él sonrió, lo que, para sorpresa de Rosamund, le hizo latir el corazón con mucha fuerza.
– ¿Y todavía extraña Friarsgate, o los atractivos de la Corte ya la han hechizado?
– La Corte es muy grandiosa, señor, y todos han sido muy buenos conmigo, pero sí, extraño mi casa.
– Tal vez volvamos a encontrarnos -dijo sir Owein, dando por terminada la conversación. Entonces, se volvió a la reina-: Gracias, Su Alteza, por permitirme hablar con lady Rosamund. ¿Qué respuesta debo llevar a nuestro señor?
– Dígale al rey que comeré en mis habitaciones esta noche. Seguro que es varón el niño que llevo en las entrañas, porque la carga es muy pesada esta vez. Dígale a mi esposo el rey que le agradezco y lo recibiré con agrado en mis aposentos, si desea venir.
Sir Owein se inclinó y salió del aposento.
– Le gustas -dijo Meg, riendo.
– Solo fue amable -respondió Rosamund.
– ¡Le gustas! -repitió la princesa, con un destello perspicaz en los ojos azules.
– ¿De qué serviría? -susurró Catalina de Aragón-. Le elegirán a quien quieran cuando llegue el momento de casarla. Mejor que no se fije en un hombre, pues seguramente le escogerán otro.
– Rosamund no es tan importante como nosotras, Kate -dijo Meg.
– Ahí es donde te equivocas -respondió la princesa española-. Las tierras de Rosamund están en una ubicación estratégica. El hombre que le elijan seguramente será el que mejor pueda defender esa porción de Inglaterra. Además, Rosamund tiene riquezas en ovejas y ganado. Su persona, con las tierras y los bienes, no será entregada a la ligera, ni a un caballero sin importancia y sin conexiones. Te equivocas al alentar a Rosamund a que mire a sir Owein. Si su corazón se compromete con él, qué tormento para ella, y qué desgracia para el hombre que finalmente le escojan por esposo.
– No puedo evitar ser romántica -respondió Margarita Tudor.
– Te estás casando con el rey de los escoceses para mantener la paz entre las dos tierras -dijo Kate-. No hay nada en el matrimonio más que el deber, y tú tendrías que saberlo mejor que nadie.
– Primero el casamiento y después el amor, dice mi abuela -sentenció Meg, con vivacidad-. ¡Yo haré que Jacobo Estuardo se enamore de mí! ¡Espera y verás, Kate!
– Por tu bien, espero que sí -dijo la princesa de Aragón.
– ¿Tú amabas a mi hermano Arturo?
– Tenía encanto, y era muy inteligente, pero todavía era joven, Meg. No sé si no habría sido mejor sacerdote que esposo, pero ahora jamás lo sabremos. El pobre Arturo yace en su tumba. -Piadosamente, se persignó.
– Dicen que mi padre quiere casarte con mi hermano Enrique murmuró Meg-. Enrique mira a las mujeres bonitas como un gato a los pinzones. Papá quería que él fuera sacerdote, pero Enrique nunca sirvió para eso. Y, aunque ya mide más de uno ochenta, creo que es demasiado joven para acostarse con una mujer, aunque no me extrañaría que ya haya comenzado a intentarlo.
– ¡Meg! -exclamó Kate, ruborizándose.
– Es muy atrevido y muy orgulloso -dijo Rosamund-, pero también es muy buen mozo, creo.
– ¡Por favor! -dijo Meg, bajito, para que no la oyera su madre- Ni se te ocurra decirle a Hal que es buen mozo. Ya es bastante gallito Rosamund. ¡Y su arrogancia no tiene límites! ¡Ah, si hubieras crecido con él! ¡Loado sea Dios que ya no compartimos el cuarto de los niños! y ahora María también está a salvo de él, porque papá lo mantiene cerca de él.
– ¿Por qué? -preguntó Rosamund.
– Porque ahora Enrique tiene que aprender a ser rey -intervino Kate.
– No, papá no le enseñará a ser rey -replicó Meg-. Lo mantiene cerca porque tiene miedo de que se muera, y entonces papá no tendría ningún hijo varón para sucederlo. Papá no ama a Enrique. Adoraba a Arturo y depositó todo el amor que tenía en nuestro hermano mayor. Ese amor murió con Arturo. Creo que papá casi odia a Enrique por seguir vivo y ser tan saludable cuando Arturo está muerto y nunca fue muy fuerte.
– Eres muy dura para juzgar a tu padre -rezongó Kate-. Es un hombre bueno y devoto; siempre ha sido muy bueno conmigo.
– Tú no te criaste con él -retrucó Meg-. Sí, puede ser bueno, y seguro que ama a nuestra madre, pero también puede ser muy cruel. Espero que nunca veas ese aspecto suyo, Kate. Recuerda que tu padre todavía no pagó toda tu dote. Por el momento, mi padre considera que la alianza que hizo con tus padres para tu matrimonio sigue viable. Piensa casarte con Enrique cuando mi hermano sea mayor. Pero si tu padre no envía el dinero que debe, mi padre te hará a un lado y se volcará a Francia en busca de una esposa para mi hermano.
– Entonces me iré a casa -dijo Kate, pragmática.
– Mi padre jamás te permitirá irte hasta que no esté absolutamente seguro de que no le serás de ninguna utilidad. Además, mi padre es famoso por su tacañería. Jamás devolvería la parte de tu dote que ya han enviado. Creo que espera el resto para pagar mi dote al rey Jacobo, así no tendrá que recurrir a sus fondos personales -rió.
Se quedaron en Windsor, ese gran edificio de piedra, casi un mes. El rey y la Corte salían todos los días a cazar, pero Rosamund se quedaba junto a la reina casi todo el tiempo. Isabel quedó encantada cuando supo que la joven pupila real sabía leer. De modo que Rosamund le leía un Libro de las Horas con pequeños poemas y plegarias escritas en latín. Maybel pasaba el tiempo convirtiendo los pocos trajes de su ama en prendas más a la moda, con la ayuda de Tillie, que, como había pasado toda su vida en la casa real, sabía mucho de la etiqueta del vestido para la Corte y siempre estaba al tanto de las modas.
Dejaron Windsor a principios de diciembre para regresar a Richmond, donde pasarían Navidad, que, como todo el mundo sabía, era la fiesta preferida de los reyes. Los Doce Días de Navidad comenzaban la víspera de la misa de Navidad. Las costumbres eran muy similares a las de Friarsgate, salvo que a escala mucho mayor. El número doce cumplía una función muy importante. Había doce de todo. En la gran sala se colocaron doce grandes candelabros de pie de hierro recubiertos de oro, con doce gráciles brazos, cada uno de los cuales tenía doce velas de cera de abejas. Se habían colocado estratégicamente en todo el recinto doce urnas de mármol enormes, cada una con doce ramilletes de acebo verde, cada ramillete con doce varitas de planta, atadas con cintas de plata y oro y llenas de pequeños frutos rojos. Los cuatro grandes hogares tenían leños de Navidad de grandes dimensiones.
En la sala del rey se había trazado una línea verde conocida como el umbral de Navidad. Meg explicó que la fiesta no comenzaría hasta que el pájaro de la suerte no traspusiera el umbral, entrara en la sala y se pusiera a bailar. Esperaron, casi enfermos del entusiasmo. La Venerable Margarita le había dicho a su hijo y a su esposa, en su tono firme, pero calmo, que si querían seguir de duelo por su hijo Arturo, la decisión era de ellos, pero que era Navidad, y que ella quería que los jóvenes se divirtieran. En especial porque su preferida, Margarita, no estaría con ellos otra Navidad.
De modo que la princesa se vistió con un elegante traje de terciopelo azul y tela de oro. Llevaba suelto su hermoso cabello, sólo sostenido por una redecilla de oro y perlas. Kate había optado por vestir un fino terciopelo púrpura adornado con marta y llevaba sus espesos cabellos castaños en una trenza modesta bajo un delgado velo de oro Aunque ataviada con menos riqueza, Rosamund se sentía muy espléndida con su falda de terciopelo negro, el jubón de seda negra con bordado de oro que le había regalado Meg y sus nuevas mangas de zangala blanca. Llevaba el cabello trenzado y, al igual que Meg, tenía una redecilla de malla de oro y pequeñas perlas de agua dulce que le había regalado la reina.
De pronto, resonaron las trompetas de la galería de los juglares y un caballero alto entró de un salto en la sala. Estaba íntegramente vestido de verde y en todo el traje tenía cosidas campanitas de oro y plata que tintineaban con su danza. Traía una máscara maravillosa de plumas de oropel y azul que le cubría la nariz y los ojos. Entró bailando hasta la mesa principal, donde estaban sentados los reyes, las princesas, la condesa de Richmond y el arzobispo de Canterbury. Se tocó la punta del sombrero en dirección al rey, luego giró y se puso a dar cabriolas por toda la sala, danzando un poquito aquí, un poquito allá, mientras sonaban caramillos, flautas y los timbales, un tambor doble. El público arrojaba monedas al sombrero del pájaro de la suerte y este seguía bailando.
Rosamund sacó un penique del bolsillo. Cuando el bailarín llegó a su mesa, ella se estiró para dejar caer el penique en el sombrero del pájaro. La moneda acababa de desprenderse de sus dedos cuando los dedos del hombre se cerraron sobre su mano: la levantó de la silla y le estampó un fugaz beso en los labios antes de irse bailando, acompañado por la carcajada de todos los presentes. Con las mejillas inflamadas de la vergüenza y la timidez, Rosamund volvió a sentarse enseguida. Se preguntó si Meg y Kate habían visto el ultrajante comportamiento del bailarín.
– No se preocupe, Rosamund -le dijo una voz conocida y sir Owein Meredith se sentó junto a ella en el banco-. A veces, el pájaro de la suerte besa a alguna dama. Todo es parte de la diversión. Ah, veo que le dejó una de sus plumas. Es un honor que, por lo general, se reserva para las señoras de la mesa principal. Vamos, muchacha, guárdela en el corpiño. ¿Le molesta que me siente con usted? -Le sonrió.
– No, me gusta. Estoy tan acostumbrada a estar con Meg y Kate que casi no conozco a nadie más. Obviamente, no me invitan a la mesa principal.
– No -le respondió él. Y agregó-: ¡Ah, mire! El pájaro está por terminar su danza. Va otra vez a la mesa principal para importunar al rey, a pedirle una limosna. Las monedas que reciba son para los pobres.
El resplandeciente bailarín hizo ágiles cabriolas ante la familia real. Con un floreo se tocó el sombrero, primero, en dirección a la Venerable Margarita y simuló asombro cuando ella donó monedas de oro. Luego, hacia la reina, a quien le dio las gracias con mucho donaire, y después, ante cada princesa. Al rey lo guardó para el final. Con alegres volteretas hizo una reverencia ante Enrique VII y, con un floreo, le ofreció el sombrero emplumado y encintado. La delgada mano del rey pasó sobre el sombrero. El pájaro de la suerte ladeó la cabeza y luego la sacudió, desilusionado. Agitó violentamente el sombrero debajo de la larga nariz del rey. Una sonora carcajada atronó el recinto. Con un burlón suspiro de resignación, el rey metió la mano entre sus vestidos y sacó una bolsa de terciopelo. A desgano, la abrió y extrajo dos monedas más. Hubo más risas, pues se sabía que el rey no soltaba sus monedas con facilidad. La Venerable Margarita se estiró y le dio un pequeño golpe al rey, que, con otro audible suspiro, vació toda la bolsa de terciopelo en el sombrero del pájaro, que cacareó, triunfante. La muchedumbre en la sala rugía, en aprobación de las acciones del rey. Enrique VII los honró con una de sus escasas sonrisas. El bailarín brincó con elegancia y se paró ante el arzobispo de Canterbury, para presentarle al sacerdote el sombrero Heno de limosnas. El pájaro hizo una reverencia. Y, entonces, se arrancó la máscara, revelando al joven príncipe Enrique. Su aparición fue recibida con aplausos. Se inclinó ante su público una última vez y tomó su lugar en la mesa principal, con su familia.
– ¡Válgame Dios! -dijo Rosamund, al darse cuenta de quién la había besado.
– De modo que ahora -dijo sir Owein, bromeando-, puede volver a casa y contar que el próximo rey de Inglaterra la ha besado.
– Es tan corpulento que me había olvidado de que era un niño -dijo Rosamund.
– Su abuelo de York, a quien se asemeja, también era un hombre grande -le dijo el caballero.
– ¿Y su abuelo de York también era tan osado?
Owein Meredith rió.
– Sí. ¿Me permite que le diga que luce muy bonita esta noche, milady Rosamund?
– El corpiño me lo regaló Meg y la condesa de Richmond me obsequió las mangas de zangala. Maybel me reformó la falda para ponerla a la moda. Tillie, la doncella de Meg, le enseñó.
– Eso quiere decir que ahora está mejor. Me alegro, Rosamund. Sé cuánto extraña Friarsgate.
– Espero que cuando la reina de los escoceses vaya al norte, en el verano, se me permita ir a mi casa. Sí, la extraño -admitió Rosamund-. La Corte es muy interesante, pero no me gusta estar todo el tiempo mudándome de un lado al otro. Yo soy muy casera, y no me avergüenza decirlo. Además, aparte de las princesas, no tengo amigos. Las otras muchachas de mi edad se creen demasiado encumbradas y poderosas para darse conmigo. Envidian mi amistad con Meg. Y Kate no está mucho mejor que yo, creo.
– Entonces, también cultive y conserve su amistad, Rosamund. Así, cuando la hija del rey se vaya, tal vez no se sienta sola. Además, es muy probable que algún día Catalina de Aragón sea la reina de Inglaterra. No está de más tenerla como amiga.
– Es buen consejo el que me da, señor. ¿Y usted seguirá siendo mi amigo? Me gustaría creer que lo será para siempre.
– A mí me gustaría -le respondió Owein y la mirada que le dirigió la conmovió-, pero algún día tendrá un esposo otra vez. Tal vez un esposo no apruebe nuestra amistad. Debe estar preparada para esa posibilidad.
– Nunca me casaré con un hombre que no acepte a mis amigos-replicó ella-. Hugh me enseñó que debo pensar por mí misma y decidir lo que es más conveniente para mí y para Friarsgate.
– No sé si está bien que le haya enseñado eso -dijo Owein, con pena-. La mayoría de los hombres no son tan modernos como su difunto esposo. Piense en su tío Henry, Rosamund. Casi todos los hombres son como él.
– Entonces, no volveré a casarme -respondió ella, con firmeza.
Él tuvo ganas de reír. Pero se dio cuenta de que ella hablaba muy en serio.
– Seguro que podrá persuadir a cualquier marido de que piense así -dijo. Ella era tan joven e inocente. Él se preguntó qué le sucedería a Rosamund en la Corte cuando su protectora, la hija del rey, partiera hacia Escocia. La muchacha, por cierto, no sería incluida en su comitiva de damas. No era ni tan importante ni de tan buen linaje. No tenía conexiones familiares de importancia. Era una más de las pupilas reales, aunque había tenido la fortuna de que la joven Margarita Tudor se interesara en ella. Owein Meredith no sabía por qué le importaba lo que le sucediera, pero así era. Por cierto, no estaba comenzando a albergar sentimientos hacia ella. No tenía derecho a sentimientos así… pero se dio cuenta de que sí le importaba Rosamund.
No volvió a verla hasta la Epifanía, el último de los Doce Días de Navidad. La jornada comenzó con la elección de la reina de la Habichuela. Se trajeron a la sala tortas mellizas: una para los hombres y otra para las mujeres. Todos recibieron una porción de su torta correspondiente para dar con la habichuela esquiva. Para gran sorpresa de Rosamund, ella encontró la habichuela en la torta de las mujeres. Al Principio, tuvo miedo de decirlo, entre tantas mujeres importantes, pero, que se dio cuenta de la buena fortuna de su amiga, exclamó, para la oyeran todos:
– ¡Lady Rosamund Bolton encontró la habichuela! Ahora veamos, ¿quién será su rey?
– Yo soy su rey -exclamó el joven Enrique Tudor, con una sonrisa de oreja a oreja-. ¡Yo soy el rey de la Habichuela! ¡Tráiganme a mi reina!
Llevaron a Rosamund a la mesa principal y la sentaron junto al príncipe Enrique. Le pusieron una corona de papel dorado decorada con joyas de pasta en la cabeza. Colocaron una corona parecida en la cabeza del príncipe.
– ¡Que todos saluden al rey y la reina de la Habichuela! -gritaron con entusiasmo los presentes en la Gran Sala del Palacio de Richmond. -Gracias al cielo que mi reina es una muchacha bonita -dijo el príncipe. Los servidores comenzaron a llevar a la sala la comida de la mañana-. Cuando encontré la habichuela me dio miedo de quedar atrapado con una vieja fea. Por eso no admití mi buena fortuna enseguida.
– Si hubiera sido una vieja fea -dijo Rosamund, atrevidamente-, ¿habrías vuelto a poner la habichuela entre las migajas, milord?
– Sí -admitió él, con una sonrisa traviesa-. ¿Y quién eres tú, señora? Sé que te he visto antes. -Tomó el copón enjoyado y bebió un sorbo grande de espeso vino dulce.
– Yo soy Rosamund Bolton, Su Alteza, el ama de Friarsgate. Mi difunto esposo, sir Hugh Cabot, me puso pupila con tu padre cuando falleció tempranamente la primavera pasada. Hace poco que estoy en la Corte.
– ¿Eres amiga de mi hermana Margarita?
– Tengo el gran privilegio de haber sido favorecida por la reina de los escoceses -respondió Rosamund, con modestia, dándose cuenta, al ver que las palabras le venían con facilidad a los labios, que estaba aprendiendo, de verdad, a comportarse en la Corte. Se lo contaría a sir Owein cuando lo viera.
– ¿Cuántos años tienes? -preguntó el príncipe.
– Soy unos meses mayor que tu hermana, la reina de los escoceses.
– ¿Eres viuda?
– Sí, Su Alteza.
Él la miró, evaluándola.
– ¿Eres virgen? -le preguntó, con osadía.
Rosamund se ruborizó hasta la raíz del cabello.
– ¡Por supuesto! -dijo, impresionada por la pregunta-. Mi esposo era un hombre anciano, y nos casamos cuando yo tenía seis años. Él fue como un padre para mí.
El joven Enrique Tudor estiró la mano y acarició la ardiente mejilla de Rosamund, lo que aumentó la vergüenza de ella. Sin embargo, ella no podía darle una bofetada por su insolencia, al menos, no en público.
– Te he hecho avergonzar -dijo Enrique Tudor, pero no parecía arrepentido en lo más mínimo-. Un día seré rey, señora. Rey de verdad, no un tonto de Epifanía. Si no hago preguntas, no aprenderé. -Le sonrió de manera seductora-. Tu mejilla es muy suave, además de muy cálida. -Sus dedos le acariciaron el rostro, y con la otra mano le ofreció de su copa-. Bebe un sorbo de vino, que tu corazón dejará de galopar. Veo tu pulso agitado en la base de tu garganta, Rosamund Bolton, señora de Friarsgate.
Rosamund bebió un sorbo de vino. Y entonces, con coraje, retiró la mano de él de su mejilla.
– Eres demasiado atrevido, milord. Soy nueva en la Corte, y mi educación no incluyó las sutilezas del comportamiento cortesano, pero estoy segura de que tu comportamiento es muy osado.
– Pero soy tu rey -dijo Enrique Tudor.
– Y yo, como tu reina, merezco tu respeto -le respondió Rosamund, rápidamente.
Él rió.
– Te besé el primer día de Navidad -admitió él-. Creo que antes de que termine este último día de Navidad volveré a besarte, señora de Friarsgate. Tus labios me parecieron dulces, como suelen ser los labios aun sin probar.
– ¿Tienes dos años menos que yo y hablas tanto de besos y de su conocimiento sobre labios sin probar? -bromeó ella, sonriendo.
– ¡Sí! -dijo, con entusiasmo, el joven Enrique Tudor-. No tengo muchos años, señora, pero mírame. Ya soy más alto que la mayoría de los hombres, y comienzo a darme cuenta de que tengo también el apetito de un hombre.
– Entonces, señor, come esos huevos, porque tienes que seguir creciendo -le dijo ella, riendo, pues no pudo controlarse. El príncipe en verdad era muy pícaro-. Nuestros huevos han sido cocidos en una deliciosa salsa de crema y vino marsala. ¡Nunca comí nada tan apetitoso!
– Tal vez seas mayor que yo -dijo él con una sonrisa mientras se servía del plato que tenía ante sí, colmado de huevos-, y puede que seas nueva en la Corte de mi padre, pero creo, mi señora de Friarsgate, que aprendes fácilmente y que te irá bien aquí. -Se puso a comer.
– Lo único que quiero es regresar a mi casa -admitió Rosamund-. La Corte es magnífica, pero extraño mi hogar.
– Yo tengo muchos hogares -dijo él, separando un pedazo de la hogaza de pan que tenía frente a sí. Lo untó con abundante manteca y se lo comió.
– Lo sé -respondió ella-. Yo ya estuve en Richmond, en Westminster y en Windsor. Son hermosos y muy magníficos.
– También vivimos en Baynard, en Londres. Mi madre lo prefiere a Westminster, que nos queda un poco chico; y tenemos departamentos en la Torre, otro castillo en Eltham y otro en Greenwich -alardeó el príncipe mientras comía una segunda porción de huevos y dos fetas gruesas de jamón rosado. Golpeó la copa contra la mesa para pedir más vino. Se lo sirvieron de inmediato, y él bebió, sediento.
– A mí una casa me es más que suficiente. Eso de mudarse todo el tiempo es agotador, señor.
– ¿Sabes por qué lo hacemos?
– Por supuesto. Me lo explicó tu hermana, pero eso no significa que tenga que gustarme. Espero que tu padre me mande a casa cuando envíe a tu hermana con su esposo en Escocia.
– ¿Qué tienes en Friarsgate que no tengas aquí? -preguntó el príncipe mientras se metía en la boca joven y voraz varios confites, uno tras otro.
– Ovejas -le dijo Rosamund, con gracia-. Me presentan muchas menos dificultades que tratar de recordar todos los motivos y formalidades de la etiqueta de la Corte, señor príncipe.
– ¡Ja, ja, ja, ja! -rió el heredero de Inglaterra-. Eres una muchacha muy divertida, mi señora de Friarsgate. ¿Hablas francés?
– Muy mal, pero oui, monseigneur -le respondió ella.
– ¿Latín?
– Ave Marta, gratia plena -repitió Rosamund, como un loro.
Él volvió a reír.
– No te preguntaré por el griego -dijo, con una gran sonrisa.
– Es una fortuna, mi señor rey de la Habichuela, porque no tengo ningún conocimiento de una lengua semejante. Es una lengua, ¿no? -Los ojos ámbar destellaban con vivacidad.
– Así es.
– Toco el laúd y canto bastante bien. O, al menos, eso dicen. Sé llevar las cuentas y, algún día, con el permiso de Su Alteza, le hablaré de lana, un tema que domino.
– Sabes cosas que jamás me habría imaginado -comentó el príncipe-, y tienes mucha educación, aunque de una naturaleza más tradicional, lo que, combinado con tu rápida inteligencia, hace de ti una compañía encantadora y divertida, mi señora de Friarsgate. ¿Bailas?
– No tan bien como la reina de los escoceses.
– Ah, sí, Meg baila muy bien, pero yo bailo mejor -alardeó.
– Ella lo ha admitido, Su Alteza -lo halagó Rosamund, con una sonrisa.
– Esta noche bailaremos -le prometió él-. ¡Ah, mira! Ahí vienen unos mimos, para entretenernos. -Le tomó la mano, se la llevó a los labios y se la besó. Su brillante mirada azul se fijó en los ojos asombrados de ella-. Soy cien años más viejo que tú, mi encantadora señora de Friarsgate. Creo que llegaremos a ser muy buenos amigos. -Y entonces, sin soltarle la mano, se volvió para observar a los mimos, que habían comenzado a bailar.
El corazón de ella latía con prisa. Deliberadamente, este muchacho le había conmocionado los sentidos, pensó Rosamund. Aunque jamás lo dejaría entrever, estaba bastante asustada. No tenía experiencia en tales asuntos, pero sentía que este príncipe temerario estaba planeando seducirla. ¿Cómo se rechaza al futuro rey de Inglaterra? Debía buscar a sir Owein y pedirle consejo. Él sabría cómo asesorarla en tan delicada cuestión.
No volvió a ver al príncipe después de las festividades de Epifanía, en las que habían gobernado como rey y reina. Según lo prometido, él había vuelto a besarla, pero había sido un beso casto. Bailaron aquella noche y, según Meg, ella había salido bien parada. Después de dejar Richmond, la casa de la reina se había instalado en los departamentos reales de la Torre a esperar el nacimiento del anhelado príncipe. Los departamentos de la Torre eran un lugar cálido y cómodo, casi como su casa, pensaba Rosamund, con la vista en el río Támesis. La vida se organizó en una monotonía familiar de lecciones de francés y etiqueta. Observaban horarios regulares y comían dos veces por día. A la reina le gustaba la música y, cuando se enteraron de que Rosamund cantaba bien, en las semanas siguientes comenzaron a llamarla seguido. A la reina la calmaban sus sencillas melodías campestres.
La reina entró en trabajo de parto al despuntar la mañana del 2 de febrero. Llamaron al rey y hubo muchas idas y venidas de mucamas y médicos. Llegó la partera real, y la Venerable Margarita, que comenzó a discutir con su hijo sobre el nombre que le pondrían al príncipe esperado.
– Hemos tenido un Arturo y un Edmundo, y tenemos un Enrique -dijo la condesa de Richmond.
– Se llamará como mi tío de Pembroke -respondió el rey.
– ¡Pamplinas! -fue la rápida respuesta-. No podemos tener un Príncipe llamado Jasper. No es un nombre muy inglés. ¿Quieres recordarle a Inglaterra que tu sangre es más galesa? ¿Y Juan?
– Es un nombre de mala suerte, madre.
– ¡Eduardo! Tú y Bess descienden de Eduardo III y Juan no es de mala fortuna. Mi padre era Juan. Aunque Ricardo es otra historia dijo la condesa de Richmond, frunciendo el entrecejo.
– Así es -concedió el rey-. Ricardo no sería apropiado, en especial dada la actitud de nuestra familia respecto del rey anterior. Lo con vertimos en el villano de la desaparición de los dos hermanos menores de Bess, aunque yo nunca creí que él tuviera la culpa de eso. Probablemente fuera algún adulador que quiso asegurar la posición de Ricardo y ganarse sus favores. No conocería bien a Ricardo de York para hacer lo que hizo. Claro que, cuando Ricardo se enteró de lo sucedido nadie iba a admitirlo, ¿no? Pobre hombre, casi me da lástima, porque sé, por Bess, que él quería a sus sobrinos.
– Eso no le impidió intentar quitarte tu legítimo derecho al trono de Inglaterra -replicó la condesa de Richmond.
Enrique VII, con una de sus sonrisas escasas y heladas, dijo:
– No. Es cierto, madre. Yo nací para ser rey de Inglaterra. ¿No me lo dijiste siempre?
– Sí -rió ella.
– Su Majestad -una criada había venido corriendo desde la habitación de la reina-, ¡mi señora ha dado a luz!
El rey y la condesa de Richmond fueron de prisa hacia la reina. Isabel yacía pálida y frágil con un montoncito muy envuelto contenido en un brazo. Les dirigió una sonrisa débil.
– ¿Eduardo? -dijo, esperanzada, la condesa de Richmond.
– Catalina -respondió suavemente la reina.
El rey asintió.
– ¡Gracias a Dios tenemos un heredero fuerte y saludable! y otra hija nos unirá a otra casa real. Bess, querida, Enrique tendrá España; Margarita, Escocia; María, bueno, aún no he decidido nada sobre ella. Tal vez Francia. Tal vez el Santo Imperio Romano, y lo que ella no posea lo tendrá esta bonita princesita, ¿eh? -El rey se inclinó y le dio un beso en la frente a su esposa.
La condesa de Richmond no dijo nada. No le gustaba nada e aspecto de su nuera. Bess no era joven y, evidentemente, este había sido un parto difícil para ella. No habría más hijos de esta reina, pensó Margarita Beaufort.
Trajeron al príncipe Enrique y a sus dos hermanas a ver a su nueva hermanita
– ¿A quién se parece? -le preguntó Rosamund a Meg.
– A todos los hijos de mamá. Pálida con cabello de un rubio rojizo ojos claros -respondió la joven reina de los escoceses-. Y es muy nadita. No creo que viva mucho. Qué pena que mamá haya tenido que pasar por todo eso por una niña débil.
– Yo tendré sólo hijos varones -alardeó el príncipe Enrique.
– Tú tendrás lo que Dios disponga, Hal -dijo Meg.
A la princesa María la devolvieron a Eltham, a su cuarto infantil, con su nueva hermana. El príncipe permaneció con su padre, pero Meg y Rosamund se quedaron en la Torre con la reina y sus damas. La Venerable Margarita había ido a su casa de Londres, en Cold Harbour. La reina no se recuperaba del parto. Había mucho silencio en la Torre. Y entonces, en la mañana del 11 de febrero, el día en que cumplía treinta y siete años, Isabel de York murió súbitamente, apenas con el tiempo necesario para que un sacerdote fuera a escuchar su confesión.
El rey quedó destrozado. Lloró abiertamente por segunda vez en el último año. La primera había sido cuando le comunicaron que había muerto su heredero, el príncipe Arturo. La Corte estaba conmocionada. No había sido un embarazo difícil, y el nacimiento fue relativamente rápido. La reina había sido siempre sana y de una fortaleza confiable. Pero, ahora, había muerto de una fiebre puerperal como cualquier mujer del pueblo. Era difícil de creer. Isabel de York había sido muy querida. La Corte la extrañaría.
La madre del rey se hizo cargo enseguida, y llevó a Meg y a Rosamund a su casa. Si bien había que planear el funeral, se decidió en ese instante que la boda formal de la princesa con el rey de los escoceses se realizaría en agosto, como estaba previsto. En cuanto a Rosamund, aunque el rey seguía siendo su tutor, la Venerable Margarita se hizo cargo de ella, "por la dulce Bess". Luego de decidir esto, se abocó a los preparativos para el funeral, pues el rey estaba demasiado postrado en su dolor, casi no salía de sus aposentos.
Había que tallar una efigie funeraria: mostraría a la reina ataviada con sus mejores ropas y pieles, con una sonrisa. La Corte y el país llorarían ante una réplica exacta de Isabel de York en su mejor aspecto Conservaría para siempre un buen recuerdo para todos. La efigie se colocaría sobre el féretro de la reina, que sería enterrada en la abadía de Westminster, en una tumba que algún día contendría los restos mortales de su esposo. Convocaron al famoso escultor Torrigiano para tomar una máscara mortuoria de la reina y hacer un monumento de bronce que se colocaría sobre la tumba. El escultor, que vivía en Londres, había sido patrocinado por el rey durante varios años.
El día del funeral amaneció gris y frío. La ciudad estaba prácticamente envuelta en una niebla espesa y húmeda. La procesión partió de la Torre de Londres, donde Isabel de York había exhalado su último suspiro, y recorrió las calles de la ciudad mortecina para que el pueblo pudiera ver por última vez a su buena reina. Más de cincuenta tambores, con los instrumentos amortiguados para dar la solemnidad apropiada a la trágica ocasión, guiaban a los deudos. Los seguía un inmenso número de alabarderos del rey, detrás de quienes iba la carroza fúnebre, envuelta en seda y terciopelo negro, la efigie en su colorido ropaje sobre la cima en una visión asombrosa. La carroza era tirada por ocho caballos negros como el carbón, adornados con arreos de seda negra y plumas negras.
Treinta y siete jóvenes vírgenes seguían la carroza funeraria, una por cada año de vida de la reina, enteramente vestidas con trajes de terciopelo blanco, y portaban altos velones de cera de abeja, que oscilaban fantasmales bajo la brisa helada. Rosamund era una de ellas, honor que le había conferido la madre del rey. Pero las vírgenes no llevaban capa, y Rosamund temblaba de frío, como todas sus compañeras. Las babuchas de cabritilla blanca que calzaban no las protegían del frío ni de la humedad. Rosamund pensó que sería un milagro si no terminaban todas haciéndole compañía a la reina, muertas de fiebre.
Entraron en la gran abadía, donde el arzobispo celebró una misa de réquiem, a lo que siguió una elegía, que, según se enteró Rosamund mas tarde había sido escrita y pronunciada por un joven abogado de la ciudad, Tomás Moro. Su voz profunda, pero suave al mismo tiempo, resonó con sus palabras de tributo, y colmó la gran iglesia:
¡Adiós! ¡Mi tan querido esposo, mi valioso señor!
El fiel amor, que en ambos continuaba
en el himeneo y en la paz de la armonía,
en tus manos aquí entrego,
para que a nuestros hijos lo pases;
hasta aquí padre has sido y ahora deberás
cumplir también la parte de madre, pues
¡aquí yazgo!
Cuando Tomás Moro calló, se oyeron en toda la abadía de Westminster los suaves murmullos del llanto. Cuando su mirada se dirigió al rey, Rosamund lo vio secarse los ojos. Tenía los hombros caídos. Enrique VII había envejecido de pronto, pero, a su lado, su madre estaba muy erguida y sus hijos se consolaban en su dolor, con valentía. Entonces bajaron el ataúd de la reina del catafalco que estaba al final de la nave y lo depositaron en la tumba. Isabel de York recibió una última bendición de los sacerdotes y, finalmente, el funeral concluyó.
Meg fue a tomar a Rosamund de la mano. Tenía los ojos rojos de tanto llorar, pues ella y su madre habían sido muy unidas, en especial durante el último año.
– Dice la abuela que ahora vengas a casa conmigo. Dice que cumpliste bien tu parte, que mi madre habría quedado muy complacida.
Subieron a una carroza cubierta, que la Venerable Margarita había provisto para sus nietas y las otras damas de la casa. El gris día de invierno estaba oscureciendo ya cuando el vehículo se abrió camino de regreso por las neblinosas calles de Londres a la residencia de la condesa de Richmond.
A la mañana siguiente, la princesa María, que aún no había cumplido los siete años, fue devuelta a Eltham.
– A veces pienso que me he pasado la vida usando luto -se quejó Meg ante Rosamund.
– Estarás libre de este en unos meses. Tienes suerte, Meg, de poder recordar a la madre que lloras. Yo no tengo memoria de la mía.
– ¿No tienes ningún retrato?
– La gente del campo, por lo general, no se hace pintar retratos -respondió Rosamund con una sonrisa-. Maybel la conoció. Dice que me parezco a ella, pero más a mi padre. Sin embargo, no es lo mismo que si los hubiera conocido, ¿no crees? Tu madre fue tan buena conmigo. No la olvidaré jamás, y algún día le pondré a una hija su nombre, Meg, te lo prometo.
El invierno llegó a su fin y, en Pascua, el rey pidió que su familia volviera a reunirse en Richmond. Aunque casi no lo vieron y había rumores de que había quedado devastado por su pérdida. Sus consejeros le sugerían que volviera a casarse, y se hicieron algunos arreglos en ese sentido, pero, al final, todo quedó en la nada. El rey se había casado con Isabel de York para unir sus casas, para terminar una guerra larga y sangrienta, y porque el derecho de ella al trono era más fuerte que el de él. Pero en cuanto la conoció la amó, y le había sido fiel toda la vida. Ahora que ella se había ido parecía que su fidelidad seguiría inconmovible.
– Él es como yo -dijo la Venerable Margarita.
– Pero tú te casaste tres veces, abuela -señaló Meg.
– Escúchame, criatura. Una mujer puede tener riquezas, dignidad y prestigio, pero nada de eso importa si no tiene un marido. Así es el mundo. No podemos escapar a ello. Sin embargo, el padre de tu padre, mi primer esposo, Jasper Tudor, fue el amor de mi vida, y no me da vergüenza admitirlo. Para las mujeres de nuestra clase el primer matrimonio es el arreglado. Tal vez, incluso el segundo. Después de eso, yo creo que una mujer tiene derecho a elegir a su marido. Si los ama a todos o a ninguno dependerá del destino. Pero una mujer debe casarse, no tiene otra opción.
– ¿Amaré yo a Jacobo Estuardo, abuela?
– ¿Se dice que es un hombre encantador -dijo la condesa, seca-,seguramente querrá complacerte porque haciéndote feliz a ti hace feliz a Inglaterra. Se dice que es bien parecido, niña. Bien parecido y bueno. Sí, creo que lo amarás.
– ¿Y me amará él a mí?
La Venerable Margarita rió.
– Jacobo Estuardo te amará, seguramente, mi niña. -Porque casi no hay mujer a la que no ame, pensó para sus adentros.
– Ahora tienes que encontrarle marido a Rosamund, abuela -dijo Meg, con gesto travieso-. Yo sé que quiere regresar a su casa, a su amada Friarsgate, cuando yo me vaya al norte a fines del verano.
– En su momento le encontraremos un marido a tu compañera. Hay tiempo, y debemos escoger con cuidado.
– Ya lo ves -dijo Meg más tarde, cuando estaban en la cama-. Eres un premio para darle a alguien, igual que yo. Pero cuando llegue el momento, haz que te permitan elegir. Recuerda lo que dijo mi abuela. Que después del primer matrimonio, incluso del segundo, una mujer tiene derecho a elegir a su siguiente marido. Recuérdaselo cuando te llegue el momento.
Se quedaron un mes en Richmond, y después la condesa y sus nietas partieron rumbo a Greenwich. Era la primera vez que Rosamund iba a ese palacio. Como Richmond, estaba sobre el Támesis, pero aquí ella podía ver los mástiles de las altas naves que recorrían el mundo cuando navegaban río abajo hacia el mar. El príncipe Enrique se unió a ellas un tiempo, pues su abuela le había pedido que fuera. El rey no se separaba del heredero que le quedaba. Era casi como si creyera que con su custodia personal podía proteger al muchacho de cualquier cosa. El Príncipe incluso dormía en una pequeña habitación a la que solo se Podía entrar pasando por el dormitorio de su padre. A los amigos del joven Enrique su situación les hacía mucha gracia, pero al príncipe no. De ahí que un respiro con su maravillosa abuela y sus hermanas fuera muy bienvenido.
La princesa María, traída desde Eltham, admiraba a un compañero mayor de su hermano, Charles Brandon.
– Un día me voy a casar con él -dijo, temeraria, pese a sus siete años. Toda la familia recibió su comentario con mucho humor.
– Las princesas no se casan con caballeros sin título, María -le dijo, reprendiéndola, su abuela-. Se casan con reyes o duques, o con otros príncipes. El joven Brandon tiene encanto, se nota, pero es un aventurero. No posee tierras ni riqueza. Caramba, que ni a Rosamund se lo daría por esposo. No lo vale.
– Algún día será alguien, abuela -respondió María, impertinente-. ¡Y yo me casaré con él!
– ¿Juegas al tenis? -le preguntó el príncipe Enrique a Rosamund una tarde en que estaban sentados mirando el río.
Rosamund levantó la mirada. Vestía el jubón y la falda verdes con sus mangas de zangala blanca. La condesa dictaminó que el luto había terminado y les regaló trajes nuevos a sus dos nietas y a Rosamund.
– No, Su Alteza, no juego tenis.
– ¡Entonces ven, que te enseño! -dijo Enrique, tomándola de la mano para ponerla de pie-. ¿Cómo te vas a quedar ahí, mirando el agua? Yo me aburro.
– A mí me tranquiliza, Su Alteza.
– Te va a gustar el tenis -insistió él, arrastrándola consigo.
Pero a ella no le gustó ese juego brusco, y se tropezó con la falda nueva y, casi de inmediato, se torció el tobillo cuando salió a correr una pelota impulsada por él.
– ¡Ah, si me rompí la falda no te lo perdonaré nunca! -exclamó-¡Ay! ¡No me puedo levantar! -Se encogió de dolor cuando intentó incorporarse.
El príncipe saltó sobre la red. Fue a su lado, se agachó y la levantó.
– Te llevaré en brazos hasta los departamentos de mi abuela. No te rompiste el traje, Rosamund. Si te lo hubieras roto, yo te habría comprado uno nuevo -le aseguró, galante.
– No tienes dinero -le respondió ella, atrevida.
– ¿Y tú cómo lo sabes? Claro, es mi hermana Meg que habla de más.
– Me duele el tobillo -se quejó Rosamund.
– Apoya la cabeza en mi hombro y cierra los ojos. Seguramente te lo torciste. ¿Sentiste u oíste un chasquido?
– No.
– Entonces no hay nada roto -respondió él. Se detuvo-. Eres ligera como una pluma, mi señora de Friarsgate. Me gusta la sensación de tenerte en brazos.
Rosamund abrió rápidamente los ojos.
– Eres demasiado atrevido, mi señor príncipe -lo reprendió-. Recuerda que eres un muchachito, que tengo dos años más que tú. Es más, acabo de cumplir años.
– Ya te he dicho, Rosamund de Friarsgate, que soy joven de edad, pero tengo el cuerpo de un hombre. Últimamente creo que tengo las necesidades de un hombre. Ahora, si no me besas no daré otro paso.
– ¡Es injusto! ¡Es injusto! -exclamó Rosamund, forcejeando. Bajo el jubón, Enrique tenía espaldas amplias, y el pecho contra el que ahora ella golpeaba sus pequeños puños era ancho y firme. La mejilla de él ya no era suave, tenía la sombra de una barba.
– Un besito -lisonjeó él, con una sonrisa picara y un destello divertido en los ojos azules.
Ella suspiró. Era muy halagador, pensó Rosamund, ser perseguida así por un príncipe joven y tan atractivo.
– Uno solo -dijo por fin-. ¿Me juras que será sólo uno, Su Alteza?
– Cuando estamos sin compañía puedes llamarme Hal -murmuró él.
– No me diste tu palabra, Hal -dijo Rosamund, tratando de aparentar severidad. Él era muy apuesto. Más apuesto incluso que sir Owein.
El vio la mirada soñadora en los ojos ambarinos.
– Un beso, un dulce beso, mi señora de Friarsgate -le susurró él en el oído y la besó en los labios: las bocas se unieron con ansia.
A Rosamund le latió el corazón con fuerza. Sintió el repentino calor de los dos cuerpos. Su boca se ablandó bajo la de él. Suspiró, aflojándose contra el cuerpo del príncipe, sintiéndose segura en el refugio de esos brazos fuertes.
– Ah, qué lindo -le dijo suavemente cuando el beso terminó. -¿Otro? -la tentó él con voz baja y seductora.
– Sí -dijo ella con otro suspiro de placer y la boca de él volvió a tocar la de ella. Esta vez él pidió más. Ella sintió que él se sentaba en un banco de piedra cercano. Más cómoda, Rosamund le pasó un brazo por la espalda y le acarició el cuello. El beso se hizo más profundo. La mano de él le rozó el jubón y, al no recibir una negativa, atrevidamente comenzó a acariciarle los senos-. ¡Ah! -exclamó Rosamund, sorprendida.
– Todo está bien, querida -la tranquilizó el príncipe-. Los amantes se tocan. -Le pellizcó un pezón y la mano fue rápidamente por debajo de la camisa de ella.
Fue como si la hubiera empapado con un cubo de agua helada. Rosamund abrió bruscamente los ojos.
– ¡Nosotros no somos amantes! -exclamó-. ¿Y qué sabes tú de esas cosas, Hal? -Forcejeó para adoptar una posición más defensiva, mientras le apartaba la mano de debajo del jubón.
– ¿Tú piensas que yo soy virgen como tú, mi adorable señora de Friarsgate? -le preguntó el príncipe-. Señora, monté mi primera mujer el día que cumplí once años. Fue un regalo que me hicieron Brandon y Neville. -Le sonrió-. Me gusta una buena cópula con una compañera dispuesta.
– ¿Cómo supiste qué hacer? -le preguntó Rosamund, fascinada a pesar de sí misma. De no haber sido por el tobillo se habría levantado de las rodillas de él y se hubiera ido.
– Mis amigos me encontraron una prostituta limpia y libre de enfermedades, lo que no es tarea fácil, que fuera al mismo tiempo habilidosa y comprensiva. Ella me dijo que era un honor ser mi primera amante y me guió, muy alegremente, por el sendero de Eros. Yo aprendí rápido. Y me gustó mucho probar mis nuevas habilidades en quienquiera que esté dispuesta a unirse a mí en mi búsqueda de placer.
– Los hombres tienen suerte.
– ¿Por qué? -preguntó él, curioso.
– Pueden practicar las habilidades de amantes antes de casarse.
Ninguna muchacha respetable podría hacer lo mismo. Y una vez que se casa, una mujer tiene que permanecer virtuosa mientras que su esposo puede tener otras mujeres para su placer. A mí me parece injusto, ¿a ti no?
– Pero una buena mujer, en especial la esposa o las hijas de un hombre, tiene que ser virtuosa siempre -respondió el príncipe, con recato-. Solo las prostitutas y las cortesanas pueden divertirse con amantes.
– ¿Tú no me consideras una buena muchacha, Hal? -le preguntó Rosamund, inocentemente.
– Claro que eres buena -se apresuró a responder él.
– ¿Entonces por qué intentas seducirme y arruinar mi reputación, Hal? Algún día debo casarme. ¿Quién querrá a una muchacha con la reputación manchada? ¿Una muchacha considerada camino abierto para los hombres? Pues si yo te permitiera hacer conmigo lo que quieres, después alardearías de haberlo hecho, y tus amigos querrían también mis favores -dijo Rosamund, para terminar.
Él se ruborizó, con culpa.
– Tú aceptaste -dijo, enfurruñado.
– Tú me pediste un beso -dijo ella, suavemente-. Un beso.
– Es que tus labios son muy dulces, señora de Friarsgate -dijo él, a modo de disculpa.
Antes de que Rosamund pudiera responderle, oyeron otra voz. Una muy conocida.
– Ah, Su Alteza, aquí están. Tu padre ha llegado de Londres y desea verte -dijo sir Owein Meredith. Su mirada parecía extraña, pero su tono era el de un buen servidor.
– La señora se torció el tobillo -se apresuró a explicar el príncipe, se puso de pie, todavía cargando a Rosamund. Entonces, la entregó a sir Owein-. Por favor, llévala a mi abuela con mis disculpas. -Se dispuso a retirarse, pero se arrepintió y se volvió a ellos-. ¿Mi padre está en su gabinete privado?
– Sí, Su Alteza -respondió sir Owein.
Sin más, el príncipe se fue rápidamente.
– ¿No puede caminar? -preguntó sir Owein.
Rosamund asintió, con las mejillas calientes de la vergüenza. ¡Haber sido sorprendida en una posición tan comprometida con el príncipe Enrique!
– ¿Cómo sucedió? -preguntó sir Owein caminando hacia el palacio con su bonita carga.
– En el campo de tenis -logró decir Rosamund-. Me caí tratando de pegarle a una pelota.
– El tenis es un juego demasiado brusco para una señora -dijo sir Owein.
– Creo que estoy de acuerdo. ¿Vino con el rey?
Él asintió.
– Me ha asignado a la casa de la condesa de Richmond. Dice que ahora que no está la reina, él ya no necesita tanto personal. Está muy melancólico y parece que la extraña cada día más. Me retiene en razón de mis prolongados servicios para la casa de Tudor, porque soy gales. Si no fuera por eso, me devolvería a mi familia, como ha sucedido ya con muchos otros.
– ¿Ellos se alegrarían de verlo? -le preguntó ella.
Él rió y el sonido de su risa fue amargo.
– No lo creo, a menos que fuera con riqueza. Hace tanto tiempo que no veo a ninguno de ellos que dudo de que pudiera reconocerlos.
– Es triste. Yo sería muy desdichada si no tuviera a nadie que me esperara en mi hogar.
– El lugar donde nací hace mucho que no es mi hogar, desde los seis años. No lo recuerdo en absoluto. Pienso más en el castillo Caernavon, que era el asiento de sir Jasper, como mi casa. Y ahora bien, lady Rosamund, no debería besarse ni acariciarse con el príncipe Enrique.
– ¡Señor! -dijo ella, tratando de parecer ofendida.
– No puede negarlo -dijo él, con una risita-. Mi dulce Rosamund de Friarsgate, hablo por su propio bien. Si espera que le den un esposo puede permitir que se manche su buen nombre.
– Todo lo que quería era un beso -murmuró Rosamund-. Un beso no es un crimen.
– Ahora escúcheme, niña -dijo sir Owein, severo-. El príncipe Enrique ha estado toqueteando criadas desde que se puso los pantalones. Cuando cumplió los once sus amigos le entregaron una prostituta. Fue un secreto a voces en toda la Corte. El príncipe ha seguido en ese camino. Le gustan las mujeres. ¿Un solo beso? ¡Tenía la mano en su pecho, Rosamund! Le aseguro que pronto estaría acostada de espaldas. Al príncipe le fascina la conquista. No le importan las consecuencias, porque para él no las habría, excepto una posible dosis de gonorrea.
– ¡Señor! – Otra vez le ardían las mejillas.
– Es una virgen de buena familia y reputación, Rosamund, pero el príncipe la seduciría sin importarle su futuro. ¿Y si quedara encinta, muchacha? La enviarían a su casa deshonrada, y no me cabe duda de que la darían en custodia a su tío Enrique. ¿Es eso lo que desea, Rosamund?
– No -dijo ella, con suavidad-. Me juzga mal, señor. No soy tan tonta como para no darme cuenta, pese a toda mi inexperiencia, de cuándo un muchacho quiere jugar conmigo. Ya había reprendido al príncipe y él había interrumpido su comportamiento impropio. No hacía falta que me rescatara.
– Llegué hasta ustedes por casualidad -le respondió sir Owein-. Así que entonces adivinó sus intenciones, ¿eh?
– Una muchacha puede ser pura, pero no obstante reconocer lo impuro. Tengo en mucha estima mi reputación, pero nunca antes me había besado un enamorado. Quería saber cómo era -explicó ella.
– ¿Y le gustó el beso del enamorado? -preguntó él.
– Sí, fue muy agradable, señor. El corazón me latió fuerte, e incluso pensé que iba a desmayarme del placer que se apoderó de mí. No tiene nada de malo, ¿no? Me imagino que otras muchachas han hecho lo mismo y no han quedado deshonradas.
Habían llegado a la puerta de los departamentos privados de la condesa de Richmond. Había un criado junto a la puerta. De inmediato la abrió, impasible, para dar paso a sir Owein con Rosamund en brazos
– ¡Santo cielo! ¿Qué le pasó a Rosamund? -exclamó la Venerable Margarita cuando entraron en su sala diurna.
– Me caí, señora, y me torcí el tobillo. Sir Owein tuvo la gentileza de traerme -explicó Rosamund.
– Bájela, sir Owein, y veamos ese tobillo. Señoras, sir Owein ha vuelto a mi servicio. Sé que todas ustedes estarán encantadas.
Él dejó a la muchacha. Rosamund se levantó la falda delicadamente para mostrar el tobillo, que estaba muy hinchado y se ponía púrpura y amarillo. Hizo una mueca de dolor cuando él le tocó la piel.
– Ay -dijo la condesa, sacudiendo la cabeza-. Tendrás que quedarte adentro unos cuantos días, niña, hasta que baje la hinchazón. Ah, aquí está tu Maybel. Ella te pondrá emplastos. Sir Owein, lleve a lady Rosamund a su cama ahora, y que su criada la atienda.
Maybel mostró el camino y le dijo a sir Owein que dejara a Rosamund en una silla en el dormitorio que compartía con la princesa Tudor.
– ¿Me traería un poco de agua caliente, señor? -le preguntó Maybel al caballero-. La necesitaré para hacer el emplasto de mi señora.
Él asintió y salió.
– Estabas con ese joven príncipe sinvergüenza, ¿verdad? -le dijo Maybel-. No me lo niegues. La princesita te vio salir con él.
– Fuimos a jugar al tenis -respondió Rosamund.
– Tú no juegas… al tenis ese -dijo Maybel, enojada.
– Se juega con una pelota -explicó Rosamund-. Me caí y me torcí el tobillo tratando de devolverle una pelota al príncipe.
– No me parece algo apropiado para una joven dama, en especial si tienes que andar corriendo como una marimacho -dictaminó Maybel. Fue de un lado al otro de la pequeña habitación, buscando en el baúl las hierbas que necesitaría para el emplasto del tobillo de Rosamund.
Apareció una criada con el agua caliente.
– Me envió sir Owein. ¿Necesitará algo más?
– No; está bien con esto -respondió Maybel. Entonces, se puso trabajar para hacer la venda del tobillo de su señora. Mientras las Verbas se maceraban en el agua caliente, Maybel ayudó a Rosamund quitarse el vestido y meterse en la cama. Empapó un pedazo de lienzo en el agua, colocó el emplasto sobre el miembro hinchado y lo envolvió Puso una pequeña almohada bajo el tobillo de Rosamund-. Te traeré un poco de sopa.
– ¡Pero tengo hambre! -gimió Rosamund-. ¡Quiero carne, Maybel!
– Veré qué puedo hacer -dijo Maybel con una sonrisa y se fue.
Si Rosamund no había perdido el apetito era seguro que la herida no era grave.
Meg entró en el dormitorio.
– Estuviste con Hal. ¿Te besó? ¡Cuéntame todo, Rosamund!
– No hay nada que contar -dijo Rosamund, y bostezó.
– ¡Mentirosa! -exclamó Meg-. ¡Te besó! ¿Qué más?
– ¿Por qué crees que hay algo más que un simple beso?
– Porque conozco a mi hermano Enrique. ¡Quiero que me cuentes absolutamente todo lo que sucedió! ¡Me muero si no me cuentas! -Sus ojos azules bailoteaban de curiosidad. Tenía las mejillas sonrosadas del entusiasmo.
– Hay poco que contar -comenzó Rosamund.
Meg se inclinó hacia ella.
– Hal… dice que en privado puedo llamarlo Hal… insistió en que aprendiera a jugar al tenis. Me caí y me torcí el tobillo. Él me llevó desde el campo de tenis al jardín. A medio camino hacia los departamentos Privados de tu abuela se detuvo y me dijo que tenía que besarlo. Se sentó en un banco y me besó. Me gustó, Meg. ¡Me gustó!
– Yo anoche le permití a Richard Neville que me besara -admitió Meg-. A mí también me gustó, pero no volví a besarlo. Más que nada porque en unas semanas viajaré al norte a casarme con el rey de los escoceses. Tengo que guardar mi buen nombre. ¿Y qué más?
Para entonces Rosamund ya sabía que era inútil tratar de engañar a la princesa.
– Me tocó los senos.
– ¡Ahhh! -susurró Meg, abriendo muy grandes los ojos azules.
– Se lo impedí, por supuesto -dijo Rosamund, rápidamente-… Yo también tengo que cuidar mi buen nombre.
– ¿Cómo fue?
– No puedo explicarlo con palabras, pero me pareció que me desmayaba del placer que me produjo. -Los ojos se le pusieron soñadores con el recuerdo de esa gran mano cubriendo sus pechos pequeños. -Yo había oído que los hombres hacen esas cosas -susurró Meg-. Y otras, además -agregó, bajando aún más la voz.
– ¿Qué cosas? -Ahora fue el turno de Rosamund de sentir curiosidad.
– No lo sé, pero casi todas las mujeres que conozco parecen disfrutar de las atenciones de sus maridos. Supongo que las dos lo averiguaremos pronto -terminó diciendo, con una risa.
– Tú lo sabrás mucho antes que yo. No me casaré antes que tú, Meg, y, además, nadie me ha dicho nada de ningún marido.
– Y ahora sir Owein está otra vez en tu mundo -bromeó Meg-. ¿Fue lindo que te trajera en brazos o te gustaron más los brazos de mi hermano? Claro que Enrique no es para ti, y no podría serlo nunca, pero ¿no te gusta sir Owein? A todas las damas les gusta.
– Es agradable.
– Te traía muy delicadamente. Cuando cree que nadie lo ve te mira con ternura. Yo creo que sir Owein siente algo por ti, Rosamund. Me parece que sería un buen esposo para ti. Es buen mozo y maduro y, sin embargo, es lo suficientemente joven como para ser un amante vigoroso que pueda engendrarte hijos.
– ¡Meg! -rezongó Rosamund, pero tuvo que admitir que ella había acariciado pensamientos similares. Owein Meredith, con sus cabellos de un rubio oscuro y los ojos verdes avellana, la nariz recta y la mandíbula pronunciada, era muy atractivo. Pensó cómo sería ser besada por él. Tenía una boca de labios finos, pero grande. Y las manos eran amplias y cuadradas… ¿cómo sería sentirlas sobre sus senos? ¿Le provocarían el mismo deleite que habían dejado en su corazón virgen las manos del príncipe Enrique? y siempre había sido bueno con ella. Algunas veces le había parecido una versión joven de Hugh Cabot.
– ¿En qué piensas? -preguntó Meg.
– ¿De verdad crees que le gusto a sir Owein?
– Sí. Creo que es así. Y él se merece una esposa, una buena esposa, Rosamund. Conozco a sir Owein de toda la vida. Mi madre siempre decía que de todos los servidores de la familia él, de verdad, se había ganado el nombre de buen caballero. Mamá decía siempre que sir Owein era el hombre más honorable que ella había conocido. Y es bueno, además, algo que tú ya sabes. Es cierto que no tiene nada más que su espada, su caballo, su armadura y su buen nombre, pero, de todos modos, tú no puedes esperar un esposo con un gran nombre. ¿No preferirías tener a un hombre como sir Owein antes que a uno como tu tío? Un hombre con algo de bienes que se case contigo por tus tierras y te maltrate. Recuerdo lo que me contaste de la primera esposa de tu tío, lady Agnes. Qué triste para ella no haber conocido nunca el amor.
– Mi tío se casó con ella por sus tierras, porque él no tenía nada -le recordó Rosamund a Meg-. Estoy segura de que sir Owein me aceptaría por la misma razón. Pero creo que yo esta vez quiero amor.
– El amor es un lujo que las mujeres acaudaladas no pueden permitirse. Primero cásate y, con suerte, el amor vendrá después. Todas las mujeres son requeridas en matrimonio por una razón u otra, Rosamund. El amor no suele ser la primera preocupación de los casamenteros. Una Princesa de Inglaterra se casa con el rey de los escoceses para que haya paz entre las dos tierras, para que la generación de hijos que traigan al mundo tengan un lazo con Inglaterra y, es de esperar, mantengan la paz. Las hijas de las grandes casas nobles son desposadas por la riqueza y las conexiones de sus familias. A ti te desposarán por tus tierras y tus rebaños. La hija de un granjero es desposada porque su madre ha dado a luz sobre todo hijos varones y se espera que ella haga lo mismo, para que haya más manos para trabajar la tierra. A todas nos toman por una razón u otra pero el amor rara vez entra en el arreglo. En los meses venideros, mi partida será el tema en el que se concentrarán la Corte y mi familia. Tendrás tiempo de observar a sir Owein como posible esposo. Usa el tiempo sabiamente, y no vuelvas a coquetear con mi hermano.
– Enrique se casará con Catalina después de que nuestro padre le haya sacado todo lo que pueda al rey de Aragón y Castilla. Esa alianza va a concretarse. ¡Tiene que concretarse! Necesitamos esgrimir el poderío de España contra Francia, por nuestra seguridad. Además, una alianza como esa aumentará la legitimidad del derecho de mi familia al trono de Inglaterra. Mi padre siempre ha querido eso tanto como mi unión con Jacobo Estuardo.
– En tu caso, tú casi puedes elegir. Si decides que quieres a sir Owein, yo lo solicitaré para ti. Me darán lo que les pida. Voy a dejar a mi familia. Lo que quiera, si es razonable, me lo darán, antes de que me vaya. A mi padre no le costará nada recompensar a su leal servidor.
– Lo pensaré -respondió Rosamund, pensando que sería casi como elegir. Cuando Meg partiera, ella estaría perdida en la Corte. Catalina era una muchacha muy dulce y, a la vez, adecuada para la función real. Meg tenía razón. Catalina un día sería la reina de Inglaterra. Rosamund rápidamente aprendió que la ventaja de no ser importante era que las personas importantes no tenían miedo de hablar cuando uno estaba presente. Hablaban como si uno no estuviera allí, porque no habría ninguna consecuencia para ellos. Solo escuchando ella había obtenido mucha información. La alianza española era de una importancia fundamental para el rey Enrique VII. Él haría cualquier cosa para conseguirla.
¿Y el príncipe Enrique? Tenía un carácter encantador, pero era un muchacho turbulento que, aunque tuviera el cuerpo de un hombre, seguía siendo egoísta e irreflexivo. La reputación de Rosamund no le interesaba en lo más mínimo. Simplemente quería seducir a una pupila real para poder alardear ante sus amigos. Y lo que le sucediera después a su víctima no sería preocupación suya. Él sería rey de Inglaterra. Los preceptos y códigos morales que seguían los comunes no se aplicaban a él. Rosamund comprendía esto por los pocos meses pasados en la Corte. LOS príncipes eran la ley para sí mismos, y siempre sería así.
Y el joven Enrique Tudor era, por cierto, una ley para sí mismo. Si Owein no los hubiera interrumpido, era seguro que él habría ganado la pasión de la bella Rosamund. Estaba decidido a volver a intentar quebrar sus inocentes defensas. Ella no era tan estúpida como él había creído. A él le sorprendió ver que ella se daba cuenta de que quería seducirla, pero eso hacía el juego más interesante.
– La tendré -les dijo a sus amigos.
– Déjala, Hal -le aconsejó Charles Brandon, que era unos años mayor que el príncipe-. Ahora que se lastimó el tobillo, tu abuela la vigilará de cerca. Puedes estar seguro de que sabe cómo se lastimó Rosamund. Y sir Owein los vio, o tú piensas que los vio. Es un caballero honorable, y si cree que la muchacha corre peligro, se asegurará de que esté protegida. No tienes necesidad de tenerla. Hay tantas deseosas de entretener tu vara joven, fuerte y siempre dispuesta. Damas con esposos viejos que ansían un encuentro lujurioso con un amante vigoroso. Piénsalo, Hal -dijo, y sonrió con picardía.
– El hecho de que ella sea menos accesible hace el juego mucho más fascinante… Y peligroso -dijo el joven lord Richard Neville-. ¡Es virgen! Yo creo que nunca tuve a una virgen, aunque, por cierto, espero que mi futura esposa lo sea. Seducir a la muchacha en su propia cama, ante las narices de tu abuela, sería un buen golpe, Hal. ¡Si alguien puede hacerlo, ese eres tú!
– ¡Hecho, Neville! -dijo lord Percy-. ¡Te apuesto una moneda de oro a que no puede!
– Estoy totalmente en desacuerdo -murmuró Charles Brandon-, Pero les guardo las apuestas.
El príncipe Enrique rió.
– Eres un tonto, apostando contra mí, Percy. No has hecho más que abrirme el apetito de carne virgen. La cereza de la muchacha será mía antes de que termine la semana -se jactó.
Uno de los criados del príncipe estaba con las damas de la condesa.
Se enteró de que harían un pequeño crucero por el río unas tardes después. Rosamund se quedaría, pues todavía no se le había curado el tobillo. Estaría sola, a excepción de unas pocas criadas que pensarían que el travieso del príncipe estaba sencillamente aprovechando la ausencia de su abuela para jugar a los besos y las caricias con una muchacha bonita. Unas monedas, y se garantizaría su silencio y su ausencia.
Rosamund había levantado un poco de fiebre y dormía inquieta. Despertó de golpe, sintiendo que los elásticos de soga de la cama cedían bajo el peso de otra persona. Se volvió y se encontró con el rostro sonriente del príncipe Enrique Tudor.
– ¡Hal! -exclamó, sobresaltada-. ¿Qué haces aquí? ¡Tienes que irte enseguida! Esto es muy impropio.
Como respuesta, él la tomó en sus brazos, y murmuró:
– Querida Rosamund, mi dulce dama de Friarsgate, ¡te adoro! Tienes que dejarme que te bese, mi amor. Sólo un beso y una caricia. Entonces me iré, ¡te lo juro! No he hecho más que pensar en la tarde que pasamos en el jardín privado.
– ¡No! Esta vez no me acariciarás, Hal. ¡Aun así, aunque sólo te encontraran en mi cama, sería mi ruina! ¿Por qué eres tan cruel que piensas en tu propio placer? ¡No te importo para nada!
– Sí, pienso en tu placer, dulce mía. -Sus rápidas manos comenzaron a acariciarle los pechos-. Frutos tan pequeños y tan maduros, que deben ser apreciados como sólo yo puedo. Veo tu piel, tan clara, a través del lino de tu camisa perfumada, Rosamund. -Su cabeza de cabello rubio rojizo se hundió entre sus senos.
Rosamund contuvo el aliento, impresionada por los labios de él sobre su pecho. Le dio vueltas la cabeza con una mezcla de miedo y placer.
– ¡No! -gritó cuando la mano de él comenzó a meterse por debajo de la camisa-. ¡No! -gritó con más fuerza porque él no se detenía. Claro que sería una deshonra para ella, pero no podía permitir que él le robara su tesoro más preciado, la virtud. Quienquiera que finalmente se casara con ella sabría de su honestidad la noche de su boda. Volvió a gritar, y él le tapó la boca con la mano.
– No grites, mi amor -murmuró el príncipe-. Sólo quiero que seamos felices. Ya verás, Rosamund.
Ella volvió a abrir la boca, pero esta vez los dientes se cerraron en el costado de la mano de él, y mordió con todas sus fuerzas. Enrique Tudor rugió de dolor y rabia. En ese momento la puerta de la alcoba se abrió, y allí estaba sir Owein Meredith, colorado de ira. El príncipe se bajó de la cama de un salto, pasó como una exhalación junto al otro hombre y salió del aposento sin decir palabra.
Para su propio asombro, Rosamund estalló en sollozos.
– Gracias a Dios que viniste. Creo de verdad que me iba a hacer daño.
– Quería quitarte tu virtud, Rosamund -fue la brusca respuesta.
– ¿Cómo lo sabes? -dijo ella, llorando, nerviosa, apretando la manta contra su pecho.
– Maybel averiguó de boca de las otras mujeres que el hombre del príncipe había estado haciendo preguntas. Después, vio al príncipe entrar en estos departamentos. Cuando lo siguió discretamente, advirtió que no había criados a la vista. Se dio cuenta enseguida de cuáles eran los designios de nuestro joven príncipe. Y salió corriendo a buscarme.
– Ah, ¿qué voy a hacer? -sollozó Rosamund-. Si ese poderoso muchacho está decidido a tenerme, ¿qué voy a hacer?
– Yo hablaré con la condesa y le explicaré lo que ha sucedido. Creo que ya es hora, Rosamund, de que te elijan esposo. Si te dan un esposo, el príncipe Enrique te dejará en paz, porque habrás perdido tu atractivo. No puede haber ningún escándalo, mi señora de Friarsgate, que involucre al príncipe, porque su futura familia política de España es muy estricta en sus códigos morales. El embajador de España vigila y protege con mucho celo la felicidad de la princesa de Aragón.
– ¿Me iré a mi casa si me dan un esposo? -dijo ella, con voz temblorosa.
– Depende del hombre que te elijan. Pero después de lo que estuvo a punto de ocurrir aquí, milady, es obvio que debes tener un esposo que te proteja.