Era un día espléndido de principios del verano del año 1555. La isla de Innisfana, con sus altos acantilados verdes que caían al mar profundo, brillante, azul, resplandecía de claridad en la boca de la bahía O'Malley. Clima inglés, lo llamaban los irlandeses de la región, y era lo único inglés que merecía su aprobación. Soplaba una ligera brisa y en el cielo, sobre la isla, las gaviotas y las golondrinas flotaban en el viento y se lanzaban contra el agua; sus chillidos fantasmales eran el único contrapunto al monótono rumor de las olas.
Alto contra el horizonte se alzaba el castillo de los O'Malley, una típica construcción de piedra de color gris oscura. Tenía varios pisos de altura y una vista impresionante del mar desde todas sus ventanas. Estaba rodeado por su ancho foso y, más allá, por una rosaleda, plantada por la difunta lady O'Malley. Tras su muerte, de la que ya se había cumplido el cuarto aniversario, la nueva lady O'Malley había cuidado de la rosaleda. Las rosas estaban en flor y esa parte del predio era un carnaval de amarillos, rosados, rojos y blancos, el fondo perfecto para la celebración de la boda de la hija menor.
En la torre del castillo, en el vestíbulo principal, las cinco hijas mayores de la familia O'Malley parloteaban contentas con su madrastra mientras cosían y bordaban el ajuar de la novia. Hacía mucho que no estaban juntas. Ahora cada una tenía su propio hogar, y se encontraban solamente en ocasiones especiales.
Eran tan parecidas ahora como de niñas. De altura media, todas eran más bien regordetas, con ese tipo de figura reconfortante que hace que un hombre se sienta templado en una noche de invierno. Todas tenían la piel clara y las mejillas del color del durazno maduro; los ojos grises y serios, y el cabello castaño, largo y lacio. Ninguna era hermosa, ninguna era decididamente fea tampoco.
La mayor, Moire, había cumplido los veinticinco años y hacía doce que era una mujer casada. Era madre de nueve hijos, siete de los cuales eran varones. Su padre la tenía en gran estima. Peigi, a sus veintitrés años, estaba casada desde hacía diez y tenía nueve hijos, todos varones. Su padre la consideraba todavía más maravillosa. Bride, de veintiuno, se había casado hacía ocho años y tenía solamente cuatro hijos, dos de ellos varones. Dubhdara toleraba a Bride y la exhortaba continuamente a que insistiera en su maternidad.
– De todas vosotras, eres la que más se parece a vuestra madre -reprendía con voz amenazante.
Eibhlin, de dieciocho años, era la única que había sentido la vocación religiosa. Había sido tan serena y callada que nadie sospechó su piedad hasta que el muchacho al que estaba prometida murió de un ataque de sarampión en el año en que Eibhlin tenía doce años. Cuando O'Malley estaba empezando a pensar en alguien que lo reemplazara como futuro marido de su hija, Eibhlin le rogó que la dejara entrar en un convento. Realmente deseaba esa vida. Y como su tío Seamus, que ahora era obispo de Murrisk, estaba presente en ese momento, a Dubhdara O'Malley no le quedó más remedio que aceptar. Eibhlin entró en su convento a los trece años y hacía poco que había tomado sus votos definitivos.
Sine O'Malley Butler tenía dieciséis años, hacía tres que se había casado y tenía un hijo varón. Ahora estaba embarazada de ocho meses, a pesar de lo cual no había querido perderse la boda de Skye.
Las hermanas casadas estaban vestidas con sencillez, con trajes de seda con mangas de campana y escotes bajos, redondeados. El vestido de Moire era de color azul oscuro; el de Peigi era escarlata, el de Bride, violeta, y el de Sine, amarillo dorado. Las puntillas de cinta de sus camisas aparecían con elegancia a través de los corsés bajos.
Eibhlin era la única nota discordante. Su vestido de tela negra, que la cubría de arriba abajo, sólo tenía el austero adorno de una pechera blanca y rectangular en la cual se apoyaba un crucifijo de ébano con el borde de plata. Para la cintura usaba una soga de seda negra, que colgaba en dos trenzas retorcidas al costado de su vestido. Una de las trenzas, que lucía tres nudos, simbolizaba la Trinidad. La otra, con otros tres, los votos de pobreza, castidad y obediencia. En vivido contraste, sus hermanas llevaban cadenas de oro y plata en la cintura y cada una de ellas había atado allí un rosario, una caja de costura, un espejo o, simplemente, las llaves de la casa.
Como ésa era una reunión familiar informal, las hermanas casadas llevaban el cabello suelto y peinado con raya en medio. Sine y Peigi habían agregado unas pequeñas gorras de tela arqueadas. Eibhlin, que, por supuesto, llevaba el cabello cortado desde que hizo los votos, usaba un gorro de alas blancas sobre su toca también blanca de monja.
La reunión estaba presidida por la segunda esposa de Dubhdara O'Malley, Anne, que tenía la misma edad que su hijastra Eibhlin y estaba embarazada de su cuarto hijo, como su hijastra Sine. Anne era una mujer muy hermosa, de cabello ensortijado y castaño, ojos alegres y una naturaleza sensible y dulce. El vestido de seda de Anne era de un color rojo oscuro como el vino y estaba diseñado como los de sus hijas políticas. Pero, sobre el escote fruncido, lucía un collar doble de perlas color crema. Ninguna de las hijas de O'Malley había reprobado el matrimonio de su padre con Anne y todas la querían. Era imposible no querer a Anne.
Después del nacimiento de Skye, Dubhdara O'Malley había obedecido el edicto de su hermano el cura y había abandonado el lecho conyugal durante nueve años, para no causar la muerte a Peigi. Sin embarazos, Peigi había recuperado sus fuerzas y su hermosura. Pero, una noche, Dubhdara llegó a casa después de un largo viaje. Era muy tarde. No tenía amante y no había sirvientas a la vista. Estaba ebrio y fue a buscar a su esposa al lecho. Nueve meses después Peigi O'Malley murió dando a luz al tan esperado varón, nacido el 29 de septiembre y bautizado Michael. El niño tenía seis años ahora.
Después de un lapso indecente por lo breve, O'Malley tomó una segunda esposa, una niña de apenas trece años. Nueve meses después de la boda, Anne dio a luz a Brian; al cabo de unos años a Shane; y al siguiente a Shamus. A diferencia de su predecesora, débil y dócil, Anne O'Malley poseía una salud de hierro y un espíritu siempre alegre. El niño que llevaba en su vientre iba a ser el último, le había dicho con firmeza a su esposo. Y también le había asegurado que sería un varón. Cinco hijos serían suficientes para darle la inmortalidad.
O'Malley se había reído y la había palmeado en la espalda, jugando. Sus hijas creían que se debía a que estaba senil o se había reblandecido con la edad. Si su madre se hubiera atrevido a sugerir semejantes exigencias, habría terminado morada de los golpes. Pero, claro…, Anne O'Malley le había dado hijos varones…
Moire levantó la vista de su bordado y miró con alegría la habitación. Nunca había sido tan hermosa como ahora, porque la primera lady O'Malley, pobre alma, se pasaba la mayor parte del día en sus propias habitaciones.
Desde la llegada de Anne, los pisos de piedra estaban siempre bien barridos y las esteras se cambiaban todas las semanas. Los caballetes de roble estaban pulidos y brillaban como miel y oro, reflejando los grandes candelabros de plata con sus velas de cera pura de abejas. Los soportes de bronce de las chimeneas estaban cargados de enormes troncos de roble, listos para que alguien los encendiera apenas llegara la tarde. En un lugar destacado detrás de la mesa alta e imponente, colgaba un nuevo tapiz que representaba a San Bredan el Monje sobre un fondo azul de cielo, guiando su barco a través de los mares del oeste. Anne lo había diseñado y había trabajado en él casi todas las noches de su vida de mujer casada. Había sido un trabajo de amor, porque la segunda lady O'Malley adoraba no sólo a su robusto marido, sino también a sus hijastras y a Michael y a la casa en que vivían.
Los ojos de Moire brillaron al ver varios potes de porcelana llenos de rosas. El perfume poderoso, profundo, inundaba la habitación de un aroma exótico y alegre. Moire hizo un gesto de placer con la nariz y le dijo a Anne:
– ¿Son nuevos esos potes?
– Sí -contestó ella-, tu padre los trajo de su último viaje. Es tan bueno conmigo…, Moire.
– ¿Por qué no? -preguntó Moire, como desafiándola-. Tú eres buena con él, Anne.
– ¿Dónde está Skye? -interrumpió Peigi.
– Cabalgando con el joven Dom. Me sorprende que tu padre quiera seguir adelante con este compromiso. No me parece que sean el uno para el otro.
– Los prometieron en la cuna -explicó Moire-. No fue fácil para papá conseguir maridos para todas, porque ninguna de nosotras tiene una dote muy grande. El matrimonio de Skye con el heredero de los Ballyhennessey O'Flaherty es el mejor de todos los que se han logrado en la familia.
Anne meneó la cabeza, y dijo:
– Me da miedo este compromiso. Tu hermana es una mujer muy independiente.
– Es culpa de papá, que la ha mimado demasiado -dijo Peigi-. Tendría que haberla casado hace dos años, cuando cumplió los trece. Como hizo con todas nosotras. Pero no, Skye no quería. Y él le deja hacer lo que quiere…, siempre…
– No es cierto, Peigi -contestó Eibhlin-. Anne tiene razón al decir que Skye y Dom no van a llevarse bien. Skye no es como nosotras. Nosotras estuvimos siempre cerca de nuestra madre; ella, en cambio, cerca de papá. Dom no tiene la fuerza ni la sensibilidad suficientes para ser el marido de Skye.
– Espera, hermana… -advirtió Peigi, con amargura-. Me sorprende que una monja esmirriada como tú sepa tanto de la naturaleza humana.
– Claro que sé mucho sobre los sentimientos -replicó Eibhlin con calma-, ¿a quién crees que cuentan sus cuitas las mujeres pobres de mi distrito? ¡A los curas no, te lo aseguro! ¡Los curas les dicen que es su deber de cristianas dejar que los hombres abusen de ellas! Y les ponen una penitencia para que se sientan más culpables todavía…
Sus hermanas la miraron sorprendidas y escandalizadas. Anne rompió la tensión con una risita.
– Eres más rebelde que santa, hija mía.
Eibhlin suspiró.
– Dices la verdad, Anne, y detesto ser así. Pero no puedo cambiar, aunque lo intento de todo corazón.
Anne O'Malley se inclinó hacia delante y palmeó la mano de la hija de su esposo.
– Ser mujer nunca es fácil, nunca -sentenció con sabiduría-. No importa el papel que hayamos elegido para esta vida.
Las dos mujeres se sonrieron con cariño. Se comprendían perfectamente. De pronto, todas levantaron la vista al oír gritos en el vestíbulo que quedaba debajo de la habitación en la que se encontraban. El ruido llegó hasta ellas y las hermanas se miraron. Habían reconocido las voces de Dom O'Flaherty y de Skye.
Cuando ambos irrumpieron juntos en el vestíbulo, Anne O'Malley volvió a sorprenderse ante su belleza. Nunca había visto dos personas tan físicamente perfectas y tal vez era por eso que su esposo insistía en el matrimonio. Anne tembló, preocupada.
Dom O'Flaherty arrojó sus guantes de equitación sobre la mesa. A sus dieciocho años era de estatura mediana, delgado y bien proporcionado. Había heredado los colores de su madre, francesa, y tenía un cabello glorioso, dorado, lleno de rizos cortos y unos ojos azules y perfectos. Se le insinuaba una barba recortada con meticulosidad que remarcaba los costados esculpidos de su cara y terminaba en una punta redondeada. Sin embargo, como ahora estaba enojado, su piel clara se había tornado roja y moteada. Su hermoso rostro de nariz larga y recta y finos labios estaba retorcido de rabia.
– ¡Es indecente! -le gritaba a Skye-. Es indecente, poco modesto, que una dama cabalgue a horcajadas… ¡Dios mío, Skye! Ese caballo tuyo… Cuando nos casemos, me ocuparé de que montes con mayor decencia, en una yegua mansa. ¡No entenderé nunca en qué estaba pensando tu padre cuando te regaló ese bruto negro y salvaje…!
– Has perdido, Dom -llegó la réplica furiosa y fría-. Has perdido la carrera, y como hacías siempre cuando éramos niños, estás tratando de vengarte enojándote por otra cosa. ¡Bueno, si quieres, te digo lo que puedes hacer con tu yegua mansa…!
– ¡Skye! -la exclamación de Anne O'Malley estaba cargada de advertencias.
La muchacha miró a su madrastra y después rió.
– Está bien, Anne -dijo con amabilidad-. Trataré de comportarme. Pero escucha, Dom O'Flaherty, escúchame bien. Finn es mi caballo. Lo he criado desde que era un potrillo y lo quiero mucho. Si vamos a ser felices en nuestro matrimonio, tienes que aceptarlo, porque no pienso cambiarlo por un caballito de juguete solamente para no herir tu orgullo masculino.
Y mientras su novio se tragaba su rabia, Skye hizo un gesto a un sirviente para que trajera vino. Como recordándolo de pronto, ordenó que trajeran también algo para Dom. Él se arrojó a una silla y la miró con rabia, pero mientras lo hacía, sus ojos examinaban el cuerpo de Skye y él pensaba en lo hermosa que estaba con ese traje de montar verde oscuro. Tenía la falda dividida y el escote abierto caía sobre sus juveniles senos. Había perlas de sudor en su pecho y eso excitaba a Dom. Comprendió que la deseaba.
A los quince años, Skye O'Malley estaba a punto de cumplir con la promesa de belleza inigualada que despuntaba en ella desde que nació. Era tan alta como su novio y, como las de él, sus proporciones eran perfectas, con una cintura delgada que se alzaba sobre las suaves y redondeadas caderas. Tenía los senos pequeños pero turgentes. Y la cara en forma de corazón. Sus ojos seguían teniendo el color de los mares de la costa de Kerry, a veces azules, a veces oscuros, a veces celestes con un leve tinte verde, y estaban enmarcados por largas pestañas de ébano que rozaban mejillas rosadas y suaves. Y si se miraba atentamente se descubrían pequeñas pecas doradas sobre el puente de su nariz. La boca, roja, era muy seductora, con el labio inferior bastante grueso, y cuando reía, se le veían los pequeños dientes, blancos y perfectos. Tenía la piel color crema y ese color parecía todavía más pálido cuando se lo contrastaba con la masa de cabello negro casi azulado que le caía sobre los hombros.
Al parecer, Dom se excitaba enormemente al verla; por el contrario él no parecía interesarle demasiado a ella. Skye prefería galopar en su veloz potro negro o navegar con su padre en alguna aventura pirata. Y esa indiferencia hería el orgullo de Dom.
Dom O'Flaherty no estaba acostumbrado a que el sexo débil no le prestara atención. Las mujeres solían revolotear como gallinas cuando lo veían y él estaba muy orgulloso de sus hazañas sexuales.
Trataba de consolarse con la idea de que en cuanto se acostase con esa mujer, la domaría. Las vírgenes de temperamento caliente suelen convertirse en amantes apasionadas. Dom se relamió, pensando en que muy pronto le pertenecería y se tragó su copa de vino. No se dio cuenta de que su novia lo miraba con asco.
Dom O'Flaherty engordaría terriblemente cuando madurara, había decidido Skye.
Volvieron a oírse ruidos en la entrada. Anne O'Malley se levantó sonriendo.
– Vuestro padre ha vuelto -dijo-, y parece que trae invitados.
Dos galgos rusos, varios setters y un terrier gigante invadieron el vestíbulo. Uno de los galgos trotó hasta Anne y dejó caer dos saquitos a sus pies. Lady O'Malley se inclinó y los recogió. Desató los cordones y volcó el contenido de uno en la palma de su mano. Fascinada, contempló el collar de zafiros y diamantes que brillaba ante sus ojos.
– ¡Virgen Santa! -jadeó impresionada.
Dubhdara O'Malley rió con alegría desde la puerta.
– ¿Entonces te gusta, amor mío? Hay pendientes y un anillo. Todo un juego.
– ¿Que si me gusta? Oh, Dubh, es lo más hermoso que he visto en mi vida. ¿Dónde…?
– Un galeón portugués que naufragó cerca de la costa. Llegamos justo a tiempo para salvar al capitán de unos saqueadores. Resultó ser un hombre agradecido.
Anne no dijo nada, pero sabía leer entre líneas. Era evidente que su esposo y su tripulación habían luchado contra otros saqueadores de la costa por los tesoros del galeón. Los O'Malley habían sido piratas durante siglos. Era una forma de vida. Sin duda, el capitán del infortunado barco y los supervivientes de su tripulación estaban ahora en alguna celda en los sótanos de un castillo donde pasarían los próximos meses esperando un rescate. Anne tembló y se dijo a sí misma que esas cosas no eran asunto suyo.
– ¿Y dónde está mi niña? -preguntó O'Malley.
– Estoy aquí, pa.
Skye se levantó de su silla y se le acercó. Al verla con el traje de montar, O'Malley frunció el ceño.
– ¿Todavía cabalgas a horcajadas, nena?
– No me retes, papá -le rogó ella, con ironía-. Tú me enseñaste a cabalgar así, y te aseguro que no puedo galopar de costado. Es de lo más incómodo.
El O'Malley enarcó una ceja.
– ¿Y es necesario que galopes? ¿No basta con un trotecito? Debes pensar en los bebés que vas a darle a Dom, querida.
Ella ignoró la recriminación de su padre y preguntó enfurecida:
– ¿Has intentado alguna vez trotar con una pierna cruzada sobre la montura? La última vez que lo intenté, terminé con marcas de golpes en mi…
– ¡Skye! ¡Los invitados!
Y entonces, Skye se fijó en el hombre que estaba junto a su padre.
– Milord -le oyó decir a su padre-, es mi hija pequeña, Skye, que pronto será la esposa del joven O'Flaherty. Skye, él es Niall, lord Burke, el heredero de los MacWilliam.
– Niall an iarain, Niall de Hierro -murmuró la chica. Él era un hombre famoso, el amante soñado por todas las jóvenes de Irlanda.
– Veo que mi reputación me precede, lady Skye.
– Es un secreto a voces que sois el Capitán Venganza, y que dirigís los ataques contra los ingleses que viven en Dublín. Pero, por supuesto, nadie se atrevería a acusaros de eso.
– Ah, pero vos, lady Skye, no me teméis -murmuró él, mirándola de arriba abajo hasta que ella enrojeció.
Su voz era profunda y segura, pero tan suave como el terciopelo. Skye tembló. Levantó los ojos para encararlo. Los ojos de él eran grises, plateados casi, y ella se dio cuenta de que, probablemente, cuando estaba furioso, debían volverse más fríos que el mar del Norte, mientras que, en el calor de la pasión, serían tan cálidos como el buen vino. Esos pensamientos hicieron que sus mejillas se llenasen de color. Los ojos grises de lord Burke titilaron, como si estuvieran leyéndole el pensamiento.
Él le llevaba casi veinte centímetros. Su rostro bien afeitado había sido curtido por la vida al aire libre. El cabello, corto, era negro, como el de ella.
Le tomó la mano y se la besó. Ella casi se la arranca porque esos labios la quemaron como una llaga abierta. «Dulce María -pensó-, es mucho más sofisticado que Dom, y sin embargo, apenas me lleva diez años.»
– Bienvenido a Innisfana, milord -murmuró con amabilidad. ¡Dios! ¿Ésa era su voz, tan ronca y conmovida? ¿Y por qué la miraba tanto Anne?
La voz de su padre la devolvió a la realidad.
– Esto es para tu dote, muñequita -dijo y le dio una colección de maravillosos rubíes montados en oro: un collar, pendientes, brazaletes, un anillo y adornos para el cabello. Todo el mundo expresó su admiración y Dom O'Flaherty se felicitó como si él hubiera sido el responsable de la elección de su novia.
Skye tomó las joyas en sus manos. Le dio las gracias a su padre y salió de la habitación.
«¡Maldita sea! -pensó Anne-. Lord Burke le gusta. ¿Y por qué no? ¿Por qué no pensó Dubh en casarla con un hombre fuerte, fiero, como lord Burke en lugar de con ese muchachito vanidoso?»
Skye subió por las escaleras hasta su habitación, con lo que esperaba que fuera un gran despliegue de dignidad. Le parecía sorprendente poder moverse, porque le temblaban mucho las piernas. Estaba confundida y muy asustada por su reacción. Esperaba no haberse comportado como una niñita recién salida del cascarón, pero lo cierto es que nunca había sentido por un hombre lo que sentía en ese momento. Nunca había visto a Niall Burke, pero sus operaciones militares eran legendarias. Y como se había atrevido a decir hacía unos momentos, se le conocía como el Capitán Venganza, que atacaba a los ingleses y a sus aliados irlandeses cada vez que creía que la política de Inglaterra estaba dañando a su amada Irlanda.
El Capitán Venganza exigía un pago muy alto a los lores ingleses que trataban injustamente a sus súbditos irlandeses. Una vez, en un ataque que después consiguió que toda Irlanda riera entre dientes, había hecho el amor a la hija de un importante noble inglés que tenía propiedades en Irlanda. En cuanto la enamorada jovencita le dibujó los planos del castillo, el Capitán Venganza saqueó el tesoro y lo usó para pagar los impuestos de las familias irlandesas empobrecidas por una política de abusos. El inglés aceptó el dinero y le extendió recibos. El engaño se descubrió, pero era demasiado tarde y ya nada podía hacerse. Claro que se sospechaba la conexión entre el Capitán Venganza y Niall, lord Burke, pero ¿qué podían hacer las autoridades? La política de Londres era no enfurecer al señor de Connaught. Después de todo, era un aliado…, un aliado de Inglaterra, ya que no estaba en guerra abierta y declarada contra el sur. Y además, se decían los ingleses, ¿qué daño podía causar un solo rebelde?
Era en verdad un hombre fascinante, pensó Skye, y hubo un momento de íntimo reconocimiento entre ambos cuando se miraron.
A salvo en su habitación, miró cómo Molly, su dama de compañía, le preparaba el baño. Molly pensaba que Skye se bañaba demasiado, pero tenía que admitir que su señora olía mejor que cualquier otra que ella hubiera conocido. Le sacó las ropas de montar y las cepilló antes de colocarlas en el ropero. Skye se quitó la ropa interior, se recogió el cabello con una horquilla y subió a la tina.
El agua tibia le pareció exquisita. Lentamente, frotó el jabón entre sus manos. Después se lavó el pelo. Niall Burke. Niall Burke. Su mente repetía ese nombre como una letanía. Era tan alto… La había hecho sentir pequeña aunque sabía que no lo era. Se había presentado vestido a la manera inglesa, con elegantes calzas color verde y pantalones también verdes hasta la rodilla para hacer juego. Ella se imaginó los músculos bajo el jubón de terciopelo verde. Y, de pronto, se preguntó qué sentiría si él la apretara contra su pecho. Para su vergüenza, sus pezones se endurecieron y asomaron por el agua.
¿Qué demonios le estaba pasando? Nunca había sucumbido a ese tipo de pensamientos. Sabía tan poco de lo que sucedía entre hombre y mujer, y Dom nunca la había fascinado, eso era evidente. En realidad, a pesar de lo buen mozo que era, Dom le provocaba repulsión.
Molly retiró el jabón, terminó de lavarla y la secó con una toalla. Apenas había terminado de envolverla en una bata de seda cuando se oyó un golpe en la puerta. Molly la abrió, se inclinó con amabilidad y dejó pasar a Dom O'Flaherty.
Él recorrió a su prometida con una mirada lasciva. El cuerpo de Skye se transparentaba bajo la bata suave y brillante.
– Debo irme por unos días, Skye. Sir Murroughs ha mandado un emisario para comunicarme que me necesita. Regresaré a tiempo para nuestra boda.
El corazón de Skye se llenó de alegría. Dom se iría y lord Burke seguiría cerca de ella.
– Ve con Dios, Dom -dijo con dulzura.
Durante un momento, hubo un silencio embarazoso. Después Dom se acercó a ella y la abrazó con fuerza.
– ¿No me das un beso, amor? ¿Me dejas partir sin un gesto de cariño?
– No estamos casados todavía, Dom. No tengo por qué besarte.
– ¿No tienes por qué? -explotó él-. Por Cristo, Skye, no seas mojigata… Tendrás mucho más que un beso dentro de unos días, eso te lo aseguro… -Maldición, era dulce esa mujercita, toda perfumada y tibia por el agua del baño… Dom sentía que el deseo crecía en su interior. Buscó la boca de Skye, pero ella se apartó bruscamente.
– ¡No!
Los ojos de Dom se encendieron furiosos. Pero optó por reírse.
– De acuerdo, amor. Pero no tardarás mucho en rogarme que te bese. -Le hizo una reverencia en broma y se alejó. Ella tembló de arriba abajo.
– ¡Ja! -se rió Molly-. Os aseguro que ese hombre es lujurioso, mi señora. Con él tendréis diversión asegurada en el lecho y eso es tener suerte con el marido…
– Cállate, tontita -le reprendió Skye-. En lugar de soñar con mi prometido, tráeme el nuevo vestido de terciopelo color vino. Quiero ponérmelo esta noche con los rubíes que me ha traído papá.
Molly se apresuró a obedecer. Skye O'Malley era mejor ama que la mayoría, y muy rara vez se volvía cruel, pero no por eso dejaba de administrar alguna bofetada de vez en cuando. La vistió con un pequeño corsé que le empujaba los senos hacia arriba con tal presión que parecían a punto de escaparse de la blusa por debajo del vestido. Las mangas casi transparentes estaban bordadas en oro. Skye con sumo cuidado se puso las medias sobre sus bien formadas piernas. Eran medias de seda rosa, bordadas con hilo de oro y traídas directamente de París. Luego se puso varias enaguas y finalmente el vestido. Una creación en el terciopelo más fino y más suave del mundo con una falda brillante, roja como una joya y elegante como las alas de un pájaro. Las mangas cortadas dejaban ver las rayas doradas de la blusa que llevaba debajo.
Skye se sentó frente al espejo con cuidado, para no arrugar la falda, mientras Molly le cepillaba el cabello hasta dejarlo brillante, con reflejos azulados en el negro. No podía levantarlo hasta después de la boda, no estaba permitido. Eso la había hecho sentirse frustrada, sobre todo en el mar, pero su padre era muy firme al respecto. Le había permitido trenzarlo, pero las trenzas tenían que caer sobre sus hombros.
– Ninguna O'Malley se levanta el cabello hasta después de la boda -le había dicho, y ella sabía que no valía la pena discutir.
Pero, ahora que se miraba al espejo, debía admitir que el cabello suelto le sentaba muy bien. Sobre todo cuando Molly le colocó la pequeña gorrita de cintas doradas y el velo. Skye se puso el collar de rubíes y estudió el efecto. Las grandes piedras brillaban casi salvajes contra la suavidad cremosa de su pecho desnudo, y cuando retenía un instante la respiración, sus senos se alzaban, provocativos, bajo los brillantes rubíes. El adorno para el cabello no podía usarse hasta el día en que se lo levantara, pero se puso los pendientes, el brazalete y el anillo. Deslizó los pies en sus zapatos de terciopelo rojo y se levantó.
– Dios, señora… -suspiró Molly, muy respetuosamente-. Nunca os vi tan hermosa… ¡Lástima que el señor Dom no esté aquí para admiraros…! ¡Podríais enloquecer a cualquier hombre!
Skye sonrió, contenta.
– ¿Te parece, Molly? -Se preguntaba en secreto si lord Burke enloquecería al verla. Sentía que el pecho le temblaba de emoción. Casi voló a través de la puerta y chocó con su madre política que entraba a saludarla.
– Por Dios, Skye -comentó divertida Anne O'Malley-. Si quieres impresionar al salón, no corras tanto. Tienes que entrar a lo grande, deslizándote lentamente, amor mío. -Hizo una breve demostración.
– Perdona, Anne. No te habré hecho daño, ¿verdad?
– No, cariño, pero deja que te mire un poco… Por Dios, qué hermosa estás y eso que todavía no has florecido… Si el joven Dom te viera ahora…
Skye hizo un gesto extraño.
– No quiero casarme con él, Anne. -Las palabras salieron de sus labios sin que pudiera evitarlo.
Anne O'Malley se puso seria de pronto, seria pero comprensiva.
– Lo sé, cariño. Lo sé y lo entiendo.
– Por favor, Anne, por favor, habla con papá… Él te adora y te escucha. ¡Haría cualquier cosa por ti!
– Lo intentaré, Skye, tú lo sabes. Pero no va a resultar fácil. Tu padre es hombre de palabra, y comprometió su palabra en este matrimonio. Eres la última de sus hijas y quiere que estés bien casada. El joven O'Flaherty es un buen partido para una O'Malley de Innisfana.
– ¡Le odio! -murmuró con rabia-. Siempre me está desnudando con la mirada.
– Tal vez será distinto cuando estéis casados -sugirió Anne, aunque sabía que no era cierto-. Las niñas siempre temen lo desconocido. Pero, en realidad, no hay razón para alarmarse, cariño. Mañana vendré y te lo explicaré todo, Skye.
– ¡Háblale a pa, Anne! Prométeme que lo harás.
– Sí, Skye, no te preocupes. Le hablaré.
Las dos mujeres bajaron al salón principal del castillo, y Anne se dio cuenta de que los ojos de Niall Burke estaban fijos en su hermosa hijastra. Todo el tiempo. Esperaba al pie de la escalera y tomó la pequeña mano de Skye entre las suyas, la colocó en su brazo y se llevó a Skye sin decir palabra mientras Anne lo miraba, sin saber cómo detenerlo. Sólo Anne vio la peligrosa atracción que había surgido entre ellos. ¡Tenía que hablar con Dubhdara!
El piso parecía haber desaparecido bajo los pies de Skye. Se sentía como flotando en el aire. Miró con timidez la mano que cubría la suya. Era una mano grande y morena. Era mágica y cálida, y ella percibía la fuerza que se escondía en las profundidades de su palma. Le latía con furia el corazón. ¿Por qué se sentía así?
Caminaron hasta la gran chimenea flanqueada por dos leones de piedra. De ella emanaba un resplandor producido por los troncos de roble que ardían alegremente, crepitando de tanto en tanto. Se detuvieron y miraron las llamas durante un rato. Permanecieron uno junto al otro sin mirarse.
Finalmente, él dijo:
– ¿Por qué tiemblas cuando te toco?
– No estoy acostumbrada a recibir atenciones de los hombres -contestó ella sin aliento.
Él la obligó a volverse para mirarla a los ojos.
– No lo entiendo, Skye O'Malley. Eres hermosa, maravillosa… ¿No hay ningún hombre, ni siquiera tu prometido, que te haya murmurado palabras de amor al oído?
– No. -Ella tenía las mejillas sonrosadas y hablaba tan bajo que él tuvo que inclinarse para oírla.
Niall Burke estaba fascinado. Sentía que algo extraño le sucedía y sus voces interiores clamaban alarmadas ante sus propias reacciones.
– Mírame, amor mío -le ordenó-. Prometo que no voy a morderte, aunque Dios sabe que eres muy tentadora.
Ella alzó la vista con timidez, sus ojos azules hacia los grises de ese hombre al que acababa de conocer. Durante un momento sintió como si estuviera ahogándose. Se dio cuenta de que él sentía lo mismo…, ¡sí! Ninguno de los dos podía apartar la mirada. Estaban suspendidos en el tiempo; las almas flotaban entre los cuerpos uniéndose en un solo ser perfecto.
El hechizo se rompió con una carcajada que llegaba desde el otro extremo de la sala. Niall se estremeció y juró:
– ¡Por Dios! ¿Qué me estás haciendo, pequeña bruja? -Estaba sorprendido por lo que sentía-. Deja de mirarme, Skye, querida, o voy a hacer que los dos sintamos vergüenza. -Hizo un gesto a un sirviente que llevaba una bandeja repleta de copas de vino, tomó dos y le ofreció una a Skye. Bebió el vino de un solo trago y se sintió mejor con la sensación de calor que se extendió por su estómago. Por lo menos le daba algo en qué concentrarse para no tomar a esa niña del brazo y llevársela lejos para siempre.
Cuando se anunció la cena, lord Burke, como huésped de mayor rango, se sentó junto a la novia. Supo ser cauto y logró ocultar sus emociones, pero la comida le supo a arena caliente.
Era un hombre de mundo, experimentado como el que más, pero la muchacha le había trastornado como ninguna otra en toda su vida. Admitió ante sí mismo que deseaba desesperadamente acostarse con ella, pero había mucho más que eso, desde luego, algo que nunca había sentido antes. Y le había sucedido tan bruscamente que no podía comprenderlo.
Niall Burke era el hijo único de Rory Burke, el MacWilliam de Middle Connaught. El MacWilliam casi había perdido las esperanzas de tener un heredero. Sus tres esposas habían fallecido en el parto. La última, Maerid O'Brien, le había dado ese único hijo. Desde su nacimiento, Niall había sido un muchacho saludable y fuerte, pero el MacWilliam lo había sobreprotegido.
Su nodriza comía en la mesa del MacWilliam para que el señor de MidConnaught pudiera supervisar personalmente su dieta. La ropa del bebé se mantenía templada en invierno y bien seca en las épocas húmedas. Ningún bebé había sido tan bien atendido. Incluso de noche, mientras dormía, una nodriza se sentaba junto a la cuna y vigilaba su respiración y sus sueños.
A pesar de esos cuidados excesivos, el muchacho creció sin taras. Convencido de que por fin tenía un heredero que le sobreviviría, el MacWilliam se tranquilizó. Niall, un muchacho inteligente, recibió su educación de los curas y luego viajó a Inglaterra para estudiar en Cambridge. En los deportes era el mejor, y como nadie lo vencía en ningún terreno, lo apodaron el Hombre de Hierro.
Era el joven más veloz de Irlanda; desde los doce años nadie lo había vencido en la lucha; era un excelente espadachín y un gran halconero. Nadaba como si hubiera nacido para el agua, cabalgaba como un centauro y sabía seguir el rastro de un ciervo mejor que la mayoría de sabuesos.
Entre los catorce y los dieciséis años demostró su talante apasionado. Ni una sola de las sirvientas de su padre, ninguna de las muchachas que vivían en los alrededores del castillo dejaba de recibir sus atenciones. Gradualmente, sin embargo, apaciguó su deseo y empezó a elegir con más cuidado.
Rory Burke lo adoraba. Y cuando los abundantes bastardos de Niall se esparcieron por la campiña, se sintió seguro de que la familia florecería de nuevo.
Ahora deseaba que su heredero se casara con una joven de su rango que le diera hijos legítimos.
Pero Niall prefería la libertad.
La estancia en el castillo de los O'Malley había trastocado su vida. Niall se había enamorado de Skye. Como jamás le habían negado nada, esperaba conseguir a la chica fácilmente.
Eibhlin O'Malley estaba sentada a su derecha y él dedicó toda su atención a la monja durante la comida. Eibhlin se divirtió mucho al darse cuenta. Como Anne, era perceptiva y había notado la poderosa e instantánea atracción que se había despertado entre Skye y lord Burke. Sentía lástima por ellos.
Después de la cena, el O'Malley sugirió a Skye que le mostrara la rosaleda a lord Burke. No era raro que lo pidiera, porque Dubhdara estaba orgulloso de la belleza y el ingenio de su hija menor. Le gustaba impresionar a sus huéspedes con ella. Anne esperaba que lord Burke no olvidara que Skye iba a casarse muy pronto.
Niall y Skye caminaron juntos bajando por los escalones de la entrada y cruzaron por el puente.
Ninguno de los dos pronunció palabra. La luz malva y dorada del crepúsculo del verano irlandés les proporcionaba suficiente claridad. Hacía fresco y de vez en cuando la brisa les traía la fragancia sensual de las rosas.
– Mi madre diseñó este jardín y lo cuidó durante años -explicó Skye-. Adoraba las rosas. Era lo único que papá le permitía hacer. Ordenó que le trajeran plantas de todo el mundo. Es hermoso, ¿verdad?
– Encantador -replicó lord Burke con gravedad.
– Gracias.
Caminaron un poco más, sin decir nada. Cuando llegaron al límite de la línea de rosales, Skye se volvió para regresar al castillo, pero lord Burke la tocó en el hombro y ella se detuvo, con el rostro alzado. El fuerte brazo de él la envolvió de pronto. Una llama de feroz alegría la recorrió como un huracán. ¡Había sospechado que algo así sucedería! ¡Y lo había deseado! La oscura cabeza de Niall se inclinó y los labios de Skye O'Malley se abrieron levemente, como una pequeña flor, para recibir su primer beso.
Para su sorpresa, los labios de él le parecieron suaves. No lo había imaginado así. Él la apretó más contra su cuerpo y su boca pareció pedirle algo. Ella respondió instintivamente a esa petición y cruzó los brazos alrededor de su cuello. Los dos cuerpos se tocaron. Durante un segundo, a Skye le pareció que flotaba. Luego, bruscamente, él la soltó. Tenía los ojos iluminados por la pasión. La miró fijamente y murmuró con voz ronca:
– ¡Lo sabía! ¡Sabía que todo sería así contigo!
Durante un instante, la razón volvió a dominar a Skye, que tembló de arriba abajo. La preocupación enturbiaba la mirada de Niall, que tomó el rostro delicado de ella entre sus manos y murmuró:
– ¡No, amor mío! ¡No lo lamentes ni tengas miedo de mí! Dios, no, por favor. ¡No podría tolerarlo!
– No…, no entiendo -murmuró ella-. No entiendo lo que me pasa.
– Lo que nos pasa, amor mío. Nos está pasando a ambos, Skye. Casi no te conozco, pero estoy enamorado de ti. Nunca me había enamorado hasta el día de hoy, pero sé que estoy enamorado de ti.
– ¡No! -Las lágrimas rodaron por las mejillas de Skye-. No debéis decirme estas cosas, mi señor. Pronto, seré la esposa de Dom O'Flaherty.
– ¡Pero si no lo amas, Skye!
– ¡Milord Burke! Vos sabéis cómo son estas cosas. Me prometieron a él ya en la cuna.
– Hablaré con tu padre enseguida, amor mío. No debes casarte con O'Flaherty.
Ella lo miró interrogativamente a los ojos.
– ¿Y vos? ¿No habéis sido prometido también por vuestro padre, mi señor?
– Ella murió antes de que pudiéramos casarnos. No llegué a conocerla siquiera. Ven, amor mío, quiero besarte de nuevo. -La boca de Niall tocó de nuevo sus labios y Skye suspiró de alegría y se dejó llevar sin oponer resistencia a su deseo.
¡Era una locura, pero era cierto, él la amaba! Ese hombre extraordinario y famoso la amaba… Y ella, a él. Ella, Skye, la serena, se había enamorado a primera vista. Sentía cómo el cuerpo poderoso de él dominaba con fuerza sus deseos y lo amó más porque si él hubiera intentado tomarla en ese momento, ella se habría dado con gusto y él lo sabía, sí, tenía que saberlo.
Niall Burke la dejó marchar, sin ganas, los ojos cálidos, llenos de caricias.
– ¡Skye, dulce Skye! ¡Cómo me envenenas, amor mío! Ven, querida, volvamos antes de que pierda la cabeza. -La tomó de la mano y caminaron lentamente de regreso al castillo.
Anne O'Malley los vio entrar en el vestíbulo y se desesperó en silencio. Las mejillas de Skye estaban rojas, los labios acariciados por los primeros besos, los ojos perdidos en sus ensoñaciones. Anne se puso en pie. ¡Tenía que hablar con su esposo! Y de pronto, un dolor terrible le recorrió el vientre, rompió aguas y se le empaparon las enaguas y el vestido.
– ¡El bebé! -gritó, retorciéndose de dolor. Al instante la rodearon las mujeres. Dubhdara O'Malley se abrió paso hasta su esposa y la cogió entre sus brazos para llevarla arriba, a su dormitorio.
Nadie podía creer que una mujer que había dado a luz a tres bebés con tanta facilidad pudiera sufrir un parto tan difícil, pero Anne O'Malley luchó durante dos días. Eibhlin, que había aprendido los rudimentos del oficio de partera, trabajó mucho con ella. Pero el niño era grande y estaba mal colocado.
Cuatro veces la monja volteó al bebé para ponerlo en la posición correcta y cuatro veces el bebé volvió a su postura originaria. Finalmente, Eibhlin, desesperada, volteó de nuevo al bebé y tomándolo del hombro tiró de él lentamente. Con dificultad, Anne logró parir al niño que, como había augurado, era varón. Pesaba más de cinco kilos. Lo llamarían Conn.
Dubhdara O'Malley fue a ver a su joven esposa al dormitorio. La habían bañado y le habían puesto sábanas limpias, perfumadas con lavanda. Le habían dado una nutritiva taza de caldo de carne mezclado con vino tinto y hierbas para que dejara de sangrar y durmiera. Estaba agotada.
Las mujeres salieron de la habitación para dejar sólo a los esposos. O'Malley se inclinó y besó a su esposa en la mejilla. Parecía envejecido porque había sufrido mucho, pues había temido perder a la mujer que amaba.
– ¡Basta, Annie! Me parece que cinco hijos es suficiente, cinco y la esposa más hermosa de Irlanda… No quiero perderte, mi amor.
Ella sonrió, débil, y le palmeó la mano. Entonces, de pronto, recordó su promesa.
– Skye… -empezó a decir.
Durante un momento, él la miró intrigado, y luego su frente se despejó.
– Skye, sí, sí. La boda está preparada para mañana. No quieres que la pospongamos, ¿verdad, amor? No te preocupes, Anne, Skye estará casada mañana, no temas. Tú ocúpate de descansar y reponerte y si estás despierta antes de mañana por la noche enviaré a los novios a visitarte.
Anne trató de hablar, trató de decirle que debía posponer la boda, que casar a Dom con Skye era un error terrible. Pero las hierbas y el cansancio pudieron con ella. Intentó decir algo pero no pudo. Se le cerraron los ojos y ya no pudo volver a abrirlos. Anne O'Malley se había dormido con el sueño pesado y profundo de los somníferos.
Dubhdara O'Malley se quedó de pie, mirando a su hija dormida. Le impresionaba la hermosura de Skye. Hubiera deseado tener la fortuna y el nombre necesarios para darle un esposo más noble que el joven O'Flaherty.
No le entusiasmaban los ingleses, pero sabía que la Corte Real era el centro del mundo y pensaba en lo mucho que brillaría Skye en ella.
Pero sabía que no lo había hecho tan mal. La iba a casar con el próximo jefe de los Ballyhennessey O'Flaherty. Skye sería la madre del futuro jefe del clan. No la había colocado mal. Estaría a salvo. Pero la extrañaría. Bueno, se dijo entre dientes, ¿por qué no admitir que sentía algo especial por esa hija en particular? Era una O'Malley pura. Era él mismo en forma de mujer. Ninguno de sus otros hijos se le parecía.
Durante unos minutos la miró dormir, feliz y lleno de ternura, y luego le sacudió el hombro con suavidad.
– ¡Arriba, Skye! Despierta, hija…
Ella se resistió porque no quería abandonar el sueño en el que ella y Niall se besaban. Él insistió y, finalmente, Skye abrió los ojos.
– ¿Pa? ¿Qué sucede?
– Annie dio a luz a un niño hermoso y saludable, hija. Pero aunque está agotada, no quiere que se posponga tu boda. La fiesta seguirá adelante, tal como habíamos previsto. Dom y tú os casaréis dentro de una hora en la capilla de la familia. Levántate, Skye, ¡hoy es el día de tu boda!
Ella se sobresaltó.
– ¡No, pa! ¡No! Anne me prometió…
– Está bien, cariño -la interrumpió él-, está bien. No te preocupes por Anne. Ella lamenta perderse la fiesta, pero sabe que con el castillo repleto de invitados no podíamos posponerla.
Skye se sentó en la cama; el cabello largo y negro sobre los hombros desnudos y blancos. Tenía los ojos enormes y profundos y azules en el centro de su cara en forma de corazón. Él alzó la vista, incómodo ante la perfección de los pequeños senos que se transparentaban bajo la camisa de dormir.
– ¡Papá, por favor, escúchame! ¡No quiero casarme con Dom O'Flaherty! ¡Escúchame, por favor!
Dubhdara O'Malley se sentó al borde de la cama de su hija preferida.
– Vamos, hijita, ya hemos pasado por esto antes. Claro que vas a casarte con Dom. Es un joven noble, y es una buena pareja para ti. Esos nervios son habituales antes de la ceremonia, pero no debes dejar que te dominen.
¡Oh!, ¿por qué no la comprendía su padre?
– No, papá, no. Odio a Dom. No puedo…, no voy a casarme con él… -Su voz había adquirido un tono que bordeaba la histeria.
– ¡Skye! -La respuesta de su padre fue firme y dura-. ¡Basta! Pospuse esta boda dos años con la esperanza de que cambiaras de opinión, pero no pienso seguir haciéndolo… No hay razón para llorar. No tienes vocación religiosa, solamente los bobos temores de las novias que mañana a esta hora ya habrás olvidado. -Se puso de pie-. Acicálate para Dom, hijita -le rogó antes de irse.
Skye empezó a llorar, víctima de una combinación de frustración, rabia y miedo. Las lágrimas invadieron sus ojos hasta que casi no pudo abrirlos a causa de la hinchazón. Molly, que la encontró en ese estado, salió de la habitación y pidió ayuda a Eibhlin. La monja llegó casi inmediatamente, tomó a su hermana entre sus cariñosos brazos e intentó tranquilizarla. Cuando los sollozos cesaron, Eibhlin dejó a su hermana reposando sobre las almohadas y mezcló varias hierbas en una copa de vino que había traído para dar de beber a Skye. Eso la calmaría. Eibhlin había visto ataques de nervios, antes de una boda, los había visto muchas veces.
Después, la monja tomó paños empapados en agua de rosas y los colocó sobre los ojos cerrados de Skye.
– Eso hará bajar la hinchazón -le dijo a Molly-. La dejaremos descansar media hora, después la vestiremos para la boda.
Un rato después, Skye O'Malley estaba de pie junto a Dom O'Flaherty bajo la luz de las velas de la capilla de la familia. Los huéspedes comentaban que jamás habían visto novia más hermosa. Llevaba un vestido de raso color crema con un amplio escote cuadrado que terminaba en una puntilla ancha de cinta plateada. Esa línea baja le proporcionaba al novio una buena visión de los senos y Dom O'Flaherty, al ver esos pequeños senos rosados, se relajó pensando en lo que le esperaba.
Mientras el viejo cura recitaba las antiguas palabras en latín sobre la pareja, el novio imaginaba con lujuria cómo apoyaría su cabeza en la almohada de esos cálidos senos. Cuando Skye levantó la mano para recibir el anillo de boda, Dom se fijó por primera vez en la riqueza de su vestido. Tenía las mangas cortadas y en el interior brillaba la cinta bordada en plata. Esa cinta también rodeaba las muñecas. Llevaba el pelo suelto y tocado por un sencillo adorno de perfumadas flores blancas, como símbolo de su inocencia.
Estaba más pálida que el vestido, y si Dom se hubiera molestado en mirarla más de cerca, habría descubierto la mirada acosada, indefensa que tenía en los ojos. El somnífero que la había hecho beber su hermana la empujaba a cumplir con la farsa. Tenía reacciones tan tenues y débiles que casi no se oía lo que decía y se movía como una muñeca de madera. La familia pensaba que eran los nervios por la boda.
Los declararon marido y mujer. Dom y Skye se volvieron para tener enfrente a sus familias y, en ese momento, las puertas de la capilla se abrieron bruscamente para dar paso a Niall Burke, con el rostro atravesado por la angustia, los ojos llenos de un dolor que sólo Skye podía entender. Skye quería morirse.
– ¡Que bese a la novia! ¡Que bese a la novia! -llegaron los gritos de los invitados a la boda.
Dom O'Flaherty se volvió hacia Skye y la obligó a mirarlo.
– Ahora -anunció con voz triunfante-, ahora sí que me perteneces… -La buscó con la boca. Presionó para meter la lengua entre los tiernos labios de la muchacha. En torno a ellos se oían los gritos de aliento. La lengua era suave y exigente. Skye quería escapar de ese horror y se desmayó.
– ¡Ajá! -gritó Dubhdara O'Malley con alegría-. ¡Aquí está la prueba de la inocencia de mi hija! ¡El primer beso y se desmaya. Aflójale las cintas, Dom. Me han dicho que sabes mucho sobre atuendos femeninos…!
Mientras las carcajadas que saludaban la ocurrencia de O'Malley retumbaban en la capilla, Dom O'Flaherty levantó a su mujer y la sacó de allí. Niall Burke lo miró, indefenso, mientras el muchacho se llevaba a una Skye desvanecida hacia la escalera. Hubiera querido golpear a ese joven que la apretaba entre sus brazos con los ojos llenos de un ansia de posesión evidente para cualquiera.
Por primera vez en su vida, el heredero de la más poderosa familia de Irlanda había fracasado en su empeño. Durante los últimos tres días había intentado infructuosamente hablar con el O'Malley, pero Dubhdara no había querido recibir a nadie debido a la indisposición de su esposa. Dadas las circunstancias, Niall no sospechaba que fueran a casar a Skye con tanta rapidez. Pensó que tendría tiempo de hablar con su anfitrión. Aunque la situación hubiera resultado embarazosa, no habría habido afrenta en que el O'Malley cambiara al heredero de los Ballyhennessey por el heredero de los MacWilliam de Mayo.
Niall empujó para abrirse paso con los demás hasta el dormitorio. Dom dejó a su esposa sobre la cama. Con dedos temblorosos desató las cintas del vestido de la muchacha. Sin pensar demasiado en su público, acarició el bultito suave y cálido de los senos de Skye. La lujuria de esos ojos pálidos y azules era evidente y Niall sintió que lo dominaba una rabia desatada.
– Bueno, bueno, hijo mío, no habrá nada de eso hasta esta noche -se rió O'Malley-. Tu mujer debe estar en condiciones de encabezar todos los brindis que van a hacerse en la fiesta y eso no será posible si la tomas ahora.
O'Flaherty se sonrojó entre vivas y gritos de alegría. Eibhlin se abrió paso entre la multitud para acercarse a Skye, se arrodilló junto a su hermana y empezó a frotarle las muñecas.
– Molly, el vino, por favor, y una pluma quemada. Papá, sería de gran ayuda que toda esta gente se marchase. Tú también, Dom. Si Skye va a disfrutar de su fiesta, será mejor que la dejes un rato sola.
La habitación fue vaciándose poco a poco, y Eibhlin y Molly sentaron a Skye en la cama. Primero quemaron la pluma y después la sacudieron bajo la nariz de la muchacha, a la que sin dilación forzaron a tomar vino drogado. Skye tosió, tembló y abrió los ojos.
– Te has desmayado -dijo la monja con voz seca.
– Él…, él me metió la lengua en la boca. Eibhlin… -trató de explicar Skye asustada-. Él… dijo que yo le pertenecía…
– Y es cierto.
– ¡No! ¡Jamás perteneceré a Dom O'Flaherty! ¡Ni a ningún hombre!
Eibhlin se volvió.
– Puedes marcharte -le dijo a Molly, que, evidentemente, no deseaba hacerlo. Luego en voz baja, le preguntó a su hermana-: Es Niall Burke, ¿no es cierto, Skye? No te ha arrebatado la virginidad, ¿verdad?
Skye meneó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.
– Quería casarse conmigo, Eibhlin. Iba a decírselo a papá.
– Pero no lo ha hecho, y si lo ha hecho, papá no ha aceptado su propuesta. Estás casada con Dom O'Flaherty, Skye. Tienes que enfrentarte a la verdad. Es tu deber ser una buena esposa para él. Él te ama y es tu señor a los ojos de la Iglesia.
– ¡No puedo hacer eso, Eibhlin! ¡Imposible! Odio a Dom, detesto que me toque.
– Algunas mujeres son así, Skye. Tal vez eres una de ellas.
– ¡No! ¡Cuando Niall Burke me besó fue perfecto! Lo deseé. Como una mujer desea a un hombre… en el matrimonio. Pero no me siento así con Dom.
– Duérmete, pequeña -propuso la monja con suavidad-. Pronto tendrás que inaugurar la fiesta de tu boda.
Skye se recostó, suspirando. Las hierbas empezaban a surtir efecto y, de pronto, se quedó dormida, la cara todavía humedecida por las lágrimas. Eibhlin meneó la cabeza. ¿Qué había sucedido para que papá insistiera en ese matrimonio sabiendo que Skye no lo deseaba? Dubhdara siempre había dado todos los gustos a su hijita menor, porque la adoraba, adoraba su belleza espectacular y su amor al mar. Nunca antes la había forzado a nada.
Eibhlin se puso a pensar. Tal vez su padre deseaba que la última de las hijas de los O'Malley dejara el hogar para poder disfrutar de él a solas con su segunda esposa y sus cinco hijos varones. De todos modos, aunque no pensaba decírselo nunca a su hermana, la monja comprendía y compartía el asco que le causaba Dom. Era un hombre empecinado, vanidoso y, a pesar de su educación, casi totalmente ignorante. Eibhlin suspiró. No podía hacerse nada. Eso era todo. Vivían en un mundo de hombres y una mujer decente tenía sólo dos opciones: esposa o monja. «Tal vez -pensó- algún día será diferente.» Volvió a la capilla a rezar por su hermana. Era lo único que podía hacer por el momento.
Cuando Skye se despertó unas horas después, la terrible realidad de su situación cayó sobre ella como un tornado de angustia. Su conocimiento de los hombres era muy limitado pero, instintivamente, comprendía que su esposo era el tipo de hombre que gozaba imponiéndose a los débiles e indefensos. A Dom le gustaba ganar. No tenía que permitir que descubriese lo mal que se sentía.
Se levantó de la cama lentamente, un poco mareada, y se lavó la cara con agua de rosas. Todavía sin vestirse, respiró hondo para despejarse. Se volvió al abrirse la puerta, furiosa porque violaban tan pronto su intimidad.
– ¿Cómo osas entrar en mi habitación?
Dom sonrió con pereza.
– Olvidas, Skye, cariñito, que tengo derecho a entrar en tu habitación cuándo y cómo quiera. Soy tu esposo.
Ella tembló.
– No olvido nada, Dom -respondió con valentía. Él se acercó a ella, y entonces el coraje de Skye se derrumbó-. No te me acerques… -advirtió retrocediendo, pero él la siguió hasta que ella sintió la cama contra sus piernas. La mirada que había en esos ojos celestes la aterrorizaba y tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguir de pie y mirarlo a los ojos. Oía el latido de su propio corazón aterrorizado.
– Tu timidez de virgen me gusta… hasta cierto punto, Skye. -La mano de él le tocó la mejilla y se deslizó hasta el hombro, luego se cerró sobre su brazo-. Soy tu esposo y no toleraré que me desobedezcas. Nunca. Tu padre te toleró demasiadas cosas y yo no pienso hacerlo. Te enseñaré como enseño a las perras de mi jauría y tú cumplirás con tu deber para conmigo. Cuando olvides cuál es ese deber, te castigaré. ¿Me comprendes, Skye?
– Sí, Dom. -Ella tenía los ojos bajos, en un gesto que parecía de sumisión, pero que en realidad escondía su odio.
– Bien -dijo él con voz un poco más suave-. Ahora ven a mí, cariñito. -Tomó su mentón entre los dedos y le levantó la cabeza. Luego hundió la húmeda boca en la de ella y volvió a meter la lengua entre los dientes de la muchacha. Ella tembló de asco. Los labios bajaron hasta su cuello. Él la empujó haciéndola caer sobre la cama y se abalanzó sobre ella, levantándole el vestido para liberar los senos pequeños y perfectos. Abrió la boca para morderle un pezón y ella gritó.
Él se detuvo, levantó la vista y la miró.
– Por favor, Dom, tenemos invitados.
Él gruñó, frustrado, y se puso en pie lentamente, la miró con rabia y salió de la habitación tropezando.
Se detuvo un momento en el vestíbulo para recuperar el aliento y aliviar el dolor que sentía en el estómago. Ella tenía razón, maldito sea. No se atrevía a tomarla hasta la noche, pero tenía que tranquilizarse para poder hacerlo. En ese momento, la dama de compañía de su esposa apareció por el pasillo.
Los ojos azules de Dom O'Flaherty se entrecerraron pensativamente, y una sonrisa conquistadora iluminó su bello rostro. Molly se detuvo, lo miró y se percató inmediatamente de lo que quería el esposo de su ama. Le tomó la mano sin decir nada y lo llevó por un largo pasillo hasta una alcoba oscura. Le aflojó la ropa y jadeó de alegría.
– Oh, mi señor… ¡Claro que sí!
Los brazos de Dom se deslizaron alrededor del cuello de la muchacha, que suspiraba excitada:
– Dame un beso, amor mío. -Él se inclinó para buscar la boca tibia que se le ofrecía, mientras tanteaba los botones del vestido de Molly. La apretó contra la pared del fondo y Molly cruzó las piernas alrededor de la cintura del marido de su ama. Él le aferró las nalgas con las manos y se hundió con fuerza en la calidez de la joven. Se movía hacia atrás y hacia delante sin importarle que Molly se golpeara la cabeza contra la pared. Ella gemía de placer y dolor al mismo tiempo. Él se dejó ir con rapidez. Molly se puso en pie y se arregló el vestido. O'Flaherty la dejó sin decir palabra, sin siquiera mirarla. Molly se dejó caer en el suelo, gimiendo.
Skye, que casi nunca rezaba fuera de la iglesia, daba las gracias a todos los santos del calendario por el momentáneo respiro. Pero esa noche no habría forma de evitar lo inevitable. Tendría que someterse a lo que fuera que le hacían los hombres a las mujeres. Tenía algunas ideas vagas al respecto, pero sus hermanas nunca hablaban de sexo y Anne no había llegado a explicarle nada. Estaría a merced de Dom.
Tomó el cepillo y desenredó su cabello. Luego alisó las arrugas del traje de novia, abrió la puerta y abandonó la habitación. Dom apareció en la oscuridad y bajaron al vestíbulo cogidos del brazo para dar la bienvenida a los invitados.
La fiesta había empezado sin ellos, y hubo un general grito de alegría cuando entraron. Dubhdara O'Malley, ya casi borracho, saludó con una respetuosa inclinación y escoltó a su hija y al esposo de ésta hacia el estrado. Skye se horrorizó al ver que la habían colocado entre su marido y lord Burke.
– Buenas noches, señora O'Flaherty. Mis mejores deseos para vos y vuestro esposo -dijo él con formalidad.
– Gracias, milord -contestó ella. No se atrevía a mirarlo. Le parecía que si lo hacía empezaría a llorar de nuevo. Le temblaba la mano cuando cogió la copa para tomar un trago de vino. El corazón de lord Burke se contrajo cuando se dio cuenta.
El O'Malley de Innisfana no había reparado en gastos. Había grandes boles de ostras; fuentes de camarones y langostinos hervidos en vino blanco y adornados con hierbas en todas las mesas; truchas enteras hervidas y rellenas, primero con salmón, después con truchas más pequeñas y finalmente con mariscos. El novio se llenó la boca de ostras mientras recordaba a todos las propiedades afrodisíacas de ese marisco.
El plato siguiente estaba compuesto de patos enteros, capones en salsa de limón, pavos rellenos, palomas rustidas, corderos lechados cocidos enteros, pedazos de carne de ternera en su jugo, conejos cocinados en marmitas, pequeños bocaditos de carne picada, boles de lechuga fresca y cebollitas en vinagre, bandejas de pan troceado y boles de mantequilla. Nadie se quedó sin beber, porque había jarras de plata con vino tinto y blanco, y jarras de barro llenas de cerveza que los sirvientes reponían constantemente.
El último plato consistía en gelatina de todos los colores, flanes, tartas de frutas, lonchas de quesos fuertes, cerezas dulces de Francia y naranjas españolas. El cocinero, contratado especialmente para la ocasión, se lució con magníficas construcciones de mazapán. La decoración superior representaba a una pareja de recién casados, el novio con el pene en evidente erección y la novia con los ojos fijos en ese bulto y una tímida sonrisa en la cara. Se hicieron abundantes brindis, uno tras otro. Algunos eran serios; otros burlones. Finalmente, Dom O'Flaherty se volvió hacia su novia y le dijo:
– Ve a prepararte para mí, querida. He sido agasajado por la generosa hospitalidad de tu padre; ahora quiero ser agasajado por tu precioso cuerpo.
Las mejillas de Skye enrojecieron, temblorosas.
– Tengo que bañarme -se disculpó-. No he podido hacerlo esta mañana.
– ¿Cuánto tardarás?
– Una hora.
– Te doy media, Skye. Ya no quiero excusas.
Ella se puso en pie, y en ese preciso instante se oyó un grito. Ella recogió las faldas de su traje y huyó enseguida con sus hermanas y, tras ellas, un grupo de jóvenes sonrientes. Si atrapaban a la novia o a alguna de sus damas, recibirían un beso como premio. Con rapidez, las hermanas O'Malley llegaron a la habitación de Skye, donde la pareja pasaría la noche de bodas, y cerraron la puerta para que nadie pudiera entrar tras ellas.
Frente al fuego había una tina llena de agua.
Skye miró a su sirvienta con gratitud.
– Gracias, Molly. Te diste cuenta sin que te lo dijera.
– No tuvisteis tiempo antes -replicó la muchacha mientras la ayudaba a desvestirse. Las hermanas se ocuparon de doblar el vestido de Skye y de ordenar la habitación. Sine tomó la tumbilla que se usaba para calentar la cama y la pasó entre las sábanas.
– Las sábanas frías enfrían el ardor de un hombre -observó.
Skye mantuvo la mente fija en el baño. Si se permitía pensar en lo que vendría después, se derrumbaría. Miró la habitación. Aparte de los jarrones llenos de ramas florecidas que habían colocado allí para cumplir con el viejo rito pagano, todo estaba igual. La gran cama de roble oscuro, adornada con terciopelo azul y preparada hoy con sábanas nuevas perfumadas con lavanda. El enorme armario que hacía juego y que ahora estaba vacío porque su ropa ya había sido empaquetada para la partida hacia su nuevo hogar. Skye se lavó con rapidez y salió del baño para envolverse en una toalla recién lavada. Su hermoso cuerpo salió del agua rosado por el calor del baño. Molly la secó con rapidez y le aplicó unos polvos perfumados con una especie de esponja seca de lana. Las hermanas estornudaron cuando el olor se extendió por la habitación.
– Abre un poco la ventana -exigió Moire-. Y busca la bata.
Skye se sonrojó.
– Esa no, Molly. Por favor.
– ¡Skye! -La voz de Moire era severa-. Es una costumbre en la familia O'Malley, y todas la hemos cumplido. Por Dios, hermana, eres la más hermosa de todas. No hay nada de que avergonzarse, niña.
– ¡Pero no me gusta que todos esos hombres me vean desnuda!
– Nosotras, las O'Malley, estamos orgullosas de mostrarles a todos que llegamos al matrimonio sin tacha, sin defectos. Cumplirás el rito. -Envolvió a la novia con la bata, y luego ordenó-: Abre la puerta, Peigi. Oigo llegar a los hombres.
Peigi se apartó del umbral cuando se abrió la puerta y los invitados, sonrientes y divertidos, entraron en la pequeña habitación. Los amigos de Dom O'Flaherty lo habían desvestido a medias. Dubhdara O'Malley se acercó a su hija menor. Estaba borracho, pero cumpliría con su papel hasta el final.
Levantó la mano para pedir silencio y la habitación se llenó de calma.
– La última de mis hijas se ha casado hoy. Como he hecho con todas las demás, me enorgullezco en mostraros que llega al matrimonio inmaculada, sin marcas de viruela ni de ningún otro tipo. -Hizo un gesto a Peigi y Moire, que retiraron la bata de los hombros de Skye y la dejaron caer al suelo. La muchacha estaba desnuda. Se volvió y las hermanas apartaron el cabello largo y negro para mostrar a los huéspedes que nadie había escondido nada tras él. A la luz de las velas, el bellísimo cuerpo brillaba como si fuera de nácar.
Un suspiro recorrió la habitación mientras hombres y mujeres admiraban y envidiaban la perfección de la joven virgen. El novio estaba impresionado, eso era evidente. Skye era exquisita, con los pequeños senos color de rosa, las largas piernas que terminaban en pies arqueados de línea delgada y elegante.
De pronto, los invitados se apartaron impresionados mientras Niall Burke se abría paso hacia la recién esposada y dejaba que sus ojos de plata se deslizaran sobre ella para anunciar:
– ¡O'Malley! ¡Como tu señor, reclamo el derecho de pernada!
El dueño de Innisfana tragó saliva.
– Una broma de pésimo gusto, milord -replicó, muy sobrio ahora. Esperaba que Burke estuviera borracho pero vio que no lo estaba-. Mi hija no es una campesina -dijo con firmeza.
Lord Burke se irguió en toda su altura. Su orgullosa mirada barrió la habitación.
– Soy tu señor, Dubhdara O'Malley. Me juraste obediencia cuando cumplí diez años. Fue gracias a mi generosidad que recibiste la baronía de Innisfana. Nuestras leyes exigen que cumplas con mi mandato.
– ¡No! -gritó Dom-. ¡Ella es mía! ¡Mía! Y yo no soy vuestro vasallo…
Lord Burke miró con desprecio al jovenzuelo.
– Quiero recordaros, O'Flaherty, que vuestra familia juró obediencia a mi padre… y que yo represento aquí a mi padre. Reclamo el derecho de pernada sobre vuestra esposa. ¿Alguno de los caballeros aquí presentes piensa arriesgarse a insultarme sólo por la virginidad de una mujer? Además, O'Flaherty, cuando termine de enseñarle, será mucho mejor para vos. Me dijeron que no sois… muy bueno con las vírgenes.
Todos retuvieron el aliento. Dubhdara O'Malley cambió de posición, incómodo. Luego, de pronto, se dio cuenta de que la decisión correspondía a su yerno.
– Lo dejo en vuestras manos, mi señor -dijo con rapidez, casi suspirando de alivio.
El silencio de la pequeña habitación fue roto de pronto por la voz de Dom.
– Pagaré lo que me digáis, milord -aseguró el muchacho-. Poned un precio.
Niall Burke miró a Dom, con arrogancia y ladró:
– Tu vida o la virginidad de tu esposa.
Todos los presentes respiraron hondo. Estaban asistiendo a un drama del más alto rango, a una escena de la que se hablaría durante años en todos los salones y chozas de Irlanda. ¿Por qué estaba tan decidido lord Burke? Claro que la joven era una criatura hermosa, pero era muy raro que un señor reclamara el derecho de pernada sobre la esposa de un vasallo.
Dom O'Flaherty se puso pálido, después rojo, de miedo, de impotencia, de rabia. Sus ojos recorrieron el cuerpo de Skye, luego volvieron a mirar a lord Burke. Los imaginó unidos en un abrazo.
«¡Al demonio con ese bastardo hijo de perra! -pensó-. ¡Me tiene bien atrapado!» Finalmente, dijo con la voz llena de furia:
– De acuerdo. ¡Al diablo con vos, lord Burke! -Dio media vuelta y salió con estruendo de la habitación, seguido por O'Malley y el resto de los invitados.
Niall Burke caminó lentamente hasta la puerta y la cerró. Pasó el pestillo con furia. Luego volvió a mirar a Skye. Durante toda la escena anterior, ella había permanecido callada y quieta como un conejito asustado.
– Realmente pienso tomarte -aseguró él con calma.
Los ojos de Skye eran enormes, azules y verdes en su cara pálida.
– Lo sé -respondió con suavidad-. Tendrás que indicarme qué debo hacer. Nadie me ha explicado lo que hay que hacer y soy muy ignorante. Anne no tuvo tiempo de explicármelo -dijo con voz trémula.
Una tibia sonrisa iluminó los labios de lord Burke y, en ese momento, se transformó en su Niall otra vez.
– Creo, amor mío -dijo con una voz muy tierna- que lo primero que deberías hacer es meterte en la cama. Pareces congelada. -Con un movimiento rápido apartó las sábanas y la tomó en sus brazos, para meterla entre ellas.
– Bésame, Niall. -Era un modesto ruego y era también la primera vez que ella pronunciaba su nombre de pila.
– Te aseguro que voy a hacerlo, Skye. Dame un momento para desvestirme.
– Ahora, por favor.
Si ella hubiera sido cualquier otra, él habría hecho una broma. Pero Skye era tan apasionada…, estaba tan necesitada de amor. En lugar de bromear, se inclinó y la besó en los labios que ella le ofrecía. Fue un beso muy dulce y les costó separar sus bocas, pero, finalmente, él se apartó.
– Tenía que estar segura de que seguía siendo tan hermoso como la primera vez -dijo ella-. Cuando Dom me besó hoy, quería morirme porque me daba asco.
– ¿Y todavía te parece hermoso, amor mío? -Los ojos de plata la acariciaron con cuidado.
– Sí, Niall. Es hermoso.
Él se quitó la ropa sin prisas y se acercó a la cama.
– ¿Has visto a un hombre desnudo alguna vez, Skye? -El resplandor del fuego de la pequeña chimenea del rincón temblaba sobre su poderoso cuerpo.
– Solamente de la cintura para arriba. Los marineros se quitan la camisa muchas veces cuando hace calor. He visto pies desnudos y parte de las piernas también…, en los barcos. -Los ojos de Skye recorrieron el cuerpo de Niall y se detuvieron un instante sobre su sexo, después continuaron el examen hacia arriba.
Él sonrió con gesto travieso.
– Espero que te guste, amor mío -bromeó, metiéndose en la cama con ella.
La cara con forma de corazón estaba muy sería cuando habló:
– No sé qué debo hacer.
– Deja que yo me ocupe de eso -la tranquilizó él. La tomó entre sus brazos, la colocó bajo su cuerpo-. ¡Oh, Skye! ¡Skye! Me he atrevido a mucho por ti, amor mío. -Su boca buscó la de ella, pero esta vez fue diferente. Los labios jugaron con su cara, con sus largas pestañas, con la frente y las mejillas, con el mentón, y, finalmente, con la punta de la nariz.
La sorpresa de ese dulce asalto la dejó sin aliento y, además, no se esperaba la suave caricia que envolvió su seno.
– ¡Oh! -murmuró y luego-: ¡Oh, Niall, lamento ser tan poca cosa! -se disculpó con timidez, sin atreverse a mirarlo.
– Tú eres la perfección, Skye. ¿Ves cómo anida tu seno en mi mano? Es como una palomita blanca. -Niall inclinó su morena cabeza y besó el rosado pezón. Satisfecho al ver que, respondiendo a su caricia, se endurecía casi inmediatamente entre sus labios.
Lentamente, la acomodó contra las almohadas y se abalanzó sobre ese cuerpo anhelante. Su cálida boca recorrió los senos y se apasionó al contrastar la respuesta. El hermoso cabello de Skye estaba extendido como un gran remolino negro sobre las sábanas de lino blanco. Con la cabeza hacia atrás y el grácil cuello curvado, ella invitaba a los labios que la recorrían a dejar un rastro de besos ardientes sobre su palpitante carne.
Las manos de Niall se deslizaron sobre el torso perfecto de Skye, gozando de su piel suave como la seda. De pronto, Skye se incendió y gimió asustada sin poder contenerse. Sentía el cuerpo líquido. Se notaba lánguida, pero llena de una fuerza extraordinaria. La voz de él le murmuraba palabras de aliento y de confianza.
Ella jadeaba con suavidad, sorprendida cuando los dedos de Niall la exploraban, buscando con ternura, invitándola a dejarse llevar. Después, se dio cuenta de que la caricia era distinta, de que lo que la estaba acariciando era el órgano de él, terso contra su suave pierna.
Lentamente, Niall le separó las piernas con las rodillas. Su raíz palpitante rozó la punta de la femineidad y, en una niebla dulce de miedo y deseo, ella le oyó decir:
– Te dolerá, pero solamente esta vez, Skye. Después, nunca más sentirás dolor, amor mío.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Por favor, sí! -jadeó ella, sin saber lo que quería, pero deseándolo con toda su alma. Un dolor profundo y ardiente le abrió las entrañas y luego desapareció, dando paso a un calor tierno y palpitante. Los ojos plateados buscaron a los azules y la pasión fue espejo de la pasión mientras él la amaba. Durante un momento, yacieron suspendidos en el tiempo y después ella gritó de placer cuando la turgencia de él explotó y la llenó de jugos cremosos.
Tras unos minutos, él se hizo a un lado y la acunó entre sus brazos. Le acarició el cabello, fascinado por su densidad casi mágica. Cuando habló de nuevo, su voz de terciopelo llevaba en sí el principio de un temblor.
– Gracias, Skye, amor mío. Gracias por el mejor de los regalos que puede recibir un hombre.
Ella se movió para verle la cara, porque ahora que era mujer se sentía más valiente.
– Te he esperado toda mi vida, Niall Burke. No me dejes ahora, porque preferiría ser tu perra que la esposa de Dom O'Flaherty. Me iré contigo.
Él suspiró.
– No podría dejarte ahora, Skye. Anularemos tu matrimonio por adulterio. No pienso devolverte a Dom O'Flaherty. Nos iremos al castillo de mi padre por la mañana. Tu esposo es un pavo vanidoso. Un buen arreglo financiero y una novia noble y rica lo calmarán.
– ¿No vas a dejarme? -Los ojos de Skye brillaban de felicidad-. ¡Oh, Niall! ¡Te amo! ¡Te amo tanto!
– Dios, amor mío, yo te adoro… -Niall la besó con pasión-. ¡Te amo yo también, amor mío! ¡Te amo!
Sus cuerpos se unieron otra vez. Skye se sentía dominada y perdida en esas sensaciones nuevas, dulces, tormentosas que la recorrían de arriba abajo. Su cuerpo respondía a cada caricia de Niall y buscaba en cada una un nuevo estremecimiento.
Él luego se echó de espaldas, y la levantó para colocársela encima. La manera en que se sonrojó lo sedujo por completo. Ella escondió la cara en el hombro. Él rió entre dientes.
– No, querida, ahora tú debes hacerme el amor a mí.
– Pero, Niall, no sé hacerlo -protestó ella.
– Tócame, Skye. Es la mejor manera de empezar.
Ella se sentó con una pierna a cada lado del torso de él. No podía mirarlo a los ojos. Le acarició el pecho con mano temblorosa. La mata del vello era suave, la piel tersa y cálida. Después le acarició el hombro y después el musculoso brazo. En un movimiento rápido y valiente, se inclinó y le rozó la mejilla con su seno. Niall lo cogió y esperó la reacción de Skye. Ella frotó la cara de él con su pecho y después apoyó su endurecido pezón sobre los labios de Niall. Skye jadeó cuando notó que el pezón era devorado por esos labios masculinos. La lengua de Niall jugó con él y la llenó de flechas de fuego. Ella se retorció, los ojos entrecerrados.
Los brazos de él la rodearon y otra vez se encontró de espaldas sobre la cama. Niall le tomó la mano y la condujo hasta su sexo. Ella lo acarició y el efecto fue devastador. Él gimió en la oscuridad y hundió la cara en la masa oscura del cabello de ella. El olor limpio y perfumado del jabón que ella usaba, mezclado con el olor de su feminidad, lo enloquecieron. Otra vez hundió su enorme espada en el sexo anhelante de ella, que suspiró profundamente y tomó de él todo lo que pudo. Sus brazos lo apresaron con fuerza.
– Cruza tus piernas alrededor de mi cuerpo, amor mío. Siempre necesito más de ti. -La voz de Niall sonó extraña, feroz, ronca. Ella obedeció y gimió con suavidad cuando sintió que él se hundía todavía más en ella. El mundo que la rodeaba estalló en un remolino de placeres. No podía ser mejor que eso, pero fue mejor de algún modo, progresivamente mejor.
– ¡Niall! ¡Niall, me muero! -sollozó ella, incapaz de tolerarlo más. Él sabía lo suficiente como para controlarse, pero no podía detenerse ahora.
– Un poquito más, Skye. ¡Dios! ¡Eres tan dulce! ¡No quiero parar ahora! -murmuró con voz confusa.
– No, no. ¡No te detengas! -gimió ella en un frenesí de placer. No quería dejar ese mundo maravilloso. ¡Más adentro! ¡Más! ¡Más rápido! ¡Más! Se habían perdido uno en el otro. Y cuando llegaron juntos al clímax, ella gimió, alegre y triste a un tiempo.
Él la abrazó y dijo en voz bien baja:
– ¡Skye! ¡Mi Skye! Eres la perfección, amor mío. La perfección más pura. Te amo tanto, amor mío…
Los ojos azules y grises estaban turbios de cansancio pero brillaban de amor.
– ¡Dame un hijo, Niall Burke! -murmuró ella con fiereza.
Él le acarició la mejilla con ternura.
– A su tiempo, querida, a su tiempo. Ahora duerme, Skye. Mañana le diremos a todo el mundo que no vamos a separarnos, y será una noticia muy sorprendente. Necesitaremos estar descansados para afrontar la furia que desatará.
– ¿Entonces es cierto que no vas a dejarme? -La voz de Skye temblaba.
– Sí, amor mío. Sólo el diablo puede separarnos ahora.
– Iría contigo al infierno si fuera necesario, Niall -aseguró ella con pasión.
Finalmente, fundidos en un abrazo, se durmieron, confiando en el poder de su amor.
Arropados por la luz grisácea del amanecer, Niall Burke y Skye dormían abrazados. Con el corazón latiéndole en la boca, un jovencísimo pinche de la cocina del castillo se deslizó a través de la ventana, que no estaba trabada, y durante un momento miró con la boca abierta a las dos personas que dormían desnudas en la cama. El hombre estaba boca abajo, su brazo cruzado sobre el cuerpo de la mujer. Ella estaba acurrucada junto a él.
El niño, que siempre estaba metido en la cocina, ocupado con sus deberes de ayudante, pensó que esos dos eran el espectáculo más hermoso que había visto en su vida. Se sintió triste por lo que tenía que hacer. La mujer se movió en sueños y el muchacho, que recordaba su obligación, sintiéndose culpable, anduvo de puntillas por la habitación, corrió el pestillo sin hacer ruido y abrió la puerta.
Dubhdara O'Malley y tres de sus hombres de armas entraron sigilosamente y avanzaron hacia la cama. A un gesto de O'Malley, Niall Burke fue arrancado del lecho y amordazado. Luego, dos de los hombres de O'Malley lo arrastraron afuera, al pasillo, y la puerta se cerró silenciosamente tras ellos. Niall luchó con rabia contra sus captores, que lo empujaron hasta el vestíbulo del castillo. No tenía miedo porque sabía que si esos hombres hubieran querido matarlo, ya lo habrían hecho.
– ¡No gritéis, mi señor! -ordenó O'Malley cuando entraron en una habitación que daba al vestíbulo principal.
Niall indicó que no lo haría, moviendo la cabeza. Le soltaron y le quitaron la mordaza. Niall tomó la copa que le ofrecían. Era cerveza. Bebió y empezó a vestirse. El pinche le había traído la ropa de la habitación. Niall Burke estaba furioso pero no quería discutir con el O'Malley estando desnudo. Eso lo hubiera puesto en desventaja. Su antagonista habló primero.
– Os marcháis inmediatamente, mí señor. El joven O'Flaherty ha pasado una noche muy desgraciada, bebiendo y abusando de la dama de compañía de Skye. Si os ve, puede haber problemas. Preferiría no tener que decirle al MacWilliam que su hijo sufrió un percance en mi propiedad.
Niall metió los pies en sus botas.
– Quiero que anulen el matrimonio de Skye, O'Malley. Hace tres días que trato de veros para pediros que suspendáis el matrimonio. Amo a Skye y ella siente lo mismo por mí. La quiero por esposa. Haré que O'Flaherty reciba una compensación por las molestias, una nueva novia y una gran suma de dinero. ¿Por qué pensáis que actué de esa manera anoche? ¿Para divertirme? Amo a vuestra hija. Y espero que mis actos obliguen a O'Flaherty a dejarla.
Dubhdara O'Malley parecía sorprendido.
– ¡Vamos, muchacho! Tal vez tenga poco en el mundo, pero tengo mi buen nombre y mi palabra de honor. La palabra de Dubhdara O'Malley nunca ha sido cuestionada porque es tan buena como el oro. Nunca la he roto, ¡nunca! Y no pienso hacerlo ahora. Skye está prometida a Dom desde su nacimiento. Y aunque hubiera pospuesto la ceremonia, vuestro padre no os permitiría casaros con una O'Malley de Innisfana. Marchaos a casa. Dejadme reparar lo que ha sido quebrado esta noche, incluyendo el corazón de mi pobre niña.
– No me iré sin Skye, O'Malley. ¡Ella viene conmigo!
El dueño del castillo hizo un leve gesto a sus hombres. Niall Burke recibió un golpe en la cabeza y cayó al suelo inconsciente.
– Al barco, y decidle al capitán MacGuire que lo lleve al castillo de su padre. Que entregue también esta carta al MacWilliam y que espere una respuesta -ordenó O'Malley, tenso.
Luego permaneció en silencio mirando cómo su invitado de honor era acomodado sobre el hombro de uno de sus hombres y salía así de la habitación. Luego sin mirar atrás, O'Malley volvió al dormitorio de su hija. La sacudió para despertarla.
– ¡Skye, hija…! ¡Despierta!
Los ojos azules se abrieron lentamente y se llenaron de sorpresa.
– ¿Papá? -Su mirada recorrió atemorizada la habitación y su voz se convirtió en un grito de terror-. ¿Y Niall?
– Se ha ido, Skye. Niall Burke ha regresado con su padre.
– ¡No! Me prometió que no nos separaríamos… Me lo prometió.
– Los hombres hacen promesas así bajo el influjo de la pasión. Promesas que no piensan cumplir -aseguró el O'Malley con brutalidad-. Levántate y vístete, hija. Te irás con Eibhlin a su convento de Innishturk hasta que el ánimo de Dom se tranquilice un poco y estemos seguros de que no llevas la semilla de un bastardo de Burke en tu vientre. Te enviaré a alguien para que te ayude a vestirte.
– Me estás mintiendo. ¿Qué le has hecho a Niall?
– No miento, Skye. Burke se ha ido.
– ¿Dónde está Molly?
– Está enferma -dijo O'Malley mientras dejaba la habitación.
Skye permaneció sentada, mareada, confusa. ¡Él le había prometido, sí, prometido, que no se separarían! ¡Y lo había dicho en serio! Ella lo sabía… ¿Dónde estaba? ¿Lo habían matado? ¡Dios, no! Empezó a temblar. No. No lo habían matado, claro que no. Su padre no mataría al heredero de su señor.
«Tal vez -le insinuaba una voz perversa en su cabeza-, tal vez tu padre dice la verdad. Después de todo, no tienes experiencia con los hombres. Tal vez el heredero del gran señor se divirtió contigo y ahora ha vuelto a sus asuntos.»
El corazón de Skye empezó a latir con furia y, durante un momento pensó que se desmayaría. Luego, Skye hizo acopio de valor, el valor que había ido reservando lentamente a través de los años. Si se dejaba vencer por sus dudas, enloquecería. Debía confiar en su intuición. Skye O'Malley no permitiría que el pánico, se apoderase de ella.
Bajó de la cama, caminó desnuda por la habitación y sacó ropa de su baúl. Empezó a vestirse. Primero se puso la ropa interior, y a continuación una especie de falda que había diseñado ella misma. O'Malley siempre se quejaba de que su hija usara ropa de hombre, pero Skye, cuando acompañaba a su padre en el barco se sentía incómoda con faldas largas, así que había convertido sus faldas en pantalones muy anchos del largo de la rodilla. Por debajo, usaba calzas y botas de cuero altas. Había cortado sus camisas a la altura de la cintura y las metía bajo esa falda para sentirse más libre.
Se lavó y se vistió, trenzó su cabello negro y se lo fijó con una horquilla, tomó una capa oscura a cuadros y dejó la habitación. En la puerta se encontró con un hombre de armas que la esperaba para cargar el baúl de la ropa y acompañarla hasta el barco.
Skye bajó por las escaleras con gesto de reina. En el vestíbulo principal del castillo la esperaban su padre, su hermana Eibhlin y Dom. Dom tenía muy mal aspecto: los ojos inyectados en sangre, hinchados y neblinosos y la cara marcada por arañazos y golpes. Ella se preparó para enfrentarse a él.
– Buenos días, Dom.
Él la miró con furia, asintió y guardó silencio. Ella se encogió de hombros y se volvió hacia su padre.
– Estoy lista, papá. Pero, antes de irme, quiero saber la verdad. Niall no me habría dejado voluntariamente.
Los ojos azules de Dom O'Flaherty se abrieron, luego se entrecerraron en un gesto de amenaza. Se volvió hacia su suegro.
– ¿Qué traición es ésta, O'Malley? Ya me parece terrible que Burke haya exigido el derecho de pernada sobre mi esposa delante de todo el mundo. Ahora parece que ella estaba de acuerdo. -Se volvió rabioso hacia Skye-. ¡Putita del demonio! ¿Hace cuánto que pasa esto? ¿Hace cuánto que gozas lo tuyo con Burke? ¡Debería marcarte la espalda con una fusta!
Skye miró a su esposo con frialdad. Su voz sonó tranquila y suave.
– Hace sólo unos días que conozco a Niall, Dom. Sí, estamos enamorados. No sé cómo pasó, pero pasó. No me gustas demasiado, Dom, pero no te habría herido ni humillado deliberadamente. Niall Burke quiere casarse conmigo. Concédeme la anulación. No me amas, de eso estoy segura. Niall buscará una nueva esposa para ti y te recompensará generosamente para que tu orgullo no te importune demasiado.
Dom la miró, pensando que Skye había perdido el juicio.
– ¿Me disteis una loca por esposa, O'Malley? -Se volvió hacia Skye-. Escucha, estúpida, el MacWilliam no va a dejar que su heredero se case con alguien como tú. Niall Burke es un seductor. Lo único que quería era fornicar contigo, y estoy seguro de que lo hizo muy bien si su reputación no miente… ¡Se acabó! Ahora irás con Eibhlin a Innishturk hasta que yo pueda estar seguro de que la semilla de Burke no ha prendido en tu vientre. Cuando vuelvas, Skye, serás una buena esposa, te guste o no, y no seguirás portándote como una puta. ¡Ahora apártate de mi vista, querida esposa!
– ¡Papá!
– Obedece a Dom, Skye. Él es tu amo ahora.
– ¡Nunca, nunca!
Dom O'Flaherty se abalanzó sobre Skye y, tomándola del brazo, la abofeteó con brutalidad varias veces. Sorprendida y asustada, ya que su padre nunca le había pegado, Skye solamente hizo un leve gesto para protegerse de los golpes.
– ¡Puta! Te advertí lo que pasaría si me desobedecías… -Dom la sacudió con rabia. Furiosa y resentida, Skye se apartó de él con gesto adusto.
– ¡Hijo de perra! -gritó entre dientes, y su voz sonaba como la de una víbora-. Si vuelves a pegarme, te clavaré un cuchillo en ese podrido corazón que tienes…
– ¡Es suficiente! -rugió O'Malley interponiéndose entre ellos-. ¡Ya basta, Dom! -Su voz retumbó severa y tensa-. Eibhlin, llévate a tu hermana a la barca, rápido, obedece.
Los ojos de Skye se habían teñido de negra furia.
– Jamás te perdonaré esto, papá -sentenció dolida. Lo miró con un odio absoluto y se marchó con su hermana.
En el exterior, el día era frío y gris. El viento sacudía los vestidos de las mujeres que se apresuraban hacia el muelle atravesando la rosaleda. Skye se detuvo un instante. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Cortó una rosa roja, la olió, suspiró y siguió su camino, procurando no mancharse de barro. Un bote de pesca y dos de los hombres de su padre las esperaban en la playa. Vio su gran baúl de ropa en el bote. Uno de los hombres ayudó a Eibhlin a subir a bordo. Skye hizo un gesto para rechazar la ayuda y subió sola. Se colocó al timón. Tomó la barra entre las manos y la manejó mientras uno de los marineros empujaba el bote para sacarlo de la arena húmeda y el otro izaba la vela.
El marinero Connor sonrió, asintió y dejó que Skye tomara el mando. Llegarían a la isla de Innishturk en un abrir y cerrar de ojos, porque nadie navegaba tan bien como la señora Skye. El otro marinero, que era nuevo entre los hombres de O'Malley, se sentó en silencio.
Skye pilotó el bote con habilidad alrededor de la bahía del castillo y lo llevó hacia mar abierto. El día mejoraba y soplaba una ligera brisa. El botecito embestía contra las olas azules y profundas. Innishturk, apenas unas millas náuticas más allá, era aún un bulto negro en la distancia. Skye eligió el curso que los llevaría más cerca del convento de Eibhlin.
Eibhlin deseaba poder hablar con Skye, pero su hermana parecía desilusionada y poco dispuesta a escuchar consejos. La monja se sintió triste de pronto. ¿Qué podía decir para consolar y ayudar a su hermana? ¿Qué se le decía a una mujer a la que habían casado a la fuerza con un hombre al que no quería porque amaba profundamente a otro? Eibhlin volvió a sentir la frustración de ser mujer en un mundo de hombres. Y se preguntó de nuevo por qué eran así las cosas.
Entonces vio cómo empezaba a formarse un moretón sobre la mejilla izquierda de Skye. Hundió el pañuelo en el frío mar y, sin decir palabra, lo escurrió y se lo alcanzó a su hermana. Una sonrisa leve fue el gesto de agradecimiento. Skye tomó el pañuelo y lo apretó contra su dolorida cara.
Innishturk estaba cada vez más cerca y pronto el botecito subiría a la orilla de arena. En cuanto llegaron, Eibhlin bajó del bote ayudada por los marineros. Ahora estaba en su elemento y era ella la que daba las órdenes.
– Bajad el baúl de la señora Skye. Padraic, vos os quedaréis guardando el bote.
– Sí, hermana.
– Sí, hermana.
Skye saltó desde la proa del bote hasta la playa. Conocía bien el camino porque había acompañado varias veces a su padre a visitar a Eibhlin. Sin decir palabra, tomó el sendero que partía de la playa. Cuando llegó a la cima del acantilado, abrió una pequeña puerta de madera y la mantuvo así para que pudieran pasar su hermana y el marinero jadeante que cargaba con el baúl. La puerta se cerró sola y los tres entraron a los campos del convento.
Ahí, frente a ellos, se alzaba St. Bride's of the Cliffs, construido unos cien años antes. El convento era un edificio cuadrangular con los extremos coronados por cuatro torres que se elevaban hacia el cielo. Las piedras grisáceas del edificio principal estaban comidas por la acción conjunta del viento y el mar.
Había otros edificios adyacentes para el ganado, una casa donde se horneaba el pan y una casa de baños. Se detuvieron en el portal, una enorme puerta de roble enmarcada en bronce.
– Connor tendrá que esperar aquí -dijo Eibhlin-. Enviaré a alguien a buscar el baúl.
– Esperaré con él -dijo Skye con calma-. Si voy a quedarme aquí enclaustrada durante un mes, prefiero posponer todo lo que pueda el inicio de mi cautiverio.
Eibhlin no discutió. Tocó la campana y, en cuanto la guardiana le contestó, entró con rapidez. A solas con Skye, Connor observó:
– Es un lugar muy extraño para una luna de miel, si es que os interesa mi opinión, señora.
– No me interesa -le ladró Skye-. Pero es un buen lugar si una se ha casado con el hombre equivocado. Y ahora, repite eso, viejo chismoso, y te aseguro que haré que te apaleen.
– ¡El O'Malley nunca os puso un dedo encima, señora!
– No, pero el bastardo de mi esposo, sí. Este golpe en la mejilla es una muestra de su afecto.
Connor no veía nada malo en que un hombre le propinara alguna bofetada de tanto en tanto a su mujer para mantenerla a raya, pero le impresionaba la idea de que un recién casado golpeara a su esposa el mismo día de la boda. La señora Skye no era una muchacha cualquiera. Era especial. Además, él era pariente de Molly, la dama de compañía, que casi no había sobrevivido a una noche con O'Flaherty. Le pareció que debía poner sobre aviso a la joven señora.
– Mejor será que os diga esto de frente, señora, para que estéis en guardia. O'Flaherty tomó a Molly anoche. Y casi la mata. Le hizo hacer cosas que ningún hombre decente le pediría a una mujer. Después la golpeó y la echó de la habitación. Cuando volváis con él, tened cuidado.
La cara de Skye permaneció firme como una roca. Ni la más leve emoción asomó en ella.
– ¿Cómo está Molly?
– Son sólo golpes. Se le pasará.
– Dile que si no quiere servirme más, lo entenderé. Si lo prefiere, que se quede en el castillo con la esposa de mi padre. Dile a la señora Anne que voy a necesitar una sirvienta, una mujer de mediana edad y rostro insípido. Si tengo que volver con él, no quiero exponer a otra jovencita a la lujuria de Dom O'Flaherty.
La puerta del convento crujió sus goznes y se abrió de nuevo. Eibhlin se adelantó, escoltada por dos monjas robustas. Skye se despidió de Connor y siguió a su hermana al interior del convento. Las dos monjas entraron su baúl.
Las dos hermanas caminaron a través del largo vestíbulo hasta llegar a otra gran puerta de roble. Eibhlin golpeó con dedos ligeros. Se oyó una voz que les daba la bienvenida y las dos obedecieron al ruego de entrar. Del otro lado, Skye vio a una mujer hermosísima, la más hermosa que hubiera visto nunca, sentada en una silla. Tenía un rostro ovalado y sereno bajo la cofia blanca con alas también blancas y plegadas. El hábito negro aliviaba su severidad mediante un rectángulo blanco en el pecho sobre el que descansaba un gran crucifijo de ébano con bordes de plata y una flor también de plata sobre la madera. Eibhlin se arrodilló, tomó la aristocrática mano y besó el anillo de plata y ónix.
– Levántate, hija mía -rogó la voz fría, cultivada.
– Reverenda Madre, quisiera presentaros a mi hermana Skye. Skye, la Reverenda Madre Ethna.
– Gracias, hermana Eibhlin. Podéis volver a vuestras obligaciones. La señora Monahan, de vuestra aldea, está a punto de dar a luz y tenéis mi permiso para atenderla.
Eibhlin hizo una reverencia y se marchó. La Reverenda Madre Ethna le indicó a Skye que se sentara en una silla.
– Bienvenida al convento de St. Brides of the Cliffs, lady O'Flaherty. Vuestro padre ya nos ha contado el motivo de vuestra estancia. Trataremos de que os sintáis lo más cómoda posible.
– Gracias -respondió Skye con voz monótona.
Los ojos tranquilos y castaños la estudiaron, y la monja pareció hundirse en una especie de debate interior. Después dijo:
– Yo fui Ethna O'Neill antes de tomar los hábitos. Lord Burke estaba prometido a mi sobrina. Ella no lo conoció pero yo sí. Es un hombre que sabe ser encantador. -Una pequeña sonrisa jugó un segundo en los bordes de su boca.
– Apenas nos conocemos -dijo Skye, tranquilizándose un tanto-. No sé lo que nos ha sucedido, pero estamos enamorados. Papá no ha querido escucharnos. Niall quiere que se anule el matrimonio para que podamos casarnos.
La monja meneó la cabeza.
– Tal vez pueda arreglarlo, o al menos iniciar los trámites mientras vos estáis aquí.
– Sois la primera persona que no me dice que el MacWilliam no permitirá que su heredero se case con una O'Malley de Innisfana.
La Reverenda Madre se rió.
– Ah, estos hombres y su orgullo. Coraje, hija mía. El MacWilliam es un hombre severo, pero ama a su vástago. Decidme, hija, ¿no sentís nada por vuestro joven esposo?
– No amo a Dom y nunca he querido casarme con él. Ya antes de conocer a Niall Burke le había rogado a mi padre que no me obligara a hacerlo. Nunca deseé casarme con nadie hasta que conocí a Niall. No creo que una mujer deba pasar su vida con alguien a quien odia.
– Vaya -dijo la monja con una sonrisa-, sois revolucionaria como vuestra hermana, lady O'Flaherty…
– No. No lo soy. Y os ruego, Reverenda Madre, que no me llaméis lady O'Flaherty. Nunca aceptaré el nombre de Dom. ¡Yo soy Skye O'Malley!
– Muy bien, Skye O'Malley, trataremos de que vuestra estancia aquí resulte lo más placentera posible. -La monja tomó una campanilla y la hizo sonar con fuerza. Al instante apareció una jovencísima novicia-. Hermana Feldelm, ella es Skye O'Malley, la hermana de la hermana Eibhlin. Se quedará con nosotros durante algunas semanas. La Torre Oeste con sus habitaciones de huéspedes está preparada para ella. ¿Me hacéis el favor de escoltarla hasta sus aposentos?
– Sí, Reverenda Madre -dijo la novicia, haciendo una reverencia-. Si queréis seguirme, señora O'Malley…
– Podéis moveros con absoluta libertad dentro del convento, Skye, y la capilla y los salones públicos están abiertos para vos. No hace falta que permanezcáis en vuestras habitaciones.
– Gracias -dijo Skye y se volvió para seguir a la hermana Feldelm.
– Hija mía, os transmitiré toda la información que reciba.
Skye le sonrió y salió tras la novicia.
«Qué triste -reflexionó la Reverenda Madre-. Otra joven empujada a un matrimonio infeliz.» Se preguntaba qué haría el MacWilliam. Sabía lo que no haría. Nunca dejaría que Niall tuviera a Skye por esposa, porque quería una mujer más noble para su heredero. ¡Al diablo con él y otros como él por su estupidez! ¿No habían aprendido ya que las mujeres de la alta nobleza, malcriadas y demasiado alimentadas, eran malas como madres? Una buena muchacha, una muchacha fuerte de estirpe menos noble siempre resultaba mejor esposa.
La Reverenda Madre Ethna se daba cuenta de que, bajo su actitud desafiante y su rabia, Skye O'Malley era una niña asustada y desesperada. Si iba a sufrir una desilusión, era mejor que la sufriera ahora para que las monjas pudieran ayudarla a resignarse al dolor. Con la gracia de Dios, en el tiempo que iba a permanecer con ellas, tal vez aprendería a aceptar su situación.
Una vez sola en sus habitaciones, Skye inspeccionó el lugar en el que pasaría las próximas semanas. Había dos piezas, una amplia sala y un pequeño dormitorio. Las dos tenían chimenea. En el dormitorio había solamente una gran cama de roble con colgaduras de terciopelo color vino claro. No había lugar para ningún otro mueble. El tamaño de la cama divirtió a Skye hasta que se dio cuenta de que el convento probablemente confiaba en la generosidad de sus amigos para llenar las habitaciones. Sonrió y se preguntó qué pensarían las monjas de la gran cama situada bajo la única ventanita del dormitorio, que daba al mar.
La sala era una habitación agradable y luminosa, con ventanas a ambos lados. Miraba al norte, en dirección al hogar de Skye, la isla de Innisfana, y al oeste, hacia el mar abierto y el sol de la tarde. En la pared este había una gran chimenea de piedra franqueada por dos ángeles con alas grises de piedra labrada. En la pared norte estaba la gran puerta de roble por la que se entraba a todo el conjunto.
Enfrente de la chimenea había una estantería de libros, que cubría toda la pared, del suelo al techo, y que hacía juego con otra que compartía la pared sur con la puerta de paneles del dormitorio.
Frente a las ventanas del oeste había una cómoda de roble con mesa y sillones a los costados. También un enorme escritorio tallado y, en el espacio que quedaba entre ambas ventanas, un pequeño reclinatorio con un almohadón bordado. El baúl de Skye había sido depositado en el dormitorio, junto a la ventana.
Los benefactores del convento parecían ser muy generosos. Todas las ventanas contaban con pesadas cortinas de terciopelo y había una gran alfombra turca en rojo y azul en el suelo de la sala y otra con idénticos adornos, pero más pequeña, en el dormitorio. Skye supo después que los O'Neill habían dado dinero para comprar los muebles de las habitaciones de huéspedes cuando su Ethna llegó a ser la mujer más importante del convento de St. Brides of the Cliffs.
Skye se acomodó pronto a la agradable rutina del lugar. Se levantaba temprano y asistía a misa en la capilla del convento. No era particularmente religiosa, pero rezaba porque Niall volviera con ella pronto. Después, tomaba el desayuno en la cocina y caminaba sola por los campos del convento. Las monjas habían puesto a su disposición un pequeño bote que pertenecía a la orden y Skye se pasaba las horas navegando y pescando. El convento disfrutó muy pronto de pescado fresco para la cena, una cortesía de la joven huésped.
La comida más importante del día se servía a las dos de la tarde y Skye comía a solas en su saloncito. La cena se servía después de las vísperas y, a veces, Eibhlin la acompañaba. Cuando no venía, Skye comía sola de nuevo.
El convento tenía una biblioteca sorprendente y los estantes de la habitación de Skye estaban también repletos de libros. En los días muy húmedos, Skye leía. Era una mujer muy bien educada para su época. Hablaba gaélico y dominaba el inglés, el francés y el latín. También escribía y, aunque tal vez no supiera coser tan bien como sus hermanas, tejía, y sus trabajos en aguja eran tolerables. Sabía cómo llevar una casa, entendía lo que era el aprovisionamiento, la preparación de conservas, del salazón de carnes, la cocción de sopas y la elaboración de perfumes. Conocía los rudimentos de la preparación de bebidas y de la medicina casera. Le habían enseñado a llevar cuentas y a hacer cálculos financieros; porque el O'Malley creía que la única forma de evitar que los administradores engañaran al administrado era que él mismo llevara la contabilidad. Y por si eso fuera poco, Skye era una de las mejores navegantes que conociera su padre. El O'Malley bromeaba a veces diciendo que su hija podía adivinar con su olfato la ruta de su barco cuando lo manejaba.
Aunque veía a las monjas de tanto en tanto en esos días monótonos y sin incidentes, Skye pasaba la mayor parte del tiempo a solas. La orden de St. Brides no era de clausura; las monjas no hacían penitencia ni cumplían con el voto de pobreza; eran trabajadoras, devotas primero de Dios y luego de los pobres; algunas eran maestras y otras ayudaban con sus conocimientos médicos, las restantes trabajaban en la granja del convento, cocinaban, tejían, cosían, limpiaban las habitaciones.
Skye se adaptó sin problemas a esa forma de vida y entró en el espíritu del convento, aportando el fruto de la pesca, la caza de conejos y, una vez, incluso un joven ciervo. Y la carne de ciervo era un regalo del que las monjas no disfrutaban con demasiada frecuencia.
Skye necesitaba esa actividad física permanente. Si no hubiera trabajado duro, no habría podido dormir. ¿Por qué Niall no se comunicaba con ella? Él debía saber que ella estaba esperándolo. Estaba segura de que no habría podido hacerle el amor de esa manera y después pensar en dejarla para siempre.
Tal vez se habría sentido mejor si hubiera sabido que Niall Burke sufría en igual proporción. Se había arrastrado para librarse de la oscuridad y había descubierto que estaba atado como un ganso de Navidad en un bote que se balanceaba sobre el océano. El capitán de la embarcación le había sonreído con simpatía.
– Así que por fin os despertáis, mi señor.
– ¿Dónde demonios estoy? -ladró Niall-. ¡Desatadme inmediatamente!
El capitán lo miró apenado.
– Lo siento, milord, no puedo hacerlo. Si os soltara y os pusierais violento, y estoy seguro de que lo haríais, me metería en un buen lío. El O'Malley me ordenó que os llevara con el MacWilliam y eso es lo que estoy haciendo.
– Dejad al menos que me siente, buen hombre, y dadme un trago. Me duele todo el cuerpo; me parece que hay duendes cavando en busca de oro en mi cabeza y no estoy seguro de no descomponerme si no me ayudáis a acomodarme un poco.
El capitán McGuire sonrió.
– De acuerdo, muchacho. No es mucho lo que me pedís y no soy tonto. Prefiero que estéis lo más cómodo posible.
Se inclinó y levantó a Niall hasta sentarlo con la espalda contra el mástil. Después le acercó una vasija a los labios.
Niall tomó varios tragos con gratitud. Era whisky. Le golpeó la boca del estómago como una roca ardiente pero casi de inmediato empezó a sentir una placentera calidez en su aterido cuerpo.
– ¿Así que el O'Malley me mandó a casa? -inquirió pensativo.
– Sí, mi señor, y habéis dormido como un bebé la mayor parte del trayecto. Ya casi estamos llegando.
Niall torció el cuello y miró la costa, pero no era marinero y esa mancha verde le parecía toda igual.
– ¿Cuánto tiempo falta? -preguntó.
– Un rato -le llegó la respuesta que lo enfureció por lo vaga-. ¿Veis ese puntito allá lejos? Una vez que demos la vuelta allí, estaréis en casa. Ahí es donde vamos a dejar el bote y desde ahí os llevaré caminando. Tengo un mensaje para el MacWilliam.
– ¡Caminar! -explotó Niall-. Tomaremos los primeros caballos que veamos. El castillo del MacWilliam está lejos del mar, buen hombre. ¿Sabéis cabalgar?
– Tan bien como vos podáis manejar un barco, muchacho.
– Entonces, que Dios os ayude, MacGuire… Pronto os sentiréis tan incómodo como yo ahora.
Cuando por fin llegaron a la orilla, el capitán desató a su prisionero y le ayudó a bajar del bote. Niall Burke se frotó las muñecas, doloridas por la presión de las cuerdas. Estaba ansioso por llegar a casa para poder hablar con su padre. Subió hasta la cima de la colina que se elevaba sobre la playa.
Sin volver la vista atrás para comprobar si MacGuire lo seguía, se alejó corriendo por un sendero apenas visible. Después de media hora de caminata, llegó a una granja con techo de paja. Junto a la granja había una huerta con coles, zanahorias y otras legumbres, berro y algunas flores luminosas. Los campos cercanos, bien cuidados, se teñían ya del color del arroz y la cebada.
En un prado cercano a la huerta pastaban una docena de caballos. No había señales de vida, aunque MacGuire hubiera jurado que había visto humo en la chimenea.
– ¡Eh! ¡De la casa! Somos Niall Burke y un amigo…
En un segundo, la puerta de la granja se abrió de golpe y tras ella apareció un hombre robusto. Se volvió y gritó a los de dentro:
– No pasa nada, Maeve. Es el señor. -El hombre se les acercó con una sonrisa en los labios y estrechó la mano de Niall con la suya, grande como la garra de un oso-. ¡Bienvenido, milord! ¿Qué podemos hacer por vos?
– Necesito dos caballos, Brian. Ese tipo de aspecto malvado es el capitán MacGuire, uno de los hombres del O'Malley. Te devolverá los animales más tarde.
– Enseguida, mi señor. Si no tenéis prisa, mi esposa está sacando el pan del horno.
Los ojos de Niall Burke brillaron agradecidos.
– Oh -suspiró-, el pan de Maeve con su miel… ¡Venid, MacGuire! Voy a invitaros aunque me habéis maltratado bastante.
El capitán lo siguió. Niall pasó por la puerta como una exhalación y abrazó con fuerza a una mujer flaca. La levantó sobre su cabeza y la bajó para besarla en las sonrojadas mejillas mientras ella reía y le rogaba que la bajara.
– Vine a conquistar tu virtud… y tu delicioso pan, Maeve, amor mío… -bromeó él dejándola de nuevo en el suelo.
Ella lo palmeó con cariño y gruñó divertida:
– Basta de bromas, señor Niall. Ya deberíais haber crecido un poco. Venid, y vuestro amigo también. Tomad asiento. El pan acaba de salir del horno.
Los dos hombres la obedecieron y Niall le explicó a MacGuire:
– Maeve fue mi nodriza hasta que cumplí los siete años. Después me abandonó para casarse con Brian. De chico venía mucho aquí, porque su pan es el mejor del distrito. Y, por algún misterioso motivo, sus abejas hacen la mejor de las mieles del mundo.
– Es por el aire salobre -explicó Maeve-. Le da un gustito especial a la miel.
MacGuire comprobó enseguida que lord Burke no mentía. Sonrió y le dijo a Maeve:
– Si tuvierais una hija que supiese cocinar como vos, qué digo, la mitad de bien que vos, me casaría con ella inmediatamente.
Maeve se sonrojó complacida.
– Si volvéis por aquí, capitán, venid a comer con nosotros.
– Gracias, señora, lo haré.
– Los caballos están preparados, milord -advirtió Brian desde la puerta.
Niall Burke se puso en pie mientras lamía con un gesto que lo convertía en un niño un poquito de miel que le había caído en la mano.
– Vamos, MacGuire. ¡Quiero llegar a casa cuanto antes!
El capitán se sorprendió al ver las dos excelentes monturas ya ensilladas que los esperaban. Montaron y se alejaron con un gesto de despedida para Brian.
– Vuestros campesinos deben ser prósperos. Es difícil para un campesino tener caballos de tanta calidad -observó MacGuire mientras se alejaban.
– Son nuestros -le explicó Burke-. Repartimos los buenos caballos entre ciertas familias para casos como éste. Así, siempre tenemos una buena montura a mano. -Espoleó al caballo hasta ponerlo al galope-. Vamos, hombre -le gritó al capitán, que botaba sobre su montura, decididamente incómodo-. ¡A casa!
Niall Burke iba a lamentar su prisa. Apenas entró en el vestíbulo del castillo de MacWilliam, el capitán entregó la carta al señor y se retiró para recibir los cuidados y el descanso que se deben a los huéspedes. Niall permaneció en pie, esperando, incómodo, mientras el MacWilliam, con los rasgos cada vez más turbios, miraba con rabia a su hijo y espetaba en un rugido:
– ¡Maldición, arrogante cachorro, espero que tengas una magnífica explicación para esto! Los barcos de Dubhdara O'Malley son vitales para la defensa del área, y también la buena voluntad de los Ballyhennessey O'Flaherty…
Niall, evidentemente, no había leído la carta. Sorprendido, tartamudeó como un chico en la escuela:
– La amo, padre. Amo a Skye O'Malley. Traté de hablar con Dubhdara O'Malley para que pospusiera la boda. Pero su esposa rompió aguas antes de que pudiera hacerlo. Tuvo un parto muy difícil y él desapareció. Casaron a la muchacha antes de tiempo, prácticamente en secreto…
– O'Malley no habría roto el compromiso, estúpido… ¡Estaba pactado desde hacía años…! ¡Tenía que cumplirlo! Y casó muy bien a su jovencita… ¿Cómo osaste interferir en algo semejante?
– La amo y ella me ama. Odia a ese bastardo de O'Flaherty; la casaron con él a la fuerza… Siempre lo ha odiado, incluso antes de que nos encontráramos…
– ¿Y tú pensaste que eso te daba el derecho de reclamar la pernada sobre la novia? ¡Dios mío, hijo! Si fueras cualquier otra persona te mataría aquí mismo. Tienes suerte de que el O'Malley tenga sentido del humor. A la muchacha la han enviado al convento de su hermana para ver si esa nochecita tuya termina allí o causa más problemas.
– ¡La amo! -gritó Niall-. Quiero anular ese matrimonio para poder casarme con ella. Tiene que haber algún obispo en nuestra familia.
– ¡Tendrán que hacerlo sobre mi cadáver! -rugió el MacWilliam-. Los barcos de O'Malley son demasiado valiosos para mí. Su hija, no. No quiero que una mujer pirata sea la madre de mis nietos. Ya he arreglado todo para que te cases con Darragh O'Neill, la hermana pequeña de tu anterior prometida. Tiene trece años, está lista para el matrimonio. Te casarás dentro de tres semanas.
– No.
– ¡Sí! Escúchame bien, idiota, toma a la chica de los O'Malley como amante si esto te hace feliz, pero te aseguro que no vas a casarte con ella. Ya tiene esposo. Y por lo que he oído decir de él, en cuanto la lleve a la cama, serás apenas un vago recuerdo para ella.
– ¡Vete al diablo!
Niall Burke salió furioso de la habitación de su padre y acabó emborrachándose.
Al día siguiente, con la cabeza latiéndole como un bombo y la sensación de que la cara se le había hinchado hasta lo imposible, su padre lo mandó llamar de nuevo.
– Te han traído esto esta mañana. Me he tomado la libertad de leerlo y lo único que voy a decirte es que la hija del O'Malley es más sensata que tú. Eso es obvio.
Niall le arrancó el papel de las manos y lo leyó lentamente:
Mi señor Burke:
Me he retirado con mi hermana a su convento de St. Bride's en Innishturk donde rezaré a Nuestra Señora para que la vergonzosa noche que pasamos juntos no dé frutos. Lo que hicimos estuvo mal y sólo me resta esperar que mi esposo me perdone. Espero que vos me olvidéis y, por la buena salud de vuestra alma, os caséis lo más pronto posible con una buena mujer según las leyes cristianas. Que Dios os acompañe.
Skye, lady O'Flaherty.
Niall no quería creer lo que había leído. Después de todo, no conocía la letra de Skye. ¿Se trataba de un truco? La letra, sin embargo, era dulce, redondeada, femenina y reconoció el sello de cera que ella llevaba en su anillo. Tal vez la habían forzado a escribir eso. Pero él sabía lo terca y empecinada que era Skye. Si no hubiera querido hacerlo, no habrían podido obligarla ni quemándole la planta de los pies con carbones encendidos. ¡Al diablo con ella! ¡Al diablo con ella! ¿Eso era todo lo que él significaba? ¿Una vergonzosa noche? Al infierno con esa putita del diablo. Angustiado y desesperado como nunca en su vida, Niall se tragó las lágrimas y aceptó con voz ronca:
– Me casaré con Darragh O'Neill.
Después dejó caer la carta al suelo y se alejó sin mirar atrás.
El MacWilliam esperó un momento, hasta asegurarse de que su hijo se había marchado, y dijo:
– Podéis entrar, capitán MacGuire. Volved y decidle al O'Malley que su trampa ha funcionado. Mi hijo se casará dentro de tres semanas y no causará más problemas.
MacGuire asintió, hizo una reverencia y salió sin decir palabra.
A solas, el MacWilliam sintió que le remordía la conciencia. Amaba a su hijo hasta la locura y odiaba negarle lo que realmente quería. Sin embargo, si le daban a elegir entre una O'Neill y una O'Malley como nuera, la elección estaba clara. Sí, Niall se acostumbraría a Darragh O'Neill. Y en estas fechas, dentro de un año, él tendría un nieto, un nieto varón.
Durante la estancia de Skye en St. Bride's le sucedió algo muy hermoso. Un día, caminando sola por la playa, se encontró con un cachorro de sabueso herido. La pobre criatura estaba casi muerta de hambre, se le marcaban las costillas y tenía el pelo tan sucio y cubierto de sal que era difícil adivinar su color. Se había enganchado una pata en una grieta entre las piedras. Skye lo oyó ladrar y se le acercó. El animal la miró esperanzado y movió la cola en señal de amistad.
– Vaya, pobrecito -murmuró Skye, e intentó liberarlo. Apartó con cuidado las rocas que aprisionaban la pata. El perro gruñó pero no intentó morderla. Skye lo palmeó suavemente-. Vamos, perrito, ven conmigo y te buscaré algo de comida. -El perro se puso en pie como pudo y la siguió, renqueando.
Las monjas se compadecieron de él tanto como Skye y permitieron que Skye lo retuviese en el convento. Su origen y su dueño era un misterio. Los campesinos dijeron que tal vez fuese uno de los perros que perseguían lobos para el rey. Los campesinos solamente mantenían perros de trabajo, terriers, mastines, mestizos. Ese sabueso irlandés, el gran matador de lobos y jabalíes, era propiedad exclusiva de las clases gobernantes, al igual que los setters.
Skye lo llamó Inis, el nombre del sabueso favorito de Partholan, uno de los primeros pobladores de Irlanda. Inis se apegó a ella con una devoción especial. Caminaba junto a ella en los paseos matinales, navegaba en el bote y dormía en su habitación cada noche, tendido a los pies de la cama.
En pocas semanas, recuperó su peso y su tamaño normales, unos ochenta kilos y un metro de alto. Cuando lo bañaron, su pelo se convirtió en un manto gris plateado que hacía que Skye recordara los ojos de Niall. Las orejas y las puntas de las patas eran negras. Y era su más fiel amigo: sus ojos brillaban de placer cada vez que la miraba.
Skye necesitaba del amor del perro, porque Niall Burke parecía haberla olvidado por completo. Y un día llegó su sangre de todos los meses, justo a tiempo. Skye lloró abrazada al suave cuello de Inis porque ahora sí estaba desesperada.
La Reverenda Madre Ethna le envió un mensaje al joven O'Flaherty para informarle de que su esposa no estaba embarazada y, una semana después, Dom vino a llevársela. La Reverenda Madre lo condujo en persona a las habitaciones de Skye.
– Habría venido antes -dijo él con una sonrisa desagradable-. Pero tuve que asistir a la boda de Niall Burke y Darragh O'Neill.
Skye se desmayó. Cuando volvió en sí estaba tendida en la cama. Oyó que Dom le decía, solícito, a la monja:
– No pensaba que las noticias de la boda de lord Burke fueran a afectarla de esa forma…
– ¿No, mi señor? -preguntó Ethna O'Neill con frialdad.
O'Flaherty sonrió y siguió hablando, sin dejarse herir por el sarcasmo de la monja:
– Me doy cuenta de que no es habitual que un caballero pase la noche en vuestro convento, pero no creo que deba mover a mi esposa hasta que se recupere de su desvanecimiento.
La Reverenda Madre decidió que Dom O'Flaherty no le gustaba, pero estaba de acuerdo con él en que Skye debía quedarse esa noche en el convento. Tuvo que asegurarle que, aunque no era usual, no estaba prohibido que un hombre pasara la noche bajo el techo de St. Bride's. Dom se lo agradeció con amabilidad y le preguntó si podía llevarse al perro de su esposa, hacer que lo alimentaran y dejarlo con sus hombres y sus caballos en el establo. Inis, que odió a Dom apenas lo vio, salió de la habitación protestando.
Ahora estaban solos. Dom O'Flaherty se acercó a su esposa y le susurró con frialdad:
– Ya te has recuperado de tu desmayo, Skye. Levántate y recibe a tu señor como corresponde.
Ella se levantó con lentitud y le dio un fugaz beso en la boca. Él sonrió y la abrazó con firmeza. Ella se puso tensa y él se rió.
– No te gusto, ¿eh, esposa mía? ¡Qué lástima! Muy pronto tendrás que someterte en cuerpo y alma a mis deseos y ser sólo mía. Y cuando esté bien dentro de ti, olvidarás para siempre a Niall Burke… -La buscó con la boca y ella respondió a puñetazos. En ese momento, alguien llamó a la puerta. Dom ahogó una maldición y dijo con rabia-: Adelante.
Entraron, sin levantar la vista del suelo, dos monjas con bandejas de comida. Depositaron las bandejas en la gran mesa junto al refectorio y se retiraron. Skye se liberó del abrazo de su esposo.
– ¡Qué buenas son! -dijo con alegría-. Nos han traído la cena.
– No tengo apetito aún -protestó Dom con voz ronca.
Ella levantó la tapa de una fuente.
– Mira. ¡Camarones hervidos! Y hay capón y cordero suave. Si no lo comemos ahora, se nos enfriará.
– ¡Déjalo! -La tomó con rapidez por detrás y le desató los lazos del vestido. Posó sus manos sobre los senos descubiertos-. Yo tengo hambre de esto, Skye -dijo, y le apretó los senos con fuerza-. La comida esperará. Ya te he soltado los lazos. Ve al dormitorio y termina de desvestirte. Espérame en la cama.
Ella cerró los ojos tratando de retener las lágrimas.
– ¡Por favor, Dom! -rogó-. ¡Aquí no! Haré lo que quieras, pero no en esta casa sagrada. ¡No aquí!
– No lo había pensado de ese modo -dijo él-, pero la idea de acostarme contigo en un convento me gusta mucho. ¿Hacemos como si fueras una joven monja que está a punto de ser violada por un capitán pirata? -Ella palideció ante el sacrilegio y él le ladró-: ¡Rápido, Skye! Estoy en celo, te deseo…, me han negado mis derechos maritales durante más de un mes… -Y puntuó las palabras con una suave caricia en la mejilla de su esposa.
Skye quería luchar contra él, pero las novedades sobre la boda de Niall la habían derrumbado y no tenía fuerzas para hacerlo. Huyó al dormitorio y, con dedos temblorosos, se sacó la ropa y se acostó en la gran cama. Un momento después entró Dom bebiendo vino en una copa. Dejó la copa vacía sobre la mesita de noche y se desnudó delante de Skye. Cuando se acercó para entrar en la cama, ella reprimió apenas un grito de terror. Niall era un hombre bien dotado, pero el miembro de su esposo era enorme, antinatural. Dom se rió al ver su miedo.
– ¡Las putas de París me llaman le taureau! ¿Sabes lo que significan esas palabras?
Ella asintió, aterrorizada.
– El toro. -Su voz era apenas un susurro.
– ¡Sí, el toro! -confirmó él con orgullo-. Y lo soy, esposa mía. Ahora ábrete bien. ¡Tengo algo para ti! -Retiró las sábanas de un manotazo y ella cubrió sus senos con las manos. Él se inflamó de lujuria al ver el cuerpo desnudo de la mujer que lo había evitado durante tanto tiempo y se abalanzó sobre ella.
Skye se las arregló para decir:
– Pero Dom…, no estoy lista todavía.
Él se detuvo y la miró con firmeza.
– ¿Que no estás lista? -La miraba como si ella estuviera loca. Si no se hubiera sorprendido tanto, tal vez le habría pegado-. Tú no tienes por qué estar lista, Skye. ¡Yo soy el que lo está!
Y ella sintió que ese sexo monstruoso la desgarraba. Antes de que pudiera gritar, la mano de Dom selló su boca. Empujó para entrar en ella y murmuró:
– ¡Estás tensa como un parche de tambor, mujer! ¡El pito de Burke no debe ser más grande que un gusano para haberte dejado tan estrecha! -Y siguió gruñendo su placer mientras, aprisionada por ese hombre terrible, Skye sentía dolor y miedo. Trataba de no moverse para que no le doliera tanto, pero no podía. Se retorcía en su deseo de escapar y él se reía, creyendo que lo hacía en un arrebato de pasión.
– ¡Lo sabía! ¡Por debajo de esos modales de dama aristocrática eres una puta, una buena puta! ¡Tengo suerte! -Y empujó más y más adentro-. No tengas miedo, querida -jadeó-. Te enseñaré muchos trucos para que los dos disfrutemos. -Y luego, con un gruñido de placer, se hizo a un lado una vez culminado su éxtasis.
Durante un momento, se quedaron juntos; después, O'Flaherty se levantó y fue al comedor a servirse más vino. Skye sintió que las lágrimas le inundaban las mejillas pero retuvo los sollozos. Temía enfurecerlo. Lo oyó levantar las tapas de las fuentes y probar la comida, pero él en ningún momento pensó en ofrecerle algo a Skye.
Volvió al dormitorio con una pata de pollo en la mano. Se sentó en el borde de la cama y palmeó la espalda de Skye, que fingió dormir: tal vez así la dejaría en paz. Oyó el sonido de sus mandíbulas, metódico, metálico, y después el hueso de la pata de pollo golpeó en el suelo.
– ¡Ábrete! -ordenó una voz monstruosa.
Era inútil tratar de resistirse. Skye era esposa de ese hombre, era su yegua. Obedeció sin decir palabra y se sometió de nuevo al dolor y la humillación. Esta vez, cuando hubo terminado, Dom se hizo a un lado y se quedó dormido boca arriba, roncando. Skye esperó hasta estar segura de que dormía profundamente y se bajó en silencio de la cama. Casi no podía caminar pero se habría arrastrado con tal de salir de esa habitación.
Llegó hasta la sala y se sirvió un poco de vino con manos temblorosas. La mitad se le derramó sobre la mesa. Añadió más leña al fuego y se sentó en la gran silla.
¡Niall! Sus cálidas manos, su boca llena de amor. Había querido hacerla feliz, mientras le enseñaba a ser agradable para un hombre. ¡Maldición! ¡Maldición!, y ahora la había traicionado. Ellos estaban en lo cierto. El heredero del gran señor sólo había estado divirtiéndose con ella y su deseo de poseer a una niña inocente, no era ni menos horrible ni menos sucio que el de Dom, porque gozaba humillándola y dominándola. Una mano cayó sobre su hombro y ella levantó la vista aterrorizada.
– Me desperté y no estabas -dijo él con voz quejumbrosa-. ¡Estás llorando! Todavía triste porque no soy Niall, ¿eh? -Ella se secó las lágrimas, sintiéndose culpable de manera imprecisa, mientras meneaba la cabeza. El tono de Dom se suavizó un tanto-. Probablemente te lastimé un poco -dijo con talante amistoso, sin demasiado interés-. Bueno, no te preocupes, Skye, será más fácil con el tiempo, pronto te ensancharás lo suficiente como para recibir a mi sexo. Ven, cariño, volvamos a hacerlo, porque si no puedes conciliar el sueño, es que no te he poseído con suficiente ímpetu. Además -añadió, riéndose entre dientes, con los ojos llenos de deseo-, eres mucho más dulce de lo que imaginaba.
El resto de la noche, mientras toleraba los abrazos de su esposo, Skye se dedicó a odiar a Niall Burke con furia creciente, y pensó en cómo vengarse de su traición. Se vengaría algún día. Oh, sí, él pagaría caro el haber destrozado sus sueños.
Y una escena semejante se desarrollaba en ese momento en el castillo del MacWilliam.
Darragh O'Neill Burke había sido destinada a la Iglesia desde su nacimiento. Su hermana mayor había sido la prometida y luego la esposa de un O'Connell. Su otra hermana había sido la novia de Niall Burke. Pero Ceit había muerto súbitamente durante el último invierno, y Darragh, que había vivido en su amado convento de St. Mary desde los cinco años, había vuelto a casa para tomar el lugar de su hermana en el lecho matrimonial. La elección fue particularmente trágica. Darragh O'Neill tenía una verdadera vocación religiosa. Cuando se decidió que fuera ella la que reemplazara a su hermana, a Darragh le faltaban dos días para tomar los votos definitivos. Su padre, con varios de sus hombres, habían irrumpido en el convento con ruido y gritos justo a tiempo para impedir que el cabello rubio de Darragh fuera segado por la tijera. O'Neill se había negado a aceptar la devolución de la dote de Darragh de manos del convento porque sabía que, de ese modo, la madre superiora aceptaría la marcha de la novicia con mayor facilidad. No perdía nada porque, en realidad, había pagado el dinero hacía ya ocho años, de la misma forma en que la dote de Ceit había sido pagada cuando se firmó el compromiso con los MacWilliam.
La madre superiora explicó el problema a la horrorizada joven y le dijo con sumo tacto que el Señor y la Virgen habían decidido otra cosa para ella y que debía aceptar los acontecimientos con buena voluntad y resignación. Se iría del convento con su padre inmediatamente y se casaría con lord Burke. La muchacha obedeció con el rostro lleno de lágrimas.
Y Niall Burke se encontró con una joven pálida cuyos ojos enrojecidos hablaban de días y días de llanto. Como no le habían advertido sobre los sentimientos de su prometida hacia la Iglesia y la vida religiosa, le molestó que ella afrontase la boda con tan poco entusiasmo.
Esa noche, cuando, ya marido y mujer, se acostaron juntos, Darragh se desmayó al ver a su marido desnudo. Niall logró, con amabilidad y dulzura, que ella le explicase lo sucedido. Conmovido, le acarició el cabello con suavidad.
– Creo que en tales circunstancias, no es necesario que apresuremos la parte física de nuestro matrimonio -dijo con tranquilidad-. Démonos tiempo para conocernos.
Niall no quería violar a una virgen que no deseaba entregarse. Y maldijo a los padres de ambos por la mezquindad de ese contrato matrimonial. La muchacha tenía una vocación religiosa muy desarrollada y él se preguntaba si alguna vez lograría superarla. Se rió con amargura. Le habían quitado a la mujer que amaba, la mujer que le habría dado hijos con gusto, que habría amado a esos hijos, y todo porque su padre pensaba que no poseía los suficientes títulos nobiliarios. Y en su lugar, le habían adjudicado una monja… Era incluso divertido, y Niall se habría reído si no se hubiera dado cuenta de que su esposa todavía parecía preocupada.
– ¿Y qué dirá la gente si no ven las sábanas manchadas mañana por la mañana?
Él rió.
– Oh, Darragh Burke, ¡qué inocente eres! Muchas jovencitas juegan al amor antes del matrimonio y, sin embargo, muestran la sábana teñida de sangre después de la noche de bodas. Muévete, niña, que voy a mostrarte cómo se hace.
Con los ojos muy abiertos, Darragh lo miró coger un cuchillo que los criados habían traído a la habitación junto con un bol repleto de frutas, y vio como Niall se producía con él un pequeño corte en la parte interior de la ingle. Unas gotas de sangre cayeron sobre las sábanas. La virtud de Darragh quedaba a salvo y el honor de su esposo también.
Pasaron dos semanas desde la noche de bodas. Darragh pensaba que había salvado su virginidad para siempre. Había decidido dedicar su amor a Dios y no pensaba entregarse a Niall. Le llevaría la casa, pero eso era todo. La amabilidad de Niall en la noche de bodas le parecía una debilidad de la que podía seguir aprovechándose.
El cada noche intentaba hacerle el amor a su esposa. La inexperiencia de Darragh le impedía comprender la paciencia de su esposo. Estaba decidida a resistirse, pero también él se mostraba firme en el empeño de que ella finalmente se rindiera. Y entonces, Darragh le informó de que sería su esposa sólo para guardar las apariencias. Su virginidad le pertenecía a Dios.
– No puedes forzarme como hiciste con la pobre Skye O'Malley, milord. ¡Apenas si puedo imaginarme la vergüenza de esa pobre chica! -dijo en tono virtuoso.
La cabeza de Niall giró con rapidez inusitada al oír el nombre de Skye. Miró con asco a la criatura piadosa, fría, sin sentimientos que le habían dado por esposa. Una niña de piel pálida y pecho chato con ojos azules y acuosos, cabello casi blanco por lo claro y una boca pequeña. ¡Dios, cómo podía compararla con Skye y sus pequeños senos redondeados, su cabello negro azulado y sus ojos verdiazules! ¡Skye! La esposa de Dom O'Flaherty por su propia voluntad…, una mujer que le había dado sólo una noche de placer para luego destruir su felicidad para siempre con una carta fría y desagradable… Skye le daría hijos a Dom. Así que, decidió con rabia, lo mismo haría Darragh O'Neill con Niall Burke, su esposo.
Al ver la decisión amarga en esos ojos de plata, Darragh cayó de rodillas y tomó entre sus dedos las cuentas de su rosario. Sus labios se movieron en silenciosa plegaria. Niall le arrancó el rosario con furia y la puso en pie. Le quitó el camisón blanco de un manotazo y la tomó entre sus brazos. La besó con fuerza, obligándola a abrir los finos labios. Ella luchó, arañándolo con sus afiladas uñas y gritando como una fiera acosada. Darragh creía realmente que Dios fulminaría a su esposo con un rayo como castigo a su maldad y rezó para que el Señor lo matara. Cuando cayeron sobre la cama y ella sintió que la masculinidad de él entraba en su cuerpo virgen, llamó a todos los santos del calendario para que la protegieran. Pero pronto, entre sollozos, le rogó que continuara; sus delgadas piernas cruzadas sobre la espalda de Niall y sus muslos siguiendo el ritmo marcado por sus embestidas.
Al acabar, él sintió asco de sí mismo. Y de ella. Nunca había forzado a una mujer, pero ella lo había obligado con sus negativas y la mención de su amada Skye, Skye la traidora.
«¡Mujeres! ¡Todas son iguales! Dicen una cosa y piensan otra.» Junto a él, su esposa temblaba y se quejaba.
– ¡Me has hecho daño! ¡Me has hecho daño!
– Siempre duele la primera vez. La próxima será más agradable.
– No vas a hacerme esto otra vez. ¡Nunca más!
– No habrá concepciones inmaculadas en mi familia, esposa, y además, te ha gustado. Lo sé, siempre se sabe cuándo una mujer lo disfruta, querida mía. Y, te guste o no, es tu obligación darme hijos. Tal vez hasta llegues a admitir que te gusta. No hay nada malo en que una mujer goce con su esposo.
– ¡Nunca! -le escupió ella mientras él la abrazaba de nuevo y trataba de acariciar su tenso y rígido cuerpo-. Lo toleraré porque veo que es voluntad de Dios, pero cada vez que metas esa cosa horrible en mi cuerpo, voy a odiarte con toda mi alma.
– Como quieras, querida mía -dijo él-. Pero recuerda que yo no deseaba este matrimonio. Menos que tú. Hubiera preferido que te quedaras en tu convento. -Y volvió a hundir su sexo en ella. Ella gritó-. Dame un par de hijos, Darragh y te dejaré en paz para siempre -prometió él.
Y en la costa, en la otra orilla, en la isla de Innishturk, Dom O'Flaherty se inclinó sobre su hermosa mujer, jadeando plácidamente. Skye era una mujer demasiado sensual para negarle un alivio a su cuerpo.
Se dejó ir en un mundo de sensaciones agradables y entonces escuchó gemir a su esposo. Él la montó. Ella no había gozado todavía pero a él no le importaba. A Niall le habría importado. Ella volvió la cabeza para que Dom no pudiera verla y una lágrima se deslizó por sus mejillas. ¡Al infierno con Niall! ¿Nunca dejaría de sentirse perseguida por su recuerdo?
El MacWilliam había ordenado a sus vasallos pasar los doce días de Navidad con él. Llegaron vasallos de todo Mid-Connaught, entre ellos Dom O'Flaherty y su esposa.
La hospitalidad fue generosa porque a diferencia de sus vecinos menos poderosos, el castillo del MacWilliam había crecido a través de torres interconectadas en los años de su gobierno y ahora era una gran fortaleza de piedra, construida en el centro de una superficie cuadrangular de jardines y piedras según las líneas de la arquitectura normanda.
Los invitados disponían de cómodas habitaciones. Aunque el castillo del padre de Skye era muy hermoso y estaba muy bien amueblado, el del MacWilliam parecía el de un rey.
Había cuatro O'Flaherty que disfrutaban de la generosidad de su señor.
El padre de Dom, Gilladubh, y su hermana menor, Claire, habían venido con Dom y Skye. Skye esperaba encontrar allí un marido para Claire, pero ni su padre ni su hermano parecían darse cuenta de que a los catorce años, Claire parecía una vieja criada.
En realidad, no era fea, lucía trenzas espesas, de color pajizo; los ojos de Dom, pálidos y azules, y mejillas rosadas. Pero había algo pérfido y sibilino en ella, algo que a Skye no le gustaba. En las dos o tres ocasiones en que había intentado corregirla por faltas menores, Claire se había quejado a su padre y hermano y éstos le habían dicho que la dejara en paz. A espaldas de los hombres, Claire se había reído de su cuñada. Pero Skye se vengó en parte cuando descubrió a la hermana de su esposo tratando de robar sus joyas. Le tiró con fuerza de las orejas (con sumo placer, por cierto) y le advirtió que si la descubría intentando robarle algo, ordenaría que la raparan.
– Y si te quejas a Dom o a tu padre, querida cuñada -dijo con la voz saturada de dulzura-, te quedarás pelada durante un año.
Claire O'Flaherty no necesitaba más advertencias. La feroz mirada de Skye la convenció de que la esposa de su hermano no era la lánguida tonta que ella había creído al principio. Desde ese momento, las dos mujeres se odiaron silenciosamente y llevaron a cabo una guerra secreta. Skye estaba decidida a casarla tan pronto como fuera posible para sacarla de la casa.
Skye se había enterado de que Niall estaría en el castillo de su padre esa Navidad. Pronto supo además que iba a ser el anfitrión de la fiesta porque su padre sufría de un ataque de gota. Si ese hombre esperaba ver su corazón destrozado, ella le probaría que estaba muy equivocado. En los seis meses que hacía que Dom se la había llevado de St. Bride's, había conseguido una especie de paz interior. No amaba a su esposo ni lo amaría nunca, pero sabía fingirse obediente esposa.
Su suegra había muerto hacía muchos años y todas las responsabilidades de la casa habían quedado en sus manos. A Claire no parecía importarle y eso agradaba a su suegro. Gilladubh O'Flaherty era una versión envejecida de Dom, un lujurioso lleno de pompa que adoraba los buenos vinos y el whisky. Skye pronto aprendió a esquivar sus manos, que eran muy rápidas, y una vez le arrojó un candelabro y lo amenazó con contarles a todos sus intentos de seducción.
Sentada en la lujosa cama de huéspedes de los MacWilliam, vestida sólo con enagua y su corsé adornado con cintas, se cepilló el cabello con gesto apresurado, violento. Esa noche, Skye O'Malley estaría más hermosa que nunca y se enfrentaría con la cabeza bien alta a la arrogancia de los Burke y los O'Neill. Era una suerte tener un guardarropa tan bien provisto, mejor que el de la mayoría de las mujeres: era una suerte que su padre siempre hubiera hecho todo lo posible por mimar su belleza.
Mag, su nueva dama de compañía, trajo el vestido y lo colocó con sumo cuidado a los pies de la cama. Trajo también un espejo pequeño. Skye se sombreó los ojos con polvo negro y coloreó con un leve rastro de rojo sus mejillas, para que su piel tuviese un tono delicado y la mostrara rebosante de salud. Su cabello negro y brillante había sido peinado con raya al medio y caía graciosamente rizado a ambos lados de la cabeza. Se había echado sobre el profundo valle del pecho, entre los senos y la base del cuello, unas gotas de un raro perfume, creado especialmente para ella con esencia de rosas y almizcle. ¡Que Niall oliera las rosas en su cuerpo! ¡Que recordara y supiera que a ella no le importaba que le hubiera abandonado!
Skye se levantó y Mag la ayudó a ponerse el vestido. La dama de compañía, siempre eficiente, le ató el vestido y luego retrocedió un poco para mirar a su señora. Una sonrisa sin dientes llenó su cara.
– Sí, vais a romper su corazón, mi señora… Una mirada, y lamentará no haber desafiado a su padre por vos…
– ¿Lady Burke es tan fea entonces, Mag? -preguntó Skye con fingido desinterés.
Mag se rió tímidamente y puso los brazos alrededor de su cuerpo con orgullo.
– No, lady O'Flaherty, es bella. Pero vos sois tan, tan hermosa…
Skye la miró con una sonrisa felina.
– Tráeme mis joyas, por favor… -ordenó con afecto, y cuando su dama de compañía se alejó a buscar lo que le pedían, tomó el espejo. Lo sostuvo con el brazo extendido y estudió su reflejo. El vestido de terciopelo azul oscuro era realmente hermoso y su escote bajo y cuadrado dejaba admirar sus senos color nieve. La pechera florecía en una falda entera que se partía en el centro para mostrar una segunda falda persa de satín pesado, bordado en oro y plata. Los zapatos hacían juego y las medias eran de pura seda y seguían el diseño de la segunda falda hasta en el bordado. Skye se ladeó un poco para admirar las medias mientras pensaba en cómo mostrarlas durante el baile.
Mag abrió el cofrecito de las joyas y Skye cogió un collar de zafiros, en el que las grandes piedras cuadradas se combinaban con medallones de oro, doce en total, con los doce signos del zodíaco. En la punta del collar colgaba provocativa entre los senos una perla en forma de lágrima. Se había puesto pendientes de zafiro y tres anillos: un zafiro, una esmeralda y una gran perla barroca.
Dom entró a grandes zancadas en la habitación y preguntó, celoso:
– ¿Te arreglas para agradar a Niall Burke, Skye?
– Más bien para agradarte a ti, mi señor -dijo ella con la voz suave-. Pero si mi vestido te desagrada, me lo cambiaré.
Él la miró detenidamente. Sabía que no habría mujer más bella que la suya en el banquete. Sería la más hermosa del baile. ¡Y le pertenecía! Sería la envidia de todos los hombres. La abrazó con brusquedad y hundió su cabeza entre sus perfumados senos.
– No te cambies. -Su voz sonó severa. Con el tiempo, ella había dejado de temerle, y ahora lo odiaba con un desdén disimulado y triste.
– No, Dom, por favor. Me arrugas el vestido. -Él se alejó-. Qué elegante vas -dijo ella con rapidez-. Tu terciopelo celeste combina muy bien con mi azul.
– El día y la medianoche -sentenció él, ofreciéndole el brazo.
Ella se rió.
– Cuidado, mi señor, casi te pones poético. Tu educación parisina tal vez sí ha servido para algo.
El salón de banquetes del castillo de los MacWilliam era una enorme habitación con techos de pesadas vigas y cuatro chimeneas donde ardían troncos gigantescos. Las ventanas altas y estrechas, se abrían al paisaje nevado, a las colinas y los campos interrumpidos de vez en cuando por grandes árboles desnudos y negros. Hacia el oeste las colinas estaban manchadas de rojo mortecino del sol poniente. El salón estaba lleno de elegantes invitados. Los sirvientes iban de un lado a otro con bandejas de vino, en medio del murmullo de las voces.
Cuando entraron en el salón, el mayordomo los anunció y Skye sintió que todas las miradas caían sobre ella. La historia de su matrimonio y de su noche de bodas era todavía la comidilla de todo el distrito, y ahora la nobleza de Mid-Connaught estaba excitada por la idea de ser testigo del primer encuentro entre los O'Flaherty y los Burke después de aquel día de mayo. Todo el mundo tuvo que admitir que Skye y Dom formaban una hermosa pareja.
Ellos avanzaron con paso lento y firme a lo largo del pasillo para saludar al anfitrión y su esposa. Skye mantuvo la cabeza en alto y el rostro impávido, la mirada fija en un punto, justo encima de la cabeza de Niall. Durante un instante, cedió a su curiosidad y miró a Niall. Los ojos gris plateado eran de hielo, y la ola de frío que la recorrió penetró hasta el fondo de su corazón.
Estaba sorprendida. Había esperado una sonrisa burlona, no ese desprecio. No entendía la actitud de Niall pero bastó una mirada a la mujercita que lo acompañaba para restaurar su confianza. Sintió que la alegría la inundaba al comprobar que Darragh Burke, a pesar de ser de noble cuna, no era hermosa.
Llegaron al estrado y Skye miró, detrás de Niall y su esposa, al MacWilliam, que estaba sentado con la pierna estirada sobre un almohadón. Skye le sonrió con encanto; la suya era una sonrisa brillante, los dientes parejos y blancos, casi cegadores. El viejo dejó que sus ojos recorrieran a la esposa de O'Flaherty y ella se sintió bien al ver esa mirada que parecía arrepentida de su decisión. Ahora ambos, padre e hijo, sabían que habían cometido un error. Ella se inclinó ante él con una graciosa reverencia.
– Milord…
A él le divertía comprobar lo rápido que ella había adivinado sus pensamientos. Disfrutaba con un adversario inteligente, y ella lo era. Si el MacWilliam hubiera tenido veinte años menos, habría intentado llevársela a la cama.
– Querida, Gilly O'Flaherty me dice que sois buena esposa para su muchacho -gruñó el MacWilliam.
– Es cierto -respondió ella con frialdad.
– Pensé que erais más feliz como pirata.
– También soy feliz de ese modo, cuando puedo, mi señor.
– ¿Y sois buena en eso también?
– Soy buena en todo lo que hago, mi señor.
Él rió.
– Bienvenida sois, vos y vuestro esposo -dijo, y luego sus ojos se afinaron con astucia-. Sin duda recordáis a mi hijo, Niall.
Ella sintió que Dom se ponía tenso a su lado y le apretó la mano para infundirle ánimos. Tenían que pasar por alto el insulto. Los buenos modales de Dom se impusieron sobre su rabia, porque sabía que ahora su esposa estaba de su parte. Los dos hombres se saludaron con una reverencia.
Entonces los ojos de Niall Burke la recorrieron con crueldad.
– Veo que ya lleváis un hijo en vuestro vientre, lady O'Flaherty -dijo en voz bien alta.
– Sí, mi señor. Hace siete meses que estoy casada y hace seis que espero un hijo, un hijo varón. Las mujeres de mi familia siempre dieron a luz varones.
Hablaba en voz tan alta como había hablado él. Luego se volvió y miró con insolencia a Darragh Burke.
– Veo que vuestra esposa no tiene tanta suerte. ¿O sí, querida?
Darragh se sonrojó. Su «no» se escuchó en todo el salón, Skye sonrió con dulzura, hizo otra reverencia y tomó la mano de su esposo para irse. A sus espaldas, oyó la risita del MacWilliam.
Skye permitió que Dom se sentara con ella junto al fuego. Miró, mientras él iba a buscar algo de vino, las llamas que saltaban en el aire. La rabia reprimida casi la hacía temblar. ¿Cómo podía comportarse así el hombre que ella había conocido? La había avergonzado delante de todo el condado en su noche de bodas, la había dejado con promesas extravagantes que no pensaba cumplir, ¡y ahora fingía que el insultado era él…! ¡Bastardo del demonio! Le pusieron una copa en la mano y tragó un poco de vino para calmarse.
– ¡Estuviste magnífica! -le oyó decir a su esposo-. Por Dios, le demostraste a Niall Burke cómo están las cosas…, y delante de todo Connaught. Y no creo que sea fácil hacer que esa flacucha malcriada de los O'Neill tenga un hijo. No le envidio la tarea a lord Burke, pobre hombre -agregó, riendo.
– ¡Cállate, estúpido! -le murmuró ella, furiosa, entre dientes. Dios, ¿cómo podían ser tan idiotas los hombres?-. No daría ni un céntimo por Niall Burke, pero no despreciaría la hospitalidad de los MacWilliam, así que no te pongas en evidencia, esposo mío…
Dom la miró extrañado, pero antes de que pudiera decir nada, Anne O'Malley se acercó a saludarlos. Envió a Dom a reunirse con sus amigos y luego se acomodó con cuidado y miró a su hijastra.
– ¿Te parece sensato insultar así a Niall Burke y su esposa? -le preguntó.
– ¿Te parece sensato lo que él ha hecho conmigo?
– Todavía lo amas.
– ¡Lo odio! Por el amor de Dios, Anne, hablemos de otra cosa. El bebé hace que siempre me esté preocupando por todo y llore por cualquier cosa. Preferiría que la gente no me malinterpretara.
– Claro -dijo Anne O'Malley con calma-. No serviría de mucho que Niall Burke pensara que lloras por él.
– Nunca me había dado cuenta hasta hoy de lo mala que puedes ser cuando quieres, madrastra -dijo Skye, con voz tranquila.
Anne se rió.
– Ah, el bebé te pone nerviosa, ¿no es cierto?
– Será un varón -dijo Skye-. Dom y su padre están convencidos de que será niño y no aceptarán otra cosa.
– Ya veo. Y fuera de eso, ¿cómo te va?
– Bastante bien en realidad, Anne. Papá me hizo un gran servicio casándome con Dom. Tengo un marido con deseos perversos y un suegro con el mismo defecto… La hermana de mi esposo es una perra infernal que se pasa el día robándome cuanto puede y quejándose a su hermano y a su padre cuando la atrapo. Es una familia encantadora…, sí, estoy profundamente agradecida por la elección de papá. Mi nuevo hogar está casi en ruinas y a pesar de la maravillosa dote que me dio papá, me dicen que no hay dinero para arreglarla. La mitad de lo que compré para la casa, la platería y los candelabros, por ejemplo, desapareció misteriosamente. En realidad, soy la señora de una pocilga habitada por un viejo gallo vanidoso y avejentado, un gallo joven vanidoso y disoluto y una gallinita frívola.
Anne estaba impresionada.
– ¿Quieres venirte a casa hasta que nazca el bebé, Skye? -¡Por Dios! ¡No podía dejar que Skye diera a luz en un lugar como ése!
– Claro que sí, ¡sí! Claro que quiero ir a casa, pero no dejarán que el nuevo O'Flaherty nazca lejos del castillo de la familia, Anne. De todos modos, me gustaría que lo arreglaras todo para que Eibhlin venga a ayudarme después de la misa de Candelaria. No espero a mi hijo hasta la primavera pero tal vez una tormenta de invierno fuera de época retrase a Eibhlin si viene más tarde, y me asustaría que no llegara a tiempo. Además -añadió sonriendo con astucia-, necesito compañía. Claire no me sirve y ni ella ni Mag ni nuestra vieja cocinera saben nada sobre nacimientos.
Anne estaba muy preocupada.
– ¿Y las otras mujeres de la casa?, ¿las criadas?, ¿las lavanderas? ¿No hay comadrona en tu aldea?
– Las pocas mujeres que trabajan para nosotros, pues cuesta convencerlas, vienen de nuestra aldea cada día y vuelven a su casa cada noche. Los campesinos aman a sus hijos y ninguna familia permitiría que sus hijos trabajasen en el castillo. Todos saben cómo son O'Flaherty y su hijo. Labran sus tierras y les pagan los impuestos y luchan por ellos, pero son ya demasiadas las mujeres que han sufrido abusos en manos de los hombres de esa familia y nadie quiere enviar a las hijas al castillo. De todos modos, Dom y Gilly se las arreglan para atrapar a esas pobres criaturas, te lo aseguro. Se van a caballo y las cazan cuando ellas están trabajando en los campos… La reputación de esos dos es tan mala que ni Claire tiene dama de compañía.
– Sabía que era un error desde el principio -se lamentó-. ¡Lo sabía!
– Entonces, ¿por qué no le dijiste nada a papá como me habías prometido, Anne? Le dijiste que me casara esa misma mañana, la mañana del nacimiento de Conn.
– No, no, Skye… ¡No fue así! Traté de decirle a tu padre que lo suspendiera después del nacimiento, pero me pusieron un somnífero en el vino para hacer que descansase y tu padre me entendió mal. Cuando me desperté, dos días después, ya te habían enviado a St. Bride's.
– Entonces, ¿no me traicionaste para que me fuera de casa?
– ¡Eres absolutamente boba! ¿Cómo pudiste creer una cosa así? Después, cuando ya estabas casada por la Iglesia, no pude hacer nada. Solamente lamentar que tu padre no hubiera esperado un poco. Aunque sé que él estaba decidido, tal vez habría podido impedir lo que pasó después.
– No -dijo Skye con suavidad-. Por lo menos con Niall Burke aprendí que el amor puede ser dulce…, no verdadero, pero sí dulce. Si no hubiera sido por él, tal vez habría creído toda la vida que los hombres son todos unos animales.
– Algunos hombres son más vigorosos que otros en la cama, Skye.
– Dom es un cerdo -fue la respuesta.
– ¿Por qué odias a Niall si le estás agradecida?
Los ojos de Skye se llenaron de fuego azul y su voz se transformó en dura roca.
– ¡Porque me traicionó! ¡Porque juró que me amaba! Porque me prometió hacer anular mi matrimonio y casarse conmigo. Y en lugar de eso se escapó de mi lado como un ladrón en la noche sin darme ni un beso de despedida y se fue a casa para casarse con esa O'Neill y sus títulos nobiliarios… ¡Jamás, jamás le perdonaré eso, Anne! ¡Jamás!
En el silencio que siguió, Anne O'Malley luchó con su conciencia. Conocía la verdad. Finalmente decidió que el silencio era la mejor solución. Si decía la verdad ahora, no conseguiría otra cosa que herir y enfurecer más a Skye. Ya nada podía cambiarse a estas alturas. Skye estaba casada y embarazada del primer hijo de su esposo. Niall Burke estaba también casado. Saber lo que les habían hecho no serviría sino para hacerlos más infelices. ¿Quién podía prever qué harían si llegaban a conocer la verdad?
Anne pudo dar por finalizada la conversación porque llegó un sirviente anunciando que la cena estaba servida. Una vez en el salón del banquete, las dos mujeres se separaron porque, como expresión simbólica del mayor valor de los O'Malley para los MacWilliam, el O'Malley y su esposa se sentaron más cerca de la cabecera de la mesa que Skye y Dom, que ocuparon sus sitios mucho más alejados. A Dom, sin embargo, no le importó. Gracias a la belleza e inteligencia de su esposa, era el centro de un alegre grupo de hombres jóvenes, algunos de los cuales estaban casados con mujeres hermosas de ojos atrevidos. Dom preveía unos maravillosos doce días de Navidad.
Y Skye brillaba, decidida a mostrarle a Niall su indiferencia. Para los que estaban en los lugares más favorecidos en la mesa era evidente que los del final lo estaban pasando mucho mejor. No había duda de que lady O'Flaherty era una mujer bella, encantadora y deliciosa.
Skye comió con premura, tomando sólo una rodaja de salmón fresco del primer plato y, del segundo, sólo una pechuga de pollo aderezada con limón. Comió dos rebanadas de pan de centeno con manteca, untada con elegancia con los dedos. Alrededor de ella, los otros huéspedes se atragantaban con todos los platos, pero a Skye le asqueaba el menú.
Cuando sirvieron los dulces, disfrutó de una bandeja de duraznos secos y se lamió la crema que le había quedado en los labios como un nenito. Niall la observaba desde la cabecera de la mesa y de pronto deseó besar esa boca, aunque seguía sintiendo deseos de estrangular a Skye por su perfidia.
Cuando la comida terminó, los que se habían sentado cerca de la cabecera se deslizaron lentamente hacia donde se encontraba Skye. De vez en cuando, se oían carcajadas en el grupo que la rodeaba. Cuando dio comienzo el baile, Skye no aceptó ningún baile, excepto los menos movidos, y en ninguna ocasión tuvo que esperar pareja demasiado rato. Se movía con orgullo y mucha gracia, y el vestido se desplegaba a su alrededor como una flor primaveral. Sus ojos azules brillaban y su sonrisa ardía una y otra vez.
En el salón de baile, Niall Burke se estiró furioso en su silla; apretaba la copa enjoyada con tanta fuerza que era un milagro que no la rompiera con sus grandes dedos. Sus ojos gris plateado perseguían la figura de Skye, con la concentración de los de una pantera presta a caer sobre su presa. De vez en cuando, tomaba grandes tragos de vino tinto, vaciando y llenando la copa constantemente. Qué hermosa era Skye, maldita sea; incluso ahora que estaba embarazada resultaba absolutamente deseable.
– La joven lady O'Flaherty es muy popular -se atrevió a decir Darragh.
– Sí -gruñó él, y se levantó bruscamente para ir a reunirse con los bailarines. El joven que estaba bailando con Skye sintió la presión de una mano sobre su hombro. Volvió la cabeza y descubrió a su anfitrión, enrojecido de sol y de ira, así que se apartó con rapidez. Niall pasó un brazo por la cintura de Skye y con la mano libre cogió la de Skye. La sonrisa de Skye se extinguió, pero no perdió el ritmo ni por un segundo.
– ¿Te parece sensato bailar en tu estado?
– Espero un hijo, milord. No estoy enferma.
– Has cambiado, Skye.
– No, milord. Simplemente aprendí a no confiar en promesas de seductor.
Se separaron siguiendo el ritmo pautado del baile y ella tejió con cuidado su figura para encontrarlo de nuevo al otro lado.
– Es difícil comprender la forma en que funciona una mente de mujer -dijo él-. Te portas como si yo te hubiera rechazado…
– Y es cierto, vos me traicionasteis. Me abandonasteis sin despediros y os fuisteis a casa a casaros con vuestra novia, que parece un pescado muerto. Ni siquiera tuve oportunidad de rechazaros, pero lo hago ahora.
– Yo no me casé con Darragh O'Neill hasta después de tu boda con Dom, Skye. Había estado comprometido a su hermana Ceit.
Otra vez los separó la figura. Cuando volvieron a encontrarse, Niall agregó:
– Y nunca me hubiera casado con ella si no hubiera sido por tu carta.
Skye se paró en seco.
– ¿Qué carta?
Una sola mirada a esa cara y Niall Burke comprendió que algo andaba muy, pero muy mal. Pero estaban en una sala llena de gente y algunos los estaban mirando con curiosidad.
– Claro, claro, estáis cansada. En vuestro estado… Permitidme que os escolte hasta una silla y os traiga una copa de vino, lady O'Flaherty -dijo Niall en voz alta, llevándosela de la pista de baile hasta una silla en un rincón cerca de una ventana, apartada del resto de los invitados.
Aunque todos los presentes los veían, podían hablar sin ser escuchados. Niall tomó dos copas de vino de un sirviente que pasaba y le alcanzó una a Skye. Ella comprendía la necesidad de fingir. Se reclinó con los ojos entrecerrados, como si estuviera muy cansada. Le latía el corazón, no de cansancio, sino porque se había dado cuenta de pronto de que probablemente todo había sido un truco.
– ¿Qué carta? -volvió a preguntar.
– No te dejé por voluntad propia, Skye. Tu padre hizo que un muchachito trepase hasta la ventana y, una vez en la habitación, abriese la puerta para que él y sus hombres pudiesen entrar en tu dormitorio. Me amordazaron y me arrastraron fuera. Le expliqué nuestros planes a tu padre pero no quiso escucharme. En lugar de eso, me golpeó hasta dejarme inconsciente e hizo que un tal capitán MacGuire me llevase al castillo de mi padre. Al día siguiente, me entregaron una carta en la que tú repudiabas nuestras relaciones. Por Dios, Skye, la letra era de mujer y reconocí el sello de uno de tus anillos.
– Todos tenemos esos anillos, Niall. Todas mis hermanas, incluso Eibhlin.
– No lo sabía -suspiró él abrumado-. Parece, amor mío, que esos dos insectos que tenemos por padres consiguieron lo que se proponían con turbios ardides. ¡Los odio a ambos!
– ¿La amas, Niall?
– No. Iba a ser monja y de corazón todavía lo es. Pasa más tiempo arrodillada que en nuestra cama.
– ¡Me alegro! -dijo ella con furia y Niall la comprendió.
– ¿Y el niño…?
– Es de Dom. De eso no hay duda, Niall, lo juro. ¿Crees que yo estaría aquí si fuera tuyo?
– Entonces, ¿lo amas?
– Nunca lo amaré pero soy su esposa como tú eres marido de Darragh. Y ahora -dijo ella-, dadme las buenas noches, milord, porque estamos convirtiéndonos en el centro de atención de todo el salón y veo venir a Dom.
– Buscaré otra oportunidad para hablar contigo -dijo él. No la dejó. Se quedó esperando hasta que Dom se reunió con ella-. Vuestra esposa está muy cansada por el baile, O'Flaherty. Debéis cuidarla mucho. Lleva a vuestro heredero en su vientre. Podéis consideraros afortunado.
Dom, sorprendido por esas palabras, se quedó sin habla. Niall hizo una reverencia, besó con dulzura pero con rapidez la mano de Skye y dijo:
– Buenas noches, lady O'Flaherty. -Después se fue hacía el centro de la sala.
– ¿Me llevarías a la habitación, Dom? Estoy agotada. -Skye luchaba para mantener su voz serena. ¡Dom no debía saberlo! ¡Ni sospecharlo siquiera!
– Claro, amor mío -le contestó él con la voz dulce. La ayudó a levantarse y caminó con ella por el salón. Cuando llegaron a la habitación, ella le pidió que fuera a buscar a su dama de compañía-. No, amor, yo mismo te haré compañía. -Su voz era acariciante y suave. Era un signo peligroso-. No había mujer que pudiera compararse contigo esta noche -murmuró-. Todo el mundo me ha envidiado. Todos ellos te miraban y se imaginaban lo que sería poseerte una noche, pero yo soy el único que puede hacerlo, Skye, ¿no es cierto? -Le había sacado el vestido y sus dedos le desataban las enaguas con agilidad. Luego, la camisa. Finalmente, la dejó desnuda y temblando, sólo con las medias bordadas con la cinta dorada y los adornos rosados y plateados. Miró despacio, con los ojos llenos de deseo, la nueva redondez de sus senos y el pequeño bulto del vientre. Su mano acarició esas redondeces y Skye, casi sin respirar, rezó para que le bastara con esa sensación de posesión.
– Arrodíllate al borde de la cama, Skye.
Ella tembló.
– Dom, por favor… No es bueno para el bebé.
– ¡Arrodíllate, perrita! ¿O quieres que termine por creer lo que dijeron mis ojos cuando te miré en la sala y vi cómo el maravilloso lord Burke se arrodillaba a tu lado, solícito, mirándote las tetas? ¡Y tú… tú lo alentabas!
– ¡Claro que no! -A Skye se le tensaron todos los músculos del cuerpo. Suspiró, se arrodilló en el borde de la cama, apretando los puños con fiereza. No había forma de luchar contra él. Si se resistía, el castigo sería mayor.
Él la miró; tan dócil, tan obediente. Estaba enfurecido con ella, pensaba en someterla a sodomía porque sabía que odiaba esa degradación en especial. Pero le preocupaba el niño. Era su hijo y eso hacía que ella estuviera unida a él irrevocablemente. Sin el niño, ella tal vez huiría con Niall Burke y haría que todos se rieran de los O'Flaherty.
Se soltó las calzas y dejó salir su hinchado órgano. Vio que ella volvía a temblar y la sensación de poder que le proporcionaba ese miedo lo excitó todavía más. Encontró con facilidad el camino hacia el interior de Skye y deslizó sus manos sobre los senos para jugar con los sensitivos pezones mientras se balanceaba en ondulaciones parsimoniosas y cálidas.
– Tu perro se lo hace así a las hembras en mis perreras. Lo vi hacerlo varias veces -murmuró mientras le mordía el cuello. Ella no dijo nada. Por suerte, él terminó pronto-. Ahora me voy otra vez al salón. Descansa, Skye -dijo él, ajustándose la ropa.
Luego se fue.
Durante unos minutos, ella se quedó quieta, la cara húmeda de silenciosas lágrimas. Luego se puso en pie y se sacó las medias. Se envolvió en una bata y volvió a acostarse. Si hubiera podido hervir su cuerpo en agua, lo habría hecho, y sabía que ni aun así habría podido quitarse el recuerdo del roce de las manos de Dom, el hedor de su deseo que impregnaba su piel.
No podía dejar de llorar. Había sido demasiado. Saber que su padre y el MacWilliam habían conspirado para que Niall no volviera a acercarse a ella casi había vuelto a romperle el corazón. Había sido mucho más fácil cuando podía odiar a Niall. Exhausta, se durmió.
El sonido súbito de la puerta al abrirse la despertó. Tensa y asustada escuchó a alguien caminando en la oscuridad. Debía ser Dom, de vuelta del baile y probablemente, borracho. Se quedó quieta con la esperanza de que él creyera que estaba durmiendo.
– Skye -le llegó un susurro.
– ¡Niall! -Skye se sentó en la cama-. ¿Estás loco? Por el amor de Dios, ¡vete, rápido, antes de que vuelva Dom! ¡Te lo ruego, mi señor!
Él cerró la puerta despacio y echó el cerrojo.
– Dom está borracho, tirado en el salón con sus amigos. Mi paje lo vigila. Si se despierta, nos avisará mucho antes de que él pueda volver. -Por Dios, qué hermosa era ella con esa nube negra de cabellos que giraba alrededor de sus hombros, los ojos enormes y enturbiados ahora por la preocupación. Se sentó en el borde de la cama y la abrazó-. Estuviste llorando. -Una afirmación, no una pregunta.
– Era más fácil cuando creía que me habías traicionado -dijo ella con tristeza, sabiendo que él la entendería.
– También lo era para mí, querida… -Él se estiró y le acarició el cabello.
– ¿Tu esposa…? -Skye tenía que preguntar.
– Está en una de sus interminables vigilias en la capilla. Lo hace para evitarme, pero a mí no me importa. Acostarse con ella es como acostarse con un cadáver.
– Oh, Niall… -La voz se le quebró, inclinó la cabeza y la apoyó en el hombro de él.
– ¡Skye! ¡Amor mío! ¡No llores! Maldita sea, Skye, me vas a romper el corazón.
La boca de Niall buscó la de Skye. Ella suspiró, le rodeó el cuello con sus brazos y se entregó al cuidado del que amaba. La mano de Niall encontró el bulto de los senos y parecía tan natural que los acariciase, tan bueno… Ella separó su boca de los labios de Niall el tiempo suficiente para murmurar:
– Sí, Niall, sí, ámame… -E inmediatamente las bocas se unieron de nuevo y ella se perdió en una pasión arrolladora que le recorrió el cuerpo como un vendaval y la dejó casi inconsciente.
La boca de él le acarició el montículo que florecía ahora con el nuevo bebé.
– Ojalá fuera mío -murmuró con voz ronca-. ¡Dios! ¡Estás tan hermosa con ese bebé que crece en ti! Como una de esas diosas celtas de la fertilidad.
– Recé tanto -dijo ella-, recé tanto para que me hubieras dejado un bebé esa noche. Y lloré horas cuando supe que no era así. Eibhlin dice que ese llanto le hizo temer por mi salud mental. Después vino Dom… -La voz de Skye se apagó sin terminar la frase…
– Lo mataré -aseguró Niall en voz baja.
– ¿Y tu pobre esposa? ¿La matarías también? ¿Qué mal ha hecho esa pobre criatura? Dices que quería ser monja y por lo que veo debía de tener verdadera vocación. ¿No ha sufrido tanto como yo, entonces? -Skye suspiró y se apartó de él, sus ojos azules llenos de fuego-. ¡Niall, amor mío! Estamos casados con otros y no podemos remediarlo. No hay esperanza para nosotros. Te amo, Niall, pero cuando vuelva a Ballyhennessey no quiero verte de nuevo, nunca más. No puedo verte y esconder mi amor al mundo. Dom ya sospecha. No quiero que haya problemas entre vosotros dos, porque él es como un niño y puede ser muy traicionero. No soy ingenua y no voy a pedirte que me olvides. Ninguno de los dos olvidará, pero debemos separarnos.
Él la abrazó de nuevo.
– No puedo pensar en dejarte otra vez -dijo con voz ronca.
– La verdad, amor mío, es que nunca me has tenido de veras -le contestó ella con tristeza infinita.
Durante un minuto, se aferraron uno al otro porque no querían que ese interludio agridulce terminara para siempre. Después, él la besó con ternura y se separó de ella, acomodándola en la cama.
– Encontraré momentos para acercarme a ti durante esta visita -dijo-. Pero prométeme una cosa. Prométeme que me pedirás ayuda cuando la necesites. Sea cuando sea, amor. No puedo vivir tranquilo si no me das tu palabra, Skye, júramelo. No pienso permitir que O'Flaherty te maltrate.
– No le tengo miedo a Dom, Niall. Siempre que finja ser una esposa obediente en público, su vanidad estará satisfecha, y sé que me necesitará. -Ella no quería decirle la verdad, contarle las ceremonias degradantes a la que la sometía su esposo, porque sabía que eso lo enfurecería y que, de todos modos, no podría hacer nada al respecto-. Quédate conmigo un momento más -le rogó. Él le tomó la mano, sonriendo. Ella cerró los ojos y pronto se durmió. Él sacó la mano con lentitud y se levantó, abrió la puerta y salió de la habitación.
Volvió al salón del banquete y le pidió al paje que se marchara. Luego, se fue a sus habitaciones y en el camino casi tropieza con un muchachito que parecía una ardilla.
– Perdón, mi señor, el MacWilliam quiere veros. -Niall asintió y fue hasta las habitaciones de su padre.
Encontró a su padre sentado en la cama, con un gorro de noche sobre la cabeza. Tenía vendas nuevas en el pie gotoso y una copa en la mano. Niall se inclinó y olfateó la copa.
– Pensé que el vino de malvasía era perjudicial para tu pierna.
– Según ese médico de los mil diablos todo es perjudicial para mi pierna. Supongo que si todavía pudiera llevarme una mujer a la cama, me diría que eso también es perjudicial para mi pierna -fue la enfurecida respuesta. Después el MacWilliam hizo una pausa-. Se diría que la hermosa lady O'Flaherty es perjudicial para mucho más que para tus pies, Niall, hijo mío.
Los dos hombres se miraron a los ojos y el MacWilliam suspiró.
– Me equivoqué al forzar tu matrimonio con una O'Neill. Veo que la chica de los O'Malley hubiera sido mejor esposa para ti. ¡Dios! ¡Siete meses de matrimonio y ya lleva un hijo en el vientre! Y lo lleva bien. ¡Qué madre! Le dará a O'Flaherty una carretada de hijos varones y todavía tendrá una cintura deliciosa para las manos de un hombre. Y qué belleza…, ese cabello y esos ojos azules, y esas tetitas maravillosas… Maldita sea, ¡ojalá no fuera tan viejo!
Niall se rió pero su padre continuó, hablándole en un tono menos cómico.
– No te acerques a ella, Niall. O'Flaherty no permanecerá impasible a un adulterio. Te matará si te encuentra con su esposa. Sé que has estado en su dormitorio esta noche mientras él se emborrachaba abajo. ¡Ten cuidado, muchacho! Eres mi único hijo, mi único heredero, y te quiero. Hasta que no tengas un hijo legítimo no estaremos a salvo.
– Quédate tranquilo, padre. Skye y yo sólo hablamos. Si lo hubiéramos hecho en público, habría habido chismes hasta dentro de un siglo.
– ¿Hablasteis? ¡Por Dios, Niall! Si yo fuera sólo veinte años más joven y estuviera solo con esa belleza, te juro que no me hubiera dedicado a hablar con ella…
Niall volvió a reírse.
– Vamos, padre, lleva un hijo de seis meses en el vientre.
– Hay formas, hijo mío.
– Lo sé, y tal vez si el hijo fuera mío…, pero no lo es. Además -y Niall miró a su padre con firmeza-, desde que descubrió vuestro truco de la carta, Skye es mucho más vulnerable. No quiero abrir aún más sus heridas. La amo.
– Si perdiera el bebé…, estaría libre de O'Flaherty -dijo el viejo con astucia-. Seguiría siendo su esposa, claro, pero estaría libre para venir a ti…, y yo… reconocería los bastardos que te diera como herederos, porque realmente dudo que esa niñita O'Neill conciba algún día.
– No me tientes, padre. Si piensas que Skye es digna de llevar tus nietos en su seno, también lo es de llevar tu nombre. La miras y lo único que ves es una yegua de cría que asegurará tu estirpe. Pero yo la amo. Nunca he querido a otra mujer por esposa. -Niall lo miró y suspiró con rabia-. Pero O'Flaherty es fuerte y saludable. Probablemente viva eternamente. No tengo esperanzas.
– Podríamos arreglar su muerte…, pero eres demasiado noble, Niall. El amor te ha convertido en un debilucho. Si no quieres reclamarla para ti, entonces no te le acerques. El marido podría matarte en un ataque de celos -gruñó el viejo.
– Tal vez yo lo mataría a él -murmuró lord Burke con voz calma.
El hijo de Skye, Ewan, nació en primavera. Eibhlin ayudó en el parto. Había llegado al castillo de los O'Flaherty inmediatamente después de la Noche de Reyes. La pobreza del pequeño castillo de los O'Flaherty la había impresionado. Anne le había repetido las descripciones de Skye, pero la monja había supuesto que la amargura de su hermana menor la hacía exagerar. Ahora veía que lo que le había contado Anne era verdad, una verdad terrible.
Las paredes del edificio estaban muy deterioradas y se filtraba aire por todas partes. El suelo estaba desnudo y apenas se veía alguna que otra alfombra desgastada y mugrienta. Los pocos tapices que colgaban de los muros estaban casi pelados por el uso y no contribuían a caldear las habitaciones. El mobiliario era pobre y escaso. Eibhlin estaba asombrada. Sabía que su padre y su madrastra habían enviado muebles y adornos con Skye, como parte de la dote, pero cuando interrogó a su hermana, lo único que consiguió fue una confusa explicación acerca de Gilly y Dom y de sus enormes deudas.
Con su hermana a su lado, Skye pasó un invierno tranquilo y el parto fue relajado y fácil. Eibhlin se marchó cuatro semanas después. Regresó a los pocos meses, porque el segundo hijo de Skye, Murrough, vino al mundo apenas diez meses después del primero.
Murrough nació durante una terrible tormenta de mediados de invierno. Por suerte, el parto también resultó fácil porque esta vez Eibhlin había tenido que luchar con otros factores además del nacimiento mismo. Los vientos habían soplado con tal fuerza que en algunas partes de la casa el suelo estaba cubierto de dos centímetros de nieve. El viento había atravesado las agrietadas paredes y las ventanas cubiertas sólo con pieles de oveja. Eibhlin estaba furiosa. La desesperaba ver vivir así a su hermana. La dote de Skye había sido usada para pagar deudas de juego, o vino, o regalos para las mujeres que divertían a Dom y a su padre. Eibhlin se juró una cosa: Skye no volvería a dar a luz un bebé en esas circunstancias, no hasta que Dom se tomara las cosas más en serio.
– Diez meses entre un bebé y otro es poco tiempo -recriminó a su hermana-. Ahora debes descansar por lo menos un año antes de concebir de nuevo.
– Díselo a Dom -murmuró Skye con la voz muy débil-. Dentro de un mes volverá a acostarse conmigo. A pesar de sus putas, me desea ardorosamente. Además, yo creía que no se podía concebir mientras se amamantaba.
– Un cuento de viejas que ha hecho mucho daño -replicó Eibhlin-. Y te aseguro que voy a hablar con Dom. Y te daré la receta de una poción que impedirá que concibas.
– ¡Eibhlin! -Skye estaba escandalizada y divertida al mismo tiempo-. ¿Tú?, ¿una monja? ¿Cómo sabes todo eso?
– Sé tanto como cualquier médico -replicó Eibhlin-. Más incluso, porque soy también comadrona y conozco las hierbas medicinales. Es tradición entre las viejas. Los médicos desprecian esas cosas, pero se equivocan. Puedo explicarte varias formas de impedir la concepción.
– ¿Y la Iglesia no las prohíbe? ¿No son pecaminosas, hermana?
La monja le respondió con voz tensa:
– La Iglesia no ha visto bebés inocentes muriendo de hambre porque hay demasiadas bocas que alimentar en la familia. No ha visto a bebés y madres congelados hasta la muerte, azules de frío porque no hay mantas ni ropa suficiente en esas chozas que llaman casas, porque no hay comida ni leña para calentarse. ¿Qué saben esos curas y esos obispos bien cebados y apoltronados en sus casas de piedra sobre esas almas y sus sufrimientos? Yo ayudo como puedo, Skye. A las inocentes y supersticiosas les doy un «tónico» para ayudarlas a recuperar fuerzas después de varios partos. No saben lo que les doy. Si lo supieran no lo tomarían, porque realmente creen en la condenación eterna que promete la Iglesia. Tú, hermana, no eres tan tonta.
– No, Eibhlin, no lo soy. Y no quiero más hijos de Dom. No quiero perder mi juventud antes de tiempo. Voy a criar a este hijo sabiendo lo que hago. Una de las amantes de Dom dio a luz hace un mes. Tiene los senos como enormes odres y me divertirá que alimente a mi hijo y al bastardo de Dom. Puede vivir aquí con los dos niños y tener a la nodriza de Ewan como compañía.
– Te has endurecido, Skye.
– ¿De qué otra forma podría sobrevivir en esta casa? Ya has estado aquí lo suficiente como para saber cómo son los O'Flaherty.
La monja asintió.
– ¿Has podido encontrar un marido para Claire?
– No y no creo que pueda hacerlo a menos que convenza a Dom de que le dé una dote. Gilly y Dom se jugaron la dote que le había dejado su madre. No queda nada. Y si no supiera ciertas cosas, juraría que esa chica es medio boba, porque no le importa. Los pocos jóvenes que han venido a cortejarla se han topado siempre con una absoluta indiferencia. Uno resulta ser demasiado gordo; otro, demasiado flaco. Este es un bufón y el siguiente no tiene sentido del humor. Uno es excesivamente ardiente y el otro no tiene sangre en las venas. No la comprendo. No tiene vocación religiosa, ni interés por nada ni nadie, según veo. Tampoco parece decidida a controlar su propia vida, como yo hubiera querido. No le importa nada.
– Tal vez quiere quedarse con su padre y su hermano. Algunas mujeres son así.
Skye miró a su hermana con expresión cándida.
– ¿Realmente crees eso, Eibhlin?
– No -le llegó la respuesta, rápida, directa-. Es una chica taimada, siempre con secretos, a pesar de su aspecto angelical. Hay algo… -y Eibhlin dudó, no queriendo ser injusta, pero en verdad preocupada-. Hay algo maligno en Claire, algo perverso -sentenció.
Skye estaba de acuerdo. Pero no podía hacer absolutamente nada con Claire a menos que le encontrara un marido. Lo que le molestaba más era que Claire siempre estuviera riéndose de ella, como si escondiera un secreto que no quería compartir con nadie, especialmente con Skye.
Eibhlin regresó pronto a St. Bride's, pero habló con Dom antes de irse. Cuando la monja ya no estaba, Dom le dijo a Skye:
– Ya que tu hermana me asegura que tu salud se resentirá si te doy otro hijo, no creo que tengas derecho a quejarte si busco diversión en otra parte.
– ¿Me he quejado alguna vez? -le preguntó ella, divertida, escondiendo su alegría ante la idea de que él la dejara en paz.
– No, eres una buena chica y me has dado dos hermosos varones.
Skye sonrió con dulzura y se mordió la lengua para evitar reírse. Dom la consideraba solamente un tesoro valioso, algo de lo que podía vanagloriarse. Skye se había transformado, le dijo, exactamente en lo que él quería que fuese, una excelente ama de llaves y una buena madre. Estaba dispuesto a ser generoso, a dejarla tranquila por un tiempo.
La vida de Skye tomó un cariz distinto, un cariz que le trajo la paz que ella deseaba. Trabajó para administrar las propiedades y fue ella la que mantuvo a toda la familia. Logró incluso pagar el tributo anual a los MacWilliam. Ni Dom ni su padre se preocupaban por lo que ella hacía, siempre que tuvieran dinero y el tiempo necesario para seguir con sus diversiones.
Skye manejó a los campesinos con firmeza pero con justicia. Acostumbrados a la dejadez de los O'Flaherty, se habían vuelto muy díscolos. Al principio la odiaron, pero cuando llegó el invierno y descubrieron que por primera vez en muchos años no pasarían frío, sus casas no tendrían goteras y había comida suficiente para todo el invierno, bendijeron a su señora. Ella les había dado el milagro de un invierno sin desdichas ni preocupaciones.
Luego, un día, cuando Ewan ya había cumplido dos años y Murrough dieciséis meses, Skye se percató de que Dom no la había molestado en todo ese tiempo. Bendijo en silencio a la mujer o mujeres que lo mantenían ocupado. Y después, reflexionando sobre eso, recordó que hacía muchos meses que nadie le contaba algún chisme sobre Dom y sus amantes. Eran ideas inquietantes.
En junio, Skye cumplió dieciocho años. El tiempo era extrañamente soleado y cálido para Irlanda. Su joven cuerpo, rebosante de salud ahora, estaba empezando a necesitar amor de nuevo, aunque fuese el de Dom. A pesar de que los habían invitado en dos ocasiones a pasar la Noche de Reyes en casa de los MacWilliam, ella había preferido quedarse en Ballyhennessey, usando el embarazo como primera excusa para no viajar, y después, fingiendo una enfermedad.
No se atrevía a ver de nuevo a Niall, aunque su mente y su cuerpo lo deseaban con una desesperación que casi la desgarraba. Con lo que Eibhlin le había explicado, tal vez hasta hubiera aceptado ser su amante sin que nadie lo supiera. La tentación había sido grande pero Skye se resistió, sabiendo que en realidad no deseaba ser otra cosa que su esposa.
Dom y su padre habían ido a la celebración de la Noche de Reyes. Skye había insistido en que fueran y la dejaran sola con los dos niños. Aunque había hablado con ellos sobre la necesidad de encontrar un esposo para Claire, en ambas ocasiones habían regresado diciendo que no aparecía ningún pretendiente adecuado para ella. Skye no lo entendía. Gracias a Dubhdara O'Malley, Claire tenía una dote respetable que ni su padre ni su hermano podían robarle. O la muchacha había sido demasiado selectiva, o había alguien en su vida que no era respetable, alguien al que seguramente veía día tras día. Skye decidió averiguar qué estaba sucediendo, porque Claire tenía ya diecisiete años y Skye no quería que se quedara en el castillo para siempre.
Eligió el momento con cuidado: una noche, después de cenar, cuando tanto Gilly como Dom habían desaparecido. Vio que Claire se dirigía a sus habitaciones en un ala del castillo. Skye nunca había estado allí antes. Nunca la habían invitado y hasta ese momento no le había parecido que hubiera razones para violar la intimidad de Claire.
Cuando el castillo quedó en silencio, subió sigilosamente por las escaleras hasta las habitaciones de su cuñada. Entró en el salón y descubrió allí gran parte de los objetos de su dote que habían desaparecido. Las ventanas estaban cubiertas con el terciopelo francés que había pensado usar en su dormitorio. El pequeño mueble de roble pulido que Dubhdara y Anne le habían regalado para su habitación adornaba una de las paredes. Y sobre el mueble vio su bandeja de plata con las copas y jarras de cristal veneciano…
– ¡Asquerosa zorra! -insultó entre dientes-. ¡Voy a arrancarte la piel!
¡Por Dios!, ahí estaban sus boles de plata y sus candelabros… Primero sorprendida, después furiosa, estuvo a punto de bajar en busca de su esposo para pedirle una explicación. Y entonces, oyó risas y un rumor de voces, una de ellas definitivamente masculina. Venían del dormitorio, un poco más arriba.
«Ajá -pensó-, la señorita Claire tiene un amante. Bueno, sea quien sea, ya descubrirá que tiene una nueva esposa, a menos, claro está, que ya la tenga. Sirviente o señor, le obligaré a casarse con Claire.» Skye se deslizó con sigilo por la escalera, llegó al descansillo y luego se acercó a la puerta entreabierta del dormitorio. Cuanto más se acercaba, tanto más vividamente oía los ruidos característicos de una vigorosa escena de amor. Llegó hasta la puerta y espió a través de la rendija.
Lo que vio confirmó sus sospechas: Claire y un hombre, ambos desnudos, enredados en un abrazo. El color inundó las mejillas de Skye cuando vio las largas piernas blancas de Claire rodeando el cuerpo de su amante. El hombre se hundía con fuerza, sin piedad, en esa mujer sudorosa y desesperada de pasión. Claire empezó a gemir.
– ¡Más, Dom, más! ¡Más, sí, hermano querido! Ah, ¡qué placer, qué placer!
Skye sintió que una primera oleada de náuseas recorría su cuerpo y se aferró a la puerta. ¡Dom! ¡Dom era el amante de Claire! ¡Su propio hermano! Lentamente, Skye se dejó caer al suelo, todavía agarrada a la puerta, al borde del desmayo.
– ¡Puta! -gruñía Dom-. ¡Qué putita eres, hermanita mía! ¿Te hago el amor hasta que no puedas ponerte de pie? Ya lo hice una vez, ¿te acuerdas? Pero esta noche quiero hacerlo hasta que me pidas clemencia, y entonces me darás placer de otra forma; puedo inventar cien maneras…
– Sí, sí… -jadeaba Claire-. Lo que quieras, amor mío. Haré lo que me pidas, absolutamente todo… Oh, Dom, ¿no te satisfago siempre, siempre?
Todavía de rodillas, Skye se sentía congelada de horror y de espanto.
– ¡A cuatro patas, perra!
Claire obedeció, y entonces Dom la sodomizó. Fue un acto cruel que repitió varias veces. Skye sintió el sabor amargo del vómito en su garganta, mientras Claire gritaba:
– ¡Así, que me duela, Dom! ¡Haz que me duela!
Pero Dom retardaba su eyaculación. Puso a su hermana boca arriba y la montó. Colocó su miembro en la boca abierta y deseosa de la muchacha. Skye cerró los ojos para no ver esa escena degradante, pero no pudo evitar escuchar los obscenos sonidos guturales de Claire, ni los gruñidos de placer de Dom. Incapaz de contenerse un segundo más, un sollozo audible escapó de su garganta.
– ¡Dios! -chilló Claire-. ¡Hay alguien ahí fuera! ¡Alguien nos ha descubierto!
Dom saltó de la cama y abrió la puerta con un gesto brusco. Vio a su esposa casi desvanecida en el suelo.
– Vaya, vaya -murmuró con furia-, ¿qué tenemos aquí? Si es mi querida esposa.
Los ojos de Claire se entrecerraron con malicia.
– ¡Perra! ¿Cómo te atreves a espiarme? -chilló.
– No estaba es… espiando -tartamudeó Skye con voz temblorosa-. Quería hablarte sobre tu matrimonio.
Dom empezó a reírse como un demente, pero una mirada de su hermana lo calmó.
– ¿Casarme? ¿Para qué quiero casarme yo, estúpida? -le espetó Claire-. El único hombre que he amado en mi vida es Dom y no pienso dejarlo nunca. ¡Y es mío! Se casó contigo sólo por tu dinero y para conseguir un heredero. Ahora tiene ambas cosas. Ya no te necesitamos, excepto para administrar las propiedades. Así que sal de aquí, y no se te ocurra volver a espiarme.
Skye se volvió para huir, pero una de las manos de Dom la agarró de un hombro. Con la otra, su esposo le acarició el seno, y cuando el pezón se endureció, Dom empezó a reírse a carcajadas.
– Hace mucho tiempo, Skye.
Ella trató de liberarse. Claire chilló desde la cama:
– ¡Déjala, hermano! ¡No la necesitas, me tienes a mí!
– ¡Cállate, perra! Ella también me gusta. Y me apetece haceros el amor a las dos al mismo tiempo.
– ¡No! -aulló Skye, tratando de llegar hasta la puerta, pero los brazos de Dom la rodearon y entonces Claire la miró y sus ojos pálidos y azules se llenaron de deseo. Se acercó a ella y le arrancó la bata azul. Cuando el cuerpo de su cuñada apareció ante ella, los ojos de Claire se relajaron y se humedecieron. Se acercó más a Skye y acarició su cuerpo. Skye retrocedió para evitarla, enferma de asco. Claire se rió como una bruja.
– ¡Déjame a mi primero, hermano! ¡Deja que yo la prepare para ti, por favor! Puedes mirar mientras lo hago. Recuerda cómo te gustaba verme con la sirvientita esa que tuvimos.
– ¡No, Dom! ¡No, no, Dios mío!
Dom le sonrió a su hermana con dulzura, los ojos brillantes por el recuerdo. Después asintió.
– Yo miraré desde lejos, Claire, pero cuando yo te lo ordene, debes dejarla. ¡Prométemelo ahora! Nada de bromas como con la pequeña Sorcha.
– Sí, amor -ronroneó Claire, y entonces, ataron a Skye, que luchaba denodadamente, a los barrotes de la cama.
Claire se abalanzó sobre la muchacha y, cogiendo su cabeza entre las manos, la besó lentamente, con los labios muy húmedos. Skye fingió un desmayo, y entonces, muerta de risa, Claire empezó a explorar a su antojo la piel de su víctima. La degradación de Skye agregaba placer a su juego erótico. Apresó los pezones de Skye con el pulgar y el índice y los acarició con suavidad antes de inclinarse y chuparlos. Atada por los brazos, Skye luchó por escaparse, pero sus esfuerzos solamente lograron excitar más a Claire.
La hermana de Dom pasó su cuerpo muy despacio sobre el de Skye hasta que los senos de ambas se encontraron. Luego, rotó la pelvis y el monte de Venus contra los de Skye mientras murmuraba:
– No me digas que con todas las hermanas que tienes nunca jugaste así en tu casa. Y recuerda, mientras nosotras nos acariciamos, Dom nos mira y se prepara para poseernos con su enorme y duro miembro. No luches contra mí, cariño, porque ahora que has descubierto lo que pasa entre Dom y yo, no hay razón para que no podamos compartirlo y disfrutarlo al mismo tiempo.
Skye volvió la cabeza, avergonzada y confundida por las oleadas de deseo que estaba empezando a sentir.
Claire se frotaba, gimiendo, contra el cuerpo inmovilizado de Skye cada vez con más fervor hasta que, de pronto, Dom la apartó y montó a su esposa. Le introdujo el miembro inmediatamente, con toda su furia.
Skye aulló de dolor y asco y eso solamente pareció excitarlo más. Claire se arrodillaba para que Skye la viera con la boca casi babeante de deseo mientras miraba cómo su hermano abusaba del cuerpo de su esposa. Cuando Dom terminó con Skye, se hizo a un lado y aflojó las cuerdas. La empujó fuera de la cama para tomar a su hermana. Skye se acurrucó contra la pared y, temblando, empezó a llorar. Nunca la habían vejado de tal manera, nunca en su vida. Sabía que si alguien la tocaba de nuevo, lo mataría, fuera quien fuera.
Y cuando lo supo, se sintió mejor y reunió el coraje necesario para intentar salir de allí. Tropezó a través de la habitación y llegó a la puerta. Dom y su hermana habían terminado ya y Claire la descubrió y empezó a gritar:
– ¡Se escapa, Dom! ¡Tráela! ¡Quiero hacerlo otra vez!
Dom saltó de la cama y corrió hacia su esposa. Skye había abierto la puerta. Cuando él estiró el brazo para atraparla, ella se hizo a un lado. Dom tropezó cerca de la puerta abierta, perdió el equilibrio y cayó, aullando, por las escaleras de piedra que llevaban al salón de su hermana.
Hubo un silencio tenso y terrible. Dom estaba tendido allá abajo, descoyuntado, con el cuerpo en una posición imposible. Claire saltó de la cama y se quedó de pie mirando las escaleras. Luego se volvió hacia Skye y aulló:
– ¡Lo has matado! ¡Has matado a Dom!
«Que la Santa Virgen me perdone -pensó Skye-, pero espero que esté bien muerto.» Luego, el alivio la inundó y, entonces, se volvió hacia Claire y la abofeteó con furia. Su mano quedó marcada en la mejilla de su cuñada.
– Cállate, perra asquerosa. ¡Cállate!
– Necesitamos ayuda -gimió Claire.
– Todavía no.
– Quieres que se muera -llegó la desesperada acusación.
– No lo niego -dijo Skye con voz inexpresiva, y Claire se apartó de ella como de una víbora-. Pero antes de buscar ayuda, tenemos que vestirnos. ¿Qué crees que pensarán los sirvientes si nos encuentran a los tres desnudos? No quiero ese escándalo en la vida de mis hijos. ¡Vístete! Después ve a buscar ropa a mi habitación. ¡Rápido!
Los preparativos parecieron durar horas. Pero, finalmente, las dos mujeres se vistieron. Después, le pusieron a Dom sus ropas. Para horror de Skye, todavía respiraba.
– Ahora sí -dijo entonces-, despierta a todo el mundo.
– ¿Qué les digo?
– Que Dom ha sufrido un accidente. Yo me ocuparé de lo demás. Vete.
Claire huyó, aullando como para despertar hasta al último de los habitantes de la casa. Rápidamente, la habitación se llenó de criados temblorosos. Skye dirigió con aplomo el traslado de su marido a sus habitaciones. El médico de la familia llegó cuando amanecía.
Dom sobrevivió, pero le hubiera convenido morirse. Tenía la columna partida. Estaba paralizado de cintura para abajo y no caminaría nunca más. Y tampoco volvería a funcionar como hombre.
Skye dio las gracias al médico, le pagó y lo despidió. Después se enfrentó a los O'Flaherty.
Gilly la acosó enseguida:
– Claire dice que tú eres responsable de lo que ha pasado.
– Vuestro hijo es el único responsable de su desgracia -replicó Skye con frialdad-. Anoche, cuando terminamos de comer y yo acabé con mis deberes en la casa, fui a la habitación de vuestra hija para hablarle sobre la necesidad de casarse. Y la descubrí disfrutando de una noche de lujuria con vuestro querido hijo… ¡Sí! ¡Incesto! Cuando traté de huir de ellos, me desnudaron, me ataron a la cama y abusaron de mí vilmente. Traté de escaparme y Dom se rió de mí. Cuando me aparté de la puerta porque él trataba de atraparme, perdió el equilibrio y cayó escaleras abajo. Lo único que lamento es que no se haya roto su maldito cuello. Me habría ahorrado la molestia de tener que atenderlo. Si todavía creéis que soy yo la que he acabado con la salud de vuestro hijo, Gilly, entonces, los O'Malley iremos a ver a los MacWilliam y les explicaremos la historia completa.
– ¡Sí! -aulló Claire-. Por primera vez en tu vida, padre, haz algo. Dom va a pasar el resto de su vida en una silla, convertido en un desecho por culpa de ella. ¡Debe pagar por eso!
Skye se alzó cuan larga era, con orgullo, y miró a la vengativa Claire con desprecio.
– Sí, Claire -espetó-, lleva tu caso frente al MacWilliam. ¡Ahora mismo! Y después prepárate para probar tu virginidad ante las comadronas o dar el nombre de tu amante… ¿Quién dirás que es, Claire? ¿Uno de los sirvientes? Supongo que no. Eres demasiado orgullosa, perra, para admitir haberte acostado con un sirviente. ¿Entonces quién? ¡No hay nadie, Claire! ¡Nadie viene a verte! ¡Nadie! Tal vez puedas nombrar al Diablo y, en cierto modo, estarías diciendo la verdad.
El suegro de Skye parecía más viejo de pronto, viejo y vencido. Claire lloraba sin poder contenerse. Las palabras de Skye parecían sentenciarla al escarnio.
– Me marcho a casa, a Innisfana -anunció-. Y me llevo a mis hijos conmigo. No pienso volver. Ya que Claire ama tanto a su hermano, que cuide de él durante el resto de su vida. Yo haré que papá retire la dote para ella. No podrá casarse decentemente sin ella, y sabiendo lo que sé, no quiero verla casada con algún pobre ingenuo. La vestiré y la alimentaré con mi dinero. Si se queda. Si no, que se vaya con lo que tiene. La elección es suya. Frag, el alguacil, administrará esto por mí y responderá sólo ante mí. Después de todo, esto lo heredera Ewan algún día y quiero que lo reciba en buenas condiciones. También cuidaré de vos, Gilly, pero los abogados de mi padre redactarán un documento, que deberéis firmar, que os impedirá jugaros lo que contiene esta casa. Y escuchadme bien, no pienso correr con los gastos de vuestras borracheras, de vuestras mujerzuelas ni de vuestras apuestas.
– Padre, ¿vas a permitir que nos haga esto?
La mirada de Gilly estaba perdida en la lejanía y Skye sonrió, triunfante.
– Sí, Claire, claro que va a permitirlo. Sabe cuál es la alternativa. Yo llevaré mi caso hasta el MacWilliam y ante la Iglesia. Si lo hago, os acusaré no sólo de incesto, sino también de brujería. ¡Tú, Claire, mereces morir en la hoguera por lo que has hecho!
– ¡Lo amo! -aulló Claire.
– ¡Pero eres su hermana!
– Lo amaba -repitió Claire-. Desde que nos acostamos juntos por primera vez, desde mis once años. He sido la única mujer que ha sabido satisfacer a Dom.
Skye la miró con lástima.
– Veremos cuánto lo amas en los años que le quedan de vida.
A la mañana siguiente, Skye se despidió de su esposo sin emoción.
– Espero que hayas disfrutado lo que tú y tu hermana hicisteis la otra noche, porque ese recuerdo tendrá que durarte el resto de tus días.
– ¡Perra! -ladró él-. ¿Qué clase de mujer eres para dejarme así?
– Soy mucho mejor de lo que crees, mejor de lo que te molestaste en averiguar, Dom. Tu conducta con tu hermana me libera de cualquier obligación que haya tenido contigo. Adiós.
Él intentó, inútilmente, ponerse en pie.
– ¡Perra! ¡Vuelve aquí! ¡Te lo ordeno, Skye! ¡Vuelve ahora mismo!
Ella no volvió la vista. La voz de su marido, que alternaba tonos iracundos, amenazantes y suplicantes, la persiguió hasta hacerse confusa primero y después inaudible.
Skye se alejó a caballo del pequeño castillo de los O'Flaherty, llevándose a Ewan con ella. Detrás venían los carros que transportaban a su hijo menor, las dos nodrizas y los objetos que ella había traído al hogar de su esposo.
Pero cuando llegó a Innisfana, varios días después, no la esperaba el paraíso. Dubhdara O'Malley estaba agonizando, herido por la caída de un mástil en medio de una tormenta cuando la expedición volvía a casa. Como hombre empecinado que era, se había negado a morir hasta estar en casa. Quería ver por última vez a su hija menor. El mensajero que había enviado a Skye la había encontrado en el camino, cuando se disponía a tomar un barco hacia la isla de Innisfana.
Pero apenas si llegó a tiempo para despedirse de su padre. Le besó la frente sudorosa y fría.
– He vuelto para siempre, papá.
Él asintió. Las explicaciones no importaban demasiado.
– Tu hermano es demasiado joven para los barcos -jadeó él con la voz muy débil-. Tienes que ocuparte de todo por mí.
A ella no se le ocurrió que él le estaba poniendo un gran peso sobre los hombros. Contestó sin dudarlo:
– Claro.
– Eres la mejor de todos, incluyendo a los chicos.
– Oh, papá -murmuró ella-, papá, te amo.
– Skye, muchacha, esta vez obedece a tu corazón -fueron las últimas palabras de Dubhdara O'Malley para su hija. Murió unos minutos después, con la mano de ella entre las suyas.
Los ojos azules y hermosos de Skye se llenaron de lágrimas y miró con tristeza a su tío Seamus.
– Lo he oído todo -dijo él-, y defenderé tus derechos frente a los demás, Skye. Eres la nueva O'Malley, y que Dios te ayude, porque vas a necesitar toda la ayuda que puedas conseguir.
Skye miró a su madrastra.
– Yo también lo he oído y confío en ti -dijo Anne-. Sabrás cumplir con las responsabilidades del cargo. Además, es tu hermano Michael el que está en la línea sucesoria, no mis hijos.
– En esta familia -afirmó Skye-, no heredará el cargo el mayor, sino el más competente. Al menos dos de tus hijos prometen más que Michael. Él se parece a mi madre, que el Señor lo ayude, supongo que es más fácil que siga a Nuestro Señor Jesucristo que al mar y su espíritu. ¿No te parece, tío Seamus?
Seamus O'Malley asintió.
– Me pidió que le hablara a Dubh. Quiere entrar en St. Pedraic y ordenarse sacerdote.
Skye se volvió hacia Anne.
– Ya ves. Ahora todo queda en manos de Shane y Brian.
Tan pronto como se pudo reunir a la familia, se determinó el alcance del duelo y la fecha del funeral. Con Seamus y Anne a su favor, Skye se transformó en la nueva O'Malley. A sus hermanas y hermanos les sorprendió mucho la novedad, pero la aceptaron de buen grado. Pronto llegaron los vasallos y los hombres del clan y le rindieron homenaje como nueva jefa del clan, y lo hicieron con entusiasmo, porque la conocían.
El siguiente paso era un viaje al castillo de los MacWilliam para que Skye jurara su fidelidad al señor de la región. Solamente Anne, Eibhlin y su tío conocían la razón por la que Skye había dejado a su esposo. Los tres estaban horrorizados, pero juraron guardar el secreto. Seamus O'Malley agregó algo a la leyenda que se formaba alrededor de su sobrina contando que había vuelto a raíz de un sueño en que su padre la llamaba a través de las aguas. Los hombres que habían navegado con ella y con su padre cuando ella era una niña volvieron a hablar de su bravura y su habilidad. El MacWilliam se vería muy presionado si se le ocurría negarle sus derechos a Skye.
Ella cabalgó hasta el castillo del señor escoltada por todos sus capitanes.
Niall Burke la vio llegar desde una de las torres del castillo y se preguntó qué iría a pasar entre ellos esta vez. Ella cabalgaba a horcajadas como solía hacer en el pasado sobre Finn, su potro negro. Vestía un jubón verde de tipo Lincoln, usaba botas castañas de cuero y una chaqueta corta de piel de ciervo con botones de perla. Su cabello negro y glorioso estaba peinado con raya en medio y recogido en un mechón sobre el cuello. Tenía la piel color gardenia ligeramente enrojecida. Sobre su mano izquierda Niall vio un reflejo azul y supo que llevaba el gran anillo de zafiros que había sido el sello de su padre.
Bajó de la torre y caminó con rapidez hasta sus habitaciones. Para su sorpresa, Darragh lo esperaba. Los tres años de matrimonio habían sido una broma pesada y él casi ya no la veía; no compartían habitaciones, por supuesto. Era obvio que nunca concebiría un hijo. Nunca se había acercado a él con deseo y, cada vez que él la había tomado, había sido una batalla en la que ella cedía a la carne y luego hacía penitencia por sus deseos pecaminosos. Se había hecho coser vestidos de telas bastas y rugosas, vestidos y batas que parecían los de las monjas de su antigua orden religiosa. Casi nunca se bañaba, porque creía que el baño era una concesión a las bajas pasiones de la carne. Durante un año se había pasado días y noches en plegarias casi constantes. Él ya no se le acercaba.
Los hábitos de su mujer lo asqueaban y cada vez que exigía sus derechos maritales, le parecía estar mancillando a una monja, impresión que no le proporcionaba ningún placer, por cierto.
De modo que la recibió con cortesía, y ella replicó:
– Lady O'Flaherty está aquí. Ha venido a ver a tu padre, Niall, ¿por qué?
– Su padre ha muerto, Darragh, y su último deseo fue que ella tomara las riendas de su estirpe hasta que sus hermanos crezcan. Ahora es la O'Malley y ha venido a rendir pleitesía a mi padre.
– ¿Y su esposo? Me dijeron que trató de matarlo y que lo abandonó, llevándose a sus hijos con ella. Él está paralizado de por vida y sólo tiene a su leal hermana para cuidarlo.
– ¿Quién te ha dado toda esta información, Darragh? -Él habló pausadamente, sin alzar la voz.
– Tengo una carta de la infortunada lady Claire O'Flaherty que me pide que interceda ante el MacWilliam por su pobre hermano.
– Yo no me creo esos cuentos, Darragh, Skye siempre ha sido noble, generosa e inteligente.
– Esas son las cualidades que han hecho que el O'Malley la dejara al frente de su pequeño imperio -hizo notar Darragh con astucia. Era una observación increíblemente sensata para venir de ella.
– Skye nunca haría daño a nadie. Me niego a creerlo.
– Claro que no lo crees. Porque la deseas carnalmente, pero por la salud de tu alma inmortal deberías evitar esa tentación, Niall.
Él rió con amargura.
– ¿Y a qué tentaciones quieres que ceda entonces, esposa mía? Déjame decirte algo sobre Skye O'Malley, querida. La última vez que la vi me dijo que no quería volver a verme porque el destino había hecho que estuviéramos casados con otros. Le dije que mataría a su esposo. Ella se burló de mí y me preguntó qué haría con mi mujer. ¿Matarla también? Dijo que el destino y los demás habían abusado tanto de ti como de nosotros y que debíamos aceptar la situación y vivir con ella. No quería tentarse a sí misma ni tentarme a mí y por eso se negaba a verme de nuevo.
– ¡Ah! Las más malvadas también son las más inteligentes, Niall. Ella te engaña para hacerte creer que es virtuosa. ¡Ten cuidado con ella! ¡Ten mucho cuidado! -Y con una mirada extraña en sus ojos azules y débiles, Darragh se volvió y salió de las habitaciones de su esposo.
A solas, Niall se dedicó a cambiarse de ropa. Su padre le había dicho que lo quería presente en la ceremonia, porque la nueva O'Malley debía jurar fidelidad no solamente al MacWilliam, sino también a su heredero. Niall estaba pensando si le convenía aparecer con ropas ostentosas o sencillas, y finalmente se decidió por el terciopelo negro porque tenía la virtud de aunar ambas cualidades.
Cuando entró en el gran salón, se sorprendió al ver que Skye no se había cambiado y llevaba aún las ropas de montar. La O'Malley se arrodilló con los capitanes a su espalda. Puso sus manos sobre las del MacWilliam, viejas y retorcidas, y luego sobre las de Niall, cálidas y firmes, y juró dos veces su lealtad a los Burke, luego se levantó lentamente para aceptar el beso de la paz. Lord Burke notó el orgullo y el amor que fluía de los ojos de los rudos capitanes de la flota de los O'Malley. Era evidente que la adoraban, y él se sintió tranquilo al pensar que ella navegaría con esos hombres leales y valerosos.
Luego, bruscamente, para vergüenza y sorpresa de todos, apareció Darragh con su vestimenta de convento y, cuando vio que había logrado acaparar la atención de todos los presentes, espetó:
– Milord MacWilliam, pido que se haga justicia contra esta mujer malvada en favor de los O'Flaherty de Ballyhennessey. ¡Ah, asquerosa prostituta de Babilonia, tus días están contados! ¡El Señor caerá sobre ti con el fuego y la espada!
Skye se volvió con rapidez hacia Niall, los ojos llenos de piedad.
– ¡Desalojad el salón, rápido! -gritó el MacWilliam con la cara enrojecida de furia y los ojos llenos de rabia. Cuando sólo quedaron él, su hijo, Darragh y Skye, se volvió hacia su nuera-: Espero, señora, que tengáis una muy buena explicación para esta intromisión y sobre todo para vuestras destempladas palabras.
– Ya no soy «señora», os lo aseguro, soy María, la Hermana Penitente. Ese iba a ser mi nombre antes de que vos me arrancarais de mi convento y me forzarais a unirme en vínculo carnal con vuestro hijo. Pronto volverá a ser mi nombre porque no pienso quedarme aquí, pienso volver a St. Mary's, pero antes de irme, quiero que se haga justicia con respecto a un horrible crimen cometido por esta mujer. Primero dejó inválido a su esposo, y lo hizo con total deliberación. Luego, lo abandonó cruelmente, llevándose a sus hijos y su dinero. ¡Exijo justicia! ¡Dios lo exige!
– ¿Qué estupidez es ésta? -rugió MacWilliam.
– Darragh dice que recibió una carta de Claire O'Flaherty -explicó Niall con voz tranquila.
– ¡Esa perra mentirosa! -gritó Skye, furiosa, y el MacWilliam y su hijo sonrieron.
– De acuerdo, O'Malley, ¿cuál es vuestra explicación entonces? -preguntó el viejo.
Skye miró a Darragh con desprecio.
– ¿Es vuestra nuera lo bastante fuerte como para escuchar la verdad? No es una historia agradable, os lo aseguro…
– Hablad, O'Malley -ordenó el MacWilliam.
– Claire O'Flaherty miente, milord. Los descubrí, a ella y a su hermano, cometiendo incesto. -Y Skye relató su historia brevemente-. Cuando lo esquivé, cayó escaleras abajo.
Darragh Burke, que se había puesto pálida al oír la palabra «incesto», gimió de dolor y cayó desmayada. El MacWilliam y su hijo la miraron y luego se volvieron hacia Skye.
– El cirujano dice que Dom nunca volverá a caminar. En tales circunstancias, no creo tener obligaciones para con él. Sus propiedades estaban en condiciones ruinosas cuando nos casamos. Los tributos anuales que os adeudaban no habían sido pagados en tres años, pero ahora lo hemos pagado todo, gracias a mí. Las tierras de los O'Flaherty han vuelto a ser prósperas desde que yo las administro. Soy hábil para eso. Lo logré a pesar de las apuestas y las prostitutas de Dom. Claire O'Flaherty me debe cada bocado de comida que ingiere, cada gota de agua y vino que bebe, me debe las ropas que usa. Tal vez hubiera podido casarse y estar a salvo, pero su perverso deseo se lo impedía. Ella fue la que eligió quedarse en Ballyhennessey y mantener una relación incestuosa con su hermano en lugar de buscar un marido honesto. Cuando Dom quedó paralítico, le dije que podía quedarse y cuidarlo, o marcharse, según prefiriera. -Skye miró al MacWilliam con ojos duros-. Si creéis que sus acusaciones tienen algún fundamento, milord, respetaré vuestra decisión.
El viejo estiró la mano y acarició el cabello sedoso de Skye.
– No hay ningún fundamento en esas acusaciones, O’Malley -dijo en voz baja-. Si no acepta mi decisión, la entregaré a la Iglesia, que la tratará con mucho mayor rigor que vos o yo. -Sonrió-. Ahora, hija, espero que aceptes mi hospitalidad por unos días. Has pasado por una época muy agitada y tienes una gran responsabilidad ante ti.
Ella sonrió también, y él volvió a pensar en lo extraordinariamente bella que era. Durante un segundo lamentó tener la edad que tenía y padecer las enfermedades que siempre la acompañan. Envidió a su hijo, por esa mujer hermosa que, sin lugar a dudas, se convertiría en su amante.
– Aceptaré vuestra invitación, mi señor, pero sólo por un día. Tenéis razón, ahora estoy cargada de responsabilidades. Toda la flota de mi padre está ociosa, a la espera de mis órdenes, y no puedo darlas hasta que haya estudiado los libros. Mi hermano mayor prefiere la Iglesia al mar y aunque pienso adiestrarlo en los negocios de mi padre, porque los varones cambian de idea con facilidad, no creo que Michael decida otra cosa. Por lo tanto, tendrá que ser mi hermanastro Brian el que se convierta en el nuevo O'Malley. Y Brian tiene sólo seis años. Pasarán diez hasta que pueda asumir sus responsabilidades. Y además, tengo dos hijos que criar.
– ¡Basta, hija! -dijo el MacWilliam-. Me estás cansando. Es demasiado para una mujer. Me pregunto en qué estaba pensando tu padre cuando te nombró su sucesora.
Skye lo miró con orgullo.
– Mi padre sabía que yo no fallaría. Pudo haber elegido a uno de los esposos de mis hermanas, o a mi tío Seamus, pero me eligió a mí. ¡Yo soy la O'Malley! -Luego, sus ojos se suavizaron y el color cambió de azul púrpura a azul verdoso-. Pero esta noche seré solamente Skye O'Malley y vuestra huésped. -Se volvió sin añadir una palabra más y salió de la habitación.
El MacWilliam llamó a un sirviente para que retirara a Darragh, todavía inconsciente.
– Si quieres tener a la O'Malley, muchacho -le dijo el viejo a Niall-, será mejor que la domes pronto. No es una debilucha cualquiera, te lo aseguro. Es una mujer hecha y derecha. Una vez que pruebe el gusto del poder, no podrás ponerle una brida con facilidad. Veré si puedo hacer algo con tu matrimonio, porque esta chica de los O'Neill tiene que volver a su convento. En cuanto a O'Flaherty, la salud de un inválido es siempre precaria. Supongo que no te importará que lo ayudemos a pasar a mejor vida, discretamente, claro está.
Niall meneó la cabeza sin dudar.
– ¿Puedo hablarle a Skye de matrimonio?
El viejo sonrió con una mueca traviesa.
– Si así lo deseas, sí. Me imagino que necesitarás toda la ayuda que puedas tener. Es una mujer muy decidida.
Niall sonrió mientras se dirigía a las habitaciones de Skye. Tenía el corazón rebosante de alegría. ¡Ella sería suya! Estarían juntos y se amarían, y ella le daría robustos hijos varones y hermosas hijas, y serían felices. Entró en la habitación de Skye como una tromba, asustando a Mag y a una Skye casi desvestida.
– Mi padre va a llevar adelante los trámites de la anulación, amor mío. ¡Nos casaremos muy pronto!
Hizo un gesto como para atraparla, pero ella lo evitó.
– ¡Mag! ¡Fuera! Te llamaré cuando te necesite. -Y luego-: No me toques, Niall. No soporto que me toquen. Has oído lo que me hicieron. No quiero que nadie vuelva a tocarme nunca más. Me alegro de que te libres de Darragh O'Neill, pero búscate otra esposa. Mi marido está vivo y, aunque hubiera muerto, no desearía casarme de nuevo. Nunca volveré a ponerme a merced de un hombre. -Tembló de arriba abajo.
Él estaba paralizado por la sorpresa. Ésa no era la muchacha que había conocido.
– Skye, amor mío -empezó a decir con dulzura-, sé que te han hecho mucho daño. Pero yo nunca te haría daño. ¿No te acuerdas de lo que sentíamos? Lo nuestro era una dulzura sin límites. Vamos, amor -susurró, tendiéndole la mano-, deja que me acueste contigo. Eso borrará tus recuerdos.
– ¡Niall! -Los ojos de ella se llenaron de lágrimas-. Por favor, compréndeme. No puedo soportar que me toquen; nadie, ni siquiera Mag. Mi vieja y querida Mag. Soporté el deseo brutal de Dom durante tres años. Y seguía acordándome de lo que había sido contigo y rezaba para que un día pudiéramos estar juntos de nuevo. Ninguna de las obscenidades de Dom logró borrar tu recuerdo. No hasta que, esa noche, él y su asquerosa hermana… -No pudo continuar.
Él terminó la frase por ella, con voz tranquila y tenue.
– Hasta la noche en que te violaron.
– Sí -afirmó ella, y volvió a quedarse en silencio.
– Comprendo -dijo él con su voz profunda, cálida, llena de suavidad. Quería hacer que se sintiera mejor, mostrarle que él seguía siendo el mismo-. Las heridas están abiertas todavía y yo, en mi felicidad, pensé que te alegraría compartir conmigo la idea de que podíamos volver a estar juntos. Perdóname, amor mío. Tú has sufrido dos impresiones horrendas y ahora estás cargada de responsabilidades. Necesitas tiempo. Lo tendrás, querida.
Las pestañas de Skye eran como hilos de seda contra su pálida y bella piel. Una enorme ola de piedad recorrió el cuerpo de Niall cuando vio que dos lágrimas cristalinas se deslizaban por sus mejillas. Quería acercarse a ella y acariciarla, abrazarla, tomarla entre sus brazos, consolarla, borrar el horror. Pero se quedó allí, quieto, con los puños cerrados, y luchó por controlarse para no asustarla y tal vez perderla para siempre.
Finalmente, ella le contestó:
– Te amo, Niall. Nunca he amado a ningún otro hombre.
– Lo sé, Skye -le contestó él con rapidez-. Y por eso voy a esperar.
– ¿Esperar qué? -Los ojos húmedos se abrieron para mirarlo.
– Sí, mi amor. Esperar. El terror se borrará con el tiempo y, cuando esto suceda, yo estaré aquí. No me importa que sea dentro de un mes, un año o diez.
– Necesitas un heredero, Niall. Tu padre lo desea desesperadamente.
– Tú me lo darás un día, amor mío.
– Estás loco. -Pero había una sonrisa a punto de insinuarse en los bordes de esa boca sensual.
– Loco no, amor mío, solamente enamorado de una fiera salvaje y dulce que algún día volverá a mí.
De pronto, ella le tendió la mano. Él la tomó y la sintió temblar, y ella permitió que la sostuviera.
– Dame tiempo, Niall y volveré a ti. Sé que lo haré. Ahora estoy segura. Dame tiempo.
Una sonrisa de intensa alegría iluminó el rostro de Niall, su boca se curvó hacia arriba, sus ojos plateados se aferraron a los de ella.
– Señora, os daré el tiempo que necesitéis. No conozco ninguna otra cosa por la que valga más la pena esperar.
Se inclinó todavía con la mano de ella entre las suyas y le acarició la piel con los labios. Ella tembló levemente -¿revulsión o deseo?- Niall se enderezó y salió de las habitaciones de su invitada.
Skye se quedó allí, paralizada, casi sin respirar. ¡Él la amaba! A pesar de todo, seguía amándola. ¡Y quería esperar! Y ahora, mientras volvía a sentir la sangre corriendo por sus venas, calentándola como nunca desde aquella noche terrible, supo que todo estaría bien. Los recuerdos eran muy recientes pero algún día lograría superarlos. Y cuando lo hiciera, Niall estaría esperándola.
Al día siguiente, la O'Malley agradeció la hospitalidad a su señor y al hijo de éste y después de una galopada hasta la costa, navegó hacia Innisfana. Un mes después, el MacWilliam supo que la transmisión del poder de O'Malley a su sucesora se había llevado a cabo sin problemas y que la flota había vuelto a zarpar.
Y Niall Burke esperó. El proceso de curación de Skye había empezado y, cuando llegara a su fin, estarían juntos para siempre. Él no quería acercarse a ella antes de eso. Había tiempo, mucho tiempo.
Pasó un año. Dom murió. Su muerte, aunque súbita, no fue inesperada. Imposibilitado de ambas piernas, había perdido la voluntad de vivir. Claire O'Flaherty desapareció poco después de la visita de un primo de Inglaterra y en Ballyhennessey quedó solamente Gilly, una triste sombra del antiguo señor del lugar, que pasaba sus días hundido en la ofuscación del alcohol. Frang, el alguacil, manejaba las propiedades con diligencia.
El pequeño y próspero imperio comercial de los O'Malley se hizo todavía más próspero con el hábil manejo de Skye, y el MacWilliam tuvo que admitir que Dubhdara O'Malley sabía lo que hacía cuando dejó a su hija a cargo de todo. El asunto de cómo se comportaría ella en tiempos de guerra era completamente distinto, claro está, y él todavía no la había requerido para tal finalidad.
A los nueve años, Michael O'Malley era más un inminente seminarista que un niño, y su vocación era tan evidente que Skye decidió enviarlo al colegio del monasterio de St. Brendan's, para que preparara su entrada en el seminario en cuanto cumpliese dieciséis años. No tomaría sus votos definitivos hasta los veinte y, para entonces, sus hermanastros se habrían casado y probablemente tendrían herederos.
Brian y Shane, a sus siete y seis años, respectivamente, habían empezado a aprender algunos rudimentos sobre el mar, los barcos y los métodos, no siempre legales, de su padre en los negocios.
Brian fue asignado a un barco llamado Viento del Oeste y Shane al Estrella del Norte. Nunca saldrían de viaje al mismo tiempo y de tanto en tanto los dos muchachos podrían estar juntos en el castillo familiar, para que Skye pudiera evaluarlos mientras crecían. Los dos eran verdaderos O'Malley, y les gustaba el mar. Confiaban en él como en un viejo amigo al que había que respetar. A Skye le hubiera gustado que su padre los pudiera ver. Sabía que habría estado orgulloso de ellos.
Con la ayuda del obispo O'Malley y la donación de una buena dote a la Iglesia, Niall Burke consiguió la anulación de su matrimonio con Darragh O'Neill. Ella volvió, feliz, al convento y tomó votos definitivos en cuanto pudo. El MacWilliam hizo llamar a Seamus O'Malley y le pidió formalmente la mano de Skye O'Malley para su hijo Niall. Con el permiso de ella, las negociaciones podrían empezar inmediatamente.
– Ahora no estoy segura -dijo Skye, con sonrisa traviesa.
– ¡Por los huesos de Jesucristo! -rugió el obispo, que durante un segundo se pareció tanto a su hermano que la sobrina estalló en carcajadas. El obispo, la cara larga y ofendida, le preguntó-: ¿Qué quiere decir eso de que ahora no estoy segura? ¡Desde que te vio por primera vez, Niall Burke no ha amado a otra sino a ti y tú sientes lo mismo por él! Ahora que puedes, no sabes si quieres o no… ¡Por los cielos, mujer! ¡Decídete! -Tenía la cara regordeta completamente enrojecida y los ojos azules casi negros de furia.
La risa de Skye murió en su garganta. Arrodillada, inclinó su cabeza sobre la rodilla del prelado.
– No es porque no ame a Niall, tío; lo quiero mucho. Es el único hombre en el mundo para mí, y siempre lo será. Pero ya no soy una niña. Ya no sueño solamente con un hombre y con hijos. Tal vez nunca quise sólo eso, en realidad.
– Ten cuidado, muchacha -le advirtió Seamus O'Malley-. Estamos tratando con el MacWilliam y su heredero. Son tus señores.
– ¡Que ellos también se cuiden! -le ladró Skye-. ¡Yo soy la O'Malley!
Seamus O'Malley dominó su temperamento.
– ¿Qué es lo que quieres, sobrina? Dime algo concreto.
– Mi matrimonio no debe afectar mi posición como la O'Malley y no quiero que mi esposo y mi suegro interfieran en eso. La responsabilidad de las propiedades y negocios del clan debe ser mía hasta que pueda transferírselo a uno de mis hermanos. Papá quería que fuera así y no permitiré que los Burke metan sus codiciosos dedos en las arcas de los O'Malley. Les llevaré la dote de una princesa y eso es todo lo que pienso darles. No quiero que nadie se meta en los asuntos de los O'Malley.
El obispo asintió.
– Eres muy astuta, sobrina, pero no sé si podremos hacer que el MacWilliam acepte de buen grado tus condiciones. Él es un hombre muy astuto también. Y poderoso.
– Vamos, tío, tú eres un negociante consumado. ¿No pactaste con tus amigos de Roma para que se anulara el matrimonio de Niall? Los dos sabemos que la razón por la que me quiere el MacWilliam no es ni mi cabello negro ni mis ojos azules ni mis tetas. Está pensando en nuestros barcos, pero esos barcos no son míos y no puedo entregarlos. Son de mis hermanos y no quiero que los hijos de mi padre se queden sin lo que les corresponde sólo para conseguir mi felicidad. Le ofrezco a ese viejo astuto una dote mayor que la de cualquiera de sus candidatas de la alta aristocracia, y también le ofrezco algo mejor que dinero, porque soy muy buena madre y suelo dar a luz varones… ¡Tiéntalo con eso! A pesar de su inteligencia, no tiene más que un heredero. Yo le daré media docena de nietos.
El obispo rió.
– Eres una mujer muy astuta y muy malvada, sobrina. Tu actitud hacia el sacramento del matrimonio resulta bastante escandalosa. Estoy pensando en las penitencias que debo imponerte.
– Las aceptaré con gusto, tío, si Niall Burke realmente me ama. -Y Skye se puso seria de nuevo-. Eso es lo que tengo que saber. La última vez aceptó la voluntad de su padre con demasiada facilidad y no luchó por mí. Ahora debe enfrentarse al MacWilliam para probarme que me ama.
– ¿Y si el MacWilliam rechaza tu propuesta?
– No lo hará. Pero si lo hace, y Niall realmente me ama, se casará conmigo de todos modos.
– Muy bien, Skye. Que sea como tú quieras.
– Gracias, tío -replicó ella con los ojos bajos, y él se rió y le palmeó la espalda con cariño.
El MacWilliam rugió cuando fue informado de las condiciones de Skye, pero Seamus O'Malley permaneció firme. Incluso después de la boda, Skye seguiría siendo la O'Malley y tendría el control absoluto sobre los asuntos de familia.
– Los O'Brian tienen una chica excelente que ya está madura para el matrimonio -dijo el MacWilliam con expresión astuta.
– Que se la lleve el diablo -gritó Niall, y el obispo disimuló una sonrisa-. Quiero a Skye y pienso casarme con ella aunque tenga que romperte el cuello.
El MacWilliam miró a su hijo con aire ofendido.
– Si estás tan decidido, así sea. Espero que no tardes en darme varios nietos. No me estoy haciendo más joven, te lo aseguro.
Seamus O'Malley volvió a casa de su sobrina para comunicarle con alegría que sus términos habían sido aceptados y que Niall Burke había luchado por ella. Los O'Malley estaban muy excitados porque uno de ellos iba a casarse con Niall Burke. Pero Skye estaba tranquila. No se alteró en ningún momento.
– Debes ser de hielo -le hizo notar su hermana Peigi-. Él es lo que siempre deseaste. Y Dios sabe que su reputación con las mujeres haría que cualquiera cayera desmayada de amor por él. Tú ya tuviste una muestra de su forma de hacer el amor, así que tienes que estar contenta con la idea de casarte con él.
– Sí, pero todavía no me he casado, Peigi. Tengo miedo de alegrarme demasiado pronto y de que todo acabe siendo sólo un sueño. Si no pierdo la calma y no llamo la atención, tal vez los espíritus que pueden envidiar mi buena fortuna no se den cuenta y me olviden.
– Dios tenga piedad de ti, hermanita, ¿qué tonterías paganas son ésas? Gracias a Dios que no llevas nuestros negocios de esa forma.
Skye meneó la cabeza y no dijo nada. Sabía que incluso allí, en el corazón de la devota Irlanda, se colocaba comida y bebida en los umbrales como ofrenda a los espíritus de la magia. Sabía que la comunidad marcaba a algunas muchachas de virtud ejemplar como sagradas y que el cuidado de su virginidad quedaba en manos de un espíritu celta muy antiguo que se materializaba para defender la inocencia de la niña y destruir a cualquier violador que la amenazara. Ella y los hombres de su flota rendían tributo a Mannanan MacLir, el antiguo dios irlandés del mar, antes de cada viaje.
Además, habían pasado dieciocho meses desde la última vez que había visto a Niall y estaba un poco asustada. En ese tiempo ningún hombre la había molestado. Su aversión a ser tocada había amainado un tanto y ahora le permitía a Mag que la bañara y la vistiera de nuevo.
Como si Niall hubiera adivinado sus temores, llegó sin hacerse anunciar a la isla de Innisfana. La encontró en la rosaleda de su madre, cortando algunos pimpollos florecidos. Durante unos minutos, se quedó de pie, a la sombra de un árbol y la miró. Se dio cuenta de que nunca la había visto en un momento en que no estuviera ocupada. Iba vestida a la irlandesa, con una falda brillante y roja de lana suave y liviana. Se la había levantado y él se dio cuenta de que estaba descalza y con las piernas desnudas. Su blusa era de lino fino y blanco y estaba muy bien lavada. Las mangas eran cortas y el escote, profundo, un escote que dejaba entrever los senos cuando se inclinaba para inhalar la delicada fragancia de las flores. Su cabello renegrido estaba suelto en el viento y aleteaba ligeramente sobre sus hombros siguiendo el ritmo de la leve brisa. Llevaba una canasta ancha, casi chata, con bastantes rosas. Inis, su enorme perro, caminaba lentamente junto a ella.
Estaba más hermosa de lo que él la recordaba y el corazón de Niall latió un poco más rápido cuando se dio cuenta de que esa mujer iba a ser su esposa. Ya no tenía la inocencia de la joven de quince años que él había conocido. Y le resultaba difícil recordarla así, ahora que, con la sangre temblando de emoción, veía a esa criatura de diecinueve años. Dejó que sus ojos se demoraran sobre el tenue color rosado de las mejillas, sobre la forma en que sus pestañas trazaban finas rayas negras contra la piel del rostro. La grácil figura de Skye O'Malley se movía con gracia infinita. Con sólo mirarla, sentía un placer intenso.
Después de un rato, dio un paso para apartarse del árbol en que se había escondido y al descubrirlo el gran perro de Skye tensó su cuerpo y empezó a gruñir para advertir a su ama de la presencia de un extraño.
– Me alegro de que estés tan bien protegida, Skye.
– Estira la mano, Niall, para que Inis pueda olfatearte. -Skye palmeó al perro-. Es un amigo, Inis. Niall es mi amigo.
Lord Burke dejó que el perro lo olfateara. Luego lo palmeó y le habló para tranquilizarlo. El animal lo miró primero con desconfianza, con sus ojos líquidos color ámbar, y luego una nariz fría y húmeda se hundió en su mano.
– ¡Le gustas!
– Y si no le hubiera gustado, ¿qué?
– Habríais tenido dificultades para reclamar vuestros derechos maritales después de la boda, milord -dijo ella, bromeando.
Luego se puso seria de pronto, y él, también. Después de un momento, Niall le tendió los brazos y ella, sin dudarlo un momento, caminó hasta él y dejó que la abrazara. Los brazos de Niall la rodearon y ella se quedó quieta, escuchando junto a su mejilla el rápido latido del corazón del hombre a quien amaba.
– Te amo, muchacha -dijo él con voz tranquila.
– Yo también te amo, milord Burke. Me gustaría sellar este amor con un beso -propuso Skye con suavidad, levantando la cabeza.
La boca de él la buscó con dulzura. Al primer contacto de los labios, ella se sintió aterrorizada, pero notó que la gran mano de Niall le acariciaba el cabello y lo oyó murmurarle al oído:
– No, amor, no temas, soy Niall, y te amo.
Entonces, con un suspiro, ella se le entregó y cuando él la soltó finalmente, vio sus ojos azules, resplandecientes de alegría.
– ¿Ahora estás bien, amor mío? -le preguntó él, aunque sabía la respuesta.
– Sí, milord. Por un momento… Pero ya se me ha pasado.
– Siempre seré cariñoso contigo, Skye.
– Lo sé -dijo ella-. ¿Cuánto rato llevabas espiándome?
– Unos minutos. Estabas preciosa con los pies descalzos y las rosas en tus manos.
– Una imagen no muy digna, diría yo -enrojeció ella-. Como la O'Malley debería haber navegado a tu encuentro, prometido mío.
– Deja a la O'Malley en el mar, amor mío. Yo prefiero a las niñas descalzas, especialmente a la que tengo entre los brazos. Además, no sabías que venía. Y detrás de mí, a un día apenas, viene el heredero del señor, ansioso porque tu tío nos comprometa formalmente en un par de días, ansioso por firmar el contrato. ¿Te parece bien, amor mío?
– ¡Oh, Niall! ¡Sí, sí!
– Y luego -siguió él-, después de que el compromiso sea anunciado podemos casarnos dentro de tres semanas.
– ¡Sí! -Y luego, bruscamente, la cara de Skye se puso seria-. No, no puede ser dentro de tres semanas. ¡Maldita sea! Parto para Argel la semana que viene.
– ¿Para Argel? ¿Por qué?
– Se nos ha sugerido que pongamos un puesto comercial en Argel, y no puedo dar mi aprobación hasta que no haya examinado las posibilidades sobre el terreno. No quiero malgastar el oro de los O'Malley ni sus recursos.
– ¿Y por qué la semana que viene? ¿No puedes ir más adelante?
Skye adivinaba la irritación en la voz profunda de Niall.
– Niall, lo lamento, pero para ganar la licencia de Argel, debemos conseguir el permiso del Dey, que representa a la Sublime Puerta en Constantinopla. Sin la aprobación del Dey, no podemos comerciar con seguridad en el Mediterráneo.
– ¿Y no puedes enviarle algún dinero para comprarlo?
Skye rió.
– Vamos a darle dinero, claro, pero los turcos hacen las cosas de otro modo. Nosotros somos bastante directos, pero ellos exigen gracia y elegancia, incluso en los tratos comerciales. Cuando el Dey supo que la jefa de la compañía O'Malley es una mujer, exigió conocerme personalmente. Mis representantes no se atrevieron a rehusar. Así que tengo que ir, o corro el riesgo de insultar al Dey, y eso es como insultar al Sultán. No nos concederían el permiso comercial, claro. O, lo que sería peor, marcarían los barcos de los O'Malley como presas para los piratas berberiscos que navegan a las órdenes del Dey. Nos arruinaríamos. Tengo que ir. Y ya han establecido la fecha de la cita.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– Por lo menos tres meses.
– ¿Tres meses? Maldita sea, Skye, es demasiado tiempo.
Los ojos de ella se encendieron.
– Ven conmigo, Niall. ¡Ven conmigo a Argel! Sé que les debemos a nuestras familias el placer de casarnos con toda pompa. Pero una vez que estemos comprometidos, nadie va a oponerse a que me acompañes. Podemos casarnos por la Iglesia cuando volvamos. Ven conmigo, amor mío… ¡Por favor, acompáñame a Argel!
Era una idea loca, muy poco práctica y él estuvo a punto de negarse a aceptar. Después pensó en los largos días y noches que lo esperaban, respiró hondo y dijo:
– Está bien, Skye, amor mío. Iré contigo. Debo de estar loco.
Con un grito de alegría, ella se arrojó a sus brazos.
Varios días después, en la misma capilla que había visto el bautismo de Skye y el principio de su desastroso matrimonio con Dom O'Flaherty, se celebró su compromiso con Niall Burke. Ella lamentó la ausencia de su padre en ese momento de alegría, pero el evidente entusiasmo del MacWilliam la ayudó a superar su tristeza.
Apenas terminó la ceremonia, Skye dejó a su prometido y a sus huéspedes al cuidado de sus hermanas y se dedicó a supervisar los preparativos del viaje. Navegarían con una flota de nueve barcos. El barco insignia era el Faoileag (la Gaviota). También irían el barco de su padre, Righ A'Mbara (Rey del Mar); el de Anne, el Banrigh A'Ceo (Reina de la Neblina), que había sido un regalo de bodas del O'Malley, y los seis barcos que pertenecían a Skye y sus hermanas. Los llamaban «Las seis hijas» porque todos incluían la palabra en su nombre: Inghean A'Slan (Hija de la Tormenta), Inghean A'Ceo (Hija de la Neblina), Inghean A'Mhara (Hija del Mar), Inghean A'Ear (Hija del Oeste) e Inghean A'Ay (Hija de la Isla).
Skye ordenó que los prepararan y aprovisionaran concienzudamente y eligió personalmente las tripulaciones. Quería causar una buena impresión al Dey. El permiso para comerciar con Argel era sinónimo de riqueza.
Y así, una semana después de haberse comprometido con Skye, Niall Burke se encontró en la cubierta de un barco que navegaba por la Bahía O'Malley hacia el azul furioso del océano Atlántico. No era marinero por naturaleza y no le gustaba especialmente el mar. Pero el clima era tolerable y no tardó en acostumbrarse al balanceo del barco. En cambio, le costó mucho dejar de asombrarse ante la mujer que comandaba la flota, una Skye completamente distinta de la que él conocía y amaba.
En alta mar, la O'Malley era increíblemente competente y tenía conocimientos profundos en temas que él casi no comprendía. Los hombres que la rodeaban hacían lo que ella les pedía sin dudarlo un instante, jamás cuestionaban sus órdenes y la escuchaban con un respeto evidente y profundo. Si ella no hubiera seguido siendo su dulce Skye en la intimidad de la cabina, Niall se habría sentido realmente asustado ante esa guerrera. Por suerte, tenía sentido del humor y pronto se dio cuenta de que iba a necesitarlo.
Aunque compartía el camarote con Skye, dormía a solas en la litera de un pequeño camarote con el gran perro Inis como único compañero. El sabueso le profesaba una singular devoción y Skye estaba encantada, porque Inis siempre había odiado a Dom. Lord Burke se divertía entrenando al perro, que era inteligente, pero no tenía educación alguna. También pasaba largos ratos en compañía del capitán MacGuire, el mismo que lo había devuelto a su casa hacía ya varios años, después de la noche de bodas de Skye.
MacGuire empezó a enseñarle los rudimentos de los oficios del mar, porque según creía:
– Los O'Malley son medio peces y si vais a casaros con uno de ellos, será mejor que comprendáis por qué aman el mar, aunque vos no lo améis.
Niall Burke lo escuchaba y aprendía. Pronto empezó a admirar profundamente a los hombres que vivían y trabajaban en el mar.
Pasaba todas las noches con Skye, pero ella no quería hacer el amor con él.
– No soy una simple pasajera en este viaje -le dijo-. Si me necesitan en plena noche y estamos… -Los ojos azules brillaron de alegría y él sonrió, a pesar de su desilusión. Para recompensar su paciencia, ella se arrojaba a sus brazos y lo besaba con pasión mientras sus senos se apoyaban contra su corazón palpitante, provocándole, y la lengua jugaba en su boca.
En una ocasión, Niall la empujó y la pateó y ambos cayeron sobre la litera del camarote del capitán. Skye sintió que los botones de su camisa se desabrochaban como por arte de magia y la boca de él quemó la suave piel de sus senos, restregándose contra un pezón que bruscamente se había endurecido y chupándolo hasta que el temblor que ella sentía entre las piernas se le hizo casi insoportable.
Entonces él levantó la cabeza y sus ojos plateados la miraron divertidos y tolerantes.
– Tú eres la capitana de este barco, Skye pero yo quiero ser capitán de este camarote, si no te importa. Si vuelves a acariciarme y besarme así, querida, te pondré de espaldas en la cama antes de que puedas abrir la boca. ¿Me comprendes, amor mío?
– Sí, capitán -contestó ella, y él vio admiración en esos ojos profundos y se sintió confortado.
El clima fue milagrosamente benigno durante todo el viaje hacia el sur. La flota esquivó la traicionera bahía de Vizcaya con la simple maniobra de mantenerse alejado de la costa, en aguas profundas. Luego navegaron bordeando el cabo de San Vicente y a través del golfo de Cádiz y el peñón de Gibraltar hacia el Mediterráneo. A apenas unos días de Argel, una tormenta de vientos cruzados azotó a la flota de los O'Malley y los barcos se separaron. El viento y las olas eran tremendos. La lluvia barría las cubiertas y bajaba hasta los camarotes inferiores. Justo cuando se creían a salvo porque la tormenta había amainado, un cañonazo los puso cara a cara con los piratas berberiscos.
La bandera que les había entregado el Dey para que hicieran la travesía sin problemas había desaparecido en la tormenta y dos barcos los atacaban al mismo tiempo. No había otra alternativa. Tenían que luchar. Los hombres de Skye estaban ansiosos por entrar en combate. Sacaron las armas y se volvieron con furia hacia el enemigo.
Volaron los ganchos de abordaje y la Gaviota se vio aprisionada por el barco pirata. Debajo de las cubiertas, la tripulación trabajaba con rapidez para hundir al otro barco, que se aproximaba peligrosamente, y en cubierta, Skye, espada en mano, comandaba a sus hombres contra los piratas que habían abordado la nave.
Horrorizado, orgulloso del coraje de Skye, pero temiendo por su vida, lord Burke desenvainó su espada y se dispuso a subir a cubierta, pero MacGuire lo detuvo.
– Está bien, muchacho. Quedaos conmigo. Si vais allá arriba con ella, estará más preocupada por vos que por el barco. No os necesita. Si nos llama, iremos; pero por ahora impediremos que los infieles puedan bajar a las bodegas por esta escalera. -Y el capitán, con la pipa entre los dientes, saltó hacia delante para enfrentarse a un rufián barbudo y de cabello encrespado que estaba tratando de llegar a los camarotes. Niall, que se daba cuenta de que MacGuire tenía razón, se sumó a la lucha.
Los artilleros de la Gaviota lograron hundir la segunda nave y el grito de triunfo se elevó sobre las cabezas de los hombres de la O'Malley, que ya empezaba a obligar a los invasores a abandonar el barco. Los ganchos desaparecieron. Lentamente empezó a formarse una lengua de agua entre ambos barcos. Los piratas huyeron hacia su nave.
Lo que sucedió después nunca quedó claro para los marineros que lo vivieron. Una gigantesca ola solitaria, que formaba parte de la tormenta que habían dejado atrás, embistió a la nave con furia, por su costado y Niall Burke fue arrastrado por encima de la borda hacia el mar. Oyó que Skye gritaba su nombre y luego Inis aterrizó junto a él en el agua. Vio que arriaban un bote a toda velocidad y supo, que en un segundo, él y el perro volverían a la cubierta de la Gaviota.
En el barco, arriba, Skye estaba fuera de sí. La tripulación no la reconocía.
– ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Vosotros, idiotas, más rápido! Arriad el bote antes de que desaparezcan. ¡Si se ahoga él o el perro voy a colgaros del mástil, lo juro!
El bote golpeó contra el agua y los remeros lo llevaron hasta lord Burke e Inis. Skye dirigió el rescate desde la cubierta del barco. En el espumeante mar, la oscura cabeza de Niall flotaba cerca del pelaje plateado de Inis. Con la atención puesta en el rescate, todos se olvidaron de los piratas.
El capitán y la tripulación de la nave enemiga habían estado observando el espectáculo y de pronto, a una señal del capitán pirata, su barco se aproximó con rapidez a la Gaviota. Sin darle tiempo a reaccionar, tomó a Skye por la cintura, la levantó de la cubierta de la Gaviota y la pasó a su barco.
Ella se volvió con un alarido de furia, intentado arañarle, pero su captor se rió con los dientes blancos sobre la cara morena y la barba negra. Ella luchó contra él y oyó que su tripulación gritaba, pero ahora los piratas atacaban con los mosquetes en un intento de entorpecer el rescate de lord Burke.
El bote había llegado hasta él finalmente y los hombres pudieron sacar del agua al hombre y al perro.
– Gracias a Dios -sollozó Skye.
Oyó que Niall gritaba su nombre y se volvió, cogiendo a su captor desprevenido. Se liberó un momento y gritó:
– ¡Niall! ¡Niall!
Se escuchó el chasquido ronco de un mosquete y una mancha roja brotó del pecho de lord Burke. Skye miraba, horrorizada, paralizada; un grito sacudió el aire cuando ella lo vio caer en el bote.
– ¡Lo he matado! ¡Dios mío! ¡Lo he matado! -Y, con un gemido de angustia, se deslizó hacia la oscuridad que se elevaba hacia ella para librarla del dolor.