SEGUNDA PARTE

Argel

Capítulo 8

El jardín de Kahlid el Bey estaba pensado para ser un paraíso de paz y perfección. Era rectangular y quedaba justo debajo de la casa del Bey, un edificio de dos plantas construido en mármol, que se elevaba sobre la ciudad de Argel. La vista desde el jardín y la casa era magnífica. Desde allí podía distinguirse la ciudad con su nuevo fuerte turco -el Casbah- y el azul del Mediterráneo que salpicaba la arena más abajo.

Había limoneros y naranjos y altos pinos siempre verdes y rosas de todos los colores imaginables. Una pileta en forma de T, con el travesaño largo sembrado de fuentes ocupaba el centro del paseo.

Los senderos, de grava ligera muy bien cuidada, tenían pequeños bancos de mármol a espacios regulares. El jardín de Khalid el Bey rebosaba de sonidos cristalinos: la sonrisa de las fuentes, las canciones de los pájaros y el murmullo de la brisa entre los pinos. De vez en cuando, el zumbido de una abeja.

El único ser humano que disfrutaba del jardín en ese momento era una hermosa mujer que dormitaba en una tumbona. Vestía un caftán azul pálido muy simple y calzaba sandalias de cuero adornadas con oro. Su piel era clara y en sus mejillas se insinuaba un tenue rastro de rubor. Los párpados, suavemente sombreados con carbón azul. Su cabello negro, pesado, casi azul, se desparramaba alrededor de sus hombros.

Khalid el Bey, que acababa de salir al jardín, se quedó de pie, en silencio, mirándola. Era un hombre alto, en sus años de esplendor, con cabello negro que empezaba a teñirse de plata en las sienes. Su piel era dorada y ese color se destacaba junto a la corta barba negra. Sus ojos color ámbar, casi oro, estaban rodeados por largas pestañas negras, no muy comunes en un hombre, pero sí muy atractivas. Khalid el Bey no era ni extremadamente delgado ni abusivamente grueso, lucía un cuerpo musculoso, firme y bien cuidado, que ejercitaba regularmente. Tenía la cara oval, los ojos separados, la nariz larga y aristocrática, los labios delgados pero sensuales.

Ahora, mientras miraba a la hermosa mujer que dormitaba en su jardín, sentía que su instinto no lo había engañado. Esa mujer era realmente hermosa, aunque cuando se la habían traído, hacía ya dos meses, no lo parecía. Entonces estaba muy delgada, con el cabello opaco y sucio. Y había sufrido una fuerte impresión. Sin embargo, él había intuido una preciosa joya bajo esa suciedad y ese aspecto deslucido y, a pesar de las objeciones de Yasmin, la había comprado para su Casa de la Felicidad.

La mujer se había recuperado lentamente. Él en persona la había alimentado con pollo picado. Y había tenido que ponérselo entre los labios partidos la primera semana. La había tratado con dulzura y ella le había respondido. Él era el primero al que había dirigido la palabra.

– ¿Quién sois vos?

– Mi nombre es Khalid el Bey.

– ¿Dónde estoy?

– En mi casa, en la ciudad de Argel.

Ella volvió a su silencio. Después de un momento, se aventuró a decir:

– ¿Cómo llegué aquí?

– Os trajo el capitán Rai el Abdul. Decidme ahora, hermosa mujer, ¿cómo os llamáis?

– Me llamo Skye -le contestó ella.

– ¿Y de dónde venís? -la provocó él.

Los grandes ojos color zafiro de la muchacha parecían confusos y no tardaron mucho en llenarse de lágrimas.

– No lo sé -sollozó-. No sé de dónde vengo. Seguramente el capitán Abdul debe de saberlo.

Khalid el Bey meneó la cabeza.

– No. Él os recibió de otro barco que partía a un viaje muy largo. Mi capitán, en cambio, volvía a casa. -Luego, al notar que había miedo en los ojos de ella, Khalid dijo con más familiaridad, como para tranquilizarla-: No te asustes, hermosa Skye. Estoy seguro de que, muy pronto, lo recordarás todo. Sabemos que eres europea porque estamos hablando en francés, aunque tu acento no parece ser el de esa lengua. Hablaremos de nuevo más tarde.

Pero Skye no había recuperado la memoria.

El médico árabe de Khalid la examinó meticulosamente. Tenía entre dieciocho y veinte años. No era virgen; es más, seguramente había sido madre más de una vez.

No padecía enfermedades y su dentadura estaba completa y en perfecto estado. Como el médico no encontró evidencias de ningún golpe en la cabeza, supuso que la pérdida de la memoria se debía a algún terrible impacto emocional y que su cerebro, sencillamente, se negaba a recordar.

Los hermosos ojos azules de la mujer, que cambiaron del zafiro al azul verdoso según su estado de ánimo, se abrieron ahora y lo miraron.

– Mi señor Khalid.

Él sonrió.

– ¿Cómo te sientes, hermosa Skye? -preguntó, y le acarició el cabello negro.

– Me siento mucho mejor, mi señor.

– Tenemos que hablar ahora, Skye.

– ¿De qué, mi señor?

– Ya sabes que mi nombre es Khalid el Bey. Pero tengo un apodo, Skye, me llaman Señor de las Prostitutas de Argel. Soy propietario de muchas casas repletas de hermosas mujeres que se desviven por agradar a los hombres que vienen a verlas. Soy el dueño de esas mujeres, como soy tu dueño.

– ¿Vos sois mi dueño? -ella no podía creerlo-. ¿Os pertenezco?

– Sí. El capitán Rai el Abdul te compró a ese primer capitán y después te vendió a mí.

– ¿Por qué me comprasteis?

– ¿Recuerdas algo sobre hacer el amor, Skye? -Ella meneó la cabeza. Él suspiró-. Haré que Yasmin te instruya en ciertos asuntos. Después, yo mismo te daré las últimas lecciones. Empezaremos mañana mismo porque el médico me ha asegurado que ya estás bien.

– No le gusto a Yasmin, mi señor Khalid.

– Yasmin es mi esclava, como tú, Skye. Hará lo que yo le ordene. Si te molesta de alguna forma, no dudes en decírmelo.

– Sí, mi señor Khalid. Y gracias -añadió con suavidad-. Trataré de aprender rápido para agradaros.

Después él volvió a pensar en esa respuesta. Si ella era una noble europea, tal como suponía, entonces debía de ser cristiana. Sin embargo, la pérdida de la memoria la había librado de su religión y de la ética de esa religión. Si él le hacía comprender las delicias físicas del amor y las convertía en algo agradable para ella, la transformaría en la cortesana más famosa de Arabia desde Aspasia. Era un desafío magnífico y Khalid estaba dispuesto a afrontarlo.

Esa noche, cuando terminó su cena, despidió al esclavo y dio órdenes al mayordomo de buscar a quien sería su compañera en el lecho esa noche. Después, dejó entrar en su cuarto a la mujer que administraba su más famoso burdel. Cuando Yasmin se sentó frente a él, Khalid se maravilló de su belleza. Sabía que Yasmin tenía casi cuarenta años. Pero era una circasiana, y las circasianas eran famosas por su hermosura entre todas las esclavas del mundo. La había comprado, hacía ya unos veinte años, en una granja de crianza. Había sido la primera de sus mujeres especiales. Gracias a ella, había podido superar a sus competidores.

En general, los burdeles de Argel estaban confinados en la zona cercana a la playa y prestaban sus servicios a marineros de todas las nacionalidades. Los residentes ricos de la ciudad poseían harenes particulares y no necesitaban ese tipo de servicios. Pero los traficantes de carne de la ciudad habían olvidado un tipo de cliente. Argel, la ciudad más importante de la costa norte de África, recibía a muchos visitantes ricos. Esos visitantes venían sin mujeres. Khalid fue el primero en descubrir el filón. Eso lo hizo famoso.

Las mujeres de la Casa de la Felicidad eran las más hermosas y complacientes de Argel.

No había dos iguales, porque Khalid se enorgullecía de poder ofrecer variedad. Aunque otros habían tratado de imitarlo, habían fracasado miserablemente, y esos fracasos le habían ganado el título de Señor de las Prostitutas. Y no era dueño solamente de la Casa de la Felicidad, también tenía intereses en casi todas las casas de prostitución de la ciudad.

Los otros comerciantes de la ciudad lo admiraban y lo respetaban porque, aunque astuto, era escrupuloso y honesto. Sin embargo, muy pocos lo conocían realmente y sus orígenes eran un misterio. Aunque algunos creían que era moro, en realidad era español. Había nacido cerca de la ciudad de Granada como Diego Indio Goya del Fuentes, segundo hijo de una familia de alcurnia. Había recibido una esmerada educación y tal vez se hubiera casado y hubiera seguido con la vida circunspecta de los nobles del siglo xvi en España, pero el destino, en la forma de una hermosa muchacha mora, había truncado esos planes. Diego se había enamorado desesperadamente de Noor, la muchacha, pero Noor había permanecido firme en su fe islámica y él en el cristianismo. Diego Goya del Fuentes estaba comprometido hacía ya mucho. Sus hermanas se dedicaron, concienzudamente, a inquietar a la novia con constantes menciones de Noor. La novia, una muchacha devota y pulcra, sintió que era su deber moral informar a la Inquisición de la existencia de la muchacha mora. El día que Noor fue quemada en la hoguera por infiel, Diego estaba de pie, mirando, en una esquina de la plaza de la ciudad con la cara tapada por un gorro y húmeda de lágrimas. La persona más dulce y bondadosa que había conocido estaba a punto de ser devorada por las llamas. La habían torturado cruelmente, pero cuando las llamas lamieron su cuerpo lleno de gracia, su dulce voz elevó una plegaria a su dios, Alá. Después de eso, Diego Goya del Fuentes desapareció de España para siempre.

Vagó varios años a través de Europa y el Medio Oriente y, finalmente, recaló en Argel. Cambió su nombre por el de Khalid y el título «el Bey» fue resultado de su viaje a las ciudades sagradas de Medina y la Meca. Se convirtió al Islam en honor de Noor, aunque no sentía ninguna llamada religiosa que se pudiera considerar profunda.

Sus sentimientos hacia las mujeres eran ambiguos. Por un lado, recordaba a su primer amor perdido y toda su dulzura. Por el otro, tenía muy presente la perfidia de sus hermanas y la crueldad y la ignorancia de su novia española. Tal vez eso explicara que, a pesar de que esclavizaba mujeres para la prostitución, era un amo dulce y comprensivo.

Skye lo había conmovido como ninguna otra mujer desde Noor. Su total indefensión lo perturbaba y por eso le encomendó a Yasmin que la cuidara. Pero Yasmin discutía:

– ¿Por qué os preocupáis tanto por esta chica en particular, mi señor? Es como cualquier otra. -El tono de la circasiana era despectivo y Khalid el Bey escondió una sonrisa. Yasmin lo amaba desde hacía años, sin ser correspondida. Ninguna mujer había podido ocupar su corazón desde la muerte de Noor.

– Skye es como una niña recién nacida -le explicó él con paciencia-. Aunque recuerda ciertas cosas, su pérdida de memoria ha borrado todas sus experiencias amatorias. No sabe nada y no tiene prejuicios. Si la manejamos con cuidado, tal vez podamos moldearla a nuestro capricho -enfatizó el nuestro porque conocía a Yasmin.

Yasmin se inclinó hacia él, interesada.

– ¿Y eso sería de vuestro agrado, mi señor?

– Sí, Yasmin, sí. Skye no es sólo una cara bonita y un bello cuerpo. Tiene mucho más que eso. Me doy cuenta de que hay una personalidad fuerte detrás de esos ojos azules y hermosos, y eso es lo que quiero que aflore en ella. Como las cortesanas de Atenas en la Antigüedad, quiero que complazca a los caballeros con un cuerpo habilidoso y una gran inteligencia. No quiero que la usen los que gustan de lo extraño, sino más bien los hombres elegantes, los cultos, como el comandante otomano del Casbah. O tal vez los capitanes que vienen desde los estados italianos, de Francia, de Inglaterra. Juntos, Yasmin, tú y yo, haremos de ella una mujer codiciada, intrigante, misteriosa.

– Cumpliré con mi parte, mi señor Khalid. Le enseñaré cuanto sé. Incluso algunas cosas que no enseño a las demás. Skye será única y será la perfección absoluta.

Él respondió con su maravillosa sonrisa.

– Siempre has hecho más de lo que esperaba de ti, siempre, desde el principio, Yasmin. Gracias. -Dio dos palmadas y envió al esclavo que acudió por café. Se volvió hacia la mujer y le preguntó-: ¿Las mujeres que tienes en la Casa de la Felicidad resultan satisfactorias?

– Todas menos dos. La muchacha inglesa, la dulce Rosa, está enamorada de uno de sus clientes y dejó de gustarle su trabajo. Con vuestro permiso, puedo arreglar ese problema, porque el caballero quiere comprarla para su harén.

– Véndela, pero exige un precio alto. Después de todo, perderemos una buena inversión. ¿Y la otra?

– La gitana Rhia, no se adapta bien, mi señor. Creo que debo recomendar un castigo severo en su caso.

– ¿Por qué?

– La envié con otras dos chicas a una fiesta de media docena de oficiales turcos jóvenes. Habían pedido que les permitieran jugar a la violación. Les asignamos la Suite de las Nubes. Se arregló que las muchachas se sentaran allí sin hacer nada hasta que los turcos entraran y las violentaran. Es un juego inofensivo y los oficiales son clientes regulares, todos muy recomendados. Las otras dos chicas lo hicieron bien y aullaron y protestaron antes de ceder. Rhia gritó mucho y peleó con fuerza y arañó a dos de los huéspedes en la cara. Finalmente, la dominaron, claro, y me alegra poder deciros que la disfrutaron los seis a pesar de sus protestas. Pero las otras, claro, se sintieron molestas. Estaban furiosas porque, de esa forma, Rhia acaparó toda la atención. Los oficiales también se quejaron porque después ella se puso a llorar como una loca. Tuve que sacarla de la habitación y enviar a otra.

– ¿Alguna vez había participado en este tipo de fantasía, Yasmin?

– No, mi señor. Cuando llegó a nosotros era medio salvaje, ya sabéis. Pero la hemos tratado bien y siempre se había comportado con toda corrección con los clientes, en tratos individuales. Pensé que estaba lista para este tipo de cosas.

– ¿Cuál es su especialidad, Yasmin?

– La gratificación oral, mi señor, y me han dicho que es muy buena en eso.

Khalid el Bey reflexionó durante un momento.

– Probablemente la violaron alguna vez. La fantasía en la que la hiciste participar le trajo ese recuerdo y el terror que lo acompaña. No vuelvas a utilizarla en algo así. Que haga solamente lo que sabe hacer.

– Sois demasiado blando, mi señor. Rhia ofendió a nuestros huéspedes. Cuando me pidan explicaciones, ¿qué les diré?

– No esperes a que te pidan explicaciones. Envía un mensaje a los caballeros implicados y diles que nos hemos ocupado del asunto. Ofréceles una noche a cargo de la casa.

– Se hará como ordenáis -aceptó Yasmin.

Khalid el Bey se levantó de los almohadones y ayudó a su esclava a ponerse en pie.

– Ahora tienes que volver a tu puesto, ya lo sabes -dijo con voz calma, para despedirla-. Vendrás mañana para empezar a instruir a Skye.

– Como mi señor desee -dijo ella. Saludó con una reverencia y salió precipitadamente de la habitación de su amo.

Él casi suspiró de alivio. Yasmin era hermosa y leal, pero cada vez resultaba más exigente y presuntuosa por la confianza que le daba el largo tiempo que hacía que estaban juntos. No estaba seguro de lo que haría con ella. Si la liberaba, tendría ideas que le harían creer que estaba por encima de su situación real, porque era una esclava, nacida de padres esclavos. Sonrió, pensando en aquella ocasión, hacía ya años, en que había ido a esa granja de crianza circasiana con un amigo egipcio. Su amigo era mercader de esclavos en Alejandría, un especialista en hombres y mujeres hermosas, que prefería tratar directamente con el criador para seleccionar mejor.

Los dueños de la granja habían hecho desfilar a una gran variedad de vírgenes exquisitas y jóvenes esclavos frente a su cliente más apreciado y el hombre que lo acompañaba. Yasmin estaba entre la mercancía ofrecida y el amigo de Khalid se la señaló, diciendo que ya se la habían mostrado en dos visitas anteriores.

– Es una pena -suspiró el anfitrión-. Es más hermosa que una mañana de abril, pero no la puedo vender. Acabo de decidir que voy a hacerla criar con mi mejor esclavo.

– ¿Cuál es su ascendencia? -preguntó el amigo de Khalid.

– Pitias de Iris -fue la respuesta.

– ¡Diablos! -exclamó, admirado, el alejandrino.

Khalid el Bey no sabía de qué hablaban esos dos, pero había algo conmovedor en la esclavita.

– ¿Qué edad tiene? -preguntó.

– Quince.

– Un poco vieja. ¿Es virgen?

– ¡Señor! -El dueño se mostró ofendido.

Khalid el Bey rió.

– Yo me la llevaré, amigo mío. Pregunto para saber qué estoy comprando.

El dueño de la granja puso un precio abusivo del que Khalid se burló, recordándole la edad de la niña y el hecho de que si decidía hacer de ella una esclava de cría en lugar de venderla, tal vez descubriera que era estéril. Discutieron un buen rato hasta que, finalmente, se llegó a un precio que a Khalid le convenía pero que, según el dueño de la granja, lo empobrecía a él. Se hizo el intercambio y Khalid el Bey se convirtió en dueño de una hermosa esclava circasiana de cabello rubio y grandes ojos verdes Nilo.

Cuando volvieron a Alejandría, se dedicó a enseñarle las maravillas del amor físico. A ella le habían enseñado ese arte antes, pero sin llevarlo a la práctica. Conocía el cuerpo humano y sus partes sensibles. Sus hábiles dedos podían convertir en un gran amante a un impotente y lograr una erección firme y duradera en cualquiera. Cantaba y tocaba el laúd. Bailaba bien. Y después de varias semanas en el lecho de Khalid el Bey, éste descubrió que también era muy buena amante.

Entonces, una noche, Khalid el Bey tuvo varios invitados a cenar y cuando terminó el banquete, ella bailó para todos. Después, él la envió a sus habitaciones, diciéndole que tal vez uno o dos de los huéspedes la visitarían y que si lo hacían, debía agradarles porque eso le agradaría a él. Esa noche, cuatro de los huéspedes de Khalid el Bey pasaron por las espaciosas habitaciones de la muchacha y ella fue tierna, encantadora, cálida con todos. Ellos quedaron admirados por su habilidad y Khalid la recompensó con un collar de perlas exóticas. La noche siguiente y la otra y todas las que siguieron, Yasmin complació a los amigos de su amo. Luego hubo otra muchacha, Alyia. Yasmin era rubia y de tez pálida, Alyia era de piel oscura como una rosa negra, de cabello ensortijado y espeso parecido al ala de un cuervo, enormes ojos castaños y una boca muy roja. Para indignación de Yasmin, Alyia compartió la cama de su amo durante varias semanas. Pero después se unió a la circasiana y entretuvo a los amigos del amo.

Unos meses después, Khalid dejó a sus dos mujeres en manos de su amigo, el mercader de esclavos. Hizo un viaje rápido y volvió con otras dos esclavas. Se llevó a las cuatro a la ciudad de Argel.

Se instalaron en una acogedora casita y, todas las noches, las mujeres entretenían a los huéspedes, desde visitantes ricos a oficiales turcos del ejército imperial otomano que cumplían misiones en Argel. Al cabo de un año, Khalid tenía veinte mujeres hermosas y una casa mucho más grande. A los dos años, era dueño de cincuenta y dos mujeres y había empezado a construir su propia casa. Al terminar el tercer año, la construcción de la casa llegó a su fin y Khalid se convirtió en el Señor de las Prostitutas de Argel. Dos cosas no habían cambiado: primero, Yasmin seguía siendo la preferida y cumplía cada vez más con las funciones de administradora y menos con las de cortesana; y segundo, todas las muchachas que servían en sus casas pasaban primero por su lecho. Eso les daba un contacto directo con el amo que, mientras lo servían, las amaba y las protegía a todas. Nunca había usado la fuerza con ellas y, por eso, todas lo adoraban.

Pero Skye suponía un gran desafío para él. Con el adiestramiento adecuado, podía transformarla en su mejor prostituta. A diferencia de las demás, que alentaban el secreto deseo de que alguien las comprara y se casara con ellas, Skye no tendría esperanzas porque no sabía lo que significaba el matrimonio. Y si, tal como esperaba, terminaba descubriendo que no tenía inhibición alguna, podría enseñarle trucos exóticos que le costarían un dineral a cualquier cliente.

Cuanto más pensaba en ella, más curiosidad sentía. Muchas veces la había observado en secreto en el baño y en el dormitorio. Su figura era hermosa y tenía buen color, pero lo que más lo intrigaba era su piel. No tenía marcas. Ni una. Suave, hermosa, del color de la crema más rica, ¿o de la seda marfileña? Deseaba tocarla con sus dedos sensibles, con sus labios. ¿Sería tan suave como parecía? Sí, sin duda. ¿Sería cálida y suave o suave y fría para sus labios? La idea lo hacía temblar de deseo. Aunque todas sus mujeres estaban siempre a su disposición, pasarían varias semanas hasta que pudiera probar a Skye y sus encantos. Suspiró y se retiró a su dormitorio. Tal vez la pequeña hurí que compartiría su lecho esa noche pudiera hacerle olvidar en parte sus deseos.


Al día siguiente, a media mañana, Yasmin empezó con las lecciones de amor de Skye. Miró con desagrado a la joven porque intuía que era la rival más seria hasta el momento en la conquista del amor de Khalid. Sin embargo, razonó, cuanto antes se le enseñara lo que debía saber, más pronto saldría de la casa de Khalid. Y había que enseñarle bien, porque Khalid se alegraría si Skye aprendía correctamente.

– Desvístete para mí -le ordenó, y cuando Skye obedeció inmediatamente, dejando caer el caftán al suelo, Yasmin se burló-: No, no. ¡Eres menos sensual que un burro! Deja que te enseñe. -Y sus dedos desabotonaron su caftán rosado con la gracia de quien toca un instrumento musical. Luego se volvió y se quitó lentamente la tela de los hombros, para que todos vieran su piel suave y tersa. Muy lentamente, dejó que el vestido cayera hacia delante, revelando la línea de la espalda y las nalgas prietas y perfectas. Luego, las piernas. Entonces se volvió para mirar a Skye. Tenía los senos grandes pero firmes. Se dejó caer hasta quedar de rodillas y tocó el suelo con la frente, murmurando con voz cálida-: Como desee mi señor.

Luego, bruscamente, se puso en pie y, con su voz habitual, dijo:

– Así es como hay que desvestirse. Inténtalo.

Skye recogió su ropa y se vistió de nuevo sin decir palabra. Luego, imitó con exactitud y habilidad los movimientos de Yasmin y volvió a quitarse el caftán. Se dejó caer al suelo con la negra cabeza inclinada y, con la voz suave, clara y dulce, preguntó:

– ¿Así está bien?

– Sí -llegó la tensa respuesta-. Por suerte aprendes muy rápido.

Y luego:

– Ahora hablaremos de perfumes. Siéntate. No, no te molestes en vestirte, tengo que mostrarte en qué zonas de tu cuerpo debes ponértelos. El cuerpo de la mujer es una obra de arte, pero para que sea una obra maestra hay que trabajarlo constantemente. -Rebuscó en la canasta que tenía a su lado y le entregó a Skye unas hojas verdes-. Menta. Mastícala. Tu aliento debe ser siempre fragante, y tus dientes deben estar siempre limpios. Todas nuestras mujeres son la perfección misma. Eso es lo que las ha hecho famosas. No somos prostitutas de la calle que pueden comprarse por un poco de dinero. -Colocó varias botellas en hilera sobre la alfombra-. Almizcle, ámbar gris, esencia de rosas. Todos nuestros perfumes tienen uno de estos tres líquidos como base. -Descorchó las botellas y se las alcanzó a Skye para que las oliera-. ¿Cuál prefieres?

– Las rosas.

– ¡Muy bien! Yo lo habría elegido por ti si me hubieras preguntado. Aunque el señor Khalid me ha dicho que no eres virgen, hay un aire de inocencia en ti que es interesante. Y nos concentraremos en él. A muchos hombres les gusta eso. Usaré el perfume para que veas cómo se hace. -Se puso en pie y tomó el cuentagotas con el pulgar y el índice. Acarició con él generosamente el valle que hay entre los senos, luego los levantó con cuidado y se perfumó por debajo. Después, tocó con el cuentagotas la base de la garganta, la parte posterior del cuello y los lóbulos de las orejas. Luego recorrió las muñecas, la cara interior de brazos y las venas azules del antebrazo. Yasmin volvió a mojar el cuentagotas y se tocó el pubis, la parte posterior de las piernas, los tobillos, los arcos de los pies y el monte de Venus-. Aquí debe ser leve -explicó-, porque los hombres a veces disfrutan del olor de una mujer y no hay que taparlo completamente con ningún otro perfume.

Skye parecía sorprendida, como sin entender muy bien todo eso, y Yasmin la miró con envidia.

– Realmente no recuerdas, ¿verdad? -dijo-. Alá, ¡cómo te envidio! Para ti volverá a ser como la primera vez, pero sin el dolor de la virginidad. -Luego se contuvo y le entregó el frasco de perfume a Skye. Ordenó con brusquedad-: Quiero ver cómo lo haces sola.

Skye imitó a su maestra meticulosamente y, cuando hubo terminado, la miró, ansiosa, esperando sus comentarios.

– Has olvidado una zona -le reprendió Yasmin, tomando la botella de manos de su discípula. Levantó uno de los senos de Skye y le colocó el perfume por debajo.

– ¡No!

Para sorpresa de Yasmin, Skye había palidecido y su cuerpo estaba tenso. Los ojos, llenos de horror. Yasmin estaba realmente asustada.

– ¿Qué te pasa, Skye? ¿Qué tienes?

Lentamente, el miedo desapareció de las facciones de la joven que miró a Yasmin como si ella tampoco comprendiera lo sucedido.

– No creo que me guste que me toque otra mujer.

– ¿Qué recuerdas, Skye?

– Nada. No recuerdo nada, pero cuando me tocasteis… -Tembló con verdadero asco.

Yasmin estaba preocupada. ¿Y si a Skye no le gustaba que nadie la tocara, tampoco los hombres? No podría ser una buena prostituta en ese caso, eso era evidente, y la inversión de Khalid el Bey se habría perdido. En circunstancias normales, Yasmin no hubiera abordado el tema de la anatomía masculina hasta más adelante, pero sintió que, antes de seguir, debía hacer una comprobación. Si la muchacha era emocionalmente inestable, debía desaparecer de esa casa inmediatamente. Yasmin dio una palmada y le ordenó a la esclava que acudió a su llamada:

– Ve a buscar a Alí, mi nuevo eunuco.

Luego, se volvió hacia Skye y le explicó:

– Hay dos formas de castrar a un hombre. Si se hace cuando son jóvenes, se corta todo. Pero entonces, el porcentaje de muerte es muy elevado. La otra forma es cortar la bolsa de semillas del macho y dejar su órgano viril. Nosotros solamente compramos este tipo de eunucos, porque son más pacíficos y serviciales. También son inestimables para enseñar a las nuevas muchachas lo que deben saber sobre el cuerpo de los hombres. Ah, Alí, entra, entra. Skye, él es Alí. ¿No es hermoso?

El joven enrojeció. Skye dejó que sus ojos recorrieran ese cuerpo. Era buen mozo, alto, de piel dorada y suave, cabello corto, ensortijado y oscuro, y ojos castaños y líquidos.

– Es fabuloso, Yasmin. Eres afortunada.

Yasmin se rió, divertida, y luego le ordenó al eunuco con voz autoritaria:

– ¡Alí, desvístete! -observó detenidamente a su discípula para ver qué efecto le causaba eso. ¿Se desmayaría? ¿Tendría miedo? El eunuco se quitó la bata larga y la dejó sobre una silla. Luego se quedó quieto, esperando instrucciones. Yasmin miró a Skye-. ¿Qué piensas de él?

La joven parecía extrañada.

– Como te he dicho, Yasmin, es fabuloso.

– ¿Su desnudez no te ofende ni te asusta?

– No, ¿debería ofenderme?

– No, pero a algunas mujeres les ofende la desnudez masculina y la temen. Ahora, Skye, quiero que te acerques a él, le rodees el cuello con tus brazos y apoyes tu cuerpo contra el suyo.

Skye obedeció. Deslizó los brazos alrededor del cuello del eunuco y se frotó instintivamente contra el suave cuerpo del joven. El muchacho tembló, le lamió la oreja, le apretó una de las nalgas y luego tomó uno de los senos entre sus manos. Los oscuros ojos de ella se llenaron de deseo, y se tambaleó levemente.

– ¡Señora! -rogó Alí, y Yasmin rió. Tenía la respuesta que quería. Skye no podía tolerar que la tocara una mujer, pero le gustaban los hombres. Las lecciones podían continuar. No volvió a pensar en Alí y lo despidió enseguida. Él huyó, envolviéndose en su bata.

– ¡Qué extraña criatura! -observó Skye-. ¿No le ha gustado?

Yasmin volvió a reír.

– Claro que le has gustado, y si hubierais estado solos, probablemente te habría hecho el amor. Se lo permitiré cuando tú sepas más. Usamos a los eunucos para eso, porque no podemos practicar con nuestros clientes, como supondrás. -Miró a Skye con inocencia-. Eres una buena discípula, pero eso es todo por hoy. Volveré mañana a la misma hora.

Después de la partida de Yasmin, Skye se quedó sentada en silencio durante unos minutos. Luego, sus manos recorrieron su cuerpo y se acarició los senos. Lentamente, acarició su cuerpo y descubrió, sorprendida que sus pezones se habían endurecido. Pensó en lo que sería que un hombre la acariciara y sintió una especie de cosquilleo entre los muslos. Era tan placentero… ¿Qué otras cosas hermosas se habrían borrado de su mente? Suspiró, se echó sobre los almohadones y se quedó dormida.


Esa noche, Khalid el Bey ordenó que le trajesen a Skye. Ella acababa de bañarse y perfumarse. Se había colocado un ligero caftán de seda color lila y corrió descalza a través del vestíbulo alfombrado que separaba su habitación de los aposentos de Khalid.

– ¡Qué hermosa eres! -exclamó él cuando ella apareció en su puerta. Notó el brillo de la piel y la forma en que su cabello color medianoche se le acaracolaba en rizos húmedos sobre la cara-. Yasmin me ha dicho que eres una buena discípula. Dice que tienes talento y que progresas con rapidez. Está encantada contigo y, por lo tanto, yo también lo estoy.

La cara de ella se iluminó.

– Me agrada que estéis satisfecho de mí, mi señor Khalid… Sin vos, no sería nada.

La gran mano de él se curvó sobre el mentón de ella y sus ojos oscuros miraron el azul de los de ella.

– No lo creo, mi querida pajarita extraviada. No lo creo. -Luego sonrió y preguntó con amabilidad-: ¿Qué has aprendido?

– Solamente a perfumarme y a desnudarme correctamente ante un caballero.

– Desvístete para mí -ordenó él mientras se sentaba sobre los almohadones, con las piernas cruzadas-. Imaginemos que voy a ser tu caballero.

Ella se quedó quieta frente a él. Sus dedos parecieron no tocar los pequeños botones de perla, pero la bata se abrió. Él casi no vio los senos cuando ella giró con gracia y lentitud. La bata de seda se deslizó, muy despacio, en una agonía, sobre la larga línea de su espalda y las dos lunas perfectas de sus nalgas. Ella se volvió para mirarlo, con los ojos bajos, en un gesto de modestia. Se dejó caer al suelo y susurró con suavidad, pero sin confusión:

– Como mi señor ordene.

Durante un momento, él miró la cabellera negra y brillante que tocaba sus sandalias. Estaba sorprendido no solamente por su habilidad, sino por la reacción que había despertado en él. Bajo su bata de brocado, se desbordaba su deseo, un deseo que resultaba casi doloroso. No podía creerlo. Siempre había mantenido un control absoluto sobre su cuerpo. Ella levantó la cabeza y los ojos de ambos se encontraron.

– ¿Os gusto, mi señor? -preguntó Skye con ingenuidad.

– Mucho -murmuró él con voz casi temblorosa. ¡No! ¡No!, gritaba la parte más cuerda de su ser, pero se oyó diciendo-: Siéntate junto a mí, Skye. -Y cuando ella anidó en la curva de su fuerte brazo de hombre, se inclinó sobre ella y le rozó los labios. Los de ella se abrieron con rapidez y él dejó entrar ese aliento perfumado en su boca. Su lengua buscó la de Skye, la encontró y ambos se acariciaron con suavidad ardiente hasta que él sintió las manos de ella buscando las suyas como para apoyarlas en su cuerpo desnudo.

– ¡Acariciadme, mi señor Khalid! -murmuró ella llena de deseo-. ¡Por favor, por favor, ahora!

Él luchaba por controlarse, pero dejó que sus manos se deslizaran sobre ese cuerpo. Nunca había sentido un deseo tan intenso por ninguna mujer. La piel de ella era lo más suave que hubiera tocado jamás, y cuando ella gimió de placer, Khalid sintió que temblaba de arriba abajo. Se quitó la bata. «¡No, no debes! ¡No le han enseñado! ¡Arruinarás todo!» -le advertía su intelecto, pero sus labios se deslizaron por el hermoso pilar de ese cuello pálido y su boca hambrienta capturó un pezón y lo chupó con pasión hasta que, con un amago de grito de desesperación, Khalid cedió a sus deseos.

Se balanceó sobre el cuerpo ardiente de Skye y le separó los muslos con impaciencia. Se hundió en la calidez acogedora de esa mujer que le daba la bienvenida. Ella suspiró e instintivamente lo envolvió con brazos y piernas y movió su cuerpo siguiendo el ritmo que él le marcaba con ímpetu. Los suaves dedos se deslizaron a lo largo de la espalda larga y delgada de Khalid y acariciaron las musculosas nalgas hasta que él gimió de placer. Ella sentía una tensión cosquilleante en su cuerpo que se iba haciendo más y más poderosa hasta que estalló como una ola gigante que la elevó hasta el cielo y luego la dejó caer en una profunda oscuridad de remolinos.

– ¡Skye! ¡Skye! ¡Mi hermosa, mi amor! -le murmuró él al oído. Y la acarició con dulzura.

– No recordaba lo hermoso que era hacer el amor -murmuró ella.

– ¿Recuerdas alguna otra cosa? -preguntó él con rapidez.

– No. Solamente que ya había hecho lo que acabamos de hacer y que era maravilloso hacerlo.

– No debería haberte tomado -dijo él-. ¿Y si te hubiera asustado?

– No me habéis asustado, mi señor Khalid, pero tal vez yo os haya desagradado, porque no soy aún muy hábil.

Él rió con voz débil.

– No, Skye, claro que no. Es verdad que no tienes la habilidad de una cortesana consumada. Pero esa falta de conocimientos me ha proporcionado un sublime placer.

– ¿Debo continuar mis lecciones con Yasmin, mi señor?

– Sí. Tu inocencia tiene encanto, amor mío, pero no hay nada malo en aprender cómo se hacen las cosas aquí. Aprenderás a dar placer a tus clientes de diversas maneras. Es tu deber como mujer saberlo todo de las artes del amor, y me mostrarás todo lo que Yasmin te enseñe.

Ella se echó boca arriba, respirando con tranquilidad y dulzura. Él se volvió porque quería mirarla. Trazó un dibujo delicado sobre los senos y el torso de Skye. Ella tembló y levantó sus ojos azules para mirarlo. Él se inclinó y la besó en la boca con suma ternura. Luego, le dio un beso en los párpados.

– Duérmete, Skye, y duérmete sabiendo que yo velaré tu sueño.

Los ojos de ella se cerraron. Él volvió a preguntarse quién sería y de dónde habría venido. Una mujer de la nobleza, de eso no había duda, pero, ¿de dónde? El color de su piel, y su cabello parecían indicar que no era del lejano norte y él no creía que viniera de Francia o de España. Unos días antes, cuando ella recuperó la consciencia, él le había hablado en francés y ella le había respondido, pero él sabía que ése no era el acento de una francesa. ¿Sería inglesa, o celta? A menos que recuperara la memoria, probablemente nunca lo sabría.

Khalid el Bey no estaba seguro de querer saberlo. De alguna forma, esa maravillosa criatura se había introducido en su corazón.

Había pasado mucho, mucho tiempo desde que no era capaz de sentir otra cosa que satisfacción sexual con una mujer, pero con Skye había renacido algo que creía olvidado para siempre. Un deseo de fundar un hogar verdadero, y para tener un hogar verdadero hacían falta una esposa e hijos.

Sonrió. Sus fantasías… Seguramente se estaba haciendo viejo, porque el primer signo de la edad en un hombre es un deseo de descanso. Miró de nuevo a la mujer que yacía a su lado. ¿Era posible? ¿Realmente la amaba? ¿Y si se casaba con ella y ella recuperaba la memoria? Pero eso era muy poco probable. El médico había dicho que nunca recuperaría la memoria, a menos que volviera a ver lo que la había impresionado. Exactamente lo mismo.

Pero no iba a actuar con precipitación. Permitiría que las lecciones continuaran. No podían perjudicar a Skye. Y más tarde tomaría una decisión sobre su futuro.

Cerró los ojos, suspiró y se dejó arrastrar por un placentero sueño.

Capítulo 9

Yasmin no podía entenderlo.

– ¿Os llevasteis a la cama a una mujer sin entrenamiento? ¿Qué diablos os pasa, mi señor Khalid?

Él se volvió hacia ella.

– Tu larga asociación conmigo te hace presumida, Yasmin. Skye me pertenece y haré lo que quiera con ella. No necesito tu aprobación.

– Solamente he querido…

– Eres una esclava insolente -dijo él, cortante-. Nunca he tenido que usar el látigo contigo, y lo he usado con otros en muy pocas ocasiones, pero me estás tentado, Yasmin. Me estás tentando…

Ella se había puesto muy pálida. Se dejó caer al suelo y le pidió perdón.

– Levántate -llegó la fría respuesta-. Continuarás con las lecciones de Skye, Yasmin, y si me entero de que la maltratas de cualquier forma, te venderé. ¡Vete!

La circasiana se puso en pie como pudo y huyó de la habitación.

Le latía el corazón con fuerza. En todos los años que habían pasado juntos, Khalid jamás le había hablado así. Yasmin estaba muy asustada. ¿Estaría enamorado? ¡Alá no lo quisiera! El gusano de los celos le carcomía el pecho y empezó a odiar a la mujer llamada Skye con verdadera furia.

No se atrevía a actuar directamente en su contra, no todavía, pero una vez que Khalid la colocase en la Casa de la Felicidad, Skye estaría a su merced. Pensó con placer en un mercader sirio que las visitaba un par de veces al año y que se deleitaba contemplando a dos mujeres haciendo el amor. Sabía que Skye odiaba que otra mujer la tocara y pensaba castigarla forzándola a participar en uno de esos espectáculos. Por ahora, sin embargo, se cuidaría mucho de maltratarla.

Sonrió cuando Skye entró en su habitación y le dio los buenos días.

– Hoy -dijo-, repasaremos la lección de ayer y empezaremos a estudiar anatomía, del hombre y de la mujer.

Skye asintió. Disgustada por esa cándida obediencia, Yasmin trató de impresionarla.

– Mañana traeré a una muchacha de la Casa de la Felicidad y ella y Alí te demostrarán las distintas posturas del amor. -Miró a Skye con ojos duros.

– Me parece muy interesante -aceptó Skye con una calma que la excitó todavía más-. Quiero aprender rápido y bien para que mi señor Khalid se sienta orgulloso de mí.

Yasmin tuvo que morderse los labios para no gritar. La falta de emociones que descubría en Skye la ponía muy nerviosa. ¿Sería una de esas criaturas frías que no sienten nada, ni siquiera en la cumbre de la pasión? Si en realidad era así, tendría que enseñarle a simular emoción, porque nada frustra ni enoja más a un hombre que una mujer que no le responda. Yasmin se dio cuenta de que tal vez adiestrar a Skye iba a ser más difícil de lo que había creído al principio. Convertiría a Skye en la criatura más maravillosa que jamás hubiese servido en la Casa de la Felicidad. Y entonces, Khalid se daría cuenta de que Yasmin valía mucho y le propondría ser su primera esposa. Había esperado tanto tiempo una oportunidad como ésta, obedeciéndolo siempre durante tantos años, velando por sus intereses…

Se contuvo para no seguir soñando despierta. Llamó al eunuco y se quitó la bata de seda.

– Es esencial conocer a fondo el cuerpo del hombre y de la mujer, Skye -le explicó, desnuda ante ella-. En una mujer de senos pequeños como tú, los senos suelen ser muy sensitivos, y la mayoría de las mujeres tienen una enorme sensibilidad en el pequeño botón que esconden detrás del monte de Venus. ¡Enséñale, Alí!

Yasmin se tendió sobre los almohadones y el joven eunuco se dejó caer a su lado. Fascinada, Skye miró cómo él acariciaba los suaves globos de los senos de Yasmin, con ambas manos y con la boca. Trabajaba con lentitud y los senos de Yasmin fueron ganando turgencia, hasta que, finalmente, se le escapó un gemido. Una mano bajó hasta el monte de Venus. Un dedo lo exploró con delicadeza, frotándolo suavemente, y entonces la mujer dejó escapar otro gemido.

Alí se inclinó para acariciar con la lengua lo que antes había acariciado su dedo. La mujer gimió de gozo y, de pronto, Skye cerró los ojos y tembló. En su mente, vio a un hombre y una mujer rubios abrazados en una cama. ¡Era algo malo, horrible! Su mente trató de recordar, pero no pudo y, entonces, un gemido de placer de Yasmin la devolvió a la realidad.

La mujer yacía jadeante con el maravilloso cuerpo cubierto de una fina capa de transpiración. El eunuco estaba de espaldas, con los ojos cerrados. Lentamente, Yasmin recuperó la compostura.

– Has visto cómo el cuerpo de una mujer puede dar placer y sentirlo, aunque lo más importante es que lo des. Eso te lo demostraré más tarde, pero primero quiero que Alí te acaricie como ha hecho conmigo. Quiero ver cómo reaccionas. Ven aquí.

Por segunda vez, Skye se sintió incómoda. Cuando Khalid el Bey había hecho el amor con ella por la noche, todo había ido bien pero no quería que ese escurridizo Alí la tocara con sus sabias manos y lo dijo, con voz desafiante. Sorprendida, al principio Yasmin se quedó muda, pero pronto recuperó la voz:

– No te he preguntado si querías hacerlo. Te lo ordeno. ¿Cómo se te ocurre desobedecerme? Nuestro señor Khalid te ha confiado a mí, y si me desobedeces, haré que te castiguen.

Yasmin sonrió con furia.

– No pienso destruir tu belleza, y te aseguro que no serás menos hermosa si hago que Alí te golpee en las plantas de los pies. Una tunda de bastonazos ahí es algo muy, muy doloroso, y no deja marcas. Es muy efectivo para castigar a esclavos revoltosos.

Skye palideció, pero aseguró con voz tranquila:

– No permitiré que esa criatura me ponga las manos encima, y si me haces daño, se lo contaré al señor Khalid.

– ¿Por qué hablas de golpes, mi hermosa Skye? -Khalid el Bey estaba de pie en la puerta. No había entrado todavía. Instintivamente, Skye se arrojó en sus brazos.

– No quiero hacerlo, mi señor. Por favor, no me obliguéis.

Los ojos de él se suavizaron y le pasó un brazo por el hombro en ademán protector. Luego dejó un beso sobre la cabellera renegrida.

Yasmin expresó su exasperación, ruidosamente.

– Me pedís que la instruya en las artes del amor y cuando me desobedece, la disculpáis.

– ¡No dejaré que Alí me toque, jamás!

– ¿Cómo puedo evaluar tu sensualidad si no la veo?

Khalid el Bey escondió una sonrisa y le dijo a Skye:

– ¿Dejarás que yo te acaricie para que Yasmin vea lo que tiene que ver?

– Sí -respondió en voz baja.

Sin decir palabra, él le quitó el caftán y la recostó sobre los almohadones. Las manos de Khalid fueron amables y cariñosas al acariciarle los redondos y pequeños senos, y ella suspiró de placer cuando él recorrió la piel suave y tersa con esos dedos que sabían tantas cosas… Una mano cálida le acarició el vientre y luego descendió al más sensible de los puntos. Ella gimió de placer y la boca de él cubrió la suya con un beso ardiente. Cuando el placer se hubo extinguido, ella abrió los ojos y lo descubrió mirándola, con expresión tierna en los ojos color ámbar. Luego, Khalid volvió la cabeza y Skye se sorprendió ante la belleza aguileña de su perfil masculino.

– ¿Ya sabes lo que necesitabas saber, Yasmin?

La mujer estaba muy quieta, los ojos verdes muy abiertos sobre la pálida cara.

– Responde bien a las caricias de un hombre, ¿verdad?

– A vuestras caricias, mi señor Khalid -llegó la respuesta.

– Desde ahora, Yasmin, no obligarás a Skye a hacer nada que ella no desee hacer. Le enseñarás lo que sabes y lo practicará conmigo. Solamente yo podré corregirla o castigarla. ¿Comprendido?

– Sí, mi señor. -La mujer miró a Skye con profundo odio.

– Eso es todo por hoy.

Yasmin y Alí partieron, y Khalid se puso en pie y le tendió la mano a Skye.

– Vístete, amor mío. En el jardín hay una rosa que se llama «Delicia de amor» y acaba de florecer. Te la mostraré.

Estaban solos. Skye se puso el caftán, y metió los pies en sus sandalias. La voz profunda de Khalid cortó el silencio que los rodeaba.

– ¿Qué te ha asustado de la lección de hoy, Skye?

– Cuando he visto que Alí hacía el amor con Yasmin -dijo ella-, me he sentido ofendida, mi señor. Ha sido como si hubiera visto… algo así antes y sé que era horrible. Pero no he conseguido recordarlo claramente. Me he asustado. El eunuco, a pesar de su estado, estaba seguro de su poder sobre Yasmin. Me sonreía de una forma tan arrogante, y he sabido que no podría tolerar que me tocara. ¿Os he irritado, mi señor Khalid?

Él le pasó un brazo por el hombro.

– No, Skye, no. Fueras lo que fueses en tu vida anterior, no eras una mujer fácil, y eso me agrada. Tal vez tenga que cambiar mis planes respecto a ti. Acompáñame a ver las rosas.

– ¿Vais a mandarme lejos de vos? -dijo con temor.

– No. -Él la tomó por los hombros y la miró fijamente-. No te mandaré lejos de mí, mi pequeño amor perdido. -Y ella volvió a sorprenderse de la mirada dulce que veía en esos ojos.


A solas por la noche, Khalid el Bey caminaba de un lado a otro por el balcón de su casa. El cielo sobre su cabeza era de seda negra y lo único que resplandecía en él eran algunas estrellas de cristal azul. No soplaba viento y se olía el perfume de la floración nocturna de la nicociana. Khalid ya se había dado cuenta de que no podría convertir a Skye en cortesana. Aunque no recordaba nada, seguía teniendo rígidos principios morales. Enviaría una nota a Yasmin para comunicarle que se suspenderían las lecciones. Él en persona le enseñaría lo que creyera que ella debía saber.

Tenía que admitir que estaba enamorado de Skye. El rechazo de Alí era sólo parte del asunto. La verdad era que Khalid no la quería en su Casa de la Felicidad haciendo el amor con un hombre distinto cada noche. La quería en su propia casa, amándolo y criando a sus hijos. Sí, la amaba lo suficiente como para honrarla y hacerla su esposa. Se sentía de nuevo como un chico. Por primera vez, desde su amor por Noor, había esperanza en su vida. Tal vez, pensó con amargura, sí había un Dios en los cielos, después de todo. En paz consigo mismo, bajó por las escaleras hacia sus habitaciones.

Para su sorpresa, Skye se había dormido en los almohadones, junto al jergón. Durante un momento, la contempló en silencio y luego se inclinó y la besó en la mejilla. Ella se movió ligeramente, abrió sus magníficos ojos color zafiro y se sentó.

– Lo lamento -dijo rápidamente-. Os he ofendido. Y si me mandáis lejos… -se detuvo, tratando de ordenar sus pensamientos-. Vos sois lo único que tengo, mi señor Khalid. No recuerdo nada de mi vida anterior y si me mandáis lejos…, me moriré…

Él la abrazó con ternura.

– He pasado muchas horas a solas con la noche, mi dulce Skye, y me he dado cuenta de que sólo puede haber un destino para ti. -Ella tembló, apretada a su cuerpo, y él la acarició para tranquilizarla-. Tu destino es ser mi esposa, amor mío. Te amaré, cuidaré de ti y te protegeré siempre, mi Skye. Nunca he deseado una esposa hasta hoy, y han pasado muchísimos años desde la última vez que amé a una mujer. He hecho el amor, sí, pero sin entregar mi corazón. ¿Entiendes la diferencia?

– Sí -murmuró ella-. Disfrutabais de los cuerpos de esas mujeres, pero no disfrutabais de la mujer misma.

Él sonrió en la penumbra de la habitación.

– Eres sabia, Skye. Ahora dime, ¿todavía estás asustada?

– No.

– ¿Y te gustan mis planes para tu futuro? ¿Serás feliz como mi esposa?

– Sí.

– Dulce Skye…, te amo y quiero que seas feliz. Si la idea del matrimonio te molesta, debes decírmelo, porque no quiero que hagas nada que no desees hacer.

– Me hacéis un gran honor -dijo ella con suavidad-, pero no estoy segura de amaros, mi señor. Y vos merecéis una esposa que os ame.

– El amor llegará, pequeña. Quiero que estés a salvo.

Ella levantó la cabeza hacia él.

– Entonces seré vuestra esposa con alegría, mi señor. -Le brillaban los ojos azules con confianza y, tal vez, pensó él, hasta con un poco de alegría-. Prometo haceros feliz -añadió, con timidez.

– Ya me has hecho feliz -aseguró él, y después buscó la boca de ella con la suya para darle y tomar de ella las sensuales y dulces delicias que ella parecía reclamarle. Sus grandes y fuertes manos le acariciaron los redondos senos y después rozó los pezones con la lengua para llevarlos hasta la cumbre de la excitación, trazando círculos sobre la sensitiva piel hasta que ella empezó a jadear. Luego la recostó sobre los almohadones y le separó lentamente las piernas. Y la penetró con ternura, tomándola así, en el suelo, y sintiéndose feliz al comprobar el placer que ella sentía cuando su miembro se hundía en la profundidad de su sexo.

Las suaves manos de ella empezaron a acariciarle la espalda y luego agarraron sus redondas y fuertes nalgas.

– ¡Khalid! ¡Mi Khalid! -murmuró ella con su aliento cálido en la oreja de su señor. Él tembló-. ¡Amadme, mi señor! ¡Amadme con pasión, mi señor! -Lo llamaba así y se movía acompasada al ritmo que él marcaba hasta que ambos se perdieron en el remolino salvaje del gozo compartido.

Era tan grande el deseo que despertaban uno en el otro que Skye se desmayó y Khalid, sorprendido, estuvo a punto de perder el conocimiento, cosa que nunca le había sucedido antes. Cuando su semilla penetró como un trueno en el escondido valle de Skye, todo él tembló con la intensidad del gozo. Luego, agotado, se hizo a un lado para no aplastarla y la tomó entre sus brazos, dejando caer besos sobre esa hermosa cara perlada de sudor.

– ¡Dios! ¡Te adoro! ¡Te adoro! -repetía él una y otra vez mientras ella subía lentamente desde las profundidades de su desmayo y oía la voz de alguien que la llamaba.

– Niall -murmuró ella con suavidad-. Niall…

Khalid se puso tenso.

– Skye, amor mío -dijo con dulzura-. Skye, abre los ojos. -Y cuando ella obedeció, le dijo-: ¿Quién es Niall, amor mío?

Inmediatamente, los ojos de Skye se nublaron, confusos.

– ¿Niall? -preguntó-. No conozco a nadie con ese nombre.

Él suspiró. Fuera quien fuese Niall, Khalid lo envidiaba, y mucho. Skye debía de haberlo amado. Y sin embargo, era él, Khalid, el que la poseía ahora, y no la perdería como había hecho ese Niall.

– Duerme, amor mío -le dijo, apretándola contra su pecho.

Y entonces, lentamente, la respiración de ella se hizo acompasada y regular.

Khalid se quedó despierto la mayor parte de la noche, luchando consigo mismo. ¿Era posible que ella estuviera recuperando la memoria o había sido solamente un recuerdo turbio, fugaz, un recuerdo que no afloraría con claridad jamás? El médico había dicho que Skye nunca encontraría de nuevo su vieja vida a menos que se enfrentara con la misma situación que le había causado el trauma, y las posibilidades de que eso sucediera eran remotas, tan remotas que, en realidad, podía pensarse que era imposible que recuperase la memoria. ¡Él deseaba casarse con ella! ¿No tenía derecho a un poco de felicidad? La deseaba, deseaba los hijos que ella le daría.

Se levantó con la primera luz del sol y la dejó allí, durmiendo. En su salón, vio a su sirviente junto a la puerta, dormido. Lo sacudió con gentileza.

Cuando los ojos del esclavo se abrieron, Khalid le dijo:

– Busca a mi secretario. Ahora mismo. Estaré en la biblioteca.

El esclavo se puso en pie, medio dormido todavía, y salió corriendo. Khalid el Bey se cubrió con su bata blanca y fue a la biblioteca a esperar a su secretario. El hombre llegó pocos minutos después, frotándose los ojos llenos de sueño.

– Lamento despertarte tan temprano, Jean, pero hay asuntos urgentes que quiero atender. -El secretario asintió, se sentó y tomó el lápiz. Era un cautivo francés que había rentabilizado su educación en un monasterio, ya que eso lo había hecho útil como secretario. De otro modo, habría terminado en las minas, como muchos otros.

Khalid el Bey le habló así:

– Quiero que prepares un documento de manumisión para la esclava conocida como Skye. La quiero legalmente libre. Después prepara un contrato de matrimonio entre la mujer libre conocida como Skye y yo. El precio de la novia será esta casa, las tierras que la rodean y veinticinco mil denarios. Consulta al intérprete de las leyes del Islam para que te diga las palabras exactas que debes usar. Luego, manda venir al astrólogo Osman. Quiero una consulta hoy mismo. ¡Espera! Antes que nada, envía un mensaje a Yasmin y dile que las lecciones se suspenden hasta nuevo aviso. No digas nada más. Con eso tienes bastante para empezar. Volveré más tarde.

Khalid el Bey se marchó y Jean lo oyó ordenar a un esclavo que le enviaran el desayuno al secretario en la biblioteca. El francesito se maravilló de que su amo fuera tan considerado. No era la primera vez que le sucedía. La bondad del Bey le había ganado la lealtad de su secretario desde el principio.

Jean se preguntó en qué andaría su amo. Podía tener a la mujer que quisiera sin necesidad de casarse.

¿Por qué el matrimonio ahora? Y Yasmin se enfurecería. Pero la lógica gala de Jean estaba del lado de su señor. Era hora de que tomara mujer y tuviera hijos. Y además, lady Skye era la mujer más hermosa que Jean había visto en años.

Khalid el Bey volvió a sus habitaciones. Skye se había marchado. La siguió hasta sus habitaciones y oyó risitas en el baño. Encontró a Skye y a las mellizas de Etiopía salpicando agua en la perfumada piscina. Las contempló un rato, maravillándose del contraste entre los cuerpos mojados marfil y ébano, todos brillantes y suaves.

Skye fue la primera en percatarse de su presencia y nadó hasta el lado menos hondo para subir parte de los escalones y tenderle la mano, como invitándolo. Era como una diosa allí desnuda en toda su joven belleza, y él sentía que el deseo despertaba de nuevo en su interior. Le tendió las manos y las dos esclavas etíopes salieron de la piscina para sacarle la ropa. Una vez desnudo, todas vieron lo que sentía. Los ojos azules de Skye brillaron, traviesos, llenos de seducción, y volvió a sumergirse en la piscina para emerger en medio de las aguas transparentes. La risa de Khalid llenó la habitación.

– ¿Dónde aprendiste a nadar así, muchachita, en nombre de los siete genios?

Los ojos verdiazules se abrieron llenos de inocencia y ella se encogió de hombros.

– ¡Lo lamento, mi señor! No lo recuerdo. ¿No tenéis miedo de tomar una esposa como ésta y acercarla a vuestro pecho? ¿Quién sabe qué más sé hacer?

Él nadó hasta ella y, con infinita dulzura, con una pasión dominada que ella sintió enseguida, le tomó la cara entre el pulgar y el índice. Los ojos ámbar y oro la miraron con gravedad.

– No temo tomar una esposa como ésta, Skye. Todas las sorpresas que escondas servirán para alegrarnos la vida. Te amo, mi pequeño enigma. ¡Te amo!

Unos brazos delgados y lechosos lo rodearon. Los pequeños senos se apretaron contra el oscuro vello del pecho de Khalid y ella le ofreció los labios.

– Khalid, puedes estar seguro, nunca te haría daño. Eres lo único que conozco y estaría perdida sin ti, pero ¿te parece suficiente? Sólo puedo ofrecerte mi persona, y ni siquiera sé muy bien quién soy.

– Lo que hay entre nosotros es maravilloso, Skye. Tu hermoso cuerpo responde al mío. Nos gustamos, y hay muchas parejas que empezaron una vida juntas con mucho menos que eso. No temas, amor mío. No me estás engañando. Es un buen negocio el que estamos haciendo. Tu preocupación por mí te hace más preciada a mis ojos. Pero ahora, mi hermosa -dijo, y la abrazó con fuerza-, ahora quiero hacerte el amor otra vez.

Ella rió, húmeda, refunfuñando, apretándose contra él.

– ¡Aún es temprano!

– Una hora deliciosa -exclamó él, y la recostó contra los azulejos tibios de sol que rodeaban la piscina, y se colocó encima de ella.

– Alguien va a vernos, Khalid.

– Nadie osará perturbarnos -gruñó él. Tenía el miembro erecto y le cosquilleaba con él los muslos-. Te deseo, Skye. Deseo este cuerpecito tentador que tienes. Te quiero cálida y dulce y cediendo a mis manos -le susurró al oído.

Ella tembló de placer cuando la lengua de él exploró su oreja y tembló de nuevo cuando él se movió a lo largo del perfumado contorno del cuello, mordisqueándole el hombro. Pronto se olvidó del sol. Las manos de Khalid exploraban las caderas y le acariciaban los fuegos de la pasión. Luego sintió que le chupaba los senos y le arrancaba un gemido de placer.

– Separa tus piernas para mí ahora, amor mío -murmuró Khalid-. Así, mi hermosa, recíbeme en esa dulzura feroz tan tuya. Oh, Skye…, tu pequeño horno de miel está hecho para mí. ¡Aprisióname, amor mío!

Las palabras de Khalid excitaban a Skye. Sus grandes manos seguían recorriendo su cuerpo, y cuando la gran espada entró en ella, se sintió repleta de amor por él. Los cuerpos se movían al unísono con ímpetu desbordado y cada latido la llevaba más cerca del más dulce de los olvidos. Subió más y más. Luego, se sintió arrastrada por un remolino de joyas y oyó el prolongado y suave grito de una mujer mezclado con un sollozo varonil.

Después, sintió que el sol acariciaba cálidamente su rostro y oyó el agua que golpeteaba los bordes de azulejo de la piscina. Abrió los ojos y miró alrededor. Él yacía boca arriba con los ojos cerrados, pero su voz trajo un color rojo subido a las mejillas de ella.

– Te hicieron para dar placer a un hombre -decía Khalid-, y me siento agradecido por ser ese hombre. Después del desayuno, veremos a Osman, el astrólogo, para que nos diga qué día es el más indicado para nuestra boda. Jean está preparando los papeles que te convertirán en una mujer libre, Skye.

– Ah, mi Khalid, eres tan bueno conmigo. Prometo ser una buena esposa -dijo ella, y se apretó contra la curva de su brazo.

Él sonrió y la acarició.

– Sé que lo serás, amor mío -le contestó.

Desayunaron yogur, brevas y café turco. Después, Skye volvió a sus habitaciones y Khalid el Bey dio la bienvenida a Osman, que le saludó diciendo:

– Ah, mi viejo amigo. Al fin, estás enamorado de nuevo.

Khalid rió.

– No tengo secretos para ti, ¿eh, Osman?

– Las estrellas me lo dicen todo, mi señor. Y me dicen algunas cosas sobre tu amada que tal vez quieras saber. Viene de una tierra neblinosa y verde, al norte, una tierra poblada por espíritus muy fuertes y enormes fuerzas físicas. Nació bajo el signo de Capricornio que, como todos los signos de fuego, es un signo impetuoso y apasionado.

Khalid el Bey se inclinó hacia delante, ansioso.

– ¿Cómo sabes todo eso, Osman?

– Porque una mujer como ésa ha aparecido recientemente en tu horizonte.

– Quiero casarme con ella.

– No puedo detenerte, mi señor.

– No pareces muy entusiasmado, Osman. ¿Qué me ocultas?

– Ella no se quedará contigo, Khalid. No es ése su destino. Su destino está con su gente, de vuelta a su tierra, así está escrito en las estrellas. Hay muchos hombres en su vida, pero siempre seguirá su propio camino, siempre será la dueña de su destino. Y hay un hombre en particular. Los senderos de los dos se han cruzado ya y volverán a hacerlo, estoy seguro. Ese hombre es quien comparte su alma, no tú, amigo mío. ¿No puedes simplemente disfrutarla mientras esté contigo? ¿Tienes que casarte con ella?

Él estaba impresionado. El astrólogo siempre había adivinado su futuro.

– ¿Y si me caso?

– Eso no cambiará nada, mi señor.

– Entonces, me casaré con ella. Porque la amo más que a cualquier otra mujer y quiero ponerla por encima de las demás.

– Y cuando te abandone, ¿la dejarás marchar?

– No me abandonará, Osman. No me dejará porque va a tener hijos conmigo. No es una mujer que abandone a sus hijos. Me dará hijos, ¿verdad?

– No estoy seguro de eso, mi señor. Será madre de muchos hijos, pero sin una comparación exacta de su fecha de nacimiento y la tuya, no puedo decirlo con seguridad.

– ¡Me dará hijos! -aseguró él con firmeza.

Osman sonrió sin convencimiento.

Le preocupaba Khalid. La misteriosa mujer traía confusión a la carta de Khalid el Bey. Había una zona oscura que Osman no podía desentrañar, y eso le preocupaba. Sin embargo, si su amigo estaba decidido a casarse por lo menos tenía que elegir el día más propicio. Extendió sus cartas con cuidado, hizo cálculos y finalmente dijo:

– El sábado, cuando salga la luna, la tomarás por esposa.

– Gracias, amigo mío. Vendrás a celebrarlo con nosotros, ¿verdad?

– Sí, por supuesto. ¿Va a ser una fiesta a lo grande, Khalid?

– No, Osman. Solamente media docena de invitados. Mi banquero, el jefe de la hermandad mercante, el intérprete de Alá, el comandante turco y Jean, mi secretario.

– ¿Y Yasmin?

– No lo creo.

– Yasmin te ama, Khalid.

– Yasmin cree que me ama, Osman, y aceptará mis planes por su fe en mí. Además, ya no tendrá contacto con Skye. No puedo dejar que mi esposa trate con una prostituta.

Osman tuvo que reírse.

– Esas son palabras del musulmán y el español que hay en ti, Khalid. -Se puso en pie-. Hasta el sábado, mi señor Bey. Te deseo suerte con Yasmin.

Khalid el Bey se sentó a meditar en soledad un rato. El astrólogo tenía razón. Yasmin era un problema y debía solucionarlo. Cuanto antes, mejor. Se levantó, pidió caballos y en el calor de la media tarde, cabalgó hasta el corazón de la ciudad y la Casa de la Felicidad.

El edificio que albergaba su más famoso burdel estaba construido alrededor de un patio con una gran fuente central. El flanco de la casa, que daba a la calle, era blanco y sin ventanas ni adornos, excepto en la entrada, una doble puerta de roble ennegrecido con grandes columnas de bronce pulido. Junto a las puertas había dos gigantes negros vestidos con pantalones de raso escarlata y chaquetillas de tela dorada, turbantes y babuchas acabadas en punta. Tenían el atlético pecho desnudo y musculosos brazos aceitados que brillaban a la luz del sol y de las antorchas. Sonrieron con dientes brillantes cuando el amo pasó a caballo junto a ellos en dirección al patio.

Khalid el Bey desmontó y entregó las riendas a una hermosa niña de diez años que le sonrió con un gesto adulto y provocativo. Tenía los pies y los senos desnudos y vestía sólo unos pantalones de gasa blanca que dejaban ver sus redondas nalgas. Una buena innovación, pensó Khalid, que sabía que muchos de sus clientes berberiscos preferían a las niñas impúberes.

Durante un minuto se quedó allí de pie, mirándolo todo con aires de patrón. Todo estaba en orden. Se alegró. Las paredes de ladrillo estaban bien cuidadas, los setos bien cortados, los cuadros de flores coloridos y fragantes.

– ¡Mi señor Khalid, qué honor! -Yasmin bajó corriendo por los escalones de la puerta a recibirlo con el caftán de seda negra y oro aleteando al viento. Se había perfumado con almizcle y él vio sus pezones color bermellón a través del brillo de la seda. Tenía el cabello dorado adornado con perlas negras, y una gardenia color crema detrás de una oreja. Khalid siempre se había asombrado de la forma en que ella intuía la llegada de un cliente importante y bajaba inmediatamente a recibirlo.

– Mi querida Yasmin, estás tan hermosa como siempre. -Khalid rió por dentro cuando la vio inflarse de placer-. Ven. Quiero hablar contigo. -La condujo a las habitaciones que ella ocupaba en el edificio y esperó pacientemente a que le sirvieran café y tortitas de almendra y miel.

Finalmente, ella le preguntó:

– ¿Cómo está Skye?

– De eso precisamente es de lo que he venido a discutir contigo -le explicó él-. He decidido que este tipo de vida no es para ella.

– ¡Loado sea Alá! ¡Por fin habéis recuperado el sentido común!

Él sonrió levemente.

– No te gusta Skye, ¿verdad?

– ¡No!

– Entonces, ya no tendrás que encargarte de ella, Yasmin.

– ¿La habéis vendido?

– No. Voy a tomarla por esposa. El intérprete de Alá de Argel nos unirá el sábado cuando salga la luna.

La cara de Yasmin cambió de pronto. Luego, recuperándose tan rápidamente como pudo, rió débilmente.

– Bromeáis, mi señor… Es gracioso, me asustasteis. ¡Ja, ja!

– No es broma -dijo él con voz calmada-. Skye será mi esposa.

– ¡Pero es una esclava!

– No, ya no lo es. La he liberado. Nunca fue esclava, Yasmin.

– ¿Y yo sí?

– Tú naciste esclava, de padres esclavos y antepasados esclavos. Es tu destino.

– ¡Pero yo os amo! ¿Skye os ama? ¿Cómo puede amaros? Apenas os conoce. Yo os conozco, Khalid y sé lo que os gusta. ¡Dejadme satisfaceros! -rogó, y se arrojó a sus pies.

Él la miró con sincera pena. Pobre Yasmin, con todas sus artes orientales para agradar a un hombre. Sí, las había disfrutado una vez, pero después lo habían aburrido. La forma de amar del Medio Oriente era degradante para la mujer. Se le enseñaba a complacer a un hombre que se dejaba hacer, sin tomar la iniciativa, excepto para eyacular mecánicamente la semilla. Era la mujer la que debía ser agradable, la mujer la que tenía que hacerlo todo. La responsabilidad del placer del acto era de ella, y si fracasaba…, bueno, para eso estaba la tunda de bastonazos.

Cuánto mejor, pensó, era la forma europea de hacer el amor, en la que el hombre era el que tomaba la iniciativa, en la que la virilidad dominaba y sometía a la mujer y el clímax de ella era un acto de sometimiento, el más dulce. Eso excitaba los sentidos del hombre y halagaba su orgullo.

– Amo a Skye -dijo Khalid entonces-, y la decisión ha sido mía. Y tú, mi más preciada y hermosa esclava, no tienes derecho a cuestionarla.

– ¿Qué haréis conmigo?

– Nada. Seguirás con tus obligaciones. -Y después de una pausa, Khalid le preguntó-: ¿Te gustaría que te liberara, Yasmin? Así te pagaría por todo lo que has hecho por mí.

Yasmin se horrorizó. Su esclavitud la ligaba a Khalid el Bey. Sin ella, él podría echarla cuando quisiera, y ahora probablemente lo haría.

– ¡No! ¡No, mi señor! No quiero mi libertad.

– Bueno, está bien, amiga mía. Será como desees. Ahora, levántate, Yasmin y despídeme. -Se levantó. La tomó del brazo para ayudarla a ponerse en pie-. Realmente eres inestimable para mí, Yasmin -añadió en voz baja, y aunque ella sabía que era sólo una forma de consolarla, se sintió un poco mejor.

– ¿Cuándo creéis que puedo ir a desearle suerte a lady Skye?

– Preferiría que no lo hicieses, Yasmin. Como cualquier hombre sensato, prefiero que mi esposa no tenga nada que ver con mis negocios.

– Comprendo, mi señor Khalid -dijo ella con suavidad, y pensó con amargura: «Sí, lo comprendo perfectamente. No quieres que tu preciosa esposa tenga tratos con una prostituta. ¡Y yo soy una prostituta!»

Caminaron hasta el patio iluminado por el sol y la muchachita de diez años le trajo el caballo a Khalid. El Señor de las Prostitutas de Argel rió y acarició a la niña en el mentón, luego le entregó una moneda de plata.

– Un hermoso detalle, Yasmin -le dijo como cumplido. Luego, montando en el brioso animal, Khalid el Bey se alejó de su burdel.

Capítulo 10

En los días que siguieron se ultimaron los preparativos de la boda de Khalid el Bey. Se mandaron las pocas invitaciones que el señor quiso hacer, se planificaron la ceremonia, la comida y el entretenimiento, y se decoró la cámara nupcial. Como la pérdida de memoria de Skye le impedía tener preferencias religiosas, y puesto que había practicado el islamismo desde que llegara a la casa de Khalid el Bey, el jefe de intérpretes del Corán de Argel no encontró impedimentos para celebrar la boda.

La tarde de la ceremonia, seis vírgenes de la Casa de la Felicidad llegaron a la residencia de Khalid el Bey. A diferencia de los turcos, que separaban a los sexos en las bodas, los habitantes de Argel eran menos formales. Aunque no era necesario que la novia estuviera en la ceremonia religiosa, que se realizaría en la mezquita del barrio, ella y otras mujeres serían invitadas a la fiesta. ¿Qué es una celebración sin la fragancia y la suavidad de la feminidad?

El pequeño secretario francés, Jean, había obtenido su libertad en honor al matrimonio de su amo. Sin embargo, había elegido permanecer en su empleo y no regresar a su país. Él y otros huéspedes serían agasajados con compañía femenina esa noche. Khalid y Skye inspeccionaron a las chicas y decidieron quién sería para quién.

– Creo -dijo él- que esa muchacha regordeta de Provenza con los ojos oscuros color frambuesa le irá bien al intérprete. Es joven todavía pero suele ser un hombre serio y está cargado de responsabilidades dada la importancia de su posición.

– ¿No tiene una esposa que lo ayude en su quehacer?

– No, Skye, no, aunque me consta que no es célibe.

– Entonces, es una buena elección, mi señor, porque si ella llega a quererlo, y es correspondida, será una buena compañera para él. Debajo de su juventud y su sensualidad veo a una buena esposa y una buena madre.

– ¡Bravo, mi Skye! -exclamó Khalid, sonriente-. Yo también me doy cuenta de eso, y pienso que, si Dios lo quiere así, el intérprete de las escrituras me estará profundamente agradecido cuando nazca su primer hijo varón. En cuanto al presidente de la liga de mercaderes y a mi banquero…, las rubias. Las hermanas. Esos dos caballeros están ya en el ecuador de su vida y ambos tienen esposa y una casa llena de niños glotones y parientes ruidosos. En estos casos lo que se necesita es exclusivamente físico. Muchachitas cuyos ojos claros se llenen de admiración con facilidad, mujeres de senos suaves, grandes y bien maquilladas que solamente deseen agradar al hombre.

Skye examinó a las dos muchachas. Eran criaturas con seductores cuerpos que cumplían todos los requisitos.

– ¿Y Osman y Jean? -preguntó.

– Esa muchachita de los ojos castaños y suaves, y maravilloso cabello castaño viene de Bretaña, como él. Serán una sorpresa el uno para el otro.

– Ah, Khalid, eso sí que es amable de tu parte. La muchacha parece asustada, pero Jean la ayudará, y yo me sentiré muy feliz si tengo una amiga en esta casa.

– Sí, será una buena compañera para ti. No lo había pensado.

– ¡Déjame adivinar a la otra, Khalid! Esa muchacha seria y dulce es para Osman.

– Sí. -Los ojos de él la miraron divertidos.

– Entonces, quieres a esa criatura feroz para el comandante turco. ¡Dios, Khalid! Tiene aspecto de devoradora de hombres. ¿Te parece lógico entregársela?

– Amor mío, hay muchas cosas que no recuerdas de la naturaleza humana. El comandante de la fortaleza Casbah es cliente regular de la Casa de la Felicidad. Sus preferencias son…, bueno, algo sofisticadas. Una conquista fácil lo aburre mortalmente. Le atraen las mujeres que pueden oponerle resistencia. La muchacha que he elegido para él es medio mora, medio berebere. Es una salvaje y seguramente será de su agrado. Ahora, amor mío, ocúpate de que aseen y vistan a las muchachas a tiempo para la fiesta. La próxima vez que nos veamos, dulce Skye, serás mi esposa. -Sus ojos dorados y ámbar la llenaron de calidez. La boca de su prometido la rozó con cariño y luego él se volvió y se fue.

Ella suspiró. Khalid era muy bueno con ella. Y sin embargo, a ella le rondaba la idea de que tal vez no debiera casarse con él. Había algo en su interior que la torturaba, pero por más que lo intentaba, no lograba entender de qué se trataba. A veces, en sus sueños había un hombre, siempre el mismo, pero no lo veía con claridad, solamente lo oía gritar su nombre: Skye, Skye. No tenía sentido.

Suspiró, dio una palmada y los esclavos llegaron corriendo. Dio las órdenes pertinentes para que prepararan a las seis muchachas. Luego, se dedicó a elegir la ropa que usarían en la fiesta, revisando el vasto guardarropa del harén.

Para la muchacha de Provenza, de piel dorada y cabello oscuro, la que acompañaría al intérprete, encontró unos pantalones de seda color durazno, una faja dorada en oro y una chaquetilla con lentejuelas de oro. Por el calor y la hora de la fiesta, dejó de lado las blusas de gasa suave. Era fácil elegir para las rubias: rosado bebé para ambas. Para la bretona de cabello y ojos castaños, el verde manzana era perfecto. Para la muchacha de Osman, un azul celeste que destacaba su cabello rubio oscuro. Y por último, sedas color llama para la muchacha del turco. Entregó la ropa a los sirvientes, dio instrucciones para su distribución y volvió a sus habitaciones para bañarse y ponerse el vestido para la boda.


Exactamente a la hora en que salía la luna, el jefe de intérpretes del Corán de Argel celebró una ceremonia muy simple por la cual se unía en matrimonio a Khalid el Bey con Skye, que desde aquel momento se llamaría Skye muna el Bey, Skye la deseada de Khalid. Luego, el esposo y sus invitados volvieron a casa a través de las sinuosas calles iluminadas por faroles, precedidos por bailarines que se movían y saltaban al ritmo de poderosos tambores y agudos caramillos que horadaban con sus sones la oscuridad de la noche.

El novio llevaba pantalones de seda blanca con bandas azules y plateadas que se detenían a la altura de la rodilla. Tenía los pies enfundados en botas plateadas de cuero. La camisa era de seda blanca, abierta en el cuello, con mangas enteras y puños apretados, y encima de la camisa llevaba una chaqueta blanca bordada en plata y azul. Este atuendo de fiesta estaba coronado por una gorra de lino blanco a rayas azules. Llevaba el oscuro cabello suelto y le habían arreglado meticulosamente la negra barba.

Detrás de las persianas cerradas, las muchachas y mujeres de Argel lo miraban pasar y suspiraban de deseo. El legendario Señor de las Prostitutas de Argel era un príncipe de cuento de hadas.

Detrás de Khalid, caminaba el comandante turco de la fortaleza Casbah, el capitán Jamil. Tan alto como el Bey, pero más robusto; para los ojos femeninos que lo observaban, su belleza era siniestra, mientras que la del Bey era dulce. Tenía la cara y la nariz muy largas, los ojos inescrutables y negros, la boca fina y cruel bajo el leve bigote. Se sabía que era un hombre despiadado y brutal con sus prisioneros. Pero ahora caminaba junto a su anfitrión y los otros invitados charlando amistosamente.

– Me dicen que vuestra prometida es una esclava.

– Era -le llegó la respuesta-. La compré, sí. Ahora es legalmente libre. Y mi esposa.

– También dicen que la estabais adiestrando para la Casa de la Felicidad. Debe ser buena en lo que hace, sea lo que sea, para que hayáis decidido desposarla.

Khalid el Bey se rió, pero interiormente estaba muy disgustado.

– Skye no recuerda su pasado -dijo-. Primero pensé que una mujer así podía resultar divertida y muy provechosa. Pero es demasiado inocente para esta vida. Hacía tiempo que pensaba en casarme y tener hijos. Pero ¿qué padre de Argel daría su hija al famoso Señor de las Prostitutas? Skye es obviamente noble, venga de donde venga, y es hermosa. ¿No os parece una elección perfecta?

– Ah, estoy deseando conocerla, Khalid.

Para entonces, habían llegado a la casa y entraron al vestíbulo cuadrado donde los recibió el mayordomo del Bey.

– ¡Felicitaciones, mi señor! ¡Larga vida y muchos hijos! -exclamó el mayordomo, mientras los hacía pasar al salón de banquetes.

Había esclavos aguardando para tomar las capas de los invitados y traer las vasijas de agua de rosas y las toallas de suave lino para que todos pudieran lavarse las manos y la cara. Una vez refrescados, los invitados se sentaron sobre grandes almohadones alrededor de la mesa.

– Caballeros -dijo Khalid el Bey, sentado a la cabecera-, me siento honrado y satisfecho de que hayáis venido a compartir este momento conmigo. Quiero compartir mi felicidad con vosotros y, por lo tanto, quiero regalaros a cada uno una virgen adiestrada en mi Casa de la Felicidad para que disfrutéis con ella de muchas noches de placer. -Dio una palmada y entraron las seis muchachas, vestidas con colores de mariposa. Avanzaron danzando como leves plumas hasta los caballeros a los que habían sido asignadas.

– ¡Por Alá! -exclamó el capitán Jamil-, ¡sí que hacéis las cosas con estilo, Khalid! Ni siquiera en Constantinopla he visto modales como los vuestros. Escribiré al Sultán para contárselo.

– Muchas gracias -dijo Khalid como sin darle importancia. Estaba mucho más conmovido por la reacción de los otros huéspedes. El mercader y el banquero miraban embelesados a las rubias. Y Jean se había quedado sin habla al ver a la muchachita tímida que le dio la bienvenida en su propia lengua, en dialecto bretón. El intérprete de las escrituras hasta tenía una sonrisa en el rostro…, y era la primera vez que Khalid descubría en él semejante reacción. Osman también parecía contento con la muchacha que le había asignado.

El capitán Jamil inspeccionó cuidadosamente el «regalo» que le habían hecho.

– ¿Y vuestra novia, Khalid? ¿Dónde está?

Como respondiendo a su pregunta, en ese preciso instante se abrieron las puertas del salón de banquetes y entraron cuatro esclavos negros en pantalones de seda roja portando una litera. La depositaron cuidadosamente en el suelo y el mayordomo ofreció la mano a la velada ocupante que venía en ella para ayudarla a sentarse junto al Bey.

Llevaba unos pantalones de seda fina color lavanda, de corte bajo. La faja ancha, estampada con flores violetas sobre un fondo dorado, subía hasta el ombligo. Usaba sandalias de oro bordadas con perlas violetas. Tenía puesta una pechera sin mangas de terciopelo violeta con un bordado floreado en hilo de oro y perlas cultivadas, y finos brazaletes de oro. Una sola hilera de perlas colgaba de su cuello hasta bien abajo y dos grandes perlas a juego adornaban sus orejas. Llevaba el renegrido cabello suelto y salpicado de polvo dorado. Un leve velo malva velaba su cara debajo de los maravillosos ojos pintados de azul.

– Caballeros, mi esposa, Skye muna el Khalid -dijo Khalid el Bey mientras se inclinaba y le levantaba el velo.

Los hombres la miraron en silencio, un silencio absoluto. Todo en esa muchacha, la piel suave y sin marcas, los ojos azules, los labios carnosos rojos, la nariz delicada y respingona, todo era exquisito. Finalmente, el banquero logró decir unas palabras.

– Khalid, amigo mío, yo tengo cuatro esposas. Reuniendo la belleza de las cuatro, no igualaría la de la vuestra. Sois un hombre afortunado.

Khalid el Bey rió.

– Gracias, Memhet… Tu alabanza me hace feliz.

En ese momento, los sirvientes empezaron a servir el banquete. Se llenaron las vasijas de oro con jugos helados y los músicos empezaron a tocar discretamente detrás de su cortina tallada. Sirvieron un cordero entero relleno de arroz condimentado con azafrán, cebollas, pimientos y tomates. Había vasijas con yogur; aceitunas verdes, negras y púrpuras, y pistachos. Los esclavos distribuyeron hogazas de pan y sirvieron a cada comensal una pequeña paloma asada en un nido de berro. A medida que los jugos fermentados de fruta ayudaban a los invitados a relajarse, todo el mundo se sintió más libre y el ruido aumentó. Los hombres empezaron a alimentar a sus compañeras ofreciéndoles pequeños trocitos con la boca.

El intérprete de las escrituras estaba sentado a la derecha de Khalid, y Skye, a su izquierda. Junto a ella se sentaba el capitán Jamil, que no había podido quitarle los ojos de encima.

– Es una lástima -murmuró con suavidad para que solamente ella pudiera oírlo- que Khalid decidiera quedarse contigo, querida. Habría hecho una fortuna vendiendo tus encantos. Yo habría pagado el rescate de un rey para poseerte primero. Sin embargo, es bueno saber que el Señor de las Prostitutas de Argel tiene alguna debilidad humana.

El rostro de Skye enrojeció, pero no contestó. Él volvió a reír.

– Eres la mujer más hermosa que he visto jamás, esposa de Khalid el Bey. Tu piel brilla como madreperla. Soñaré muchas noches con tus largas piernas y tus senos perfectos y pequeños, que son como frutas tiernas. No sabes cómo deseo probar esos frutos jóvenes y dulces… -Se inclinó hacia ella para coger unas aceitunas y su brazo le rozó deliberadamente.

– ¿Cómo os atrevéis? -le siseó ella, furiosa-. ¿No respetáis a mi esposo, que es vuestro anfitrión? ¿O es que los turcos no tenéis honor?

Él respiró con fuerza.

– Algún día, hermosura, te tendré a mi merced. Y cuando ese día llegue, pagarás muy caro este insulto.

Para su sorpresa y su disgusto, Skye no parecía asustada. Solamente hizo un gesto a los sirvientes para que retiraran los platos de la mesa y sirvieran los siguientes. El esclavo que preparaba el café, arrodillado frente a su mesa baja, empezó a moler los granos y puso a hervir el agua. Los otros esclavos colocaron sobre la mesa boles de cristal colorido con higos, uvas, naranjas, frutos secos, dátiles glaseados y pétalos de rosa. También trajeron fuentes de plata con tortas horneadas y boles con almendras garrapiñadas, que colocaron frente a cada invitado. Volvieron a llenar las vasijas con jugos de frutas con hielo picado, y nieve traída de las montañas Atlas. El Bey se inclinó para besar a su esposa.

– Todo está perfecto, mi Skye. Es como si hubieras nacido para cumplir con las obligaciones del ama de un castillo.

– Tal vez realmente nací para eso -dijo ella con suavidad.

Empezaron los entretenimientos. Hubo luchadores, juglares y hasta un mago egipcio que hacía aparecer y desaparecer los más variados objetos. Finalmente, llegaron las bailarinas. Había seis al comienzo, pero luego solamente quedó una criatura muy voluptuosa, un cuerpo que se contoneaba apasionada y seductoramente ante cada uno de los huéspedes. Skye se dio cuenta de que los invitados se habían quedado mudos. Ya no se charlaba y el único sonido en la habitación era el de la música, el quejido insistente de las flautas, el toque de los tambores, las castañuelas de bronce que desafiaban a los músicos con su ritmo, entre los dedos de la bailarina. Skye miró a su alrededor y vio que algunos huéspedes se habían retirado al jardín. Otros habían empezado a hacer el amor allí mismo, sobre los almohadones. Enrojeció y se volvió hacia su esposo. Con los ojos brillantes, Khalid se puso en pie y la abrazó con fuerza.

– Creo -dijo- que ya es hora de que nos escapemos. Vamos, amor mío.

– ¿Adónde, Khalid?

– A una casa secreta que tengo en la costa. Pasaremos la luna de miel allí, amor mío, libres de negocios y amigos impertinentes. -La llevó de la mano hacia la noche fresca de Argel y sólo se detuvo para tomar su abrigo y colocar sobre los hombros de Skye otro de seda malva, forrada en cuero de conejo. Frente a la casa esperaba un gran potro blanco. Khalid el Bey saltó sobre su lomo y ayudó a su mujer a montar.

Cabalgaron hacia la ciudad y luego hacia el mar. Siguieron la playa durante varios kilómetros. La luna brillaba sobre el agua. Skye miró el cielo de terciopelo y notó que le costaba respirar. Las estrellas parecían tan grandes, tan cercanas, que tuvo ganas de alargar el brazo y coger un puñado. Se apretó contra Khalid y apoyó la cabeza sobre el corazón de su esposo para oír el latido firme, acompasado. Y mientras cabalgaban, notó una familiaridad en el rugido del mar y el olor salobre del aire húmedo y fresco. Por alguna razón, esas sensaciones la sosegaban. No sabía por qué. Khalid permaneció en silencio y ella no quería hablar, porque tenía miedo de romper el hechizo que los envolvía.

Finalmente, su esposo hizo girar el caballo blanco para sacarlo de la playa y ella vio el perfil oscuro de un edificio sobre una colina. Cuando se acercaron, vio que se trataba de una casa circular y grande en forma de quiosco. Parecía agradable, acogedora. A ambos lados de la entrada cubierta con velos de seda parpadeaban grandes faroles de bronce con globos venecianos. La luz de las velas les daba la bienvenida.

Khalid el Bey detuvo el caballo, ayudó a su esposa a desmontar y después desmontó él.

– ¡Bienvenida, amor mío! Bienvenida al Quiosco de la Perla. Tiene tres habitaciones, el dormitorio, un baño y un salón. Y ahora todo esto es tuyo, Skye, es mi regalo de bodas.

Ella estaba sorprendida y emocionada. El precio que él le había fijado como novia era muy generoso y ahora le hacía este regalo. Se sintió humilde a la luz de ese amor. Y le pareció que el corazón se le encogía en el pecho. Levantó la vista hacia él y dijo:

– Khalid, sabes que te amo. Si fueras pobre sentiría lo mismo, porque lo que da calor a mi corazón y tranquiliza mi espíritu es tu amor, no los regalos que me haces, aunque te los agradezco.

– Precisamente por eso me gusta hacerte regalos -le contestó él-. No te interesan demasiado los bienes materiales. Vamos, mi dulce Skye, entremos, empieza a refrescar. ¿No tienes curiosidad? ¿No quieres ver tu regalo?

El umbral del Quiosco de la Perla estaba adornado con sedas diáfanas y coloridas y en el vestíbulo había una piscina larga, estrecha, clara como un espejo. Skye levantó la vista y se quedó sin habla porque el techo tenía una parte de cristal que repetía el dibujo de la piscina y la llenaba de estrellas parpadeantes. Todo estaba iluminado por faroles de bronce y cristal como en la entrada.

Pasaron por una puerta a la izquierda y Skye descubrió un hermoso saloncito con un hogar que brillaba lleno de alegría, espantando la humedad del ambiente. El suelo estaba cubierto de mullidas alfombras. Había lámparas de colores colgando de finas cadenas desde el techo lleno de vigas y tallas. Los muebles tapizados y cubiertos de almohadones estaban adornados con los mejores terciopelos y sedas del color de las joyas más conocidas: rubíes, zafiros, esmeraldas, amatistas, topacios. Las ventanas que daban a tierra eran circulares y pequeñas, de cristal ámbar tallado a mano. Había mesas bajas con adornos de mosaico y grandes boles de bronce llenos de tulipanes rojos y amarillos. En una de las paredes había una librería empotrada llena de libros con tapas de cuero, y cuando Skye la vio, se le escapó una exclamación de entusiasmo.

– Así que Jean, mi buen secretario -dijo Khalid, riendo, satisfecho-, no se equivocaba en esto. Sabes leer. ¿En qué lengua lees, amor mío?

Ella parecía un poco avergonzada.

– Jean se mostró tan horrorizado cuando se enteró de que sabía leer, que no quise que tú lo supieras. Un día entré en la biblioteca y cuando vi los libros cogí uno y lo abrí. Estaba en francés. También descubrí que sé leer español, italiano, latín y la lengua que Jean llama inglés. -Bajó la cabeza y dijo, como dudando-: Parece que poseo también otro rasgo no muy femenino. Sé escribir.

Khalid el Bey rompió a reír.

– ¡Eso es maravilloso, Skye! ¡Maravilloso! Parece que eres una mujer muy inteligente. Sé que muchos hombres se horrorizarían de tenerte por esposa, pero yo no soy así. Los caminos de Alá son misteriosos. Primero pensé en convertirte en una prostituta famosa, pero ahora que sé que has recibido una excelente educación, te convertiré en mi socia. Cuando regresemos a la ciudad, te enseñaré personalmente con ayuda de Jean. Si alguna vez me sucediera algo, nadie podría engañarte. -La abrazó con fuerza y la besó-. Eres milagrosa, mi Skye… -rió entre dientes y ella se sintió arropada y segura y muy amada. Los ojos ámbar de su esposo titilaban como estrellas-. Todavía tenemos que ver nuestra cámara nupcial -murmuró, mientras la guiaba a través del vestíbulo hasta otra puerta tallada de hoja doble.

La habitación tenía las paredes pintadas simulando un oasis, con gráciles palmeras y dunas a lo lejos; y el techo era un maravilloso cielo de terciopelo que imitaba el cielo norteafricano, con estrellas titilantes pintadas en oro para que brillaran sobre el fondo negro. Skye descubriría después que, cuando salía el sol, ese cielo recuperaba su color verdadero, el azul, y que las estrellas desaparecían durante el día. Para seguir con la ilusión, las alfombras eran de lana color crema y oro, había tiestos con altas palmeras colocadas en lugares estratégicos, y la cama estaba adornada de modo que pareciera una tienda de campaña. La habitación estaba tenuemente iluminada por altas lámparas que parecían flores de loto y desprendían un leve perfume.

Sin decir palabra, Khalid le bajó la blusa sin mangas. Luego, hizo lo mismo con los pantalones anchos, y cuando ella terminó de sacárselos y empujó el montoncito de seda con el pie, él se arrodilló. Ella se quedó quieta mientras él le acariciaba los senos. Luego, con un leve movimiento, él la tomó de la cintura y le cubrió el torso de besos. Ella le tomó la cabeza y se la apretó contra el vientre liso y suave. El tiempo de las palabras había terminado. Durante un segundo, él permaneció inmóvil, disfrutando del tacto sedoso de esa piel increíble; luego, se quitó la ropa con premura y ambos fueron hasta la cama.


Fue el principio de una semana inolvidable. Skye nunca se había sentido amada con tanta ternura, con tanta pasión, con tanta sabiduría, tan plenamente. No hubo parte de su cuerpo que Khalid no quisiera explorar y adorar, y ella hizo lo mismo con el cuerpo masculino… Lentamente, perdió la timidez del comienzo y se atrevió a acariciarlo de formas sutiles que lo hacían gemir de placer. Hacían el amor de madrugada, en el calor de la tarde, en la oscuridad de la noche más profunda. Nadaban desnudos en el mar azul y blanco de espuma. Cazaban antílopes a caballo con los felinos de caza, las hermosas panteras adiestradas que saltaban alrededor de las cabalgaduras. Por entonces, Khalid y Skye habían hecho otro descubrimiento: Skye cabalgaba como una experta en la postura habitualmente reservada a los hombres. Y entonces, él le regaló una exquisita yegua árabe del color del oro puro.

Durante los días que pasaron en el Quiosco de la Perla, los sirvientes que les preparaban la comida y les ayudaban con las provisiones parecían un ejército invisible pero eficaz, que adivinaba sus deseos más ínfimos. Aparecían comidas deliciosas y ropa limpia y adecuada como por arte de magia. Cuando deseaban ir de caza, había caballos y carruajes en la puerta del quiosco. Si tenían calor, al regresar descubrían el baño preparado. Todo estaba pensado para convertir aquello en la época más feliz de sus vidas.

La noche anterior a la partida, Skye estaba despierta y agotada por el amor, feliz solamente por el hecho de poder oír la suave respiración de Khalid a su lado. De pronto, se dio cuenta de que nunca había sido tan feliz.

Él la rodeaba de seguridad, de amor, de todo lo que ella podía desear. Entonces, ¿por qué no podía entregarle su corazón?

Al día siguiente, cabalgaron de regreso a Argel vestidos ambos de blanco. Las panteras negras flanqueaban a los caballos, tranquilos pero imponentes en medio de las multitudes de la ciudad. Ese mismo día, cuando se instalaron de nuevo en la casa, Khalid el Bey llevó a su esposa a la biblioteca donde trabajaba Jean.

– ¡Hola, Jean! Te traigo una alumna.

El francesito levantó la vista con una sonrisa.

– ¡Bienvenido a casa, mi señor Khalid! ¡Bienvenida, señora Skye! ¿Quién va a ser mi alumna y qué debo enseñarle?

– Quiero que le enseñes el negocio a Skye. Si me sucediera algo, quiero que sepa defenderse y eso sólo será posible si tiene conocimientos claros sobre lo que hacemos. Como ya sabe leer, escribir y hablar en cuatro lenguas, te resultará fácil enseñarle primero algo de matemática.

– ¿Qué es la matemática? -preguntó Skye.

– Mirad, señora… -Jean escribió una suma sencilla sobre un papel-. Si tenéis cien denarios y les agregáis otros cincuenta, el total es…

– Ciento cincuenta denarios -respondió Skye-, y de la misma forma, si tenéis los ciento cincuenta y les quitáis setenta y cinco, os quedarán setenta y cinco.

Los dos hombres se miraron con un asombro casi paralizante. Skye dijo:

– ¿Qué sucede, Khalid? ¿Hay algún error en lo que he dicho?

– No, mi Skye, es correcto. Eres rápida, ¿no te parece, Jean?

– ¡Sí, mi señor!

El Bey rió.

– Creo que te dejo en buenas manos, mi amor. No seas muy dura con el pobre Jean, porque me es indispensable. -Khalid salió de la habitación riendo entre dientes:

Skye se sentó cómodamente a la mesa de la biblioteca y miró a Jean como esperando sus instrucciones. Jean tuvo miedo de pronto, porque sabía que tenía entre sus manos a la más extraña de las criaturas, una mujer inteligente. Respiró hondo y se lanzó de cabeza a la tarea que le habían asignado.

Skye pasó varios días con Khalid y Jean, encerrada en la biblioteca, y, finalmente, logró entender todos los entresijos del negocio de su esposo. Durante un tiempo, albergó dudas sobre la dignidad del negocio. Luego, comprendiendo que Khalid no había inventado la prostitución, lo aceptó.

Skye se dio cuenta enseguida de que cada uno de los burdeles que manejaba Khalid debía ser tratado como una entidad independiente. Los de la costa que atendían a los marineros, funcionaban de una forma muy distinta de la Casa de la Felicidad. Hasta las mujeres eran distintas. Junto al mar, había muchachas hermosas, campesinas sin educación que podían servir a dos docenas de hombres por día sin cansarse.

Las jóvenes seleccionadas para los burdeles más elegantes de Khalid eran todas bellezas meticulosamente adiestradas para conversar en árabe y en francés y hacerlo con delicadeza. Se les enseñaban también buenos modales, higiene y tacto en el vestir. Poseían habilidades sexuales muy desarrolladas. Los hombres que disfrutaban de su compañía pagaban por una noche entera.

Todos los burdeles de la costa trabajaban cinco días por semana y luego descansaban dos días. Había que controlar quién trabajaba y quién no. Cada una de las mujeres recibía una centésima parte de la tarifa que cobraba por sus servicios cada noche, y después de cinco años, se les daba la libertad y el dinero que hubieran acumulado. La mayoría se casaban y sentaban cabeza. Algunas se prostituían por las calles y se perdían. Otras se alquilaban a burdeles de menor categoría y pronto terminaban agotadas y enfermas. La mayoría de los dueños de esos burdeles no cuidaban a sus mujeres como Khalid el Bey, que tenía contratados a dos médicos moros como parte de su personal y hacía que revisaran a todas las mujeres semanalmente para comprobar si habían contraído enfermedades como la viruela.

Todo ese movimiento requería controles estrictos y Skye empezó a interesarse mucho por los negocios de su esposo. El manejo de los burdeles no significaba solamente ocuparse del bienestar de mucha gente, sino también aprovisionarlos y mantenerlos en buen estado.

Los problemas se triplicaban en los burdeles elegantes, porque las mujeres de esos burdeles necesitaban ropa exquisita y joyas excepcionales. Y también aceites para sus baños y los mejores perfumes. Pero, a pesar de sus gastos, Khalid el Bey era un hombre rico. Sus ganancias netas eran enormes. Y había que invertirlas.

Eso era lo que más interesaba a Skye, las inversiones. Su esposo había puesto algo de dinero en el negocio de un orfebre, Judah ben Simón; algo en bienes fácilmente transportables, como gemas de mucho valor, y el resto en barcos que pertenecían a un inglés llamado Robert Small. Poco después de que los esposos volvieran del Quiosco de la Perla, Skye conoció a ese capitán.


Una noche, mientras ella y Khalid escuchaban canciones de amor en la voz de una esclava, se oyó un gran alboroto en el patio de la casa. Su esposo saltó sobre sus pies, riendo, y Skye oyó una voz retumbante que vociferaba.

– Bueno, pequeña, tu amor tal vez esté con una de sus favoritas, pero te aseguro que a mí me recibirá. ¡Fuera de mi camino! Maldito sea; Khalid, viejo moro. ¿Dónde estás? -La puerta del dormitorio se abrió de par en par y un hombre paticorto entró en la habitación.

Verlo era un espectáculo fantástico. Sus ropas incluían pantalones con tiras de caro terciopelo rojo, medias de seda negra, un jubón de terciopelo rojo bordado con hilos de oro y plata, una gran capa y un sombrero bajo con una pluma de garza real. Esa ropa habría resultado sorprendente incluso en un hombre de estatura normal, pero Robert Small medía sólo metro cincuenta.

Robusto, tenía el cabello rubio como la arena y los ojos de un azul profundo, una cara redonda y cansada tan traviesa como dulce, tal vez la más dulce que Skye hubiera visto nunca. Y era tan pecoso como un huevo de perdiz.

– ¡Ajá! Aquí estás, Khalid. Y, como siempre, bien acompañado.

– Robbie, eres un malvado, así que no me siento culpable por darte esta sorpresa. La «buena compañía» es mi esposa.

– ¡Que Dios se lleve mi alma, Khalid el Bey! ¿En serio? -El Bey asintió y el inglés se inclinó ante Skye-. Mis más humildes disculpas, señora, espero que no me juzguéis mal por esto. -De pronto, se dio cuenta de que había estado hablando en inglés y dijo-: Khalid, no sé qué lengua habla la dama. ¿Puedes traducir lo que he dicho?

– No hace falta, señor -dijo Skye con dulzura-. Os comprendo perfectamente y no estoy ofendida en lo más mínimo. Es natural que creyeseis que soy una prostituta, considerando la naturaleza de los negocios de mi esposo. Pero ahora os ruego que me permitáis retirarme, porque supongo que tendréis mucho que hablar con mi señor. -Se levantó con gesto sensual y sonrió como una niña traviesa antes de dejar la habitación.

El pequeño inglés rió entre dientes.

– ¿Cómo es posible -dijo- que un español renegado convertido en árabe termine casado con una irlandesa?

– ¿Irlandesa? ¿Dices que Skye es irlandesa?

– ¡Por Dios, hombre! ¿No te lo ha dicho?

– No lo sabe, viejo amigo. Hace algunos meses se la compré a un capitán. Era una mujer enferma y asustada. El hombre la había conseguido de manos de otro capitán que zarpaba para un largo viaje y decía que la había capturado en una escaramuza. No sabía nada de su historia. Cuando recuperó el sentido, no recordaba nada. Sólo su nombre.

– ¡Y te has casado con ella! ¡En el fondo eres como un chiquillo!

– ¡Gran error! -Khalid el Bey sirvió en una taza pequeña el mejor café turco endulzado para su amigo-. Había pensado convertirla en la prostituta más cara y codiciada del mundo.

Robert Small respiró hondo.

– ¿En serio, muchacho? ¿Y por qué no lo hiciste?

– Me enamoré, amigo mío. No solamente de esa cara y ese cuerpo maravillosos. Me enamoré de la mujer que empecé a ver emerger a medida que el miedo y la enfermedad se retiraban. No tiene malicia, es generosa. Y es la mujer menos ambiciosa que conozco, en lo que a bienes materiales se refiere. Cuando me mira con esos extraordinarios ojos azules, me parece que pierdo pie, Robbie… Pronto empezó a molestarme la idea de que otros la tocaran. Y descubrí que quería hijos y una esposa, como cualquier hombre normal.

– Entonces, que Dios te ayude, amigo, porque ahora tienes una debilidad y tus enemigos la usarán en tu contra. Mientras el gran Señor de las Prostitutas de Argel era un hombre invulnerable, nadie sabía cómo atacarlo. Ahora…

– No seas bobo, Robbie, no tengo enemigos. Hasta mis mujeres me respetan.

– ¡Por favor, Khalid! -La voz del inglés sonaba aguda y fría-. Todos los hombres ricos y poderosos tienen enemigos. Piensa en ti mismo y en la belleza que has elegido por esposa.

Durante unos minutos los dos hombres permanecieron en silencio tomando café, luego Robert Small dijo:

– De nuevo he contribuido a acrecentar tu riqueza, Khalid. Los barcos que enviamos al Nuevo Mundo han vuelto cargados de metales preciosos, joyas y pieles. Los que viajaron al sur han regresado con especias, esclavos y gemas. Como siempre, he reservado a las mejores esclavas para que les des un vistazo, antes de revenderlas.

Khalid el Bey se convirtió de nuevo en un duro hombre de negocios.

– ¿Hemos perdido barcos u hombres?

– Barcos no, pero sí tres marineros del Cisne, en el Cabo de Hornos. Fue una tormenta infernal, según el capitán, pero, de todos modos, no perdió ni un esclavo.

– ¡Bien hecho! ¿Y a ti, Robbie, cómo te ha ido el viaje?

El capitán rió entre dientes y se estiró sobre los almohadones con las manos en la nuca.

– Ah, Khalid, ojalá hubieras estado conmigo. Cuántas veces me hablaste de la avaricia de los hombres y la vulnerabilidad que trae consigo. Tenías razón. Encontré a un administrador de minas en la América española. Un muchacho sin otras expectativas que terminar sus días como bebedor de ron barato. Su hermano mayor, el heredero de la fortuna familiar, se casó con la muchacha que él amaba y lo arregló todo para que lo enviaran lejos de España. Él está sediento de venganza y por eso aceptó ayudarnos a obtener seis cargamentos de oro a cambio de un porcentaje y un pasaje a Europa. Era un precio muy razonable, Khalid. Llenamos tres barcos en este viaje y ya he enviado otros tres hacia allí.

– ¿Y cómo se lo hizo el jovencito español para ocultar el robo? ¿Cómo podemos estar seguros de que no va a traicionarnos?

– El primer robo se ocultó con el hundimiento provocado de una mina. Lleva meses limpiar lo que queda, y en ese tiempo habremos salido de allí con el cargamento de la otra mina. Para entonces, no importará si los españoles se dan cuenta de que les robamos, porque ya no estaremos allí para oír sus quejas. El joven tiene una amante mestiza. Quiere hacerla su esposa y llevarla a París. Podrá vivir bastante bien con lo que vamos a pagarle. Y la mina que robamos produce el oro más puro que he visto en mi vida, Khalid… Los otros barcos de nuestra flota han vuelto con las pieles más hermosas que puedas imaginarte, esmeraldas y topacios. Como siempre, he reservado algunas pieles y gemas para ti, y algunas perlas indias y especias de la flota del Sur. Lo demás se ha vendido por los canales de siempre y tu dinero ya está en tu banco.

– Eres generoso, Robbie, y cuidadoso también, como siempre. Tal vez me permitirás que haga algo por ti. Tu barco fue avistado por unos amigos esta mañana y yo sabía que estarías aquí esta noche. Ve a la Casa de la Felicidad, encontrarás una hermosa sorpresa.

El inglés sonrió, complacido.

– Ah, Khalid, no tenías por qué hacerlo…

El Señor de las Prostitutas de Argel sonrió también.

– Te gustará, Robbie. Ve ahora para que yo pueda estar a solas con mi dama.

El capitán se puso en pie.

– Si la sorpresa que me has preparado es tan hermosa como ella, no te veré hasta dentro de muchos días, Khalid -dijo, y se fue.

Khalid el Bey se estiró como un gato y llamó:

– ¡Skye! -Ella salió inmediatamente de detrás de unas cortinas y se sentó junto a él-. Has estado escuchando, ¿verdad?

– Sí, mi señor. Y si la historia es cierta, tenéis suerte de poder contar con semejante socio.

– Puedes confiar en Robert Small, puedes confiarle tu vida, mi querida Skye. Es el hombre más honesto que conozco. Nunca me ha engañado. Simplemente, no puede. No está en su naturaleza.

– ¿Y qué le has preparado en la Casa de la Felicidad? ¿Una criaturita pequeña que lo consuele y lo tranquilice después de su viaje?

– No. -Khalid rió-. Aunque Robbie es bajito, le gustan las mujeres altas y grandes. La muchacha que lo espera mide un metro ochenta por lo menos y tiene unos pechos como melones maduros. Le expliqué que el miembro de Robbie es tan grande como el de cualquiera y que pasaría un buen rato con él.

Los dos rieron, imaginando al hombrecito y su amazona enredados en un dulce combate. Al poco rato, dejaron de reír y se quedaron en silencio, y ella se acurrucó otra vez entre sus brazos. Él la besó hasta que ella lo deseó con toda su alma. Las manos de él se deslizaron sobre el caftán azul pálido y sus dedos jugaron con los pezones hasta que ella gimió, sonriendo.

– Mírame, Skye -le pidió él con suavidad, y ella trató de levantar sus ojos cansados hacia él-. Eres mi esposa y te amo, querida.

Por primera vez, Skye miró atentamente esos ojos cálidos color ámbar y se dio cuenta de su profundo amor hacia él. Con ese descubrimiento, el dolor que la había perseguido desde que despertó a su nueva vida en Argel se desvaneció de pronto, dejándola liviana como una pluma. ¡Estaba enamorada! ¡Esto era amor y ahora lo recordaba! Sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad y dijo, con asombro en la voz:

– ¡Oh, Khalid! ¡Te amo! ¡Yo también te amo! ¡Ahora lo sé! -Y lo besó con pasión. Él, que descubría en ella un amor nuevo, firme, creciente, notó que su pasión se encendía en un fuego eterno.

Bajo sus ansiosos dedos, la seda del caftán de ella cayó al suelo y las manos y la boca de Khalid empezaron su deliciosa adoración. Le soltó el cabello oscuro y lo extendió sobre los almohadones de color durazno. Luego, los largos dedos trazaron una huella sobre las mejillas sonrosadas de su amada y descendieron hasta el mentón para tomar su rostro con ternura.

– Dímelo de nuevo, Skye -le pidió con suavidad.

Los ojos color zafiro de ella capturaron los ojos de oro y sostuvieron la mirada con firmeza.

– Te amo, mi señor Khalid -afirmó sin ninguna duda-. Te amo… -Y después lo besó de nuevo y él sintió esa pequeña lengua suave recorriendo su boca. Sintió que los senos de Skye, redondos y pequeños, rozaban con insistencia su pecho, y sin poder resistir la invitación, inclinó la cabeza y jugueteó con sus labios sobre los pezones temblorosos. Su lengua se hundió en el ombligo de ella y su boca buscó el corazón del deseo. Al sentir la fragancia del mar que despedía, la lengua de Khalid corrió como el fuego sobre la más rosada y húmeda de las pieles. Ella gimió, como si agonizara en su éxtasis, y sus dedos de mujer enamorada agarraron su cabello mientras él la forzaba más allá de los límites. Pero Skye, a pesar de todo, no se rompió en mil pedazos. Llegó más alto de lo que había llegado en toda su vida. Luego, con gran ternura, él la besó en los muslos, se colocó encima de ella y la tomó.

Skye estaba frenética de pasión insatisfecha. Nunca había conocido un amor como ése. ¿O sí? Su mente giraba en un remolino de confusión. El cuerpo cálido de Khalid pronto hizo que lo olvidara todo. ¿Por qué torturarse con vagos recuerdos temblorosos? Lo único que tenía importancia era el presente.

– ¡Skye! ¡Skye! ¡Ven conmigo, amor mío! ¡Ahora!

Ella unió su ardor al de ese hombre amado y voló con él. Después, cuando yacía ahíta de placer en el lecho, le dijo:

– Quiero un hijo, Khalid.

Él sonrió en la penumbra. Sentía que esa frase era una prueba más del amor de Skye.

– Trataré de darte lo que me pidas, amor mío, sobre todo hijos.

Skye rió de pronto, contenta, e incorporándose sobre un codo miró el interior de esos ojos de oro.

– Te amo y tú me amas -dijo-. Lo que haya pasado antes en mi vida no importa demasiado a la luz de este amor. Si fuera importante, ya lo habría recordado. Sé quién soy. Soy Skye, la amada de Khalid el Bey, el gran Señor de las Prostitutas de Argel.

Capítulo 11

Niall Burke yacía boca arriba sobre las almohadas perfumadas. Sus ojos plateados enfocaron el mundo por primera vez en varias semanas y miró las distantes montañas azules. El paisaje que se veía a través de la ventana era un derroche de vegetación enloquecida. Hibiscos rosados y rojos, dulces gardenias, perfumadas rosas y lavandas en flor que crecían como una multitud salvaje que se elevaba, desde el jardín hacia las florecientes enredaderas que trepaban por las paredes de la casa. La naturaleza vibraba.

Ahora, inmerso en suspiros, aromas y garrir de loros, Niall supo por fin que sobreviviría. Y deseó estar muerto.

La puerta de roble tallado de su habitación se abrió de par en par y entró una jovencita a la habitación. Sus grandes ojos se encendieron al mirarlo.

– Ah, señor Niall. Por fin despierto. Soy Constanza María Alcudia Ciudadela. Mi papá es el gobernador de esta isla y estáis en su casa. -Colocó una bandeja sobre la mesa.

Niall, que se sentía muy espeso, tuvo que preguntar:

– ¿Qué isla es ésta?

La muchacha se sonrojó, confusa.

– Ah, señor, disculpadme… Estáis en Mallorca.

– ¿Y cómo llegué aquí?

– Os trajo la flota en que viajabais. Un tal capitán MacGuire. Nos dijo que sois un gran señor.

Niall se esforzó por sonreír.

– ¿Está aquí el capitán, señorita Constanza?

– Sí, señor Niall. Aunque la flota partió hace semanas, el capitán no quiso dejaros. Dijo que su ama no se lo perdonaría. ¿Os gustaría verlo?

Niall asintió y la muchacha tiró de una soga bordada que colgaba junto a la cama.

– Busca al capitán irlandés enseguida, Ana -le dijo a la sirvienta que respondió la llamada. Luego se volvió para arreglar las almohadas de Niall. Usaba un perfume de rosas que abría heridas en la memoria de éste. Le sirvió algo en una taza de plata, que llenó con la hermosa jarra adornada que había junto a la cama.

– Es jugo de las naranjas del huerto -explicó-. Bebed. Os dará fuerzas. -Le alcanzó con gracia la taza, se sentó, sacó un bastidor de bordado de un bolsillo de su bata y empezó a bordar.

Él bebió. La ácida frescura que le corrió por la lastimada garganta lo sorprendió. Estudió a la muchacha sentada. Debía de tener unos quince años, pensó, y era muy hermosa. Su piel era de un suave tono dorado; el cabello, rubio oscuro, y los ojos, del color de los pensamientos púrpuras. Niall dejó que sus ojos recorrieran la habitación. Era espaciosa y agradable, de paredes blancas y techo tapizado de baldosas rojas. Estaba amueblada con un gran armario de madera oscura colocado contra una pared, otro armario con puertas talladas y una gran mesa de nogal frente a las puertas francesas que quedaban justo delante de su gran cama con colgantes de seda. Había dos sillas junto a la mesa y un silloncito bordado junto a la cama.

– ¿Os gusta el jugo, señor Niall? ¿Queréis más?

– Gracias -dijo él con amabilidad. Maldito sea, ¿dónde estaba MacGuire? Como en respuesta a su silenciosa llamada, la puerta se abrió de nuevo y entró el capitán acompañado de Inis. El perro movió el rabo con entusiasmo y saltó sobre la cama para saludar a Niall.

– Bueno, muchacho, así que habéis decidido quedaros entre los vivos… ¡Alabado sea el Señor!

– ¿Y Skye? ¿Dónde está?

MacGuire parecía muy incómodo. Suspiró y admitió:

– No sabemos dónde está ahora la O'Malley, señor. Cuando los infieles os hirieron, nuestra primera preocupación fue lograr que volvierais a bordo a salvo. Sabíamos que no podían escaparse, éramos más rápidos. Pero apenas os subimos a bordo, se desató una tormenta y perdimos a los bastardos en la niebla. Estábamos cerca de Mallorca, así que os trajimos aquí. El resto de la expedición siguió la ruta hasta Argel, pero no han encontrado ningún rastro de la O'Malley…

Durante un momento, nadie dijo nada. Luego Niall exclamó feroz y escuetamente:

– ¡La encontraré! ¡Tengo que encontrarla! -Hizo un movimiento con las piernas como para ponerse en pie. Inis gimió.

Constanza María Alcudia Ciudadela se levantó con rapidez y llegó a su lado en dos pasos.

– No, no, señor Niall. Si os movéis, la herida volverá a abrirse. Todavía no estáis curado. -Deslizó un brazo sobre la espalda de él y volvió a acostarlo en la cama-. Buscad a mi padre inmediatamente -le ordenó con decisión al capitán-. Tú, Ana, ayúdame a recostar al señor en la cama. -Luego lo rodeó de atenciones como una gallina a sus polluelos, arreglándole las almohadas y alisando la colcha y, a pesar de la ansiedad que sentía, Niall se sintió halagado y divertido por esa criaturita que parecía tan preocupada por él-. ¡Por favor, señor! -rogó ella, retándolo-. Ana y yo hemos trabajado tanto para que os curarais… ¿Por qué permitís que vuestro capitán os perturbe? Si no podéis escucharlo con tranquilidad, no permitiré que entre aquí de nuevo.

Entonces, él se dio cuenta de que, aunque estaba hablando en español con ella, había hablado en gaélico con el capitán. Ella no había entendido su conversación. De pronto se sintió débil, pero quería que ella lo comprendiera.

– Mi prometida fue raptada cuando yo caí herido -explicó-. El capitán MacGuire me ha dicho que todavía no la han encontrado. -Durante varios minutos, ella no dijo nada. Pasado un rato, preguntó:

– ¿La amáis mucho, señor Niall?

– Sí, señorita Constanza -replicó él con suavidad-. La amo mucho.

– Entonces, rezaré una novena a la Santa Virgen para que la encontréis pronto -dijo la muchacha con seriedad, y Niall pensó en lo dulce que era.

MacGuire volvió seguido de un caballero mayor. Era un hombre de estatura mediana que lucía una barba corta y bien cuidada, cabello negro y los ojos oscuros más fríos que Niall hubiera visto en su vida. Vestía con riqueza pero sin ostentación, y la capa de terciopelo corta que llevaba tenía una banda de adorno fabricado con una piel espesa y castaña.

– Lord Burke -dijo con una voz tan fría como sus ojos-. Soy el Conde Francisco Ciudadela y me alegra ver que finalmente habéis recuperado la consciencia. El capitán MacGuire me dice, sin embargo, que estáis preocupado por vuestra prometida. Mejor será que sepáis toda la verdad ahora mismo.

– ¡Papá! -Había un tono de ruego en la voz de la muchacha-. El señor Niall todavía no está bien…

– Silencio, Constanza. ¿Cómo te atreves a darme consejos? Vendrás conmigo después de las vísperas para recibir tu castigo, y después pasarás la noche en la capilla meditando sobre el respeto filial y la obediencia.

La niña bajó la cabeza, sometida.

– Sí, papá -murmuró.

– Vuestra prometida está perdida para vos, lord Burke. Y cuanto antes lo aceptéis, mejor. Si alguna vez la encontráis, no podríais volver a aceptarla junto a vos. Si está viva, ha sido deshonrada por los infieles, y ningún católico decente la amaría en estas condiciones.

– ¡No!

– Sed razonable, señor. El capitán MacGuire me ha explicado que la dama era viuda. Sin la protección de la virginidad, que aumenta el valor de las esclavas entre los infieles, seguramente fue violada al menos por el capitán y los oficiales del barco que la capturó. Si sobrevivió a eso y es hermosa, entonces os aseguro que debe haber terminado como esclava. Si todavía está viva, está en la cama de algún bajá. No podéis aceptar a una mujer como ésa, aun si la encontrarais. En esas circunstancias, la Santa Iglesia no aceptaría a vuestra prometida. La dama está tan perdida para vos como si estuviera muerta, y lo más probable es que lo esté.

– ¡Fuera!

El conde hizo una inclinación.

– Vuestra pena es comprensible, lord Burke. Os dejaré con ella. Pronto os daréis cuenta de la sabiduría de mis palabras. Ven, Constanza. -Y abandonó la habitación con su hija.

Niall Burke vio cómo se cerraba la puerta detrás de ellos. Durante un momento, el silencio se apoderó de la habitación. Luego, Niall dijo con amargura:

– De acuerdo, MacGuire, hablad. No soy un chico, no necesito que me protejáis, y si he vivido hasta hoy, podéis estar seguro de que no voy a morirme ahora, demonios. ¿Dónde está la flota de la O'Malley y qué es esa estupidez de que Skye está perdida para siempre? ¿Cuánto tiempo hace que duermo, maldita sea? Hablad, hombre, u os aseguro que voy a arrancaros la lengua.

– Hace seis semanas que estáis enfermo, milord.

– ¡Dios! -exclamó Niall.

– La flota fue hasta Argel a buscar noticias y obtener una audiencia inmediata con el Dey. Él se mostró muy apesadumbrado y envió mensajes a todos los mercaderes de esclavos de la ciudad, ofreciendo un rescate como para un rey por la O'Malley o por alguna información sobre su paradero. Fue como gritar en la madriguera de un conejo. Ni siquiera eco. El Dey llegó a la misma conclusión que el conde. Skye no llegó a Argel con vida. ¿Qué otra cosa puede haber pasado? -Aquí se le quebró la voz y se limpió los ojos con el dorso de la mano.

En realidad, MacGuire estaba preocupado por otra cosa, algo que no se atrevía a contarle a lord Burke hasta estar seguro de que estaba totalmente recuperado. Había otra posibilidad en el caso de la O'Malley. El Dey le había dicho que tal vez Skye hubiera llegado a Argel a través de una venta privada. La venta privada de cautivos era completamente ilegal, una estafa contra varias personas e instituciones, incluyendo al mismo Dey, que perdía el porcentaje que le correspondía en las ventas legales. Pero a pesar de la ilegalidad, las ventas privadas eran una realidad, sobre todo cuando se trataba de mujeres hermosas. MacGuire pensaba que si eso era lo que había sucedido con Skye, el Dey nunca la encontraría.

– No quiero ser ave de mal agüero, milord, pero si lady Skye está viva, ¿dónde puede estar?

Niall Burke estaba impresionado. ¿Skye muerta? ¡No! No su Skye, tan llena de vida, con sus ojos verdiazules y su orgulloso espíritu. ¡No! Empezaron a temblarle los hombros, sacudidos por sollozos secos que lo recorrían sin piedad ni consuelo. Se puso en pie y cruzó la habitación, abrió las puertas francesas y salió a la terraza. A su alrededor, la vida palpitaba. ¿Cómo se atrevían a decir que su Skye estaba muerta? Se agarró a la balaustrada de mármol y gritó su frustración y su furia por la injusticia del mundo, aulló y gritó hasta que su voz se quebró tanto que ni siquiera podía emitir un sonido.

Sintió un brazo sobre sus hombros. Oyó una voz que trataba de calmarlo con palabras que él no comprendía, se dejó conducir al lecho y allí se derrumbó y perdió la consciencia. Constanza meneó la cabeza mientras corría las cortinas de la cama. Luego se inclinó para tocarle la frente.

– Le ha vuelto la fiebre, capitán MacGuire. Debéis quedaros con lord Burke esta noche, porque mi padre no me perdonará el castigo. Os explicaré qué hay que hacer.

MacGuire asintió, y dijo:

– No es un hombre fácil vuestro padre…

La muchacha no respondió. Siguió con lo suyo en silencio. Cuidó de Niall, arregló las almohadas, recogió las sábanas para que él estuviera cómodo y finalmente colocó la jarra helada junto a la cabecera, en la mesita de noche.

– Se puede hacer muy poco, capitán. Pero hay que mantenerlo quieto y cómodo. Ana traerá una jarra de agua perfumada y volverá durante la noche. -Empezó a sonar la campana de vísperas y Constanza dijo-: Ahora debo irme. Cuando la fiebre ceda, cambiadle el camisón y las sábanas. Ana os ayudará. -Y salió por la puerta y desapareció.

MacGuire veló a Niall toda la noche. Lord Burke no estaba inquieto. Yacía en una quietud amenazadora, mientras la fiebre consumía su cuerpo robusto. El capitán de la O'Malley lo cuidó, mojándole regularmente la frente con agua perfumada y fría y haciéndole pasar un poco de jugo por la seca garganta. Ana, la sirvienta, volvió varias veces y trajo agua fresca y jugo de naranjas. Una de las veces trajo también una bandeja para MacGuire: pollo frío, pan, fruta y una jarra de vino dorado.

Cuando la dejó en silencio a su lado, MacGuire le preguntó:

– ¿Cómo está la muchachita?

Los ojos negros de Ana se encendieron.

– Reza por vuestro amo en la capilla, señor -dijo muy tensa. Luego se fue.

MacGuire comió con hambre, se bebió la mitad de la jarra y volvió junto a Niall. Hacia el amanecer, se adormeció un poco en su silla y lo despertó un fuerte grito de angustia. Lord Burke estaba sentado en la cama con los ojos cerrados y las lágrimas le corrían por las mejillas. Sollozaba con fuerza.

– ¡Skye! ¡Skye! ¡No me dejes, amor mío! ¡Vuelve! ¡Vuelve!

MacGuire se quedó paralizado durante un momento. La angustia cerraba sus garras sobre él y no podía moverse. Luego, se levantó y tocó al hombre que lloraba.

– ¡Señor! ¡Milord! Es sólo un sueño, despertad.

Gradualmente, Niall fue calmándose y, finalmente, se recostó de nuevo. Tenía la frente fresca. Aliviado, MacGuire trató de cambiarle el empapado camisón.

Después de la salida del sol, Constanza entró en la habitación para ver cómo estaba su paciente. Ana la acompañaba. Constanza felicitó al agotado capitán.

– Lo habéis hecho muy bien, capitán MacGuire. Id a descansar un poco. Yo lo atenderé ahora.

– Pero vos tampoco habéis descansado, muchacha -protestó MacGuire-. Debéis dormir. Ahora está fuera de peligro. Un sirviente puede quedarse con él. -Puso un brazo alrededor de los hombros de ella para llevarla a la puerta y se sorprendió mucho cuando vio que ella hacía un gesto de dolor. Vio una línea roja que empezaba en la punta de la manga sobre la piel. Los ojos del capitán se abrieron de asombro.

– ¡Sí! -dijo Ana-. El conde le pegó a mi Constanza anoche.

– ¡Ana! -La muchacha había enrojecido de vergüenza-. Es mi padre y es su deber castigar a una hija que se equivoca. Desafié su autoridad. Me lo merecía.

– Es una santa, mi niña. ¡El conde disfruta cuando le pega!

– ¡Ana! ¡Por favor! Si te oye, te enviará lejos y tú eres lo único que tengo.

La mujer apretó los labios con fuerza, suspiró y asintió. MacGuire volvió a hablar.

– El conde ha ido a cumplir con sus obligaciones como gobernador de la isla, ¿verdad? -La mujer asintió-. Entonces, señorita Constanza haré un trato con vos. Yo vigilaré a lord Burke hasta la hora de la siesta, mientras vos dormís en el sillón. Después, me retiraré a mis habitaciones.

Ana sonrió de oreja a oreja. El capitán era muy amable con su señorita y, por lo tanto, para Ana, era un buen hombre, un hombre en quien se podía confiar. Unos minutos después, dejó a la muchacha durmiendo cómodamente, mientras MacGuire seguía con su guardia junto al lecho del convaleciente.

Por la tarde, cuando empezaban a formarse largas sombras y el calor del mediodía se apaciguaba un tanto, Niall Burke abrió sus ojos plateados de nuevo. Recordó inmediatamente el lugar en que se encontraba y las circunstancias que lo habían llevado allí. Una oleada de dolor lo recorrió de arriba abajo y suspiró profundamente.

– ¿Cómo os sentís, señor Niall?

Él miró a la delgada muchachita que lo cuidaba.

– Como el diablo, niña. Pero se diría que estoy vivo, así que será mejor que siga estándolo.

– ¿Era muy hermosa vuestra prometida? -Lo directo de la pregunta era como un puñado de sal sobre sus heridas y lord Burke hizo una mueca. Luego, aspiró hondo y respondió:

– Era la criatura más hermosa que pueda imaginarse, niña. El cabello como una nube negra de tormenta. La piel como una flor de gardenia y los ojos del color azul profundo de los mares de Irlanda. Era buena pero orgullosa. Y no era solamente mi amada, también era mi mejor amiga, y la extrañaré durante el resto de mi vida.

Los ojos de Constanza se llenaron de lágrimas.

– Solamente espero -dijo con suavidad- que alguna vez un hombre me ame de ese modo.

– No veo por qué no, niña. No entiendo por qué no estás casada. ¿Cuántos años tienes?

– Quince, señor Niall.

– ¿Y los caballeros de esta isla no han buscado a vuestro padre para pediros en matrimonio todavía? ¿O es que están ciegos?

Ella sonrió con timidez y después se sonrojó.

– No habrá peticiones de mano para mí, señor Niall -aseguró con tristeza-. Mi padre destruyó hace tiempo todas mis posibilidades. Anoche, cuando habló de esa manera de vuestra prometida, seguramente pensasteis que es un hombre duro, pero vuestra situación le recordó algo que le sucedió y que estoy segura de que quiere olvidar. Hace dieciséis años, los piratas berberiscos atacaron la isla y, cuando se fueron se llevaron a mi madre. Mi padre estaba muy enamorado de ella y enloqueció a causa de su pérdida. Logró recuperarla seis semanas después, pagando un fuerte rescate.

»Yo nací seis meses después de eso. Aunque ella juró ante los curas y por cada santo del calendario, incluso por la Santa Virgen, que los piratas no la habían tocado, mi padre nunca pudo creerla del todo. Nunca, nunca. Y cuando ella fue engordando por el embarazo, se separaron más y más. Ella lo adoraba y eso le rompió el corazón. Vivió apenas el tiempo suficiente para traerme al mundo y después murió como una vela que se extingue. La ironía es que me parezco mucho a ella. Desde que nací he sido un reproche viviente para mi padre y, para vengarse, él me considera responsable de la muerte de mi madre y ha arrojado sobre mis orígenes dudas suficientes como para que no haya familia decente en Mallorca que me desee como esposa de sus hijos. Y sin embargo, soy su hija. Es absolutamente cierto. Ana fue la sirvienta de mi madre aun antes de que ella se casara con papá. Estuvo con ella durante todo el tiempo que pasaron con los moros y jura que mi madre no conoció a otro hombre que mi padre.

De pronto, Constanza se detuvo. Su rostro adquirió un tono casi púrpura. Cuando se dio cuenta de las razones de su vergüenza, Niall Burke dijo con voz tranquila:

– No te arrepientas de tus palabras, niña. Las mujeres siempre me hablan con franqueza, soy así. Ahora entiendo las palabras de tu padre. Es un hombre duro, pero quería decirme la verdad.

La muchacha se arrodilló junto a la cama, con su hermosa cara oval levantada hacia él.

– Lo lamento, señor Niall. Sé lo terrible que es para vos la pérdida de vuestra amada, pero Dios ha dispuesto que viváis. Los dos rezaremos por el alma inmortal de vuestra Skye, pero debéis prometerme que vais a hacer lo posible por restableceros.

Niall Burke se conmovió cuando oyó esa sincera demanda. Puso su gran mano sobre la pequeña manita que reposaba sobre la colcha.

– De acuerdo, Constanza. Te lo prometo. Pero tú debes prometerme que vas a ayudarme, ¿de acuerdo?

La mano que retenía en la suya tembló levemente, ella enrojeció de nuevo y sus pestañas, de un dorado oscuro, rozaron las mejillas del rostro oval.

– Si lo deseáis… -dijo en voz baja.

– Claro que lo deseo -le contestó él, soltándole la mano.


En pocas semanas, recuperó las fuerzas. La fiebre desapareció por completo y le aumentó el apetito. Finalmente, pudo caminar por la habitación. Luego una tarde se aventuró hasta los jardines. Esa tarde fue la más feliz en mucho tiempo. Él y Constanza, con Ana de Chaperona, se sentaron en el césped y comieron jugosas uvas verdes, pasteles de carne y un delicado vino rosado. Niall les contó historias de su infancia en Irlanda y, por primera vez, oyó reír a Constanza, con una carcajada dulce de alegría genuina, mientras él le contaba una anécdota particularmente divertida de sus travesuras de muchacho. Desde ese momento, él volvió a dormir de noche y las pesadillas en las que veía cómo los piratas se llevaban a Skye empezaron a desaparecer lentamente de sus noches.

La flota de la O'Malley volvió a la capital de la isla, Palma. Habían pasado varios meses en Argel buscando a su señora y finalmente tuvieron que partir sin una sola información. Sin embargo, el Dey les había otorgado el permiso de navegación, como una forma de compensarlos. Parecía que ya no había esperanza de encontrar a la O'Malley viva. Los barcos irlandeses navegarían muy pronto hacia la patria bajo las órdenes del capitán MacGuire. Pero todos pensaban que Niall todavía no estaba suficientemente restablecido para la larga travesía.

Niall le confió el perro a MacGuire y le entregó una extensa carta para su padre en la que volcaba todo su dolor y que terminaba con la siguiente advertencia:

«No hagas contactos para mí. Cumpliré con mi deber para con la familia, a mi manera y a su debido tiempo.»

Luego, con una terrible sensación de pérdida, Niall despidió a la flota de la O'Malley desde la terraza de los jardines del conde.

Niall veía muy poco a su anfitrión y se alegraba de eso, porque no disfrutaba de la compañía de ese español frío como el hielo.

Un día, Constanza le sugirió que saliera a cabalgar con ella y él aceptó encantado. Esa tarde, se encontró en un brioso ruano árabe, cabalgando por un campo cubierto de anémonas. Constanza montaba sobre una elegante yegüita árabe de color blanco. Era buen jinete y tenía manos firmes, además sabía ser delicada y tenía un buen asiento.

En el calor de la tarde, se detuvieron en una colina sobre el mar para dar reposo a los caballos y comer un almuerzo liviano que Ana les había preparado. Constanza extendió un mantel blanco sobre el pasto y colocó la comida sobre costras de pan: queso blando, duraznos, peras y vino blanco. Niall desensilló los caballos para dejarlos descansar. Un árbol alto y frondoso les daba sombra y el aire olía a tomillo silvestre.

Comieron en silencio. Después del almuerzo, fue Constanza la primera en hablar.

– Pronto vais a dejarnos. ¿Adónde iréis? ¿De vuelta a Irlanda?

Una sombra oscureció el rostro de Niall.

– No directamente, niña. Quiero viajar un poco antes de volver. Pero debo regresar, porque soy el único heredero de mi padre. Mi primer matrimonio se anuló. El segundo no llegó a consumarse.

– Encontraréis la felicidad, señor Niall. Rezaré todas las noches a la Santa Virgen por vos.

Él le acarició la cara.

– Eres una criatura muy dulce, mi Constanza.

Ella enrojeció y apretó la mejilla contra la mano de él. De pronto, él pensó en besarla y lo hizo. La abrazó con fuerza, inclinó la cabeza y buscó su boca. Ella temblaba ostensiblemente, pero no se resistía. Él, alentado, le abrió los labios y entró en la húmeda caverna, buscando, encontrando, acariciando la lengua satinada con la suya. La sostenía con una mano, mientras con la otra le acariciaba los senos.

Constanza se apartó bruscamente, buscando aire. Trató de tomarle las manos con desesperación. No tenía miedo de Niall, sino de ella misma. Niall Burke era un caballero y una palabra bastaría para detenerlo, pero ella no podía pronunciarla. Ningún hombre la había besado ni acariciado antes. Le latía el corazón con tanta fuerza que temía que le estallara en el pecho. Y, sin embargo, no decía nada que pudiera detener a lord Burke. Su boca volvió a hundirse en la de él y sintió que él buscaba su alma y la encendía de una pasión que nunca había sospechado guardar dentro de sí misma. Los dedos de él estaban desatándole los lazos del corsé y quitándole la camisa.

Niall estaba asombrado con la forma en que la muchacha lo aceptaba. Estaba seguro de que era inocente, pero parecía dar la bienvenida a sus avances. Se sintió culpable un instante, pero luego lo olvidó. Skye estaba muerta y él, vivo. Y Constanza era hermosa y dulce. Sus ojos miraron un momento sus pequeños y tiernos senos, las areolas doradas, los pezones gráciles y oscuros como el coral que se pusieron tensos como pimpollos recién nacidos. Él los besó y los acarició casi con reverencia, y sintió el placer de oírla gemir entre dientes.

Constanza percibió una tensión inesperada y desconocida dentro de sí. La asustaba un poco. No quería que él se detuviera, pero, de pronto, Niall se apartó.

– Eres virgen, ¿verdad, niña? -La vio enrojecer, y ésa fue la respuesta más clara-. No pienso deshonrarte, Constanza -le dijo con seriedad-. No estaría bien que arruinara lo que le debes a tu futuro esposo, sobre todo porque has sido muy buena conmigo. No tengo derecho a hacer lo que estoy haciendo. Te pido perdón y comprensión.

Constanza permaneció sentada, muy quieta, sin hacer intento alguno de cubrirse el cuerpo desnudo. En la colina, el ruano relinchó desafiante y montó a la yegüita blanca, mordiéndole el sedoso cuello y empujando su enorme órgano erecto dentro de ese cuerpo hermoso. Constanza se puso de pie y se desnudó por completo. La ropa formó un montoncito colorido a su alrededor. Luego miró a Niall con orgullo.

– Quiero que me hagáis ahora lo que mi ruano le está haciendo a mi yegua.

Niall Burke sintió la tensión en sus entrañas. Sólo un santo podría negarse a aceptar tal invitación y él no era un santo. Pero tampoco era un seductor. Entonces, tuvo una idea. «¿Por qué no? -pensó-. Tendré que hacerlo, tarde o temprano.» Así que dijo:

– ¿Quieres ser mi esposa, Constanza?

– Sí -respondió ella.

Él se puso en pie, alto, junto a ella y se quitó la ropa también. Ella lo miró con curiosidad. No tenía hermanos, de modo que no conocía la anatomía del varón. Frente a sus ojos asombrados, la masculinidad de Niall se alzó orgullosa como una bandera de batalla. Él le cogió la mano y le ordenó con ternura:

– Tócalo, niña. Te aseguro que no muerde…, aunque sabrá amarte muy bien.

La manita de Constanza se cerró alrededor del miembro erecto de Niall, curiosa y virginal. Niall retuvo el aliento porque temía asustarla. La tibia manita de ella lo acarició, frotándolo instintivamente y él no pudo retener un gemido. Ella lo soltó inmediatamente, asustada.

– ¡Os he lastimado!

– No, hermosa, me das placer… -Y la tomó entre sus brazos y la besó de nuevo. Los redondos senos de la niña, endurecidos ahora con la pasión, se rozaban contra el pecho oscuro de él y, pronto los pezones se pusieron maduros de deseo. El torso de ella hizo una leve presión contra él, como si fuera seda ardiente que temblaba apenas mientras sus piernas empezaban a separarse. Pero la voz de Constanza seguía siendo baja y firme.

– Tómame, mi Niall. Tómame como mi potro ha tomado a mi yegua.

Él la apoyó en el suelo, luego se arrodilló junto a ella, que tenía los ojos muy abiertos y asombrados. Inclinó la cabeza y tomó un pequeño pezón entre sus dientes. Lentamente, lo chupó, mirando con los ojos plateados cómo el aliento de ella empezaba a salir en jadeos rápidos y sus labios se torcían. Una mano experimentada recorría ese cuerpo de virgen, encendido como de fiebre, y ella saltó cuando él tocó el más secreto de los recodos del cuerpo. El dedo de él pulsó los pliegues suaves, defensivos, y los frotó con insistencia. Constanza pensó que iba a desmayarse.

Su corazón latía enloquecido y un torbellino de sensaciones nuevas, indescriptibles y apasionantes la recorría de arriba abajo. Le dolía el vientre y entre las piernas, donde los dedos de él la acariciaban, sentía un dolor completamente distinto. Cuando él introdujo un dedo en su vagina, se sintió aliviada, pero cuando lo sacó, el dolor y el ansia aumentaron todavía más y gimió.

– De acuerdo, cariño -dijo él con suavidad-, ahora será mejor. -Y la montó, separándole los muslos temblorosos y entrando en ella lentamente. Ella se abrió para él como una flor. Sus ojos españoles no dejaron de mirarlo mientras él llegaba al fino y virginal escudo y lo quebraba con un movimiento rápido, pensando que así le causaría menos dolor.

Constanza sintió que un dolor profundo y ardiente la recorría de arriba abajo y gritó. Los labios de él sellaron la protesta y su lengua le exploró la boca al mismo ritmo que la espada desgarradora ahondaba en su sexo. Algo maravilloso le estaba sucediendo a Constanza, y ella respondió levantando la cabeza para ayudarlo. Ya no le dolía y se elevó como un pájaro que emprende el vuelo. Las manitas tomaron las nalgas de Niall y las apretaron para llevarlo más adentro, y en el momento del éxtasis, sacó la cabeza de debajo de él para gritar de alegría. Después, se desmayó.

Niall Burke permaneció inmóvil, jadeando, asombrado y agotado. Nunca había visto semejante pasión en una virgen y ella era virgen, de eso no había duda: veía la sangre que resbalaba por sus flojos y blancos muslos. Ahora estaba inmóvil, desvanecida, agotada. Él la estudió durante un minuto. Esa mujer que sería su esposa, era hermosa, y, aunque no estaba seguro de que le gustara su exceso de pasión, ciertamente sería mejor en la cama que la pobre Darragh. Tal vez el MacWilliam se enojaría si él se presentaba con una prometida inesperada, pero con suerte, podía llevarla a Irlanda con un bebé en camino o en su pecho. Y en ese caso, todo sería perdonado.

Ella apenas respiraba y él la abrazó para calentarla, para despertarla. Los ojos de ella temblaron un momento cuando emprendió el lento viaje de regreso a la consciencia. Él la apretó contra su cuerpo, murmurándole tiernas palabras de cariño, y cuando los ojos de ella lo miraron fijamente, enrojeció.

– ¡Oh, Niall! ¿Qué pensarás de mí? Pero ha sido maravilloso…

Él rió.

– Lo que pienso, niña, es que soy muy afortunado, has estado magnífica. ¿Cómo te sientes, cariño?

– ¡He volado, Niall! ¡Realmente he volado! Me siento tan feliz ahora que quiero hacerlo de nuevo…

Él rió.

– Volaremos juntos de nuevo, cariño, pero creo que ahora sería mejor que volviéramos a Palma. Tengo que pedirle tu mano a tu padre. -Se puso en pie y empezó a vestirse, pero era difícil concentrarse con Constanza rezongando desnuda a sus pies sobre un lecho de flores y suave pasto. Finalmente, logró poner más o menos en orden su atuendo y extendió la mano hacia ella y le dijo-: Vamos, pequeña, te ayudaré a vestirte.

Ella se puso en pie y él volvió a sentirse encantado con la perfección de ese cuerpo delgado. Lentamente, Constanza se puso la ropa interior y luego la falda del vestido y la chaqueta que él le ató en la espalda no sin antes acariciar con dulzura los delicados senos. Ella murmuró algo, contenta, apretándose contra él.

Él le pellizcó las nalgas en broma.

– Recoge las cosas del almuerzo, niña; yo voy a buscar a los caballos para ensillarlos.

Llegaron a Palma al anochecer. Una mirada a la cara de Constanza y Ana dejó escapar una exclamación de placer. Mientras Niall desmontaba del caballo, la mujer tomó las dos manos del caballero y las besó.

– ¡Gracias, señor Niall! Mi Constanza será una buena esposa para vos, lo juro…

– ¿Entonces crees que el conde nos dará su consentimiento, Ana?

Una expresión astuta se dibujó en la cara de Ana.

– Primero se negará, porque nunca ha aceptado el nacimiento de mi niña. Si le decís que la habéis deshonrado, entonces dará su consentimiento enseguida. El escándalo es lo que más teme.

– En este caso, Ana, hablaré con él inmediatamente -sonrió Niall.

– Está en la biblioteca, señor.

Niall se inclinó y rozó los labios de Constanza.

– Para que nos dé suerte, Constanza -dijo, y se fue.

– ¡Ah, mi niña! Por fin habéis encontrado un hombre, ¡y qué hombre! Él tendrá vuestro vientre lleno durante años. Es lo que siempre he deseado para vos, niña, siempre he rezado por esto. Alguien que os apartara del conde y de su amargura. Ahora tendréis una vida feliz, una vida normal. -Ana abrazó a Constanza con fuerza. Luego, recordando algo, se detuvo-. En mi alegría, te había olvidado, niña. ¿Estás bien? ¿Ha sido bueno contigo?

– Ha sido muy bueno, mujer, pero estoy dolorida y me gustaría bañarme.

– Ahora mismo, niña, ahora mismo.

Y mientras Constanza se bañaba en agua tibia y perfumada, Niall Burke se sentaba en una silla bastante incómoda en la biblioteca del conde. Llevaba en su mano un vaso de vino. El conde lo miraba con frialdad.

– Os veo totalmente repuesto, lord Burke. -Había en su voz un altivo desprecio-. Espero que nos dejéis pronto.

Niall asintió.

– Pronto, mi señor, y cuando lo haga, me gustaría llevarme algo de Mallorca.

– ¿Un recuerdo, lord Burke?

Niall no pudo evitar una risita.

– Sí, llamémoslo así -dijo-. Me gustaría casarme con Constanza. Os estoy pidiendo formalmente su mano.

La cara del conde permaneció impasible.

– Eso es imposible, lord Burke.

– ¿Está ya comprometida?

– ¿Padece alguna enfermedad incurable?

– No.

– Entonces, ¿por qué me rechazáis? Soy el único hijo y heredero de un hombre muy noble y muy rico en mi país. Mi linaje es igual al vuestro en calidad. Tendríais nietos. Y, como mi esposa, a vuestra hija no le faltaría nada.

– No tengo por qué daros explicaciones, lord Burke. Soy el padre de Constanza y no os quiero por yerno. Mi palabra es lo único que cuenta.

Niall respiró hondo.

– ¿La razón de vuestra negativa es que dudáis de la paternidad de vuestra hija?

Francisco Ciudadela palideció.

– Sois impertinente, lord Burke. ¡Fuera de mi vista! No tengo ganas de discutirlo con vos.

Los ojos plateados de Niall se afinaron.

– Dejadme deciros cómo he pasado la tarde, conde. La he pasado disfrutando de los favores de vuestra hija. Se me ha entregado de buena gana y me alegra poder deciros que era virgen. Tal vez en este mismo momento mi semilla fertiliza su vientre. Vos habéis destruido deliberadamente sus posibilidades de casarse en Mallorca. Ahora ni siquiera la podréis hacer aceptable para un convento. ¿Cómo pensáis enfrentaros a vuestros amigos cuando empiece a hacerse evidente que espera un niño? Sois el último de vuestro linaje, conde, y la familia de vuestra esposa ha desaparecido ya. No hay lugar al que podáis enviar a Constanza para esconder vuestra vergüenza. Ya oigo la risa de vuestros amigos. Y si este escándalo llega a oídos del rey Felipe, tal vez decida reemplazaros en el gobierno de la isla. En cambio, si aceptáis mi propuesta, todos os envidiarán por el yerno que habéis conseguido. Pero, por supuesto, la decisión es totalmente vuestra.

Francisco Ciudadela había pasado del blanco al rojo y luego al blanco de nuevo mientras Niall hablaba. Ahora dejó escapar un sordo y ahogado murmullo.

– ¿Eso quiere decir que aceptáis, mi señor? -preguntó Niall con suma amabilidad.

El viejo asintió sin decir palabra y Niall sonrió, satisfecho.

– Mañana -dijo- visitaremos al obispo y arreglaremos las cosas para el primer anuncio. Que vuestro secretario tenga la primera copia del contrato por la mañana. Supongo que la dote de Constanza ha de ser generosa, porque ella es vuestra única hija. No es que me importe -agregó-, pero mi padre no se conformará con menos.

El conde lo miró con rabia. Niall sonrió y salió de la biblioteca. Listo. Una vez más tenía una prometida y esperaba que esta vez la unión diese sus frutos.

Constanza no era Skye, nunca ocuparía el lugar de Skye en su corazón. Rió con amargura. Skye era la única a quien había amado. Se preguntó la razón de la crueldad del destino que los había separado cuando estaban a punto de casarse…

– Skye -murmuró con voz suave-. Skye O'Malley, amor mío. -Quería sentir el sabor del nombre en la lengua. No, no podía estar muerta. ¿Acaso si lo estuviera su espíritu no habría vuelto a él? ¿Acaso él no lo habría notado de alguna manera si hubiera sucedido? ¿Tenía que aceptar que estaba muerta cuando en realidad se negaba a creerlo?

No, nunca amaría a Constanza como había amado a Skye, pero Constanza era dulce y buena, y se merecía su cariño. Y lo tendría, se juró a sí mismo. Pero cuando cerró los ojos para conjurar la cara oval con los ojos violeta y el halo de rizos rubios, vio una nube de cabello renegrido alrededor de una cara con forma de corazón y ojos azules y risueños sobre una boca roja y suave.

– Demonios, Skye O'Malley -maldijo-. No puedo evitar estar vivo y que tú estés…, estés… Déjame en paz, amor mío, deja que consiga un poco de felicidad.

Fue a buscar a Constanza y le anunció:

– Tu padre ha aceptado que nos casemos, cariño. Mañana haré que el obispo lea los primeros anuncios y firmaremos los contratos.

– No puedo creerlo -jadeó ella, con ojos brillantes-. ¿Cómo has logrado convencerlo?

– Le he explicado cómo hemos pasado la tarde -dijo Niall con sequedad.

Constanza tembló.

– ¡Va a pegarme esta noche!

Niall vio esos ojos asustados y se dio cuenta de que ella no exageraba.

– ¿Alguna vez te ha pegado?

– Claro. Es mi padre. Nunca ha sido un hombre fácil, Niall, pero ahora que sabe que me he entregado voluntariamente a un hombre, se pondrá furioso. Tengo miedo.

– No te asustes, Constanza. No permitiré que nadie te haga daño, ni tu padre ni nadie.

Ella anidó entre sus brazos con un suspiro y él se sintió feliz, como no se había sentido en mucho tiempo. Ella lo amaba, lo necesitaba…, todo resultaba fácil para ellos.


A la mañana siguiente se firmaron los contratos y se leyeron los primeros anuncios en la catedral de Palma, durante la misa de mediodía. Por la noche llegaban ya las primeras felicitaciones a la residencia del gobernador. El conde se sintió particularmente contento cuando uno de sus amigos, que había pasado una época en Londres, lo felicitó por haber conseguido un prometido de alcurnia para Constanza.

– El padre de lord Burke es muy rico, mi querido Francisco, y ha dotado a su hijo espléndidamente, como tú has hecho con Constanza. ¡Qué matrimonio más espléndido! Pero claro, siempre has sido un diablo muy astuto, ¿eh? -Los dos hombres rieron como conspiradores y el conde empezó a sentir que tal vez llevaba las de ganar. Eso atemperó su odio hacia Niall.

Los anuncios volvieron a leerse dos veces durante ese mes y luego, una brillante mañana de invierno, varios días después de la Duodécima Noche, Constanza María Teresa Floreal Alcudia Ciudadela se unió en sagrado matrimonio con lord Niall Sean Burke. El obispo de Mallorca celebró la boda personalmente.

El sol se filtraba a través de los vitrales y formaba hermosos dibujos en el suelo de piedra gris de la catedral. La novia entró precedida de seis niñas con vestidos de seda rosados sobre miriñaques diminutos con mangas de gasa plisada y guirnaldas de rosas en el cabello suelto. Llevaban canastas de pétalos que arrojaban a su alrededor en una ceremonia llena de colorido y belleza.

Constanza se aferraba al brazo de su padre y era una presencia tan exquisita y etérea que todos los presentes suspiraban al verla. Llevaba un vestido de brocado de seda blanco sobre una segunda falda de tela de plata. Las mangas eran de brocado blanco, con largos cortes que dejaban ver la plata que había debajo. Estaban adornadas con cintas hasta el codo. Más abajo, eran de una seda leve y blanca que se adhería a la piel, y terminaba en cintas lujosas. El corsé de brocado blanco iba muy pegado al cuerpo y empezaba justo debajo del amplio pecho de la novia. Un velo de seda casi transparente con un virginal y redondo cuello, guardaba la modestia de la novia.

El cabello rubio de Constanza estaba suelto, adornado por una corona de pimpollos de rosa blanca atados por pequeños broches de perlas a una hermosa nube de gasa que flotaba a su alrededor como un velo.

Llevaba un ramo de gardenias en una mano y un único collar de perlas rodeaba su cuello.

El novio, que la esperaba en el altar, iba tan elegante como ella. Sus calzas de seda tenían rayas doradas y rojas, cubiertas desde la rodilla por pantalones anchos con cortes de terciopelo color vino clarete. El jubón corto, de cuello alto, era de una seda del mismo color y se abría por delante para mostrar una camisa de seda blanca y bordada con muñequeras adornadas con puntillas. Sobre este jubón llevaba un chaquetón bordado de terciopelo color vino, adornado con perlas naturales y lentejuelas de oro. Llevaba una gorra de terciopelo, inclinada para mostrar la parte interior, completamente enjoyada y coronada por una pluma rosada. Los zapatos, fabricados con cuero de nonato, estaban cubiertos de una tintura de oro.

Había que llevar espada y daga, y los dos aceros de Niall eran de Toledo. Las empuñaduras eran de oro y estaban adornadas con diamantes y rubíes. Llevaba también una pesada cadena de oro con un gran medallón de oro, diamantes y rubíes que representaba un grifo con las alas desplegadas.

Las mujeres miraron ese pecho ancho y esas piernas bien talladas y suspiraron detrás de sus abanicos. «¿Cómo diablos se las ha arreglado esa niñita lechosa y diminuta para atrapar a semejante hombre?», se preguntaban. Se decía que la pareja se quedaría en Mallorca varios meses antes de navegar hacia Londres, a la corte de la nueva reina inglesa, Isabel i. Tal vez en ese tiempo tendrían la oportunidad de ofrecerse a lord Burke. Le demostrarían con sus encantos lo tonto que había sido al casarse tan apresuradamente.

Una vez terminada la ceremonia y con el permiso del obispo, Niall rozó los labios de la novia con ternura. Los ojos brillantes y dulces de su esposa le dijeron lo feliz que se sentía. Él sonrió, apoyó la manita femenina y suave sobre su adornado brazo y la llevó por el pasillo de la catedral y a través de la plaza y hasta la casa del gobernador. Al poco rato estaban recibiendo a sus invitados.

El conde no había reparado en gastos para la boda de su única hija. Las mesas gruñían bajo el peso de medias reses enteras, corderos completos y patos rellenos, cisnes en vinagre y capones aderezados con limón y jengibre. Había tartas de paloma y alondra con las costras crujientes y tibias, y grandes boles de paella, con trozos de roja langosta y aceitunas verdes que brillaban en medio del arroz, amarillo por el azafrán y las especias. Había fuentes de langostinos hervidos en vino blanco, ostras crudas, fuentes de escalonias frescas y verdes, y pequeñas manzanas. Se iban colocando a intervalos regulares grandes hogazas de pan blanco, largas, redondas y delgadas. Y había una mesa aparte para los dulces. Fuentes de gelatinas en molde que brillaban en rojos, verdes y oro, platos de almendras garrapiñadas, mazapán moldeado en forma de diversas frutas, boles de plata con uvas negras, higos color púrpura, uvas blancas y naranjas de Sevilla. De las bodegas de la casa fluían los vinos tintos y blancos, y la impetuosa cerveza.

Los músicos tocaban canciones llenas de vida, danzando entre los invitados. En la cabecera de la mesa, Niall y Constanza recibían las felicitaciones. Ninguno de los dos dejó de notar las miradas de admiración de las damas que recorrían a Niall con los ojos. Los ojos de la novia se oscurecieron de celos.

– Pareces una gatita furiosa -observó él en tono divertido.

– Estaba pensando -replicó ella- que la marquesa, a pesar de su cara pintada y sus adornos, es al menos diez años más vieja que tú.

Niall rió y la besó con fuerza.

– Ah, niña, vaya lengua salvaje que tienes -dijo, y la acarició con la mirada-. Pronto te enseñaré a usar esa lengua en una tarea más dulce. -Y Constanza sintió que la invadía una sensual calidez. Desde aquella tarde en la colina, él no la había tomado. Su comportamiento había sido el de cualquier caballero respetuoso con su prometida. Eso la había asustado un poco, sobre todo cuando su sangre llegó puntualmente en la fecha acostumbrada. ¿Acaso él lamentaba su propuesta y era demasiado caballeroso para retirarla? Ahora, sin embargo, esos ojos plateados le decían que se había equivocado, que había sido una estupidez tener miedo. Y mientras la invadía el alivio, se sintió casi mareada de alegría.

La tarde declinó y se convirtió en noche. Finalmente, Ana le tiró del codo y le murmuró algo a Constanza, que se levantó discretamente y salió al patio.

– Venid dentro de una hora, mi señor -le dijo la mujer a Niall en voz baja, y Niall inclinó la cabeza para indicar que había comprendido el mensaje.

Un poco después, el conde se deslizó en la silla que ella había dejado vacante.

– No lo había mencionado hasta ahora, pero la abuela materna de Constanza era inglesa. Parte de su herencia es una casa junto al río, en Londres. No es grande ni elegante, pero está bien cuidada. Me llegó a través de la madre de Constanza y la agregué a la dote de vuestra esposa. Mi agente en Londres ya sabe que debe rogarles a los inquilinos que se vayan. La casa estará amueblada y lista cuando lleguéis a Londres.

– Gracias, don Francisco. Los Burke pensaban hace ya mucho en adquirir una casa en Londres, y la ribera es un lugar excelente. -Niall miró a su alrededor, al patio lleno de espíritu festivo-. Mi gratitud también por este día. Ha hecho muy feliz a Constanza.

– Es mi hija, don Niall. Ah, sé que esa bruja gitana, Ana, convenció a Constanza de que dudo de sus orígenes y por eso maté a mi esposa, pero no es verdad. Constanza nació con un lunar en forma de corazón en la nalga izquierda. Yo tengo uno idéntico, como mi hermano Jaime y como nuestro padre y nuestro abuelo. Y como mis dos hermanas. Las dudas que hubiera podido albergar se desvanecieron apenas vi a mi hija. Y en cuanto a la madre de Constanza, María Teresa, era tan frágil como orgullosa. La agonía de esas semanas en cautiverio en manos de esos moros llenos de lujuria la humillaron tanto como a mí. Murió porque no podía tolerar que otros murmuraran a su alrededor durante el resto de su vida. ¿Cómo puede entender eso una vulgar campesina como Ana?

Suspiró.

– Sed bueno con Constanza, don Niall. Es tan parecida a su madre… Cuando os la llevéis, para mí será como perder otra vez a María Teresa. -Luego se puso de pie y se unió a un grupo de amigos al otro lado del patio.

Niall estaba asombrado con esas revelaciones y la breve visión que había tenido del interior del alma del conde. Con razón había sido tan generoso con la dote de Constanza. Incluía una casa en España, la casa de Mallorca, una enorme cantidad de oro, la promesa de más cuando el conde muriera, y ahora, una casa en Londres. Niall sonrió. El MacWilliam estaría satisfecho, porque era obvio que Niall volvía con una heredera.

Un sirviente volvió a llenarle la copa y él miró, con una sensación de paz cada vez mayor, cómo bailaban los danzarines gitanos. Dejó la copa en la mesa y fue hasta su habitación donde lo esperaba su sirvienta con un buen baño humeante. Niall se bañó, oliendo con placer el jabón perfumado con sándalo. Luego, se puso en pie mientras el agua le corría por el cuerpo y se secó con cuidado.

– ¿Dónde está mi señora?

– Espera a su esposo en el dormitorio contiguo.

– Dile a Ana que ahora mismo voy. Dile que deje a mi esposa sola. Por esta noche, puedes retirarte.

– Sí, mi señor.

Niall examinó su cuerpo desnudo en el gran espejo y le gustó lo que veía. La enfermedad y el reposo no le habían dejado marca alguna. Se volvió, cogió un pequeño objeto de un cajón y se dirigió al dormitorio alumbrado con velas perfumadas en el que lo esperaba Constanza bajo las sábanas de la cama. Los ojos de ella se ensancharon al verlo entrar.

– Duermo así -dijo él a modo de explicación.

– Yo también, pero Ana me ha obligado a ponerme un camisón. Ha dicho que esta noche se espera eso de mí.

– ¿Y si escandalizamos a la buena sociedad de Mallorca, niña? -le preguntó él con aire travieso-. Ponte de pie, rápido -le ordenó, y cuando ella hubo obedecido, le quitó el ligero camisón que llevaba y lo rompió en pedazos que esparció por la habitación-. Y ahora, para demostrar mi honor y tu pureza a los ojos de todos… -Levantó la mano sobre la cama y cerró el puño con fuerza. La sangre manchó las sábanas. Constanza gritó. Niall dejó escapar una carcajada-. Perfecto, mi amor. Ahora los invitados creerán que has llegado virgen a este lecho. -Se limpió la mano y tiró la toalla al fuego-. Era una vejiga de cerdo llena de sangre de pollo -explicó-. Tu querida Ana me lo ha dado esta mañana.

– Ah -murmuró ella, asombrada, los ojos muy abiertos-. Nunca pensé… -La voz se extinguió sin terminar la frase.

Él rió.

– Ni yo, pero tu querida Ana, que Dios la bendiga, ha pensado en todo. Me alegro de que venga con nosotros. Ahora, cosita tentadora, ven a mí. Me he pasado todo el mes pensando en esa tarde en la colina.

– ¡Yo también! -confesó ella. Él la levantó y la apoyó con dulzura en la cama. Luego, se metió entre las sábanas-. ¿Te parece horrible de mi parte, Niall?

– ¡Claro que no, cariño! Prefiero que me desees a que seas fría y distante. -La abrazó con fuerza y el vientre de ella tembló al pensar en lo que iba a suceder. Cuántas veces había soñado con aquella tarde y había visto en sueños el potro ruano hundiendo su enorme pene en la yegüita blanca que temblaba de pies a cabeza, y luego a Niall, que se abalanzaba sobre ella, y hacía lo mismo. Hubo noches en las que se había retorcido de placer en la cama con el recuerdo al menos media docena de veces.

Ahora, mientras él apoyaba el rostro entre sus tiernos senos, Constanza suspiró. Las areolas doradas del pecho se endurecieron cuando la boca de él bebió de una y luego de otra. La lengua de Niall trazó círculos alrededor de los pezones una y otra vez hasta que ella le rogó que la tomara. Él sonrió. Había reconocido el deseo en ella y ahora quería ver hasta dónde podía llevarla. Su lengua jugueteó sobre esa piel suave, fragante, moviéndose hacia abajo desde el ombligo, deteniéndose luego y ascendiendo por los muslos desde la rodilla. Ella se sacudía violentamente y el cabello rubio temblaba a su alrededor. Fascinado, Niall dejó que sus labios y sus ojos descendieran hasta las suaves defensas de la feminidad. Con dedos acariciadores separó los húmedos pliegues y miró cómo el pequeño botoncito se endurecía y palpitaba. Lo mordió parsimoniosamente.

– ¡Dios, Dios, no, no te detengas!

Ella llegó al éxtasis dos veces bajo esa experimentada lengua. Finalmente, incapaz de tolerar más, él hundió su miembro en ese cuerpo cálido y fértil. Ella aulló de placer, cruzó las piernas alrededor de la espalda de él y se movió siguiendo el ritmo, arañándole la espalda en su obnubilación, mientras él se vaciaba en ella.

Luego, al apartarse para no ahogarla, Niall vio que estaba casi inconsciente. La abrazó con dulzura para que, cuando volviera en sí, su despertar fuera tranquilo y plácido. Estaba encantado con esa criatura maravillosa, apasionada, que era su esposa. Era demasiado bueno para ser verdad y, sin embargo, lo era. Había encontrado a la compañera perfecta, la mujer de la que nacerían los Burke de la siguiente generación. Constanza se movió ligeramente en sus brazos.

– Adiós, Skye, mi amor, mi único amor verdadero -murmuró, y se volvió para mirar a su nueva esposa.

Capítulo 12

La esposa de Khalid el Bey era la mujer más famosa de Argel. Tres noches por semana presidía la mesa de banquetes de su esposo. Los huéspedes, todos hombres, se escandalizaron al principio, pero acabaron por aceptarlo, porque lady Skye era encantadora, inteligente, y sus palabras, suaves y amables. Se decía que sabía tanto sobre los negocios de su esposo como él mismo, pero ningún hombre daba crédito a semejante rumor; era demasiado absurdo. Alá había creado a la mujer para placer del hombre y dar a luz. Nada más.

Todos envidiaban a Khalid esa hermosa mujer y nadie con mayor furia que Jamil, el gobernador de la fortaleza Casbah. El militar turco era dueño de un harén más que respetable, y se sabía que era sexualmente insaciable. Los favores del capitán Jamil se compraban con facilidad con el simple regalo de una esclava complaciente y bella. Y sin embargo, Jamil deseaba a Skye, estaba desesperado por poseerla. Se sentía molesto porque ella había rechazado sus acosos. Sobornaba a las sirvientas de Skye para que le entregaran joyas, flores y confituras, pero ella lo devolvía todo sin abrir los paquetes. Furioso, Jamil se las arregló para separarla de sus huéspedes en dos ocasiones, y en ambas, Skye lo rechazó sin vacilar, insultándolo incluso. Nunca en su vida lo habían tratado así. Jamil estaba furioso, herido en su orgullo, y decidido a poseer a esa mujer.

Esa noche, estaba tendido en un sillón en la Casa de la Felicidad, mirando con Yasmin a través de un espejo trucado.

Al otro lado del espejo uno de los mercaderes más respetables de la ciudad disfrutaba de una noche de lujuria, desnudo y atado por las dos hermosas criaturas cuyos servicios había contratado. Una de ellas se había recostado sobre su rostro, rozándole la boca con los pezones, mientras la otra chupaba desesperadamente el fláccido y diminuto órgano del mercader. Finalmente, cuando los esfuerzos conjuntos dieron resultado, la muchacha que estaba succionando el pene, montó al hombre y lo llevó a la gloria.

Jamil rió con alegría.

– Pobres queriditas, ese hombre no se merece tanto esfuerzo. Envíamelas después y las resarciré con creces.

– Pensaba que queríais pasar la noche conmigo -dijo ella-. No concedo mis favores a cualquiera, ya lo sabéis.

– ¿Me negarás el aperitivo antes del plato fuerte? -la halagó él.

Yasmin casi gemía. Le gustaba Jamil. Era el mejor amante que había conocido, después de Khalid. Khalid, maldito sea, había dejado de visitarla desde que se enamoró de Skye. Una mirada de furia transformó su hermoso rostro. Jamil se dio cuenta inmediatamente.

– ¿Qué pasa, preciosa? -le preguntó-. Últimamente te noto muy irritable. Cuéntaselo a Jamil, que él te ayudará.

Ella dudó antes de admitir nada.

– Es mi señor Khalid. Está muy cambiado. No lo reconozco, y es culpa de su esposa.

– Es muy hermosa -dijo él con astucia-. Pero no la conozco como mujer.

– Ojalá estuviera muerta. Entonces, mi señor Khalid volvería a mí.

– Tal vez -musitó él-, tal vez pueda arreglarse, amada mía. -Continuó hablando, a pesar de la mirada espantada de ella-. Claro que esperaría ciertos favores de tu parte, si lo hago. Pero ¿qué puede importar la muerte de una sola mujer? Especialmente de una mujer que no tiene memoria ni contactos poderosos.

Yasmin estaba fascinada a su pesar.

– ¿Cómo? -preguntó.

– Si yo quisiera que alguien estuviera muerto, elegiría el lugar y el momento con cuidado, y después manejaría la espada yo mismo. Cuanto menos gente involucrada hay en algo así, mejor, ¿no te parece? ¿Quién sospecharía de ti si nos vieran entrar juntos en tu habitación esa misma noche?

– ¿Cuándo, Jamil, cuándo?

Él sonrió.

– Mañana por la noche, mi querida Yasmin. Cuanto antes, mejor. Enviaré un mensaje a Khalid el Bey, pidiéndole que venga al fuerte Casbah. Después, simplemente negaré haber enviado el mensaje. Tú y yo entraremos juntos en tus habitaciones procurando ser vistos por muchos testigos y yo me quedaré toda la noche. La dama Skye estará sola, posiblemente incluso duerma. Golpea con fuerza, asegúrate de que has tenido éxito y luego vuelve.

– ¿Por qué me ayudáis? -le preguntó ella, llena de sospechas, de pronto.

– Somos amigos, Yasmin. La mujer de Khalid no significa nada para mí, pero tú sí. Si mi plan te parece cruel, no tienes por qué seguirlo. Tú decides.

– ¡Quiero hacerlo! Como siempre, Jamil, sois directo y eficiente. Lo haré.

El capitán sonrió cuando ella se levantó y le dijo:

– Enviaré a las dos chicas que queréis a bañarse y luego a vuestras habitaciones. Desde esta noche, todo lo que deseéis de la Casa de la Felicidad es vuestro.

Jamil no podía creer su suerte. Tendría que trabajar con rapidez. El esclavo espía que había colocado en la casa de Khalid el Bey recibiría informaciones y órdenes. Primero pondría un somnífero en el vino del Bey para que se retirara temprano. Después, le diría a Skye que alguien que sabía algo de su pasado había llegado a las puertas de la casa y quería verla. Eso la haría salir de la casa, mientras Yasmin entraba en el dormitorio en penumbra y mataba al Bey tomándolo por Skye.

Rió con malicia y orgullo, satisfecho de sí mismo. Le cortaría la lengua a su espía después del asesinato y así no podría implicarlo. Además, lo vendería inmediatamente. Y en cuanto a Yasmin…, bueno, la condena por asesinato era bastante severa. Primero se torturaba a los asesinos y luego se los arrojaba desde los muros de la ciudad a las lanzas filosas que los rodeaban. A veces, un prisionero resistía varios días allí con vida, las mujeres sobre todo. Sería interesante comprobar cuánto duraría Yasmin.

Naturalmente, Jamil ofrecería su brazo y su protección a la viuda de su amigo. La hermosa y joven viuda de un hombre rico, se corrigió. Y en ese momento se le ocurrió algo. Tal vez se casaría con ella. Lo mismo le daba retirarse en Argel que en cualquier otra parte. Además, Skye necesitaría a alguien que manejara los negocios e intereses de Khalid el Bey. Jamil nunca se había casado, pero, con la riqueza del Bey en su bolsillo, podría tener cuatro esposas además del harén. Con esa cantidad ilimitada de dinero, un hombre podía tener cuanto deseara. Jamil suspiró, pensando en el placer y la riqueza que le proporcionaría la muerte de Khalid el Bey. Claro que perdería a un amigo interesante y respetable, pero era imposible tenerlo todo al mismo tiempo.

En ese momento, entraron las dos muchachas que habían entretenido al mercader. Reían entre dientes porque conocían la reputación de Jamil, y riendo todavía, se arrodillaron a sus pies.

– ¿Cómo podemos serviros, señor? -preguntaron a coro.

Él las miró con la crueldad de sus ojos entrecerrados.

– Empecemos con el mismo juego que habéis practicado con el mercader -dijo-, luego seguiremos adelante con algo más complejo.


Y al otro lado de la ciudad, Skye estaba despierta, acunando su dulce secreto. Ahora ya no había duda posible, esperaba un bebé y sabía lo feliz que se sentiría Khalid cuando se enterara. Él estaba en ronda nocturna por los burdeles de la ciudad. Cuando volviera, lo sorprendería con la noticia. Sonrió y se imaginó sus ojos en ese momento. Cruzó las manos como para protegerse el vientre. Era demasiado pronto para sentir nada, pero trató de imaginar cómo sería el hijo de Khalid el Bey. Escuchó sus pasos, se levantó y salió corriendo a recibirlo. Los fuertes brazos de su esposo la rodearon, y la besó con cuidado y ternura. Su boca la inflamó de pasión, y cuando sus manos se deslizaron bajo la bata de gasa para acariciar el cuerpo tembloroso, Skye casi olvidó lo que quería decirle.

– ¡Khalid, espera! ¡Tengo una sorpresa para ti!

– Sí, amor mío -susurró él, abriéndole la bata para acariciarle los senos. Su boca se cerró sobre uno de los endurecidos pezones y lo chupó con fuerza. Ella casi se desmayó. No tenía sentido. Ella lo deseaba tanto como él a ella. La noticia tendría que esperar. Se apretó contra él y él la levantó y la llevó hasta la cama. En algún momento en el camino, la ropa de ambos quedó abandonada en el suelo.

Él la colocó en el centro del lecho, con sumo cuidado, como si ella fuera de vidrio. Luego la montó con la misma deliberación, las piernas musculosas y peludas entre las suaves piernas de Skye. Sentado sobre sus talones, con las nalgas apretadas, levantó las manos para juguetear con ella. Una mano se movió para pellizcarle con dulzura los sensibles pezones y la otra buscó la piel expuesta y temblorosa de la dulce hendidura para hacerle cosquillas.

Los ojos de Skye se afinaron como los de un gato y murmuró su placer con voz suave.

– Ah, mi dulce esposo, así que queréis jugar. Bueno, yo puedo jugar al mismo juego. -Puso las manos bajo la bolsa de la masculinidad de Khalid y jugueteó con los testículos a un ritmo enloquecedor, mientras acariciaba el miembro con la misma habilidad. Él gruñó de placer.

Durante varios minutos siguieron acariciándose hasta que ambos alcanzaron una cumbre de satisfacción que solamente permitía una salida. A Skye le gustaba dar placer a Khalid y a Khalid le gustaba que ella disfrutara. Como siempre, ella sintió un temblor de excitación al ver cómo el miembro de su esposo crecía y se endurecía por ella.

El Bey observaba con placer cómo aumentaba la pasión de su esposa. Skye tan deliciosamente natural, tan distinta de las hábiles prostitutas que él había conocido… Tener una esposa como ella era una bendición por la que se sentía profundamente agradecido. Se hizo a un lado y le dijo a Skye:

– Déjame jugar contigo a ser el gran potro del desierto, Skye, amor mío. Date la vuelta y sé mi pequeña yegua.

Ella se arrodilló con la cabeza entre los brazos y las pálidas nalgas frente a él. Estaba lista. Él se arrodilló y se hundió en ella con dulzura. Luego, una mano se movió para acariciarle los suaves senos mientras con la otra, hacía algo que nunca había hecho antes, no con Skye. Cuando ya estaban llegando al clímax, introdujo un dedo en su orificio anal y consiguió de ella un orgasmo tan frenético que durante un momento creyó que le había hecho daño. Luego, cuando se dio cuenta de que ella solamente se había desmayado, se dejó ir él también. Fue un orgasmo más intenso que los anteriores, porque estaba lleno de alivio.

Después, cuando ella se despertó, laxa, entre sus brazos, suspiró con placer.

– Temía que hacer el amor dejara de ser divertido -dijo-, pero veo que sigue siendo delicioso.

– ¿Y por qué iba a cambiar eso, amor mío?

– Porque, mi esposo y señor, vas a ser padre muy pronto. ¿No te parece maravilloso?

El dormitorio se cubrió de un silencio denso. Luego, lentamente, Khalid empezó a entender y su cara empezó a brillar como el oro. La abrazó con fuerza.

– ¿Estás segura? -preguntó, los ojos llenos de lágrimas, abrazándola con ferocidad.

– Sí, sí -jadeó ella, riendo y llorando al mismo tiempo.

– ¡Ah, mi Skye! Nunca he recibido un regalo tan precioso como el que acabas de hacerme. Y ahora me das un hijo. Es demasiado. Gracias. Gracias, amor mío. -Y Khalid rompió a llorar sin soltarla.

Skye lo apretó contra sus senos, acunándolo como a un niño. Ese hombre maravilloso que la había rescatado de Dios sabe qué horrores, que la amaba, que la había hecho su esposa y le había dado un regalo maravilloso, ese hombre, ¡le daba las gracias! Se sumó a su llanto y su corazón se llenó de alegría.

– ¡Te amo! ¡Khalid, te amo! No sé quién fui, no lo recuerdo, pero me alegro de ser quien soy ahora, porque soy tu mujer. Y soy yo la que debe darte las gracias.

El silencio volvió a instalarse en la habitación mientras los amantes se unían una vez más con ternura infinita y Khalid se inclinaba para besar el liso vientre de Skye. Después durmieron, uno junto al otro, hasta mucho después del alba.


Fue Skye la que se despertó primero para dar la bienvenida al nuevo día. Miró a Khalid, que seguía durmiendo, y se quedó quieta porque quería sentir el gran amor que la recorría como una marea creciente y la cansaba con su fuerza. Recorrió con la mirada el cuerpo de su hombre. El leve toque de gris que había empezado a manchar ese cabello oscuro y ondeado. La pequeña cicatriz de la daga de una muchacha beduina, dibujada sobre su hombro izquierdo. Ese aspecto casi de niño que tenía cuando dormía. Los ojos verdiazules de Skye viajaron a lo largo de ese cuerpo amado. Luego, temblando, empezó a sentir que ese momento era un intento de guardar a Khalid en su memoria. Como si fuera a perderlo. Se encogió de hombros para sacudirse la sensación y fue a darse un baño.

Skye recordaría siempre que ese día fue como muchos otros, un día que no proporcionó claves para sospechar lo que vendría. Trabajó con el secretario Jean en los libros de las naves mercantes y se asombró de los buenos resultados que había conseguido el capitán Small. Sabía que el amigo de su esposo volvería a Argel en cualquier momento. Habían recibido un aviso de su llegada a Londres, donde se había vendido el resto del oro español. Skye deseaba ver al capitán y contarle las buenas nuevas. Sabía que él se regocijaría.

Después de las plegarias de media tarde, Marie, la muchacha de Jean, les trajo un almuerzo liviano y la novedad de que el Bey se había marchado temprano a inspeccionar sus casas porque deseaba pasar la noche con su esposa. Skye enrojeció de alegría y dijo:

– Mi querido Jean, tú y tu Marie habéis sido buenos amigos para Khalid y para mí. Por eso quiero que compartáis un secreto que solamente conoce mi esposo. Espero un hijo para la primavera.

Marie la miró y exclamó:

– ¡Ah, señora! ¡Yo también! ¿No es maravilloso?

Llenas de alegría, ambas mujeres se sentaron juntas y charlaron, mientras Jean reía entre dientes, divertido. A instancias de su patrón, poco tiempo después de haber recibido a Marie como regalo, la había manumitido y se había casado con ella. Había sabido que venía de una aldea costera del sur de Bretaña, cerca de Poitou. Los piratas berberiscos no atacaban esa zona con frecuencia, pero en uno de esos ataques, Marie, que entonces tenía catorce años y estaba a punto de entrar en un convento de la región, había caído prisionera. El capitán pirata le había arrancado el hábito con sus propias manos, pero al ver lo atractiva y joven que era, la encerró en un pequeño camarote con varios jergones de paja, un balde y un pequeño barril de oporto. Pronto puso allí a otras dos jóvenes; una de ellas, su prima Celestine.

Las tres niñas desnudas, se aferraron una a la otra, aterrorizadas, durante toda la interminable primera noche. En la cubierta, encima de la pequeña prisión, se oían constantemente los alaridos, ruegos y sollozos de las mujeres de la aldea que tenían la mala fortuna de estar casadas o ser más viejas o vírgenes pero no hermosas, y caían en los brazos de los violadores piratas que las obligaban a fornicar y las sodomizaban. Al menos dos de ellas se suicidaron saltando por la borda. Muchas murieron víctimas de la brutalidad del abuso, incluyendo a una niña de diez años cuya madre fue estrangulada cuando trataba de herir con un puñal a uno de los hombres que atacaban a su hija. Finalmente, al amanecer, las sollozantes supervivientes se amontonaron, como una manada asustada, en un rincón de la cubierta y permanecieron allí durante el resto del viaje, quemadas por el sol durante el día, tiritando de frío por la noche, y fácilmente accesibles para cualquier marinero que quisiera divertirse con ellas.

En el pequeño camarote, Marie y sus dos compañeras de infortunio no estaban mucho mejor. El calor del día convertía el lugar en un horno insoportable y el aire húmedo de la noche las helaba hasta los huesos. Eso, junto con el balde maloliente, que era lo único que tenían para cumplir con sus necesidades fisiológicas, las iba debilitando y deteriorando. Los marineros vaciaban el balde cada dos días. Les pasaban comida dos veces por día a través de la reja de la puerta. Muchas veces era un cuenco con una mezcla sorprendentemente gustosa de salsa de hierbas y granos de pimienta con tomates, cebollas, berenjenas y una carne dura, correosa, que Marie creía de cabra. No tenían cubiertos, comían con los dedos y luego se tragaban el pequeño pedazo de pan que les daban. Les traían una jarra de agua con la comida, y era la única que recibían en todo el día. Con el tiempo aprendieron a racionarla para que les durase las 24 horas.

Cuando el barco llegó a Argel, las muchachas se amontonaron junto al único ojo de buey del camarote para ver cómo se llevaban a sus parientes y amigas. Luego, desde las bodegas, trajeron a los hombres de la aldea, sucios, con las barbas sin recortar, como matas salvajes en la cara. Cuando las tres se preguntaban qué sería de ellas, se abrió la puerta del camarote y entró el capitán con algo sobre el brazo. Les arrojó una bata a cada una para que cubriesen su desnudez.

– Ponéoslas -ordenó con voz ronca, en un francés casi ininteligible, y cuando le hubieron obedecido, les dio un velo a cada una-. Ajustáoslo sobre la cabeza y seguidme -ordenó-. Si abrís la boca una sola vez, os arrojaré a mi tripulación. Les encantaría, os lo aseguro.

Asustadas, las tres muchachas se deslizaron tras él hasta la cubierta y luego bajaron del barco por el puente que lo unía con el muelle. En tierra firme les esperaba una enorme litera cerrada.

– Adentro -ladró el capitán, y todas ellas obedecieron-. Vais a los baños para que os limpien y os pongan guapas -explicó-. Haced lo que os digan. Os venderán en subasta esta misma noche. Agradeced a Alá que, debido a vuestra juventud y belleza, no hayáis terminado como las otras mujeres de vuestra aldea. -Cerró las cortinas de un golpe y la litera empezó a moverse.

Celestine miró a su prima Marie.

– ¿Nos matamos? -susurró.

Non, non, chérie -se burló Marie-. Fingiremos que nos hemos resignado a nuestra suerte y, luego si tenemos ocasión, trataremos de escapar.

– Pero si nos venden, nos separarán -gimió Renée. Era la única hija del hostelero de la aldea y sus padres siempre la habían malcriado. Había sabido desde muy pequeña que su dote era mayor que la de cualquier otra muchacha en setenta kilómetros a la redonda-. ¿Cómo puedes sugerir que cedamos ante el infiel, tú, que eres monja?

– No soy monja, Renée, he sido novicia durante un mes solamente. Pero sé que Dios nos prohíbe suicidarnos. Toleraremos lo que sea en Su nombre. No estamos en Tour de la Mer ahora, y no creo que volvamos al pueblo.

En los baños, las masajearon, las rasquetearon, las bañaron, les afeitaron el vello, les pusieron cremas y perfumes. Les lavaron, secaron y cepillaron el largo cabello hasta que brilló como una joya. El castaño oscuro y ensortijado de Marie era precioso, pero el cabello rubio de Celestine y Renée las hacía mucho más valiosas. Las vistieron de seda transparente y les dieron un poco de pechuga de capón y un helado de fruta dulce.

La subasta empezó a la hora en que salía la luna. Mientras miraba lo que sucedía, Marie sintió que la invadía una especie de sopor y se dio cuenta de que la habían drogado para estar seguros de que se portaría bien. Vio cómo vendían a Renée a un gordo negro sudanés, un mercader que se mostraba encantado con ella. Renée abrió la boca para gritar pero no pudo emitir ni un sonido. Solamente sus ojos hablaban de su terror.

Los mercaderes vendieron una muchacha tras otras hasta que le tocó a Marie. Khalid el Bey la compró sin dudarlo un instante, y porque le pareció un hombre amable, ella le rogó que comprara también a Celestine. El Bey aceptó, pero el eunuco que manejaba el harén del gobernador había marcado a Celestine para su amo y la etiqueta obligaba a Khalid el Bey a retirarse de la puja.

Marie fue a parar a la Casa de la Felicidad y Yasmin la adiestró como cortesana. Pero justo cuando estaba a punto de tocarle hacer su debut, Khalid la eligió como regalo para Jean.

Celestine no tuvo tanta suerte. Su resistencia inicial a los acosos de Jamil, le aseguró un éxito inmediato con él. Pero la niña, en su inocencia, se enamoró del cruel capitán y eso hizo que el interés de él se desvaneciera. Cuando el gobernador dio instrucciones a su eunuco de que la vendiera, Celestine se suicidó saltando desde el tejado de una de las torres de la fortaleza Casbah.

Marie se había sentido desolada por esa muerte. Le parecía especialmente terrible a la luz de su propia buena suerte. El amor de Jean la había sostenido en esos momentos. Pero el gobernador turco se había ganado una enemiga. Marie todavía no sabía cómo, pero había jurado vengarse.


Ese día, sin embargo, la venganza no estaba en su cabeza. La noticia de que su ama estaba embarazada la había llenado de felicidad.

– Yo traeré al mundo a los bebés de ambas -le dijo a Skye con orgullo-. Mi madre era la mejor comadrona de las tres aldeas vecinas en Bretaña y yo la ayudaba muchas veces.

– El médico me ha dicho -aclaró Skye- que ya he dado a luz a más de un bebé, pero no me acuerdo. -Suspiró y se preguntó por esos niños. ¿Estarían vivos? ¿Serían niñas o varones? ¿Cuántos años tendrían?

– La señora no debe alimentar al niño -la retó Marie.

Skye sonrió con tristeza ante la muchacha que, con varios años menos que ella, la trataba como una madre a una hija.

– No puedo dejar de preguntarme si mis hijos me extrañan -dijo. Los ojos castaños de Marie se llenaron de lágrimas y Skye se sintió culpable y abrazó con fuerza a la muchacha-. Ahora te he puesto triste y eso no está bien. Dicen que las mujeres embarazadas son muy emocionales. ¿Será verdad? Yo me pongo morbosa y tú lloras. -Hizo una mueca como para burlarse de sí misma y Marie rió a través de las lágrimas.

Skye sonrió y preguntó:

– Maestro Jean, ¿lo dejamos por hoy? Si es así, pasaré el resto de la tarde con Marie en los baños.

El secretario del Bey asintió. Khalid el Bey era un hombre bueno, amable, considerado, y su esposa era una gran dama. A Jean le encantaba que Marie y Skye fueran amigas.

– Id, mi dama. Habéis avanzado tanto con estas cuentas que me llevará al menos dos días alcanzaros. -Sonrió con alegría mientras las dos mujeres se alejaban. La vida era hermosa en casa del Bey.

Esa noche, justo antes de que se sirviera la cena, llegó el capitán Robert Small, cargado de regalos para Skye y gritando sus saludos de marino. Khalid estaba encantado, porque su amigo se había acordado de su esposa, y Skye, conmovida por la forma en que Small se había preocupado por elegir lo que traía. Había varios rollos de seda china, especias raras y un largo collar de perlas de las Indias Orientales. Del Nuevo Mundo, el capitán le había traído una caja de oro delicadamente tallada, forrada en lino blanco, que contenía el collar, el brazalete y los pendientes de esmeraldas colombianas más hermosas que Khalid el Bey hubiera visto en su vida. Las esmeraldas, engarzadas en oro, brillaban con el fuego azul que sólo tienen las mejores piedras.

– Me recordaron vuestros ojos -murmuró el capitán, enrojeciendo.

– Pero, Robbie -sonrió Skye-, ¡qué observador eres! ¡Y qué generoso! -Se inclinó y besó la mejilla hirsuta del capitán-. Muchas gracias.

– Cenarás con nosotros -dijo Khalid. No era una pregunta. Skye fue a avisar al cocinero.

El marino se acomodó en un diván.

– No necesito preguntarte cómo te va, Khalid. Veo que la vida de casado te sienta bien.

– Muy bien, Robbie. ¿Crees que también me irá bien como padre?

– ¡No me digas! -Una expresión de profunda alegría cruzó los ojos del inglés mientras el Bey asentía-. Por Dios, Khalid, qué toro… En mi próximo viaje traeré algo para tu hijo.

– O hija.

– No, hombre, primero varios muchachos. Después una niña, para malcriarla, así es como se hace.

Khalid rió con fuerza.

– Ya está hecho, amigo mío. Debemos aceptar lo que nos dé Alá y estar agradecidos.

La cena se sirvió sin más dilaciones y Robert Small se acomodó junto a la mesa sobre los almohadones. Skye se sentó en un extremo para controlar a los esclavos. Sirvieron una pierna de lechal frotada con ajo y rellena de brotes de romero, sobre un lecho de verduras rodeado de cebollitas asadas. Un bol de alcachofas en aceite de oliva y vinagre de vino tinto. Otro bol de arroz blanco con semillas de sésamo, aceitunas negras, pimienta verde y cebolla salteada. Fuentes con huevos escalfados, aceitunas verdes y púrpuras, tiras de pimiento rojo y tiernas escalonias verdes. Esa comida casera y muy simple se completaba con una canasta de hogazas de pan redondas y chatas, y una fuente de plata con mantequilla. Los esclavos, discretos y atentos, mantenían las copas de cristal llenas de jugo de pomelo fresco sazonado con especias.

Cuando terminó ese primer plato, los esclavos retiraron las fuentes y trajeron boles de plata con agua tibia y perfumada, y pequeñas toallas de lino. El postre consistía en una gran fuente de fruta fresca: dátiles dorados, redondas naranjas de Sevilla, enormes higos, racimos de uva negra y blanca, rojas y tiernas cerezas y peras verdes y doradas. Había también una canasta de filigrana, que contenía pastelitos rellenos de una mezcla de almendra picada y miel. Skye sirvió el espeso café turco preparado a la perfección.

Después se repartieron toallas templadas, para que todos pudieran limpiarse los dedos pegajosos, y los esclavos trajeron pipas para los caballeros. Dos muchachas tocaron música y cantaron suavemente desde las sombras, mientras los hombres fumaban y charlaban. Skye notó que Khalid parecía más cansado que otros días y le hizo una broma:

– Soy yo la que tendría que estar cansada, no tú, mi señor.

Él rió, ahogando un suspiro.

– La idea de la paternidad es agotadora, amor mío. Casi no puedo mantener los ojos abiertos. Voy a retirarme, porque creo que si no me quedaré dormido aquí mismo. Robbie, quédate un rato. Skye tiene muchas preguntas que hacerte y no le he dado ni la más mínima oportunidad. -Se puso en pie. Skye también se levantó y lo abrazó.

– ¿No te importa que me quede un momento?

– No, mi Skye. Llena esa cabecita tuya de las cosas que necesitas saber. -La besó con ternura-. Alá, ¡qué hermosa eres! Este caftán blanco de seda y el bordado de oro destacan las esmeraldas que te ha traído Robbie… Y la llama azul en el centro de las piedras se parece mucho a tus ojos, tal como dice nuestro amigo. -La besó de nuevo-. No me despiertes cuando te acuestes, amor. Dormiré toda la noche.

Ella lo besó también.

– Que descanses, amor mío. ¡Te amo!

Él sonrió con alegría, tocándole la mejilla con un gesto familiar, lleno de ternura. Luego, se despidió de Robert Small y salió del comedor.

– Has sido muy buena para él -dijo el inglés.

– Él es bueno conmigo -le contestó ella.

– ¿No has recuperado la memoria, pequeña? ¿Ni siquiera imágenes sueltas?

– No, Robbie, nada. A veces un sonido, algo que me resulta familiar, pero nunca algo preciso. Pero ya no me importa. Soy feliz como esposa de Khalid el Bey. Lo amo mucho.

Siguieron hablando un rato.


Mientras tanto, en una esquina del jardín se abrió una pequeña puerta que dejó pasar a una figura oscura, envuelta en un velo. Lenta, sigilosamente, Yasmin se abrió paso a través del jardín, sin apartarse de las sombras. Vio dos figuras que conversaban en el salón. Una vestía de blanco. Tenía que ser Khalid. Siempre había vestido de blanco por las tardes y hasta lo había visto de blanco esa misma tarde en su ronda. Oyó una risa en la que reconoció al capitán Small. El capitán y Khalid estaban hablando y seguramente la visita se prolongaría todavía un rato.

Yasmin se preguntó si debía esperar hasta que también Khalid se acostase. La idea de matar a Skye en las narices de Khalid era tentadora. Yasmin adoraba a su amo, pero no podía perdonarle que se hubiera casado con Skye.

Se arrastró pegada a la pared del salón, manteniéndose fuera del alcance de las luces. Oyó el murmullo de las voces, pero sin entender lo que hablaban. «No importa», pensó. Se deslizó por una ventana francesa, subió por las escaleras traseras, que estaban en penumbra, y llegó hasta el dormitorio principal. La puerta estaba abierta y se quedó allí un momento, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Conocía bien la habitación. Miró en dirección a la cama, distinguió una figura acostada, envuelta en las sábanas. Y no lo dudó. Fue hasta la cama y hundió la daga, una y otra vez, en ese ser dormido que gruñó una vez y luego se quedó inmóvil. Yasmin tembló de alegría. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Su rival! ¡Su enemiga! ¡Skye había muerto! Tuvo ganas de gritar de entusiasmo.

Luego, detrás de ella, alguien aulló, un gemido largo, desgarrador. Yasmin se volvió y vio a una esclava que se aferraba a una jarra de agua. La jarra se le cayó de las manos. Yasmin se quedó helada, mirando cómo el cristal estallaba sobre las baldosas y cómo el agua se mezclaba con los trozos formando un arco iris de gotitas desperdigadas sobre el suelo y las alfombras. No podía moverse. Se quedó allí paralizada mientras los gritos de la esclava invadían la casa.

Cuando escuchó los pasos que subían por la escalera, logró por fin moverse. Fue hasta la puerta, empujó a la esclava y trató de huir, pero la esclava la agarró del brazo, gritando:

– ¡Asesina! ¡Asesina! ¡Ha matado al amo!

Alá. ¿Qué gritaba esa loca? Khalid estaba abajo. Ella había matado a Skye. Yasmin se soltó de un tirón y empezó a correr. Tropezó con otra persona y trató de escurrirse, pero entonces sus ojos se encontraron con los de Skye.

– ¡Por Alá! ¡No! -jadeó Yasmin.

– ¡Ha matado al amo! -repitió la esclava.

– ¡Yasmin! ¿Qué ha sucedido? -preguntó Skye. La voz le temblaba de miedo.

Yasmin se apartó de ella y corrió hasta la figura de la cama. Con dedos temblorosos, levantó las sábanas y vio el cuerpo frío y cada vez más rígido de Khalid el Bey. Entonces gimió, y el dolor era grande, intolerable… Su mano se cerró de nuevo sobre la daga. Murmuró angustiada:

– ¡Perdóname, Skye! -Y hundió la daga entre sus senos con todas sus fuerzas. Luego, se derrumbó sobre la alfombra.

Skye se arrodilló junto a ella mientras el capitán Small se acercaba a la cama. El único sonido en la habitación era la respiración entrecortada de Yasmin.

– ¿Por qué? -murmuró Skye-. ¿Por qué, Yasmin? ¡Si tú lo amabas!

Los ojos de la moribunda estaban turbios cuando repitió:

– Perdóname, Skye.

Skye se tragó el odio que le recorría las venas. Esa mujer le había robado a su hombre y ahora le pedía perdón. Quería gritar: «¡Nunca!», pero entonces oyó la voz de Robert Small:

– Vamos, pequeña.

Skye sabía lo que quería el capitán, así que dijo:

– Te perdono.

Yasmin suspiró. Reunió todas las fuerzas que le quedaban e intentó explicase:

– Creía que eras tú. Jamil lo pla…, lo planeó, pero para él, ¿te das…, te das cuenta? Es porque te quiere a ti. Ten cuidado. -Luego, como una vela que se apaga, la vida huyó de sus ojos y Yasmin murió.

Skye se puso en pie. La habitación se había llenado de luz, procedente de las lámparas que sostenían los esclavos, que estaban reunidos en grupitos pequeños como para protegerse mutuamente. Algunas de las mujeres habían empezado a llorar. Skye las miró y luchó por controlarse. No debía derrumbarse ahora, no como cuando había perdido la memoria. Le debía mucho a Khalid el Bey. Tenía que vengarse. No permitiría que el gobernador turco matara a su esposo y quedara impune. ¿Quién había oído la confesión de Yasmin? Sólo ella y el capitán Small estaban suficientemente cerca. Y un poco más apartados Jean y Marie. Los esclavos no habían querido acercarse.

Dio un paso sobre el cuerpo de Yasmin y fue hasta la cama. No había sangre. La daga había tocado los órganos vitales pero no las arterias.

– Quiero estar con mi señor -rogó con la voz calmada, y oyó el ruido de los pies que se alejaban y la puerta que se cerraba.

A solas, lloró su dolor junto a Khalid, temblando, abrazándose como si eso pudiera sosegarlo. Le dolía la cabeza y le sacudían oleadas de náuseas. De pronto, oyó que Robert Small le ordenaba:

– ¡En voz alta, pequeña! ¡En voz alta, o el dolor os matará, a ti y a tu bebé! ¿Es eso lo que quieres? Si es así, será mejor que elijas el camino de Yasmin. Por lo menos es más corto.

Ella vio al inglés, de pie en la puerta. No se había marchado. Cruzó la habitación en tres zancadas, la tomó por los hombros y la sacudió.

– ¡Maldita sea, muchacha! ¡Llora! ¡Grita! ¡Maldice al cielo pero, por Dios, haz que el dolor salga!

Ella empezó a sollozar con suavidad. Él la sacudió con fuerza varias veces, y de pronto, la resistencia de Skye se quebró. Abrió la boca y gimió con gritos tan terribles que toda la casa se estremeció. Las mujeres, que habían sollozado en silencio hasta ese momento, se unieron a los lamentos de su ama y pronto la casa entera temblaba de dolor. El duelo recorrió todo el vecindario y la gente empezó a reunirse. Al poco rato todos sabían que Khalid el Bey había muerto, asesinado a manos de una esclava celosa, su administradora, Yasmin.

Lentamente, el llanto de Skye se agotó. Miró otra vez a su amado esposo, se inclinó y besó sus labios fríos. Luego, sostenida por Robert Small, dejó la habitación y esperó abajo, en la biblioteca del Bey.

– Que vengan Jean y Marie, Robbie. Debo vengarme, y necesitaré ayuda.

Cuando los cuatro se reunieron en privado, Skye les repitió en voz baja las palabras de la moribunda Yasmin. El francés estaba sorprendido y asustado, pero su esposa miró a Skye con rabia y dijo:

– Ese turco es capaz de todo. También mató a mi prima, Celestine. No tiene corazón. -Empezó a llorar-. Se decía el mejor amigo de nuestro amo y lo ha hecho matar a sangre fría, sin dudar, solamente porque quería poseer a su esposa.

Jean la abrazó para consolarla.

– Ambas nos vengaremos, Marie -le aseguró Skye-. Pero antes, tenemos que aparentar tranquilidad. No tiene que sospechar que sabemos que él es el responsable del asesinato de mi esposo. Que se sienta seguro…, entonces lo golpearemos…

– No podéis vengaros del gobernador del sultán y permanecer en Argel -dijo Robert Small con firmeza-. El Dey tendrá que castigaros en nombre del sultán.

– De todos modos, no puedo quedarme más tiempo aquí, Robbie. Me destrozarían los recuerdos de Khalid, de nuestra vida juntos. Y aunque sé que soy capaz de hacerme cargo de la Casa de la Felicidad, ¿quién haría negocios con una mujer aquí? Véndelo todo, pero hazlo en secreto. Y guarda el dinero en casa de nuestro joyero en Londres.

– ¿La casa también? -preguntó Jean.

– La casa, el quiosco de la playa, todo.

– ¿Y los esclavos?

– Prepara documentos de manumisión para todos. Le daré a cada uno su precio en el mercado para que pueda empezar una nueva vida. Los que quieran venir conmigo, que vengan, pero que nadie lo sepa hasta que estemos listos para partir, Jean, espero que Marie y tú vengáis conmigo, pero si preferís volver a Bretaña, lo entenderé.

– No tenemos nada en Bretaña, señora. Nuestras familias ya no existen. La aldea de Marie ya no existe. Preferiríamos quedarnos con vos. Os queremos tanto como al Bey.

– Gracias -dijo Skye-. No sé qué habría hecho sin vosotros.

La puerta crujió y cuando Skye ordenó a quien fuera que entrara, un esclavo le anunció la llegada del gobernador de la fortaleza que ya subía por el sendero del jardín.

– Retenlo unos minutos -le dijo Skye a Jean. Él salió de la habitación inmediatamente-. Robbie, ve tú también. Yo iré arriba por el pasaje secreto de la biblioteca. Marie, rápido…

Skye sacó dos volúmenes forrados en cuero de un estante e introdujo la mano en el hueco para tirar de una manija escondida.

– Ciérralo detrás de nosotras, Robbie -ordenó Skye, dándole los libros. Luego las dos mujeres partieron. Subieron por las escaleras en penumbra que llevaban al antiguo dormitorio de Skye.

– No puedo volver ahí -le dijo Skye a Marie, pensando en la habitación que había compartido con Khalid.

Se quitó rápidamente el caftán blanco.

– Tráeme la bata de gasa, la azul, Marie. -Marie fue a buscar lo que Skye le pedía, sonriendo. Comprendía las ideas de su señora.

– El gobernador estará tan cegado por la lujuria -hizo notar al verla vestida- que se creerá cualquier cosa que le digáis, señora.

Skye asintió.

– No quiero que sospeche -dijo-, y necesito tiempo. Envía a mis esclavas, Marie. El gobernador espera encontrar a la viuda rodeada por sus esclavas, hundida en llanto. No quiero desilusionarlo. -Una mueca de dolor marcó su rostro y, de pronto, empezó a llorar desconsoladamente. Cada tanto interrumpía sus sollozos con ráfagas de risa histérica-. ¡Oh, Dios, Marie! ¡Es tan macabro! ¡A Khalid le divertiría el papel que voy a interpretar ahora!

Marie parecía impresionada y, al salir de la habitación en busca de las mujeres, tenía los ojos llenos de lágrimas. Skye se arrojó en el diván, llorando. «Khalid, mi Khalid -pensaba-. ¡Dios! ¡Quiero despertarme ahora y encontrarlo dormido a mi lado!» Pero en su corazón sabía que sus plegarias no podían tener respuesta. Khalid estaba muerto, perdido para siempre. Oyó que se abría la puerta; las mujeres la rodearon como brillantes mariposas, sollozando y murmurando palabras de consuelo. Skye ni siquiera levantó la vista. Lloró con más fuerza y poco después oyó el grito de protesta de Marie.

– ¡Mi señor Jamil! ¡No podéis entrar en el dormitorio de mi señora! ¡Su pena es demasiado grande para ser compartida con testigos!

– Yo era el mejor amigo de Khalid el Bey -ladró la voz poderosa del gobernador.

«¡Qué Alá lo maldiga!», pensó Skye.

– Es mi obligación consolar a su viuda. ¡Fuera de mi camino! Khalid habría hecho lo mismo por mí.

«Que Alá lo mate en este instante, porque no creo que pueda mirarlo sin traicionarme», pensó Skye en un grito silencioso, pero respiró hondo y trató de calmarse. Vengaría a Khalid.

La puerta se abrió de nuevo y ella supo que Jamil había entrado. Escuchó un ruidito a su alrededor y se dio cuenta de que sus mujeres se habían marchado, dejándola a solas con él. Sollozó.

– Skye, querida, lo lamento tanto…

Ella sollozó con más fuerza todavía, luchando por no reaccionar cuando sintió su mano sobre el hombro. El gobernador la forzó a levantar la cabeza con la otra mano y la miró a los ojos. Era evidente que le sorprendía la profundidad del dolor que vio en ellos, pero, de todos modos, siguió adelante con su plan.

– No temas, hermosa Skye, me ocuparé de ti como lo hacía Khalid -¡Por Dios! Esas esmeraldas valían el rescate de un rey.

– Estoy tan…, tan sola ahora Jamil.

– Yo me ocuparé de ti -repitió él mientras desviaba los ojos hacia los senos de la viuda. Parecían más llenos que antes. ¡Maldita sea! Hubiera deseado tomarla allí mismo, pero no se podía jugar con una viuda mientras el cuerpo de su esposo se enfriaba todavía en la habitación contigua. Ya habría tiempo… Si actuaba con precipitación tal vez perdería la oportunidad de poner las manos sobre la riqueza inmensa de esa mujer.

Ella se apretó contra él, llorando, mojándole la camisa, casi desvanecida entre sus fuertes brazos. ¡Por Fátima, sí que era hermosa! Jamil oía su propia respiración entrecortada, mientras sus ojos devoraban ese cuerpo repleto de curvas perfectas. No quería soltarla, pero no podía seguir sosteniendo así a una mujer a punto de perder el conocimiento. Se puso en pie, la llevó hasta el sillón y la acomodó en él.

«Mira bien, bastardo mal nacido -pensó ella mientras lo observaba con los ojos entornados-. Sueña el último de tus sueños de lujuria, porque no conseguirás otra cosa que sueños.»

Finalmente, Jamil suspiró y se fue a regañadientes. Ella siguió sentada, tranquila, sin moverse, hasta que Marie se unió a ella para decirle que todos en la casa sabían que serían severamente castigados si no la cuidaban con sumo respeto.

– ¡Bestia! ¡Dice que cuidará de mí como hacía mi señor Khalid! ¡Apenas si he podido contenerme y no vomitar cuando me ha tocado! ¡Ah, Marie! ¿Dónde está la justicia en este mundo? ¿Por qué ha tenido que morir Khalid, tan bueno y dulce, mientras que Jamil sigue vivo?

Los ojos de la francesa volvieron a llenarse de lágrimas.

– ¡Ah, señora! Quisiera saber qué contestaros…

Marie se quedó con Skye toda la noche. Ninguna de las dos durmió.


Los arreglos para el funeral se hicieron por la mañana, porque era jueves y, a menos que lo enterraran antes de la caída del sol del sabath, no podrían hacerlo hasta el sábado. Primero lavaron el cuerpo, luego lo envolvieron en una mortaja blanca y sin mácula, que había sido impregnada con las aguas del pozo sagrado de La Meca, el Zamzam, cuando Khalid el Bey hizo su viaje a la Ciudad Sagrada.

Del brazo del gobernador, la desolada y hermosa viuda del Bey, vestida totalmente de blanco, con una banda de luto alrededor de la cabeza, encabezó la procesión a través de la ciudad hasta el cementerio, y dirigió el minucioso ritual de lamentaciones para las mujeres y de lecturas del Corán para los hombres.

La tumba del Bey, una pequeña construcción coronada por una cúpula blanca de mármol, miraba hacia el puerto. Colocaron el cuerpo con el rostro orientado hacia la ciudad sagrada y recitaron las plegarias finales para ayudarlo a llegar felizmente al paraíso. Las pronunció el joven intérprete de las Escrituras, que también los había casado. Skye permitió que enterraran honorablemente a Yasmin, y su cuerpo amortajado fue colocado a los pies del de su amo con la esperanza de que pudiera servirlo en el paraíso. En su dolor, Skye se aferró al cuerpo de su esposo en la tumba y tuvieron que separarla por la fuerza.

Con la caída del sol, Skye estaría a salvo de Jamil durante veinticuatro horas, y durante esas horas, Jean trabajaría febrilmente con Robert Small y Simón ben Judah para poner en orden los asuntos del Bey. El joyero, cuyo sabath seguía al del Islam, conocía a varios compradores posibles para los negocios del Bey, pero no se podía hablar con ellos hasta el domingo, que en Argel era el primer día de la semana.

El sábado por la mañana, un esclavo salió de la casa del Bey con un mensaje para el gobernador de la fortaleza de Casbah. Jamil leyó las palabras dos veces, como si buscara un sentido oculto entre líneas. «Mi señor Jamil, aprecio profundamente vuestra amabilidad. Durante los próximos treinta días me recluiré en un luto absoluto y no recibiré a ningún visitante. Sé que aprobaréis mi decisión.» Firmado: «Skye, viuda de Khalid el Bey.»

Jamil apretó los dientes, frustrado y lleno de rabia. Se daba cuenta de que no podía proponer en matrimonio a una viuda tan reciente, pero había pensado volverla loca de amor para impedir que se la arrebatara algún otro. Luego se le ocurrió algo que le hizo sonreír. Esos treinta días tal vez lo ayudarían. Skye era joven y estaba acostumbrada a hacer el amor regularmente. Después de un mes de abstinencia, sucumbiría con rapidez. Sonrió y dictó a su secretario una respuesta a la carta.

«Lady Skye. Respetaré vuestro período de luto, aunque desearía veros antes. Iré a visitaros puntualmente dentro de treinta días.» Firmado: «Jamil, gobernador de la fortaleza Casbah.»

Skye leyó el mensaje y sonrió. Podía oler la frustración que había detrás de esas palabras y le alegraba herir a Jamil aunque fuera de esa forma. En un mes, los asuntos y negocios de Khalid el Bey en Argel estarían listos para ser finiquitados y ella habría escapado.

Y como si el espíritu de Khalid velara por ella, los días se sucedieron sin sobresaltos y todo salió bien. Simón ben Judah explicó a todos los posibles compradores que había gente menos honesta que ellos que podrían querer engañar a una pobre viuda indefensa y que por eso les pedía que mantuvieran todo en el más estricto secreto, y como los que querían comprar no deseaban que otros se enterasen, el secreto se mantuvo. Cuando finalmente se cerraron las operaciones, Skye comprobó que su fortuna se había duplicado. Transfirió el dinero a Londres, en monedas. La casa y el quiosco de la playa pasaron a manos de Osman, el astrólogo.

Osman fue una de las pocas personas que Skye recibió durante el mes de luto. Había venido una tarde para decirle que deseaba adquirir la casa y el quiosco para él y la hermosa esclava que Khalid le había regalado el día de la boda. Ella se lo vendió con alegría. Le agradaba saber que los lugares que el Bey había amado tanto serían de alguien a quien Khalid había querido y respetado. Skye y Osman se sentaron juntos en el jardín de la casa y ella le sirvió café y tortitas de miel.

– Estáis esperando un bebé -dijo él con calma.

– Sí -le contestó ella sin sorprenderse-. Se lo dije a Khalid la noche que… Estaba tan contento…

– Lo hicisteis muy feliz, Skye. Fuisteis su alegría. Yo le advertí que vuestro destino no era quedaros con él, que volveríais con los vuestros y sé que pronto emprenderéis ese viaje.

– ¡Osman! ¿Me estáis diciendo que he sido la causa de la muerte de Khalid?

– No, querida, no debéis culparos. Khalid el Bey vivió su destino tal como se había planeado desde el principio de los tiempos. Ahora vos debéis seguir el vuestro.

– ¿Quién soy, Osman?

– No lo sé, Skye, pero os diré lo que sí sé, lo que le dije a vuestro esposo antes de la boda. Nacisteis bajo el signo de Capricornio. Vuestra tierra es un lugar hermoso y lleno de niebla, habitado por espíritus poderosos y fuerzas psíquicas. Siempre controlaréis vuestro destino, y os reuniréis con vuestro verdadero compañero.

– ¡Khalid el Bey era mi compañero! -ladró ella, furiosa.

– No, Skye no. Él os amó profundamente, nunca lo dudéis, y sé que vos lo amasteis. Pero hay otro hombre en vuestra vida, alguien que es una fuerza en vos. Estuvo a vuestro lado antes y volverá a su tiempo. Seguid vuestros impulsos, querida, nunca os engañarán.

– ¿Y mi bebé?

– Nacerá sin problemas, Skye, y vivirá hasta la vejez, como vos.

– Gracias, Osman. Siempre llevaré en mí los recuerdos de Khalid, pero llevar en mí a su hijo es algo todavía más maravilloso. Gracias por la seguridad que me dais.

El astrólogo se puso en pie.

– Ahora me voy, querida, y os diré adiós por última vez. Ya que no estaba en la ciudad cuando murió Khalid, permitidme que os presente mis condolencias ahora. Pero si el hombre que vigila esta casa con tanto encono me ve aquí de nuevo, sabrá que tenéis algo entre manos, de modo que no volveré.

– ¡Jamil ha puesto a un hombre a vigilar mi casa! -exclamó ella-. ¿Cómo se atreve? ¡Qué insolencia!

Osman rió.

– Querida mía, se ve a sí mismo como dueño de todo lo que tenía Khalid el Bey y quiere descorazonar a cualquier otro hombre que os desee como esposa.

– Preferiría casarme con una serpiente antes que con él.

– Eso no será necesario -replicó el astrólogo con sequedad-. Os escaparéis con facilidad. Él no sospecha nada. ¿Cuándo os vais?

– Dentro de dos noches. Con la luz de la luna.

– Bien, pero tened cuidado. ¿Y los esclavos?

– Los he liberado. Les daré dinero para empezar una nueva vida. Jean y Marie vendrán conmigo.

– Decidles a los demás que les daré empleo si quieren quedarse. Pedid a los que quieran quedarse que me esperen hasta que tome posesión de la casa dentro de seis días. Si siguen en su puesto como si todo siguiera igual, los espías del gobernador no sospecharán nada. Eso os dará varios días de ventaja. Será suficiente para salir a mar abierto, y una vez allí, será imposible seguiros.

– Gracias, Osman, ¿cómo puedo pagaros?

Él sonrió.

– Interpretando el papel que os ha asignado Alá, querida mía.

Entraron en la casa y se despidieron en el vestíbulo. Skye le tomó la mano y se la llevó a los labios.

Saalam, Osman, amigo mío.

Saalam, Skye, hija mía. Que Alá sea con vos.

Durante los días siguientes, las emociones de Skye fluctuaron constantemente. Estaba asustada. Tenía miedo de lo que la esperaba en la ciudad extranjera de Londres, un mundo desconocido. Pero se sentía feliz con la idea de que le estaba ganando la partida a Jamil. A ratos, se sentía frustrada porque veía que no podía infligirle un daño más grande en venganza por la muerte de Khalid. Sentía alivio y alegría al pensar que Jean, Marie y el capitán Small viajarían con ella, pero tristeza por dejar a un amigo querido como Osman.


Llegó la noche de la partida y se quedó con Marie haciendo un pequeño inventario de las pocas cosas que quería llevarse consigo. La mayor parte de su ropero se quedaría en Argel, por supuesto. Esa ropa no servía de nada en Inglaterra. Sin embargo, quería llevarse algunos de los caftanes para usarlos en la intimidad de su dormitorio. Esa ropa ligera y amplia le sería muy útil en los últimos meses del embarazo. Había hecho coser las piedras preciosas sueltas y las joyas engarzadas que guardaba Khalid a las ropas que usarían en el viaje, para transportarlas con mayor facilidad. Se llevaba sus peines y cepillos de oro, sus frascos de carísimos perfumes y otras cosas que tenían para ella un valor sentimental. Lo había empaquetado todo con sumo cuidado en cajones de madera de cedro y lo había pasado de sirviente en sirviente hasta el marinero inglés que esperaba en la oscuridad de la puerta del jardín. Jamil, que no conocía esa puertecita secreta, no había apostado allí a ningún vigía.

Skye subió al tejado de la casa y miró por última vez la ciudad de Argel. Allá abajo brillaban las luces de la noche, y oyó, finalmente, el rumor de la vida que gemía y lloraba y reía en las calles. Por encima, el brillo de las casas se reflejaba en el cielo de terciopelo y ella lo miró fijamente como tratando de perforar la oscuridad.

– ¡Oh, Khalid! -suspiró, y saltó, asustada por el sonido de su propia voz.

No había llorado desde la noche que lo enterraron, pero ahora logró hacerlo sin detenerse, sin control. Se quedó de pie en el centro de la terraza con la cara levantada hacia el cielo, mientras dejaba que el dolor le bañara las mejillas. Y cuando sintió que ya había llorado cuanto podía, se dijo con suavidad:

– No volveré a llorar así por ti, mi Khalid, mi amor. Tengo tu recuerdo y tengo a nuestro hijo, que no te conocerá nunca. Y tengo que abandonar nuestro hogar, Khalid. Espero que me desees suerte. Yo te deseo lo mismo. -Estaba de pie, tranquila, y en ese momento, una paz inmensa inundó su cuerpo y supo que él estaba de acuerdo con lo que ella hacía-. Gracias, amor mío -dijo. Miró la terraza por última vez y bajó hasta la planta baja de la casa, donde la esperaban los sirvientes para despedirse de ella.

Les habló con tranquilidad, personalmente, uno por uno y ellos le agradecieron la libertad que les había concedido y el dinero de la despedida. Todos habían decidido quedarse a las órdenes de Osman, por lo menos al principio. Cuando la despedida terminó, Skye se unió a Jean y Marie, y juntos atravesaron los jardines para salir por la puertecita del fondo.

La litera cerrada que debía estar allí los estaba esperando. Subieron sin decir palabra, abstraídos en sus propios pensamientos. Los porteadores los llevaron a través de la ciudad hasta el puerto. El capitán Small los esperaba allí y, apenas subieron a la nave, la Nadadora, levaron anclas y el barco se alejó del muelle. Mientras el primer oficial dirigía la operación, Robert Small escoltó a sus pasajeros a sus respectivos camarotes.

Skye no recordaba su llegada a Argel. Pero siempre recordaría la partida. En una colina sobre el muelle, vio el lugar en el que yacía su esposo bajo la tumba de mármol. Y por encima, las siniestras torres de la fortaleza Casbah.

Marie la miró y sonrió con amargura.

– Estamos muy bien vengadas, señora -dijo-. Esta mañana he enviado al gobernador un plato de dulces en vuestro nombre. Los hice yo misma. Uno de los ingredientes es una hierba que lo convertirá en impotente para el resto de su vida. Nunca volverá a hacer daño a una mujer por su lujuria.

– ¡Marie! ¡Ah, maravilloso! Imagina su horror y su vergüenza… ¡Cómo me gustaría estar allí cuando lo descubra!

Las dos mujeres se quedaron mirando en silencio cómo las luces de la ciudad desaparecían en la distancia. Luego, Marie pasó un brazo sobre el hombro de Skye y la llevó al camarote, donde por primera vez en varias semanas, Skye durmió profundamente.

Ahora que la tensión había desaparecido de su vida, empezó a comportarse como una mujer embarazada. Empezó a tener antojos y siempre estaba cansada. Se inquietó y sintió mareos cuando el barco entró en una tormenta al salir de la bahía de Vizcaya.

Marie y Jean se sentaron una tarde con el capitán Small a discutir el futuro de Skye. Todos estuvieron de acuerdo en que Londres no era el lugar apropiado para una mujer que iba a ser madre.

– Es vuestro país -le dijo Marie al inglés-. ¿Adónde podemos llevar a la señora para que dé a luz con comodidad?

– Hay muchos lugares hermosos cerca de Londres -replicó el capitán Small-, pero preferiría un sitio lejos de la ciudad. No es por el bebé solamente. Skye ha sufrido una impresión muy fuerte con la muerte de su esposo. Debería estar bien atendida. He puesto rumbo al puerto de mi ciudad natal, Bideford, en Devon. Tengo un caserón a varios kilómetros del núcleo urbano. Mi hermana, Cecily, vive allí, y ella os recibirá a todos y podrá cuidar de lady Skye. Cuando haya nacido el bebé, podremos irnos a Londres. Pero tal vez en ese momento, ella ya no quiera ir.

La Nadadora rodeó el cabo de Hartland una hermosa mañana de octubre y navegó hacia la bahía de Barnstable para remontar un poco el río hacia Bideford. Skye, de pie, en cubierta, mirando los bosques que bajaban hasta el río, sintió con infalible instinto que ése era un buen puerto. Robert Small tenía razón. Allí nacería sin problemas su bebé.

Y sabía que tendría el valor de enfrentarse a lo que le sucediera luego. Fuera lo que fuese. Como había dicho Osman, Skye estaba siguiendo su destino.

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