TERCERA PARTE

Inglaterra

Capítulo 13

La pequeña ciudad de Bideford, a pesar de su tamaño, era uno de los puertos de mar más prósperos de Inglaterra. El año que Skye llegó allí, Bideford estaba entrando en el período de su mayor desarrollo bajo la protección de la gran familia de Grenville.

Construida en la falda de una larga colina que albergaba un gran bosque, bajaba hacia el río Torridge y estaba rodeada por elevaciones, bosques, fértiles praderas y huertas repletas de manzanos. Era una ciudad colorida y pintoresca de la Inglaterra de su tiempo.

Aunque era un puerto de mar, no estaba justo en la bahía de Barnstable. Para llegar hasta ella había que cruzar el estuario, evitando el peligroso banco que se extendía a través de la boca. El estuario estaba a medio camino entre el Cabo Hartland y la Roca de la Muerte. Frente al gran banco, a unos treinta kilómetros, estaba la isla Lundy, rocosa, llena de colinas coronadas de niebla que, precisamente por esas características, se había convertido en un lugar muy frecuentado por los piratas y contrabandistas de Devon y de otras partes del mundo.

Al otro lado del banco, a salvo, al fondo del estuario, estaba la aldea de Appledore. En Appledore el estuario se transformaba en el río Torridge y el campo se volvía brillante con sus ricas praderas y sus huertas de frutales. Unas pocas millas más arriba, el río llegaba a la verde y fértil Bideford. Y allí, en las colinas de Bideford, se alzaba la casa de Robert Small, Wren Court.

El capitán Small había hecho arreglos para que fueran a buscarlos al puerto cuando él y Skye y la pareja de franceses desembarcaran. Los cuatro viajaron a través de la ciudad hacia las colinas sobre dos caballos castaños y dos grises. La pequeña partida formaba una hermosa imagen mientras se movían entre los árboles subiendo hacia las colinas de color verde brillante.

Cuando se acercaron a Wren Court, Skye exclamó:

– Ah, Robbie. No me habías dicho que tus tierras eran tan hermosas. -Detuvo la yegua castaña sobre la cima de una colina y miró a su alrededor, fijándose en la casa de ladrillos rojos. Jean y Marie se detuvieron junto a ella y Robbie tuvo que hacer lo mismo.

El capitán enrojeció.

– Es de mi familia…, la tierra, quiero decir, al menos desde Enrique v. Wren Court se construyó durante el reinado de Enrique vii. Por eso tiene la forma de la inicial de su nombre [1].

Skye lo miró con sus ojos azules y bromeó:

– Eres excesivamente modesto, Robert. No me esperaba algo tan bello.

– Nosotros somos de la nobleza, Skye. Siempre hay uno o dos Small en el Parlamento. Desgraciadamente no me he casado y no tengo heredero. Y mi hermana Cecily enviudó sin hijos. Supongo que Wren Court quedará en manos de primos lejanos. -Suspiró y luego agitó las riendas y el potro gris que montaba dio un brinco hacia el hogar. Los demás caballos lo siguieron al galope.

La casa era exquisita. Una pequeña y perfecta joya de ladrillos color miel, cubierta en parte de hierba oscura y rodeada de tierras verdes. El centro de la H tenía dos pisos de altura, y los costados, tres. Skye descubriría luego que la sección de dos pisos contenía en la parte inferior un gran salón lleno de luz. El salón terminaba en dos grandes escaleras, una a cada lado, que llevaban a la galería del piso superior, una galería llena de pinturas. Como ese segundo piso no tenía puertas, el primero y el segundo juntos formaban una gran habitación. Las alas del piso principal, a los lados de la entrada, eran para las cocinas y los comedores. El segundo, detrás de la galería, albergaba la biblioteca y los salones, y en el tercero había varios dormitorios.

Cuando cabalgaron por el sendero de piedrecitas, Skye se sintió todavía más subyugada por los rayos del sol que llegaban a las muchas ventanas con adornos de hierro, y por la profusión de rosas que perfumaban el aire. Sobre el sendero circular se había tallado en piedra el escudo de armas de la familia. Cuando llegaron a la puerta de la casa, aparecieron cuatro muchachos para ocuparse de los caballos y Robert Small depositó a Skye en el suelo, con cuidado.

Una mujercita regordeta de ojos azules muy burlones y fuertes, cabello blanco y mejillas sonrosadas se acercó hasta el umbral para saludarlos.

– ¡Ah, así que por fin has vuelto, Robbie! ¿Ella es la señora Goya del Fuentes? -Y sin esperar una respuesta, abrió los brazos para recibir a Skye-. ¡Pobrecita niña! Bueno, ahora estás a salvo y yo me ocuparé de tu bebé. ¡Pasa adentro, pequeña!

La señora Cecily hizo entrar a Skye, a Jean y a Marie en la casa y los condujo a una salita de recepción donde brillaba un fuego acogedor.

– Sentaos. Nunca voy a entender la razón por la que Robert aceptó que una muchacha en vuestras condiciones cabalgara desde la ciudad. Podría haberos llevado en el coche, hubiera sido mucho más seguro. No importa, ahora estáis aquí y estáis bien. ¡Robert! ¡Ve a ver lo que le pasa a la lenta de Martha! Debería haber galletas y vino para estos viajeros cansados…

– Por favor, lady Cecily, debéis llamarme Skye. Lady Goya del Fuentes es tan largo…

– Gracias, pequeña. Ya sabes que soy una mujer simple, así que voy a decir lo que tengo que decir ahora, y así sabremos qué pensar una de la otra. -Cecily hizo un gesto a Jean y a Marie, que se habían sentado en un gran sofá a la derecha del fuego y la escuchaban con atención-. Sé que puedo hablar frente a tus sirvientes porque son también tus amigos. Robbie me ha escrito sobre ellos.

Skye asintió. Cecily respiró hondo.

– Mi hermano me ha contado parte de tu historia. ¡Pobrecita! Debe de ser terrible no recordar nada de tu pasado. No puedo aprobar el negocio de tu esposo, desde luego, pero veo que tú eres una dama. Es más que evidente. Y Robert siempre habló muy bien de Khalid el Bey. Eso es suficiente para mí. Te doy la bienvenida a Inglaterra de todo corazón. Nuestra casa es tuya hasta que tú decidas marcharte. Para siempre, si lo deseas.

Skye sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Gracias, lady Cecily. ¡Gracias de todo corazón! No sólo por mí sino también por mis amigos.

– ¡Ah, por Dios, casi me olvido, hija! Robert, hice que reamueblaran y arreglaran la casita del fondo del jardín para vosotros -dijo, señalando a la pareja francesa-. Supongo que preferiréis estar solos.

Jean y Marie se sintieron conmovidos. La casa que les entregó Cecily hizo que Marie se volviera loca de alegría. Era de ladrillo rojo, como la mansión principal, con un techo de tejas rojas nuevo y ventanas pequeñas.

Tenía dos habitaciones. La primera era una cámara grande con un gran hogar y la otra un pequeño dormitorio con una gran cama de roble barnizado. Toda la casa estaba amueblada con piezas de roble macizo tallado. Los suelos de piedra estaban pulidos y barridos. Había malvas reales y margaritas junto a la puerta. Cecily había pensado en todo. Había preparado una pequeña habitación repleta de libros, junto a la habitación, que tenía una entrada por el jardín, para que Jean pudiera trabajar allí.

Skye se alegró de ver a sus dos amigos tan contentos. No sabía cómo agradecérselo a la hermana de Robert, pero la inglesa hizo un gesto como para que dejara de pensar en ello, mientras le brillaban los ojos azules.

– No hace falta, pequeña. ¿Para qué están los amigos? -Y después condujo a Skye hasta la planta alta de la casa principal.

Las habitaciones de Skye ocupaban el ala sudoeste del segundo piso. El salón tenía un gran hogar de piedra gris con una repisa tallada. Las dos grandes ventanas, en forma de diamante, con paneles de plomo, estaban adornadas con cortinas de terciopelo azul oscuro. Una mirada al sur, sobre la rosaleda, que ahora estaba toda florecida. Los suelos de tablones anchos y pulidos de roble estaban cubiertos de mullidas alfombras turcas azules. En la otra parte de la habitación, a ambos lados del hogar, había dos puertas arqueadas y revestidas con paneles de madera. Ambas daban al dormitorio cuyas ventanas se abrían hacia el sur y el oeste. La habitación era luminosa y brillante todo el año, sobre todo en invierno. La chimenea, que daba la espalda a la del comedor, tenía una hermosa repisa de baldosas. Las cortinas eran de terciopelo rosa y el color hacía juego con la cama y con la colcha. Había también una alfombra turca en oro y azul.

Al fondo del dormitorio había un pequeño ropero. Los muebles eran de roble. Había jarrones con flores frescas en las tres habitaciones. Skye supo que allí sería feliz.

Cecily le presentó a una muchacha de mejillas sonrosadas como manzanas, a la que llevaba de la mano.

– Ella es Daisy, querida. La he elegido para que cuide de ti.

La muchacha mostró una sonrisa amistosa, dejando ver unos dientes no del todo sanos, y después hizo una reverencia.

– Me place serviros, señora.

Skye sonrió.

– Gracias, Daisy. He estado varias semanas en un barco y lo que realmente deseo en este momento es un buen baño. ¿Te parece que se puede arreglar?

– ¡Sí, señora! Os sacaré las botas, y mientras descansáis un ratito, prepararé el baño.

Cecily sonrió con alegría.

– Os dejo en buenas manos, Skye. Daisy os conducirá al salón a la hora de la cena.

En menos de una hora, Skye estaba disfrutando de una buena tina de agua caliente junto a la chimenea de su dormitorio. Habían colocado una pantalla circular alrededor de la profunda tina de roble. Se sumergió en la tibieza, agradecida, y sintió cómo se relajaba su cuerpo después de semanas de navegación. El aire se llenó de la fragancia damasquina del jabón. Daisy se movía en silencio por la habitación, desempaquetando los baúles de Skye y colocando la ropa en su lugar. Para su sorpresa, Skye había descubierto dos baúles con la última moda inglesa en su camarote del barco. Robbie se había reído:

– Argel es un puerto internacional, Skye. Hay de todo.

Daisy salió de detrás de la cortina y cogió el jabón para lavar a Skye, mientras charlaba todo el tiempo con alegría.

– Ah, madame, vamos a sacaros toda esta horrible y pegajosa sal. ¡Mi Dios! ¡Qué hermoso color de piel tenéis! -Frotaba con fuerza, lavando a fondo el cabello renegrido de Skye, que luego secó con cuidado y aseguró en un moño sobre la cabeza.

Skye salió de la tina y Daisy la envolvió en una toalla templada. Una vez que se hubo secado, Skye se acercó al espejo y se examinó con cuidado. Era evidente que los senos habían aumentado de volumen, y empezaba a notar una cierta redondez en el vientre. ¿Cómo sería el hijo de Khalid? ¿Tendría los ojos dorados y el cabello rizado como su padre? «¡Ah, Khalid, cómo te extraño!»

En silencio, Skye se dejó poner un vestido de seda azul oscura. Era simple, pero elegante, y era acorde con su situación de joven viuda de un rico mercader. Las joyas que lo acompañaban eran los anillos que le había regalado Khalid, un zafiro y el anillo de oro de la boda. Tenía el cabello cepillado y peinado en corona sobre su cabeza. Y sobre el cabello, usaba una elegante gorra blanca.

Allí vivían solamente Skye, Robert y Cecily Small, de modo que la cena era simple. Jean y Marie habían preferido quedarse en su casa. Skye no podía culparlos, porque era la primera vez en su vida de casados que podrían disfrutar de una intimidad completa. ¡Ah, ella los envidiaba! Se sacudió los recuerdos con un gesto. Khalid el Bey había muerto y ella debía seguir adelante.

Robert Small le había creado una identidad que le serviría para satisfacer la curiosidad de la gente. Admitiría ser irlandesa y explicaría de este modo la ausencia de un apellido de soltera y un pasado: un capitán la había llevado de muy pequeña a un convento francés en Argel, al haber muerto sus padres en su barco, en el que viajaban con pasajeros. El capitán no conocía sus nombres, porque ellos habían pagado el pasaje en oro por adelantado. La niña, que tenía unos cinco años más o menos, y que decía llamarse Skye, creció con las monjas católicas de Argel. Cuando tenía dieciséis años, el señor Goya del Fuentes la vio rezando en la iglesia y pidió su mano a las monjas. Era un hombre rico y uno de los mercaderes más respetables de la ciudad. Cuando murió súbitamente, Skye decidió marcharse a Inglaterra, y Robert Small, como socio de su esposo, la había tomado bajo su protección.

Cecily conocía la verdadera historia de Skye, por supuesto, pero estaba de acuerdo con su hermano en que una historia menos espectacular sería mucho más adecuada para los extraños.

Los amigos y los parientes de la familia Small aceptaron de buen grado la llegada de Skye y sus sirvientes, y su estancia en Wren Court. Los sirvientes, que pasaban chismes de una casa a otra, sentían afecto por aquella pobre viuda embarazada. Skye era modesta y amable, una dama en todo sentido, aunque fuera papista. El recuerdo de Mary Tudor todavía estaba fresco entre los ingleses, que en general toleraban el catolicismo.


La primera nevada no cayó hasta poco antes de Navidad y los habitantes de Devon empezaron a hablar del duro invierno que se acercaba. Skye había confiado el secreto de su memoria perdida al sacerdote del lugar. El padre Paul, anciano y amable, le había vuelto a enseñar los rudimentos de la religión católica.

Aunque sus enseñanzas no evocaron nada en particular en la mente de Skye, le parecieron extrañamente reconfortantes. Había decidido hacerlo porque le parecía que si no acudía jamás a una iglesia católica, despertaría las sospechas de todos. Era evidente que en Inglaterra era necesaria una etiqueta y que, incluso con la de papista, podía ser una mujer más respetable que sin ninguna.

Un poco después de Candelaria, en febrero, Marie dio a luz a un varón grandote al que bautizó con el nombre de Henri. Skye le había bordado algunos trajecitos. Le encantaba sentarse en casa de Marie mientras ella alimentaba al niño. El bebé que ella llevaba en su seno era fuerte y pateaba constantemente, lo cual la incomodaba pero la alegraba también. Había decidido llamarle James, que era la traducción inglesa del nombre español de Khalid el Bey, Diego. A medida que se acercaba el momento, se sentía más intrigada y ansiosa con la idea del nacimiento.

El 5 de abril, antes de que Cecily tuviera tiempo de llamar a la comadrona, nació el bebé de Skye. Marie se ocupó de todo y el parto fue rápido y no presentó complicaciones. Apenas el bebé pasó entre las piernas de su madre y dio un grito, Skye cayó en un desmayo reparador.

Marie murmuró mientras le entregaba la criatura a Cecily:

– ¡Pobre señora! ¡Bueno, es la voluntad del Señor!

Cuando Skye abrió los ojos, se descubrió vestida con un camisón limpio y con el cabello cepillado y peinado en dos trenzas.

– Quiero ver a mi hijo -le pidió a Cecily.

– Es una hermosa niñita, querida. Nunca he visto una más bella. -Cecily puso el dormido bebé en brazos de Skye.

Skye miró a su hija por primera vez. Era una criatura pequeña y hermosa con una mata de cabello oscuro y húmedo, grandes pestañas negras, mejillas rosadas y una seductora boca roja. Su piel era tan clara como la de Skye.

– Una hija -dijo ella-. No esperaba una niña.

– ¿Qué nombre vas a ponerle, querida? -le preguntó Cecily con amabilidad.

Skye miró las ventanas del otro lado de su habitación. En el jardín, las flores de primavera ya se habían abierto y un sauce volcaba sus nuevas hojitas color verde claro junto al estanque.

– La llamaré Willow [2] -dijo-. Creo que es adecuado que la hija de Khalid el Bey lleve el nombre del árbol que sabe llorar.

Aunque había nacido en tiempos de tristeza, Willow era una niña alegre. Todos la adoraban, desde su madre hasta la última de las muchachas que trabajaban allí. Todos trataban de hacerla reír.

Cuando su hija tuvo cinco meses, Skye decidió que era el momento de ir a Londres. Robert Small había hecho solamente un corto viaje a la costa africana desde que la había traído a su casa, hacía diez meses. Aunque a su hermana le gustaba tenerlo en casa, él deseaba llevarse a la Nadadora a una larga travesía. Pero primero debía ir a Londres y ver si lord de Grenville podía conseguir cartas con el patronazgo de la reina para sus barcos. Skye quería invertir en esa próxima aventura y, además, quería ver la capital.

La Nadadora estaba en Plymouth, en la parte del canal que quedaba frente a Devon. Jean iría a Londres con Skye, y Marie se quedaría en Wren Court cuidando a los dos bebés. Había alimentado a Willow desde su nacimiento, porque sus senos de campesina producían leche suficiente para ambos niños. Para alivio de Cecily Small, Skye consideraba que el aire templado de Devon era más saludable para su hija que el clima de Londres, así que Cecily se sentía realmente feliz. Skye era la hija que nunca había tenido, y Willow, su nieta. Le dolía que una de ellas se fuera y le hubiera roto el corazón perder a las dos al mismo tiempo.

Skye también sentía el dolor de la separación.

– Ah, ¡cómo me gustaría que vinieras conmigo, Cecily! Tengo tanto que hacer, y tu ayuda sería inestimable. No sé en qué estado puede estar la casa, y probablemente tenga que amueblarla. Prométeme que cuando lo haya hecho, vendrás a Londres con Marie y los niños.

– Claro que sí, hija. Que el señor me asista, no he ido a Londres desde que era una niña, y eso fue hace treinta años… Creo que realmente me gustaría ir, y lo haré apenas la casa esté lista.


Skye salió de Wren Court a caballo, una brillante mañana de otoño. Skye se había quedado un rato con Willow, porque odiaba dejarla. Finalmente, Robbie le había gritado con exasperación.

– ¡Maldita sea, pequeña! Cuanto antes llegues a Londres, más pronto podrás volver…

Skye besó a su hija y montó su caballo. La campiña estaba llena de colinas. Cabalgaban a través de campos casi listos para la cosecha, prados con ovejas y ganado de Devon y huertas florecientes. Más adelante, el granito que dominaba el paisaje de Dartmoor se desprendía de las paredes rocosas de las colinas, y cuando llegaron, pasaron la noche allí, en una hostería llamada «La Rosa y el Ancla».

A su llegada, la hostería estaba vacía, así que Robbie decidió que podían comer en el salón común, pero apenas empezaron a servirles la cena, llegó un grupo de jinetes.

– Maldita sea -murmuró Robbie, irritado-. Ojalá hubiera pedido una cena privada. Son nobles, y si se ponen pesados, nos va a costar salir del paso.

De pronto, una voz poderosa retumbó en la habitación y un hombre se separó del grupo.

– ¡Robert Small! ¿Eres tú, viejo lobo de mar?

Los ojos de Robbie se encendieron y se levantó inmediatamente.

– Milord De Grenville… Me alegro tanto de verle… Venga a tomar una copa de vino con nosotros.

De Grenville ya había llegado a la mesa.

– Tus modales, Robbie -lo retó-. No me has presentado a la dama.

El capitán enrojeció.

– Perdonadme; Skye. ¿Puedo presentarte a lord Richard de Grenville? Mi señor, ella es la señora Goya del Fuentes, esposa del que fue mi socio en Argel. Los escolto, a ella y a su secretario, Jean Morlaix, hasta su casa de Londres.

Skye extendió la mano con elegancia y De Grenville se la besó.

– Milord.

Madame. Un placer, os lo aseguro. Me parece de muy mal gusto por parte de Robbie tener tanta suerte…

– ¿Suerte, milord?

– Es una suerte escoltar a la mujer más hermosa de Londres.

Skye rió y se sonrojó.

– Milord De Grenville, lamento decir que me habéis apabullado con vuestros halagos. Por favor, sentaos y acompañadnos.

– No sois española -dijo él mientras se sentaba.

– No, soy irlandesa.

De Grenville se sirvió otra copa de vino.

– Sí, he tenido esa impresión apenas os he visto. Las mujeres más hermosas del mundo son irlandesas. Decidme, señora, ¿qué os parece Inglaterra? ¿Es vuestro primer viaje aquí?

– Sí, y la verdad es que me gusta mucho, milord De Grenville. Hace un año, aproximadamente, que vivo en casa de Robbie.

– Skye estaba embarazada del hijo de su esposo cuando llegamos -explicó Robbie con rapidez antes de que De Grenville supusiera algo que no debía.

– ¿Un varón o una niña, señora?

– Una niña. Se llama Willow. La he dejado en Wren Court con Cecily Small y la nodriza. No sé en qué condiciones voy a encontrar la casa de mi esposo, y hasta que no la amueble y la adecente, creo que mi hija estará mejor atendida en Devon.

Al otro lado de la habitación, los amigos de De Grenville se divertían en una mesa y uno de ellos, un hombre delgado, rubio y arrogante la miraba con impertinente insistencia. Cuando se dio cuenta, Skye se sintió molesta, y el hombre, apenas vio que ella lo miraba, levantó una ceja de una forma que sólo admitía una interpretación posible. Era una petición tan clara como si lo hubiera expresado con palabras, e igualmente insultante. Ella se volvió, furiosa, con un movimiento brusco de la cabeza, y siguió escuchando las palabras de De Grenville.

– Muy inteligente de vuestra parte, madame. Londres no es una ciudad para criaturas.

– Eso me dijeron, milord -replicó Skye. Y luego-: Decidme, señor, ¿quién es ese amigo vuestro que me mira con tanta impertinencia? El que tiene cara de ángel.

De Grenville ni siquiera se molestó en volverse. La descripción de Skye era suficientemente clara.

– Lord Southwood, señora, conde de Lynmouth.

– Robbie, por favor, acompáñame a mi habitación y haz que me traigan la cena en una bandeja. El conde no deja de mirarme como si yo fuera un paquete de dulces. -Skye se puso en pie mientras se sacudía la falda de montar llena de migas-. Buenas noches, milord De Grenville -dijo, y le tendió la mano. Él se la besó.

– Espero que nos encontremos en Londres, señora. Ahora, dejad que os escolte a los dos. Así no tendréis problemas al pasar junto a vuestro ardiente admirador.

Pero no iba a ser tan fácil. Cuando se acercaron a la puerta del salón, el conde de Lynmouth se puso en pie y les cerró el paso.

– No antes de que me hayas presentado, querido Dickon. No puedes acaparar a todas las bellezas para ti solo.

De Grenville se encogió de hombros.

– Vamos, Southwood, ahora no. La dama se va.

– Señora, ¿qué os parece una copa de vino conmigo?

– Por supuesto que no, caballero -le ladró Skye. Lo empujó y dejó el salón. Robbie la seguía.

De Grenville rió en voz baja.

– Geoff, te han ganado en buena ley…

Lord Southwood se puso blanco.

– ¿Quién es, Dickon?

– La viuda del socio del capitán Small.

– No es española.

– Su esposo era español. Ella es irlandesa.

– Es magnífica. Y un día será mía. Sí -dijo Southwood.

– He oído que te gustan las mujeres que no saben defenderse. La señora Goya del Fuentes es muy rica, Geoff. No podrás asustarla y no la ganarás con tres monedas, te lo aseguro. Te predigo que te mandará a paseo.

– ¿Cuánto apostarías, Richard?

De Grenville dejó que una sonrisa le encendiera el rostro. Southwood tenía un magnífico semental que él deseaba.

– Un año, Geoff. Al final de ese tiempo, me darás tu Fuego de Dragón.

– Seis meses, Dickon, y después de eso me darás tu barca.

De Grenville hizo una mueca. Su barca era la más elegante del río y hasta la reina la envidiaba. Sin embargo, razonó, la señora Goya del Fuentes no era ligera de cascos, y era evidente que Southwood la había disgustado mucho. Era muy difícil que sucumbiera y, además, realmente deseaba el potro.

– ¡Hecho! -dijo en tono burlón-. Tu potro contra mi barca. El plazo es seis meses a partir de hoy. -Tendió la mano y Southwood se la apretó con fuerza.

– Trata de no estropear mi barca este otoño, Dickon -se burló el conde-. Cuando llegue la primavera quiero llevar de paseo a mi nueva amante en ella.

– No pienso estropearla, Geoff. Y tú, cuida a mi potro y no lo sobrealimentes…

Los dos hombres se separaron. Cada uno estaba seguro de que ya tenía lo que siempre había deseado del otro.

Geoffrey Southwood no sabía lo que lo intrigaba más, si la hermosura de la viuda, su aire de dama de alta sociedad o su desdén. Le gustaba la idea del desafío, el cortejo, la conquista. Y sería la envidia de Londres si la conseguía como amante. Sería suya, fuera como fuera.

Capítulo 14

La casa de Skye estaba sobre el Strand on the Green en la aldea de Chiswick, en las afueras de Londres. Era el último edificio de la calle y era mucho menos pretencioso que los edificios vecinos. Más allá quedaban los palacios de los grandes señores como Salisbury, Worcester y el obispo de Durham.

Skye y los suyos habían navegado por la costa desde Plymouth, hasta la boca del Támesis. Allí, La Nadadora había anclado un tiempo a la espera de una oportunidad para atracar en Londres. Skye, Jean Morlaix y Robert Small habían desembarcado y cabalgado para adelantarse. Pasarían varias semanas hasta que el barco pudiera obtener espacio en el muelle de la ciudad y Robert Small confiaba en su primer oficial para hacerse cargo del mando en su ausencia.

Rodearon el centro de la ciudad y pronto llegaron a Chiswick. Era una pequeña y encantadora aldea con una hostería excelente, el Cisne, en uno de los extremos de la calle. Se detuvieron allí para refrescarse con copas de sidra recién embotellada, pan caliente, jamón rosado y un queso dorado y picante. Skye estaba hambrienta y comió con ganas, cosa que el dueño de la hostería, gordo y grandote, aprobó con alegría. Cuando la vio comer así, le sirvió otra copa.

– ¿Estáis de paso? -preguntó.

Skye le dedicó una sonrisa arrolladora que lo dejó sin habla.

– No -dijo-. Tengo una casa aquí, señor, y he venido a vivir en ella.

– ¿Qué casa, señora? Creía conocer a todos los habitantes de la aldea y sus familias. He crecido aquí. Desde que hay una hostería en Chiswick, es de los Monypenny; ése es mi apellido. En realidad -dijo y rió entre dientes mientras su enorme vientre se bamboleaba bajo la camisa-, nadie está muy seguro de quién llegó primero, si el Cisne o los Monypenny. ¡Ja, ja, ja!

Jean y el capitán miraron a un lado, pero Skye rió y eso hizo que el hostelero se sintiera todavía más contento.

– Soy la señora Goya del Fuentes, señor Monypenny. Mi casa se llama Bosqueverde y es la última sobre el Strand. Pertenecía a mi esposo.

– ¿Sois española? -la voz del hostelero se había llenado de desaprobación.

– Mi esposo lo era. Yo soy irlandesa.

– Irlandesa…, casi tan malo como ser española -fue la respuesta.

Mon Dieu! Quel cochon! -murmuró Jean.

– Señor Monypenny… Os agradeceré mucho que recordéis vuestros buenos modales cuando os dirigís a la señora. Ella es una dama respetable y buena, y no permitiré que la insulten en mi presencia. -La mano de Robert Small se posó en su espada.

El gordo hostelero miró al pequeño capitán.

– ¡Que el señor me proteja! -dijo y rió entre dientes-. Debe de ser realmente una dama importante para que la hormiga se atreva a enfrentarse con la araña… Mis disculpas, señora, es que el recuerdo de Mary la Sangrienta y su esposo español es algo difícil de olvidar.

– ¿Mary la Sangrienta?

– La última reina. La que estaba casada con Felipe de España. La hermanastra de la reina Isabel.

– Ah, sí, claro, señor Monypenny. Comprendo -dijo Skye. Había oído la historia de la triste hija de Catalina de Aragón de labios de Cecily Small-. Bueno puedo aseguraros que no me parezco a Mary en nada. Mi hija y yo no tenemos familia en España y por eso he venido a Inglaterra. La hospitalidad inglesa es famosa en todo el mundo.

El hostelero se infló de orgullo.

– Y así debe ser, señora. Así debe ser. Seréis feliz aquí, en Strand. Ahora, si me disculpáis, tengo trabajo… Vuestra casa es la última de la calle. ¡Ah!, el último inquilino la dejó en muy malas condiciones, señora, si me permitís decirlo. Creo que deberíais tomar una habitación aquí para vos y los vuestros. La verdad es que vuestra casa no es habitable como está.

– ¡Robbie! ¿No le notificaron al agente que me preparara la casa?

– Claro que sí, Skye.

El hostelero hizo un gesto de tristeza.

– El agente es el señor Taylor, ¿verdad? Muy mala reputación, pero claro, vos no podíais saberlo…

– ¿Mala reputación? ¿En qué sentido, señor Monypenny? -preguntó Robert Small.

– Le alquiló la casa a dos jóvenes para sus…, sus… frivolidades, digamos. Les pide el doble de lo que vos pedís y se queda con la diferencia. Después cobra la comisión como si tal cosa.

– ¿Y cómo es que vos sabéis todo eso?

– Viene a tomar una copa aquí de vez en cuando. Pero no sabe beber, se emborracha enseguida y se va de la lengua… Una noche, durante el reinado de la última reina, estuvo enorgulleciéndose de la forma en que estafaba al dueño de la casa, un español, según dijo.

– Mejor será que vayamos a ver la casa, Robbie. -El capitán asintió-. Os quedaría muy agradecida si nos guardarais habitaciones, señor Monypenny, y un comedor privado. Y os pediré un baño cuando vuelva.

– Enseguida, señora.

Robert Small y Skye volvieron a montar a caballo y cabalgaron por la calle que corría paralela al río. Skye estaba impresionada por las grandes casas que se habían levantado en aquel lugar. A medida que se acercaban al final de la calle, las casas se hacían menos ostentosas hasta que, finalmente, apareció una última casita encantadora de ladrillos rosados. Estaba construida en medio de un parquecito privado. Las puertas parecían oxidadas y estaban abiertas y olvidadas. Robert Small se mordió los labios. Empujó uno de los dos portones y encabezó la marcha a través del jardín.

El parque estaba muy abandonado, los árboles llenos de ramas secas, los parterres inundados de hierbajos del alto de la rodilla. Cuando llegaron a la casa, descubrieron varias ventanas rotas y la puerta principal abierta y pendiendo de sus goznes.

– El señor Taylor va a tener mucho que explicar -gruñó Robbie-. ¿Dónde demonios está el guarda? Debería estar aquí todo el tiempo. Jean, ¿no le pagaste un año de sueldo el año pasado?

Oui, capitán. Pero le envié el dinero al agente, al señor Taylor.

– Es obvio que fue dinero perdido -dijo Skye-. Y el daño ya está hecho. Veamos si el interior está en las mismas condiciones.

Entraron en la casa y revisaron, con creciente incredulidad, las habitaciones de la planta baja. Después, Robert Small, corrió escaleras arriba para ver el primer y segundo piso. Tenía la cara desencajada cuando bajó.

– ¡Nada! -rugió-. ¡Ni un mueble en toda la casa! ¡Ni cortinas, ni alfombras, ni plata! ¡Te han robado! ¡Ese sucio bastardo se lo ha llevado todo!

– El señor Monypenny sabía lo que decía -observó secamente Skye-. No pienso permitir que me tomen por tonta, Robbie. El señor Taylor tiene que pagar por esto. Lo quiero arrestado y en prisión. Pero supongo que los muebles desaparecieron hace ya mucho. Estuviste varias veces aquí, Robbie. ¿Recuerdas algo que tuviera mucho valor?

– Solamente los muebles de una casa de este tipo.

– Eso se reemplaza con facilidad, Robbie. Gracias a Dios que Marie y los niños se han quedado en Devon. Vamos, Jean. Volvamos al Cisne. Estoy cansada, quiero darme un baño y, de todos modos, no se puede hacer nada hasta mañana.


A la mañana siguiente, Skye cabalgó hasta Londres. Visitó al ebanista, al tapicero, al orfebre y a los artesanos del bronce y del hierro. A todos les dijo lo mismo:

– Si lo tenéis listo dentro de una semana, os pagaré más. -Y abonó en el acto el precio total de lo que había encargado.

En el Cisne entrevistó a los que se ofrecían para trabajar en la casa y, con la ayuda del señor Monypenny, empleó a una tal señora Burnside como ama de llaves; a media docena de criadas y sirvientes; al señor Walters, como mayordomo, y a su esposa, como cocinera. La señora Burnside tenía una hermana viuda que podía hacer de lavandera junto con sus dos hijas. El personal de puertas afuera consistiría en un jefe de jardineros y un jefe de caballerizos, con dos ayudantes cada uno, y un guarda para vigilar los portones. Muy pronto, harían falta niñeras para cuidar de Willow: una lavandera, una señorita de compañía y un ayudante. Comparado con el de las grandes casas del vecindario, sería un personal más bien modesto.

Al segundo día, Skye inspeccionó la casa con detenimiento. En el semisótano había una gran cocina que daba a un pequeño huerto de hortalizas y especias. La cocina tenía dos hogares con hornos de ladrillo, uno de los cuales era tan grande que podía albergar medio costillar entero. El otro, más pequeño, estaba pensado para hornear el pan y hervir guisos. A un lado de la cocina había una despensa fresca y al otro un fregadero. Más allá, un gran salón para los sirvientes con un gran hogar y varias habitaciones.

El ama de llaves tenía una habitación para ella sola, como el mayordomo, su esposa y el cocinero. Las cuatro ayudantes de la cocina compartían una habitación y la lavandera y sus dos hijas, la otra. Había una pequeña alcoba en la pared de la chimenea que se asignó al joven pinche de cocina, que era demasiado pequeño para compartir habitación con los demás sirvientes de su sexo. Las seis sirvientas de la casa dormirían en las habitaciones de la planta superior. Los seis sirvientes, los tres caballerizos y los dos ayudantes del jardinero tenían sus habitaciones junto al establo. El jefe de jardineros y su esposa vivirían en una pequeña casita oculta en el jardín, y el guarda y la suya, en la casita junto a los portones. Jean y Marie habitarían un ala de la casa principal. Marie seguiría con sus obligaciones como dama de compañía de Skye, mientras la niñera se hacía cargo de Willow y Henri. Para el personal que cuidaba a los niños había habitaciones junto al dormitorio de los pequeños.

En la planta baja había un gran salón comedor, un recibidor y las habitaciones de Jean y su esposa. El primer piso albergaba una biblioteca, una pieza más pequeña que serviría de despacho para Jean y dos salones de recepción que podían unirse y convertirse en uno si se deseaba organizar un baile. El tercer piso albergaba el dormitorio de Skye, su salón privado y el ropero, además de dos habitaciones de huéspedes y los dormitorios de las niñeras y los niños.

La casa estaba junto al río; lo suficientemente alejada como para tener un jardín trasero con paredes que se elevaban desde la orilla del río. Skye disponía de su muelle privado, lo que era muy ventajoso, porque le permitía contar con barca propia. Inmediatamente, mandó construir una y pronto agregó a su personal a un hombre para cuidarla y manejarla. Todos en la casa se alegraron, porque el viaje a la ciudad resultaba mucho más agradable por río que a caballo, sobre todo si el viaje se hacía en tiempos de inquietud.

Los artesanos contratados por Skye se dieron prisa ante la promesa de una paga extra. En una semana, tuvo todo lo que había pedido, y todo era de la mejor calidad. Skye había advertido a los artesanos que no aceptaría nada mediocre. No se dio cuenta de que le habían enviado cosas encargadas por otros, otros que ahora tendrían que esperar meses para recibirlas.

Cuando llegaron, Skye se pasó un día entero de habitación en habitación, eligiendo el lugar para colgar los tapices y los cuadros y para colocar los muebles. Las habitaciones empezaron a tomar forma y, finalmente, Skye se dio el gusto de caminar por la casa examinándolo todo. Era después de la medianoche y los sirvientes, exhaustos, se habían acostado. Ella entró en todas las habitaciones y las contempló con satisfacción.

Los muebles de roble brillaban con un lustre que solamente podía darles la mejor cera y un buen pulimento. Sobre los tablones de madera oscura del suelo se extendían grandes alfombras turcas. El uso de alfombras no era usual en esos tiempos; muchas casas, incluso casas de ricos, todavía usaban esterillas de juncos y hierbas. Había tapices y pinturas por toda la casa, porque el capitán Small sabía cómo encontrar familias nobles empobrecidas que deseaban vender secretamente ese tipo de tesoros. Pesadas cortinas de terciopelo y seda colgaban de las ventanas de la planta baja. Habían colocado candelabros en las paredes con paneles y había plata en los estantes. Todo era elegancia y riqueza.

Cuando Skye salía de cada habitación, apagaba con cuidado las velas encendidas. Quería evitar que cayera cera al suelo, incluso en las habitaciones de los criados. Odiaba el olor de la cera. Todas las habitaciones estaban adornadas con jarrones de flores perfumadas, porque se decía que el río olía mal de vez en cuando.

Entró en su habitación y descubrió a Daisy, que había llegado hacía unos días, dormitando junto al fuego. La muchacha pegó un salto cuando vio entrar a su señora.

– Daisy, no tenías por qué esperarme despierta. Pero ya que lo has hecho, desátame las cintas y luego ve a acostarte.

– No me importa esperaros, señora -aseguró Daisy mientras ayudaba a Skye a salir de sus enaguas y del miriñaque. Luego, colocó la ropa en el ropero y preparó un poco de agua de la cacerola del hogar en una jarra de barro-. ¿Estáis segura de que no me necesitáis, señora?

– No, Daisy, vete a la cama.

La muchacha desapareció. Skye se sentó, cansada, en la cama y se quitó las medias. Desnuda, caminó por la habitación y se lavó sin prisas con su jabón favorito, perfumado con esencia de rosas. Luego se deslizó sobre los hombros un caftán de seda celeste, apagó las velas y fue a sentarse junto a la ventana que daba al río.

La luna hacía brillar el agua. Skye vio una gran barca que se detenía en el muelle, dos casas más allá. Dos figuras, un hombre y una mujer, salieron del bote y subieron despacio por los escalones hasta el jardín. Cuando llegaron al final de la escalera, se detuvieron y se besaron largo rato. Después, el caballero tomó del brazo a la dama y se alejaron hasta perderse de vista. Skye suspiró y se metió en la cama, sin poder conciliar el sueño. El recuerdo de escenas como la que acababa de ver le ardía en el corazón. Tenía veinte años y, por primera vez desde la muerte de Khalid, hacía ya dos años, deseó el amor de un hombre. Se levantó, llorando suavemente, y tomó una botella de licor de grosella del estante de su habitación. Después, volvió a sentarse en el asiento que había frente a la ventana y bebió para poder dormir.


En la casa contigua, el propietario del pequeño palacio sobre el río tampoco podía dormir. El conde de Lynmouth caminaba de un lado a otro por su habitación, sin dar crédito a su buena fortuna. La señora Goya del Fuentes era su vecina y, además, había encontrado la forma de triunfar sobre De Grenville. Rió entre dientes. Iría a presentar sus saludos a la dama y si no había sucumbido por las buenas para la Duodécima Noche, la chantajearía para conseguirla.

El conde recibía a muchos invitados y sus fiestas eran famosas. Había venido de Londres hacía poco para supervisar los preparativos para la Navidad y la Duodécima Noche. La misma reina acudiría a varios de los festivales de la temporada, incluyendo la mascarada de la Duodécima Noche. Geoffrey se había quedado de una pieza al enterarse de que la señora Goya del Fuentes era la propietaria de la bella casita que se alzaba al final de la calle y había observado con interés la puesta a punto del lugar. Era un experto en elegancia y aprobó las elecciones de la señora que veía llegar desde su ventana.

Ahora, había llegado el momento de dar el primer paso para poseer a la dama. La cortejaría con gentileza al principio, y después, si era necesario, la amenazaría con humillarla ante todos.

Había descubierto su verdadera historia por un increíble golpe de suerte. Era propietario de un tercio de un barco que comerciaba en el Medio Oriente, y cuando el barco volvió a Londres de su último viaje, subió a bordo para ver cómo le había ido a sus intereses. A través del ojo de buey del camarote del capitán, había visto a Robert Small. Aprovechó la situación y le preguntó al capitán Browne:

– ¿Sabéis quién es ese hombre?

El capitán Browne tomó la pipa, aspiró y dejó escapar una nube de humo azul.

– Sí, mi señor. Es el capitán Robert Small de Bideford en Devon. Y ese barco es suyo, el Nadadora. Robbie Small tiene mucha suerte, milord. No tendría por qué salir al mar; tiene dinero de sobra y, además, es noble. Pero el mar es una perra muy hermosa y cuando se mete en la sangre de los que la conocen, no los deja en paz jamás.

– ¿Nació rico? -le preguntó el conde con amabilidad para ver qué más podía sonsacarle.

– No. La fortuna de la familia era muy escasa hasta que entabló relaciones con el gran Señor de las Prostitutas de Argel, Khalid el Bey. No sé cómo se conocieron, pero se hicieron amigos, y el Bey ayudó financieramente a Robbie en muchas aventuras. Finalmente, cuando el capitán hubo acumulado una considerable fortuna, se hicieron socios. Fueron socios durante diez años por lo menos.

– ¿Y después qué pasó?

– El Bey fue asesinado hace año y medio; lo mató una de sus mujeres. ¡Que Dios me ampare, señor! Tenía los mejores prostíbulos del Este, sí. El más famoso era conocido como la Casa de la Felicidad, y su asesina fue la mujer que lo dirigía. Dicen que estaba celosa de su joven esposa y que pensó que la estaba matando a ella. La viuda desapareció un buen día y pronto se supo que lo había vendido todo. El gobernador de la fortaleza de Argel, la Casbah, se puso verde de rabia. Tenía el ojo puesto en la viuda. Que Dios ayude a Robbie Small si alguna vez se le ocurre volver a poner un pie en Argel, porque el gobernador sabe que fue él quien ayudó a Skye a escapar.

Geoffrey Southwood sintió que el corazón le latía con fuerza.

– ¿Skye?

– La esposa del Bey. Su nombre era Skye muna el Khalid. Ella también tiene una historia extraña… ¿Más vino, señor?

– Cuéntamelo.

Y el capitán Browne le contó lo que había oído decir de Skye, y lo que había oído era mucho. Cuando Geoffrey dejó el barco, estaba radiante. Su carruaje se bamboleaba sobre el empedrado de las calles de la ciudad, mientras él empezaba a urdir su plan.

¡Era ella! ¡No había error posible! La tenía en un puño, porque había un niño de por medio. ¿Hijo del Bey? Probablemente.

Robert Small no parecía su amante. Sin duda, haría cualquier cosa por defender el futuro de su hijo, y ese futuro estaba determinado por el buen nombre de la familia. Todo iría bien mientras fuera una viuda respetable. Seguramente haría cualquier cosa por evitar que se supiera la verdadera historia, por ella y por su hijo, o hija… ¡Sí! ¡La tenía atrapada!

Geoffrey Southwood era un hombre rico. Aunque nunca lo explicaba, su abuela paterna había sido la hija de un mercader muy poderoso. En los últimos siglos, muchas familias nobles habían dilapidado su fortuna y habían buscado acuerdos matrimoniales con la clase media adinerada, para llenar las arcas. La familia Southwood sabía perfectamente bien que el dinero significaba poder. No era una familia importante, pero el título que poseía era muy antiguo, lo había ganado en la batalla de Hastings.

El primer conde de Lynmouth fue Geoffroi de Sudbois, el tercer hijo de un noble normando. Se había unido al duque Guillermo en la invasión de Inglaterra, con la esperanza de ganar tierra para él y sus descendientes. Sabía que en su Francia natal no había nada para él. Su hermano mayor era el heredero de la fortuna familiar y tenía tres hijos que heredarían de él. El segundo de los hermanos Sudbois había optado por la vida religiosa y tenía el título de prior. La gente guerrera del duque de Normandía fue una solución para Geoffroi de Sudbois. Era la oportunidad que había estado buscando.

Su padre le dio caballos de batalla, armas y un poco de oro. Cuando el hermano mayor de Geoffroi protestó, el noble dijo:

– Mientras yo viva, lo que es mío, es mío y puedo hacer con ello lo que me plazca. Cuando yo muera, será tuyo y tú lo administrarás a tu manera. No seas codicioso, Gilles. Tu hermano no puede aspirar a nada a menos que vaya bien equipado y bien montado. ¿Quieres que nunca consiga nada? ¿Quieres que vuelva constantemente aquí a envidiar tu posición y que su presencia sea una amenaza para tus hijos? Estarás mucho mejor si él consigue un lugar destacado en Inglaterra.

El primogénito de Sudbois comprendió entonces la postura de su padre y hasta agregó a la dote de su sorprendido hermano una pequeña bolsa de monedas de plata. Con esa bolsa, Geoffroi reclutó una pequeña partida de jinetes. Los que se unieron a él trajeron sus propios caballos, equipo y armas. Él les pagó una moneda de plata a cada uno cuando llegaron a Inglaterra. El botín de batalla sería de quien lo cogiere, y siempre había una posibilidad de ganarse un poco de tierra y hasta un título.

El joven Seigneur de Sudbois y sus treinta y cinco hombres se unieron al ejército invasor del duque Guillermo. Guillermo se sintió impresionado cuando vio a tantos hombres juntos y se sintió todavía más admirado cuando descubrió de lo que era capaz Geoffroi como guerrero. Geoffroi se las arregló para luchar junto al duque en dos ocasiones y logró repeler un ataque directo contra su persona. Hacia el final de ese día, se descubrió en medio del ataque que condujo a la muerte del rey inglés, Harold.

El duque Guillermo de Normandía, que después se haría llamar «el Conquistador», había visto suficiente y estaba impresionado y conmovido.

– Es un hombre valeroso -dijo-, y Dios sabe que ha trabajado duro para conseguir un pedazo de esta tierra. Le daré algo en el sur, hacia el oeste. Si puede tomar esa tierra y conservarla, es suya.

Geoffroi de Sudbois tomó y retuvo el pequeño condado de Lynmouth. Asesinó sin miramientos al conde sajón y a sus parientes, con excepción de la hija de trece años, Gwyneth. A ella la violó sobre la gran mesa del salón y, cuando comprobó que era virgen, envió por un cura y se casó con ella allí mismo. Gwyneth, que era pragmática, se aferró a su señor y parió a sus descendientes. Al cabo de cien años, el nombre Sudbois se sustituyó por el equivalente inglés, Southwood, bosque del sur, y, en las generaciones que siguieron, el coraje, la crueldad y la falta de escrúpulos del patriarca normando, Geoffroi de Sudbois, y la determinación de su esposa sajona se mantuvieron como rasgos característicos en la familia. Seguían siendo los rasgos del Geoffrey Southwood, que vivía en el siglo xvi.

El conde de Lynmouth tenía treinta y ocho años, un metro ochenta de estatura, cabello rubio, ojos verdes y, como había dicho Skye, la cara de un ángel. Era una cara hermosa y viril, una cara oval, de frente ancha, pómulos altos, nariz larga y delgada, boca sensual y mentón ligeramente puntiagudo. Tenía la piel clara pero tostada, y como no tenía marcas en el rostro, se afeitaba totalmente. Tenía el cabello rizado y corto, y el cuerpo delgado de un hombre acostumbrado a hacer ejercicio regularmente.

Se había casado dos veces. A los doce años, contrajo su primer matrimonio con una vecina de ocho, una heredera. Ella murió de viruela al año siguiente, junto con toda su familia. Eso hizo de Geoffrey un hombre considerablemente más rico, con el agregado de la herencia de la baronía de Lynton, el dinero y las tierras. Como ya era sexualmente activo, había llorado a su esposa el menor tiempo posible y se había vuelto a casar. La segunda esposa era cinco años mayor que él, muy fea pero enormemente rica. Heredera y huérfana, sus tutores habían pensado que la tendrían a su cargo para siempre hasta que el padre de Geoffrey Southwood ofreció a su hijo para ella. Mary Bowen pertenecía a una familia muy antigua y muy noble y, lo que era todavía más importante, sus tierras lindaban con las del condado de Lynmouth.

El día de la boda, la novia parecía felizmente enamorada de su esposo y contenta de que la hubiera rescatado de la vergüenza de la soltería. Por la noche, sin embargo, cambió de opinión. Sus gritos se oyeron en todo el castillo cuando Geoffrey Southwood perforó su virginidad y plantó su semilla en ella. Durante los seis años siguientes, dio a luz a un hijo cada diez meses. Todos excepto el primero fueron hembras, y todas tan feas como su madre. Disgustado, Geoffrey dejó de visitar la cama de su esposa. Siete hijas feas eran suficiente dolor de cabeza, porque iba a tener que darles una buena dote si quería casarlas.

Mary Bowen Southwood se sentía feliz de poder quedarse en Devon. Temía a su esposo. Después del horror de su noche de bodas, había aprendido a quedarse quieta cuando hacía el amor y, de vez en cuando, hasta simulaba sentir placer. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, él empezó a tratarla con cariño, y a ella le gustaba que él la apreciara, sobre todo cuando nació Henry, un varón. Pero después vinieron Mary, Elisabeth y Catherine. La semana que siguió al nacimiento de la pequeña Philippa, el conde estaba tan furioso que le pegó y gritó a los cuatro vientos que ella lo hacía a propósito y que, si no le daba un varón la próxima vez, le probaría que lo que decía era cierto. En los embarazos que siguieron, ella aprendió a tenerle miedo. Susan fue la primera. En ese momento, Geoffrey estaba en Londres. Asustada pero leal, ella le envió un mensaje. Hubo un silencio de seis meses entre ambos. Cuando él volvió a casa, le dio un ultimátum.

– Quiero otro hijo varón, mujer, o pasarás el resto de tu vida en Devon con tu caterva de hijas.

– ¿Y Henry? -se atrevió a preguntar ella.

– Henry vendrá conmigo a Shrewsburys -aseguró él con voz severa.

Cuando nacieron las mellizas, Gwyneth y Jean, la condesa y sus hijas fueron expulsadas del castillo de Lynmouth y confinadas en Lynton Court. Geoffrey Southwood estaba harto.

Desde entonces, solamente visitaba a su esposa y familia una vez al año, en la fiesta de San Miguel para entregarles el dinero necesario para mantener la casa durante doce meses. Se negó a buscar marido para sus hijas, aduciendo que eran todas como su madre y que no quería ser responsable de la desilusión de otros hombres cuando las muchachas parieran una hembra tras otra.

Mary Southwood se sentía aliviada por la ausencia de su marido, pero estaba preocupada por sus hijas. Con sacrificio y frugalidad logró ahorrar la mitad del dinero que él le entregaba anualmente. Lo agregó a un fondo secreto que le habían dado sus tutores al casarla y consiguió reunir pequeñas dotes para sus hijas. Les enseñó a ser buenas esposas. No tendrían maridos excepcionales pero lograría casarlas a todas. Finalmente, el destino la ayudó cuando Geoffrey Southwood dejó la visita anual en manos de su mayordomo.

El conde «Ángel», como lo llamaban, pasaba el tiempo siguiendo a la corte. La joven reina Isabel disfrutaba de su elegancia, su belleza y su aguda inteligencia. Y además, apreciaba su astuto conocimiento de los negocios y el comercio internacional. El comercio era el futuro de Inglaterra y la reina necesitaba buenos consejeros. Isabel había demostrado ya que era una reina dispuesta a trabajar y nada se le escapaba. Lo oía todo. Lo veía todo. Tal vez podía decirse que Geoffrey Southwood tenía apetito de mujeres bellas, pero evitaba a las damas de honor de la reina y ese respeto era algo que la vanidosa Isabel sabía apreciar. Y sobre todo, Geoffrey venía a la corte sin la molestia de una esposa y, por lo tanto, podía jugar un rato a ser el galán de Isabel, junto con muchos otros.


El día siguiente amaneció brillante y azul, tan perfecto como podía desearse en octubre. Skye pasó la mañana vigilando los trabajos de la casa y viendo cómo se adaptaba el personal que estaba empezando a entender las cosas con claridad; después estuvo charlando un rato con Robert Small sobre la idea de fundar una nueva compañía de comercio. Más tarde, cogió la cesta y las tijeras y se escapó al parque.

El jardinero y sus ayudantes habían hecho milagros en pocas semanas. Ya no había yerbajos ni ramas secas. Se habían descubierto caminitos de polvo de ladrillo entre la maleza y había estanques y rosales que antes no se veían. La poda había producido muchos pimpollos nuevos y Skye se dedicó a cortarlos.

– ¡Maldita sea! -gritó de pronto cuando una espina se le clavó en un dedo. Se lo metió en la boca para aliviar el dolor.

Una risita masculina y profunda la hizo girar en redondo. Para su rabia y su vergüenza vio al buen mozo del conde de Lynmouth sentado sobre la pared baja que separaba las dos casas.

Saltó con agilidad a su jardín, se acercó a ella y le tomó la mano.

– Es un pinchacito, hermosa, sólo eso -dijo galantemente.

Skye apartó la mano con furia.

– ¿Qué hacíais sentado en mi pared? -quiso saber.

– Vivo al otro lado -dijo él con suavidad-. En realidad, hermosa, la pared es de los dos. El edificio que queda al otro lado es la casa de Lynmouth. La construyó mi abuelo y esta casita también era suya. Era para su amante, la hija de un orfebre.

– Ah -murmuró Skye con frialdad, impresionada-. ¡Qué interesante, señor! Y ahora, si me disculpáis…

Geoffrey Southwood sonrió con atrevimiento y Skye notó que sus verdes y extraños ojos se habían arrugado en un gesto de profunda diversión.

– Vamos, señora Goya del Fuente -dijo él-, me doy cuenta de que empezamos nuestra relación con el pie izquierdo y os pido disculpas por haberos mirado con tanto atrevimiento el otro día en la hostería. Pero espero que no seáis dura conmigo. Estoy seguro de que no soy el primer hombre al que vuestra belleza deja pasmado.

Skye se sonrojó. ¡Maldito hombre! Era encantador. Y siendo su vecino, no podía despreciarlo totalmente. Le sonrió apenas con las comisuras de los labios.

– Muy bien, señor. Acepto las disculpas.

– ¿Y vendréis a cenar a mi casa?

Ella rió.

– Sois incorregible, lord Southwood.

– Geoffrey -la rectificó él.

– De todos modos sois incorregible, Geoffrey -suspiró ella-, mi nombre es Skye.

– Un nombre muy extraño, por cierto. ¿De dónde sale?

– No lo sé. Mis padres murieron cuando era muy pequeña y las monjas que me criaron nunca me lo dijeron. -Lo explicó con tanta naturalidad que él se sintió turbado. Tal vez ella no era la viuda del Señor de las Prostitutas de Argel después de todo-. ¿Y Geoffrey era el nombre de vuestro padre? -preguntó ella.

– No. El se llamaba Robert. Geoffrey fue el primer Southwood. Vino de Normandía con el duque Guillermo hace quinientos años.

– Debe ser hermoso conocer la historia de la familia de uno -suspiró ella con tono nostálgico.

– No me habéis dicho si vendréis a cenar esta noche -protestó él.

Skye se mordió el labio.

– No lo sé -murmuró-. Creo que no debería.

– Me doy cuenta de que es poco ortodoxo, pero no puedo atenderos más temprano, porque voy a ver a la reina a Greenwich y sé que no me dejará partir hasta tarde.

– Entonces, será mejor que cenemos otro día, cuando tengáis más tiempo -replicó ella.

– Tened piedad de mí, hermosa Skye. Su Majestad me requiere todos los días y raramente dispongo de tiempo para cultivar relaciones. Mi cocinero es un artista, pero cocinar para una sola persona no es desafío y, a menos que le lleve algún invitado, terminará por dejarme. ¿Y cómo voy a organizar la Duodécima Noche sin mi cocinero? Tenéis que aceptar, ¿no os parece?

Skye no pudo evitar reírse. Él parecía tan ingenuo y tan hermoso con su camisa de seda color crema abierta en el cuello… No era el mismo noble arrogante que la había asediado hacía unas semanas.

– No debería aceptar -dijo Skye-, pero lo haré. No me gustaría que todo Londres me considerara responsable por la pérdida de vuestro cocinero.

– Vendré a buscaros personalmente -replicó él. Luego, le tomó la mano y la rozó con los labios-. Me habéis hecho el más feliz de los hombres. -Se alejó corriendo hasta la pared, se agarró a una rama de enredadera muy gruesa que caía del lado de la casa de Skye, saltó sobre el muro y se dejó caer al otro lado.

Skye se encogió de hombros, recogió la canasta de flores y volvió a la casa. Si quería estar lista cuando él viniera a buscarla esa tarde, debía prepararse, y tenía mucho que hacer. Luego se detuvo y se dijo que, de todos modos, sólo era una cena, no una cita amorosa.

Robert Small salía en ese momento de la biblioteca.

– Bueno, muchacha, ya terminamos. ¿Te llevo a cenar al Cisne esta noche?

– Ah, Robbie, voy a cenar con lord Southwood. Ya sabes que es mi vecino…

– ¡Ese salvaje! ¡Por las barbas de Cristo, Skye!, ¿estás loca?

– Vamos, Robbie, me ha pedido disculpas por su comportamiento. No tengo amigos en Londres y tú te irás muy pronto. Tengo que empezar en alguna parte.

– Está casado -dijo Robert con todas las letras.

– Lo suponía, pero no pienso tener una relación sentimental con Geoffrey.

Las espesas y grisáceas cejas de Robert Small se curvaron hacia arriba.

– ¿Geoffrey, eh? Bueno, muchacha, será mejor que sepas algo de ese hombre. Escucha. Su primera esposa murió cuando él era un crío. La segunda no es hermosa, pero tiene mucho dinero. Le dio un hijo y siete hijas, y por esa perfidia, él la exilió, a ella y a sus hijas, a Lynton Court, su casa natal. Envía a su mayordomo con dinero para pagar a los sirvientes en la fiesta de San Miguel, una vez por año. Yo diría que es un bastardo frío y desagradable. Eso sí, es rico. Por lo menos, no vamos a tener que preocuparnos por la idea de que lo que busca es tu dinero.

La constante preocupación de Robert por los cazadores de fortunas hacía reír a Skye. Se inclinó y le acarició el cabello.

– Querido Robbie, eres un buen guardián, y te lo agradezco. Tú, Cecily y Willow sois mi familia. No tengo a nadie más. Te prometo que seré prudente en mis relaciones con lord Southwood, pero esto es una cena, nada más, no te preocupes.

– Voy a quedarme esta noche, Skye. Mejor será que haya un hombre en esta casa.

– Gracias, Robbie. Ahora voy a prepararme -dijo ella, y lo besó en la mejilla antes de salir corriendo escaleras arriba hacia sus habitaciones-. ¡Daisy! -llamó-. Haz que un sirviente me prepare el baño y tú búscame el vestido de terciopelo azul con la falda bordada con flores de oro.

Mientras el sirviente buscaba los baldes de agua caliente y los subía por las escaleras traseras de la cocina, Skye se sentó en su cómoda a revisar los collares. Se decidió por una doble hilera de perlas rosadas perfectamente iguales de la que colgaba un diamante en forma de lágrima de color rosado intenso. Era un regalo de Khalid. Ya no le dolía tanto pensar en él.

Los sirvientes salieron de la habitación y Skye se desvistió lentamente. Daisy recogía las prendas mientras Skye se levantaba el pelo con las horquillas de carey que había sobre la cómoda. No necesitaba lavárselo porque lo había hecho el día anterior con una mezcla de agua de lluvia y esencia de rosas. Caminó desnuda por la habitación y vertió un poco de esencia en el baño. Daisy desvió la mirada. No podía habituarse a la costumbre de su señora de bañarse tan a menudo, y menos todavía a su costumbre de bañarse desnuda, pero la señora le era simpática y por eso toleraba sus excentricidades.

Skye se rió entre dientes.

– Ya puedes abrir los ojos, Daisy. Estoy en la tina.

– Ah, señora, no creo que pueda acostumbrarme a esto.

– ¿Nunca te has mirado desnuda, Daisy? Las mujeres tienen cuerpos adorables. Los hombres nunca son tan hermosos.

– ¡Ay, señora! ¿Qué decís? ¡Mirarme! Si mi madre me hubiera descubierto haciendo algo así, me habría pegado hasta dejarme cubierta de moretones.

Skye sonrió y se preguntó por qué razón los ingleses, no, los europeos, se corrigió, tendrían tanto miedo de sus propios cuerpos. Luego se rió porque, aunque no lo recordaba, era evidente que ella también era europea. Pero no podía imaginarse así misma bañándose dos veces por año y, además, en ropa interior…

Cogió el jabón con esencia de rosas, hizo abundante espuma con él y se lavó la cara. Después enjabonó el resto de su cuerpo, lenta y meticulosamente, con una profunda sensación de sensualidad. «Dios -se dijo, mientras miraba cómo se le endurecían los pezones-, estoy viva de nuevo y quiero que me amen.» Se le enrojecieron las mejillas al pensar en la forma en que la había mirado Geoffrey esa tarde en el jardín.

Salió de la tina con rapidez, para no seguir pensando; tomó la toalla grande y tibia que le tendía Daisy y empezó a secarse.

– Tráeme un caftán de lana liviana -ordenó-. Es demasiado temprano para vestirse. Dormiré un rato. -Se puso el caftán pasándolo por la cabeza y agregó-: Deja la tina aquí hasta que me vaya. Quiero descansar. Te llamaré cuando te necesite. Ve a cenar. -La muchacha hizo una reverencia y salió.

Skye se tiró en la cama con una bata sobre el cuerpo. Geoffrey Southwood tenía hermosas piernas, pensó, y esos ojos verdes debían de haber destrozado más de un corazón. Ella era demasiado vulnerable para cenar con él. ¿Por qué había aceptado semejante invitación? Tal vez porque estaba sola. Tal vez porque Khalid había muerto hacía ya dos años y, de pronto, se había dado cuenta de que era una mujer, una mujer que hasta la muerte de su esposo había estado rodeada de amor. Tendría que ser prudente para no dar una impresión equivocada al conde de Lynmouth. Cayó en un sueño liviano y se despertó cuando Daisy le tocó el hombro.

– Ha venido el lacayo de lord Southwood, señora. Milord llegará dentro de media hora.

Skye se estiró.

– Búscame una jarra de agua de rosas, Daisy. ¿Está listo el vestido?

– Sí, señora.

Skye se lavó la cara, las manos y el cuello, y dejó el caftán en la cama. Daisy le alcanzó la ropa interior de seda sin mirarla y luego le ató el corsé con rapidez, alisando las enaguas. La última tenía cintas azules como la blusa de seda que iba a usar bajo el vestido. Skye se colocó las nuevas medias de seda tejida, celestes, con un pequeño diseño en plata que parecía una enredadera. Las ligas eran azules y estaban adornadas con un dibujo de rosas claras.

Daisy le colocó la falda inferior con mucho cuidado, pasándolo por la cabeza, y después la ató. Finalmente, el vestido de terciopelo azul profundo, con cortes que mostraban la blusa que se usaba debajo. Las mangas estaban abiertas y por debajo se veía una blusa de seda color crema. Skye se colocó los zapatos de raso y se puso de pie frente al espejo, con una sonrisa en los labios. Después pasó el collar de perlas por su cabeza y miró con fascinación cómo el diamante rosado anidaba en el valle profundo que tenía entre los senos. Sí, perfecto.

Daisy le presentó una bandeja llena de anillos, pero Skye seleccionó solamente una gran perla y la colocó sobre su mano derecha. Extendió las manos y le gustó el efecto simple que causaba ese anillo solitario. Tenía las manos muy hermosas, delgadas, con dedos largos y bien formados y uñas redondas y pintadas de rosa.

Miró de nuevo su imagen. «Estoy hermosa», pensó. Después rió con suavidad.

– Milord ha llegado, señora -advirtió Daisy-. Acaba de subir un lacayo a decírmelo.

– Que le diga que bajaré inmediatamente y que lo conduzca a la salita de recepción. Que Walter le sirva una copa de vino, por favor.

Daisy hizo una reverencia.

– Sí, señora.

Skye caminó con lentitud hasta la cómoda y buscó su perfume. Se lo puso en todos los sitios que tenían pulso, y mientras lo hacía, recordó a Yasmin. «Dios mío -pensó-, si hay un paraíso, que Yasmin no sea la hurí de Khalid. La perdono por la salud de su alma inmortal y de la mía, pero no podría tolerar pensar que está con él mientras yo estoy lejos.» Se le llenaron los ojos de lágrimas y buscó un pañuelo con bordes de puntilla. Después, preparó una sonrisa leve y bajó a recibir al conde de Lynmouth.

Geoffrey Lynmouth se había negado a sentarse y a tomar el vino. Miró con admiración no disimulada la forma en que Skye bajaba por las escaleras y le hacía una reverencia al llegar abajo.

– Buenas noches, lord Southwood.

Él miró con deseo los hermosos senos que parecían alzarse sobre la línea aparentemente modesta del escote.

– Buenas noches para vos, señora Goya del Fuentes. Espero que no os moleste, he ordenado que abrieran la puerta que une los dos jardines. No os importará caminar un rato al aire libre, supongo.

– No, por supuesto.

Él le ofreció el brazo y cruzaron la casa hasta el jardín. El aire era tibio y la noche estaba despejada.

La mano delgada del conde cubría la de ella y, mientras caminaban, él le dijo con voz tranquila:

– ¿Os dais cuenta de lo hermosa que sois? No hay una sola mujer en la corte que pueda haceros sombra.

– ¿Ni siquiera la reina? -bromeó ella.

– Su Majestad no puede compararse con nadie, querida. Nadie tiene derecho a estar al nivel de Isabel Tudor.

– ¡Bravo, señor conde! La réplica perfecta de un cortesano hábil -dijo ella, y sonrió, burlona.

– Es que yo soy el cortesano perfecto, Skye, porque para progresar hace falta contar con el favor de la reina.

– Vos tenéis un título, sois inteligente y tenéis dinero -dijo ella-. ¿Para qué queréis el favor de la reina?

La pregunta le gustó, porque demostraba que ella era inteligente. Y aunque parezca extraño, al conde le gustaban las mujeres inteligentes.

– Los Southwood nunca fueron importantes en la historia de Inglaterra, Skye. Nos ganamos nuestras tierras con Guillermo el Conquistador; y el título, con Ricardo Corazón de León en Tierra Santa. Ese Southwood, regresó de las Cruzadas y aconsejó a su familia quedarse en Devon y no combatir en otras tierras. Todos hemos seguido su consejo. Sin embargo, gracias a mis antecedentes de comerciante, parece que tengo más ambiciones que mis antepasados. La corte es el lugar idóneo para los hombres ambiciosos. La reina necesita hombres ambiciosos.

– ¿Y las mujeres ambiciosas, Geoffrey?

Él sonrió mientras caminaban hacia la puertecita que conducía a su jardín.

– ¿Cuáles son vuestras ambiciones, querida? Si buscáis un título, yo soy vuestro hombre -le dijo.

Ella lo ignoró, pero le siguió el juego.

– Acabo de formar una compañía de comercio con Robert Small como socio. Me ayudaría mucho conseguir el aval real. Si me echáis una mano en eso, os daré el dos por ciento de las ganancias.

El conde de Lynmouth estaba atónito.

– Por Dios, querida, ¡eso sí que es ambición! -Rió-. No estoy seguro de si me sorprende o me escandaliza lo que decís.

Skye estaba tan sorprendida como Southwood. ¿De dónde había sacado esa idea? ¿Cómo había hecho para reunir el valor necesario para expresarla en voz alta? Pero ya que lo había dicho, decidió seguir adelante.

– Y bien, milord -dijo con frialdad-, ¿qué me contestáis?

«Habla en serio», pensó Southwood, divertido. A todo esto habían llegado a su mansión y la escoltó por la escalera de entrada hasta una pequeña habitación con una hermosa ventana que daba al río y al jardín. Había una mesa iluminada por velas junto a ella.

– Beberemos un trago de vino -propuso él, sirviendo un Burgundy y alcanzándole una copa-. Bien, señora, ¿qué garantía tengo de que recibiré algo a cambio de mi inversión?

– El capitán Small fue socio de mi esposo en Argel. Kha… Diego lo financiaba y nuestro secretario, Jean Morlaix, llevaba las cuentas. Robert hacía todo el resto, y lo hacía muy bien. Fue socio de mi esposo durante diez años. Nada ha cambiado. El dinero de los Goya del Fuentes financiará las empresas. Jean Morlaix sigue en su puesto a pesar de la muerte de Diego. No necesito el aval de la reina, pero me sería de gran ayuda tenerlo. ¿Qué arriesgáis vos, milord? Ni dinero ni prestigio. Vos perdéis mucho dinero en juegos de azar. Si lo preferís, poned vos un precio a vuestra ayuda y lo pagaré gustosa. Y entonces, no arriesgaréis absolutamente nada -dijo Skye con un tono despectivo.

– Ah, maldita -rió él-, ¿queréis convencerme con un desafío? Sois una negociadora dura, según veo, pero veré qué puedo hacer. Después de todo, un dos por ciento de una próspera compañía mercantil no es algo que deba despreciarse.

Ella suspiró, aliviada, y tomó un trago de vino fingiendo indiferencia. La boca de él expresaba la forma en que se estaba divirtiendo, porque Geoffrey Southwood sabía apreciar una broma contra sí mismo mejor que muchos otros. No había duda de que Skye era un contrincante difícil, una diablesa. ¡Qué mujer! La idea de tenerla en su cama lo hacía estremecerse. Pero, por ahora, se comportaría como un caballero. Si se precipitaba con una mujer así, perdería la barca De Grenville y a la mujer misma.

Los sirvientes empezaron a servir la cena que se inició con una enorme fuente de plata llena de ostras. Skye abrió las ostras con gusto y se tragó media docena sin dudarlo; estaban deliciosas. Southwood comió el doble que ella. El plato siguiente era de mejillones en vino con salsa de mostaza y rodajas de lenguado de Dover sobre una capa de berro fresco, todo ello adornado con rodajas de limón importados del sur de Francia y pequeños camarones salteados con manteca. Skye comió poco, pero lo probó todo. El conde tenía razón, su cocinero era un genio.

Cuando los sirvientes retiraron el segundo plato, llegó el tercero. Tres costillas de ternera con salsa y un gran jamón rosado y tierno como contrapunto, con una fuente de codornices asadas, doradas y rellenas de fruta. Ensalada de lechuga fresca, trozos de venado cocinados en vino tinto y un pastel de conejo.

Skye hizo que uno de los lacayos le sirviera una codorniz, un poco de jamón, un pedazo del pastel y un plato de ensalada.

El conde, que comía con apetito, la miraba con aprobación.

– Me gustan las mujeres que disfrutan de la comida -sonrió con los ojos brillantes.

– Pero que cuidan la figura -agregó ella.

– Sí. Es mucho más agradable mirar a una mujer hermosa, querida.

– ¿Vuestra esposa es bella?

– ¿Mary? No mucho. Es demasiado baja, como una enanita española. El cabello descolorido, los ojos castaños, la piel áspera. ¿Y vuestro esposo? ¿Era buen mozo?

– Sí -dijo ella con suavidad-. Era muy buen mozo. Y sobre todo era bueno y cariñoso.

– ¿Hace cuántos años que sois viuda?

– Dos.

– Deberíais pensar en volver a casaros, Skye. Sois demasiado hermosa para quedaros sola.

– Conozco a muy poca gente aquí, milord. Y además, nadie podría reemplazar a mi esposo.

– Si no tenéis amigos en Inglaterra -le preguntó él-, ¿por qué no os quedasteis en Argel?

– El gobernador turco decidió que yo sería una buena esposa para él. Y como no quise casarme con él, tuve que irme. Ninguno de los amigos de mi esposo se hubiera atrevido a protegerme. No tenía refugio contra esa poderosa bestia, pero me aseguré de que no consiguiera nada de mi señor, ni su viuda ni su riqueza. Voy a trabajar con esa riqueza y a aumentarla. Mi pequeña Willow será muy rica cuando crezca.

Él le sonrió.

– Sois una muchacha ambiciosa, querida, y eso me gusta. La reina también es ambiciosa y yo no temo a este tipo de mujeres, a diferencia de la mayoría de hombres que conozco.

En ese momento traían el cuarto plato. Peras maduras cubiertas de merengue y cocidas para que quedaran doradas, barquillos y vino dulce. El conde se disculpó por la simpleza del postre. Como había solamente dos comensales, había sugerido a su cocinero que se moderara en los dulces.

Cuando terminó el postre, Skye se acomodó en su silla con los ojos color zafiro entrecerrados y sonrió. Southwood rió.

– Parecéis una gata bien alimentada.

– Y lo soy, lord Southwood. Debéis hacer que el cocinero me dé la receta del relleno de las codornices. Delicioso.

– Claro, señora. Pero venid, vamos. Caminaremos hasta el río por el jardín para ayudar la digestión.

La escoltó hacia el jardín después de cubrirla con su capa de terciopelo negro. La noche se había enfriado de pronto. La luna brillaba sobre el mundo y había empezado a subir una ligera niebla desde el Támesis. Caminaron en silencio. Vieron pasar una barca muy iluminada y oyeron risas sobre el agua. Un sonido parejo y firme de remos que se hundían y una sola antorcha anunciaron la llegada del barquero que ofrecía servicio de transporte a los que deseaban viajar por el río. Se quedaron un rato mirando el agua iluminada por la luna y luego Geoffrey dijo con suavidad:

– No quiero ofenderos, pero me gustaría besaros.

– Nadie me ha besado, excepto mi esposo -murmuró ella.

– Él ya no existe, querida -fue la respuesta. Y Geoffrey levantó la cara de Skye hacia él y le acarició la boca suave con sus labios tibios. La besó despacio, pero ella sentía que él hacía todo lo posible por dominar el deseo. La punta de la lengua del conde le lamía los bordes de la boca y la hacía temblar mientras sus deseos, dormidos durante tanto tiempo, se despertaban de nuevo. Él la sostenía con fuerza entre sus brazos y el perfume masculino de ese cuerpo asaltaba los sentidos de Skye. Empezó a relajarse. Él era grande y alto, como Khalid, y muy viril.

Luego, con tanta brusquedad como había empezado a besarla, Geoffrey Southwood la soltó y murmuró con voz suave:

– Voy a llevarte a casa, querida, porque si no, haré algo que me hará perder tu amistad. -Y sin decir ni una palabra más, la tomó del brazo y caminó con ella cruzando la puerta de la pared hacia la casa de los Goya del Fuentes.

Entraron en la biblioteca iluminada por la luna y ella lo miró directamente a los ojos y dijo con su voz firme y musical:

– Me gustaría que me besaras de nuevo, Geoffrey.

Una sonrisa rápida cruzó los labios de él, que se inclinó para volver a besarla.

Esta vez dejó que su pasión se expresara con mayor libertad y le abrió los labios con la presión de su boca. Pasó la lengua sobre sus dientes y luego acarició su lengua y su paladar con un movimiento seductor y febril.

Para sorpresa de Skye, ella también sentía pasión, una pasión poderosa que crecía en su interior. Su lengua se movió con habilidad para responder a la del conde y tembló de frío y calor al mismo tiempo. Las manos grandes de Southwood le acariciaron las mejillas y después él la besó de nuevo, esta vez con mucha ternura. Sus dedos le recorrieron el cuello y bajaron hasta el nacimiento de los senos. Ella gimió en voz muy baja.

– No, querida -dijo él con voz tranquila-. No hay honor en la idea de tomar a una mujer vulnerable, y tú eres muy vulnerable ahora. -Y desapareció a través de las puertas francesas. Skye se quedó sola.

Se quedó allí, de pie, rígida de asombro. Casi se había arrojado en brazos de ese hombre y si él no hubiera sido el caballero que era… Temblando, subió por las escaleras. Una vez en la seguridad de su habitación, se quedó un momento de pie, aferrando la capa de Geoffrey que todavía seguía sobre sus hombros. La capa olía a raíz de lirio de Florencia y ella hundió la cara en el cuello fragante, tratando de tranquilizar a su corazón.

– ¿Estáis bien, señora?

Skye casi da un salto.

– ¿Daisy? No deberías haberme esperado.

– ¿Y quién iba a ayudaros con vuestro vestido si puede saberse? -Daisy le sacó la capa a Skye-. ¿Es de lord Southwood? -Skye asintió-. ¡Ah, qué galante!

– Sí, es galante, Daisy -dijo Skye, como si lo lamentara.

Daisy siguió hablando mientras la ayudaba a desvestirse.

– Dicen que dejó muchos corazones rotos aquí y en Devon. Nobles y campesinas, todas aman al conde Ángel. -Miró con astucia las mejillas sonrojadas de su señora-. Dicen que es un gran amante y el Señor sabe que vos no tenéis que reservaros para ningún marido, señora.

– ¡Daisy, qué vergüenza! -Skye se apartó de sus pensamientos lo suficiente como para recordar la juventud de su damita de compañía-. Estás aprendiendo la moral de Londres demasiado deprisa. No me parece inteligente de tu parte. ¡Ten cuidado o te enviaré de vuelta a Devon!

– Ah, señora…, ¡si no he querido decir nada malo! Pero como es tan buen mozo, tan corpulento… -y siguió hablando mientras bajaba más y más la cabeza con una expresión tan obvia de amor que Skye tuvo que dominarse para no echarse a reír. Envió a Daisy a la cama y le aconsejó que pensara en el pecado.

Luego, a solas, se lavó la cara lentamente y se limpió los dientes. Se puso un camisón simple de seda malva y trepó a la cama. ¡Dios, cómo había respondido a los besos del conde! ¡Y él se había dado cuenta! Skye se puso a temblar. ¿Qué clase de mujer era ella en realidad? Empezó a llorar suavemente, avergonzada de su pasión, avergonzada de su incapacidad de permanecer fiel al recuerdo de su amado esposo. Cuando finalmente se durmió, la suya fue una noche inquieta y agotadora.


Al día siguiente, mientras estaba sentada, con los ojos hinchados, bebiendo café turco, con Robert Small en la biblioteca, llegó un mensajero vestido con la librea verde y blanca del conde de Lynmouth. Hizo una reverencia y le entregó una caja rectangular de ébano con adornos exquisitos. El capitán levantó una ceja, como preguntando lo que pasaba, y Skye aceptó la caja y la abrió. Sobre el forro rojo de terciopelo yacía una única rosa perfecta de marfil con el tallo y las hojas talladas en oro verde. Debajo de la flor había una hoja de pergamino doblada que decía: «En recuerdo de una noche perfecta, Geoffrey.» Con las mejillas levemente coloreadas, Skye dijo suavemente:

– Dad mis más profundas gracias a lord Southwood. -El sirviente se inclinó y salió de la biblioteca.

– Ah -hizo notar el capitán cuando se quedaron solos de nuevo-, entonces lo de la cena salió bien. Cuando te he visto esta mañana, he creído lo contrario. Tal vez el regalo es una forma de disculpa…

– No tienes por qué preocuparte, Robert. -Le alcanzó la nota del conde.

Él la leyó y se la devolvió.

– Entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué estás tan rara?

– Es que…, Robbie, él me preguntó si podía besarme…, ¡y le dejé!

– ¿Y te pareció horrible?

– No -se quejó ella-. No, Robbie, me gustó, eso es lo que anda mal. Es peor todavía. Quería que me hiciera el amor. ¿Cómo puedo desear eso? ¿Qué clase de mujer soy?

– ¡Por las barbas de Cristo! -rugió el hombrecito. Pensó un momento con la cabeza entre las manos y después empezó a hablar-: Escúchame, Skye. A veces me olvido de ese terrible problema de memoria que tienes. Hace dos años que murió Khalid y ya es hora de que te consigas otro hombre. No tienes que ser fiel al recuerdo de tu esposo eternamente. No hay nada malo en lo que sentiste. Por Dios, eres una mujer muy bella, una mujer joven, y es natural que respondas a los acosos del conde. Él es muy buen mozo. Aprende a volar con él si te atrae, pero recuerda que está casado. No vayas a lastimarte.

– ¡Robbie! ¿Cómo puedes sugerir algo así? Mi señor Khalid…

– Khalid está muerto, Skye. Él sería el primero en decirte que siguieras adelante con tu vida. No querría que te enterraras en vida con él.

– Pero Robbie, no amo a lord Southwood.

– Por Dios, muchacha. Espero que no. Está casado.

– Y sin embargo, quiero acostarme con él.

Él se rió.

– Lo que sientes por el conde es deseo, lujuria, pasión. A veces esos sentimientos acompañan al amor, pero la mayor parte de las veces, no. La Iglesia quiere que nos sintamos culpables por eso, pero no debes hacerlo. Todo eso es humano. No lo sentirás por todos los hombres que se crucen en tu camino, así que no te preocupes. -Le puso una mano amigable en el hombro-. Escucha Skye, muchacha, sé que tengo muchos más años que tú, pero si crees que te sentirías más segura con la protección del matrimonio y de mi nombre, me casaría contigo. No te pediría nada. Sería un matrimonio legal solamente.

Ella se quedó de una pieza.

– ¡Robbie! Eres muy bondadoso conmigo. Siempre lo has sido, desde el día que te conocí. No conozco a nadie tan bueno como tú. Gracias, pero debo aprender a sostenerme en mis propios pies. Siento que a Khalid le gustaría que fuera fuerte e independiente.

– Sí, muchacha. Creo que eso es cierto, pero si cambias de idea, estaré esperando.

Ella se inclinó y le acarició la mejilla.

– Te amo, Robbie. No con el amor de una mujer hacia un hombre, es cierto, y por eso no podría casarme contigo, ni siquiera por mi seguridad. Pero quiero que sigas siendo mi amigo.

– Nunca dejaremos de serlo, muchacha, nunca -dijo él con voz tranquila, pensando: «Le debo más a Khalid de lo que podré pagarle jamás y ayudarte y cuidarte es tan poco… Espero que encuentres la felicidad.»

Capítulo 15

Desde la coronación de Isabel Tudor como reina de Inglaterra, el conde de Lynmouth había organizado anualmente un baile de máscaras en la Duodécima Noche. La ceremonia se había repetido todos los años, excepto el primero, porque ese año había muerto la reina María la mañana del 17 de noviembre y la Duodécima Noche caía sólo siete semanas después, cuando la corte todavía estaba de luto.

Esta sería la tercera vez que el conde daba su fiesta. Todo el mundo deseaba ser invitado. Skye recibió una invitación la mañana de Año Nuevo. Geoffrey Southwood vino a visitarla, porque quería entregársela personalmente.

No lo había visto desde aquella noche a mediados de noviembre, pero soñaba con sus besos, así que se apresuró a pasar de sus habitaciones, donde se había vestido, al salón del segundo piso. Llevaba un vestido escotado de terciopelo púrpura con puntillas en las mangas. Las puntillas, primorosamente bordadas, se repetían sobre el pecho. Por encima del escote colgaba un collar de pequeños rubíes y perlas. Skye se había peinado con raya en medio el cabello color noche y lo dejaba caer en rizos suaves, a la italiana, sobre los hombros. Eso le daba un aspecto encantador y juvenil.

– ¡Señor conde! Feliz Año Nuevo -lo recibió alegremente al entrar en el saloncito elegantemente amueblado. Por los dioses, qué apuesto se le veía, con su traje de terciopelo negro con cuello de marta y con un colgante de oro en el pecho.

– Señora Goya del Fuentes, feliz Año Nuevo. -Los ojos brillantes de Geoffrey la recorrieron de arriba abajo. ¡Qué hermosa estaba!-. Le he traído un pequeño obsequio -dijo.

Ella se sonrojó.

– No era necesario, milord. Yo no tengo nada que daros a cambio.

– Aceptaría un beso, dulce Skye, porque uno de tus besos vale más que cualquier otra cosa para mí.

– Ah.

Y antes de que ella pudiera protestar, la tomó entre sus brazos y la besó. La sangre rugió y tembló en los oídos de Skye, y sin darse cuenta, le devolvió beso por beso hasta que ambos quedaron sin aliento. Ella sentía los senos hinchados de deseo, los endurecidos pezones le rozaban la camisa de seda. La boca de él acarició la base de su cuello y después el nacimiento de los senos, que parecían a punto de estallar, prisioneros en el vestido color vino tinto.

– Quiero hacerte el amor -dijo él.

– Lo sé -respondió ella, sin aliento-. Pero necesito más tiempo. No he hecho el amor desde que murió mi esposo y estoy confundida. Y asustada.

– No pienso forzarte, hermosa. La violación no es mi estilo. -La llevó hasta el sillón de brocado y se sentaron juntos. Él sacó una cajita de joyas de su bolsillo izquierdo-. Su Majestad no ha cesado de requerir mi presencia -explicó-. Pasamos la Navidad en Hampton Court, pero ahora la reina está en Whitehall y he logrado escaparme unos días. Te los he traído porque he pensado que harían juego con tus ojos.

Skye tomó la pequeña caja y la abrió sin apartar los ojos del conde. La caja contenía un par de pendientes de zafiros que pendían de dos pequeños engarces de oro. Ella levantó uno contra la luz de la mañana, y la piedra, como un prisma, absorbió la luz y le devolvió un arco iris en miniatura. Eran los zafiros más hermosos que hubiera visto nunca y, sin duda, procedían de la India.

– No puedo aceptarlo, milord. Son demasiado valiosos -suspiró Skye.

– Llámame Geoffrey, corazón, y por favor, no seas tonta. ¿Qué tiene de malo que dos amigos intercambien regalos por Año Nuevo?

– Pero yo no tengo nada para ti.

– ¿No? ¿No me has dado la esperanza de que algún día podamos compartir el amor? Y tus besos son mucho más valiosos que estas joyas. Vamos, amor, ponte los zafiros. -Las manos de Geoffrey apartaron los rizos negros y la hicieron temblar. Después, le puso los pendientes-. Perfecto -exclamó.

Skye se miró al espejo y movió la cabeza a un lado y a otro para admirar las brillantes piedras azules.

– Maldición -dijo con suavidad-, son hermosos y me gustan mucho.

Él rió entre dientes.

– Me alegra que expreses aunque sea el más mínimo de los deseos materiales, Skye. Ahora, amor mío, tengo algo más para ti antes de irme. Una invitación para la mascarada de la Duodécima Noche. ¿Vendrás? Tal vez con el capitán Small. La reina estará allí. Todavía no le he hablado del aval para vuestra compañía, pero lo haré antes del baile para poder presentarte a Su Majestad esa noche.

– ¡Qué buena idea, Geoffrey! Claro que iremos. Llevaré a Robbie como escolta, aunque va a ser difícil conseguir que se ponga algo medianamente elegante. A Robbie no le interesa demasiado la ropa.

El conde asintió, satisfecho.

– Os espero; tengo que volver a Whitehall ahora, cariño. -Se puso en pie y ella se le acercó. Él era mucho más alto que ella y Skye se sintió pequeña al tener que levantar la cabeza para mirarlo. Los largos dedos de él le acariciaron la cara-. Soy un hombre paciente si el premio vale la espera, cariño.

– Podrías desilusionarte, Geoffrey -dijo ella, y frunció el ceño con toda seriedad.

– No lo creo, Skye. No lo creo. -Le rozó los labios con los suyos-. ¿Qué te gustaría para la Duodécima Noche?

– ¡Geoffrey! ¡No me malcríes!

– Querida, aún no he empezado a malcriarte, y te aseguro que lo haré. Hasta la Duodécima Noche. -Ella ni siquiera tuvo tiempo de contestarle, porque él hizo una reverencia y salió de la habitación sin añadir palabra.

Geoffrey Southwood fue hasta el río y llamó a un barquero para que lo llevara hasta el palacio, que no quedaba muy lejos.

– Whitehall -ordenó, subiendo al botecito y acomodándose.

– Sí, milord -asintió el barquero mientras apartaba el bote de la orilla.

«Voy a disfrutar mucho de la barca de De Grenville», se dijo el conde. Después, se puso serio. Ya no era un juego para él. Para su sorpresa, a su corazón no le era indiferente Skye. Había mentido al explicarle a Skye que la reina no lo había dejado marchar de Hampton Court. Habría podido volver a casa varias veces durante las últimas semanas. Pero había decidido no hacerlo, porque quería tener tiempo para pensar.

Esa noche de noviembre, en su casa, Skye se había mostrado tan vulnerable… Él habría podido poseerla con facilidad. Era joven, había tenido un gran amor y ahora, después de dos años de viudez, era evidente que necesitaba un nuevo amante. Sabía que podía haberle ganado la apuesta a De Grenville esa misma noche. Pero ella había temblado en sus brazos y, por alguna razón, él no había podido deshonrarla. Estaba sorprendido de sus propias reacciones, porque nunca había sido un sentimental ni se había preocupado por los sentimientos de los demás.

Cuando regresó a su casa esa noche, vio a la criada regordeta preparando leña para el fuego. Los ojos verdes de Geoffrey se entrecerraron, llenos de deseo. Deslizó un brazo por la cintura de la chica y ella rió en voz baja.

– ¿Cómo te llamas, muchacha?

– Poll, mi señor.

– ¿Cuántos años tienes?

– Cumpliré trece en Santo Tomás, mi señor.

– ¿Quieres?

– Sí, mi señor.

– ¿Eres virgen?

– No, señor -dijo ella mientras se quitaba la blusa y revelaba unos senos bastante generosos para alguien tan joven. Luego se quitó la falda y las enaguas y quedó desnuda frente a él.

No hubo preliminares. Él se aflojó la ropa, llevó a la chica a la cama, la dejó caer allí y la penetró. Se movió hacia delante y hacia atrás una y otra vez hasta que ella gimió de placer. El dolor que sentía en su masculinidad se extinguió con eso. Se hizo a un lado, y se quedó quieto un momento. Luego, se levantó de la cama, sacó una moneda de oro de su cartera y se la dio a la muchacha.

– Márchate, Poll -ordenó.

La muchacha recogió su ropa, lo miró con picardía y salió corriendo del dormitorio.

Ahora él suspiraba sobre la barca con ese recuerdo. La relación lo había calmado físicamente, pero no lo había dejado satisfecho. En realidad necesitaba a Skye. Había un cierto candor en ella, a pesar de haber estado casada y de ser viuda y madre. Ese candor hacía que Geoffrey quisiera amarla, no traicionarla.

No había duda, el conde de Lynmouth sentía las punzadas del verdadero amor por primera vez en su vida.


Robert Small no se alegró de haber sido invitado a la mascarada.

– Maldita sea, Skye, no soy el galán adecuado para escoltarte.

– Vamos, Robbie, deja de gruñir. La reina estará allí y él me ha prometido que nos presentará.

La cara tostada y llena de experiencia del capitán se suavizó un poco.

– Bueno, me gustaría conocer a la joven Bess, eso sí. ¿Qué debo ponerme?

– Nada demasiado recargado. Yo he decidido disfrazarme de Noche. Tu disfraz tiene que estar en relación con el mío. Me ocuparé de que los preparen, así que lo único que tienes que hacer es ir un par de veces a probártelo al sastre.

– Muy bien, muchacha. No puedo dejarte ir sola con todos esos pavos presumidos de la corte danzando a tu alrededor.

Skye cumplió su palabra y el día del baile, Robert Small se descubrió enfundado en un traje simple, pero muy elegante. Un jubón de terciopelo negro con costuras de brillante plata que terminaba en puntillas en las mangas y en el cuello. Los calzones cortos y redondos estaban forrados con crin de caballo para que se mantuvieran rígidos. Usaba calzas de seda negra y zapatos de cuero también negro de suela gruesa, con adornos de plata. Llevaba una capa corta de terciopelo negro, forrada en tela de plata y adornada con piel de marta.

Skye le regaló una hermosa espada de oro con el mango adornado con pequeños zafiros, diamantes y rubíes. Para su sorpresa, el capitán se paseó frente al espejo rectangular de la sala de recepción con una sonrisita en los labios.

– ¿Crees que podrías llegar a cacarear, gallito? -bromeó ella.

– Oh, vamos, Skye -protestó él, enrojeciéndose-. Pero hay que reconocer que estoy muy elegante.

– Claro que sí. Me gustaría que te viera Cecily.

– Gracias a Dios que no puede verme. No dejaría de recordarme el asunto durante años. Siempre está tratando de llevarme a una fiesta. Hasta ahora siempre había logrado escabullirme. Y no quiero comentarios al respecto.

Ella rió.

– De acuerdo, Robbie. Será un secreto entre tú y yo.

Él suspiró, se volvió y la miró de arriba abajo.

– ¿No te parece un poquito escotado este vestido?

– No, Robbie -dijo ella con suavidad-. Es la moda. Dejemos el espejo, si es que puedes despegarte de él. -Él hizo un gesto de rabia fingida y ella le sacó la lengua.

– Voy a ver si está listo el carruaje, señora pava -bromeó Robert Small mientras salía a grandes zancadas de la habitación.

Skye se quedó inmóvil contemplando su imagen en el espejo. Su vestido de terciopelo negro era magnífico y sabía que con él eclipsaría a todas las demás mujeres de la mascarada. El escote cuadrado y bajo no llevaba puntillas. En lugar de eso, ofrecía una visión bastante atrevida del pálido nacimiento de los senos. Las mangas se partían a partir del codo, para mostrar la puntilla de la blusa que Skye llevaba debajo y que se repetía con su plata en los puños. La falda acampanada de terciopelo negro dejaba ver por debajo una segunda falda de brocado negro con lunas, estrellas y planetas bordados en plata, perlas y diamantes. Las medias de seda negra con adornos de hilo de plata y pequeños diamantes brillaban bajo las dos faldas al igual que los zapatos de seda negra, de tacones altos y puntiagudos.

El cabello, peinado con raya en medio, estaba recogido en un moño por encima del cuello. Esa moda francesa la distinguiría de las demás mujeres que todavía seguirían la moda del cabello recogido a los lados. Los adornos del cabello eran de perla y diamantes, y dibujaban estrellas y lunas en cuarto creciente sobre un cielo negro.

El collar era de diamantes azules y se había puesto también un magnífico brazalete a juego y pendientes de diamantes en formas de pera que colgaban de broches con perlas incrustadas. En los dedos de la mano izquierda, usaba anillos con una piedra, uno con un diamante, uno con un rubí en forma de corazón y el otro con un zafiro. En la mano derecha sólo había una perla irregular y una esmeralda cortada en forma de cuadrado.

Había destacado sus ojos con un ligero toque de azul, pero tenía las mejillas rojas de excitación y no necesitó polvo para colorearlas. El perfume que usaba era de rosas de Wren Court del verano anterior. Cecily se lo había enviado a Londres por Navidad. El espejo le decía que estaba perfecta y, por primera vez en muchos meses, se sentía confiada, a pesar de que, esa noche, cuando llegara a casa del conde, entraría en un mundo desconocido para ella.

– ¿Lista, muchacha?

Ella giró en redondo, levantó su máscara de plata y contestó con alegría:

– Lista, Robbie. -Él le colocó con cuidado una larga capa con bordes de marta sobre los hombros y bajaron por las escaleras hasta el carruaje que los esperaba-. ¡Qué tontería tener que usar esto cuando vivimos pared contra pared! -dijo Skye.

– No puedes caminar. Eso te impediría hacer una gran entrada, ¿no te parece? La hermosa y misteriosa señora Goya del Fuentes tiene que causar buena impresión en su presentación en la corte. Te garantizo que en la próxima media hora todos los nobles de la corte se atropellarán para conocerte.

– Ay, Robbie, pareces un padre celoso -suspiró ella.

El carruaje llegó enseguida a las puertas de la mansión de Lynmouth y rodó por el sendero a través de los jardines hacia el bien iluminado palacio. Al llegar a la puerta principal, Skye reparó por primera vez en la grandeza del edificio. El palacio de ladrillos rojo y oscuro tenía cuatro plantas y se alzaba sobre el río rodeado por hermosos jardines, primorosamente diseñados. Construido durante el reinado de Enrique VIII, tenía la ostentosa magnificencia llena de orgullo de ese monarca. Se lo consideraba un ejemplo prototípico de arquitectura Tudor. Los sirvientes, vestidos con los colores azul y oro de la familia Southwood, corrieron a abrir las portezuelas del carruaje y ayudaron a sus ocupantes a bajar. Skye tomó el brazo de Robbie y entró en el gran vestíbulo de mármol en el que otro sirviente se adelantó para tomar su capa. Había varias mujeres de pie, y cuando la vieron de cuerpo entero con aquel vestido, se escucharon expresiones de asombro. Las comisuras de los labios de Skye se curvaron un milímetro, pero, por lo demás, fingió total indiferencia. Pasó la mano sobre el brazo de Robert y empezaron a subir por la gran escalera.

– Bien hecho, muchacha -murmuró él en voz baja, y ella le guiñó un ojo con expresión traviesa. Llegaron al descansillo y se quedaron de pie en el gran arco del salón de baile, esperando, hasta que el mayordomo les preguntó:

– ¿Nombres, por favor?

– Sir Robert Small y señora Goya del Fuentes.

Las oscuras cejas de Skye se arquearon en un gesto de asombro. Sir Robert, por Dios. Robbie se las había arreglado para sorprenderla otra vez.

– Sir Robert Small y la señora Goya del Fuentes -anunció el mayordomo con voz potente y, de pronto, el salón quedó en silencio y los dos se enfrentaron a un mar de caras que los observaban con curiosidad. Lentamente, las dos figuras vestidas de negro descendieron por los anchos y cómodos escalones. Geoffrey Southwood, resplandeciente en su traje blanco y oro, se adelantó para tomar la mano de Skye y besarla. Ella sintió un delicioso cosquilleo en todo su brazo.

– ¡Diablos, señora, sois mucho más hermosa que cualquier otra en este salón! Buenas noches, sir Robert, veo que esta noche habéis decidido utilizar vuestro título.

– Lo hago para honrar vuestras fiestas, milord. Gracias por invitarme.

– ¿Puedo quitaros a Skye, sir?

– Por supuesto, milord. Veo a De Grenville al otro lado del salón y hace tiempo que quiero hablarle. -Robbie hizo una reverencia y se alejó, la espalda recta y orgullosa.

– El baile no empezará hasta que llegue la reina -dijo Southwood-. Ven conmigo y te enseñaré la casa.

– ¿Y tus huéspedes?

– Están todos muy ocupados comiendo, bebiendo e intercambiando chismes. Nadie notará mi ausencia. Además, si un solo hombre más te mira otra vez como te están mirando, soy capaz de retar a alguien a duelo. Vamos, señora, os quiero para mí solo. -Y sin darle tiempo a responder, la sacó del salón de baile por una puertecita-. La galería de las pinturas -dijo-, que contiene la colección completa de retratos de los Southwood.

– Suponía que los tendrías en Devon, no aquí -dijo ella.

– Los traigo cuando estoy allí. Estas pinturas familiares viajan entre Londres y Devon con tanta frecuencia como yo. Una de mis excentricidades. -Durante un momento caminaron en silencio y luego se detuvieron. Él dijo escuetamente-: Skye. -Y había tanto deseo en su voz que ella se estremeció.

Lo miró con timidez y se preguntó por el carácter de la intensa pasión que veía en esos ojos verdes. Puso las manos sobre el ancho pecho de Geoffrey, como para mantenerlo alejado.

– No digas nada, querida -rogó él, y le rozó los labios con la boca.

– ¡Geoffrey! -murmuró ella, casi acalenturada.

La boca de él recorría su rostro con lentitud, luego el cuello y el nacimiento de los senos hasta que su cabeza se hundió en el valle perfumado del pecho y ella sintió que el corazón le latía con fuerza bajo esa boca cariñosa.

– Deja que te ame, Skye. Dios mío, este deseo me duele, amor mío. -Permanecieron así, juntos, la figura negra y la dorada y blanca, sin moverse.

Se escuchó un ligero golpe en la puerta y Southwood se apartó inmediatamente.

– ¡Adelante! -ordenó.

La puerta se abrió de par en par.

– Milord, la barca de la reina está a pocos minutos de aquí -dijo el sirviente que había golpeado.

– Muy bien. -El sirviente se alejó-. Debo ir a dar la bienvenida a Su Majestad. Te llevaré con Robbie, amor mío. Después hablaremos.

Con Robbie a un lado y Richard Grenville al otro, Skye se unió a los demás huéspedes en el jardín, cerca del muelle, para recibir a la reina.

– Por Dios, sí que sois una visión suculenta -dijo De Grenville.

– Gracias, milord.

– Os estáis acercando mucho a Geoffrey, ¿eh? -hizo notar el noble-. Por la forma en que se comportó con vos en la hostería, creí que no volveríais a dirigirle la palabra.

– Geoffrey se disculpó muy galantemente por su comportamiento, milord De Grenville.

– Supongo que no ignoráis que está casado -le presionó De Grenville.

– Vamos, milord, ¿qué es lo que estáis tratando de decirme? Sed claro -le rogó Skye con toda firmeza.

De Grenville se acobardó. No hubiera sido muy caballeroso contarle a una dama lo de la apuesta.

– Solamente quiero impedir que os hieran, señora, y Geoff es un hombre que suele herir a las mujeres. Por lo menos, eso es lo que dicen -explicó con tono inocente.

– Sois muy considerado, milord -agradeció con frialdad.

Él cambió de tema para no meter la pata.

– Ah. ¡La joven Bess! Mirad, mi querida Skye, ahí viene la reina.

Los tres miraron hacía el río, a través del mar de huéspedes disfrazados. La barca de la reina ya había atracado y el conde de Lynmouth estaba ayudando a desembarcar a su huésped real. Durante un momento, Isabel se quedó de pie, mirando a sus súbditos. Después, todos la vitorearon. La joven reina tenía apenas veintisiete años y aún desde lejos, Skye se dio cuenta de que era muy hermosa. Alta para ser mujer y dueña de una delgadez un poco angulosa. Como Skye, se había arreglado el cabello a contracorriente de la moda. Lo había peinado con raya en medio para que le cayera en largas y rojizas ondulaciones sobre la espalda. Iba engalanada con varios collares de perlas. Había decidido representar a la Primavera y su vestido era de brocado verde claro, con incrustaciones de oro y diamantes. Sus largos y aristocráticos dedos brillaban llenos de anillos y sus ojos almendrados refulgían como joyas. Sonreía con alegría.

Lord Southwood llevó a su huésped de honor hacia el salón de baile a través del jardín, pasando entre los alineados cortesanos inclinados. El salón, como la galería, tenía todo el largo de la casa. La reina se acomodó en un pequeño trono sobre un estrado y los huéspedes se le acercaron uno por uno a rendirle honores. Southwood estaba de pie junto al trono.

Escoltado por Robbie y De Grenville, Skye subió al estrado para saludar a la reina.

– ¡De Grenville, amigo! Es un placer veros -sonrió Isabel-. No sabía que hubierais llegado. Creía que aún estabais en Devon.

– He venido sólo para esta noche, Majestad -dijo De Grenville, mientras le besaba la mano-. ¿Cómo iba a perderme la fiesta de Southwood? ¿Y la oportunidad de echarle una mirada a la mujer más bella de Inglaterra?

Isabel se sonrojó.

– ¿A quién vais a presentarme, Dickon?

– Primero, Majestad, a un viejo amigo y vecino de Devon. Robert Small, capitán de la Nadadora.

Robert Small se arrodilló y besó la mano de la reina.

– Señora -empezó a decir, pero sus ojos se llenaron de lágrimas y no pudo terminar la frase.

– Por Dios, sir, me honráis… -agradeció Isabel con amabilidad.

– Toda Inglaterra da las gracias a Dios por Vuestra Majestad -pudo decir Robert Small, un poco más tranquilo.

– Toda Inglaterra debería loar a Dios por hombres valerosos como vos, sir Robert -replicó la reina-. Vosotros sois nuestro futuro. -Y luego, los ojos negros de la reina se posaron en Skye.

– La señora Goya del Fuentes, Majestad -dijo Geoffrey, situado a la derecha de la reina.

Skye hizo una elegante reverencia.

– ¿La dama de Argel?

– Sí, Majestad -contestó Skye, con los ojos bajos.

– Creo que vuestro esposo era mercader allí, y muy importante.

– Sí, Majestad -admitió Skye, y levantó la vista para mirar directamente a la reina.

– ¿Vos y sir Robert sois socios? ¿Un poco extraño en una mujer, no os parece?

– Tanto como ser reina por su propio derecho, Majestad. Pero nunca he pensado que ser mujer significara que una debía ser estúpida. Ciertamente, Su Majestad prueba que eso no es cierto. -Los ojos azules mantuvieron la mirada dura de los ojos negros de la reina.

Isabel Tudor fijó su mirada en Skye, para estudiarla. Después, rió.

– Deseáis mi aval, lo sé -dijo-. Hablaremos de eso muy pronto. -Luego, se volvió hacia el conde y le dijo-: Me arden los pies de tanto esperar, milord. ¿Bailamos?

Finalizada la audiencia, Skye hizo otra reverencia y se alejó cogida del brazo de sus dos galanes, con las faldas un poco levantadas.

– Dios mío -dijo De Grenville, con admiración-. Le habéis gustado a la reina. Y las mujeres no suelen gustarle, Skye. ¿Qué es eso de un aval?

– Robbie y yo hemos formado nuestra propia compañía mercante, milord, y lord Southwood nos está ayudando a conseguir el aval real.

«¡Demonio de hombre! -pensó De Grenville-. O sea que fue así como se la ganó. Tengo que pensar algo o perderé mi barca.» Estaba a punto de pedirle a Skye que bailara con él cuando Southwood, que había abierto el baile con la reina, se les acercó y se llevó a la dama. Skye, con los ojos brillantes le dio la mano y se alejaron girando por la pista mientras Robert Small y De Grenville se acercaban a la puerta.

– Southwood parece bastante entusiasmado con ella, Robbie -murmuró De Grenville, pensativo.

– Sí -replicó el capitán-, y lamento decir que ella no le va a la zaga.

– Lord y lady Burke -anunció el mayordomo.

– ¿Quiénes son, Dickson? -preguntó Robbie.

– Vecinos de Southwood, pero de la parte de la ciudad. Él es algo así como el heredero de un jefe irlandés. Supongo que Geoffrey se ha visto obligado a invitarlos.

El conde pasó el brazo alrededor de la cintura de Skye mientras bailaban una intrincada figura.

– Si uno solo más de esos malditos te mira con esos ojos -murmuró el conde entre dientes-, voy a apelar a mi espada.

Ella rió con su risa burbujeante, suave, cálida.

– Vamos, Geoffrey -bromeó-, no me digas que estás celoso.

– Claro que estoy celoso, y te aseguro que pienso hablar de esto contigo más tarde. -Skye rió, encantada.

Estaba pasándolo muy bien. Era el mejor momento de su vida. El conde, buen mozo, envidiado, era atento con ella, sorprendentemente atento, y no había un solo hombre allí que no la hubiera mirado con admiración. Bailó toda la noche, comió rodeada de media docena de caballeros además de De Grenville y Robbie, y bebió vino dulce, apenas lo suficiente para achisparse un poco. A medianoche, todos se quitaron las máscaras y gritaron de asombro, aunque la mayoría ya había identificado a sus amigos, tras los antifaces adornados.


Al otro lado del salón, Niall Burke miraba atónito, rígido de sorpresa, a la hermosa mujer vestida de terciopelo negro y llena de diamantes que reía con el conde de Lynmouth. ¡Era imposible! ¡Imposible! ¡Skye había muerto! Todos le habían asegurado que estaba muerta y se lo habían asegurado tantas veces y con tan buenas explicaciones que él había tenido que aceptarlo.

– Dios mío -oyó decir al hombre que estaba a su lado-. Southwood siempre ha tenido suerte. Si la señora Goya del Fuentes no es su amante, lo será muy pronto, a juzgar cómo se miran.

– Vivió en el Este -dijo otro hombre-, y supongo que ha aprendido algunas cosas que saben las chicas de los harenes. Dios, me pregunto…

– No seas estúpido, Hugh. Southwood ya la ha separado para él. Es como si le hubiera puesto su marca. Si te encuentra merodeándola te matará sin pensarlo dos veces.

Los dos hombres se alejaron, dejando a Niall Burke con sus pensamientos y su confusión. ¿Cómo podían parecerse tanto dos mujeres? Tenía que conocer a esa señora Goya del Fuentes, pero ¿quién diablos podía presentársela?

– ¿Bailarás conmigo, Niall?

– ¿Qué? ¡Ah, Constancita, amor mío! ¿Qué…?

Constanza rió, moviendo su cabeza llena de rizos de oro.

– ¿Cómo se puede estar en Babia en esta fiesta de ensueño? -le preguntó.

– Lo lamento, querida, estaba admirando a esa dama del vestido negro. Creo conocerla.

– ¿La señora Goya del Fuentes? Tal vez la conoces. El marido era español, pero ella es irlandesa.

Niall pensó que iba a descomponerse, pero controló sus emociones con todas sus fuerzas.

– ¿Cómo lo sabes, Constanza?

– Vive en la casa contigua a la del conde, la última de la calle. Nuestro barquero y el suyo son hermanos. Los barqueros y las sirvientas siempre se están contando chismes, ya sabes, y yo oigo algunas cosas. Dicen que el conde está loco por ella.

– Una dama no debe prestar atención a los chismes de los criados -la cortó él con severidad-. Quiero irme a casa.

Ella se sintió herida y protestó.

– Pero si apenas es medianoche. Hasta la reina está aquí todavía. No es de buena educación marcharse antes que la reina.

– No me encuentro bien, Constanza -dijo Niall con severidad-. Quiero irme.

Ella se preocupó enseguida y le puso una mano en la frente.

– Sí, tienes la frente tibia, amor mío. Le presentaremos nuestras disculpas a lord Southwood, pero mejor digamos que yo soy la que está enferma. Es algo que se acepta con mayor facilidad.

Se acercaron al conde de Lynmouth cruzando el salón. El conde estaba mirando a Skye, con el brazo cubierto de terciopelo blanco sobre los hombros negros de ella. Formaban una pareja extraordinariamente hermosa. Southwood sonrió cuando se le acercaron.

– Milord Burke, espero que vos y vuestra bella esposa lo estéis pasando bien. -Geoffrey sonrió con elegancia-. Permitidme presentaros a mi vecina, la señora Goya del Fuentes. Skye, querida, lord y lady Burke viven en la casa contigua a la mía.

– ¿Y que también construyó tu abuelo para una belle amie? -bromeó Skye.

El conde rió. Estaba tan absorto en los gestos de Skye que no notó la mirada atónita de Niall Burke. ¡Era la misma voz! ¡La misma voz! El mismo nombre y la misma voz.

– Lord y lady Burke. Encantada de conocerles -dijo ella, y miró a Niall sin dar muestra de reconocerlo. Su voz era solamente amable, educada.

Niall Burke pensó que iba a volverse loco. Controló su miedo y su angustia, y dijo:

– Espero que nos perdonéis, milord, si nos vamos temprano. Constanza se queja de uno de sus violentos dolores de cabeza.

– Lo lamento -dijo el conde, con expresión preocupada, como buen cortesano que era.

– ¿Habéis intentado usar una infusión de corteza de hamamelis en agua tibia y colocárosla con un paño de lino sobre la frente, lady Burke?

– Muchas gracias, señora Goya del Fuentes, no había oído hablar de ese remedio. Voy a probarlo -dijo Constanza. Sintió el tirón de la mano de Niall en su brazo, un tirón cada vez más insistente, y finalmente hizo una reverencia y los dos se volvieron para marcharse.

– ¡Qué hombre tan raro! -exclamó Skye, mirando las espaldas de los Burke-. Me miraba de una forma tan especial…

Geoffrey rió.

– Me pregunto por qué. ¿Tal vez porque eres la mujer más hermosa del baile? -Bajó la voz-. Cariño, ya sabes lo que quiero decir.

– Sí -replicó ella con suavidad, las mejillas coloreadas.

– Si voy por ti esta noche, amor mío…

– Sé que me estoy portando como una virgen tímida -le contestó ella-, pero es que nunca he hecho el amor con nadie excepto con mi señor. No sé si me atreveré a hacerlo, Geoffrey. Te deseo, pero tengo miedo. ¿No lo entiendes?

– Cuando se vaya la reina -le dijo él con voz muy calmada-, ve a tu casa y espérame. Hablaremos, Skye. Te amo y lo que hay entre nosotros tiene que resolverse de alguna forma. Estás de acuerdo, ¿verdad?

Ella asintió, los ojos enormes y cada vez más azules. Él sonrió para darle confianza y el miedo que ella sentía se disolvió en un brillo rápido y cálido. ¡Él la amaba! ¡Lo había dicho con todas las letras!

Pero el vuelo veloz de sus pensamientos se interrumpió de pronto con la llegada de De Grenville.

– La reina quiere hablar con vos, señora Skye. Permitidme que os escolte -le ofreció.

– Te escoltaremos los dos, amor mío -dijo el conde con firmeza.

Cuando llegaron ante el trono de Isabel, la reina ordenó a un criado que trajera un banquillo para Skye. Después, hizo un gesto a los dos galanes para que se retiraran. Dar esas órdenes no le habían obligado a abrir la boca ni una sola vez.

– Sois popular entre los caballeros -comentó, cuando los dos hombres se hubieron retirado.

Skye rió.

– Milord De Grenville es un viejo amigo de mi socio, sir Robert Small. Como Robbie, siente que es su deber protegerme.

– ¿Y ese pillo, Southwood?

– El conde…, bueno, él no es exactamente mi… protector -dudó Skye, e Isabel rió, los ojos grises llenos de luz.

– Una frase con doble sentido, señora -rió entre dientes-. Una mujer de ingenio, ya veo. Eso me gusta. Contadme algo de vos misma. ¿Cómo llegasteis a asociaros con Robert Small?

– Hay muy poco que contar de mí, Majestad. Soy irlandesa, por lo menos eso es lo que aseguran. Cuando era muy pequeña, me dejaron en un convento de Argel y no sé nada de mis padres. Hace muchos años me casé con un rico mercader español de esa ciudad. Robert Small era su socio. Cuando mi señor murió, hace dos años, tuve que huir de Argel porque el gobernador turco quería llevarme a su harén. Robbie me rescató y el secretario francés de mi esposo, Jean Marlaix, y su esposa Marie abandonaron la ciudad conmigo. Ella y yo estábamos embarazadas cuando huimos. Mi hija nació aquí, en Inglaterra, y doy gracias a Dios por eso.

– ¿Así que llegasteis aquí como una viuda pobre y Robert Small os protegió?

– ¿Pobre? ¡No, Majestad! Según la ley musulmana dispuse de un mes para llorar a mi esposo, y durante ese mes hice que vendieran todas las propiedades y bienes de mi esposo y que depositaran el dinero en Inglaterra. ¡No, Majestad! Mi hija y yo no somos pobres en absoluto.

– Vaya, señora, sois fría y astuta. Eso me gusta. Sí. ¿Y habéis creado una compañía con Robert Small? ¡Bien hecho! Me gustan las mujeres inteligentes, las que usan el cerebro y no solamente el cuerpo. ¿Habéis recibido una buena educación? Supongo que sí.

– Sí, Majestad. Hablo y leo inglés, francés, italiano, español y latín. Escribo bien y soy buena con los números.

– Muy bien, señora. Estoy impresionada con lo que veo y oigo. Cecil arreglará una entrevista para vos y sir Robert. Hablaremos. Tal vez os conceda mi aval.

Skye se levantó e hizo una ostentosa reverencia.

– Majestad, os estoy muy agradecida.

Isabel se puso en pie. Instantáneamente, apareció el conde de Lynmouth a su lado.

– Southwood, estoy cansada. Han sido unos días de fiestas continuas. Escoltadme hasta mi barca.

La reina y su escolta se movieron entre las hileras de hombres y mujeres inclinados que iban abriendo un sendero de honor para ellos. Robert y De Grenville volvieron a apoderarse de Skye.

– ¿Te quedas, Skye, muchacha?

– No, Robbie, estoy cansada. Ya le he dado las buenas noches a Geoffrey. Por favor, acompáñame al carruaje. Pero quédate si quieres.

– No, me voy también. Tengo ganas de beber un buen trago y acostarme con una moza cálida y bien dispuesta. En serio. Esta atmósfera es demasiado extraña para mí. De Grenville, ¿venís conmigo?

– Sí -fue la sonriente respuesta.

– Entonces, llevaos mi carruaje -ofreció Skye.

– Gracias, muchacha, eres muy generosa.


La dejaron a salvo en su propia casa y se fueron en el carruaje. Skye le alcanzó su capa a Walters, el mayordomo.

– Cierra -dijo ella-. El capitán Small no volverá esta noche.

– Sí, señora.

Skye se apresuró a subir las escaleras hasta sus habitaciones, donde la esperaba Daisy.

– Ah, señora, ¿la habéis visto? ¿Habéis visto a la joven Bess? Hemos visto la barca desde la terraza.

– Sí, Daisy, la he visto y hemos hablado un par de veces esta noche. La veré de nuevo muy pronto.

Los ojos de Daisy estaban redondos de excitación.

– ¿Es hermosa, señora?

– Sí, Daisy, es muy guapa, con una piel clara y suave, y cabello rojizo, y los ojos grises y brillantes.

– ¡Ah, señora! ¡Cuando le diga a mi madre en Devon que vi la barca de la reina y que mi señora habló con ella! ¡Se sentirá tan orgullosa!

Skye sonrió.

– Mañana te diré lo que llevaba puesto. Pero ahora ayúdame a desvestirme, que estoy cansada.

Daisy desató el vestido de su señora y la ayudó a desvestirse. El disfraz de terciopelo negro terminó cepillado y colgado en el armario. Daisy reunió todas las prendas íntimas de seda para pasarlas a la lavandería. Luego Skye se colocó un vestido simple de seda rosada con escote en forma de V, muy profundo y asegurado con botoncitos de perla; de mangas anchas y flotantes y falda suelta alrededor del cuerpo.

Daisy le trajo una vasija de agua de rosas y Skye se lavó la cara y las manos y se limpió los dientes.

– ¿Os cepillo el cabello?

– No, gracias Daisy. Yo lo haré. Es muy tarde. Vete a la cama.

Daisy hizo una reverencia.

– Entonces, buenas noches, señora.

– Buenas noches, Daisy.

La puerta se cerró detrás de la muchacha y Skye se sentó frente a la cómoda. Lentamente, se quitó los adornos de diamantes y perlas y los broches de oro y ámbar del cabello. El cabello cayó alrededor de su rostro como una nube de tormenta. Tomó el cepillo y se cepilló con fuerza, preguntándose si Geoffrey vendría a verla y si ella deseaba realmente que viniera. ¿Y qué pasaría si venía?

Rió. ¿Qué pasaría? Se convertiría en su amante, claro está. Frunció el ceño. ¿Era eso lo que deseaba? ¿Ser la amante de un noble? ¡Maldita sea! Ardía de deseos de recibir las caricias de un hombre, de sentir la dureza del cuerpo de un hombre en el suyo. ¿No podía mantener una relación breve y secreta y lograr que todo terminara en eso? Seguramente, él comprendería que ella quisiera que lo que había entre ellos permaneciera en secreto. Si no era eso lo que Geoffrey buscaba, se negaría a mantener una relación amorosa con él.

El sonido de algo que repiqueteaba la ventana le arrancó de sus pensamientos. Corrió a la ventana y miró hacia fuera y luego saltó hacia atrás. ¡Alguien lanzaba piedrecitas a su ventana! Rió y abrió los postigos de plomo de par en par.

Allí abajo estaba el conde de Lynmouth, todavía con su traje blanco y oro, sonriéndole con pasión.

– Voy a subir, Skye -murmuró, apenas lo suficientemente alto como para que ella lo oyera-. Deja la ventana abierta.

– Pero ¿cómo…? -empezó ella, y después contuvo la respiración al ver que él se agarraba al tronco de una gran enredadera que crecía sobre el muro de la casa, y empezaba a trepar. Ella lo miraba con el corazón en la boca, pero él pronto estuvo en el alféizar.

– Buenas noches, cariño -saludó con voz más tranquila, mientras daba un ligero salto para entrar en la habitación. En un solo movimiento, cerró la ventana tras él y la tomó entre sus brazos-. ¡Skye! -dijo, y tenía la voz ronca de emoción. Le pasó las manos por el cabello y los ojos verdiazules de Skye se abrieron con pasión y ella sintió que se ahogaba. No podía hablar-. ¡Mi dulce, dulce Skye! -murmuró él, y después, le dio un beso completo y posesivo. La besó profunda, apasionadamente, y el beso vibró en el cuerpo de ella. Skye sentía que la atravesaban olas de pasión y delicia, una tras otra, mientras él le abría dulcemente los labios con los suyos y le hundía la lengua en la boca sin reservas, acariciándole la suya con pasión-. ¡Skye! ¡Oh, Skye! -murmuraba el conde contra el cuello suave de ella, y en ese momento, cedieron en ella las últimas defensas. Tembló de alegría.

Los dedos de Geoffrey le desabrocharon los botones de perlas que sostenían la gran V en su sitio. Un brazo la sostuvo con fuerza por la cintura. La otra mano buscó un seno perfecto y firme, lo tomó, lo acarició y, luego, la boca buscó la flor cerrada y fuerte del pezón. La boca cercó a su tembloroso prisionero y la lengua empezó a rodearlo con habilidad hasta que ella sintió que ya no podía tolerarlo más y gimió una dulce protesta. Él levantó entonces a su tesoro y lo llevó hasta la cama. Allí siguió con su jugueteo erótico, esta vez con el otro seno.

El cuerpo de ella ya no podía defenderse de la pasión que él encendía, pero la mente de Skye se resistía a la idea de la seducción. Desesperada, trató de detenerlo, aunque le costó mucho encontrar su voz.

– ¡Geoffrey, no! ¡No, por favor! -Durante un momento, él no la oyó y ella volvió a decirlo, como un grito en voz baja, y esta vez, lo tomó por el cabello para apartarlo de sí-. ¡Geoffrey, Geoffrey, por favor!

Lentamente, sin ganas, él separó los labios de la cálida suavidad de los senos. Su mirada era turbia y ansiosa.

– Dime, Skye -le dijo en voz baja-. Dime.

Ella lo miró, indefensa, como si todas las razones lógicas que había detrás de sus palabras se hubieran borrado de su mente. Los ojos de ambos se encontraron, y él dijo:

– Temes esto porque siempre has sido una mujer virtuosa. Eso lo entiendo. No puedo decir que no estoy casado. Si pudiera deshacerme de mi esposa, lo haría porque te amo, y siento que debajo de esta viuda respetable hay una mujercita sensual que me desea tanto como yo a ella. -Skye se sonrojó-. ¿Qué tiene de malo que nos demos placer el uno al otro? -Ella suspiró mientras seguía intentando encontrar palabras. Él era tan persuasivo… Después, Geoffrey Southwood estiró una mano, tomó la de Skye y la llevó hasta su miembro. Entre los dedos, Skye sintió la dureza y el latido de esa parte del cuerpo de él.

– ¡Geoffrey!

– No pienso rogarte, Skye. -Él tenía un arma para dominarla, pero, por alguna razón, no quería usarla. Quería ganársela por las buenas, porque sólo entonces la victoria sería realmente dulce. «¡La amo! -pensó radiante-. Ah, mi amor, déjame tomarte.» Y como si ella hubiera escuchado ese ruego silencioso, dijo:

– ¡Oh, Geoffrey!, sí, sí… ¡Sí!

Él la levantó sobre la cama y le quitó el vestido con suavidad. Para su sorpresa y su delicia, ella se estiró y le desabrochó la camisa con dedos temblorosos. Después, entre los dos, se deshicieron de los pantalones y la ropa interior del conde y cayeron sobre la cama otra vez. Él quería tomarla inmediatamente, sin perder un instante, sin esperar, pero se dominó con mucho esfuerzo. No quería precipitarse. Y si ella se dejaba hacer más tarde, si se rendía, la espera habría valido la pena.

Ella estaba quieta, se comportaba con timidez, parecía un poco asustada y un poco confundida, como una virgen. El conde se colocó en la parte posterior de la cama y le cogió el pie derecho y empezó a besarlo, ascendiendo por él con su boca, besando cada dedo, la planta y luego el tobillo. Los labios se movieron con lentitud por la pantorrilla y la sedosa pierna. Luego hizo lo mismo con el pie y la pierna izquierdos.

Después la besó de nuevo en los labios y abandonó su jadeante boca para ir en busca de la calidez de los senos. Las manos la sostuvieron con fuerza por las caderas y le besó el vientre. La lengua se introdujo una vez en el ombligo y luego se deslizó hacia abajo, buscando el corazón de la feminidad. Lentamente, le abrió los labios que hay entre las piernas. Pero lo que había allí estaba casi abierto ya y la flor rojo coral estaba húmeda y palpitante de deseo. Él inclinó la cabeza y la besó, y probó ese gusto salado y dulce al mismo tiempo. Ella jadeó, asustada y sorprendida, acarició con los dedos el cabello rubio de él y arqueó su cuerpo para buscar la boca de su amado.

Él sonrió de placer, levantó la cabeza y dijo con voz calma:

– Todavía no, querida. Es demasiado pronto.

– Por favor -rogó ella. Su excitación era tan grande que sentía que moriría si no la satisfacía de algún modo.

– Todavía no, Skye. Te enseñaré a disfrutar de la anticipación, a prolongar el placer. -La puso boca abajo con suavidad y ella sintió que le lamía la espalda, los hombros, las nalgas, las piernas. Lenta, rítmicamente, esa lengua masculina le acarició la suave piel y la fiebre del deseo aumentó en ella. Tenía los brazos sobre la cabeza y clavó las uñas en las sábanas, arañando con fuerza el colchón. Después, de pronto, él se tendió sobre ella y le acarició los bordes de las nalgas con el miembro erecto y grande.

Ahora ella estaba luchando contra él. Lo tomó por sorpresa, se lo sacó de encima y se volvió para mirar su rostro.

– ¡Bastardo! -dijo con los dientes apretados-. No eres un ángel, eres un diablo. ¡Basta!

Él rió, la sujetó a la cama y la besó hasta que ella ya no pudo respirar. Después le levantó las piernas, las pasó por encima de sus hombros y hundió la cabeza entre ellas. Buscó la miel con su lengua y la lamió con fuerza hasta que ella se dobló en dos y la boca forzó el clímax.

– ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! -gritó ella, llorando de frustración, porque todavía no estaba satisfecha.

– ¡Mírame, mi perrita caliente!

Ella cerró los ojos con más fuerza todavía.

– ¡No!

– ¡Mírame, Skye!

Ella oyó el tono cruel y firme de la voz de él y abrió los ojos color zafiro. Miró con ellos los ojos verdes de él.

– Estoy enamorado de ti, perra, y no quiero tomarte como a una puta. -Frotó el miembro grande, lleno de venas azules, contra el vientre de ella-. Esto es lo que querías, ¿eh?

– ¡Sí!

– Ya lo tendrás. A su tiempo, Skye. En realidad, pienso dártelo…, ahora. -Le separó las piernas-. Todo, amor mío. -Y entonces, se hundió en ella, disfrutando de la pasión y la mirada incrédula que veía en sus ojos azules.

Era un miembro grande y la colmó, empujando hacia arriba hasta casi tocar el útero mientras movía el pene con habilidad, retrocediendo hasta casi sacarlo y volviendo a hundirlo. Durante un momento, Skye pensó que iba a morir partida en dos, pero su cuerpo se abrió para recibirlo y casi lo devoró con su hambre desesperada. Le aferró la espalda con las uñas y él la agarró por los brazos y se los subió por encima de la cabeza para sujetarla. Ella le mordió el hombro hasta hacerle sangrar y después lamió la herida. Él le dio una bofetada leve, maldiciendo la agudeza de los pequeños dientes blancos.

El placer y el dolor se mezclaron dentro de ella. Había conocido el amor, pero nunca esa pasión. Y la pasión la consumía sin dejar espacio para ninguna otra cosa. Él la guiaba más y más arriba y ella escaló cima tras cima, pensando que era imposible llegar más allá y a la vez siguiente yendo todavía más lejos. Tras sus párpados cerrados, el mundo estalló en un arco iris de vidrios rotos. Sintió las contracciones del orgasmo con tanta intensidad que pensó que iba a morir. Una y otra y otra vez su cuerpo se estremeció de arriba abajo con la fuerza de la pasión.

Él se había unido a ella en el éxtasis, clímax tras clímax, y luego, lentamente, recuperó el sentido y se las arregló para separar los cuerpos. Durante un momento, no pudo hacer otra cosa que mirarla con los ojos muy abiertos. Ella estaba pálida y casi no respiraba. Él se sentó y la abrazó con dulzura. Skye estaba fría y él quería calentarla. Ninguna mujer lo había llevado tan lejos. Ninguna mujer le había dado tanta satisfacción y ninguna mujer se le había entregado tan enteramente.

Sí, la amaba. Y De Grenville podía quedarse con su maldita barca. No pensaba poner en peligro su amor por una estúpida apuesta. ¿Por qué la habría hecho? Si Dickon se atrevía a decir una sola palabra sobre esa estupidez, lo mataría.

Ella se movía entre sus brazos y, lentamente, abrió los hermosos ojos color turquesa. Buscó desesperadamente en el rostro de él una señal de confianza, de seguridad. Él le ordenó el cabello revuelto, lo apartó de la pálida frente y dijo:

– No me dejes nunca, Skye.

– No, Geoffrey.


Para Geoffrey Southwood, ése era el primer amor desde que muriera su hermosa madre en un intento vano de dar a luz, cuando Geoffrey era muy joven y ella también. Único hijo varón, Geoffrey había nacido diez meses después de contraer matrimonio sus padres. Después su madre había dado a luz a una niña, su única hija, Catherine, que ahora estaba casada y vivía en Cornwall. Muerta su madre, su madrastra le había dado a su padre dos hijas más, una de las cuales estaba casada con un barón de Worcestershire y la otra, con un escudero muy rico de Devon. La madrastra había muerto, junto al niño, durante el tercer parto. Su padre no había vuelto a casarse.

Estaba orgulloso de Geoffrey, pero había prohibido que lo trataran con «blandura», como lo llamaba. A los siete años, lo había enviado a casa del conde de Shrewsbury, como Geoffrey había hecho ahora con su propio hijo. Allí había vivido con media docena de jóvenes nobles, aprendiendo los modales de la corte, moral, política y cómo ser un gran señor inglés. Pero en esa vida no había lugar para el amor. Pasaron tres años hasta que volvió a ver su hogar, y sólo por un mes, en una corta visita. En su casa sólo quedaba su hermana menor, Elizabeth. Las otras dos se habían marchado a otras casas nobles a aprender el arte de ser esposas y madres de miembros de la nobleza. Aunque Beth admiraba a ese niño de diez años, buen mozo y muy educado, el joven Geoffrey estaba demasiado entusiasmado con su propia importancia como para prestarle demasiada atención.

Al año siguiente, cuando volvió durante otro mes, Beth se había ido. Un año después, tenía ya doce años y se casó con la joven heredera que después significó tan poco para él y cuya muerte lo convirtió en un adolescente rico, sin necesidad de recibir la herencia de su padre. Su madre y su madrastra habían muerto. Casi no conocía a sus hermanas, su padre había intentado que no hubiera muestras de afecto entre los miembros de la familia y la esposa de su hijo, un ratoncito sin imaginación que no había sido nunca importante para él. Por eso no era tan sorprendente que se enamorara, con una inocencia extraordinaria en un hombre de mundo como él, de esta mujer misteriosa y bella que yacía ahora a su lado y que le había dado más que cualquier otra persona en toda su vida.

Pasó un brazo alrededor del cuerpo de Skye y ella se le acercó mientras volvía a poner en orden sus pensamientos. Su amado Khalid le había dado alegría, pero tenía que admitir que nunca había conocido una pasión como ésta. Le daba miedo, pero era magnífica. Era como si sus cuerpos hubieran sido creados el uno para el otro.

Que Geoffrey deseaba más que una noche de amor con ella había sido evidente desde el principio. Decía que la amaba y ella estaba empezando a creerle. Skye no era tan tonta. Sabía que era una extranjera en un país extraño, un país completamente distinto de Argel y sus costumbres. Cuando Robbie se fuera, y eso sería pronto, no contaría con ningún protector. Tenía que manejar los negocios desde Londres, no desde Devon, y para quedarse en la ciudad necesitaría un protector.

Tenía que casarse de nuevo, pero después de Khalid el Bey, ¿quién le convendría? Era demasiado exótica y demasiado noble, según creía, para casarse con un mercader londinense. Por otra parte, no tenía suficientes títulos para poder aspirar a un matrimonio con un noble.

Como Geoffrey estaba casado, era evidente que tenía una única salida. Aunque no le gustaba, se daba cuenta de que iba a tener que aceptarla. Y el último factor que la decidía era Willow.

No sería tan terrible. Geoffrey era apuesto y estaba enamorado de ella. La trataría bien, y como no lo necesitaba en el aspecto financiero, podría seguir conservando su independencia. Eso le supondría ser colocada en una categoría distinta de la de las otras amantes de los lores. Y como amante aceptada y reconocida públicamente, estaría a salvo de otros hombres, porque ningún hombre en su sano juicio se acercaría a la amante del conde de Lynmouth.

La respiración de Geoffrey se había regularizado. Qué hermoso era así, dormido, realmente el conde Ángel, como lo llamaban, en cuanto el sueño borraba su arrogante y cínica mirada. Dormido, parecía casi vulnerable, a pesar de su fuerte personalidad. Skye dejó que sus ojos pasaran de ese rostro adorable a los anchos hombros y al poderoso pecho y luego a la delgada cintura y a las estrechas caderas. El conde tenía piernas bien formadas, largas y cubiertas de un vello fino y dorado; pies delgados, de arcos altos y uñas parejas. Le miró el sexo, ahora tranquilo y acomodado sobre el sedoso y rubio vello púbico como sobre un nido. Parecía tan dulce e inofensivo, y sin embargo, minutos antes había sido una bestia enorme, llena de venas azules, que la había arrastrado a placeres que ella no sabía que existieran. Quería extender la mano y tocarlo.

– Espero que todo merezca tu aprobación, cariño.

Ella se sobresaltó y se le llenaron de color las mejillas. Lanzó un suspiro de sorpresa.

Él rió, abrió los ojos y la apretó entre sus brazos.

– Así que estabas haciendo inventario, ¿eh, brujita? Te lo pregunto de nuevo, ¿cuento con tu aprobación?

Le besó la oreja con un movimiento de la lengua y luego le hizo cosquillas. Ella se apartó, temblando de excitación.

– Basta, Geoffrey. ¡Sí! ¡Sí! Me gusta tu mercancía.

Él le acarició un seno y le pellizcó el pezón.

– La reina va a descansar durante unos días, así que estoy libre. Quiero llevarte lejos y pasarme el día entero haciendo el amor contigo.

– ¡Sí! -dijo ella sin dudarlo y sorprendida de sí misma.

Él volvió a reír entre dientes.

– ¡Qué sincera eres! Eso me hace sentir orgulloso. Estoy de acuerdo con eso, amor mío. Conozco una posada a medio día a caballo siguiendo el río. Es pequeña y elegante, y la comida es excelente. El dueño me conoce bien.

– ¿Llevas allí a todas tus amantes? -preguntó ella con la voz más aguda de lo que hubiera querido.

– Nunca he llevado a ninguna mujer allí -respondió él sin alterarse, comprendiendo-. Es un lugar especial que me guardo para cuando quiero escaparme de lo que cuesta ser como soy. Pensaba que podíamos ir allí y ver si después de pasar unos días conmigo, aceptas ser mi amante. De esta forma, si decides que no, todo lo que haya pasado hasta entonces permanecerá en secreto. Aunque me gustaría gritarle nuestro amor al mundo, no quiero que te sientas avergonzada.

– Geoffrey, lo lamento. Lo he dicho sin pensar. Gracias por preocuparte de mí.

– Querida, he tenido varias amantes, pero tú eres como una esposa. Es difícil para ti aceptar una relación como ésta y lo sé. -Le tomó la cara entre las manos y la besó con ternura-. ¡Dios, tu boca es la más dulce del mundo!

Ella sintió que languidecía de nuevo y se reclinó sobre la cama.

Suspiró con alegría y sus ojos azules y cálidos lo miraron cuando dijo:

– Maldita sea, Geoffrey. ¿Qué tienes para que un solo beso me haga sentir débil y llena de sueños?

– ¿Y qué tienes tú, Skye, que con sólo mirarte me siento insaciable?

No tardaron en fundirse de nuevo en un abrazo mientras las bocas y las manos y las lenguas se devoraban mutuamente. Los cuerpos se unieron y se besaron hasta dolerles la boca y quedarse sin aliento. La virilidad del conde, despierta otra vez, rozaba el muslo de Skye. Ella estiró una mano y se la acarició con dedos burlones, luego buscó las bolsas debajo del sexo y pasó un dedo firme por debajo de ellas. El jadeó de placer y sorpresa.

Esta vez no hubo espera angustiosa. Ella separó las piernas y él se deslizó en la calidez que nacía entre ellas. Skye estaba confiada ahora y apretó los músculos de la vagina alrededor de él tal como Yasmin le había enseñado.

– ¡Dios! -exclamó él con suavidad cuando la ola de placer lo dominó. Se inclinó hacia atrás para hundirse más aún y ella volvió a apretarse a su alrededor-. ¡Basta, bruja! -suplicó él-. Es la tortura más deliciosa que haya conocido nunca, pero ahora basta, antes de que me muera. ¡Yo también quiero hacerte gozar!

Ella lo abrazó con fuerza y dejó de apretarlo, mientras él le murmuraba con suavidad al oído:

– ¡Brujita! Ya sabía yo que debajo de tu comportamiento cortesano había una mujer llena de deseos. Ábrete, amor mío, Dios, ¡qué dulce y cálida eres! ¡Me gusta sentir cómo tu horno de miel arde para mí, rebosa de placer para mí! ¡Me gusta sentir cómo me ama!

El conde se movía rítmicamente, con golpes largos, suaves, cada uno más profundo que el anterior. Ella sentía cómo su cuerpo se iba abriendo para recibirlo, tomándolo todo, deseando más todavía. ¡Oh, sí, quería más y más! Sollozó y sintió el éxtasis que la atravesaba como un viento huracanado, golpeándola con tal fuerza que casi se desvaneció y al caer en la oscuridad oyó el gemido de placer del conde.

Después, sintió cómo los besos de él le cubrían la cara. «Dios -pensó-, cómo puede llevarme tan lejos.» Abrió los ojos y le sonrió un poco estremecida con ojos brillantes y húmedos. Él sonrió también y le pasó un dedo juguetón por la punta de la nariz.

– Me has embrujado, mi amor de ojos azules. Mañana a mediodía nos iremos río arriba hasta La Oca y los Patos. No haremos otra cosa que hacer el amor en una habitación sobre el río, y comer bien y beber vino dulce. Te ataré a mí para que no quieras dejarme nunca. Nunca. -La besó de nuevo con fuerza, con pasión. Después, la soltó y se levantó de la cama. Reunió la ropa y le sonrió-. Mejor será que lo nuestro se mantenga en secreto durante un tiempo, cariño. -Los ojos verdes brillaron-. Aunque seguramente no te has decidido todavía, yo ya estoy seguro. ¡Quiero tenerte, amor mío! -Se inclinó de nuevo y la besó en la frente-. Que duermas bien. Estoy seguro de que te he cansado como corresponde. -Cruzó la habitación, levantó un tapiz que había en la pared y presionó sobre uno de los paneles de piedra. Se abrió una puerta.

Skye abrió los ojos, asombrada.

– ¿Adonde conduce este pasaje? -quiso saber.

– A mi casa -replicó él con un rastro de risa en su voz-. Recuérdalo, mi abuelo construyó esta casa para su amante.

– Entonces, no tenías por qué trepar por la ventana…

– No, cariño, pero pensé que sería más emocionante. ¿Tú no?

Ella empezó a reírse.

– Geoffrey, no estoy segura de que no estés loco.

Él sonrió. Después, le lanzó un beso y desapareció por el pasaje, cerrando la puerta tras él.

– ¿Con qué hombre me acabo de enredar? -dijo Skye en voz alta.

«Un hombre muy interesante, desde luego», contestó una voz en su interior, y ella rió en la oscuridad.

Capítulo 16

A la mañana siguiente, Skye envió a Daisy a buscar a Robert Small. El capitán había vuelto una hora antes del amanecer, agotado por la noche en vela. Cuando finalmente apareció, con ojos enrojecidos y cara hinchada, Skye hizo una mueca.

– ¡Robbie! ¿Cuánto bebiste, por Dios?

Él sonrió, sin ganas.

– No fue la bebida. Más bien las mujeres. Eran gemelas y tenían apenas dieciséis años. ¡Ah, la juventud!

– ¿Y tu amigo De Grenville? ¿Sobrevivió?

– Apenas. Gracias a Dios teníamos tu carruaje y he podido traerlo de vuelta a casa en él. Lo he dejado al cuidado de su mayordomo. Para ser marinero de Devon tiene un estómago de lo más débil.

Skye reprimió la risa que se estaba formando en su garganta. No habría sido amable de su parte reírse.

– Me marcho por unos días -dijo con voz tranquila-. Aunque esto es un secreto, me voy a una hostería río arriba. Se llama «La Oca y los Patos». Si hay alguna emergencia, ya sabes dónde encontrarme.

– No vas sola. -Una afirmación, no una pregunta.

– No. No voy sola, Robbie.

Robbie suspiró.

– Skye, muchacha, no quiero que te hagas daño. Southwood es un bastardo.

– No conmigo, Robbie. Y además, aunque esto te suene mal, no lo amo. Dudo que vuelva a amar a alguien alguna vez. Recuerdo demasiado a Khalid. Pero lord Southwood me gusta. Cuando llegue la primavera, tú te irás y yo soy una mujer sola. No tengo otra familia que mi hija. Mi vida empezó con Khalid. No tengo pasado. Con el aval de la reina, nuestra compañía comercial funcionará sin problemas, y con la protección del conde, estaré libre para manejarla desde aquí y no tendré que temer a otros hombres.

– Pero ¿y el precio de esa seguridad, Skye?

– ¿Ser la amante reconocida de Southwood? -rió ella-. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Casarme? Y tú sabes que necesito riqueza para proteger a Willow con dinero y respetabilidad. Amé a Khalid y estoy orgullosa de él, pero ¿qué futuro tendría mi hija si se supiera que su padre era el Señor de las Prostitutas de Argel? No, Robbie, el precio no es más alto que las ventajas que me reportará. El conde de Lynmouth nunca ha tenido una amante estable, nadie de mi importancia, y no creo que me reemplace pronto. Cuando Willow crezca, será la heredera de un «tío» poderoso y le conseguiré un buen marido.

Robbie se encogió de hombros.

– Ya has pensado en todo, según veo. Como siempre. No tiene sentido discutir con una mujer que usa la lógica. ¿Entonces tengo que desearte buena suerte?

– El conde me ama, Robbie. Y no es sólo porque lo diga. Lo noto. Las mujeres saben cuándo les están mintiendo. Y creo que no es fácil engañarme a mí.

– Ah, muchacha, solamente quiero verte feliz.

– Lo sé, Robbie, no te preocupes. No estoy en peligro, te lo aseguro.

Él le palmeó la mano, incómodo, y ella se inclinó y le besó la hirsuta mejilla.

– Ah, Robbie, ¿qué haría sin ti? ¡Eres mi mejor amigo!


Esa tarde, temprano, Robbie se quedó de pie en el umbral mirando cómo ella partía a caballo, al trote, por el sendero del río. Antes, se había ocupado de contratar a un barquero para que llevara su equipaje río arriba hasta La Oca y los Patos. Suspiró. Hubiera deseado poder olvidar todas sus dudas con respecto a esa relación entre Skye y el conde, pero no lo conseguía.

Skye estaba radiante al partir. No parecía preocupada, sino divertida. Vestía con elegancia un traje de montar de terciopelo negro con puntillas en los puños y en el escote, y estaba soberbia. Llevaba una capa que alternaba bandas de piel de marta con terciopelo negro y broches tallados en oro. El gorro era de piel de marta un poco oscura, como el resto, y contrastaba con su piel color crema. Llevaba botas negras del mejor cuero español y guantes color crema importados de Francia. Su gran potro rojillo la adoraba.

Como le había explicado a Robbie, ella y el conde se encontrarían a dos kilómetros de la población, en el camino del río. En ese punto era mucho menos probable que alguien los viera juntos. La tarde era fría y clara y Skye luchó contra el deseo de poner su caballo al galope. Como era la hora de la cena, las calles estaban casi desiertas. Había cabalgado ya unos minutos cuando oyó el ruido de unos cascos tras ella y al volverse se encontró con un hombre alto que cabalgaba sobre un importante potro negro.

– Señora Goya del Fuentes. Buenos días.

– ¿Señor?

– Niall, lord Burke. Nos conocimos anoche en la fiesta del conde de Lynmouth.

Skye miró de arriba abajo ese cuerpo hermoso y esos ojos grises. Era bastante atractivo, pensó, pero la estaba mirando con desaprobación y ella empezaba a sentirse molesta.

– Ah, sí, claro. ¿Cómo va el dolor de cabeza de vuestra esposa?

– Pasó, gracias. -Él movió el caballo para acercársele más-. ¿Siempre cabalgáis sin escolta, señora? Una costumbre peligrosa, diría yo.

– Voy al encuentro de una persona muy cerca de aquí, milord. No me ha parecido necesario traer a un sirviente -dijo ella, en un tono que dejaba claro que la pregunta la molestaba. ¿Cómo se atrevía ese hombre? Pero era evidente que no era fácil sacarse de encima a lord Burke.

– He oído que os criasteis en Argel. -Los ojos grises la examinaban de arriba abajo.

– Sí, milord, sí.

– ¿Vuestros padres eran irlandeses?

– Eso fue lo que me dijeron, milord.

– ¿No los conocisteis? -La voz del conde estaba llena de sospechas.

– No los recuerdo, milord. Un capitán me llevó al convento de St. Mary y me dejó al cuidado de las monjas.

– Tenéis un nombre extraño -dijo él tras una pausa.

– Así me llamaba a mí misma cuando llegué al convento, y las monjas le agregaron el nombre de Mary, porque Skye a secas no parecía muy cristiano. -¿Por qué estaba inventando ese cuento? ¿Qué diablos importaba que ella se llamara Skye? ¡Al diablo con ese hombre! ¿Por qué no se metía en sus propios asuntos? Estaba casi segura de que Geoffrey estaba detrás de la curva siguiente, esperándola. Sonrió con dulzura-. Debo irme, señor. Me están esperando. -Y antes de que él pudiera protestar, apuró al caballo y se alejó.


Niall no se atrevía a provocar un escándalo, así que siguió a trote lento. Al doblar la curva, la vio alejarse con un hombre que montaba un gran caballo marrón. Seguramente era lord Southwood, pensó Niall con amargura, recordando los chismes que había oído la noche anterior. Ahora estaba más confundido que nunca. Parecía Skye O'Malley. Hablaba como Skye O'Malley. Hasta el nombre era el mismo. Tenía que ser su Skye, y sin embargo… Meneó la cabeza. No parecía conocerlo.

Después se le ocurrió que tal vez ella sí había sobrevivido, pero había sido golpeada y violada por sus captores y encerrada en un harén y ahora sentía vergüenza de enfrentarse a él. Tal vez estaba actuando para alejarlo de su lado. Ah, pero entonces, decía la parte más lúcida de su mente, entonces… ¿cómo hizo para escapar? Y había una hija. Y el capitán Robert Small, un hombre de gran reputación, no sólo apoyaba su historia, sino que parecía protegerla.

Entonces se le ocurrió otra explicación. El capitán de un barco la había dejado en Argel. ¿Dubdhara tal vez? ¿Sería una de las hijas bastardas del viejo? Dios sabía que tenía muchos hijos bastardos en Irlanda. El viejo sátiro nunca había negado sus amoríos y apremios carnales. Pero si Dubdhara la había dejado allí, la pregunta era: ¿Por qué?

Niall suspiró e hizo girar al caballo para volver al pueblo. Recordó que estaba ya camino de casa cuando la vio salir de su mansión y decidió seguirla para poder hablarle de nuevo. Se estaba portando como un tonto. Tenía que tratarse de una coincidencia de nombres y apariencia. Era un hombre casado y amaba a su esposa, y Skye, su Skye, estaba muerta. Tenía que creerlo o se volvería loco.


Mientras tanto, el conde de Lynmouth y Skye cabalgaban juntos. Geoffrey Southwood estaba rebosante de amor por primera vez en su vida y ahora iba a pasar tres días con su amada.

– Eres hermosa -gruñó y ella rió, contenta, inclinando la cabeza hacia atrás para que la capucha de la capa dejara ver su rostro y el hermoso pilar de su cuello. El conde quería detenerse, hacerla descabalgar y cubrir ese cuello cremoso con besos-. ¿Cómo te las arreglas para ser tan hermosa tanto de día como de noche? ¿Sabes que me tienes embrujado, señora Goya del Fuentes?

Ella enrojeció y las largas pestañas negras dibujaron trazos de carbón contra las mejillas sonrosadas.

– Milord, me estáis haciendo sentir incómoda.

– Pero Skye… ¿Nadie te ha hecho cumplidos enloquecidos en toda tu vida?

– Mi esposo. -Una afirmación simple.

– ¡Ah, amor mío! Lo lamento. En serio. ¿Quieres que volvamos?

– No, Geoffrey. No quiero volver.

Él suspiró aliviado y se maldijo. Ésa era la primera aventura para ella y era evidente que no estaba muy convencida. El conde se estiró para coger su mano y siguieron cabalgando en silencio. Hacía un día de enero inglés magnífico: el cielo, azul brillante, sin una nube; el sol, amarillo y ardiente; el aire frío, áspero y vigoroso. El cálido aliento de los dos jinetes y los dos caballos formaba pequeñas nubes en el aire. El valle del Támesis se abría ante ellos con dulzura. Y los amantes parecían estar solos en el mundo, solos como Adán y Eva.

Ella cabalgaba en silencio con sus pensamientos. Le gustaba ese hombre, aunque dudaba de que alguna vez llegara a amarlo realmente, a él o a cualquier otro. El amor era una pasión y también un dolor. No creía que pudiera tolerar otra pérdida. Si se limitaba a disfrutar de la compañía de Geoffrey y de su deseo carnal, estaría a salvo y nada podría herirla.

Cuando el sol de enero empezaba a ocultarse tras el horizonte, llegaron a una pequeña posada encantadora sobre la ribera del río. Estaba separada del camino por una pared baja de piedra que se abría hacia un patio de ladrillos. A los lados de la entrada colgaba un cartel oval que mostraba una oca rodeada de varios patos. El edificio estaba recién pintado de blanco y adornado con madera, tenía un techo de tejas y ventanas de plomo rodeadas de macetas con flores y enredaderas. Se veía salir humo de la chimenea en el centro del tejado. Cuando los cascos de los dos caballos hicieron sonar las piedras del patio, un muchachito salió corriendo del establo para hacerse cargo de las dos cabalgaduras. Las manos de Geoffrey se demoraron en la cintura de Skye cuando la ayudó a descabalgar y ella sintió que la piel le hacía cosquillas de placer contra la seda de la ropa interior. Tomó la mano de él con firmeza y lo siguió a la posada.

– ¡Lord Southwood! -Un hombre alto, con una cara redonda como la luna, se acercó a recibirlos-. Bienvenidos, milord, señora. Recibimos vuestro mensaje esta mañana y la habitación está lista. No habrá otros huéspedes mientras estéis aquí.

– Mil gracias, señor Parker. Creo que tomaremos la cena apenas esté lista. Hemos cogido frío cabalgando.

– ¡De acuerdo, mi señor! ¡Rose! ¿Dónde está esa muchacha? ¡Rose!

– ¡Aquí estoy, papá!

– Lleva a lord Southwood y a su dama a la habitación, hija.

Rose, una hermosa jovencita con un voluminoso pecho, que amenazaba con salirse de la blusa, hizo una reverencia y sonrió con picardía mirando a los ojos al conde.

– Por aquí, señor, señora -dijo y los llevó no por las escaleras sino a través de un vestíbulo corto e iluminado por el sol hasta una pequeña ala adosada al edificio principal. La puerta se abrió para dar paso a una encantadora habitación de paredes blancas con una gran ventana curvada, una gran chimenea y una cama de roble tallado con colgaduras de lino verde y blanco. En las paredes y el techo sobresalían grandes vigas oscuras. A un lado del hogar había una mesa pulida con una vasija castaña de barro cocido llena de piñas. Más allá, dos sillas a juego con el resto de los muebles. Al pie de la cama, un baúl para las mantas y un asiento empotrado bajo la ventana, con almohadones de pluma forrados con la misma tela de lino verde y blanca de las colgaduras de la cama.

Rose tiró una rama encendida a la chimenea, que estaba preparada para ser encendida. Las llamas brotaron inmediatamente.

– El equipaje está junto a la cama, mi señor -indicó-. ¿Necesitáis algo?

Geoffrey miró a Skye.

– ¿Amor mío?

La sirvienta suspiró de envidia por la suerte de la bella señora.

– Un baño -rogó Skye-. No logro oler otra cosa que sudor de caballo.

El conde le sonrió y después se volvió hacia Rose.

– ¿Puedes ocuparte del baño, niña? -Su mano grande rodeó la cara de la muchacha y la miró a los ojos castaños y dulces como los de una ternera.

Rose casi se desmayó.

– S… sí, mi señor. Un baño. Enseguida.

Él dejó caer la mano y ella se volvió y huyó de la habitación. Él rió en voz baja y Skye se burló:

– Ah, Geoffrey, eres un malvado…

Él le sonrió.

– Supongo que sí -admitió. Y después-: Me bañaré contigo. Yo también apesto a caballo.

Extendió una mano y la atrajo hacia sus brazos, le quitó el gorro y le soltó el cabello para que le cayera sobre la espalda como una gran nube negra. Luego la apretó contra él con su fuerte brazo, mientras con la otra mano le acariciaba la seda negra de los rizos sueltos. Ella sentía que se debilitaba bajo sus caricias y luchaba por controlar sus emociones. Los ojos verdes se burlaban de sus esfuerzos y, durante un momento, ella se enojó y trató de escaparse. Él la soltó inmediatamente.

– Nunca te obligaré a nada, Skye -dijo en voz alta. Pero ambos sabían cómo acababa la frase: porque no tengo necesidad de hacerlo.

Se oyó crujir la puerta y entró un muchacho fortachón con una tina redonda de roble. Otros muchachos trajeron baldes con agua. Rose ordenó que colocaran la tina junto al fuego y la rodeó con un biombo tallado. Cuando la tina estuvo llena y los sirvientes se marcharon, la muchacha preguntó:

– ¿Me quedo para ayudaros, señora?

– Gracias, Rose. Sí. -Los ojos azules titilaron como los de una niña traviesa-. Lo lamento, Geoffrey, pero esta tina es demasiado pequeña para dos. Tendrás que bañarte después. -Era una pequeña venganza deliciosa y Skye tenía ganas de reírse. Se deslizó detrás del biombo y, sin prisas, se desnudó.

Sentado en la cama, él miró con los ojos entrecerrados cómo el traje de montar de terciopelo y luego la perfumada ropa interior pasaban a manos de la solícita Rose que los esperaba al otro lado del biombo. Luego oyó el ruido del agua que recibía a Skye en la tina.

– ¿Necesitaréis más ayuda, señora?

– No, Rose. Me lavo sola.

– Me llevo vuestro traje de montar y la capa para cepillarlos, señora, y vuestra ropa interior para lavarla. Después, volveré.

– No te preocupes. Yo me ocuparé de la dama -dijo el conde mientras escoltaba a la muchacha hasta la puerta. Para resarcirla del rechazo, le dio una moneda de oro y le palmeó las nalgas. La puerta se cerró y el cerrojo sonó tras ella-. ¡Y ahora, señora…! -El conde cruzó la habitación y dobló el biombo. Ella estaba sentada en la tina, cubierta de espuma, con el cabello negro recogido sobre la cabeza. Lo miró, como burlándose.

– ¿Milord?

Él se quitó la ropa y después caminó con firmeza hacia la tina.

– ¡No! -chilló ella-. ¡Vas a inundar la habitación!

Él sonrió con malicia.

– Entonces, sal y deja que me bañe.

– ¡Todavía no he acabado!

– ¡Ah, pero yo ya estoy listo!

– ¡Maldita sea, Southwood! Dame una toalla…

Él sostuvo la toalla justo fuera de su alcance para que Skye tuviera que levantarse para cogerla. La espuma se deslizó sobre esas maravillosas curvas femeninas y Geoffrey Southwood jadeó complacido. La bestia que había en él se estremeció. Se aferró a un extremo de la toalla mientras ella agarraba el otro, y la acercó para besarla. Los pequeños y firmes senos, húmedos y tibios, chocaron contra su pecho como pidiendo algo.

– ¡Skye, mi dulce Skye! -la voz del conde sonaba rebosante de deseo. Después, sintió que el suelo cedía bajo sus pies y terminó sentado en la tibia y perfumada tina. Ella reía, con la boca abierta y llena de alegría.

– ¡Ahí tienes, Señor de la Lujuria! ¡Enfríate un poco y sácate del cuerpo ese olor! ¡Geoffrey! ¡Geoffrey! ¡Se nota que estás acostumbrado a salirte con la tuya con las mujeres! ¡Qué vergüenza, milord! Apenas llegas y ya estás coqueteando con la sirvienta. Después me besas, coqueteas con la sirvienta otra vez y le palmeas las nalgas. Sí, lo he visto, te lo aseguro. Y después tratas de meterte en mi tina para darme un beso y acariciarme. No, mi señor. Si me quieres para ti, exijo fidelidad. ¿Eres capaz de serme fiel, Geoffrey Southwood?

Durante un instante, un instante apenas, Geoffrey se enfureció. Se enfureció con esa mujer sin nombre, la mujer del Señor de las Prostitutas de Argel. ¿Cómo se atrevía a imponerle condiciones? Pero la miró y su rabia se esfumó. Ella tenía razón. No era una prostituta cualquiera, no era alguien a quien se pudiera ignorar o amar según el momento.

Touché, cariño -admitió con desgana.

– Ya te enseñaré yo buenos modales, Southwood -aseguró ella con gesto travieso.

– Ahora, frótame la espalda -pidió él y ella aceptó.

Había decidido en las primeras horas del alba que si lo aceptaba como amante, sería en sus propios términos. No estaba dispuesta a ser una más para él. Tendría que aceptarla como su único amor. Le daría afecto y respeto, pero exigiría idéntico trato a cambio. Y si iba a serle leal y fiel, él debería obrar en consecuencia. Hasta ahora, había ganado la primera batalla.

Cenaron en la habitación, junto al hogar. Fue una cena simple pero exquisita: langosta hervida, alcauciles con aceite y vinagre, pan recién cocido con mantequilla, manzanas enteras cocidas en pastel, espolvoreadas con azúcar moreno y acompañadas con crema, queso picante y un poco de vino blanco. Después, se recostaron contra las almohadas de pluma de ganso sobre la cama perfumada con lavanda, con las manos entrelazadas y durmieron. Skye se despertó con el resplandor del fuego bailando en la pared. Instintivamente, supo que él también estaba despierto. Se volvió y apoyó la cabeza contra el pecho del conde.

– Qué mujer -susurró él, y le acarició el cabello-. Estoy enamorado de ti, Skye. Lo sabes, ¿verdad? Nunca me había enamorado antes, querida, pero Dios es testigo de que a ti te amo.

Hicieron el amor con ternura, sin prisas, después durmieron, se despertaron y volvieron a hacer el amor otras dos veces, durante la noche. Como le había prometido Geoffrey, los días que siguieron fueron una bacanal de amor físico, comida y bebida. Y de todos modos, si hubieran querido cambiar el programa, no habrían podido hacerlo, porque la primera mañana se despertaron envueltos en una tormenta de enero que giraba enloquecida detrás de las ventanas.

Felices como niños, apilaron leña sobre el fuego y después se metieron desnudos bajo las mantas justo antes de que llegara Rose con un desayuno de huevos duros, gruesas rodajas de jamón, pan, queso y cerveza rubia. Ese día nevó hasta la noche y ellos no se levantaron de la cama excepto para añadir leña al fuego o comer. Skye no podía creer que él pudiera excitarla, amarla, llenarla, con tanta frecuencia y facilidad. Cada vez que hacían el amor pensaba que no podría suceder de nuevo y, sin embargo, ahí estaba.

El segundo día dejó de nevar y el sol brilló de nuevo. Se vistieron y jugaron con la nieve como dos adolescentes, para gran diversión del señor Parker y su esposa. Rose, en cambio, estaba furiosa. Era impensable que los nobles se comportaran de ese modo. Especialmente un caballero tan guapo, tan romántico como el conde.

Las mejillas de Skye estaban enrojecidas de frío y ella chillaba de placer y de terror fingido cuando el conde le arrojaba bolas de nieve. Se vengó de él haciéndolo ponerse bajo el techo con una trampa y tirando después una bola de nieve arriba y provocando una avalancha que lo bañó de arriba abajo. El conde se quedó mudo de sorpresa.

Esa noche se sentaron frente al fuego. Skye con su sencillo caftán blanco y Geoffrey con una bata de terciopelo verde. Asaron castañas sobre el fuego y sacaron la dulce y caliente pulpa de la cáscara, quemándose los dedos al hacerlo. El conde descubrió un laúd en la habitación común de la posada y lo llevó a la habitación. Para sorpresa de Skye, cantaba y tañía muy bien. Le cantó varias canciones picantes que la dejaron débil de tanto reírse, y cuando él vio que estaba indefensa, dejó el laúd y se abalanzó sobre ella. Riendo, ella luchó contra él y le hizo cosquillas hasta que él también quedó agotado.

Los dos se arrojaron jadeando sobre la cama y después, de pronto, Skye descubrió que él la estaba besando frenéticamente.

– ¡Skye, Skye, maldita sea, mujer! ¡Quiéreme un poquito!

– Pero Geoffrey -protestó ella-, si yo te quiero.

– No, cariño, amas lo que yo hago con tu pasión, pero no sientes nada por mí. ¡Eres tan hermosa, tan encantadora, tan inteligente! Creí que era suficiente, pero ahora ya no lo es. Quiero que te importe como me importa a mí.

– Oh, Geoffrey. -En la voz de Skye había genuina lástima-. No sé si volveré a amar. Duele tanto amar. Me gustas y había pensado que podríamos ser amigos. Es más de lo que consiguen la mayor parte de los caballeros de sus amantes.

– Tú no eres una mujer cualquiera. Yo quiero más de ti, Skye, de lo que obtienen la mayor parte de los caballeros de sus amantes.

– ¡No tienes derecho! -le gritó ella-. Tú no me tomas, Geoffrey, yo me doy libremente. Porque quiero y sólo por eso. -Estaba arrodillada en la cama con el cabello alrededor de los hombros delgados, hermosos-. ¡No pienso ser juguete de ningún hombre! Espero que lo comprendas, mi conde.

Los ojos color zafiro brillaron con azul fuego, la piel cremosa se enrojeció de emoción. En ese momento, era lo más hermoso que Geoffrey Southwood hubiera visto nunca. Pero estaba furioso con ella. Él era Geoffrey Reginald Michael Arthur Henry Southwood, el séptimo conde de Lynmouth, y ella solamente una mujer sin nombre ni pasado. Él era el conde Ángel, el hombre por el que se peleaban todas las mujeres. Ella era la primera a la que daba su amor con el corazón. ¡Y quería, exigía que ella lo amara!

Cuando habló, su voz era baja, y estaba teñida de desprecio.

– No pienso rogarte, Skye. Pero si no puedes aprender a amar otra vez y sin embargo estás dispuesta a dar tu cuerpo, no eres más que una vulgar puta.

Ella palideció, sorprendida, sus ojos se abrieron como platos. Hizo un gesto de dolor y le dio una bofetada que dejó la marca de los dedos en la mejilla de él. Él le devolvió instintivamente la bofetada y luego se arrojó sobre ella y la agarró con fuerza.

– ¡Tu esposo está muerto! ¿Es qué no lo entiendes?

Ella gritó, mientras luchaba contra él.

– ¡No lo nombres! ¡No te atrevas a nombrarlo! Era bueno y sabio y dulce. Y yo lo amaba. ¿Me oyes? ¡Lo amaba! ¡Lo amaba como no volveré a amar a nadie!

– En lugar de eso -le contestó él con toda su rabia-, vas a burlarte de su amor portándote como una prostituta. Vas a cerrar tu corazón a cal y canto mientras satisfaces los apremios de la carne. Muy bien, cariño, si quieres ser una puta, te enseñaré cómo se hace.

Puso las manos sobre el escote del caftán y se lo quitó sin dilación. Le manoseó los senos y metió la rodilla con brutalidad entre sus muslos.

– ¡No! ¡Geoffrey, no!

Esta vez los ojos verdes brillaron a la luz del fuego y él se inclinó para buscar la boca de Skye. Ella volvió la cabeza y él perdió el equilibrio y cayó entre las almohadas. Ella cruzó la habitación a la carrera, pero cuando llegó a la puerta se dio cuenta de que estaba atrapada. Estaba desnuda y no podía escapar así.

Se dio la vuelta y mientras él cruzaba la habitación con tranquilidad, dijo casi con pereza:

– Geoffrey, por favor. -Levantó las manos como para suplicarle. Los ojos del conde no mostraban piedad y la empujó con todo el cuerpo. Ella sintió la pared sobre su espalda.

– Las putas -dijo él con voz monótona, inexpresiva- aprenden a darse en callejones, de pie, con la espalda contra la pared. -Le separó los muslos con las manos y ordenó-: Pon tus brazos alrededor de mi cuello, puta, y cruza tus piernas alrededor de mi cintura. Aprende cómo se comportan las de tu calaña.

Ella luchaba con todas sus fuerzas, tratando de soltarse, de arañarle los ojos y de golpearlo.

Él la abofeteó y ella rompió a llorar, avergonzada y temerosa.

– Por favor -rogó-. Por favor, Geoffrey.

Las lágrimas detuvieron al conde y, de pronto, se apartó de ella. Ella se dejó caer al suelo y él la levantó y la llevó a la cama, apretándola contra su pecho cuando se sentaron.

– ¡Al diablo contigo, Skye! ¡Al diablo! ¡Eres una perra de ojos azules sin corazón! Lo único que quiero es que me ames.

– Amar es doloroso -sollozó ella-. No quiero volver a sufrir.

– Cariño, vivir duele y amar es parte de la vida, como la muerte. -El conde ya no estaba enojado. Veía el miedo que había en ella y quería ayudarla-. Skye, amor mío, ¡ámame como yo te amo!

Ella empezó a llorar con más fuerza. Lloraba por la mujer que había sido antes, la que no recordaba, por Khalid el Bey, ese hombre noble y tierno. Estaba tan cansada.

– Ámame, cariño -le susurró él con ternura-. Deja que tu corazón se abra de nuevo. Oh, Skye, para mí eres más importante que cualquier otra mujer, incluyendo a mi esposa. Ámame, cariño.

Ella había construido un muro alrededor de su corazón y ahora sentía que el muro se derrumbaba.

– No eres una puta, no estás conmigo solamente por placer. Sientes algo, aunque no lo admitas. ¿No es cierto, querida?

Ella lo miró con los ojos inundados de lágrimas.

– Sí -musitó, en voz tan baja que él tuvo que inclinarse para oírla.

– No vas a traicionar el amor que sentiste por tu esposo si me amas, Skye. Que puedas amar de nuevo, que tengas que amar de nuevo es parte del tributo que le debes a ese primer amor. Yo quiero que compartas tu amor conmigo, cariño.

Hubo un largo silencio. Y finalmente, él la oyó decir con suavidad:

– Sí, Geoffrey.

Con infinito cuidado, él la recostó en la cama y le besó las lágrimas que le corrían por las mejillas, luego el cuello y luego los exquisitos senos. Adoraba ese altar de perfección y se alimentó con la tersura de los pezones. Ella lo abrazó, como para protegerlo, y lo acunó, luego, agotados, se durmieron abrazados.

En la luz grisácea del amanecer de enero, Skye se despertó y descubrió que él la había penetrado. La dureza que se hundía en ella le pareció buena y natural.

– Sí, te amo -dijo con voz tranquila, y él, lentamente, empezó a bailar con el ritmo primitivo que los llevaría a ambos hacia la pasión.

Ella se movió con él, saboreando su dulzura y, de pronto, supo que las barreras habían caído. Amaba a ese lord arrogante y tierno que quería poseerla tan completamente. Lo amaba. Y él no sabría nunca -los hombres nunca sabían- que, aunque lo amaba, había una parte secreta de sí misma que nunca le entregaría.

Pero lo amaba, de eso estaba segura. El ritmo se aceleró y luego la cegadora luz de la aurora se fundió con la luz dorada de la mente de Skye mientras él la llevaba por dos veces al éxtasis. Ella gritó su nombre y sintió sus brazos alrededor de su cuerpo, oyó su voz que la calmaba, y sintió sus labios que le lavaban la sal de las lágrimas que ella no había querido limpiarse.

– Yo soy tuya y tú, mío -dijo Skye finalmente, y no le costó decirlo.

– Sí, cariño -le contestó él-. Somos el uno para el otro y estaremos siempre juntos. En primavera le pediré a la reina que me deje una temporada libre y te llevaré a Devon, a mi casa…

– ¿Y tu esposa?

– Mary y sus hijas no viven en Lynmouth -dijo él-. Tú serás la dueña.


Esa tarde dejaron el santuario secreto de La Oca y los Patos y cabalgaron de vuelta a Londres. El día era frío, ventoso y nublado, y parecía que iba a nevar de nuevo, pero los dos estaban contentos.

– Quiero que te mudes a mi casa -dijo él mientras cabalgaban-. Las habitaciones que hay junto a la mía son para la condesa de Lynmouth y las haré decorar de nuevo para ti.

– No sé, Geoffrey. Tengo mi propia casa y pienso traer a mi hija a Londres muy pronto. Hace meses que no la veo. Debe estar en su propia casa, no en la tuya.

– Entonces quédate, querida, pero deja que prepare las habitaciones de todos modos. Podemos pasar con facilidad de una casa a la otra por el pasaje subterráneo. Tú tendrás a tu hija durante el día y estarás conmigo por la noche.

– De acuerdo, Geoffrey, siempre que pueda conservar mi propia casa. Pero hasta que vuelvas a decorar las habitaciones, me quedaré en casa de Khalid. ¿Quieres cenar conmigo esta noche?

– Sí, querida, pero primero tengo que volver a la corte y saludar a la reina.

Pronto llegaron al sendero que llevaba a la casa de Skye.

– Bienvenida a casa, señora -dijo el guarda.

Skye le sonrió e hizo un gesto. Vio con alegría que un muchachito salía corriendo del establo para ocuparse de su caballo. Y cuando llegaron frente a la casa, el conde desmontó y la ayudó a desmontar. Sus brazos no la soltaron y ella lo miró, sonrojándose.

– ¿Me amas, Skye? -le preguntó él con suavidad.

– Te amo, Geoffrey -le contestó ella con los ojos azules fijos en su rostro.

– ¿Y serás mi dama, cariño?

– Sí, sí, Geoffrey.

Él se inclinó y la besó durante un rato, con amor.

– Te mandaré un mensaje para que sepas a qué hora llegaré esta noche -dijo el conde. Montó a su potro de nuevo y salió galopando por el sendero.


Ella entró en casa, perdida en sus ensoñaciones.

– Así que has vuelto, y con la mirada tan perdida como la de un cordero degollado.

– Buenos días, Robbie. -Ella le sonrió como en sueños-. Ven a tomar un vaso de vino conmigo.

– Vino, ¿eh? -gruñó él, siguiéndola hasta el salón.

– Sí, vino. Vino para celebrar que estoy enamorada. Ah, Robbie, estoy enamorada de nuevo. Nunca pensé que volvería a amar a un hombre después de perder a Khalid, pero amo a Geoffrey.

«Que el Señor se apiade de nosotros», pensó el capitán, mientras Skye, entonando entre dientes una cancioncilla, servía generosos vasos de vino tinto para ambos. Robbie se dejó caer en una silla con los ojos fijos en el suelo. «¿Cómo le digo lo que me contó anoche De Grenville medio borracho? ¿Cómo le digo que Southwood quiere hacerla su amante para ganar una apuesta? Y ese bastardo se las ha arreglado además para ganarse su corazón. ¡Maldita sea! Preferiría estar en medio de una tormenta en el Atlántico Sur.» El capitán levantó los ojos con lentitud. Ella alzó el vaso y brindó:

– ¡A mi señor Southwood! ¡Larga vida!

Robbie levantó el vaso sin ganas.

– Sí -contestó con voz inexpresiva. «¡Diablos! ¡Estás contenta! Nunca la había visto así desde la muerte de Khalid. Oh, diablos, es demasiado tarde para salvarla de sus garras. Que lo descubra sola. Que sea feliz por ahora.» Se tragó el vino y volvió a apoyarse en los almohadones de terciopelo.

– Yo también tengo novedades -dijo-. Vamos a ver a la reina y a Cecil el día siguiente a Candelaria. Mejor será que tengamos el primer viaje decidido para entonces.

Skye, de pronto, era toda negocios.

– ¿Ya has decidido adónde irás? ¿Y con qué?

– Joyas y especias. En caso de naufragio -y el capitán hizo la señal de la cruz-, por lo menos puedo salvar la carga. Bordearemos el Cabo de Hornos hacia el océano índico y las islas de las Especias para cargar pimienta, nuez moscada, jengibre, macis y clavo. Después navegaremos hacia Burma, donde hay rubíes. Los mejores vienen a Rangún desde Mogok en la parte central del país. Cargaré cardamomo en la India, diamantes y perlas en Golconda. En Ceilán hay canela y zafiros.

– Asegúrate de comprar solamente los zafiros azules de Kashmir. Khalid siempre decía que ése era el mejor color.

– Lo sé. Va a ser un viaje muy largo, muchacha. Tal vez no vuelva hasta dentro de un año o en dos, según la suerte.

Ella le sonrió con afecto.

– Estás ardiendo de ganas de ir, Robbie, no lo niegues. Llevas casi dos años anclado en tierra y tus pies se mueren de deseos de caminar por un puente de mando. Lo comprendo y creo que ya es hora de que zarpes. Te agradezco tu amistad, pero por fin soy yo misma y tengo que hacer mi propia vida.

– Lo sé, muchacha, pero no quiero que te hieran ni que se aprovechen de ti. Esa maldita memoria tuya me tiene muy preocupado. A pesar de tu edad, eres ingenua en muchas cosas.

– Ahora tengo a Geoffrey, Robbie.

– Confía sólo en ti misma, Skye. Ama a Southwood si quieres, pero no confíes en él ni en ningún otro hombre…

– ¡Robbie! ¡Eso sí que es cinismo!

– No. Es realismo.

Se oyó un golpecito en la puerta y Skye se volvió para decir:

– Adelante.

Un sirviente traía un papel en una bandeja de plata. Skye miró la hoja doblada y la abrió.

– ¡Maldita sea! -dijo.

– ¿Qué pasa?

– Geoffrey ha recibido una llamada. -Skye se volvió al sirviente-. ¿Cómo ha llegado esto?

– Lo ha traído uno de los sirvientes del conde, señora.

– Puedes irte.

El sirviente se volvió y salió de la habitación.

– ¿Qué dice, Skye?

– Muy poco -dijo ella con el ceño fruncido-. Solamente que hay un problema en Devon.

– Tal vez no te venga mal una noche de sueño reparador -hizo notar Robbie con ironía, y ella rió por la irreverencia.

– Si tengo en cuenta tu reputación con la espada, creo que podemos decir que el muerto se asusta del degollado -dijo ella, bromeando.

Él rió con alegría.


Los días se sucedieron. Skye no supo nada de Geoffrey. Y luego, llegó el día del encuentro con Cecil y la reina. Skye se vistió con elegancia pero sin ostentación. William Cecil, lord Burhley, el consejero mayor de la reina, no era hombre al que pudiera dominarse con un escote generoso y unos bellos ojos. Skye eligió un vestido de terciopelo azul oscuro, suavizado por una puntilla blanca en el cuello. Tenía las mangas partidas con el borde dorado y debajo llevaba una blusa de seda blanca. Usaba una cadena de oro con pequeñas placas de coral tallado en forma de rosas blancas. Llevaba el cabello con raya en medio, recogido en un elegante moño en la nuca.

El río estaba congelado, así que tuvieron que ir a Greenwich en el carruaje de Skye. Cecil los esperaba en una habitación llena de libros. No perdió el tiempo. Fue directo al grano.

– Si os concedemos el aval real, ¿qué gana Su Majestad?

– Un cuarto de la carga; un mapa exacto de la zona que recorramos, ya que llevamos dos cartógrafos en cada nave; y, por supuesto, estamos dispuestos a cumplir cualquier encargo que la reina quiera hacernos en los puertos que vamos a tocar -explicó Robert Small.

– ¿Cuántos barcos?

– Ocho.

– Ése es el número de barcos con los que zarpáis, ¿con cuántos pensáis volver?

– Seis como mínimo.

– Tenéis una opinión demasiado buena de vos mismo, capitán Small -le ladró Cecil.

– No, mi señor. No. Si no hay un tifón, pienso volver con los ocho, pero una tormenta seria puede hacerme perder uno o dos.

– ¿Qué decís de los piratas y los motines?

– Mi señor, todos los capitanes de mi flota han estado conmigo durante muchos años, y puedo decir lo mismo de las tripulaciones. Estos hombres están acostumbrados a trabajar juntos en buenas y malas condiciones. Son leales y disciplinados, a diferencia de muchas otras tripulaciones. Llevarán los barcos a destino, aunque tengan que atravesar el infierno. Os aseguro que los barcos volverán a Inglaterra.

Cecil sonrió levemente.

– Vuestra confianza es admirable, sir, espero realmente que me sorprendáis. -Se volvió hacia Skye-. ¿Y vos, señora, qué tenéis que ver con todo esto?

– Yo financio la operación -le explicó Skye con calma.

– Debéis tener una gran confianza en el capitán Small -dijo Cecil con voz seca.

– Sí, milord. Fue socio de mi esposo durante muchos años y nunca le falló.

– ¿El nombre de vuestro esposo?

– Don Diego Indio Goya del Fuentes, un mercader español de Argel.

– El embajador español dice que no ha oído hablar de él, señora.

– Me parece difícil que el embajador español en la corte inglesa conozca a todos sus compatriotas en Argel, milord -sentenció Skye con frialdad.

– Tal vez tengáis razón, señora. Solamente lo menciono. Es mi deber proteger a la reina.

– Si sentís, milord Cecil, que esta aventura es arriesgada para vuestra reina, o que puede traerle descrédito, retiraré mi demanda y vos debéis decirle que no nos lo conceda. Pero si lo hacéis, no estaréis dudando de mi honor solamente, sino también del de sir Robert. Yo he llegado de Argel hace muy poco, pero el capitán Small siempre ha sido un súbdito leal de Inglaterra.

– Señora, creo que no me entendéis. He dicho, simplemente, que los hombres del rey Felipe no parecían conocer el apellido de vuestra familia.

– No sé por qué deberían conocerlo. La familia de mi esposo llegó a Argel hace varias generaciones. El Goya del Fuentes que emprendió el viaje era un hijo menor, según creo. Todavía hay una rama en España, cerca de Granada o Sevilla, no recuerdo bien.

Cecil suspiró, exasperado, y Robbie escondió una sonrisa. Skye estaba haciendo un buen trabajo. Confundía al consejero con habilidad. Robbie se sentía aliviado al verla razonar con esa rapidez. Ahora tendría menos miedo de dejarla cuando volviera al mar.

– Milord -dijo Skye, y se permitió un tono levemente irritado-, ¿qué es lo que realmente os molesta? No lo entiendo. No pido otra cosa que el aval de Su Majestad y ofrezco a cambio una cuarta parte de las ganancias, los mapas más recientes de la zona y llevar noticias de la grandeza de la reina a los hombres del Este. No me parece que podáis decir que es desventajoso.

– Pero, señora, tergiversáis mis palabras deliberadamente… -rugió Cecil.

– ¿En serio, milord? Entonces, explicadme con claridad qué queréis decir con vuestras palabras.

Una carcajada los interrumpió y, emergiendo de la oscuridad de un escondrijo, apareció la reina.

– No prestéis atención a Cecil, señora Goya del Fuentes. Él es sumamente desconfiado con respecto a todo lo que tenga que ver con nuestro bienestar, y nosotros se lo agradecemos. Podríamos prescindir de otros, os lo aseguro, pero no de él. Vamos, amigo mío, no hace falta indagar sobre la calidad del linaje de la dama para hacer negocios con ella. Nuestro tesoro no está tan rebosante. No podemos permitirnos el lujo de rechazar los beneficios de este viaje, sobre todo cuando no nos cuesta otra cosa que nuestra buena voluntad. El historial del capitán Small habla por sí mismo.

– Muy bien, Majestad. Si vos me lo ordenáis, haré que se extienda el aval.

– Lo ordeno, milord Cecil. Hablad de los detalles con el capitán Small. La señora Goya del Fuentes vendrá con nosotros a tomar un vaso de vino. -La reina salió a grandes zancadas de la habitación y Skye, después de hacer una reverencia a Cecil, salió con ella.

Cuando la puerta se cerró tras ellas, el canciller dijo:

– Es una mujer hermosa, sir Robert, y tiene cerebro. Su Majestad aprecia mucho a las mujeres inteligentes.

– Es la hija que nunca he tenido -apostilló Robert Small.

– Vaya -murmuró Cecil-, entonces espero que sepáis que este último enero pasó varios días y noches con lord Southwood en la hostería del río Támesis llamada «La Oca y los Patos».

– Lo sé -dijo Robbie. Su voz se teñía de enojo-. Parece que vigiláis atentamente a una mujer inofensiva y poco importante, mi señor.

– Una mujer de ascendencia irlandesa que estuvo casada con un español, dos de los enemigos tradicionales de Inglaterra -observó Cecil con sequedad.

– ¿Y lord Southwood está también bajo sospecha? -dijo Small.

– Solamente porque cualquier valioso sirviente de la reina puede llegar a ser subvertido.

Robert Small se había puesto en pie.

– ¡Por Dios, señor! ¡No voy a permitiros afirmaciones de ese cariz sobre Skye! Ha sufrido mucho y, sin embargo, es una mujer dulce y buena. No tiene ni siquiera una tendencia hacia la deslealtad, os lo aseguro.

– Sentaos, sentaos, capitán Small. Nuestras investigaciones apoyan vuestras palabras. Sin embargo, quisiera oír vuestro parecer personal sobre la relación de la dama con lord Southwood. No hace falta divulgar ninguna confidencia, claro está, pero el conde es un hombre valioso para la reina.

– Él dice que está enamorado de ella -contestó Robbie-, y Dios la ayude, porque sé que ella está enamorada de él.

– Curioso -dijo Cecil-. El conde no suele tomar en serio a las mujeres. Entonces tal vez sí que está enamorado.


Lejos de allí, en ese mismo momento, el caballero sobre el que discutían Cecil y el capitán mantenía una violenta pelea con su pálida y tímida esposa. Geoffrey Southwood había sentido pocas veces una furia tan desatada.

– ¡Perra! ¡Perra! -gritaba-. ¡Has matado a mi único hijo varón, mi único heredero legítimo! Por las barbas de Cristo, ¿cómo has podido ser tan estúpida? Sabías que había viruela y le escribiste a la condesa de Shrewsbury para que el niño viniera a casa para la Duodécima Noche. Yo te lo habría prohibido. ¡Te mataría, Mary, Dios es testigo de que te mataría!

– ¿Y por qué no lo haces, Geoffrey? -le espetó ella-. Me odias, y odias a nuestras hijas. ¿Por qué no nos matas a todas?

Ese estallido histérico hizo que el conde se detuviera. La miró con frialdad.

– Voy a pedir el divorcio, Mary. Tendría que haberlo hecho hace años.

– No tienes nada que alegar para pedir el divorcio.

– Tengo todas las razones que quiera, Mary. No pares otra cosa que hijas. Al único varón que fuiste capaz de darme, lo has matado por descuido. Te niegas a recibir a mis amigos, pero usas el dinero que te mando para las dotes de tus hijas a pesar de que yo les he prohibido casarse. Tengo muchas razones, Mary, pero si me hace falta, encontraré seis o siete hombres que digan que te conocieron íntimamente.

Ella palideció de horror.

– Eres un bastardo, Geoffrey.

Él la golpeó con tal fuerza que ella cayó de rodillas.

– ¡Un bastardo! -repitió ella.

Él se volvió y se marchó.

Fueron las últimas palabras que cruzaron el conde y la segunda condesa de Lynmouth. Esa noche, Mary Southwood cayó en cama con viruela y todas sus hijas con ella. Murió unos días después. Mary, Elizabeth, Catherine y Phillipa siguieron su misma suerte. Solamente las tres más jóvenes, Susan y las mellizas Gwyneth y Joan sobrevivieron. El conde se salvó porque había tenido un brote benigno de viruela en su infancia.

Enterraron a la condesa y a sus hijas con una austera ceremonia. La campana de la iglesia de Lynmouth tocó a muerto mientras llevaban sus ataúdes al cementerio familiar. Geoffrey les comunicó la noticia a sus tres hijas menores. Eran tan jóvenes, cuatro y cinco años solamente, que no estuvo seguro de que realmente lo hubieran comprendido. Las miró de cerca por primera vez en su vida y se dio cuenta de que no eran tan feas, después de todo. Dejó instrucciones detalladas para la convalecencia de las tres y abandonó Devon en dirección a la corte. Había estado fuera dos meses y la primavera ya había llegado a Inglaterra. La corte había abandonado Greenwich y se había instalado en Nonesuch. El conde de Lynmouth recibió una calurosa bienvenida, sobre todo por parte de las damas, porque las novedades lo habían precedido. Ansioso por ver a Skye, luchó hasta conseguir permiso real para ir a Londres, pero tuvo que esperar el momento adecuado para pedírselo a la reina.


En Londres, Robbie se preparaba para partir. El Nadadora y los otros siete barcos esperaban con todas las provisiones a bordo. Robert Small había pospuesto su partida lo más posible, porque Skye estaba triste y cualquier cosa la hacía llorar. El capitán había mandado a buscar a su hermana, Marie, y los dos niños a Devon, y la llegada de Willow había alegrado un poco a su amiga.

Robert sabía lo que pasaba. Era evidente que se trataba de la aparente deserción de Southwood. Desde aquel viaje juntos en enero, ella no había recibido noticias de él. Ni una palabra, nada, excepto ese críptico mensaje sobre ciertos problemas en Devon. Robert Small se repitió que ese hombre era un bastardo y que eso era todo. Maldijo al conde en voz baja al ver cómo Skye se ponía pálida y triste, y lamentó no poder hacer nada para alegrarla.

Pero finalmente, no pudo seguir esperando. La noche anterior a la partida, Skye le preparó una pequeña cena. Invitó a De Grenville, a Cecily, a Jean y Marie. De Grenville pensaba ir con Robbie hasta el Canal de la Mancha. La comida estaba deliciosa, pero Skye solamente la miró. Su alegría era forzada. Por lo menos, pensaba con amargura, Southwood le había sido útil con su presentación a la reina y su ayuda para conseguir el aval. En cuanto al amor…, sí, era o pasión o dolor, no había una tercera opción.

De Grenville no tardó en emborracharse y empezó a cortejar a Skye en broma.

– Para ser una mujer educada y modesta me costáis mucho, señora Skye. Ahora que el conde de Lynmouth está de vuelta en la corte, supongo que se llevará mi barca.

¡El conde había vuelto! ¡Y no le había enviado ni un mensaje!

– ¿Qué decís de vuestra barca, Dickon? -preguntó Skye sin prestar demasiada atención.

Robert Small se había despabilado de pronto.

– ¡Eso no es algo que Skye deba oír, Dickon! -protestó, dándole una patada a su amigo por debajo de la mesa.

Pero De Grenville no le prestó atención. El buen vino de su anfitriona le corría por las venas.

– ¿Por qué no habría de saberlo, Robbie? Cuando yo le dé mi barca, se sabrá en toda la corte. No sé por qué hice la apuesta, pero supongo que quería ese potro.

Skye presintió un desastre.

– ¿Qué apuesta es ésa, Dickon?

– ¡Basta, De Grenville! -gritó Robert Small desesperado, mirando a su hermana y a Marie.

– No, Robbie -ladró Skye-. Creo que tengo derecho a oír lo que quiere decirme. Por favor, señor ¿qué fue lo que apostasteis vos y el conde?

– Aposté mi barca contra su semental a que no podría convertiros en su amante en el plazo de seis meses. Parecía algo seguro. Ciertamente lo cortasteis en seco en esa posada de Dartmour. No creí que él fuera vuestro tipo de hombre. Pero mi padre siempre dice que las mujeres cambian de parecer muy rápido y que no hay que confiar en ellas.

Cecily y Marie hicieron un ruidito de sorpresa. Jean, con su espíritu galo, se encogió de hombros filosóficamente. Pero Robbie, que la conocía mejor que ninguno de ellos, retuvo la respiración a la espera del estallido que siguió.

– ¡Bastardo! -rugió ella-. ¡Maldito bastardo! ¡Lo mataré! ¡Voy a matarlo! No, matarlo, no. Voy a hacerle lo mismo que le hizo Marie a Jamil. -Rompió a llorar, se recogió las faldas y huyó de la habitación.

Marie y Cecily se levantaron para seguirla, pero Robbie les indicó con un gesto que no se movieran y subió él. La vio corriendo por la terraza hacia el jardín. Con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas. Robert Small corrió tras ella gritando:

– ¡Skye! ¡Skye! Espérame, muchacha.

Ella se detuvo, pero seguía dándole la espalda. Cuando él la alcanzó, vio que le temblaban los hombros, caminó a su alrededor y la tomó entre sus brazos. Ella sollozó violentamente.

– Ah, muchacha, lo lamento tanto. Pero no malgastes tus lágrimas en ese hombre. No vale la pena, Skye. El conde no vale ni un segundo de tu dolor.

– Pero yo lo amo, lo amo, Robbie -sollozó ella-. Amo a ese bastardo.

Él suspiró. Sabía que tendría que herirla más todavía, pero no podía evitarlo. Era mejor que lo supiera por él y no por boca de algún idiota como De Grenville. La llevó caminando hasta un banco del jardín y se sentaron juntos.

– Quiero que lo sepas por mí, Skye. El único hijo de Southwood, su esposa y cuatro de sus hijas han muerto de viruela. Por eso se fue a Devon en mitad de enero. De Grenville me ha dicho que en la corte se rumorea que la reina ya le ha designado una esposa rica. Y ahora que no tiene un hijo legítimo, es absolutamente imperativo que vuelva a casarse. Cuanto antes, mejor, diría yo, y con una nueva esposa no tendrá mucho tiempo para ti, muchacha.

Ella levantó la vista hacia él y el capitán pensó lo que había pensado más de mil veces; que era la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. Esa noche cuando la dejara, visitaría a una joven prostituta que frecuentaba, pero sabía que, en las largas noches marinas pensaría en Skye, no en la pequeña Sally. El rostro que más se aparecería en sus sueños sería el de Skye, y los rasgos de la joven prostituta se desvanecerían en su memoria a la media hora de haberse acostado con ella.

– ¿Entiendes lo que te digo, Skye? -Miró con ansia esos ojos color zafiro, llenos de lágrimas-. ¿Te das cuenta de que seguramente lo de Southwood se ha terminado?

Ella suspiró.

– Y yo llevo a su hijo en mi seno, Robbie. Dentro de seis meses, más o menos, le regalaré al conde de Lynmouth un bebé, y espero por Dios que sea varón. Y rezo por que su nueva esposa le haga exactamente lo que le hizo su rica esposa: rodearlo de niñas…

– Cásate conmigo, Skye.

– Tú no me juzgas imparcialmente, Robbie -dijo ella sonriendo con cansancio-. Llévame adentro y saludaré a De Grenville antes de que se vaya. ¿Cuándo te vas tú?

– Saldremos con la marea de mediodía. Mañana vendré a despedirme.

Caminaron por el jardín hasta la casa. De Grenville estaba dormido en su silla.

Il est un cochon -murmuró Marie.

– No -dijo Skye.

– Te ha herido, mignonne.

Skye se encogió de hombros.

– Mejor saberlo por él que de boca de un extraño, Marie. Lástima, nuestro buen vino no le ha sentado bien, según veo.

De pronto, se abrió la puerta del comedor y el barquero de Skye entró tropezando en la habitación acompañado por Walters, el mayordomo, que jadeaba:

– Señora, viene la reina…

– ¿Qué?

El barquero gritó:

– ¡La reina, señora! Está al caer. Ha enviado un mensajero por el río.

– ¡Dios mío, no estoy adecuadamente vestida para recibirla! ¡Rápido, Marie! -Y corrió escaleras arriba a sus habitaciones, llamando a Daisy y gritando-: ¡Búscame el vestido de seda color vino con la falda inferior oro y crema! ¡Y los rubíes! ¡Las cintas doradas! Marie, vuelve abajo y dile a Walters que limpie el salón. Quiero jamón, queso, fruta, dulces y vino. Que los pongan en el salón de banquetes. Despierta a De Grenville y que Robbie lo despeje un poco.

Marie se volvió y salió volando de la habitación, mientras las sirvientas corrían de un lado a otro ayudando a Skye. Ella se cambió a toda velocidad.

– ¡Hawise, vigila por la ventana! ¡Avísame apenas veas a la reina!

Unos minutos después, mientras Skye se alisaba las arrugas del vestido de seda, la muchacha avisó:

– ¡La barca de la reina viene por la curva del río!

Skye salió volando de la habitación y bajó por las escaleras, tomó a Robbie y a De Grenville de la mano y los tres corrieron a través del jardín hasta el muelle. Llegaron segundos antes de que la barca de la reina topara con las defensas. Los dos hombres se adelantaron para ayudar a desembarcar a Isabel, mientras Skye hacía una magnífica reverencia.

Las doradas faldas de sus vestidos brillaron con gracia mientras la cabeza se inclinaba en un gesto de absoluta sumisión.

La joven reina miró a su anfitriona con aprobación.

– Arriba, señora Goya del Fuentes. ¡Por mi honor, hacéis la reverencia más hermosa que haya visto en mi vida!

Skye se puso en pie y sonrió a la reina. Isabel la miró y dijo:

– Espero que nos perdonéis esta visita poco ortodoxa, pero se nos dijo que sir Robert se va mañana. No podíamos dejarlo partir en un viaje tan largo sin expresarle nuestros mejores deseos.

Robbie enrojeció de placer.

– Majestad, vuestra gran bondad para conmigo me abruma.

– Majestad -dijo Skye-, ¿deseáis tomar un refresco y descansar?

– Gracias, señora. Sir Robert, De Grenville, podéis escoltarme hasta la casa. Southwood, acompañad a la señora Goya del Fuentes y a la señora Knollys.

La reina se hizo a un lado, dejando a Skye de una pieza. Allí estaba Geoffrey, que bajaba de la barca de la reina llevando de la mano a una hermosa niña de cabello rojizo.

– Skye, ¿te puedo presentar a la prima de la reina, Lettice? Ella es la señora Goya del Fuentes.

Lettice Knollys sonrió con simpatía y su piel pálida brilló llena de juventud.

– Somos jóvenes las dos -dijo-. ¿Puedo llamaros Skye y vos a mí, Lettice?

– Claro que sí -dijo Skye. Dios, ¿era ésa la nueva esposa rica que la reina le había designado a Geoffrey?

– Me alegro de verte, Skye -dijo el conde de Lynmouth con suavidad, mientras escoltaba ambas mujeres a través del jardín hasta la casa. Detrás de ellos, las otras doce barcas que habían escoltado a la de la reina desembarcaban a sus pasajeros.

– ¡Qué casa tan encantadora! -hizo notar Lettice-. Siempre quise tener una casita en Strand. Vos no venís mucho a la corte, ¿verdad?

– No hace falta, y además, no pertenezco a la nobleza. Si la reina me invita, obedeceré, por supuesto.

Habían llegado ya a la casa y mientras entraban, Southwood dijo en voz baja:

– Lettice, tengo que hablar con Skye. Por favor, mantén a la reina ocupada por mí. -Y antes de que Skye tuviera tiempo de protestar, la llevó a la biblioteca y cerró la puerta tras ellos.

– ¡No puedo dejar así a mis invitados! ¡La reina se dará cuenta! -protestó ella, furiosa.

– Señora, hace tres meses que no nos vemos. ¿No tenéis mejor bienvenida para mí?

– Milord, ¡me parece que presumís bastante! Sin embargo, os ofrezco mi más sentido pésame, por vuestra pérdida.

– ¿Lo sabes? ¿Cómo…?

– Me lo ha dicho De Grenville esta mañana. -Skye se volvió y caminó para alejarse de él-. Tengo entendido que también debo felicitaros por vuestra próxima boda. ¿Es con la señora Knollys? ¿Vais a pasar vuestra luna de miel en la nueva barca?

– No tengo una barca nueva.

– Pero, milord -dijo ella con tono burlón-, ¿no habéis ganado una barca en una apuesta con De Grenville? Tengo entendido que era la barca contra vuestro potro. De Grenville estaba bastante dolido por no haber podido hacerse con el animal.

– ¡Al diablo con De Grenville! ¡Estúpido! -gritó el conde-. ¡Amor mío, escúchame! La apuesta la hice cuando me rechazaste el día que nos conocimos. No tengo intención de reclamarla. No tuvo nada que ver con el hecho de que después me enamorara. Pensaba decírselo a Dickon y me olvidé cuando me llamaron a Devon. Esa maldita perra que fue mi esposa mató a mi hijo, a Henry: lo hizo volver a casa sabiendo que había viruela en el vecindario. ¡Henry volvió, pero solamente para morir! Creo que el Señor la juzgó y por eso murieron ella y cuatro de sus hijas. Después, por suerte, perdonó a las tres menores. Me quedé hasta que comprobé que estaban a salvo. No carezco de corazón, Skye. No tienen más que cuatro y cinco años.

– ¡Podríais haberme escrito!

– Francamente, no se me ocurrió. No soy hombre de palabras, Skye. La viruela arrasó mis propiedades como un incendio y estuve tremendamente ocupado. Mi alguacil murió, junto con otros muchos, y tuve que hacer su trabajo hasta que conseguí alguien que lo reemplazara.

– Ha pasado bastante tiempo desde vuestro regreso a la corte, milord. Podríais haberme enviado un mensaje. Un ramo de flores. ¡Algo! Pero estabais muy ocupado buscando una rica heredera para reemplazar a vuestra fallecida esposa. ¡Nunca te perdonaré, Geoffrey! ¡Nunca! ¡Me has usado como a una vulgar puta! ¡Me has mentido! -Se volvió, furiosa, para que él no viera las lágrimas que brotaban de sus ojos-. Me dijeron que eras el peor bastardo de Londres y yo no quise creerlo.

– Tienes razón -admitió él-. Me pasé los días en la corte arreglando nuestro matrimonio. -Los hombros de ella temblaron y él oyó un sollozo ahogado-. La dama que quiero convertir en la nueva condesa de Lynmouth es una de las mujeres más hermosas de Londres. Es rica, así que no tengo por qué creer que está buscando mi dinero. Tiene modales exquisitos y es una excelente anfitriona, es capaz de manejar a nobles y a plebeyos. Es la mejor esposa que pueda tener.

La voz del conde estaba tan llena de amor y admiración que cada palabra que decía era como un cuchillo clavado en el pecho de Skye.

– Solamente había un problema para concretar la unión -dijo el conde-, así que tenía que convencer a la reina de que, a pesar de ese impedimento, no pensaba aceptar a ninguna otra mujer como esposa.

– No…, no estoy interesada, conde. -Skye se volvió y trató de pasar junto a él hacia la puerta, pero él la tomó por la cintura en un gesto rápido. La cara de ella quedó apretada contra el terciopelo del jubón de él-. Tengo que volver con mis invitados -le rogó ella.

Él ignoró su ruego.

– La dama en cuestión no es inglesa. Dice que es una huérfana irlandesa que se casó con un mercader español y después quedó viuda. Así se la presenté a la reina. Pero yo sé que la historia no es cierta. Ella fue capturada por un barco pirata desconocido y logró conquistar de alguna forma al Señor de las Prostitutas de Argel. Él la tomó bajo su protección y, cuando lo asesinaron, ella huyó de Argel con su fortuna. Pero yo la amo y la quiero por esposa. Convencí a la reina de la sabiduría de mi elección. Me ha dado permiso para que nos casemos.

Skye se separó bruscamente del conde y cuando volvió a mirarlo, tenía los ojos llenos de fuego azul.

– No sé cómo obtuvisteis la información. Aunque los hechos son ciertos, no los comprendéis, no sabéis nada de nada. Sí, Khalid el Bey me compró como esclava; Khalid el Bey, ése era su nombre, milord. Yo no recordaba quién era ni de dónde venía, pero a él no le importó. Pudo haberme convertido en prostituta de uno de sus burdeles o hacerme su concubina. Pero no quiso. Estuve bajo su protección, sí. Pero como su esposa, su esposa, mi señor conde. ¿Sois tan corto de miras que pensáis que un matrimonio no es válido si no se celebra según el rito cristiano? El jefe de intérpretes de Alá de Argel me casó con mi señor Khalid y fui su legítima esposa.

Skye caminaba de un lado a otro de la habitación, con la falda de terciopelo color vino crujiendo quejumbrosamente. El cabello se le había soltado y cuando se volvió bruscamente para enfrentarse al conde, giró violentamente en torno a su cuello.

– Mi hija, señor, lleva el apellido cristiano de su padre, porque él era español de nacimiento, expulsado de esa tierra por la crueldad de la Inquisición. Espero que al menos entendáis eso. Encontraréis en el registro bautismal de la iglesia de St. Mary en Bideford el nombre de Mary Willow Goya del Fuentes. En cuanto a mí, no podría casarme con vos, milord. No osaría mezclar mi sangre desconocida y mi manoseado cuerpo con vuestra digna persona. Agradezco el honor que me hacéis, pero no, no, gracias. -Y lo empujó para huir de allí.

Geoffrey Southwood se quedó paralizado en el sitio en que se encontraba, y justo en ese momento, Robert Small entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él.

– ¿Qué demonios le habéis hecho? -gruñó el hombrecito.

– Le he pedido que se casara conmigo.

– ¿Por qué?

– ¡Porque la amo! -aulló el conde-. Le he dicho que conocía la verdad sobre su pasado y que no me importaba en absoluto. Hasta he conseguido el permiso de la reina.

– Muchacho, sois un tonto. ¿Os ha dicho que no recuerda nada de su vida anterior a Argel?

– Sí.

– Escuchadme, milord. Soy lo suficientemente viejo como para ser vuestro padre y os hablaré como si lo fuera. Su esposo fue mi mejor amigo. Era el segundo hijo de una familia noble y antigua. El destino decretó que tuviera una vida muy distinta de la que esperaba. Fueran cuales fuesen sus negocios, era un caballero en todo sentido. Vos amáis a Skye. Él también la amaba, con toda su alma. Ella era su alegría, su orgullo, y lo único que deseaba era pasar su vida con ella y con los hijos que ella le diera. Acababa de saber que iba a ser padre cuando lo asesinaron, y esa misma noche, su alegría casi me había hecho llorar. -Robbie jadeó un poco y se volvió para sentarse. Southwood se sentó frente a él-. Yo inventé el pasado de Skye para protegerla, a ella y a la niña. Escuchadme, Geoffrey, muchacho, trataré de convencer a Skye, porque esa pobre mujer empecinada os ama y ha suspirado y llorado por vos horas enteras durante los últimos meses. ¿Supongo que no os ha dicho que está esperando un hijo?

– ¡Dios! -exclamó el conde, casi sin voz.

– ¿No os lo ha contado? -preguntó Robbie con sequedad-. Bueno, eso significa que está furiosa con vos. Entonces tenemos que actuar con firmeza. Conozco la forma de arreglar esto, pero tenéis que apoyarme en todo lo que diga. ¿Estáis de acuerdo? -Southwood asintió lentamente-. Vamos, muchacho, voy a mostraros cómo atrapar a una mujer.


Volvieron al salón, donde Skye y la reina charlaban rodeadas de un sonriente grupo de cortesanos. Se acercaron con cuidado al grupo, hasta colocarse cerca de la joven reina. Isabel estaba hermosa con el cabello rojizo peinado en largos bucles sueltos y los ojos color humo brillantes de excitación. Llevaba un vestido de seda verde manzana adornado con oro, perlas y topacios.

– ¿Ha llegado finalmente el huésped de honor? -preguntó la reina, riendo-. Por favor, sir, ¿dónde os habéis metido, vos y lord Southwood?

– Arreglábamos los detalles de la unión que tanto desea Su Majestad. Como los padres de la señora Goya del Fuentes no están, este asunto es parte de mi obligación como su protector. Ahora, Majestad, con vuestro permiso, ¿os parece bien que retrase un día mi partida para poder entregar a la novia? ¿Podrá Vuestra Majestad persuadir al arzobispo de que lea los anuncios y celebre el matrimonio mañana mismo?

Atónita, Skye empezó a decir algo, pero la reina aplaudió encantada.

– Sir Robert, es una idea maravillosa, maravillosa. Sí, de acuerdo. La boda tendrá lugar mañana en Greenwich. Vos entregaréis a la novia y yo seré la anfitriona de la fiesta.

– Majestad, nos sentimos honrados -dijo el conde, pasando un firme brazo alrededor de los hombros de Skye-. ¿No es cierto, cariño?

– Sí, mi señor -dijo Skye en voz alta y dulce. Después, mientras todos charlaban excitados alrededor de los novios, agregó en voz baja y furiosa-: Preferiría morirme de viruela a casarme con vos.

– Vamos -exclamó la reina-. Si la señora Goya del Fuentes quiere estar lista para casarse mañana a la una, tenemos que dejarla en paz ahora. ¡Volvamos a Greenwich! -Se volvió hacia Skye-. Querida mía, sois una anfitriona encantadora. Hemos disfrutado muchísimo. Seréis una gran adquisición para la familia Southwood, lo sé. Lynmouth me llevará a casa. Id a la cama y descansad. Supongo que no dormiréis mucho mañana por la noche si la reputación de vuestro prometido dice la verdad sobre él. -Isabel rió entre dientes, divertida, y salió caminando hacia su barca.

Skye se volvió hacia Robbie, furiosa.

– No pienso casarme con él, ¿me oyes? ¡No voy a casarme con él!

– Claro que sí, Skye muchacha -dijo Robert Small con una calma enfurecedora-. Sé sensata, querida. Él sabe la verdad sobre tu pasado y lo acepta. Te ama a pesar de todo y quiere casarse contigo. ¡Piénsalo, Skye! Serás la condesa de Lynmouth. Y piensa en el hijo que llevas en el vientre. Si rechazas a Lynmouth, nadie se creerá que el bebé es de él; ¿qué mujer en su sano juicio rechazaría casarse con el hombre que es el padre de su hijo? Entonces empezarán a chismorrear sobre quién es el padre en realidad. Y como no te han visto con nadie en especial, pensarán que es de un sirviente o de un caballerizo. Ese niño tiene sangre plebeya, dirán. Y entonces, ¿qué pasará con Willow? -Con cada palabra que oía, Skye se sentía más y más atrapada-. Ahora que vas a casarte, puedo zarpar tranquilo, sabiendo que estás a salvo, que alguien cuida de ti, Skye -terminó el capitán.

– ¡Maldito seas, Robbie! Si Khalid supiera lo que has hecho.

– Lo aprobaría totalmente, Skye, y lo sabes -ladró el hombrecito-. Ahora ven. La reina tiene razón, necesitas descansar. Dile a Daisy qué vestido piensas ponerte mañana para que las lavanderas te lo preparen.

– ¡No pienso elegir nada! -dijo ella, empecinada.

– Entonces, elegiré yo, querida. Ven, muchacha. -La tomó de la mano y la llevó a sus habitaciones en la planta alta-. Daisy, muchacha, ven aquí -llamó por el pasillo.

– ¿Sir?

– Tu ama va a casarse mañana con el conde de Lynmouth. ¿Qué te parece adecuado para la fiesta?

Los ojos castaños de Daisy se pusieron redondos de deseo y alegría.

– ¡Ah, sir! ¡Señora! ¡Qué maravilla!

Skye se volvió con gesto adusto y entró en su dormitorio haciendo ruido con los pies. Una vez en él, se arrojó sobre la cama. Daisy miró a Robert Small como preguntándole qué estaba pasando.

– No te preocupes, muchacha -la tranquilizó el capitán-. Tu señora está de mal humor, eso es todo. Miremos en el ropero.

Daisy lo llevó al ropero de Skye. La boca de Robert Small se abrió como un pozo enorme.

– ¡Por las barbas de Cristo! -exclamó-. No había visto tantos vestidos juntos en toda mi vida.

Daisy rió en voz baja.

– Y éstos son solamente los que podrían servir para una ocasión como ésta. Los más sencillos están en la otra habitación.

Robert Small meneó la cabeza y después empezó a estudiar los vestidos. No podía ser un vestido blanco, porque Skye era viuda. Y un color demasiado brillante parecía inapropiado. En ese momento, vio un traje de raso pesado de color castaño claro, como el de la cera de las velas.

– Déjame ver ése.

Daisy descolgó el vestido y lo mantuvo en alto para que el capitán pudiera mirarlo. El corsé, simple, era de escote bajo y estaba bordado con perlas cultivadas. Tenía mangas amplias hasta el codo, a partir del cual se partían y el espacio vacío se rellenaba con puntilla color crema. Más allá del codo, las mangas alternaban bandas de raso con bandas de puntilla. Las muñecas estaban adornadas con una puntilla ancha. Había perlas y dibujos de flores cuyo centro era un pequeño diamante bordado sobre la falda inferior. El vestido tenía un escote pequeño, almidonado, en forma de corazón, que terminaba en diamantes que se alzaban hasta detrás del cuello. La falda tenía una hermosa forma acampanada.

– ¡Sí, Daisy, muchacha! ¡Éste resulta muy adecuado! Ocúpate de que lo planchen y lo tengan listo para las diez de la mañana. Tu señora se casa en la capilla de la reina en Greenwich y la reina va a celebrar el banquete nupcial en su castillo. Pasarán la noche allí.

– ¡Virgen santa! ¿Se me permitirá ir también? Mi señora me necesitará, estoy segura.

– Sí, muchacha, tú también vendrás.

La chica casi se desmaya de emoción.

– ¡Ay, señor! ¿No os parece que tal vez la señora Skye quiera ir con otra? Yo no soy más que una muchachita de Devon.

– Tu señora te querrá a ti, Daisy, no temas. Ocúpate del vestido y prepara un baño perfumado para el amanecer. Lávale el cabello también.

– Sí, señor. -Daisy se llevó el hermoso vestido y dejó a solas al capitán. Él fue al dormitorio de Skye.

– ¿Ya se te ha pasado el enfado, muchacha? -le preguntó.

– ¡Nunca me enfado! -le ladró ella, sentándose en la cama-. Pero me molesta que me arreglen la vida. Me da la impresión de que en todo esto lo único que no cuenta es lo que yo pienso.

– Es cierto, muchacha, esta vez no cuenta. Estás enfadada con Southwood y quieres vengarte convirtiendo a su hijo en bastardo. Sí, creo que llevas un varón en tu seno. Pero el conde ya ha sufrido demasiado con su matrimonio sin amor y la muerte de su heredero. Te ha pedido en matrimonio sin saber que su semilla había germinado en tu vientre. No me parece que eso sea un insulto, pequeña.

– ¿Y mi riqueza? ¿Caerá así como así en las arcas de los Lynmouth como la de las dos primeras esposas del conde? ¡No! No quiero ser dependiente, estar indefensa como la pobre Mary.

Robert Small sonrió.

– Así que eso es lo que te molesta, muchacha.

– En parte -admitió ella.

– No te preocupes, Skye, pequeña. No pienso dejarte indefensa. El conde me ha pedido que prepare el contrato matrimonial esta noche. Lo firmará por la mañana. Le darás una buena dote, pero la mayor parte de tu riqueza quedará en tus manos. Esta casa será tuya y yo te he convertido en mi heredera, con la condición de que, si me pasa algo, tú cuides de Cecily. De esta forma, tendrás suficiente para Willow.

– Gracias, Robbie. Eres mi mejor amigo. -Skye se limpió los ojos y Robbie trató de disimular su emoción.

– Ahora escúchame, Skye. Vamos a darle a Southwood veinticinco mil coronas de oro como dote, además de a ti misma, con tu ropa, tu plata y tus joyas. Todo el resto, el dinero de Khalid, las acciones de nuestra compañía, la casa y Wren Court, es exclusivamente tuyo. No puede usarlo ni llevárselo, así que sigues siendo libre e independiente.

– ¿Crees que querrá firmar semejante contrato, Robbie?

– Lo firmará, muchacha. La reina le cortará la cabeza si se niega, porque la joven Bess es muy dueña de sí misma, como tú. -Palmeó a Skye en el hombro-. Es tarde, Skye, pasada la medianoche. Tienes que descansar. Te veré por la mañana.

– ¿Qué vestido has elegido, Robbie?

– El de raso de color crema con bordado de perlas y diamantes -le contestó él, sonriendo.

– Es el que yo hubiera elegido si me interesara este matrimonio.

Él rió entre dientes.

– Que duermas bien, señora Goya del Fuentes. Mañana por la noche, serás lady Southwood, condesa de Lynmouth. No está mal para una mujer tan fea. -Esquivó la almohada que ella le arrojó y salió de la habitación, riendo con alegría.

Capítulo 17

El día de la boda de Skye amaneció lluvioso y primaveral. Ella se estiró con tranquilidad, apenas consciente de la actividad que había a su alrededor, y luego, de pronto, se sentó en la cama. Iba a casarse dentro de unas pocas horas y aún había mucho que hacer. Por lo pronto, ahí estaba su baño humeante esperándola frente al hogar.

– Buenos días, milady -saludó Daisy, y las dos sirvientas lo repitieron mientras hacían reverencias.

– Milady todavía no, Daisy -ordenó Skye, severa. Las dos sirvientas rieron, después se contuvieron con el rostro enrojecido, mientras Skye se levantaba de la cama, se quitaba el camisón y caminaba desnuda por la habitación. Daisy, que se había acostumbrado a las excentricidades de su ama en lo referente a la desnudez en el baño, sonrió con desprecio ante las expresiones avergonzadas de las otras dos chicas y ayudó a Skye a meterse en la tina.

Skye se hundió con gracia en el agua, que olía a dulce aceite perfumado y que le acarició la piel y le lamió los hombros. Daisy puso un biombo delante de la tina y dejó a su señora a solas con unos minutos de intimidad, mientras guiaba a las sirvientas en la ceremonia de preparar la ropa sobre la cama.

Skye pensaba: «Así que hoy es el día de mi boda. Qué distinto de ese día maravilloso en que me casé contigo, Khalid. Ah, mi querido señor. Cómo te amé. Pero ya no estás, Khalid, y este extraño lord inglés ha atrapado mi corazón. Tal vez sea rica, mi querido Khalid, pero la verdad es que la viuda de un "mercader" argelino no tiene mucho que ver socialmente con un conde de la corte inglesa. Sin embargo, él quiere convertirme en su consorte. Y no es sólo para meterme en su cama, porque ya he estado ahí. Dice que me ama, pero me abandonó durante semanas sin una sola palabra. No sé si atreverme a confiar en él. ¿Me romperá el corazón? Oh, Dios, ojalá pudiera estar completamente segura. Quiero que me amen, pero sobre todo quiero sentirme segura otra vez.»

– Señora -le retó Daisy-, todavía no habéis empezado a enjabonaros. -Daisy levantó el paño suave del agua y empezó a frotar a Skye, que siguió pensando en silencio mientras Daisy le lavaba el cabello. La charla de la muchacha hacía que perdiera el hilo de los pensamientos y finalmente explotó. Pero al ver la mirada herida de Daisy, se arrepintió y se excusó-: Me he levantado con un dolor de cabeza terrible, Daisy. No quiero seguir teniéndolo en Greenwich.

Daisy se preocupó inmediatamente.

– Ah, milady. Tengo una poción de hierbas que me hicieron una vez. Hawise -se volvió hacia una de las chicas-, pídele a la señora Cecily que te haga un té de hierbas para el dolor de cabeza de milady.

Skye salió de la tina envuelta en una gran toalla y dejó que Daisy le secara, sentada frente al fuego. Le secaron el cabello, se lo cepillaron una y otra vez hasta que quedó completamente seco, después se lo frotaron con un pedazo de seda para que brillara con sus luces de color azul negruzco. Mientras tanto, la otra muchacha le arreglaba las uñas.

– Lo que realmente necesito es comer algo -comentó Skye-. Traedme pan, carne y vino. Me muero de hambre. Ocúpate de eso, Daisy. Jane, déjalo, el conde estará conforme con mis pies tal como son o no lo estará, y eso es todo. -Se puso en pie y se le cayó la toalla. Daisy la envolvió en una bata de seda rosa muy amplia y después se alejó con rapidez para ocuparse de la comida. Jane levantó su equipo de pedicura y salió tras ella. Skye suspiró, aliviada. Era hermoso estar sola. Pero en ese momento, oyó una risa que la hizo girar en redondo.

– ¡Geoffrey!

– Buenos días, esposa. -Él estaba de pie ante el tapiz que escondía el pasaje secreto.

– Todavía no, milord -le contestó ella con severidad-. ¿Hace cuánto que estás ahí?

– Lo suficiente para admirar la magnificencia de tu cuerpo, Skye -dijo él con tono perezoso mientras los ojos verdes la examinaban de arriba abajo.

Ella enrojeció y removió el cabello renegrido. ¿Realmente la amaba o era sólo un deseo de poseerla? Decidió averiguarlo en ese mismo instante. Tal vez él se enfurecería cuando terminaran de hablar, pero eso era mejor que ser poseída por un hombre sin sentimientos. Caminó hasta la puerta, pasó el cerrojo y dijo con firmeza:

– Siéntate, milord. ¿Un poco de vino? -Él asintió y ella se lo sirvió en un vaso pequeño que había sobre la cómoda.

– Bueno, señora -dijo él después de aceptarlo y reclinarse en su asiento-. ¿Qué sucede?

Ella respiró hondo antes de empezar.

– Eres muy valiente al casarte conmigo, pero ¿estás seguro de que quieres por esposa a la viuda de uno de los hombres más notorios de la historia de Argel? Te recuerdo que no tengo memoria alguna de lo que fue mi vida antes de conocer a Khalid el Bey. Él me convirtió en lo que soy. Dios sabe qué sangre corre por mis venas. Tal vez mi madre era una loca; y mi padre, un asesino. Piénsalo con cuidado, conde, ¿te parece que soy el tipo de mujer a la que puedes querer por esposa?

– Pero Skye -dijo él con voz tranquila-, ¿estás tratando de hacer que me arrepienta? -Ella meneó la cabeza y él continuó-. ¿Fue Khalid el Bey quien te enseñó a leer y escribir?

– No -le contestó ella-. Ya sabía hacerlo.

– ¿Y qué más sabías, amor mío?

– Idiomas, matemáticas -enumeró ella con lentitud-. Eran conocimientos que estaban ahí, eso es todo. Pero no recuerdo cómo los adquirí.

– No pareces una campesina -observó él-, y estarías muy bien educada si fueses un hombre, así que, siendo mujer, lo que sabías era y es sorprendente. Desde el día que te conocí, supe que seríamos más que simples amigos. Quise saber más de ti e interrogué a un capitán que conozco, alguien que sabía casi todo sobre Robert Small y su relación con Khalid el Bey. El capitán zarpó de Argel unos días después que tú y Small. La historia de tu huida del turco estaba en boca de toda la ciudad, sobre todo porque, al parecer, el hecho de que te fueras dejó al pobre diablo impotente.

Skye tuvo que ahogar su risa al escuchar la confirmación de su venganza sobre Jamil. Pero no sabía si enfadarse con Geoffrey Southwood por haber invadido su intimidad o estar contenta por el interés que había demostrado. Sobre todo, se sentía bien al pensar que Geoffrey la quería aun conociendo su pasado.

– ¿Has firmado el contrato matrimonial? -preguntó con frialdad.

– Sí. Tu dote es más que generosa, cariño. Con tu permiso, la pondré a nombre de nuestro primer hijo varón. Yo no la necesito -respondió él. Ahora era el turno de Skye.

Una de sus negras cejas se enarcó.

– Has leído el contrato, ¿verdad? Mi dinero sigue siendo mío.

– Claro que lo he leído, amor mío. Yo les daré dotes a las hijas que tengamos. Sé que tú querrás tener dinero para Willow. Pero si no tuvieras ni un penique, Skye, yo me habría ocupado de eso.

– Pero se dice que no quisiste dar las dotes a tus propias hijas.

– Eran de Mary -replicó él con amargura-. Mujercitas morenas y feas como su madre, obviamente incapaces de engendrar otra cosa que hijas y más hijas. Las tres que han sobrevivido parecen algo mejores. Serán una buena compañía para Willow, y como veo por tus ojos que me vas a ocasionar problemas a menos que acceda, les daré dotes a ellas también. Te lo prometo.

– Voy a ser una buena madre para tus hijas, Geoffrey.

– Lo sé, Skye. -Se levantó y se acercó a ella. El deseo, el amor que había en esos ojos era difícil de rechazar, pero ella lo mantuvo alejado.

– Todavía no, Geoffrey. Por favor.

– Entonces no me has perdonado. -Era una afirmación.

– Puedo entender que no me escribieras desde Devon. Debe de haber sido terrible para ti. Pero cuando volviste, no me dijiste ni una sola palabra y tuve que saber por De Grenville lo que había pasado. Y él dijo que la reina estaba arreglando un matrimonio para ti. Con una heredera. ¿Qué tenía que pensar?

– Deberías haber confiado en mí, Skye.

– ¿Cómo podía confiar después de saber lo de esa asquerosa apuesta con Dickon?

– Pero Skye, nunca pensé cobrarla. Supongo que te das cuenta de que eso pasó antes de que nos conociéramos de verdad.

– Tu reputación te precede, milord Geoffrey Southwood, conde Ángel, gran semental, destructor de corazones.

– Basta ya, maldita sea. Mujer, argumentas con demasiada lógica. Te amo, Skye. Siempre te amaré. Dentro de pocas horas nos casaremos. Olvidemos el pasado y empecemos de nuevo. Hacemos una buena pareja, señora.

El conde le tendió la mano. Lentamente, después de mirarlo de arriba abajo, ella la tomó.

– Una pregunta -pidió él-, y nunca volveré a preguntarlo, ¿lo amabas?

– Sí -respondió con gravedad-. Lo amaba. Desperté de un horror que no recuerdo y encontré la salvación en él. Él me dio un nombre, una identidad, una razón para vivir. Él fue mi esposo, mi amante, mi mejor amigo. Nunca lo olvidaré. -Skye se detuvo y luego continuó-. Sé que suena extraño, pero, aunque Khalid el Bey siempre tendrá parte de mi corazón, a ti también te amo, Geoffrey. Si no te amara, ¿cómo podría sentirme tan furiosa, tan herida?

Los ojos verdes la miraron un momento con esperanza y deseo.

– Entonces, ¿me perdonas, Skye?

La sonrisa de ella también temblaba un poco.

– Tal vez, milord -dijo en tono travieso.

– Señora, mi paciencia se agota -gruñó él, pero la comisura de los labios y los ojos verdes brillaban de alivio y entusiasmo.

– Mejor será que cultives esa virtud, mi señor, porque no seré una esposa sumisa. Seré tu igual en este matrimonio. Igual en todo.

Ahora Skye se sentía más confiada y él aprovechó la ventaja apenas lo supo. La atrajo hacia sí y la abrazó. Después se inclinó para buscar sus labios. Un temblor recorrió el cuerpo de Skye, que suspiró.

– Señora -dijo él, besándole los labios, los párpados, la punta de la nariz-, es un día fresco y ventoso y si no fuéramos a casarnos dentro de pocas horas, te llevaría a la cama ahora mismo.

– ¿Necesitáis horas para hacerlo, milord? -La cara de Skye era la estudiada imagen de la inocencia.

– ¡Zorrita! -murmuró él con voz ronca, y hundió la cara en la maraña perfumada de ese cabello negro y brillante. Ella sintió que los besos de él se hundían en la piel satinada de su cuello. Con un gemido, echó la cabeza hacia atrás y los labios de él le devoraron el pecho. El pulso de Skye se aceleró.

– Cuidado, señora. Esta noche me vengaré de vuestra endiablada lengua. Pero hoy, cuando entréis en la capilla de la reina, quiero que parezcáis casta, no recién salida del lecho. -El conde la soltó lentamente y ella se tambaleó. Él rió suavemente y se volvió para salir por la puerta secreta, oculta tras el tapiz.

Skye se quedó de pie, temblando. Dios mío, cómo la excitaba el conde. Y él lo sabía. Se dio cuenta de que estaban golpeando su puerta.

– ¡Señora! ¡Señora Skye! ¿Estáis bien? -Ella voló hasta la puerta y la abrió. Daisy estaba de pie al otro lado, acompañada por Hawise y Jane. Las tres tenían una expresión preocupada.

– Quería estar sola -dijo Skye en el tono más natural que logró amañar.

La miraron extrañadas y entraron en la habitación con el desayuno, que colocaron sobre una pequeña mesa. Detrás venían dos sirvientes que se llevaron la tina. Jane plegó el biombo y lo apartó mientras Daisy y Hawise preparaban la mesa del desayuno y la acercaban al fuego.

– La cocinera dice que tenéis que coméroslo todo. Le preocupa lo mal que coméis últimamente y lo poco que vais a comer hoy -dijo Daisy-. Además faltan horas para el banquete nupcial.

Skye se sentó y levantó la tapa de la fuente más grande. Descubrió un par de impecables huevos escalfados en una salsa ligera de jerez y eneldo. En una fuente más pequeña había varias lonchas de jamón de York y varias hogazas de pan tostado envueltas en una servilleta dentro de una canasta. Había dos tarros con mantequilla y miel, y una jarra de vino tinto. Skye estaba muerta de hambre.

– Dile a la cocinera que la felicito por el menú, Hawise. Me lo voy a comer todo. Daisy, mis joyas, por favor. Tengo que elegirlas mientras como. Jane, busca el vestido que he hecho preparar para Cecily y dáselo. Después busca a Willow y su niñera.

Las dos chicas se alejaron mientras Daisy traía la gran caja tallada de las joyas. Skye se mordió los labios, mientras pensaba. Las perlas eran demasiado aburridas y comunes; los diamantes, demasiado brillantes. Lo que necesitaba su vestido era algo de color. Sus dedos pasearon inquietos sobre los collares hasta que encontró lo que buscaba. Sonrió, satisfecha con un collar de turquesas. Cada pulida turquesa oval estaba rodeada de diamantes feroces y perlas casi translúcidas. Buscó los pendientes que hacían juego y dos adornos en forma de mariposas para el cabello.

– Éstos -indicó, entregándoselo a Daisy-. Ahora, los anillos. Una turquesa para la suerte, una perla para la constancia, un zafiro para que haga juego con mis ojos.

Daisy rió. Separó las piezas que le entregaba su señora y luego se llevó la caja.

– Tengo un mensaje para vos de parte del capitán Small, milady. Dice que, aunque el río está en calma, sería mejor ir a Greenwich en carruaje. Llueve bastante.

– Muy bien, Daisy. Ah, aquí está mi amorcito -exclamó Skye contenta cuando se abrió la puerta del dormitorio y entraron Willow y su niñera.

– ¡Mamá! ¡Mamá! -gritó la niña, y corrió a los brazos abiertos de Skye-. ¡Olor bonito! ¡A Willow gusta mucho! -dijo, y hundió la carita en el cuello de su madre.

Skye la levantó en brazos y la apoyó sobre la falda.

– Hoy tengo un regalo para ti, amor -le dijo-. Vamos a tener un papá en casa. ¿Te gustaría, Willow?

– ¡No! -dijo la pequeña con firmeza-. ¡No quiero un papá! ¡Quiero al tío Robbie!

Skye rió entre dientes.

– Así que él es el que se ha ganado tu corazón, ¿eh, cariño? Tienes buen gusto. Pero pronto querrás también a tu nuevo papá y él te querrá mucho a ti.

Willow hizo un puchero, impaciente, como para expresar su desacuerdo con la situación.

Las pestañas gruesas y negras que rodeaban sus ojos dorados, ojos como los de su padre, bajaron hasta tocar las mejillas rosadas y después volvieron a subir en un gesto de coqueteo tan adulto que Skye perdió la respiración con la sorpresa.

– ¿Mi nuevo papá me dará regalos? -preguntó la niña con timidez.

– Sí, claro, interesada -replicó su madre, divertida.

– ¿Qué me va a traer? -La pregunta era imperiosa.

– No lo sé, cariño. Tal vez un vestido nuevo, o un collar, o una cesta de caramelos.

– Tal vez me gusta ese papá nuevo -dijo Willow, pensativa-. ¿A ti te gusta, mamá?

Skye rió.

– Sí, cariño, me gusta mucho. Ahora dale un beso a mamá y ve a jugar con Maudie. Si eres buena, te traeré algo del palacio de Greenwich.

Willow besó a su madre y se fue trotando, contenta, detrás de su niñera. Skye terminó de comer y, en ese momento, el reloj de la repisa del hogar dio las once y media.

– ¡Dios! Tenéis que partir a mediodía si queréis estar en Greenwich a tiempo -exclamó Daisy-. Jane, tú y Hawise, traed la ropa de la señora. -Le alcanzó a Skye un par de medias color crema tejidas tan finas que parecían telas de araña. Skye se las puso con cuidado. Con la cara llena de alegría, Daisy le alcanzó las ligas con rosetas de puntilla con una perlita natural en el centro. La ropa interior de Skye era de seda pura. Con un pequeño corsé, su cintura parecía todavía más fina. El miriñaque estaba modificado, porque a Skye le molestaba parecerse a un barco con las velas extendidas. Antes de ponérselo, le pidió a Daisy que la peinara.

Daisy le cepilló el cabello, lo partió en el centro y se lo subió sobre las orejas. Formó luego un elegante y gracioso moño sobre la nuca de Skye. Aseguró los adornos en forma de mariposa, uno delante y otro a un lado. Para terminar, colocó dos perfectas y frescas rosas sobre el moño.

Skye se sentó y se miró al espejo. Contempló a una mujer sin defectos. «¿Ésa soy yo?», pensó. Y por primera vez en muchos meses se preguntó quién era en realidad. Quién había sido antes de que la encontrara Khalid el Bey. De pronto, sintió que deseaba con desesperación conocer su identidad.

– Señora -le dijo Daisy-. Tenemos que apurarnos.

Skye asintió y se puso en pie. Se colocó el miriñaque y luego el vestido. Jane y Hawise se lo fijaron sobre las otras prendas sin dejar de charlar. Skye se alisó la falsa y se miró al espejo. Una sonrisa le iluminó los rasgos. Estaba satisfecha. Parecía realmente la condesa de Lynmouth, de arriba abajo. Geoffrey tendría todas las razones del mundo para estar orgulloso de ella.

– Oh, milady -jadeó Daisy, reverente-. ¡Estáis hermosa!

– Gracias, Daisy. Y ahora, mi capa para que la lluvia no me arruine el vestido.

Le colocaron una capa de terciopelo azul oscuro sobre los hombros y bajó por la escalera hasta la planta baja. Robbie y Cecily la esperaban allí y ella les hizo una reverencia.

– ¡Qué magníficos os veo hoy! -exclamó, y era cierto. Nunca los había visto mejor.

El vestido de Cecily era de seda negra con una falda inferior de tela de plata y puntillas blancas en el cuello y las muñecas. Se había puesto un gorro de seda negra almidonada que terminaba en puntillas blancas sobre el cabello blanco. Y sobre el amplio pecho lucía una cadena de plata con un colgante en forma de corazón cortada sobre una turquesa. Sus ojos azul claro brillaban de placer.

– Mi querida Skye, ¿cómo puedo agradecerte el vestido? ¡Y una capa de armiño! Me desesperaba la idea de ir a Greenwich y no tener qué ponerme. Sobre todo con tan poco tiempo.

A Skye le complació ver la alegría de su amiga.

– Lo había preparado para tu cumpleaños -confesó-. Ahora tendré que buscar otro regalo.

– ¡Mi querida niña! Esto es más que suficiente y no tiene ninguna importancia que me lo hayas entregado un poco antes de tiempo. Es la más indicada de las ocasiones para usar un vestido como éste.

– Pero te conseguiré otra cosa para tu cumpleaños, te lo aseguro -juró Skye.

– ¿Y no hay nada para mí, muchacha, ni una palabra? -se quejó el pequeño capitán.

– Vamos Robbie, si tú sabes que eres el más guapo de todos -bromeó Skye.

– Mmmm -gruñó Robbie, pero sonreía ligeramente con la comisura de los labios y se enderezó sin darse cuenta. Skye no lo había visto tan elegante desde la noche que lo conoció. Como su hermana, usaba ropa negra, pero no de seda, sino de terciopelo; el jubón bordado con hilo de oro, aguamarinas, perlas y rubíes. Llevaba una espada con el mango de oro filigranado y un gran rubí incrustado.

– Vamos, muchacha -dijo al oír el carruaje que se detenía frente a la casa.

Cuando abrieron la puerta principal, el viento hizo volar las enloquecidas capas alrededor de los tres y la lluvia entró en la casa, mojando el suelo de mármol. Sin decir ni una palabra, el más alto de los sirvientes tomó a Skye en sus brazos y la llevó a través de la tempestad hasta la seguridad del carruaje. Una Cecily enrojecida y una sonrojada Daisy hicieron el trayecto de idéntica manera. Robert Small llegó por sus propios medios.


El viaje a Greenwich fue relativamente fácil, porque las calles y los caminos estaban vacíos debido a la fuerza de la tormenta. La lluvia golpeaba contra el coche pintado de brillantes colores y convertía las ventanillas en sábanas blancas. Era imposible ver nada. Skye sintió lástima por su cochero, allá arriba, en el pescante, envuelto en varias capas para intentar protegerse del viento. Y todavía estaban peor los sirvientes que viajaban colgados en la parte posterior del carruaje mientras la lluvia los empapaba.

Dentro del coche, Skye se aferraba a la mano de Robert Small. No había tenido miedo cuando Khalid el Bey la desposó, pero ahora sí lo tenía. Y todavía la asustaba más pensar que pronto tendría que decirle a Geoffrey lo del bebé. Podía imaginar la alegría del conde, pero, ¿y si no era un varón? ¿Intentaría desterrarla, como había hecho con la pobre Mary Bowen? Sintió que se le ponía rígida la espalda. Ella nunca permitiría que nadie la tratara de ese modo. Y si el conde lo intentaba, apelaría a la reina.

El carruaje se detuvo en Greenwich y las damas entraron en el palacio en brazos de los sirvientes de la reina. El palacio de Greenwich, amado por Enrique VIII, estaba construido sobre el río y era un edificio aparentemente interminable de tres plantas. Un oficial del palacio los escoltó hasta una pequeña habitación junto a la capilla, donde podían descansar y refrescarse y arreglar las marcas del clima sobre la ropa. Daisy despojó a Cecily y a Skye de sus capas. La capucha de la capa había protegido la cabeza de Skye, así que no había mucho que hacer.

Cecily sacó un cuadradito de puntilla de un bolsillo oculto y se lo alcanzó a Skye.

– Para que tengas suerte, querida, y te deseo felicidad, toda la felicidad del mundo -dijo con los ojos llenos de lágrimas, besando a la joven. Después, se esfumó hacia la capilla seguida por Daisy.

Y de pronto, todo empezó a moverse con rapidez. Robbie la llevó a través de la puerta hasta la capilla y luego por el pasillo hasta el altar. La habitación estaba repleta. Skye no conocía a la mayoría de los invitados, pero descubrió a De Grenville, a Lettice Knollys, a la reina y a lord Dudley, que, según se decía, era amante de Su Majestad. Hasta lord y lady Burke estaban allí.

Geoffrey estaba de pie, esperando, frente al altar, resplandeciente en su traje de terciopelo verde cazador. Matthew Parker, el arzobispo de Canterbury, esperaba detrás del conde.

Lentamente, Skye y Robert Small avanzaron por el pasillo. Skye sentía las piernas casi paralizadas. Allá delante, Geoffrey Southwood miraba aprobadoramente su vestido. Los ojos del conde sonreían para darle ánimos. Se detuvieron y Robbie puso la mano de Skye en la de Geoffrey con firmeza. La calidez de la gran mano del conde se transmitió a la palma de Skye. Él le apretó la mano y ella respiró profundamente. Todo iría bien.

El arzobispo recitó las palabras ceremoniales con voz monótona y cuando se arrodillaron, con las cabezas juntas, Geoffrey le murmuró a Skye:

– Coraje, amor mío. -Ella sintió que la recorría una ola de amor por él y la inquietud que había sentido al ver la capilla repleta, iluminada por las velas, pareció desvanecerse con ese sentimiento.

Matthew Parker los declaró marido y mujer y luego, pidiéndoles que se volvieran, los presentó a la congregación. Los dos sonrieron llenos de alegría al mar de rostros que los miraban sonrientes, todos menos uno. ¿Por qué estaría tan furioso lord Burke? Era un hombre extraño, y de todos modos, ¿por qué estaba allí? Skye se volvió e hizo una gran reverencia a la reina Isabel, que iba magníficamente ataviada con un vestido de seda blanca adornado con hilos de oro, diamantes y aguamarinas celestes. Su Majestad habló con gracia:

– Levantaos, milady Southwood, condesa de Lynmouth. Estamos satisfechos de teneros en la corte y os damos la bienvenida de todo corazón.

– ¿Cómo puedo dar las gracias a Su Majestad? Todo esto es demasiado para mí.

– Tal vez podáis mostrar vuestra gratitud, mi querida Skye, siendo una esposa fiel para vuestro lord y pidiéndole consejo sólo a él -replicó la joven reina.

– Lo haré, Majestad -aseguró Skye, y besó fervientemente la mano extendida de Isabel.

– Eso será un golpe terrible para todos los otros galanes de la corte -murmuró lord Dudley en voz baja a Lettice Knollys.

Ella se tragó la risa con mucho esfuerzo.

– Y ahora -exclamó la reina-, vayamos al banquete. ¡Que el conde y la condesa de Lynmouth encabecen la marcha hacia el gran salón!

Skye miró a Geoffrey, alarmada. Él la tomó del brazo y le dijo para tranquilizarla:

– Conozco el camino, amor mío. -Acompañados de los músicos que tocaban la flauta, los tambores y los laúdes, los dos llevaron a la reina y su corte al gran salón del palacio de Greenwich.

Fuera, la lluvia golpeaba con fuerza las altas ventanas adornadas, pero dentro, enormes troncos de roble ardían alegremente en las grandes chimeneas. La mesa principal estaba ocupada por la pareja de recién casados, la reina, lord Dudley y el capitán sir Robert Small y su hermana, que habían actuado como padrinos de la huérfana. Los demás cortesanos conocían el lugar que les correspondía, según la costumbre, y se sentaron a la gran mesa en forma de T o en pequeñas mesas colocadas cerca de las paredes.

Los sirvientes colocaron un enorme recipiente de sal sobre la mesa principal. Lo sostenían dos grifos de plata y dos leones de oro y estaba formado por una enorme concha marina de coral llena de sal. Las copas eran de cristal veneciano soplado. Eran de un tenue color rosado y llevaban el escudo de la reina tallado en un fragmento oval de granate. Los comensales de la mesa principal tenían platos de oro. Los demás debían conformarse con plata, y los que estaban más allá del recipiente de sal, con porcelana.

Cuando todos hubieron ocupado sus puestos, empezó el banquete servido por muchos y muy activos sirvientes. El primer plato consistía en boles de ostras crudas, mejillones y otros mariscos hervidos en manteca y aderezados con hierbas; pequeños camarones en vino blanco; salmón cortado en lonchas delgadas sobre un lecho de berro recién cortado; truchas enteras, y grandes hogazas de pan negro y blanco. Luego llegaron los costillares de ternera, ciervos enteros de roja carne, piernas de cordero. Un gran jabalí entero, incluidos los desafiantes colmillos, descansaba sobre una enorme fuente de plata que entró sostenida por cuatro sirvientes. También había cochinillos con manzanas en la boca; pollos en jengibre; grandes jamones rodados; cisnes rellenos de fruta; gansos, pavos y pavitas asados servidos con todo su colorido plumaje; patos rellenos; humeantes pasteles de alondra, paloma, conejo y gorrión. Había cuencos con lechuga, alcauciles, escalonia y rábanos. Los sirvientes mantenían las copas siempre llenas de un borgoña espeso y oscuro.

Skye comió poco, porque no le gustaban los banquetes tan abundantes. Algunas ostras, un ala de pollo, un pedazo de cochinillo y un poco de lechuga. Notó con satisfacción que Geoffrey era tan austero como ella y que comía solamente ostras, un poco de carne de ternera y de ganso, un alcaucil y un poco de pan con mantequilla.

El último plato desplegó una profusión de gelatinas desmoldadas, pasteles de fruta, bizcochos con frutas confitadas, fresitas con crema batida, cerezas de Francia, naranjas de España y pedazos de queso Cheshire. También había una gran tarta de bodas glaseada. Para alivio de Skye, la tarta no llevaba las tradicionales figuritas de mazapán del novio y la novia con los órganos genitales y los senos exagerados. En lugar de eso, estaba decorada con un pequeño ramo de rosas blancas y nomeolvides azules, atados con cintas plateadas. Skye supuso que eso era idea de la reina y se inclinó sobre lord Dudley para agradecérselo.

La reina sonrió con tranquilidad.

– Él realmente os ama, Skye. Nunca he visto un amor como ése en mi vida, ni tanta devoción. Ojalá yo tuviera algo así para aliviar el peso de mis muchas responsabilidades.

– ¡Pero seguramente lo tenéis, Majestad! -dijo Skye-. Estoy segura de que hay muchos caballeros que darían su vida por poner sus corazones a vuestros pies.

La reina sonrió de nuevo, esta vez con tristeza. ¡Qué inocente era la nueva condesa de Lynmouth! ¡Qué protegida debió de haber sido su vida antes de su llegada a Inglaterra!

– Hay muchísimos hombres dispuestos a poner sus corazones a mis pies, Skye, pero ninguno de ellos me ama realmente. Lo que quieren es mi corona, o parte de ella. No quieren a Isabel. Una reina que reina por sí misma no puede tener verdaderos amores. Está casada con su país. Y ése es el señor más difícil de servir.

– Oh, Majestad -exclamó Skye con los ojos llenos de lágrimas.

La joven reina limpió una lágrima de la mejilla de la recién casada.

– Pero, milady Southwood, qué corazón tan tierno tenéis. No lloréis por mí. Yo supe cuál era mi destino hace ya mucho tiempo y lo acepté y lo quise. -Después agregó, pensativa-: Creo, mi bondadosa condesa, que os llamaré para que seáis una de mis damas. Un corazón honesto y abierto es algo poco habitual en la corte.

Skye no tardó en descubrir la exactitud de las palabras de la reina. Después de los vasos de vino especiado y los dulces de azúcar quemada que cerraban oficialmente todo banquete, empezó el baile. La novia bailó primero con su esposo, y a continuación con lord Dudley. Después todos los caballeros quisieron bailar con ella. Muchos de ellos hasta le hicieron insinuaciones mientras miraban descaradamente el escote del vestido. Skye estaba impresionada y molesta. La moral del mundo islámico que ella recordaba era bastante estricta. Aquí en Greenwich, por el contrario, todo parecía estar permitido.

En uno de los bailes, Skye se descubrió en brazos de lord Burke. ¿Es que ese hombre no sonreía nunca?

– Mis felicitaciones, señora. Habéis hecho las cosas con mucha inteligencia, según veo.

El tono era de lo más insultante y ella descubrió que, como siempre, ese hombre la irritaba. Lo miró directamente a los ojos y le preguntó:

– ¿Por qué sois tan agresivo conmigo, milord? ¿Os he injuriado de una forma que ignoro? Por favor, decídmelo, milord, y así tal vez pueda corregir lo que tanto os ofende.

Sin decir una sola palabra, él la sacó de la pista de baile y la llevó a una mesa donde ya servían los refrescos. Sus ojos plateados la miraban fijamente sin desviarse ni por un instante. De pronto, le preguntó:

– ¿Habéis oído hablar de los O'Malley de la isla Innisfana en Irlanda, señora?

Ella reflexionó un momento y luego contestó:

– Lo lamento, lord Burke, no. ¿Es importante para vos?

– No -dijo él con rudeza-. No tiene ninguna importancia para mí, señora. -Pero parecía muy perturbado.

«¿Qué le pasa?», se preguntó ella.

En ese momento, apareció Cecily junto a ellos.

– Es hora de que te prepares para la cama, querida. Aquí vienen la señora Lettice y algunas de las damas de la reina para ayudarte.

– Lady Southwood -dijo lord Burke, haciendo una reverencia y tomándole la mano con gesto áspero. Después se dio media vuelta y se alejó.

Skye y sus acompañantes femeninas dejaron el salón sin hacerse notar.

– Su Majestad -le confió Lettice- os ha dado habitaciones en un lugar tranquilo del palacio. Tendréis toda la intimidad que deseéis. ¡Cómo os envidio esta noche! Se dice que Southwood es un amante magnífico.

– ¡Lettice! -la retó otra de las damas de la reina-, si la reina escuchara esa lengua tuya, te enviaría de vuelta al campo.

La hermosa prima pelirroja de la reina movió la cabeza.

– La reina daría su alma por ser la novia esta noche si el novio fuera lord Dudley.

– ¡Lettice! -gritaron varias voces escandalizadas-. Eso es traición.

Pero la señora Knollys rió.

– Ya llegamos, Skye -anunció ante una puerta.

Los guardias abrieron la puerta para las damas y ellas entraron charlando en un dormitorio espléndidamente amueblado donde Daisy esperaba a su señora junto con dos sirvientas de palacio.

La gran cama de roble tenía postes muy ornamentados que sostenían colgaduras de terciopelo rosado. A la izquierda, había ventanas que daban al río barrido por la lluvia. A la derecha, una chimenea que desprendía el calor suficiente para desvanecer la humedad de la habitación.

Daisy y sus dos ayudantes se pusieron a trabajar inmediatamente, desvistiendo a la novia. Con sólo la blusa y una enagua, Skye se bañó en agua de rosas en una tina de plata. Después, le soltaron el cabello y se lo cepillaron hasta que brilló con fuerza. Sus reflejos negro azulados eran la envidia de las mujeres de la habitación. Después, Daisy le alcanzó el camisón, las dos sirvientas acabaron de desvestirla y Daisy le deslizó la ropa de noche sobre el cuerpo. Las damas de la reina silbaron de asombro y envidia porque el camisón caía sobre el cuerpo de Skye como si lo hubieran pintado directamente sobre ella. Era de pura seda blanca y el corsé formaba una V muy profunda; tenía las mangas como alas de mariposa y la falda plegada en dobleces diminutos.

– ¡Dios mío! -Lettice Knollys dijo lo que pensaban todas-. Este camisón no abrigará vuestro cuerpo durante mucho rato, Skye.

– ¿Y os parece que lo dejará entero? -murmuró otra de las mujeres. Las demás rieron.

Skye se sonrojó y después rió, nerviosa.

– Se dice que es una copia exacta de uno que usó la amante del Papa.

– Rápido -dijo una de las mujeres-. Ahí están. Los oigo.

La ayudaron a subir a la cama, le acomodaron los grandes almohadones de pluma detrás de la espalda y le alisaron el raso de la colcha. Ella se sentía como una tonta, el centro de atención en lo que debería haber sido un momento íntimo. Recordaba la forma en que ella y Khalid el Bey se habían escapado de los guardias la noche de bodas, para cabalgar a la luz de la luna hasta el quiosco junto al mar. Pero ahora no estaba en Argel, estaba en Inglaterra. Y quien la esperaba con tanta ansiedad no era Khalid el Bey sino Geoffrey Southwood.

La puerta se abrió bruscamente y entró un grupo de hombres y mujeres risueños. Empujaron a Geoffrey Southwood hacia delante. Tenía el pecho desnudo.

– Os lo hemos desnudado en parte, señora -dijo lord Dudley con sonrisa de borracho. Tenía el brazo alrededor del cuerpo de la reina como si fuera su dueño. Isabel estaba sonrojada y muy hermosa.

– Yo mismo terminaré de hacerlo -dijo lord Southwood con firmeza-. Os doy las buenas noches, de parte de la condesa y de la mía también.

– Vámonos -dijo la reina, mirando con simpatía a los recién casados-. Todavía no me he cansado de bailar.

Los cortesanos y los sirvientes salieron de la habitación y el conde cerró la puerta y pasó el cerrojo casi con rabia. Sin palabras, se quitó el resto de la ropa y apagó las velas. La luz del fuego jugaba sobre su figura y su cabello dorado. Se volvió y le tendió la mano a Skye.

– Ven conmigo, cariño.

Ella bajó de la cama y caminó hacia él. Una sonrisa iluminó la cara del conde. Estaba comprobando el efecto completo del camisón sobre el bello cuerpo de su esposa y sonrió todavía más al terminar su examen. Los pequeños pliegues de la falda se ondularon mostrando las largas piernas de Skye, y cuando ella se puso de pie frente a él, le puso las manos en el cuello del camisón y se lo quitó, rasgándolo. Ella le puso los brazos alrededor del cuello, riendo, y él sintió que la pasión lo inflamaba. Le tomó la cara entre las manos y besó sus labios entreabiertos.

– Te amo, Skye -murmuró con voz ronca.

– Y yo te amo a ti, milord -le contestó ella con los ojos azules llenos de brillo.

Las manos de él se deslizaron lentamente desde los hombros perfectos de Skye hacia la espalda suave, tensa, larga hasta tocar las redondas nalgas.

– Te he extrañado tanto -suspiró, inclinando la cabeza para capturar un pezón erecto entre los cálidos labios. La burlona lengua trazó círculos alrededor del pezón hasta que sintió que Skye se estremecía. Luego la sentó sobre sus rodillas y su lengua descendió a lo largo del cuerpo ancho, trazando dibujos con una lentitud enloquecedora hasta que, finalmente, llegó al centro de la mujer. Ella gimió.

– ¡Por favor!

Él levantó la cabeza y la miró.

– ¿Por favor qué, Skye?

– ¡Por favor! -repitió ella, se alejó de él y se arrojó sobre la cama. Él rió en voz baja y se unió a ella.

– ¿Me deseas, mi ardiente esposa? -bromeó-. No, Skye, no vuelvas la vista para no verme. Quiero contemplar tu hermosa cara cuando te tome. Oh, amor mío, no hay nada malo en desear. ¡Dilo, amor mío! ¡Dilo! ¡Dilo!

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -dijo ella casi sollozando, y él la llenó, cada vez, más excitado al mirar esos hermosos ojos que le decían cosas que ella no se atrevía a decir en voz alta. El conde fue enormemente dulce con ella y esa dulzura la excitó todavía más. Las pasiones de ambos se elevaron al mismo tiempo y estallaron una dentro de la otra.

Luego, yacieron juntos, exhaustos, y él la tomó entre sus brazos, acariciándole el suave cabello, el tembloroso cuerpo.

– Oh, amor mío -murmuró en voz baja-, ahora ya hemos sellado oficialmente el pacto que hemos firmado ante el arzobispo. Te amo, Skye. Y siempre te haré feliz. ¡Lo juro!

Ella se volvió entre sus brazos para mirarlo y dijo con tranquilidad:

– Llevo un hijo tuyo en mi seno.

– Gracias, amor mío -le contestó él. Extrañada por la ausencia de sorpresa, Skye comprendió que él seguramente había adivinado su secreto.

– Geoffrey, ¿lo sabías? ¿Por eso me pediste que me casara contigo? -Él veía el dolor subiendo a los ojos color zafiro-. ¡No soy una yegua! ¡No estoy dispuesta a tolerar que me utilices para concebir herederos!

– No lo supe hasta mucho después de pedírtelo -dijo él con rapidez.

– Robbie te lo dijo -le acusó ella-. ¡Al diablo con él! ¡Parece una vieja cotilla!

– Sí, él me lo dijo, Skye. Yo estaba a punto de estrangularte o de pegarte hasta dejarte llena de moratones. Eres la bruja más empecinada y caprichosa que haya conocido, Skye Southwood. El niño que llevas en tu seno es tuyo, sí, pero también es mío, y lo quiero. No tienes derecho a negármelo simplemente porque tu orgullo tiembla al pensar que pueda amarlo más de lo que te quiero a ti. Claro que pienso querer al niño, pero nunca amaré a nadie ni a nada como te amo a ti, Skye. No me importa lo que tuve que hacer para que te casaras conmigo. Lo haría de nuevo, te lo aseguro.

Ella estaba atónita por la intensidad que había en esa voz masculina. No encontraba palabras para responder. Lo oyó empezar a reír lentamente y la risa, que primero era ahogada, creció hasta convertirse en carcajada y retumbar en la habitación.

– ¡Ah! -dijo el conde-. Así que por fin te he dejado muda, orgullosa y charlatana mujercita irlandesa. Tal vez ahora admitas que soy tu dueño. Seguramente nadie te había dejado muda antes que yo.

La réplica furiosa que se estaba formando en Skye se desvaneció al ver esos ojos verdes como limas que la miraban con ternura y cariño.

– Tengo un temperamento terrible, es cierto -admitió ella en voz baja.

– Sí -aseguró él con gravedad-. Es cierto.

– No me gustan las injusticias. De ningún tipo.

– Ni a mí, amor mío. Pero no vivimos en un mundo perfecto, y eso supongo que lo sabes. Y no hay seres humanos perfectos en el mundo.

– No pienso dejar que me manipulen, Geoffrey. Siempre he sido dueña de mi vida.

– ¿Fuiste tan independiente con Khalid el Bey, amor mío? No puedo imaginar a la esposa de un caballero moro con tanta libertad.

«Qué extraña conversación para una noche de bodas -pensó ella-. Desnuda en brazos de mi segundo esposo hablando sobre el primero.»

– Khalid -dijo ella con solemnidad- respetaba mucho mi inteligencia. Él y su secretario me enseñaron a manejar los negocios y las inversiones. Khalid decía en broma que si le sucedía algo, yo sorprendería a todos, porque sabría manejar sus intereses con habilidad.

Geoffrey Southwood pensó en lo que acababa de decirle su esposa. Desde su encuentro con Skye, había investigado con sumo cuidado la reputación de Khalid el Bey. No había sido fácil, porque la distancia entre Argel e Inglaterra era demasiado grande, pero había sentido curiosidad por ese hombre notorio que había comprado a una mujer extraviada y después había perdido el corazón por ella. Lo que logró averiguar lo había sorprendido enormemente. A pesar de la naturaleza de sus negocios, era evidente que en Argel se le consideraba un caballero y se hablaba de su honestidad, de su naturaleza caritativa y de su encanto.

Era una situación difícil para Geoffrey Southwood. Nunca le había importado que la mujer que amaba en un momento dado tuviera otros hombres, pero con Skye era diferente. Y ella era su esposa. ¿Estaría comparándolo con Khalid? Eso lo asustaba; la apretó contra su cuerpo con todas sus fuerzas.

– ¡Geoffrey!

Él la besó apasionadamente dejando una huella sobre el cuello de cisne y los senos.

– ¿Me comparas con Khalid el Bey, Skye? -le preguntó casi con ferocidad.

Ella comprendió inmediatamente. Él nunca había estado seguro del amor de una mujer. El corazón de Skye se volcó sobre el del conde.

– Oh, Geoffrey -dijo con suavidad, envolviéndolo con sus brazos-. No hay comparación posible. Khalid era Khalid y tú eres tú. A él lo amé por lo que era y a ti por lo que tú eres. -Levantó la cabeza y le besó la boca con dulzura-. Te amo, mi señor Southwood, pero a veces te portas como un idiota.

Y él se sentía verdaderamente idiota.

– ¿Es así como queréis pasar la noche de bodas, milord? -le preguntó, bromeando-. Ahora que ya hemos hablado de mi primer esposo, tal vez quieras discutir sobre las muchas damas que han hecho famoso tu lecho, ¿o no?

– Señora -gruñó él, tratando de retener lo que le quedaba de dignidad, y entonces oyó que ella reía disimuladamente-. Ah, bruja, -dijo, y rió-, ¿te parece que alguien nos creería si le contáramos de qué hablamos en la noche de bodas? -Después le cubrió la cara de besos y ella suspiró, contenta. Él volvió a reír.

– No voy a poder esconder mi estado durante mucho tiempo, Geoffrey -dijo Skye, pensativa-, y la reina me ha pedido que me una a sus damas.

– ¿Para cuándo esperas el bebé, amor mío?

– Para otoño, después de la cosecha.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó él, preocupado.

– A veces, por la noche, me siento débil, como si fuera a desmayarme -admitió ella-. Con el olor de la carne asada, por ejemplo; aunque por suerte, esta noche no me he sentido así.

– Quiero ir a Devon apenas pueda -dijo él-. Esconderemos tu estado durante un mes. Después tendrás que marcharte.

– Sería mejor que nos fuéramos dentro de dos o tres meses -propuso ella-: Admitir que estoy en estado avanzado de gestación sólo dos meses después de la boda supondría provocar el enojo de la reina. Es una mujer con una moral de hierro, Geoffrey. Además, será más seguro el viaje si espero dos meses. Podemos evitar ir a la corte durante este tiempo porque Su Majestad no nos negará el derecho a una luna de miel. Y después, cuando volvamos al servicio de la reina, fingiré que me siento mal, que me descompongo. Todos hablarán maravillas de tu virilidad antes de que lo anunciemos. Y entonces, si quieres escoltarme a Devon, la reina te lo permitirá y no ofenderemos a nadie.

– Empiezo a darme cuenta de la razón por la que Khalid el Bey confiaba en tus ideas -admitió el conde de Lynmouth-. Es sorprendente que pueda haber una mente tan lúcida en un cuerpo tan hermoso.

– Supongo que lo que quieres es halagarme, mi señor -dijo ella con sequedad.

– Sí, eso es exactamente lo que quiero. -Y el conde la arrojó sobre la cama y los almohadones de plumas de ganso y le hizo cosquillas hasta que la risa de Skye se escuchó hasta en el lejano salón de baile.

Capítulo 18

Niall Burke estaba hundido en un sillón en la biblioteca de su casa de Londres, mirando cómo nacía la grisácea aurora sobre el oscuro y lluvioso paisaje fluvial. En la chimenea ardía un fuego vivaz y alegre, pero el irlandés lo miraba ceñudo y de mal humor, sin prestar atención a las llamas. En el puño aferraba una copa desde la que se elevaba el perfume del vino tinto especiado. Envolviendo la casa, rugía, ya agonizante, la tormenta que había estallado el día de la boda de lord Southwood.

Una ráfaga golpeó ruidosamente las ventanas y Burke gruñó. La boda de la señora Goya del Fuentes y el conde Lynmouth había sido el infierno para él. Él y Constanza observaron junto al resto de los invitados cómo la más hermosa de las novias que lord Burke hubiera visto en su vida se casaba con un hombre muy apuesto. Había sido una tortura. Porque, en la mente, veía de nuevo la capilla iluminada de la casa de los O'Malley y a una joven novia de ojos agotados y rostro asustado cuya cara estaba más pálida que su vestido blanco. Recordaba cómo había abierto de un golpe las puertas de la capilla un minuto tarde, cómo ella se había desmayado al verlo, cómo él había reclamado el derecho de pernada ante todos los presentes. Y recordaba la forma dulce en que ella se le había rendido.

– ¡Skye! -murmuró con melancolía, y estaba diciendo su nombre por primera vez en muchos meses-. ¡Ah, Skye, cómo te amo! -Estaba confundido y la nueva condesa de Lynmouth era la responsable de esa confusión. Era la viva imagen de su Skye. El ardía de deseos por ella, pero sentía vergüenza. Arriba dormía su joven esposa, fiel, dulce y buena, sola en su cama, mientras él se retorcía de angustia aquí abajo, deseando a otra mujer, a una mujer muerta y a la esposa de otro hombre.

«Al diablo con la condesa de Lynmouth -pensó con amargura, buscando la jarra de vino-. Debería estar pensando en un heredero, no en una muerta.» Llevaba dos años casado con Constanza y no había habido señales de ningún niño. Si no hubiera sabido que tenía bastardos desperdigados por todo el condado en Irlanda, se habría preocupado por su fertilidad. Pero, obviamente, la culpa era de Constanza. Él hubiera querido volver a Irlanda con una esposa y un hijo. El MacWilliam estaba envejeciendo y la idea de asegurar la herencia le hubiera entusiasmado.

Se habían quedado en Mallorca durante muchos meses después de la boda y luego habían realizado un largo viaje de bodas a través del Mediterráneo español hacia Provenza, en Francia, y luego a París. Habían pasado el invierno en París, una época feliz, llena de risas, en la que él había enseñado a su esposa las artes del amor y ella había probado que era una discípula disciplinada y entusiasta. A veces, Niall se preguntaba si su entusiasmo no era excesivo. Si no hubiera estado seguro de su virginidad, habría tenido dudas sobre el carácter de Constanza, porque su entusiasmo era realmente sorprendente. Y cuando lo pensaba, maldecía su estupidez. ¿Cuántos hombres tenían que hacer el amor a mujeres quejosas, llenas de resistencia, que se quedaban quietas como estatuas, odiando lo que les hacían? Constanza disfrutaba del amor y eso tendría que haberlo dejado más que satisfecho.

Ahora subiría a buscarla. Se deslizaría en el dormitorio y ella estaría cálida y fragante en su sueño. Él la besaría para despertarla y después la tomaría despacio, saboreando la pasión. Ella gemiría de placer y le arañaría la espalda. Hizo un gesto para levantarse, pero se mareó y se dejó caer de nuevo en el sillón. La habitación parecía demasiado caliente. Tomó otro traguito de vino y, de pronto, se sintió muy cansado. Se le cerraron los ojos, la copa cayó de su mano, volcándose sobre la alfombra, y un pequeño ronquido salió de su boca abierta. Niall Burke dormía el sueño de los borrachos.

Unos minutos después, se abrió la puerta de la biblioteca y Constanza Burke y Ana entraron sigilosamente. Una expresión de disgusto cruzó la cara de la joven lady Burke y sus ojos casi púrpura se entrecerraron de rabia.

– Está borracho de nuevo -ladró. Sabía que su esposo había estado bebiendo toda la noche-. Por Dios, Ana, ¿qué clase de hombre es?

– Está triste, niña. Tal vez sea porque no tiene un hijo.

– Pero ¿acaso puede darme uno en estas condiciones? -gruñó Constanza. Después, su voz se calmó-. Ana, búscame la capa.

– ¡Niña! ¡No, por favor, otra vez no!

– Ana, me arden las entrañas. Tengo que hacerlo, tengo que hacerlo o me moriré ahora mismo.

– Yo os calmaré eso, niña.

– No es suficiente, Ana. ¡Necesito un hombre! ¡Lo necesito! Si no quieres buscarme la capa, saldré tal como estoy y mi vestido blanco será como una linterna para los ojos de los que estén despiertos en el vecindario.

Con un sollozo, Ana fue a buscar la gran capa negra que envolvía por completo el cuerpo de su ama. Constanza cruzó la habitación y se quedó mirando a su esposo. ¿Por qué se habría emborrachado de esa forma? Esta costumbre la había adquirido hacía muy poco. Cuando llegaron a Londres, todo iba bien entre ellos, pero en los últimos meses las cosas habían cambiado, de pronto, sin razón aparente. Ahora Niall solía emborracharse hasta caer desvanecido. Tal vez sin esa reacción, ella no habría cambiado, pensó, pero sabía que no era cierto.


El asunto había empezado de forma confusa. Una noche, en un exceso de pasión, él la había tomado cuatro veces. Pero cuando finalmente se quedó dormido, agotado y contento, ella seguía despierta y llena de deseos. No era que él no la hubiera satisfecho, claro que Niall la satisfacía, cada una de esas veces había sido mejor que la anterior. Pero de pronto, no fue suficiente. Y no volvió a serlo nunca más, y ella estaba cada vez más alterada, víctima de ese deseo constante.

Luego, un día, mientras el jefe de caballerizas la ayudaba a montar su yegua, una mano se le deslizó por la pierna de la señora un poco más arriba de lo debido. Ella no dijo nada y la mano continuó subiendo más hasta acariciarle ese lugar suave y húmedo que hay entre los muslos y la llevó a un clímax delicioso y rápido. Después, la mano se retiró y Constanza salió de los establos sin decir palabra, con el caballerizo de rostro petrificado cabalgando junto a ella.

Cuando volvieron una hora después, él la cogió para ayudarla a desmontar y la llevó al oscuro establo. Constanza se había vuelto medio loca con la fricción de la montura y el movimiento del caballo contra su cuerpo ya inflamado de deseo. No se resistió cuando su sirviente le levantó las faldas hasta la cintura y la miró durante un momento.

– Así que es verdad -dijo, pensativo.

– ¿Qué?

– Las damas se afeitan el vello del sexo -le contestó él. Después, se abalanzó sobre ella. Se llamaba Harry. No era especialmente hábil, pero sí vigoroso, y bombeó sobre ella hasta satisfacerla dos veces.

Después, ella se sintió culpable, pero como sus ansias eran mucho más grandes que su sentimiento de culpa, los encuentros con Harry se convirtieron en parte regular de su vida. En la corte, también trataron de seducirla varios machos jóvenes, pero ella sabía por instinto que era preferible tener cuidado.

Un tiempo después perdió parte de esta prudencia y aceptó a lord Basingstoke, un caballero bastante entrado en años que parecía contento con la idea de haber seducido a una joven inocente. Pero dos amantes tampoco eran bastante para Constanza. Su deseo era una enfermedad que no podía dominar y que pronto dejó de asombrarla. Sin embargo, tenía mucho cuidado y tomaba todas las precauciones posibles para que nadie supiera lo que le sucedía. No era una mujer malvada y amaba a su esposo. Pero no podía ni quería detenerse.


Esa noche, mientras miraba a su esposo dormido, no oyó volver a Ana. Levantó la vista solamente cuando la capa de terciopelo cayó sobre sus hombros.

– ¿Y milord? -preguntó Ana.

– Déjalo -ordenó ella en voz muy baja-. Duerme profundamente y, de todos modos, no tardaré mucho.

– Niña, por favor, os ruego…

– Ana, no puedo evitarlo. -Y Constanza Burke salió de la biblioteca y de la casa a través de una puerta lateral usada muy poco. En la pálida luz de la mañana que empezaba caminó hasta los establos y la habitación donde dormía Harry. Abrió la puerta con aire de propietaria y miró dentro. Vio a Harry, desnudo, durmiendo con una también desnuda Polly, una de las ayudantes de la cocina. Durante unos momentos los miró, simplemente. Luego Polly abrió los ojos y la vio, horrorizada. Constanza sonrió y puso un dedo sobre sus labios. Se quitó la capa, se sacó el camisón blanco y se acostó, desnuda, al otro lado de Harry.

Polly estaba quieta y rígida junto al muchacho. De pronto, la cara de la señora estuvo frente a ella, mirándola a los ojos asustados.

– Chúpaselo -le ordenó Constanza-. Entre las dos, lo volveremos loco. Entonces sí que será un toro.

Polly se apresuró a obedecer. Ya no estaba asustada. Y mientras cumplía con su parte, la pequeña lengua de Constanza entraba y salía de la oreja de Harry. El hombre dormido se movió. Polly trabajaba con fervor y Constanza le besuqueaba el oído. Harry gruñó, mientras se le llenaban los pulmones de deseo, y abrió los ojos, sorprendido por el espectáculo que lo rodeaba. Su enorme miembro creció inmediatamente y Polly ya no pudo seguir con su trabajo. El muchacho la atrajo hacia sí brutalmente y la montó con ferocidad. Constanza miraba, mientras sus inquietos dedos jugueteaban con su propio cuerpo, hasta que de pronto, sintió los ojos de Harry sobre ella y lo miró con la misma expresión lasciva en el rostro.

Él todavía no se había dejado ir, aunque Polly yacía jadeando su deseo bajo su cuerpo. El muchacho dejó a Polly y empujó a Constanza bajo su cuerpo y movió su sexo contra el de ella, bromeando. Constanza gimió y se arqueó hacia arriba. Pero él se negaba todavía. En lugar de eso, con un refinamiento que dejó atónita a la señora, se frotaba contra su cuerpo hasta que ella le rogó que la tomara. Con un guiño a Polly, Harry se introdujo en Constanza y se movió de arriba abajo hasta que, finalmente, le arrancó una serie de gritos.

Después, cuando los tres yacían uno junto al otro, Polly se atrevió a decir con timidez.

– Mi amiga Claire nunca lo creería, y eso que es una alcahueta muy popular que posee su propio burdel. Si vos no fuerais la señora, os pondría en contacto con ella. Podría hacer maravillas con una muchacha como vos.

Harry se rió de esa idea absurda, pero más tarde, al volver a su propio lecho, Constanza pensó de nuevo en esas palabras. Tal vez ésa era la respuesta a todos sus problemas. Cuando la dominara el deseo, pediría escaparse al burdel y saciar sus ansias. Podía usar una máscara y eso agregaría misterio a su actuación en el prostíbulo. De pronto, el horror de lo que estaba pensando la dominó y se levantó de la cama para arrodillarse en su reclinatorio.

– Santa Madre -rezó con fervor-, no me dejes caer en esta tentación horrible. Limpia mi mente de estos pensamientos. ¡Te lo ruego!

Después, sus ojos cayeron sobre el libro forrado en cuero que yacía sobre su mesa de noche, junto a la cama. Se lo había regalado su amante, lord Basingstoke, que se lo había comprado a un capitán portugués que lo había conseguido en la India. Contenía abundantes páginas ilustradas a color que mostraban animales, hombres y mujeres enredados en una variedad casi infinita de actos sexuales, desde el más prístino hasta el más pervertido. Fascinada como siempre que lo cogía, Constanza pasó las páginas con creciente excitación. Su respiración se hizo entrecortada y, a pesar de que lo acababa de hacer, sintió que su necesidad crecía de nuevo.

Llamó a Ana y le ordenó que le preparara un baño. Le pidió también que tuviera lista su ropa de montar. Para cuando llegó a los establos, el fuego de su deseo había crecido otra vez. Se quedó quieta mientras Harry ensillaba los caballos. Pero la impaciencia con que golpeaba con la fusta sobre las botas, fue para Harry un claro signo de que la pasión de la señora volvía a excitarse. Suspiró. Los fuegos de esa mujer eran insaciables, a pesar de lo mucho que él intentaba apagarlos. Nunca antes se había encontrado con una mujer como ésa, nunca había conocido a nadie a quien no pudiera satisfacer. La señora era muy extraña.

Cabalgaron tranquilamente desde la casa hasta el camino del río y luego hasta un bosquecillo apartado en el que ataron los caballos. Él la tomó sobre el musgo, en el suelo, y se excitó mucho con las palabras soeces que ella le murmuraba al oído. Como siempre, lo asombró la capacidad de esa dama con cara de madonna para la lujuria más desbordada. Más tarde, cuando regresaban a caballo, ella le dijo con voz clara, con un ligero acento:

– Quiero conocer a la amiga de Polly, a Claire.

– ¡Mujer, estáis loca! -exclamó él-. Me sorprende que vuestro esposo no haya descubierto que le ponéis los cuernos conmigo y con lord Basingstoke. ¿Acaso queréis que os descubran?

– Yo me ocuparé de Niall. Quiero conocer a esa puta. Si no quieres arreglarlo tú con Polly, lo haré yo misma.

– Si tener cien espadas en vuestra vaina puede ayudaros, hablaré con Polly. Estáis enferma. Lo sé. En mi aldea, en Hereford, había una como vos. Nunca tenía bastante.

– ¿Y qué le pasó, Harry?

– Murió de viruela -dijo él-, ¿qué esperabais?


Unos días después, mientras Niall Burke cazaba con unos amigos en Hampshire durante una semana, Constanza y Harry cabalgaron hasta Londres. Ella esperaba que la llevara a un barrio oscuro y enlodado, así que se sorprendió y se alegró cuando él se detuvo frente a una casita bien cuidada sobre el Puente de Londres.

La casa estaba pintada de blanco y adornada con madera, y los tres pisos que la formaban eran progresivamente más estrechos, así que parecía algo así como una tarta. Un lado de la casa daba a la calle, porque el puente mismo era una calle en realidad, y el otro lado daba hacia el tránsito del río. Esa disposición era una fuente de delicias constantes para los barqueros que siempre se deslizaban por debajo bromeando con las mujeres que se sentaban en las tardes bochornosas del verano agitando sus abanicos desde los alféizares de las ventanas.

– Os esperaré -dijo Harry, ayudándola a desmontar.

Ella se levantó la capucha de la capa y golpeó la puerta, que se abrió inmediatamente. Constanza entró con rapidez y siguió a la niña que le había abierto a través de un pequeño vestíbulo hasta una habitación soleada cuya gran ventana daba al río.

Allí la esperaba una rubia muy atractiva de ojos azules y cuando la niña que la había guiado salió de la habitación, la mujer habló con voz ronca.

– Buenas tardes, milady. Soy Claire. Polly me dijo que deseabais verme. Ahora que me tenéis delante, ¿en qué puedo serviros?

Constanza sintió de pronto que la timidez la dominaba y se volvió, murmurando:

– Creo que he cometido un error al venir aquí.

Claire rió.

– No, querida. Polly me ha contado todo lo que sabe de vos. Tenéis una picazón que necesita que la rasquen continuamente y queréis venir aquí de vez en cuando. Por favor, no os sintáis avergonzada. Me encantaría teneros conmigo. Estaréis siempre enmascarada y nadie sabrá nada sobre vuestra verdadera identidad. ¿Os parece bien, querida?

– Ni siquiera sabéis si desnuda soy hermosa -dijo Constanza-, ¿cómo podéis estar segura de que seré un éxito?

– Querida mía -fue la devastadora respuesta-; si les dais a los caballeros una buena montada, no les importa que seáis fea como un ganso, os lo aseguro. Nadie verá vuestro rostro, recordadlo. Tengo media docena de niñas hermosas para los que quieren belleza.

– ¿Y el dinero? -preguntó Constanza.

– Dividiremos lo que ganéis a medias -fue la respuesta.

– ¡No! No quiero nada. Dios, ¿cómo he podido venir aquí?

Claire rió y puso un brazo amistoso sobre los hombros de Constanza.

– No os asustéis, pequeña. Ser una puta cuesta un poco al principio, hay que acostumbrarse, pero lo haréis espléndidamente. -La sentó en una silla y le ofreció una copita de licor para reconfortarla. Después se sentó frente a ella-. ¿Creéis que yo nací prostituta? Mi madre era noble y tenía tierras, pero me escapé con mi primo y cuando él me llenó el vientre, me dejó. Yo no podía volver a casa, así que ¿de qué otra forma hubiera sobrevivido?

– ¿Tuvisteis un bebé?

– No -rió Claire-. No era tan inocente. Sabía cómo librarme de esas molestias.

Constanza sintió que se le revolvió el estómago y tragó saliva. Claire siguió adelante sin reparar en el efecto de sus palabras en su invitada.

– La máscara misma será muy atractiva para los clientes, pero me gustaría que tuvierais una especialidad que os hiciera especial. Una máscara no me parece suficiente.

Constanza miró a su anfitriona. Ya no tenía miedo. La sorprendía darse cuenta de que Claire era una mujer de negocios. La bebida estaba empezando a funcionar y Constanza tuvo una idea. Una idea excitante y malvada.

– Tengo un libro -dijo.

– ¿Un libro?

– Un libro de Oriente, lleno de hermosas ilustraciones con hombres y mujeres y animales practicando todo tipo de actos sexuales. ¿Qué os parece si le ofrezco a los clientes la oportunidad de elegir una página y ponerla en práctica?

Los ojos azul claro de ella se abrieron de asombro.

– ¡Por las barbas de Cristo! Tenéis una mente muy rápida para esto, querida mía. ¡Perfecto, perfecto! Pues, ¿cuándo pensáis venir?

– Esta noche -propuso Constanza-. Mi señor se ha ausentado por unos días y la verdad es que ardo de deseos de empezar.

– No te molestes en volver a casa, querida. Envía a tu sirviente a buscar tu libro mientras descansas aquí -ronroneó Claire con más familiaridad. Hizo sonar una campana de plata y le ordenó a la muchacha que acudió-: Lleva a la señora a la habitación rosada.

Constanza siguió a la muchacha sin decir nada. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Claire giró en redondo y sonrió llena de alegría.

– ¡Oh, Dom! -dijo con suavidad en voz alta-. Oh, amado hermano, al menos puedo vengarme de Niall Burke por tu muerte. Esa muchachita de piel lechosa es su mujer. ¡Su mujer! Y yo la convertiré en la puta más infame de Londres. Eso y la muerte de la perra de Skye lo destruirá para siempre. -Claire O'Flaherty rió llena de rabia y alegría.


Así que Constanza empezó a trabajar esa misma noche. Pronto, los caballeros de la corte hacían circular historias sobre la Dama del Libro que de vez en cuando recibía a caballeros en casa de Claire, la alcahueta favorita de la nobleza. La Dama del Libro aceptaba llevar a cabo las más deliciosas e innombrables perversiones. Su lujuria no se apagaba nunca. Era obvio que había nacido noble, pero nadie sabía quién era en realidad y las especulaciones sobre su identidad se convirtieron en el deporte favorito de los que frecuentaban la casa de Claire y la corte de Isabel Tudor.

Constanza Burke era feliz con su vida secreta. Tenía a su esposo, a lord Basingstoke y a Harry, el sirviente, y a una multitud de amantes de la nobleza. ¿Quién podría sospechar que lady Burke, inocente y aniñada, era la perversa Dama del Libro?

La suerte la acompañó, porque Niall Burke estaba perdido en su infierno personal de tristes recuerdos y ni siquiera reparaba en ella. Si la condesa de Lynmouth no se hubiera parecido tanto a Skye, nada habría cambiado, pero ahora que la veía con frecuencia, sus heridas sangraban constantemente. El destino estaba gastándole una broma cruel y él reía con amargura y bebía demasiado.

Una tarde, la dama de compañía de su esposa, Ana, entró en la biblioteca y le saludó con una reverencia.

– Mi señor, necesito hablar con vos. -Ana sabía que la suya era una misión delicada. No podía permitir que su amada niña siguiera con su depravada agonía, pero tampoco podía denunciarla ante su esposo. Ana creía que si conseguía que lord Burke saliera de su hundimiento, tal vez milord volvería a ser el amante esposo de otros tiempos. Y tal vez entonces Constanza abandonaría sus aventuras antes de que fuera demasiado tarde.

– Bueno, Ana, dime.

– Mi señor, mi niña no está contenta. Y es porque vos tampoco lo estáis. -La mirada turbia de su señor la hizo dudar, pero reunió todo su coraje y siguió adelante-: La habéis descuidado, milord, y vos sabéis que digo la verdad. ¿Por qué han cambiado las cosas? No creo que hayáis dejado de amarla.

Él suspiró. La vieja era una entrometida, pero hablaba con honestidad, y él lo sabía.

– A veces nosotros los irlandeses tenemos ataques de mal humor, Ana, y Constanza tiene que acostumbrarse. Es una muchachita muy buena, lo sé.

– ¿Por qué no volvéis a Irlanda, mi señor?

– No volveré hasta que no pueda llevarle a mi padre un heredero.

– No hay muchas posibilidades de que lo engendréis si visitáis a vuestra esposa con tan poca frecuencia -le ladró Ana con amargura.

– Por favor, mujer -gritó Niall Burke-. Por el momento estoy de mal humor y tengo que aguantarme hasta que se me pase. Tu señora ha tenido dos años para engendrar un heredero y ni siquiera he visto señales de embarazo, aunque fuera para dar a luz una niña. Ella no se ha quejado de que la descuide, y me parece que últimamente está muy entretenida. ¡Por Dios, si está en casa menos tiempos que yo!

– ¿Y no os preguntáis adónde va?

Los ojos plateados de Niall Burke se entrecerraron de pronto.

– ¿Qué estáis insinuando, mujer? -preguntó con tono amenazante.

Una ola de miedo recorrió el cuerpo de Ana y casi la ahogó.

– Nada, mi señor, nada -jadeó, y, de pronto, huyó de la habitación. ¡Dios! Casi había dejado escapar la verdad.

Se reclinó contra la pared y lloró en silencio, lágrimas calientes, saladas, que le ardían en los ojos y se los hinchaban. Ana ya no era joven. Pasar por toda esa angustia de nuevo era evidentemente una condena.

Recordó otro tiempo, dieciocho años atrás, cuando los piratas berberiscos habían secuestrado a la hermosa madre de Constanza y se la habían llevado con ella en el barco. Cuando volvieron a España, después del rescate, Ana había jurado con la mano sobre la Biblia que la virtud de su ama no había sido mancillada. Teniendo en cuenta las circunstancias, esperaba que Dios le perdonara la flagrante mentira. Lady María estaba preñada cuando las raptaron, y si hubiera dicho la verdad en su juramento, habría puesto en tela de juicio la legitimidad de la sangre del hijo que esperaba. Finalmente, la mentira no sirvió de mucho, claro, porque el conde la cuestionó de todos modos. Pero Ana había mentido para proteger a la niña que conocía desde su nacimiento. Como todos los demás secuestrados desaparecieron en los mercados de esclavos de Oriente, no había nadie que pudiera cuestionar sus palabras.

Pero Ana recordaría siempre la aventura con enorme claridad.


Los piratas habían atacado al anochecer, protegidos por la oscuridad, para caer sobre la villa de verano del conde, que se alzaba en una parte remota de la isla. Habían alineado a todos los prisioneros y se habían llevado a los niños, las jovencitas, los jóvenes, las mujeres en edad de ser madres y los hombres saludables y fuertes. A los demás los asesinaron. En el barco, solamente la joven condesa y su dama de compañía recibieron un trato amable y se las alojó bajo llave en una habitación pequeña amueblada con un jergón turco, una mesa baja y algunos almohadones esparcidos por el suelo. Pasaron varias horas de viaje hasta que alguien se molestara en pensar en ellas. Entonces, se abrió la puerta bruscamente y entró el capitán del barco. Los tres hombres que venían con él se adelantaron y le arrancaron la ropa a la joven condesa. Ana trató de esconder a su señora de las miradas libidinosas de los cuatro hombres, pero el capitán le dio un golpe que la sentó en el suelo y la dejó atontada. Atónita, sólo pudo mirar horrorizada cómo el moro, bastante apuesto, miraba de arriba abajo a su señora. Caminó despacio hacia ella, le tocó una nalga y la apretó, puso una mano debajo de un seno, como si quisiera calcular su peso, y mesuró la textura del cabello rubio. Hizo un comentario a sus compañeros en su incomprensible lengua y todos rieron. El capitán se inclinó y arrastró a Ana por el cabello.

– ¿Vuestra ama es virgen? -le preguntó en perfecto español.

– No -jadeó Ana-. Es la esposa de un señor poderoso y muy rico, el gobernador de estas islas. Pagará una fortuna si se la devolvéis sana y salva.

Los hombres rieron, divertidos. El capitán moro dijo:

– Un bajá gordo me pagará mucho más por tenerla en su harén que un esposo de cuello duro por recuperarla. Y como no es virgen, podemos disfrutarla primero nosotros.

Las dos mujeres abrieron los ojos con espanto y Ana aulló:

– ¡No! Os lo ruego, capitán, tomadme a mí, pero a ella respetadla.

– Pero mujer -rió el moro-, ¿pensabais que no íbamos a tomarte a ti también? Ey, Alí, ésta tiene ganas de un poco de amor. ¡Cumple con tu deber!

Lo que siguió fue una pesadilla que Ana nunca olvidaría. La violaron varias veces seguidas, pero eso no tuvo demasiada importancia, porque Ana era campesina y esas cosas eran habituales entre campesinos, a pesar del horror imborrable que dejaban en la mente. Pero su posición en el suelo le dio una visión muy completa de lady María, a la que habían arrojado sobre el jergón. Al principio, la condesa había luchado y aullado mientras el capitán se metía en ella. Pero sus gritos se convirtieron muy pronto en gritos de placer y no de vergüenza cuando el capitán, excitado por su belleza rubia, prolongó el acto cada vez más. Finalmente, el moro no pudo contenerse y se dejó ir en ella, pero luego lo siguieron sus hombres, uno tras otro, del primero al último.

Ana oía con horror cómo María exhortaba a cada uno a prolongar el acto y le rogaba que no se fuera cuando terminaba. El capitán y los tres oficiales dejaron a Ana en paz, porque preferían pasar la noche con la condesa, que era mucho más excitante y bella, y estaba más dispuesta a acompañarlos. Ana no podía creer lo que veía. ¿Qué le había pasado a su niña, convertida de pronto en esa…, esa mujer terrible?

Cuando, después de mucho rato, los cuatro hombres salieron tambaleándose del camarote, Ana se arrastró hasta donde yacía su ama. El cuerpo de la condesa estaba húmedo de sudor y de semen, y sus orejas, azules de cansancio.

Sonrió con dulzura cuando vio a Ana.

– Ah, por el cuerpo de Cristo, mi querida Ana. Nunca me habían amado tan bien desde que dejé Castilla.

– ¡Niña, estáis loca! ¡Llegasteis virgen a vuestra noche de bodas! Yo misma vi la sangre en vuestras sábanas.

María rió con su risa cristalina.

– Sangre de pollo -explicó-. El conde no hubiera sabido reconocer a una virgen aunque la hubiera tenido. En la noche de bodas ardía de deseo por mí y yo fingí timidez y temor. Le llevó dos horas quitarme el camisón. -Rió de nuevo-. Y cuando finalmente dejé que me tomara, aullé y luché y me resistí, y mientras lo hacía, rompí la pequeña bolsa de sangre de pollo que había guardado para la ocasión y fingí que me desmayaba. Pero creo que me excedí. El conde, por desgracia, no es un amante demasiado vigoroso, y desde esa noche me trata con tal delicadeza que yo siento que hago el amor con una pluma. Hace meses que me vuelvo loca de deseo, pero no me atrevo a tener un amante. No hay secretos en Mallorca.

– Querida mía -le rogó Ana-, ¿qué me estáis diciendo? ¿Que no erais pura cuando os casasteis con el conde? ¡No puede ser cierto! Yo misma os cuidé. ¿Cuándo tuvisteis el tiempo necesario para engañarme? ¿Cuándo? Estudiabais, erais devota, cuidabais el jardín, cabalgabais. ¡Todo con absoluta decencia!

– Ana, Ana, qué ingenua eres -le respondió María-. Mis tutores nos dejaron esa hermosa casa. Pagaban las cuentas, pero no venían más que una vez por año. Fui presa fácil de los que se precian de desflorar jóvenes vírgenes.

– ¿Pero quién, niña? ¿Quién?

– Nuestro buen cura, por ejemplo, Ana. Tenía seis años la primera vez que me puse sobre sus rodillas y me pasó la mano bajo el vestido para tocarme el sexo. Once, cuando por fin me arrebató la virginidad en el confesionario. Tú duermes muy profundamente, mi dueña. Después de eso, elegí a mis amantes entre los jardineros, los sirvientes, mi tutor y los gitanos que acampaban en nuestras tierras varias veces al año. Fue la reina de los gitanos la que me dio la idea de la bolsa de sangre de pollo. Necesito hacer el amor, Ana. Lo necesito hasta la desesperación. Casi pierdo la cabeza en estos últimos meses, pero, Dios, ¡qué excelentes amantes son los moros!

La pobre Ana estaba impresionada. Había criado a esa niña desde que era un bebé y creía conocerla bien. Una niña tan pura y dulce, ¿cómo podía estar tan llena de pecado? Santa Madre de Dios, ¿cómo no se había dado cuenta? Y entonces, su amor por María venció a su asco.

– Niña -dijo con calma-, estamos en grave peligro. Estos moros quieren vendernos a un harén. No os gustará estar encerrada, ni compartir a un hombre con cientos de mujeres. Y si tratáis de engañar al dueño de un harén, os torturarán primero y después os matarán.

– No tengas miedo, Ana -llegó la respuesta confiada-. Los moros no me venderán. Harán pagar rescates a mi esposo.

– No sé cómo podéis estar tan segura, niña.

– Llevo un bebé en mi seno, Ana. Le daré un hijo al conde el año que viene. No pueden vender a una mujer embarazada. ¿Te imaginas una hurí con la barriga hinchada? Se lo he dicho al capitán Hamid y le he prometido que, mientras estemos en el barco, los serviré a él y a su tripulación cuantas veces quiera.

– ¡María!

La joven condesa rió.

– No me riñas, mi querida dama. Ellos se cansarán antes que yo. Además, muy pronto estaré demasiado gorda con el bebé. Y cuando nazca, volveré a tener a mi esposo. -Suspiró sin esperanzas.

Así fue como la hermosa condesa aceptó el papel de puta del barco y los hombres acudían a ella a cualquier hora del día o de la noche. Ana observaba, impotente, y rezaba porque pagaran pronto el rescate. Cuando el dinero estuvo en manos de los piratas, las devolvieron a Palma. Ana miró con asombro cómo su ama, pálida y ojerosa como una joven matrona española de sangre noble, se desmayaba en brazos de su esposo. Pronto, bajo los ojos severos del arzobispo de Mallorca y del conde, Ana juró sobre las reliquias que se guardaban en la catedral de Palma que su señora no había sido tocada por los moros durante su cautiverio. La aparente credulidad del conde y del arzobispo se debió en gran parte al respeto que les inspiraba la maternidad.

Pero el conde sospechó. Seguía sospechando incluso cuando seis meses después nació Constanza, un bebé sano y gordo. Ana nunca supo por qué, María no le había dado al conde ni una sola razón para dudar de ella. Le gustaba creer que María había muerto con el corazón roto por la desconfianza del conde. En realidad, había sido por las complicaciones del parto. La mayor de ellas fue una enfermedad venérea. El doctor, acostumbrado a pacientes ricas y finas, no supo descubrirla y el conde creía que la condesa había muerto de vergüenza por haber caído en manos infieles.

Ahora Ana se daba cuenta de que María había sido una criatura malvada que había dejado sus perversas inclinaciones como herencia en el cuerpo y la mente de la inocente Constanza. Y Constanza también estaba manchada. Ana no podía hacer nada al respecto. Tarde o temprano, lord Burke descubriría la doble vida de su esposa, y cuando esto sucediera… Ana tembló y sintió que el terrible presentimiento de un desastre le recorría la espalda.


Las quejas de Ana había despertado a Niall de su actitud taciturna y ensimismada. Se dio cuenta de que no descansaría hasta averiguar la verdad sobre la nueva condesa de Lynmouth. Y solamente había un hombre que pudiera contársela.

La tormenta había postergado la partida de la flota de Robert Small. A pesar de las muchas precauciones, varios barcos estaban dañados y llevaría varias semanas repararlos. El capitán de Devon todavía estaba en Londres y lord Burke fue en su busca. Lo encontró en la Posada Real. Los dos hombres se saludaron y después Niall se sentó frente al capitán y le lanzó directamente:

– Necesito vuestra ayuda para desvelar un misterio, sir.

Robert Small tomó un trago de cerveza y miró con tranquilidad al irlandés. Después replicó:

– Si está en mi mano ayudaros, milord…

– Hace varios años -empezó a explicar Niall-, me enamoré de una joven. Ella ya estaba comprometida y mi padre no la creía de suficiente rango para mí. Se casó con otro hombre y le dio dos hijos varones antes de quedar viuda. Entretanto, mi matrimonio, que había sido una farsa, fue anulado por la Iglesia. Mi padre aceptó que nos casáramos. Ella había probado que era buena madre y que solía dar a luz varones, y, además, era rica. Nos comprometieron formalmente, pero antes de la boda, ella tuvo que hacer un viaje por mar, algo que era muy importante para su familia. Decidí acompañarla.

Robert Small tuvo un extraño presentimiento.

– Casi habíamos llegado a destino cuando nos atacaron los piratas. En los últimos momentos de la batalla, uno de esos diablos se llevó a mi dama.

Robert Small sintió que le corría el sudor por la nuca. Se le revolvió el estómago, que contenía la abundante cena y grandes cantidades de cerveza. Por Dios, ¿adónde quería ir a parar ese hombre?

– ¿Qué deseáis de mí, milord? -le preguntó abruptamente.

– La verdad, capitán. Trajisteis a Inglaterra a una mujer a la que presentasteis como señora Goya del Fuentes, viuda de vuestro socio. Según afirmáis, creció en un convento de Argel. Tal vez yo hubiera aceptado esa historia si se tratara de cualquier otra mujer, pero esta dama es idéntica a mi prometida. ¡Idéntica! Pero cuando le hablé, parecía no tener conocimiento alguno sobre Irlanda o sobre la familia O'Malley. -Niall hizo una pausa-. Cuando asistimos a lord y lady Southwood en su noche de bodas, a lady Southwood se le deslizó el camisón y pude ver un pequeño lunar sobre su seno derecho. La posibilidad de que dos mujeres sean tan semejantes y respondan al mismo nombre es algo que acepto de muy mala gana, capitán, pero que dos mujeres que supuestamente no son parientes tengan el mismo lunar en el mismo lugar del cuerpo me parece imposible. Creo que la condesa de Lynmouth es Skye O'Malley y creo que vos sabéis la verdad. ¿Por qué no quiere reconocernos, ni a mí ni a su pasado?

– Porque no recuerda nada de lo que le sucedió antes de llegar a Argel, caballero -explicó Robert Small con calma-. Lo único que fue capaz de decirnos fue su nombre. Más tarde, nos dimos cuenta de que sabía leer, escribir y hablar en varios idiomas; de que tenía un fuerte sentido de los valores, pero nunca supimos ni quién era ni de dónde venía, aunque yo adiviné, por su acento, que era irlandesa. Los médicos nos explicaron que había sufrido una fuerte impresión, algo tan doloroso que su mente prefirió cerrarse y borrarlo todo antes que recordar eso, fuera lo que fuese.

– Dios mío. -El rostro de Niall Burke estaba blanco como el papel-. Decidme, capitán, ¿estuvo casada con un mercader español realmente, o la niña es el resultado de una violación?

Robert Small escondió una sonrisa.

El norte de África no era un lugar seguro, sobre todo para las mujeres; pero en realidad en Inglaterra las cosas no eran muy diferentes. Jamás comprendería la razón por la que los europeos cristianos creían que todos los musulmanes eran pervertidos sexuales.

– Willow es fruto de un gran amor -aseguró-. Skye se casó con mi socio argelino, eso es cierto. Su nombre era Khalid el Bey y él fue quien la rescató. La adoraba, y ella a él. Cuando lo asesinaron, el golpe casi la destruyó. La traje a Inglaterra para huir de los deseos del gobernador turco que fue también el que ordenó asesinar a Khalid. Conoció a lord Southwood y se enamoraron. Y bien, milord Burke, os he contado cuanto sé y me gustaría que me devolvierais el favor. ¿Quién es ella? ¿Dónde está su hogar? ¿Decís que tuvo hijos de su primer esposo? ¿Viven?

– Se llama Skye O'Malley. Su primer marido, que su alma arda para siempre en el infierno, fue Dom O'Flaherty. Ella le dio dos hijos varones, y ambos viven. El padre de Skye se llamaba Dubhdara O'Malley. -Al oír ese nombre, Robert Small silbó entre dientes, porque, como todos los hombres de mar, había oído hablar del gran pirata y mercader irlandés-: Cuando él murió -terminó Niall-, ella se convirtió en la O'Malley de Innisfana hasta que sus hermanastros varones llegaron a la mayoría de edad.

– ¿Y cómo se las arreglaron sin ella? -preguntó Robert Small.

– Su tío, el obispo de Connaught, se hizo cargo de todo, a pesar del disgusto de mi padre -sonrió Niall-. Cuando Skye desapareció, el MacWilliam, mi padre, pensó que podría hacerse con los intereses de los O'Malley. Pero ellos siempre han sido una familia independiente, a pesar de que nos han jurado lealtad…

Los dos hombres permanecieron en silencio, un silencio amistoso, durante unos momentos, y después Robert Small suspiró.

– Bueno, milord, ¿qué pensáis hacer ahora que conocéis la verdad? Debo advertiros que espera un hijo. No creo que le hiciera bien recibir impresiones fuertes.

– Pero si acaba de… -empezó Niall, después se sonrojó y dijo con voz débil-: Ah, entiendo.

Robbie rió entre dientes.

– Es una mujer muy hermosa.

– ¿Qué puedo hacer, capitán? No puedo decirle a la condesa que era mi prometida.

– ¿Por qué no le decís a lord Southwood lo que sabéis de su familia, milord? Sin contarle vuestra relación con ella, claro -sugirió Robert Small-. Geoffrey tendría que saber todo eso. Después podéis escribirle al tío de la condesa y explicarle la situación. Su familia tendría que saber que está viva, es una cuestión de decencia. Geoffrey Southwood ama mucho a Skye y, después de que nazca el bebé, querrá que ella sepa algo sobre su propio pasado. Tal vez si se lo dicen, recupere su memoria.

Niall Burke lo pensó un poco y después dijo:

– Pero quiero que estéis aquí, Robert. Que me ayudéis a decírselo. Va a ser difícil para mí.

– Comprendo -dijo Robert Small. Pensó un momento y después preguntó-: Decidme, lord Burke, ¿la amáis todavía?

– Sí -dijo Niall Burke sin dudarlo-. La amo. Nunca he dejado de amarla, aunque Dios sabe que lo he intentado mil veces. Su recuerdo me ha perseguido hora tras hora, de noche y de día.

– ¿Y vuestra esposa?

– Constanza es mi esposa, Robert, tal vez le hice mucho daño al casarme con ella, pero hasta que la muerte nos separe es mi esposa, y Skye es la de lord Southwood.

– Me alegra ver que sois un hombre razonable, milord. Skye es para mí la hija que no he tenido. Lo mismo piensa mi hermana. La queremos mucho y no nos gustaría que la hirieran. No recuerda nada de lo que le sucedió antes de despertar en casa de Khalid y, obviamente, no os recuerda a vos. Haré los arreglos para que veáis inmediatamente al conde, porque estamos a punto de terminar las reparaciones de la flota y debo partir en cuanto todo esté listo. No puedo perder más tiempo. Esta tormenta ya me ha retrasado bastante.


Robert Small cumplió su palabra. Al cabo de una hora, le envió una nota al conde Lynmouth: «Es imperativo que os vea a solas. Que Skye no lo sepa. Esta noche en mi barco a las diez.»

Geoffrey Southwood, que enarcó una de sus elegantes cejas rubias al leer un mensaje tan críptico, inventó una excusa para Skye y salió a caballo no sin antes prometerle volver pronto. Una vez en los muelles, subió a bordo del Nadadora y fue hasta el camarote del capitán, donde le sorprendió encontrar al irlandés, Burke, esperándolo en compañía de Robert Small.

Geoffrey entregó su capa al muchacho que le esperaba, hizo un gesto de saludo a los dos hombres y se sentó.

– Bueno, Robert, ¿qué puede ser tan importante como para que me arranques de la compañía de mi esposa en plena luna de miel?

– Toma un poco de vino, milord -dijo Robbie-. ¿Conoces a lord Burke?

– Sí, nos han presentado. Prefiero el borgoña, Robbie.

Robert Small hizo servir vino para él y sus dos huéspedes, y cuando el muchacho terminó con las copas, le ordenó:

– Quédate de guardia fuera. No queremos que nos molesten a menos que se esté hundiendo el barco. ¿Me oyes?

El muchacho sonrió.

– Sí, señor -dijo, y cerró la puerta tras él.

Robert Small volvió a sentarse y respiró hondo.

– Geoffrey, tengo novedades que tendrían que alegrarte, pero es un asunto muy delicado. Durante varios meses, lord Burke se sintió muy confundido con el nombre de Skye y con su aspecto. Cuando vosotros dos entrasteis en el lecho nupcial en Greenwich hace varias noches, descubrió un lunar en el…, en el cuerpo de Skye. -El capitán jadeó y los ojos verdes de Southwood se oscurecieron.

– ¿La estrellita? -preguntó en voz baja.

– Esa misma -contestó Niall.

– Tenéis ojos demasiado agudos, irlandés -dijo el conde, con tono suave y amenazador.

Niall se mordió los labios para no dejar escapar una réplica indignada. «Demonio de inglés posesivo», pensó Robert, y luego siguió adelante.

– Cuando lord Burke vio la marca, pudo identificar a Skye definitivamente, aunque seguía sin entender la razón por la cual ella no parecía reconocerlo. Le mencionó lugares y nombres que tenían que significar algo para ella y está convencido de que ella no los recuerda. Así que ha venido a verme esta tarde.

– ¿Y? -La voz de Geoffrey Southwood era de hielo.

– Es Skye O'Malley -dijo Niall Burke-. La O'Malley de Innisfana, vasalla de mi padre, el MacWilliam. Skye O'Malley desapareció hace varios años en la costa norteafricana y se supuso que había muerto. Robert Small me ha explicado que perdió la memoria. Me pareció, señor, que vos debíais conocer su verdadera identidad, pero el capitán y yo no nos atrevemos a decírselo a Skye.

Los ojos de Geoffrey Southwood se entrecerraron un poco al oír la forma familiar con la que Niall Burke se refería a su esposa.

– Decidme algo de la familia de mi esposa -pidió con voz tensa.

– Su padre y su madre están muertos, el padre murió un año antes de que ella desapareciera. Tenía una madrastra y un tío al que quiere mucho, cinco hermanas mayores, un hermano menor, cuatro hermanastros, y dos hijos varones de su primer matrimonio. El primer marido murió, milord -terminó Niall con rapidez, viendo que el conde se ponía pálido hasta los labios.

– ¿Ella lo amaba?

– ¡No! ¡Nunca! Era un bastardo que la maltrataba por la noche y, además, disfrutaba haciéndolo. Había muerto antes de que ella dejara Irlanda y su muerte es una prueba de que Dios existe.

Los ojos de Geoffrey Southwood se entrecerraron de nuevo y se llenaron de brillo al oír el tono apasionado de las palabras de lord Burke.

– ¿Y cuál es, si puedo saberlo, vuestra relación con mi esposa, lord Burke?

– Crecimos juntos -explicó Niall. La mentira salió con facilidad de sus labios-. Su padre era el O'Malley de Innisfana, su madre, Margaret McLeod, era de la isla de Skye.

»Cuando Dubhdara O'Malley murió, convirtió a Skye en su heredera hasta que uno de sus hermanastros llegara a la mayoría de edad y demostrara aptitudes para los negocios del mar. Skye siempre había sido la favorita de su padre, y si el O'Malley no hubiera conseguido herederos varones de su segunda esposa, seguramente todo habría terminado en sus manos. Ella juró lealtad a mi padre en nombre de su familia, como todos los jefes O'Malley anteriores.

– ¿Y qué estaba haciendo en un barco en el norte de África? -quiso saber el conde.

– Los O'Malley han hecho su fortuna en el mar durante siglos. La flota mercante de Skye había hecho contactos con el gobierno de Argel para empezar una relación comercial. Cuando el Dey de Argel supo que el jefe del clan O'Malley era una mujer, exigió conocerla antes de seguir con las negociaciones. Yo la acompañé como representante de mi padre. La bandera del Dey, que nos protegía de los piratas, la perdimos durante una terrible tormenta que nos sorprendió cerca de la costa argelina, y cuando el viento amainó, tuvimos que enfrentarnos a los piratas berberiscos, que no sabían que estábamos bajo la protección del Dey. Casi los habíamos vencido cuando un pirata saltó a la nave capitana y se llevó a la O'Malley. Antes de que pudiéramos recuperarla, perdimos al barco pirata en la niebla. Yo estaba malherido y me llevaron a Mallorca. El resto de la flota buscó a Skye con la ayuda del Dey, pero no lograron encontrarla.

– Y eso -aclaró Robert Small- fue debido a que no la vendieron por los canales habituales del mercado de esclavos, sino en una venta privada.

– Deberíais notificárselo a su familia, Southwood. Con vuestro permiso, me gustaría escribirle a su tío, que es el obispo de Connaught. El capitán Small y yo pensamos que, tal vez, después de que nazca el bebé, vos queráis decírselo a ella.

– Lord Burke es un caballero, Geoffrey -dijo Robbie con tono de disculpa-, pero como él quería ir directamente a vuestra casa y explicárselo todo a Skye, he creído conveniente ponerlo al corriente del estado de la dama.

– Os felicito por vuestra parte -dijo Niall con sentimiento-. He oído que acabáis de perder a vuestro único hijo varón.

– Gracias -dijo Geoffrey, suavizando su tono.

Robert Small exhaló un suspiro de alivio. Entonces, no iban a matarse en un duelo.

– Bueno, caballeros, todos estamos interesados en lo que pueda pasarle a Skye -dijo-. Estamos de acuerdo en que lord Burke informe a los O'Malley. Es una grata noticia para ellos, pero Skye no lo sabrá hasta que dé a luz.

Los dos jóvenes asintieron y Robbie levantó la copa.

– Por Skye y su felicidad -propuso.

Geoffrey Southwood sonrió por primera vez desde su entrada en el camarote y sus ojos verdes buscaron los plateados de Niall.

– Es fácil compartir este brindis -dijo, y Niall Burke también le sonrió, levantando la copa.

De pronto, se oyó un ruido brusco fuera del camarote. La voz del muchacho que vigilaba se alzó protestando junto a una profunda voz masculina. Southwood asomó la cabeza.

– Parece De Grenville -dijo. Apenas había terminado de decirlo, la puerta se abrió para dar paso a ese caballero, y el muchacho que vigilaba apareció detrás con los ojos llenos de lágrimas, aferrado al jubón del noble.

– Le he dicho que no podía entrar, capitán. ¡Juro que se lo he dicho!

– De acuerdo, muchacho, no te preocupes -le disculpó Robert Small con amabilidad-. Veo que has hecho lo que has podido. Esta vez han sido más fuertes que tú. Vuelve a tu puesto. No te preocupes, no estoy enojado contigo.

El muchacho se secó las lágrimas con la manga y dijo:

– Sí, señor. -Y salió para retomar su puesto.

Robert Small se volvió con frialdad hacia De Grenville.

– Bueno, Dickon, ¿qué es tan importante para que atropelles así a mi guardia?

De Grenville se alisó arrugas imaginarias en sus puños de encaje.

– ¡Una oportunidad en un millón para ti, Robbie! Hola, Southwood, Burke. Tal vez estos caballeros quieran unirse a nosotros. -Se volvió otra vez hacia el capitán-. Robbie, el destino te ha sonreído al retrasar tu partida. Me han asegurado que la Dama del Libro irá a casa de Claire esta noche y tengo hora en su cama para nosotros dos.

– ¿La Dama del Libro? -preguntó el conde.

– Ah, Geoff, has estado tan ocupado con tu nueva esposa que te has perdido un fenómeno delicioso. Acaba de aparecer en casa de Claire. Llegó hace unos meses. Dicen que es una dama noble aburrida, pero siempre lleva máscara, así que nadie puede estar seguro. Sus modales son impecables y habla como alguien que nació noble, así que tal vez tengan razón los que lo afirman.

– Tal vez es sólo una buena actriz -sugirió el conde.

– Creo que tiene buena educación. La estructura de su cuerpo y su piel parecen de una dama noble -replicó De Grenville.

– ¿Por qué la llaman la Dama del Libro? -preguntó Niall Burke.

– Ah -jadeó De Grenville-, ahí está lo fascinante. Una puta es una puta, eso lo sabemos, caballeros, pero la Dama del Libro es una artista. Tiene un libro perverso del Lejano Oriente, lleno de las ilustraciones más increíbles, gente haciendo el amor, animales haciendo el amor. Si se quiere, se puede elegir una y ella la pone en práctica con el cliente. Dicen que es una experta consumada y, ciertamente ama su trabajo. Se dice que hubo un concurso entre ella y Claire para comprobar cuál de las dos podía tener relaciones con más hombres durante veinticuatro horas. ¡Vamos, Robbie! ¡Lo vamos a pasar de maravilla esta noche! ¡Southwood! ¡Burke! ¿Venís?

– No, Dickon, no. No necesito buscar entretenimiento en otra parte ahora que estoy casado con Skye.

Un dolor ardiente recorrió el cuerpo de Niall.

– ¿Qué le habéis dicho a Skye para poder venir aquí?

– Que tenía una sorpresa para ella -contestó el conde-. Y es cierto. -Sacó del jubón un gran zafiro en forma de lágrima que colgaba de una cadena de oro-. ¿Os parece que le gustará?

– ¡Un azul de Ceilán! ¡Dios, qué belleza! -logró decir De Grenville.

– Sí, claro que le gustará -aseguró Rober Small-. Hace juego con sus ojos.

– Eso es lo que creo -dijo el conde sonriendo, y Niall se encogió de dolor otra vez.

Geoffrey Southwood se puso en pie y buscó su capa.

– Gracias, Robbie, y a vos, milord Burke. Robbie, venid a despediros de Skye antes de partir.

– Claro -prometió el capitán. Después él y los otros dos caballeros caminaron hasta el puente con el conde.

Al pie del puente los esperaba un marinero que sostenía el caballo castaño de Southwood por la brida. Después de montar, el conde hizo un gesto a Robbie y se alejó en dirección a su casa junto al río. Lord De Grenville se volvió hacia sus dos compañeros.

– Bueno, caballeros, ¿venís a casa de Claire conmigo?

Robert Small asintió.

– No me vendría mal un recuerdo como ése para calentarme en las largas noches del viaje. Sí, Dickon, voy contigo. ¿Y vos, lord Burke? Claire tiene las mejores chicas sanas de Londres.

Niall lo pensó durante un momento.

– Sí, voy con vosotros. No creo que tenga ganas de ver a vuestra Dama del Libro, pero me las arreglaré con una chica guapa que lo haga con ganas.

De Grenville hizo un gesto a su cochero y los tres subieron y partieron en la noche.

– Claire os encontrará a alguien -profetizó De Grenville.


Cuando vio a los tres hombres que pasaban por su puerta, Claire O'Flaherty se sintió aterrorizada hasta que se dio cuenta de que, aunque había sido huésped en el castillo de los MacWilliam, nunca había visto a Niall Burke cara a cara como hermana de Dom. Como hermana de un vasallo empobrecido de poca monta, no se la había considerado lo suficientemente importante para conocer al heredero del MacWilliam. Así que él no la reconocería. Pero había que poner sobre aviso a Constanza.

Claire corrió escaleras arriba hasta la hermosa habitación que ocupaba su atracción principal. Constanza, que acababa de llegar, estaba sola y se pintaba los pezones con carmín rojo cuando vio entrar a Claire.

– Tu esposo está aquí -dijo Claire-, pero no creo que venga a verte a ti. No está ni furioso ni enojado ni se comporta de manera extraña. Ha venido con dos amigos.

– ¿Quiénes?

– Lord De Grenville, y sir Robert Small.

Constanza comprobó algo en un librito que había junto a su cama.

– De Grenville y otro huésped han hecho una reserva para toda la noche -dijo-. Rose recibió el mensaje y lo aceptó. De Grenville dijo algo de que su amigo partía a un largo viaje por mar.

– Entonces es sir Robert -dijo Claire, casi mareada por el alivio-. Pero si Rose no entendió bien, la enviaré a avisarte y tú te escapas. Yo inventaré algo. A menos, claro está, que quieras que tu esposo lo sepa. -Claire miró a Constanza con astucia, como una víbora.

– ¿Y arruinar la diversión? -rió Constanza, nerviosa-. Claro que no.

Claire salió de la habitación y bajó por las escaleras con lentitud. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño y sus ojos azules brillaban de malicia. Su piel era muy pálida, excepto en las mejillas, que se había coloreado con una crema especial. Llevaba los pezones pintados de rojo y usaba un vestido azul transparente que dejaba entrever todo su cuerpo. Llevaba varios collares de perlas.

– Lord De Grenville -ronroneó con voz felina y ronca-, bienvenido. Bienvenidos vuestros amigos también. A vos os conozco, sir Robert, pero el otro caballero es un extraño para mí.

– Niall, lord Burke, Claire. Le gustaría encontrar una muchacha agradable y un poco de deporte de la cama.

– Lo atenderé yo misma -dijo Claire con una amplia sonrisa. La idea de irse a la cama con el hombre que había amado a Skye O'Malley le parecía irresistible.

– ¡Por Dios! -murmuró De Grenvielle con envidia-. Hace meses que trato de hacer que se separen esos muslos sonrosados y no hay manera. Vos, Burke, no hacéis otra cosa que cruzar la puerta y ya la tenéis a vuestros pies.

Niall miró a Claire sin entusiasmo. Sí, estaría bien. En su decaimiento desde lo de Skye, no había acudido al lecho de su esposa desde hacía varias semanas y necesitaba una mujer para desahogarse. Ésta estaría bien. Con esos senos grandes, esponjosos como almohadas, y esa boca ávida, roja y húmeda, era totalmente distinta de su pequeña Constanza. Le sonrió con audacia, una sonrisa que no llegó a sus ojos plateados. Claire lo notó.

Sintió la soterrada violencia que se agitaba en Niall cuando él le deslizó un brazo sobre el hombro. Tembló de placer al sentirla. Tal vez esta noche, por primera vez desde aquella última maravillosa noche con Dom, gozaría de nuevo.

Sonrió como una niña traviesa.

– Vamos, amorcito -dijo con voz ronca.

Se lo llevó de la mano hasta su habitación en la planta alta. Apenas cerró la puerta, él la tomó entre sus brazos y la besó con una brutalidad que la dejó sin respiración. Oyó que se rompía su vestido y sintió el aire frío sobre su piel. Él la cogió en brazos, la arrojó sobre la cama, se sacó la ropa y se abalanzó sobre ella. Se metió entre sus piernas sin ceremonias y ella jadeó por el dolor que él le infligía en ese acto de sexualidad desesperado. Estaba mejor dotado que Dom.

Ella levantó las caderas para ayudarlo a introducirse más en ella y sintió que el clímax se acercaba. Sí, era la primera vez desde Dom, la primera vez que sentía de nuevo algo semejante al placer. Y para su sorpresa, él no quiso dejar ir su gozo hasta que ella llegara al suyo. Nadie había hecho eso por Claire.

El alivio fue sólo físico para Niall. La mujer que gemía bajo su cuerpo era una criatura vulgar, pero le servía para desfogarse, y tenía que admitir que se movía muy bien. Había pensado tomarla una vez y marcharse, pero ahora decidió pasar la noche con ella, la muchacha parecía esperar. ¿Por qué no?

– Eres buena.

– Tú también, Niall Burke -le dijo ella, y él rió. Esperaba que De Grenville y Robert Small también lo estuvieran pasando bien.

Y así era. La habitación de la mayor atracción de Claire la ocupaba exclusivamente Constanza. En una época en la que el vidrio era raro y terriblemente caro, la habitación de la Dama del Libro tenía un gran espejo en el techo y dos más, con grandes marcos dorados, a ambos lados de la cama. La cama era enorme, con colgaduras de terciopelo color rubí, grandes y mullidas almohadas y una colcha de piel de zorro rojo. Ante la gran chimenea, en el suelo, había un jergón de tipo oriental, cubierto de almohadones. Cerca de la cama, una estantería de nogal sobre la que descansaba el famoso libro. Sobre la chimenea, cadenas de plata con muñequeras de oro, y cerca de ella un gran florero blanco con fustas de castaño. Había pesadas cortinas de terciopelo rojo sobre las ventanas y el suelo estaba cubierto por una alfombra turca roja y azul.

Los tres ocupantes de la habitación estaban desnudos, hojeando el libro de amor. La mujer estaba sentada entre los dos hombres en la gran cama, y éstos le acariciaban cada uno un seno con gesto distraído.

– ¡Imposible! -murmuró Robert Small, estudiando el dibujo.

– En absoluto, capitán -le respondió la mujer, jadeando-. Lleva tiempo, claro, y un poco de paciencia. ¿Queréis intentarlo?

Robert Small miró a esa criaturita de piel dorada y lo que vio le impresionó mucho. La mujer era la lujuria en persona. Constanza se apretó contra él y buscó su sexo para acariciárselo.

– Un arma muy grande para un hombre pequeño -murmuró-. ¿Manejáis bien esta espada, capitán?

– Sí -gruñó él mientras le besaba los labios abiertos-: Vamos, De Grenville, démosle a esta perrita ardiente una lección de virilidad.

Los ojos De Grenville brillaron mientras acaparaba a Constanza por detrás.

– ¡Maldita sea, Robbie, ésta sí que va a ser una buena noche! ¡Geoff se arrepentirá de no haber venido!


En ese momento, el conde de Lynmouth, que había llegado a su casa, entraba en su dormitorio y descubría a su esposa dormida sobre la cama. Su sirviente entró en silencio y cerró la puerta tras él. Geoffrey Southwood miró con ternura a Skye. Llevaba una bata de seda blanca. El escote bajo en forma de campana le ofrecía una visión generosa de los hermosos senos. El conde se quitó las ropas, sonriendo. Se bañó en el agua tibia que le había preparado el sirviente y después rechazó la blanca camisa de noche que le ofrecieron. Puso el zafiro sobre la mesa de noche y dijo con firmeza:

– Buenas noches, Will.

El sirviente reía entre dientes al dejar la habitación. El matrimonio no había hecho disminuir el apetito de lord Southwood.

Durante unos momentos, Geoffrey miró a Skye dormida. Estaba tan hermosa que él sentía que perdía el aliento. Lo que había sabido esa noche era inusitado en muchos sentidos; pero, en realidad, no lo había sorprendido. Siempre le había parecido obvio que Skye era una dama, además de una mujer educada. Ahora que sabía que era madre de dos hijos varones además de la adorable Willow, se sentía muy esperanzado. La visión de ese cuerpo delgado, de vientre apenas insinuado, lo excitaba casi hasta el sufrimiento, y el deseo lo golpeaba con todas sus fuerzas. Escondió la cara en el valle profundo entre los senos y murmuró el nombre de Skye.

Los brazos de ella lo rodearon inmediatamente.

– Geoffrey, amor mío. Me he quedado dormida esperándote.

– He estado mirándote dormir, y Dios me ayude, pero me excitas incluso cuando duermes, amor mío. -La boca de Geoffrey se cerró sobre la de ella y su lengua exploró el paladar y bajó luego a bromear con los sensibles senos. Ella le tomó una de las manos y se la colocó sobre el cálido corazón de su feminidad. Se frotó contra esa mano y él sintió la humedad en ella.

– Ya ves, querido, que soy una criatura desvergonzada. Yo también te deseo. -Tomó su miembro entre las manos y lo guió hacia ella y suspiró de placer cuando él se hundió en su sexo.

– Bruja -murmuró él-, las esposas no deben disfrutar tanto de las atenciones de sus maridos.

– Entonces, me pondré a rezar -bromeó ella, retorciéndose para provocarlo.

– Debes de rezar a Venus la diosa del amor -gruñó él. Y luego se concentró en lo que estaba haciendo.

Al poco rato, ella gemía de placer. Entonces, satisfecho porque la había hecho gozar, él se dejó ir en el alivio del clímax. Niall Burke podía fingir ser el amigo de la familia todo lo que quisiera, pero él reconocía a un hombre enamorado cuando lo veía. Sin embargo, Skye era solamente suya y nunca la dejaría marchar.

Ella se inclinó sobre él, ya recuperada, y le preguntó:

– ¿Dónde está mi sorpresa?

Él murmuró algo sobre las mujeres demasiado codiciosas, se estiró hacia la mesa y le mostró el regalo.

Skye se quedó sin aliento, mirándolo.

– Oh, Geoffrey, es magnífico. -Se sentó con las piernas cruzadas frente a él y se colocó la joya en el pecho. El zafiro colgaba, provocativo, entre sus pequeños y descarados senos, como ella sabía que haría si se lo ponía-. Y has ido especialmente a buscármelo en plena noche. ¡Gracias, amor mío!

Y al verla así, con la felicidad de un niño en los ojos, él juró que nadie se la arrebataría nunca. Tal vez ella fuera la jefa de una gran familia irlandesa, pero en esos últimos años, ellos se las habían arreglado sin ella y seguirían haciéndolo. ¡Ella era su esposa! ¡Su esposa!

– Geoffrey, tienes una mirada furiosa. ¿Te he molestado?

– No, cariño -le aseguró él, sonriendo-. Estaba pensando en lo mucho que te amo.

Ella se deslizó entre sus brazos y colocó su cabeza sobre el hombro de él.

– Yo también te amo, cariño. Oh, Geoffrey, soy una mujer tan terrible. No puedo dejar de pensar en que tuvimos la suerte de que Mary muriera.

– ¿Crees que yo te hubiera abandonado si no hubiera muerto? Nunca. Desde el momento en que te vi en Dartmoor, quise que fueras mía. Nunca te dejaré, Skye. Tú me perteneces. -Y puso su boca sobre la de ella, llenándola de besos furiosos, posesivos. Ella le devolvía pasión por pasión, beso por beso, caricia por caricia, hasta que se unieron de nuevo en ese momento que se había vuelto tan familiar pero que, sin embargo, nunca era igual. Los dos quedaron extenuados y jadeantes.

Después, él la riñó con amabilidad:

– No podemos seguir así, amor mío. Debemos tener cuidado con el bebé.

– Lo sé -le contestó ella con suavidad-. Pero que el cielo me ayude. Geoffrey, te amo tanto, y te amo cuando me haces el amor.

Él sonrió en la penumbra de la habitación. La apretó contra sí y suspiró:

– Ve a dormir, mi bella esposa. Pronto tendremos que volver a la corte para servir a la reina. Y entonces, tendrás que dominar tu apetito, porque la reina concede muy poco tiempo libre a sus servidores.

Ella se le acercó como un pájaro a su nido.

– Encontraré el momento, Southwood. No temas.

Capítulo 19

– Daos prisa milady -la riñó Daisy-. Ya sabéis que la reina se enfada si sus damas llegan tarde a las vísperas.

– Ninguna de las otras damas de la reina está a punto de dar a luz -gruñó Skye-. Veremos qué pasa cuando alguna de ellas quede embarazada. Te apuesto a que la enviará al campo inmediatamente. ¡Pero no a mí! ¡Claro que no! La reina tiene que tener a su «querida Skye» siempre cerca. Me pregunto si me concederá unos minutos para ir a dar a luz a mi hijo.

– Pero milady -la reprendió Daisy-, si vos no vais a dar a luz hasta dentro de dos meses. Recordadlo, por favor.

Skye rió.

– Gracias a Dios que no falta tanto. Si no tengo pronto a este bebé, creo que voy a estallar. -Se alisó el vestido sobre el vientre-. ¡Ya está! Al fin estoy presentable. Dame mi almohadilla, muchacha. -Skye la cogió y salió con rapidez de sus habitaciones. Corrió por el laberinto de pasillos hasta la capilla. Oía las voces dulces, aflautadas de los niños que cantaban:

– Y por eso, inclinados frente a Él, reverenciamos. Su gran sacramento…

Skye evitó la mueca de disgusto de Geoffrey y se deslizó junto a él.

– No podía despertarme -murmuró.

Él le tomó la mano y se la apretó.

– Tendrías que estar en Devon -murmuró, y ella asintió.

El servicio fue breve. La corte salió luego hacia el salón de baile. Primero habría diversión y luego una cena. Los ojos agudos y oscuros de Isabel miraron a su dama favorita de arriba abajo mientras caminaban de salón en salón, y la reina pensó: «Así que Southwood probó la fruta prohibida antes de la muerte de su esposa. Me pregunto qué habrían hecho si ella no hubiera muerto.» Después, recordó a la esposa de Robert Dudley, Amy. Y apenas la recordó, trató de olvidarla. Pero esta vez no pudo hacerlo, y no era la primera vez que le sucedía. Amy Dudley perseguía a Isabel Tudor, como un fantasma. La reina tenía una rígida moral y sabía que había deseado al esposo de otra. Ahora que esa mujer había muerto en circunstancias misteriosas, la reina se preguntaba cuál sería la verdadera explicación de esa muerte. Y no era la primera vez.

No creía, como algunos otros, que Robert Dudley hubiera hecho matar a su esposa contratando a un asesino profesional. Isabel conocía bien a Dudley. Su deseo de ser rey de Inglaterra era poderoso, obsesivo, pero lo único que tenía que hacer era esperar, y en muy poco tiempo, Amy fallecería de muerte natural. Estaba mortalmente enferma. No tenía sentido matarla y convertirse en sospechoso. No, Robert no había ordenado matar a Amy.

Pero había otras dos posibilidades. Una era que su querido Cecil o alguno de los que no querían ver a Dudley como rey hubiera arreglado la muerte de Amy sabiendo que las sospechas recaerían sobre Dudley. La otra era que la pobre Amy, para vengarse de la reina por robarle el amor de su esposo, o simplemente porque estaba desesperada ante las palabras amargas y definitivas del médico, se hubiera arrojado por la escalera sabiendo que esa muerte extraña destruiría las oportunidades que pudieran tener Isabel y Robert de contraer matrimonio.

¿Era posible que una mujer hubiera amado tan profundamente a un hombre como Amy Dudley a su marido y después llegara a odiarlo con la misma pasión? Isabel se lo preguntaba. ¡Ah! ¡Si Amy hubiera fallecido de muerte natural…! A veces, se sentía culpable. ¡No era justo! Furiosa, hizo un esfuerzo por apartar la idea de su mente y miró otra vez a la condesa de Lynmouth.

«Debería dejar que Skye se fuera a Devon -pensó- pero hay tan pocas mujeres que me diviertan. Lo decidiré dentro de una semana o dos.»

La reina notaba que la condesa de Lynmouth estaba radiante. Llevaba un vestido de seda morada con un escote muy pronunciado que dejaba adivinar sus bien formados senos. El corsé trataba de ser modesto, con una puntilla color crema sobre el cuello, que se repetía en las mangas. El cabello negro de Skye estaba recogido en un moño cubierto por una red dorada. Usaba un collar doble de perlas que envidiaban todas las mujeres de la corte, incluyendo a Isabel.

Pero no bailaba con los demás. Estaba junto a la silla de la reina, sobre un banquito, mirando con alegría el salón repleto de bailarines. A la reina le encantaba bailar y casi nunca estaba sentada durante un baile. Cuando no bailaba con Su Majestad, lord Dudley se quedaba de pie junto al trono. De pronto, su mano cayó sobre el hombro desnudo de Skye. Ella se quedó helada. Dudley rió con suavidad.

– Había oído a Southwood decir maravillas de la finura de vuestra piel. -Los dedos finos y elegantes se movieron hacia abajo siguiendo el bulto de los senos. La acarició como sin darse cuenta-. Veo que no mentía -añadió con voz lacónica e insolente. Lentamente, apartó la mano.

– Estáis jugando un juego muy peligroso, milord -dijo Skye en voz baja y furiosa.

Estudió al favorito de la reina sin preocuparse por esconder su desprecio. Era un hombre bien parecido, de eso no había duda, aunque no era el tipo de hombre que podía gustarle a Skye. Era alto y elegante, delgado, y vestía siempre con un cuidado especial. Su cara larga, aristocrática, y sus manos de dedos finos acrecentaban aún más esa…, esa elegancia. Skye tenía que admitirlo. Dudley no era hombre que pasara desapercibido, incluso entre los cortesanos, siempre tan elegantemente vestido. Pero tenía un defecto, como si la Naturaleza, que lo había diseñado tan bien, no hubiera podido tolerar la idea de concedérselo todo: su cabello y su barba rojizos eran ralos. Sus ojos oscuros bizqueaban ligeramente y nunca parecía mirar de frente. En contraste, por el contrario, sus palabras eran siempre directas.

– Me gusta este juego, querida, y creo que voy a ganar -dijo con firmeza. Sus ojos estaban llenos de burla-. En este momento os gustaría propinarme una buena bofetada, ¿verdad, lady Southwood? Pero no podéis pegarle al rey, claro.

– ¡Vos no sois el rey, lord Dudley! -Skye estaba atónita ante el coraje de ese hombre.

– Todavía no, pero lo seré, querida, os lo aseguro. Bess tiene que casarse y engendrar herederos para Inglaterra. El consejero preferirá un buen inglés de pasado y sangre bien sólidos a un extranjero entrometido. ¿Os gustaría ser amante del rey, querida?

– Sois insufrible -se enfureció Skye, esforzándose por ponerse en pie-. Y atrevido. Y descarado, milord. -Se puso en pie como pudo, recuperó el equilibrio y se alejó con toda la dignidad que logró reunir. Encontró una silla vacía en la sala de juegos de mesa y se sentó a jugar. Estaba furiosa y jugaba con absoluta concentración.

Nunca le había gustado Robert Dudley, lo encontraba terriblemente ambicioso y arrogante. Como la reina le había dado libre acceso a sus habitaciones, iba y venía cuando quería, sobre todo cuando las mujeres estaban medio desvestidas. Tenía ojos muy descarados, y cuando la joven Bess, cegada por el amor, no lo estaba mirando, tenía manos todavía peores. Skye se había quedado atónita al verlo acercarse de esa forma a una mujer en su estado. Rezaba por que Isabel no lo eligiera como marido. Sonrió. La joven reina era más aguda y más inteligente de lo que creían los que la rodeaban. Si el amor no la cegaba por completo… La pila de monedas de oro frente a ella se hizo cada vez más grande y pronto De Grenville estaba a su lado, inclinado sobre su hombro.

– ¿Puedo escoltarte a comer algo, Skye?

Menos enojada ahora, Skye le sonrió y puso sus ganancias en una carterita que colgaba de su cintura. Se excusó con los otros jugadores, para alivio de todos.

– Sí, Dickon, estoy famélica -bromeó Skye-. ¿Dónde está Southwood?

– Con la reina. Tengo novedades de Robbie.

– Ah, Dickon, dime. ¿Cómo está?

– Una pequeña flota mercante que acaba de llegar a Londres se cruzó con él en el cabo de Hornos, en el lado del océano índico. Conservaba toda la flota intacta y estaba muy bien. Tengo cartas para ti. Te las traeré mañana.

Habían llegado al comedor. Los cortesanos, vestidos de arriba abajo con colores brillantes, charlaban y se servían de la gran mesa de viandas.

– Sólo quiero ostras de Colchester -anunció Skye, llenando su plato.

– Los caprichos de las mujeres embarazadas son terribles -bromeó De Grenville.

– No pretenderás ser un experto en eso, Dickon -bromeó Skye a su vez-. Apenas tu esposa muestra algún signo de estar embarazada, la destierras a Devon.

– Por su propio bien, Skye. Y, claro está, por la salud del niño -respondió él con tono de profunda piedad familiar.

– ¡Tonterías! Es para poder recorrer los burdeles de Londres sin remordimientos -rió Skye, mientras abría una ostra y se la tragaba entera.

De Grenville se puso colorado.

– Eres demasiado directa para ser mujer -murmuró-. Y demasiado hermosa para ser una dama a punto de dar a luz.

– Y si no estuviera embarazada, ¿no estarías tratando de seducirme, Dickon?

– ¡Por Dios, Skye! -protestó De Grenville.

– Solamente te lo preguntaba, Dickon. Amo a Geoffrey. Y me gustaría que fueras mi amigo. Estoy segura de que a Geoffrey también le alegraría saber que somos amigos. Me molestaría tener que estar continuamente rechazando tus insinuaciones todo el rato. La belleza no siempre va acompañada de un carácter inmoral. ¿Lo sabías?

– Cualquier hombre que intente jugar con la esposa de Geoffrey Southwood es un suicida -murmuró De Grenville-. Por mi salud, Skye, creo que pienso en ti como en una hermana.

Skye le palmeó el brazo con amabilidad.

– Me alegra saberlo, Dickon. -Le guiñó un ojo.

– ¡Puta! -El grito furibundo acompañado de un crujido agudo llenó la habitación de silencio. Skye y De Grenville se volvieron, asustados.

Todos miraban hacia un rincón de la habitación en el que Lionel, lord Basingstoke, estaba de pie, cuan alto era, mirando cara a cara a una hermosa mujercita de cabello rubio que se había arrodillado a sus pies, tapándose la mejilla destrozada con ambas manos. El noble estaba realmente furioso y tenía la cara tan roja como el jubón de terciopelo colorado que usaba. Le sobresalían las venas del cuello y le brillaban los ojos azules con furia. Levantó la cabeza y volvió a golpear a la mujer, gritando el mismo insulto.

Varios caballeros se adelantaron y trataron de detenerlo.

– ¡Dios mío! -jadeó una voz-. Esa es lady Burke, la esposa del irlandés.

La mujer sollozaba en voz muy baja. «Por Dios, qué hermosa es», pensó Skye. Y luego, sin saber más bien qué estaba haciendo, se abrió paso entre la multitud hasta la mujer. Se inclinó y le pasó un brazo cariñoso por el hombro para levantarla.

– Vamos, querida. No te preocupes. Mañana ya habrá aparecido otro tema de conversación más interesante y este incidente se olvidará por completo -dijo con dulzura. Constanza la miró, agradecida.

– ¡Por las barbas de Cristo, lady Southwood! -exclamó lord Basingstoke-. ¡No la toquéis! Esta mujer está más corrompida que la peor de las prostitutas de Londres. Ninguna mujer decente debería pronunciar su nombre.

– ¡Qué vergüenza, milord! -La voz de Skye se alzó furiosa-: Estáis abusando de una mujer y lo hacéis en presencia de la reina. ¿Cómo os atrevéis?

– ¡Que ella se atreva a estar en presencia de la reina es un insulto sin nombre! -gritó Basingstoke-. ¡La peor de las putas del mundo en presencia de la más virtuosa y pura de las mujeres!

– Armáis mucho jaleo, milord -dijo Skye con desdén-. Y todavía no sé qué os ofende tanto.

– Creo que a mí también me interesa, caballero. -Niall Burke se abría paso entre la multitud que rodeaba a su esposa. Se quitó uno de los guantes y golpeó con él la mejilla de lord Basingstoke con todas sus fuerzas-. ¡Os desafío, lord Basingstoke! ¿Cuándo y dónde deseáis responderme?

– No, irlandés. Ella no vale un duelo. No quiero vuestra muerte sobre mi conciencia, no pienso morir por alguien como ella. ¡Dios santo, hombre! ¿Cómo podéis estar tan ciego? Constanza ha sido mi amante durante meses. Sí, os pone cuernos, pero hay algo mucho peor, y es que también me los pone a mí. Y no con un hombre, con cualquiera que tenga el oro suficiente para comprarla. -Basingstoke arrancó a Constanza del abrazo protector de Skye, alzó la mano y gritó con voz potente-: ¡Caballeros! ¡Ella es la Dama del Libro! La más famosa atracción de madame Claire. La puta más ocupada de Londres.

Un jadeo se elevó desde todas las bocas. Las mujeres estaban atónitas pero excitadas y los caballeros se amontonaban para ver mejor.

Los ojos violeta de Constanza se abrieron horrorizados mirando a los hombres que la observaban con rostros llenos de lujuria. Tembló sin poder evitarlo y, de pronto, se desmayó.

– ¡Milord Basingstoke! -Se abrió instantáneamente a través de la multitud un camino y la reina lo atravesó con toda su pompa-. Milord Basingstoke -repitió-, esas acusaciones son gravísimas. ¿Dónde están las pruebas?

– Las tengo, Majestad, pero preferiría no tener que presentarlas en público.

– ¡Señor! Hasta ahora habéis tenido a bien presentar todo este asunto en público, así que lo terminaremos en público. Hablad u os exigiré que pidáis disculpas a lord Burke sin perder un instante.

– Majestad, cumplo vuestras órdenes. -Basingstoke suspiró y empezó a explicar-: Hace varios meses, convertí a lady Burke en mi amante. Después de un tiempo, le di como prueba de afecto y admiración un raro libro con ilustraciones de…, de formas de hacer el amor. -Una risita recorrió la multitud, pero desapareció enseguida cuando la reina frunció el ceño ostensiblemente-. Pronto empecé a oír historias sobre una nueva atracción en casa de madame Claire, una mujer a la que llamaban la Dama del Libro, y hace varias semanas también me contaron algo sobre un desafío que había tenido lugar en esa casa. Una batalla entre Claire y la Dama del Libro, una especie de competición. Perdonadme, Majestad, por mi forma franca de decir las cosas. Era una competición por saber cuál de las dos podía satisfacer a más hombres en veinticuatro horas, sin interrupción. Se apostó mucho, y ese día no se cobró entrada en la casa de Claire. Yo fui con unos amigos, a ver de qué se trataba y a divertirme un poco. ¡Oh, Majestad! Los hombres entraban y salían de las habitaciones de ambas mujeres con tanta rapidez que la cabeza me daba vueltas. Se anotaba un punto cada vez que salía uno. Se permitían observaciones en la puerta, previo pago de una moneda de oro. Decidí mirar lo que pasaba e imaginad mi horror cuando descubrí que la famosa Dama del Libro era mi amante, mi propia amante.

– ¿Y cómo lo descubriste, lord Basingstoke? -preguntó la reina. Ya no le quedaba otro remedio que resignarse a escuchar toda la historia.

– Constanza tiene una marca de nacimiento. Y además, mi libro estaba abierto sobre un estante cerca de la cama, y cuando lo conseguí, me dijeron que era un ejemplar único.

Isabel Tudor se mordió los labios, pensativa. Era el peor escándalo en su corte desde que se había convertido en reina.

– Quiero que los hombres que hayan visitado a la Dama del Libro den un paso adelante -dijo-. ¡Vamos, caballeros! Apuesto a que no erais tan tímidos en casa de Claire. -Los ojos de Isabel se abrieron como platos al ver el número de hombres que dieron un paso al frente-. Por Dios, caballeros, y yo que pensaba que estabais ocupados persiguiendo a mis damas de honor -hizo notar con amargura al gran grupo de cortesanos que la rodeaba. Eligió a diez e hizo un gesto a los restantes para que se apartaran-: ¿Habéis visto la marca de nacimiento de esa dama? -Los diez asintieron solemnemente-. Muy bien, caballeros. Iréis hasta donde está lord Burke y se la describiréis al oído.

Niall Burke estaba de pie, rígido como una piedra, la cara congelada en una mueca inexpresiva. Los diez avergonzados hombres se adelantaron, le murmuraron algo al oído y luego se retiraron para mezclarse con la multitud apenas pudieron.

– Vos también, Basingstoke -ordenó la reina. Cuando el acusador de Constanza finalmente hubo vuelto a su sitio, Isabel preguntó-: Lord Burke, ¿dicen la verdad esos hombres?

– Sí, Majestad, para mi vergüenza, lo que dicen es cierto.

Constanza había recuperado el sentido. Acurrucada en brazos de Skye, gemía como si algo le doliera terriblemente. Niall la miró con amargura, pero también con piedad.

– ¿Deseáis retirar vuestro desafío, lord Burke? -preguntó la reina en tono más suave.

– No, Majestad. Lord Basingstoke, a pesar de su despliegue de moral, es culpable de haber sido el primero en deshonrar a mi esposa y a mí y a mi nombre. No quiero retirar el desafío.

– Muy bien, caballero, entonces terminaremos con este asunto aquí y ahora. Lord Dudley, ¿podéis ocuparos de esto? El salón de baile me parece apropiado. Buscad padrinos.

– Yo seré padrino de lord Burke -dijo Geoffrey Southwood, y dio un paso adelante.

Skye emitió un ruido de disgusto y miedo y la reina se inclinó y le palmeó el hombro.

– No hay peligro, mi querida Skye. Os lo juro. Señores, esto no tiene que ser una lucha a muerte. ¿Me habéis entendido bien? Tanto sea por el honor, pero no quiero nada irreparable.

Lord Dudley eligió a un padrino no muy entusiasmado para lord Basingstoke entre los hombres que habían admitido haber visitado a la Dama del Libro.

– Pájaros del mismo plumaje -dijo, y varios lo miraron con reprobación por ese humor cínico. Los demás sabían que él también había visitado a la dama en cuestión, pero que no se atrevía a admitirlo delante de la reina.

Sacaron del gran salón las sillas y las mesas, y los músicos se retiraron del balcón. Skye ayudó a Constanza Burke a ponerse de pie y la llevó cerca de la reina. Isabel no quería mirarla, pero le dijo en voz baja, sin moverse:

– Desde esta noche, lady Burke, mi corte estará cerrada para vos. -Constanza inclinó la cabeza.

Los duelistas se situaron frente a frente, uno a cada lado del salón. Se habían quitado los jubones adornados y tenían el cuello de las camisas abierto. Con aire de importancia, lord Dudley se movía de un grupo a otro. Los sirvientes les acercaron estoques de fino acero de Toledo y los padrinos eligieron arma para sus protegidos.

– ¡Qué lástima que no podáis matar a ese pomposo bastardo! -murmuró Geoffrey Southwood.

– Se hará la voluntad de Dios -sentenció lord Burke en voz baja, mientras acomodaba con escasa pericia la punta protectora que había exigido la reina.

– Amén -dijo el conde piadosamente, mientras fingía revisar la punta.

– ¡Luces! -ordenó la reina, y trajeron más candelabros.

– Los caballeros y sus padrinos, un paso adelante, por favor -ordenó Dudley-. Bien, señores, éste es un combate para satisfacer el honor. El honor habrá sido vengado cuando uno de los dos contendientes quede desarmado e indefenso. ¿Comprendido? -Los participantes asintieron-. Que los padrinos se retiren a esquinas neutrales, por favor. Caballeros, ¡en guardia!

Así empezó un exquisito ballet de técnica de batalla. Los contendientes eran de pareja habilidad con los estoques. Basingstoke no era tan alto como Niall, pero era más corpulento. Los dos daban vueltas uno alrededor del otro lentamente, se enredaban en una pequeña escaramuza y se separaban con rapidez. Cada uno medía a su adversario, probando su fuerza, tanteando las debilidades del enemigo.

Los cortesanos se inclinaron hacia delante, fascinados, alentando a los espadachines en silencio. La joven reina estaba de pie, tranquila, y solamente el temblor de los largos y delicados dedos revelaba su nerviosismo. Estaba francamente asqueada por el comportamiento de la hermosa lady Burke, pero al mismo tiempo la excitaba el espectáculo de dos hombres llevados a combatir por ese comportamiento. «Si los hombres lucharan así por mí», pensaba.

Constanza Burke contemplaba el combate con una sensación de total desesperanza. ¿Qué le haría Niall? Probablemente la mataría. Dios sabía que se lo merecía. ¿Por qué padecía esa horrible enfermedad? ¿Qué la llevaba a cometer esos actos perversos? Lloraba en silencio.

Skye, condesa de Lynmouth, seguía el desarrollo del combate, con creciente nerviosismo. Gracias a Dios que la reina había pensado en esas puntas protectoras. Si Geoffrey tenía que pelear, no lo herirían. ¿Por qué se habría ofrecido como padrino de lord Burke? Ella no había notado amistad entre ambos. Claro que lord Burke era su vecino. Y ella sentía una gran piedad por el irlandés y por su esposa. Khalid le había contado que existían mujeres como Constanza Burke, mujeres que nunca quedaban saciadas con el sexo que recibían. Skye sabía que lady Burke no era malvada, sabía que, en realidad, estaba enferma. De pronto, se sintió muy cansada. Cuando todo terminara, le pediría a la reina permiso para retirarse.

Niall Burke hizo un círculo alrededor de su enemigo y lanzó una estocada con todas sus fuerzas. Luego saltó hacia delante y llevó a cabo un segundo ataque rápido. Controló la punta protectora. Estaba suelta y pronto se desprendería. Atacó con más furia, mientras la verdadera rabia ardía en su interior con frialdad, muy adentro.

Lionel Basingstoke, que se defendía con coraje, sabía que había cometido un grave error al permitir que su orgullo y su temperamento dominaran su sentido común. Había visto la punta suelta en el acero de su enemigo y comprendía las intenciones de lord Burke. Iba a morir. Por una puta sin valor alguno. ¿Por qué no la había golpeado como merecía y la había dejado para que siguiera adelante con su lujuria y sus deseos desaforados? Estaba bañado en un sudor frío de miedo y de rabia.

Los dos contendientes lucharon hasta que, finalmente, Basingstoke, más viejo y más pesado, empezó a cansarse. En un momento de rabia, se dejó dominar de nuevo por los sentimientos, arrancó la punta protectora de su espada y le ladró a Niall.

– De acuerdo, maldito irlandés cornudo, terminemos con esto ahora mismo.

Los ojos plateados de Niall se entrecerraron y después sonrió. Una sonrisa salvaje, de bestia feroz. El tonto del inglés había hecho el primer movimiento. Ahora podía matarlo sin sentirse culpable. Sacó la punta de su estoque y dijo:

– Espero que tengáis un heredero legítimo, cerdo inglés, porque si no lo tenéis, aquí se termina vuestro linaje. -Y se lanzó hacia delante, deslizándose con facilidad entre la guardia de lord Basingstoke y hundiendo la hoja de acero en su pecho.

Una mirada de profunda sorpresa cruzó la cara del inglés, que se desplomó inmediatamente. Mientras caía, su espada se levantó y abrió una pequeña herida sangrante en el pecho del irlandés. La camisa de seda de lord Burke se llenó de sangre, como un capullo de rosa recién abierto.

Un grifo fantasmal rompió el silencio. La corte en pleno se volvió para ver lo que suponía era la histeria de Constanza Burke. Pero la que estaba de pie, rígida, con los ojos perdidos en un terror que no tenía nombre no era ella, sino la condesa de Lynmouth. Volvió a gritar y después dijo:

– ¡Lo he matado! -Lloró desesperada-. ¡Dios mío! ¡Lo he matado, lo he matado! -Un espasmo de dolor cruzó su cara y, de pronto, su mirada volvió a la escena que se desarrollaba ante ella. Se aferró el vientre y se desmayó. Su cuerpo, fláccido, se derrumbó en un montón informe.

En la confusión y el ruido que siguieron, tanto Geoffrey Southwood como Niall Burke se adelantaron para levantarla, pero el conde llegó primero y miró a Burke con ojos agresivos y venenosos. Tomó a Skye entre sus brazos y se abrió paso entre los cortesanos para llevarla hasta el río, donde estaba anclada la barca.

– La condesa ha roto aguas -les explicó a los barqueros-. Nos vamos a casa. ¡Remad con todas vuestras fuerzas! Oro para todos si llegamos rápido y sin problemas.


El aire fresco revivió a Skye cuando se alejaron de la orilla del río. Abrió los ojos:

– ¿Geoffrey?

– Aquí estoy, querida. ¿Cómo te sientes?

– Viene el bebé.

– Lo sé. Te has cogido el vientre cuando caías. Ese duelo ha sido providencial. La gente creerá que ha provocado el nacimiento prematuro de nuestro hijo. -La miró preocupado.

– Me acuerdo, Geoffrey. Ahora me acuerdo de todo -jadeó ella.

Él suspiró.

– Lo sé, Skye -le contestó con voz calmada-. He visto la mirada en tus ojos antes de que te desmayaras. ¿Qué te ha hecho recordar? ¿La herida de Burke?

– ¡Sí! Los piratas dispararon contra el bote e hirieron a Niall. Tenía la camisa tan llena de sangre que pensé que había muerto. Cuando lo han herido de nuevo ahora, de pronto lo he recordado todo. Está bien, ¿verdad? -El conde asintió. Ella permaneció en silencio, con expresión pensativa en el rostro.

– Te amo, Skye.

La cara en forma de corazón se alzó hacia él y los ojos color zafiro lo miraron sin dudas.

– ¡Y yo te amo a ti, Geoffrey, amor mío! ¡Claro que te amo!

Él la abrazó. Sí, ella lo amaba. Ahora estaba sufriendo los dolores del parto y lo que iba a atraer al mundo era su hijo, un hijo concebido en un momento de amor, concebido cuando Niall Burke no existía en la memoria de Skye. Pero cuando el niño naciera, cuando ella hubiera tenido tiempo de pensarlo mejor, ¿seguiría amándolo?

Skye permanecía inmóvil entre sus brazos, con la mente girando en torbellino. ¡O'Malley! ¡Era Skye O'Malley! La O'Malley de Innisfana. Y tenía dos hijos, Ewan y Murrough. ¡Dios! ¿Quién los habría cuidado durante todo ese tiempo? ¡Anne! Sí, seguramente Anne los habría cuidado y se habrían criado con Michael y sus otros hermanastros. ¡Señor! ¿Y quién se habría ocupado de los muchos intereses de los O'Malley? Se lo preguntaría a Geoffrey, porque seguramente él lo sabía. Parecía conocer su identidad. Y ella estaba muy interesada en saber desde cuándo estaba al corriente.

Sintió que el dolor nacía en sus entrañas, tan dentro de ella que se le tensaron hasta los dedos. Lo dejó emerger y jadeó profundamente para calmarlo un poco. Ni siquiera se daba cuenta de que se había aferrado a su esposo, pero Geoffrey disfrutaba de la fuerza de esas manos que casi le dejaban una mancha púrpura en las suyas.

– ¿Y mis hijos? -preguntó ella-. ¿Qué les ha pasado?

– Están a salvo, con tu madrastra.

– ¿Y la familia?

– Tu tío se ocupó de todo, incluyendo los intereses de los O'Malley. Ahora es obispo de Connaught.

– ¿Hace cuánto tiempo que sabes quién soy?

– Unos meses. Lord Burke fue a ver a Robbie justo después de nuestra boda. Durante la ceremonia de la noche de bodas, descubrió esa estrellita en tu seno. A mí me pareció curioso que con una relación de niños que han crecido juntos, conociera la existencia de esa marca.

– Sí, es curioso -dijo Skye, y aunque él sabía que ella le estaba mintiendo, la amó más por tratar de protegerlo de ese modo-. Y me extraña -agregó ella- todavía más que no sospechara mi identidad antes de descubrir esa marca. No creo que haya cambiado tanto.

– La señora Goya del Fuentes no reaccionaba al verlo ni cuando él le preguntaba ciertas cosas. Y aunque era idéntica a Skye O'Malley, sus credenciales parecían impecables. Me dijo que creyó que eras una de las bastardas de tu padre.

Otra ola de dolor recorrió el cuerpo de Skye, pero rió a pesar de todo, y Geoffrey tuvo que reír también.

– Hubiera sido muy típico de papá dejar a una bastarda en un convento de Argel. ¿Y cómo explicaba la coincidencia del nombre? -El dolor cedió.

– No podía explicarla y eso casi lo volvía loco. No había explicación posible.

– Sí -dijo ella, pensativa-. Supongo que eso lo habrá vuelto loco. Niall siempre fue un hombre impaciente.

– Está enamorado de ti, Skye.

– Lo sé, Geoffrey.

– ¿Y tú? -Él sabía que no era conveniente preguntárselo en ese momento, pero no podía detenerse.

– Geoffrey, querido esposo, soy tuya y quiero ser tuya. Cuando termine de dar a luz a nuestro varón, te lo contaré todo sobre Niall Burke y Skye O'Malley. Y cuando termine mi historia, seguiré siendo tuya, porque quiero serlo.

Eso era lo que Geoffrey quería oír. ¿O no? Pero, de todos modos, tenía que conformarse por ahora. Los dos se callaron y escucharon el ruido de los remos contra el agua, mientras la barca cortaba el río hacia la casa de Lynmouth. Ahora Skye sentía los dolores con más frecuencia, y sabiendo que ése era su cuarto hijo, el conde ya desesperaba de llegar a casa a tiempo. De pronto, Skye gruñó y gimió con fuerza.

– ¿Qué sucede, amor mío? -Él se sentía desesperado e inútil.

– ¡El niño, Geoffrey! No puedo esperar. Tienes que ayudarme a parirlo.

– Dios mío, Skye, ¿aquí, en la barca?

Ella se las arregló para sonreír.

– ¡Eso díselo a tu hijo!

– ¿Qué tengo que hacer? -Geoffrey transpiraba, pero era su hijo y tendría que hacerlo.

– Primero saca los paños y trae la antorcha -sugirió Skye, y cuando él lo hubo hecho, dijo-: Ayúdame a levantarme el vestido. -Después, ella misma se quitó la ropa interior de seda y él miró el vientre hinchado, lleno de venas azules, que pronto estaría vacío. Súbitamente, un chorro de agua salió del cuerpo de Skye y mojó los almohadones del asiento. Ella se arqueó cuando empezó a expulsar al bebé.

– ¡Geoffrey! -jadeó entre dientes apretados-. ¡Siento la cabeza! ¡Mira! ¡Mira!

Él apartó los ojos para no ver, pero tenía que hacer un esfuerzo, Skye no contaba con otra ayuda.

– ¡Dios mío! -murmuró, impresionado, cuando el niño empezó a salir del cuerpo de Skye-. ¿Qué hago, cariño?

– Dale la vuelta despacio cuando salga, Geoffrey. Ten cuidado. Que no se te caiga, estará resbaladizo por la sangre del parto. ¡Ay, Jesús! ¡María! -gritó cuando la recorrió de nuevo el dolor.

Él se arremangó la camisa a toda velocidad. Había dejado el jubón en Greenwich. Skye gimió otra vez y la nueva convulsión sacó los hombros del niño de su cuerpo. Geoffrey se inclinó y limpió la transpiración de la frente de su esposa con un pañuelo.

– Sois magnífica, señora y os amo -dijo con admiración. Después hizo girar al niño y vio la pequeña carita cubierta de sangre. La limpió con el mismo pañuelo que había usado para secar el sudor de la madre. Los ojos del bebé se abrieron y miraron sin pasión a su padre, una mirada perturbadora, extrañamente familiar, y después cayó definitivamente en las manos del conde con un aullido de rabia. Una mirada le dijo al conde lo que quería saber-. ¡Un varón! -exclamó entusiasmado-. ¡Me has dado un varón, Skye!

– Claro que sí -dijo ella con voz muy débil-. ¿Acaso no te había prometido uno?

– ¿Y el cordón? -preguntó él-. No tengo con qué cortarlo.

– Esperaré -dijo ella, y se desmayó.

Los barqueros del conde, al oír el grito del recién nacido y el de su señor, se miraron sonriendo y siguieron remando con ímpetu. Un poco después llegaban al muelle de Lynmouth y, para su sorpresa, encontraron a Daisy, Cecily y la comadrona esperándolos.

– Lord Burke ha venido a caballo con Daisy hace unos minutos para alertarnos de que veníais -explicó Cecily-. ¿Skye está bien? ¿Ha roto aguas?

– ¡Ya ha parido! ¡El niño ha nacido! -exclamó Geoffrey, excitado, al oír las voces-. ¡Tengo un hijo varón!

La comadrona subió a la barca para terminar el trabajo, cortar el cordón y limpiar bien al recién nacido. Envolvió al bebé en un paño limpio y se lo entregó a Daisy. Skye había recuperado la consciencia y gimió cuando sintió un nuevo dolor.

– Todavía no habéis expulsado la placenta, milady. Voy a ayudaros. -La comadrona hizo presión sobre el vientre de Skye y, con un último dolor, la dama expulsó lo que faltaba sobre una toalla extendida con experiencia por la comadrona. La mujer limpió a su paciente con rapidez y después hizo un gesto a los porteadores de la litera. El conde levantó con cuidado a su esposa y la colocó con ternura sobre las almohadas de la litera. Skye levantó las manos.

– Dame a mi hijo.

Geoffrey tomó al bebé de manos de Daisy y lo colocó entre los brazos de su madre. Alerta pero sin llorar, el niño devolvió la mirada a su madre. Su cabecita redonda estaba cubierta de ricitos húmedos, suaves y rubios, tenía los ojos de color zafiro y los rasgos del padre. Skye sonrió, contenta.

– Ah, Geoffrey, te he dado un hijo, es cierto. Eres tú en miniatura, verás cómo se le ponen los ojos verdes en un año.

Madre e hijo viajaron en la litera hasta la casa y se los colocó en el lecho con cuidado. La comadrona le dio a Skye una copa de vino con hierbas.

– Esto os ayudará a dormir, señora y os ayudará a recuperar la sangre que habéis perdido. -Skye, obediente, se bebió la copa hasta el fondo, y Geoffrey, sentado cerca de la cama, tomó la mano de su esposa. Ella tenía los ojos azules y hermosos llenos de cansancio, pero el calor de la fuerte mano de Geoffrey le comunicaba el amor que él sentía por ella. Suspiró, contenta. Geoffrey Southwood sonrió con ternura.

– Duérmete, amor mío -le dijo, y cuando los párpados se cerraron sobre los ojos color zafiro, la dejó al cuidado de Daisy, mientras el niño dormía también en una cuna junto a su madre.


El conde de Lynmouth caminó hasta sus habitaciones. Se quitó la ropa llena de sangre sin decir palabra y se metió en la tina de agua caliente que le habían preparado. Se frotó de arriba abajo y cuando hubo acabado de bañarse, salió para secarse. Su sirviente lo envolvió en una bata caliente y larga, y lo dejó, murmurando sus felicitaciones.

Geoffrey Southwood se sirvió una copa de vino dorado y se sentó ante el fuego. El niño había nacido sin problemas. Tenía un varoncito saludable, hermoso; un heredero. ¿Pero tenía todavía una esposa que lo amara? Ella se había negado a hablar de Niall Burke con él y eso le confirmaba que alguna vez lo había amado. Ahora que había recuperado la memoria, ¿lo amaría de nuevo? «Cuando termine con esto de dar a luz a nuestro varón, te lo contaré todo sobre Niall Burke -le había dicho ella-. Soy tuya porque quiero serlo.» «¡Al diablo con ese espíritu independiente y orgulloso de irlandesa!», pensó el conde. Después, rió entre dientes. Sí, porque era ese espíritu independiente lo que la hacía distinta de las otras mujeres, lo que la convertía en Skye.

Geoffrey terminó su copa y se metió en su helada y solitaria cama. Estuvo un rato moviéndose incómodo, incapaz de dormir. Dormitó un poco, se despertó asustado. Era la primera noche desde la boda que no dormía con su esposa, porque incluso en las últimas semanas del embarazo habían estado juntos por la noche, respirando uno al lado del otro, dándose calor. «Debo de estar haciéndome viejo», pensó el conde con humor. Las sábanas estaban húmedas y frías por falta de uso y el colchón resultaba incómodo.

– ¡Por la sangre de Cristo! -exclamó saltando fuera de la cama-. ¡No pienso quedarme aquí ni un minuto más! -Caminó descalzo por el suelo frío hasta la puerta que conectaba su habitación con la de su esposa y la abrió. Daisy estaba horrorizada, porque nunca había visto a su señor en camisón.

Skye recostada sobre las almohadas y con el niño en el pecho, se mordió el labio para no reírse.

– Mi señor, ¿habéis venido a ver a nuestro Robin? -El bebé hizo un ruido de disgusto al oír la voz de su madre, que lo desconcertaba.

– Tengo frío -anunció el conde como un niño malcriado.

Los ojos de Skye brillaron.

– Nunca he entendido por qué un hombre tiene que dormir lejos de su esposa sólo porque ella haya dado a luz -dijo. Con la mano libre levantó las mantas como invitación-. Ven, Geoffrey, yo también tengo frío sin ti.

Escandalizada, Daisy se mordió los labios, pero el conde y la condesa de Lynmouth sonrieron como dos chicos traviesos y Geoffrey se metió en la cama con su esposa. Después, Geoffrey prestó atención al bebé de cabellos de oro que mamaba ruidosamente del seno de su madre y la tocaba con sus dedos diminutos.

– Cómo trabaja -observó el conde.

– No tendrá auténtica leche hasta dentro de un día o dos. Lo único que consigue ahora es un líquido medio aguado -dijo Skye.

– ¿Y eso es natural? -El conde se preocupó enseguida-. ¿Contrataremos a una nodriza?

Skye rió.

– Con todos los hijos que has tenido, deberíais saber algo más del asunto, amor mío. Esto es normal, sí. Conseguiré una nodriza para Robin dentro de un mes, más o menos, pero mientras me recupero del nacimiento tendré el placer de darle de mamar a mi hijo.

– ¿Así que ya has decidido su nombre? ¿Tú sola?

– Sí -replicó ella, sin preocuparse-. Se llamará Robert Geoffrey James Henry Southwood. Robert por mi querido Robbie, Geoffrey por ti, James por mi tío Seamus y Henry en honor del último rey y del hermanastro muerto de Robin. Sus padrinos serán la reina y lord Dudley. Lord Dudley es tan vanidoso que creerá que le puse el nombre al niño por él y no por halagar a la reina. Si la quiere impresionar, será un buen padrino para el niño.

Geoffrey rió entre dientes, admirado.

– Por Dios, una cortesana astuta, querida mía. La reina y lord Dudley. No creo que nadie les haya dado un ahijado a los dos juntos. ¡Es un toque genial! Estoy absolutamente de acuerdo.

Geoffrey, reconfortado ahora con el contacto cálido del cuerpo de ella, se sentía mejor. Skye lo notó y sonrió.

– Daisy, pon a Robin de nuevo en la cuna. Y vigílalo durante el resto de la noche.

– Sí, señora. -Daisy se llevó al niño. Nadie notó que tenía las mejillas enrojecidas, porque Skye levantó las colchas y preparó un mundo privado para ella y Geoffrey.

Los ojos del conde brillaban de amor y admiración.

– Estaba tan solo sin ti -dijo él.

– Y yo sin ti. Si no hubieras venido a la cama conmigo, te habría mandado llamar.

– ¿En serio? -El conde estaba contento como un chico con un juguete nuevo, los ojos llenos de brillo.

– Sí, claro. Ahora durmamos, amor mío. Has sido muy valiente al ayudarme a dar a luz a Robin. Gracias. -Skye se acurrucó junto al conde, como en un nido y él suspiró contento y le pasó un brazo protector sobre los hombros. Al cabo de unos minutos, dormía profundamente y su respiración regular producía un murmullo reconfortante en la habitación.

Ahora le tocaba a Skye quedarse despierta. Era extraño que ese hombre elegante, orgulloso de sí mismo, su esposo, pudiera tener semejante ataque de inseguridad. Qué difícil debió de ser en las últimas semanas para él descubrir la verdad sobre la identidad de su mujer, no poder contársela y temer que ella la descubriera por su cuenta. También debió temer por Niall Burke.

Por primera vez desde que había recuperado la memoria hacía apenas unas horas, pero horas muy largas, Skye pensó en Niall. Había toques de plata en el cabello de sus sienes, canas que no estaban allí cuatro años atrás. Y a la mañana siguiente, Geoffrey querría saberlo todo sobre Niall. ¿Qué le diría? ¿Era mejor mentirle? Sabía que Niall todavía la amaba. Ahora comprendía esas miradas interrogativas que él le lanzaba, esa pregunta permanente e intensa en sus ojos. Si decidía mentir, sabía que podría pedirle a Niall que hiciera lo mismo. No le gustaría, pero la ayudaría si ella se lo pedía.

Se movió inquieta en la cama y el brazo protector de Geoffrey se despegó de su hombro. El conde suspiró y se dio la vuelta hacia el otro lado, lejos de ella. No podría mentirle a Geoffrey. ¡No! Tal vez pudiera suavizar la verdad, pero una mentira directa provocaría un desastre. No quería herir a Geoffrey. Lo amaba. ¿Pero acaso no amaba también a Niall? ¿No había perdido la memoria porqué él era el ser que más importancia tenía en su vida? Su mente había preferido borrarlo todo antes que aceptar la muerte de lord Burke.

Hacía cuatro años. Cuatro largos años. Y en ese tiempo, habían pasado tantas cosas… Khalid el Bey, su adorado segundo esposo. ¿Lo amaba menos ahora que su recuerdo de Niall había vuelto a ella? No. Khalid siempre tendría un lugar en su corazón. Y la hija que él le había dado, Willow, con sus ojos de negras pestañas, como los de Khalid y el color leonado de sus pupilas, era la prueba viviente de aquel amor.

Y Geoffrey. Ella lo amaba tanto como él a ella. El amor que había entre ambos había crecido hasta transformarse en algo extraordinario. ¿Podía dejarlo ahora?

Y Niall. ¿Qué podía pensar de Niall? Hacía ya mucho tiempo, en otro lugar, en un tiempo que casi parecía otra vida, habían compartido una noche de éxtasis y pasión cegadora. Habían tratado de construir una vida juntos sobre esa noche, pero el destino seguía separándolos. Él estaba casado ahora con una mujer que lo necesitaba desesperadamente, de eso no había duda. Y ella también estaba casada.

Sí, todavía lo amaba. Y sin embargo, amaba a Geoffrey, estaba segura. ¡Era una locura! ¿Cómo podía amar a dos hombres al mismo tiempo?

– Demonios -maldijo en voz baja.

– Dime -ordenó la voz calmada de Geoffrey.

Skye olvidó el impulso de mentir y contestó con simplicidad:

– Estaba comprometida con él después de la muerte de mi primer esposo. Pensaba que dormías.

– Imposible con las vueltas que das. ¿Lo amabas?

– Sí.

– ¿Lo amas ahora que has recuperado la memoria?

– Te amo a ti -dijo ella.

Él sonrió en la penumbra.

– ¿Pero a él, lo amas? -insistió.

– ¡No! -aseguró ella con rapidez.

Él frunció el ceño ante esa negativa demasiado rápida. ¿Esa mentira era para protegerlo o para ocultarle algo?

– ¿Te conoció alguna vez?

– ¡Geoffrey! ¡Por favor!

– ¿Sí o no?

«Ah, Señor, que no sospeche nada», pensó Skye, desesperada.

– No -dijo con lo que esperaba que fuera un tono convincente de profunda molestia ante la pregunta-. Nunca. -Sintió que Geoffrey se relajaba y pensó una rápida plegaria de agradecimiento. Ahora que había pasado la tensión, se sintió agotada de pronto-. Estoy cansada.

Él volvió a envolverla con su abrazo protector.

– Duérmete, mi adorada esposa -le dijo-. Duérmete.


En la casa contigua, en cambio, sus moradores estaban muy lejos de poder conciliar el sueño. En el escándalo que siguió al duelo, la reina había ordenado que trajeran a los Burke a su presencia.

– Milord -dijo, dirigiéndose a Niall con los ojos oscuros llenos de rabia y muy abiertos-, ya he anunciado a vuestra esposa que no es bienvenida a mi corte. Y en cuanto a vos, deliberadamente habéis desobedecido mis órdenes y habéis matado a lord Basingstoke. Podría hacer que os cortaran la cabeza por eso. ¿Os dais cuenta de vuestra situación? -En su vestido de baile de seda verde agua con puntillas en el cuello y en las mangas, Isabel debía de haber parecido joven, indefensa, cálida. Pero Niall nunca la había visto tan furiosa y el frívolo vestido estaba oscurecido por su cabello entre oro y fuego, y por sus ojos que mordían. En sus momentos de ira, Isabel ardía tanto como su padre, el famoso rey Enrique VIII-. Aceptamos que os provocaron demasiado, lord Burke, pero os desterramos de la corte a vos también, de la corte y de Inglaterra por un año. Vuestra esposa no volverá a poner un pie en mi reino en toda su vida. Espero que lo hayáis comprendido. Os damos un mes para preparar la partida.

– ¿Y la mujer llamada Claire? -preguntó Niall con voz dura como una roca-. Pido a Vuestra Majestad permiso para ocuparme de ella personalmente.

– No queremos saber nada de eso, milord -dijo la reina con lentitud, dándoles un tono muy especial a sus palabras-, para no vernos forzados a reconsiderar de nuevo la clemencia que os hemos concedido.

– Comprendo, Majestad.

– Adiós entonces, milord Burke -dijo Isabel, y le tendió la mano. Él se la besó. Isabel ignoró completamente a Constanza, como había hecho durante toda la entrevista.

Niall Burke soltó la hermosa y enjoyada mano.

– Estáis llena de gracia como siempre, Majestad. -Luego, tomó del brazo a su esposa y la sacó de allí por una puerta lateral y a través de un laberinto de corredores, hasta el patio donde los esperaba el carruaje.

La empujó dentro del coche y gritó al sirviente con librea:

– ¡A casa! -Después subió y se sentó frente a ella. El vehículo arrancó bruscamente y Niall miró a su esposa-. Sorprendente -dijo después de largo rato-. ¡Sorprendente! A pesar de que no hay duda que eres la puta más grande de la cristiandad, pareces realmente un ángel.

Los ojos violeta se abrieron más que antes y Contanza pareció encogerse de vergüenza.

– ¿Qué es eso, Constanza? ¿Timidez? ¿Por qué eres tan tímida conmigo y tan atrevida con todos los hombres de Londres?

– ¿Qué vas a hacerme? -le preguntó ella, que había recuperado la voz y no podía aguantar la tensión.

– ¿Qué demonios puedo hacerte? -replicó él-. Eres mi esposa, que Dios me proteja. Seguramente estás bajo el influjo de una maldición. Mi primera esposa era una fanática religiosa que no podía tolerar que ningún hombre la tocara; y la segunda… ¡la segunda resulta ser una puta famosa que intenta desesperadamente que todos la toquen! Y mientras tanto, la mujer a la que siempre he amado pierde la memoria y se casa con otro.

Constanza Burke se relajó un poco. Por un momento estaba libre del desprecio de su esposo.

– ¿Qué es eso de la única mujer que has amado?

Él la miró con ojos de hielo.

– La condesa de Lynmouth es Skye O'Malley. No murió como me aseguró tu padre. Perdió la memoria. -Le explicó la historia en parte y con brevedad.

– ¿Y es por eso que has estado tan preocupado y ensimismado durante estos últimos meses?

– Sí -respondió él-, y eso te ha sido de gran ayuda, amor mío. ¡Debe de haber sido tanto más fácil jugar a ser prostituta!

Ella se preguntó si la pena que le invadía haría que Niall aceptara la verdad sobre la angustiosa enfermedad de su esposa.

– Por favor, por favor, trata de entenderlo. No puedo evitarlo, Niall, es una necesidad terrible. Realmente no puedo evitarlo.

– Lo sé, Constanza, y por eso voy a hacer lo que tengo que hacer. Nos han expulsado de Inglaterra y tenemos que volver a Irlanda. No puedo dejar que sigas corriendo tras el primero que se te acerque y sigas trayendo vergüenza a mi apellido. Estarás confinada en tus habitaciones en el castillo de mi padre. Nunca más las abandonarás, querida, y tendrás un guardia que no te dejará nunca sola, excepto cuando yo vaya a acostarme contigo. Y lo haré con frecuencia, te lo aseguro, porque, ya que estoy obligado a seguir atado a ti para que mi nombre no sea un chiste, tengo que conseguir un heredero y tú eres la que debes dármelo.

– ¡Sobre todo, ahora que no tienes a la hermosa lady Southwood, supongo! -le ladró ella.

Se dio cuenta demasiado tarde de que esa reacción era una estupidez y no pudo evitar el puñetazo de Niall. El golpe sonó con fuerza en el carruaje, y la cabeza de Constanza se tambaleó sobre su cuello. Sintió que la mano de él le agarraba con crueldad del cabello y le levantaba la cabeza para que lo mirara de nuevo. Los ojos plateados miraban entrecerrados y angustiados. La voz de Niall, ronca y dura, perforó su oído como una ola de vidrio roto.

– Escucha atentamente, querida, escucha atentamente lo que voy a decirte. Podría llevarte a casa ahora y golpear tu vicioso cuerpo hasta dejarte malherida. Podría estrangularte y tirarte al Támesis y nadie lloraría la pérdida, ni siquiera yo. Nadie se inmutaría, porque lo que has hecho merece la muerte. Pero eres mi esposa, y aunque tengo que confinarte, porque sólo así puedo estar seguro de tu fidelidad, te fecundaré con mi semilla y parirás a mis hijos y vivirás con lujo. Pero -ladró mientras le tiraba del pelo con dureza- no quiero volver a oír su nombre en tus labios. ¿Me comprendes, Constanza?

– S… s… sí.

– ¿Sí, qué?

– Sí, mi señor.

– Muy bien, querida, de acuerdo. -Niall la soltó y la empujó contra el asiento. Bajó la ventanilla y le gritó al cochero que se detuviera-. Mi caballo está atado detrás del carruaje -le dijo a Constanza-. Me voy al palacio a buscar a la sirvienta de la condesa y después iré a casa de los Lynmouth para avisar que la condesa ha roto aguas. Te veré en casa más tarde.

Ella asintió, temblorosa y sin expresión. Pero él ya se había marchado. Un momento después, dos criados entraron en el coche y se sentaron con ella.

– El señor ha ordenado que os vigilemos porque no estáis del todo en vuestros cabales -dijo el más viejo con dureza. Ella los ignoró y miró cómo Niall se alejaba al galope.

A pesar de la oscuridad y de las calles vacías por lo avanzado de la hora, el viaje a casa parecía eterno. Los sirvientes habían estado comiendo cebollas y el aire ya fétido del coche cerrado se había convertido en algo intolerable. Constanza estaba cada vez más pálida y le estallaba la cabeza con las palabras de Niall, que aún retumbaban en sus oídos.

En Irlanda sería una prisionera por siempre, por el resto de su vida. Iba a convertirse en una yegua de cría. La idea la repelía y la excitaba al mismo tiempo. Se revolvió inquieta en su asiento y miró al más joven de los sirvientes, cuyos ojos estaban clavados en sus senos. El muchacho enrojeció, avergonzado, y se puso todavía más rojo cuando la lengua de Constanza recorrió los labios con sensualidad. Constanza volvía a sentir su necesidad de siempre. ¡Prisionera! ¡Vigilada constantemente! ¡Se volvería loca! Ana tendría que ayudarla a escapar de Niall. Pero, por el momento, lo más urgente era satisfacer su voraz deseo. ¿Quién sabe cuándo tendría otra oportunidad?

– ¡Detened el carruaje! -ordenó con furia-. ¡Tú! -Su dedo acusador señaló al más viejo de los sirvientes-. ¡Hueles mal! Sube al pescante. Me marea este olor a cebollas.

Acostumbrado a obedecer, el hombre gritó al cochero que se detuviera y subió junto a él al pescante. Cuando el vehículo reemprendió la marcha, Constanza cayó de rodillas ante el otro sirviente, manipuló la librea con dedos nerviosos, inclinó la cabeza e introdujo el miembro erecto en su boca. El muchacho apenas si pudo jadear de sorpresa, mientras la lengua y los labios de su señora lo enloquecían. Cuando pensó que su delicia no podía ser mayor, ella se levantó, abrió sus faldas y se dejó montar. El sirviente le desabrochó el corsé y metió su cara entre los senos. La besó, la chupó y la mordió, llevándola al paroxismo mientras ella se balanceaba encima de él. Ella alcanzó el clímax dos veces y luego, cuando ya estaba agotada y lánguida, él perdió la timidez y la colocó boca abajo sobre uno de los asientos. Le levantó las faldas sobre la cabeza, miró las blancas y pequeñas nalgas, y la penetró por detrás. Sus rudas manos la manosearon desde atrás, apretándole los senos rítmicamente con cada empujón del erecto miembro, mientras le murmuraba obscenidades. Un momento antes del clímax, le tocó el centro de la sensualidad y los dos llegaron a la satisfacción juntos.

Apenas él hubo terminado, ella lo apartó con desprecio, se enderezó la falda y dijo con calma, mientras se ataba el corsé:

– Arréglate la librea. Y recuerda que si dices una sola palabra de esto, pierdes el puesto o algo peor. -Constanza se sentía más sosegada que en ningún otro momento de la noche y sabía que ahora podría pensar.

Cuando llegaron a casa, buscó a Ana.

– Lo sabe todo -le anunció sin preámbulos-. Ese tonto de Basingstoke ha provocado un duelo. Niall lo ha matado y nos han expulsado a los dos de la corte y de Inglaterra.

– ¡Santa María nos proteja! ¡Te lo advertí, niña! ¡Quién sabe lo que hará milord ahora!

– Preferiría que me matara. Pero nos lleva a Irlanda y me encerrará en mis habitaciones para siempre, mientras doy a luz a sus hijos.

– Arrodillaos, niña y agradecédselo a la Santa Madre. El señor es piadoso.

– No, no, dueña mía. ¡No quiero que me encierren! Tienes que ayudarme a escapar.

– ¡Niña, niña! Sed razonable. Milord os ha perdonado. ¿Adónde iríais?

– Tal vez Harry me ayude.

– ¡No, niña! Habéis sido afortunada. Ahora tendréis que comportaros como una buena esposa.

Discutieron durante una hora. Ana pedía un cambio de actitud y Constanza se ponía cada vez más frenética. Luego, de pronto, la puerta se abrió de un golpe y entró lord Burke.

– Bien -dijo-. Las dos estáis aquí. Ana, te pasaré una pensión y te enviaré de vuelta a Mallorca.

– ¡No! -gritaron las dos mujeres al unísono.

Ana se arrojó a los pies de Niall.

– ¡Por favor, milord, no! ¡Constanza es mi niña! No puedo dejarla. ¡No me obliguéis, os lo ruego!

Niall Burke levantó a la mujer que sollozaba.

– Ana, es precisamente por tu amor a Constanza que tengo que alejarte de ella. Sabías lo que hacía y la has estado protegiendo. Y lo harías de nuevo. Si hubieras venido a mí inmediatamente, este escándalo se habría evitado.

– Por favor, por favor, mi señor.

– Ana, no insistas. -La voz de Niall era dura, pero amable a pesar de todo-. Es por tu amor hacia mi esposa y por la forma como la has cuidado que te concedo una pensión en lugar de echarte a la calle. Dile adiós a tu ama ahora. Te irás por la mañana con cartas para mi agente en Mallorca.

Ana se aferró a Constanza con las lágrimas corriéndole por el arrugado rostro.

– Niña, haced lo que os pido, por el amor que siempre os he tenido, a vos y a vuestra pobre madre.

– ¡No me dejes, dueña! ¡No me dejes! -Constanza lloraba-. ¡Niall! ¡Por favor, te lo ruego!

Lord Burke separó a las dos mujeres.

– No puedo confiar en ninguna de vosotras -dijo con cansancio, y sacó a Ana de la habitación. Cerró la puerta con llave al salir.

– Milord -le rogó Ana una vez más mientras él la llevaba a su habitación.

– Adiós, Ana. Que Dios sea contigo.

– Sed bueno con ella, milord.

– La dejo vivir para que me dé hijos, Ana, y no estoy seguro de no equivocarme al hacerlo.


Cuando Ana partió a la mañana siguiente, recordaba todavía la tristeza de la voz de su señor al decirle eso. Desde el piso superior de la casa, Constanza agitó las manos y gritó:

– ¡Adiós, Ana querida! ¡Ve con Dios!

Ana partió en carruaje hasta los muelles de Londres y los sirvientes la escoltaron a bordo de una nave que zarpaba hacia Mallorca.

Llevaba dos cartas. Una para el gobernador, el padre de Constanza, en la que se explicaba que el clima de Inglaterra le había hecho daño a la dueña y, como el de Irlanda era aún más frío, lord Burke prefería darle una pensión y enviarla de vuelta. Daba instrucciones para que Ana recibiera una casita en las tierras de Constanza y un estipendio anual determinado. La otra carta era para que el agente de los Burke en Mallorca se encargara de los trámites.

La nave en que viajaba Ana tuvo suerte. Como había pocos barcos en el muelle de Londres pudo partir al cabo de dos días.

Pero los pensamientos de Ana se quedaron atrás, en Inglaterra, con su amita, su niña.

Capítulo 20

Una hilera de carruajes muy decorados avanzaba por la calle paralela al río frente a la casa de los Lynmouth. Caballos guarnecidos con elegancia, jinetes que pasaban los últimos chismes entre los carruajes y entre el sendero que llevaba hacia la casa junto al río. Lady Southwood, pasados quince días del nacimiento de su hijo, recibía de nuevo. Todo el mundo quería felicitar a la favorita de la reina por el nacimiento del heredero de los Lynmouth.

Ahora se sabía la verdad sobre la hermosa lady Southwood. No se había criado en un convento francés. Era una heredera irlandesa que había perdido completamente la memoria cuando la raptaron los piratas. Había estado comprometida con el irlandés lord Burke cuando desapareció.

¡El mismo Burke cuya esposa había sido la causante del terrible duelo en el que perdió la vida el pobre lord Basingstoke! Todo tenía el encanto del más increíble de los escándalos.

Y el escándalo producía más escándalos. Algunos sobrinos de Geoffrey Southwood, los que hubieran recibido el título y las tierras si Geoffrey moría sin descendencia masculina, habían pedido al arzobispo de Canterbury que anulara el matrimonio del conde y declarara bastardo al nuevo hijo. ¡La justificación era que Skye había mantenido una relación previa con lord Burke! El revuelo que levantó el asunto fue enorme. Geoffrey desafió a su primo a un duelo y lo hirió, y todavía no se sabía con certeza si iba a morir o no.

Lord Burke, un caballero, aunque fuera irlandés, había salvado la situación con un documento firmado por el Papa y cuya autenticidad certificó el embajador español. El documento disolvía el compromiso de lord Burke con Skye O'Malley, porque se le creía muerta. ¡El padre de Constanza había sido un hombre muy cuidadoso! El arzobispo declaró que no veía ningún motivo que obligase a anular la boda de lord y lady Southwood. Por lo tanto, el niño, Robert, era legítimo. El arzobispo en persona lo había bautizado y la reina y lord Dudley habían actuado como padrinos.

¡Pero había más todavía! Lord Burke había invadido la casa de la prostituta, Claire, la había desnudado y la había perseguido a latigazos por las calles de Londres hasta el límite de la ciudad. Allí la había dejado en manos de una multitud de hombres lujuriosos y esposas indignadas. Cuando volvió a su casa, Burke descubrió que su esposa, sus joyas y su jefe de caballerizas habían desaparecido. La reina levantó su decreto de exilio hasta que lord Burke pudiera encontrar a Constanza, que había desaparecido de la faz de la tierra. La corte estaba de acuerdo en que el último mes había sido francamente agotador.

La condesa de Lynmouth recibía a sus huéspedes en su casa, bien apoyada en su cama con colgaduras de terciopelo rosado bordado en oro. Usaba una bata de raso acolchado color crema, bordada con perlas y turquesas en un diseño floral. Sus rizos oscuros estaban recogidos con una cinta color perla y turquesa. Sus mejillas rosadas y sus ojos azules y brillantes hablaban de una buena salud y de una recuperación rápida y satisfactoria. Southwood había conseguido por fin una buena esposa. La dama era una excelente madre y paría hijos varones. Seguramente le daría un hijo por año.

La condesa estaba apoyada en varios almohadones de pluma de ganso con forros de lino blanco que olían a lavanda. La cama estaba cubierta con una colcha rosada que hacía juego con las colgaduras. Cerca de la cama había una cuna de nogal dorado y tallado donde dormía el heredero cubierto con una gorrita de puntilla; todos se acercaban a admirarlo y expresaban sus felicitaciones.

También traían regalos. El joven Robin tenía una docena de sonajeros de plata de distintos diseños y casi el mismo número de chupetes. Había copas bautismales, kilómetros de buenas telas y varios saquitos de oro. También había regalos para Skye. Puntillas y cintas frívolas, pequeñas joyas, ramos de flores de septiembre. Y mientras tanto, Geoffrey Southwood estaba allí de pie, mirando a su esposa y cuidándola con orgullo y amor. Ella era muy cariñosa con él desde el nacimiento de Robin y, gracias a eso, Geoffrey se sentía más seguro.

Pero Skye no se sentía segura. Niall Burke no había venido a verla todavía y ¿cómo podría saber con certeza qué había en su corazón hasta que él la visitara? ¿Por qué no venía? Cuando finalmente apareció, la cogió desprevenida.

El otoño había tardado mucho en llegar. Incluso ahora, a finales de octubre, los árboles estaban sólo empezando a cambiar su color. Geoffrey había estado fuera diez días, en Devon. Se había marchado para controlar los preparativos de la llegada de su hijo y su esposa. La reina finalmente, y sin muchas ganas, había accedido a que Skye dejara la corte hasta la primavera.

Era una brillante tarde de octubre y Skye estaba sentada bajo un manzano del jardín, cerca del río. Tenía la falda amarilla extendida a su alrededor como una flor abierta. Willow, de dos años y medio, jugaba cerca sometida a la mirada vigilante de su niñera. El bebé dormitaba sobre una manta, cerca de su madre, en el tibio sol de la tarde. Skye estaba relajada y contenta cuando llegó Daisy y le anunció:

– Milord Burke ha venido a saludaros, milady. Os espera en vuestra biblioteca privada.

Skye se levantó con más calma de la que sentía en realidad.

– Llévate a Robin, Daisy. Entrégaselo a la nodriza -ordenó, y después caminó por el jardín hasta la casa. Se detuvo un momento para mirarse en un espejo y acomodó un rizo perdido dentro de la red dorada que recogía su cabello negro.

Le temblaba la mano, y eso no la sorprendió, porque el corazón le latía con fuerza. Respiró hondo y tomó el picaporte de la puerta, enderezó los hombros y entró, resuelta, en la biblioteca.

– Milord, me alegra veros de nuevo. -Su melodiosa voz no tembló y ella supo que había conseguido el tono de cordialidad que requería una reunión como ésa.

Niall se volvió. Los ojos plateados estaban llenos de vitalidad y eran límpidos y brillantes y valientes como antes, pero ahora tenían arrugas en las comisuras de los párpados. Su piel seguía siendo clara y estaba tan fuerte y alto como siempre. Pero había una madurez, una fuerza tranquila y seductora ante él, un crecimiento marcado por el tiempo y cincelado por el sufrimiento. Ya no era el joven impetuoso que ella había conocido. En lugar de ese joven había un hombre maduro, seguro de sí mismo y tremendamente atractivo.

– Estás todavía más hermosa, si es que eso es posible. La maternidad te sienta bien, Skye.

– Gracias, milord. -Skye se acercó a la mesa-. ¿Deseáis un poco de vino? -¡Qué formales eran esas palabras! ¿Acaso él se estaba riendo de ella?

– ¿Te sientes incómoda conmigo, Skye?

– Es…, es difícil, Niall. Hasta hace seis semanas, no recordaba nada de mi vida, excepto de los últimos cuatro años en Argel.

– Siéntate conmigo, Skye. Siéntate y cuéntame lo que pasó. Casi me volví loco cuando te perdí.

Ella se sentó frente a él en una silla de terciopelo castaño y empezó a rememorar con calma:

– Me llevaron a otro barco. Esa parte no la recuerdo muy bien. No me hicieron daño, porque los musulmanes creen que los locos están tocados por la mano de Dios. Yo creía que habías muerto y perdí la razón. Cuando recuperé la consciencia, estaba en casa de Khalid el Bey. Él me cuidó. Y me amó. Y se casó conmigo. -Skye contaba la historia con sencillez y la terminó así-: Cuando huí de Argel estaba preñada de la semilla de Khalid. Willow es hija suya. El resto ya lo sabes. -Sus ojos azules no se desviaron de los de él.

– ¿Amaste a ese infiel?

Skye sintió una rabia fría al escuchar esas palabras. ¿Cómo se atrevía a hablarle así?

– Khalid el Bey era un gran caballero -dijo lenta, deliberadamente-. Y sí, lo amé muchísimo. Él era amable y bueno, y todos los que lo conocían lo querían. ¿Cómo te atreves a llamarlo así?

– Skye, perdóname. Mis problemas me confunden cuando pienso en las mujeres últimamente. Gracias a Dios por ese hombre, gracias a Dios por Khalid el Bey. Si él no te hubiera rescatado, quién sabe lo que te habría sucedido en Argel.

– ¿Por qué has venido, Niall?

– Me voy a casa, a Irlanda, Skye. He pensado que tal vez querrías que llevara algún mensaje tuyo, que tal vez querías que le comunicara a tu familia cuándo piensas volver.

– No sé cuándo voy a volver -dijo ella-. Me dicen que el tío Seamus se ha hecho cargo de los intereses de la familia con pericia. Ahora mi vida está aquí. Pero quiero a mis hijos. Me gustaría que me los enviaran a Londres.

– Pero tú eres la O'Malley de Innisfana, Skye.

– También soy la condesa de Lynmouth, Niall. Pero, dime, ¿has encontrado a tu pobre esposa?

– Sí, Skye. No está bien. Estará mejor en Irlanda.

Se le notaba muy amargado, pensó Skye. El destino no había sido benigno con él.

– Lo lamento, Niall -dijo ella-. Realmente lo lamento.

– No quiero tu piedad, Skye. No la necesito -le ladró él. Las palabras que no dijo colgaron en el aire entre ambos: «¡Lo que necesito es tu amor!» Pero Niall siguió adelante, como para taparlas-. Constanza me cuidó hasta que sané. Todos me decían que habías muerto, que una dama no podía haber sobrevivido en manos de esa gente. Primero no quise escucharlos, pero hasta el Dey de Argel dijo que no podía encontrarte. Finalmente tuve que creerles. Estaba solo y Constanza era hermosa y… tan inocente. Tenía que casarme por el bien de mi familia, por el MacWilliam, por el apellido Burke. Me había olvidado de la diferencia entre una dama cualquiera y cierta dama irlandesa. -Suspiró con tanta tristeza que Skye sintió que iba a ponerse a llorar.

– Cualquiera que hubiera sido tu destino, Niall, el mío sería el mismo. De todos modos, me hubiera casado con Geoffrey.

– ¿Tú crees? -El tono y las palabras la desafiaban.

Por primera vez desde que había entrado en la biblioteca, Skye lo miró cara a cara, extrañada. Sus ojos color zafiro con un tinte verde parecían morderlo.

– Sí. Si hubiera conservado mi memoria, habría removido cielo y tierra para volver junto a ti, Niall Burke, pero la idea de que habías muerto casi me destruyó por completo. En mi mente y en mi corazón me creí responsable de tu muerte y no pude enfrentarme a lo que había hecho. Mi mente se quedó en blanco. Ahora he recuperado la memoria, y doy gracias a Dios por eso, porque me permite reencontrar a mi familia y a mis hijos. Pero quiero que entiendas esto, Niall: no puedo cambiar lo que ha sucedido durante estos cuatro años y no estoy segura de querer cambiarlo. ¿Cuántas mujeres pueden decir que han tenido el amor que yo he recibido?

– ¿Amor? -le espetó él-. Supongo que lo que quieres decir es sexo. ¡Eso es lo que queréis vosotras, las mujeres! Solamente eso. Y yo que pensé que Dom O'Flaherty te había hecho aborrecer para siempre el deseo carnal.

– Si lo hubiera hecho -le gritó ella-, ¿habrías estado tan deseoso de acostarte conmigo? ¡No! Entonces no me habrías querido. -Y de pronto, su corazón se acercó al de Niall, bruscamente-. Niall, querido mío, pobrecito, ¡te han hecho tanto daño! Una vez mi señor Khalid me contó lo que pasaba con mujeres como Constanza, me dijo que era una enfermedad, Niall. No puede evitar lo que le pasa.

Pero a él le irritaba la piedad que descubría en la voz de ella.

– ¿Y cuál es vuestra excusa, señora? Ese muchachito hermoso que grita en brazos de vuestra nodriza no fue sietemesino, os lo aseguro.

– ¡Vaya, qué bastardo moralista eres ahora, Niall! -ironizó ella con suavidad.

Él gruñó, y tomándola por sorpresa, la acercó con rudeza a su cuerpo. Ella descubrió que no podía moverse. Él había puesto sus grandes manos en el cabello negro y la besaba. Con deliberación, con lentitud, una y otra vez, hasta que ella tuvo que responderle. La boca de él buscó la de ella. Y después le besó los párpados, las sienes y la boca de nuevo. Skye se estremeció, una y otra vez. ¡Ah, Dios! La boca de él estaba obligándola a recordar lo que no deseaba. La muchacha que había sido gritaba de amor por él. Y luego, con la misma brusquedad con la que la había agarrado, Niall la soltó, apartándola de él con un empujón.

– Sí -escupió-. Sois todas iguales, las mujeres. Listas para levantar la cola ante cualquier macho que os excite.

Ella lo abofeteó con todas sus fuerzas.

– Con razón tu esposa busca otros hombres -le espetó, y le alegró ver cómo la cara de él acusaba el golpe. Él la había herido y ella quería hacer lo mismo.

Él se dio media vuelta y salió de la habitación dando un portazo.

A solas, con la mano dolorida, Skye lloró. ¿Qué le había pasado a Niall durante los últimos cuatro años? ¿Qué podía haberlo hecho cambiar tanto? ¿No era ella la que había sufrido más? Entendía la amargura que él sentía por lo de Constanza, pero ¿por qué herirla a ella? Las sombras de la tarde se alargaron y cuando un sirviente entró para encender el fuego, ella seguía sentada allí, con las lágrimas corriéndole por la cara.

La puerta de la biblioteca se abrió bruscamente, pero ella no levantó la vista. Unos brazos fuertes la envolvieron y la apretaron, y ella sintió el consuelo familiar de un pecho de arcilla y terciopelo.

– Voy a matar a ese bastardo arrogante por herirte así -clamó la voz fresca de Geoffrey, y ella se sorprendió.

– Me odia -sollozó-. Realmente me odia. ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho?

– ¿Tú lo odias?

– ¡No! -sollozó ella.

– Entonces es un idiota por despreciar tu amor -concluyó él.

– Yo no lo amo, Geoffrey. Ahora ya no. Pero una vez fue mi buen amigo, mi amigo querido, y ahora me odia. Jamás le he hecho daño, y por eso no puedo tolerarlo. -Lloró mientras él la sostenía con ternura, acariciándole el cabello. Finalmente se calmó-. ¿Cuándo has vuelto?

– Hace un ratito. Daisy me ha dicho que lord Burke había venido a verte y había salido dando un portazo, un rato después: me ha dicho que no habías salido de la biblioteca desde entonces.

– ¿Todo va bien en Devon?

– Sí, y todo está listo para recibirnos. Mis hijas te esperan, y también a Willow y a su hermanastro.

– Entonces partamos mañana mismo.

– De acuerdo -aceptó él-. Mañana.

– Geoffrey.

– ¿Qué, amor mío?

– Te amo.

Una alegre sonrisa iluminó el apuesto rostro del conde. Fue hasta la puerta de la biblioteca y la cerró con llave. Ella vio que la sonrisa se fundía con una mirada de pasión.

– Sí -jadeó en respuesta a la pregunta que él le había formulado sin palabras-. ¡Oh, sí, Geoffrey, sí, sí! -Y le tendió la mano y lo acercó a ella.

Durante un momento muy largo, él sostuvo esa cara hermosa entre sus manos y la miró con firmeza. Después, su boca buscó la de ella y la besó con dulzura, como explorándola, y los labios de ella se abrieron con deseo ante los del conde. Skye tembló de arriba abajo y sintió frío y calor y frío de nuevo. Los besos de él se hicieron más desesperados y ella se dio cuenta de que las manos de dedos largos de su esposo estaban tratando de deshacerle los lazos del corsé y tirando de los botones de hueso de su propio jubón, y cuando los dos quedaron desnudos, se dejaron caer en el suelo frente al fuego. Los elegantes dedos del conde le acariciaron el cabello negro y las redondeadas nalgas. Ella se atrevió a más y lo empujó para colocarlo sobre sí, mientras le lamía las tetillas.

– Skye -gruñó él a través de los dientes apretados-, ahhh, Dios, amor mío.

La lengua de Skye siguió la línea de cabello dorado que bajaba por el vientre de Geoffrey. Jadeó con fuerza sobre el olor masculino, como un gatito que lame, contento, una mano amiga. Y después, acarició el gran órgano masculino con su lengua. Él tembló de placer. Durante varios meses, las delicias del cuerpo de ella le habían sido negadas. Y era extraño, pero le había sido fiel. Después del amor de Skye, las otras mujeres le parecían poco.

Habría sido muy fácil caer sobre ella. Deseaba hundirse en ese cuerpo con un ardor que le dolía, pero Geoffrey Southwood pertenecía a esa raza extraña de hombres que sentían más placer si lo daban. La puso boca abajo y le besó un largo rato la base del cuello.

– Hace semanas que deseo amarte de nuevo -murmuró, poniendo los labios sobre el pulso de la gran vena del cuello. Su boca se movió hasta la estrellita que se abría sobre su seno-. Eres tan dulce, amor, tan dulce…

Se perdieron uno en el otro. Las manos y los labios se movieron y se amaron y volvieron a amarse hasta que la línea que divide la realidad de la fantasía desapareció por completo. Se acariciaron, se lamieron, se desearon hasta que, finalmente, se fundieron en un solo ser, en una llama de amor poderosa que los dejó físicamente exhaustos y aturdidos, pero que también les hizo más fuertes. El reflejo anaranjado del fuego jugaba sobre sus cuerpos entrelazados como un tercer amante celoso. Se durmieron allí mismo y se despertaron una hora después para abrazarse y hablar de tonterías en voz baja. Eran esposo y esposa, eran amantes, y, sin embargo, a veces se sentían tímidos frente al otro.

– La cosecha ha sido buena en Devon -dijo él.

– ¿Visitaste Wren Court? -le preguntó ella.

– Esperan ansiosos la llegada de Cecily.

– Ella también quiere volver a casa. ¡Ah, Geoffrey! Gracias por amarme realmente.

– Te amo como tú me amas a mí. Es amor compartido.

– Siempre será así, mi querido esposo.


Lo que habría dado Niall Burke por oír esas palabras dirigidas a él. Había abandonado la casa de los condes de Lynmouth enfurecido, casi fuera de sí. El encuentro con Skye no había salido como esperaba. Se había atrevido a soñar que ella se arrojaría en sus brazos y le rogaría que la llevara a Irlanda con él. Había creído que se avergonzaría de lo sucedido en Argel. Y en lugar de eso, había encontrado a una Skye que nada tenía que ver con la dulce muchacha de sus recuerdos. Evidentemente, recordaba mal. Niall se había olvidado convenientemente de la mujer que había encabezado la batalla contra los piratas.

Caminó por la casa, abrió la puerta trabada de la habitación de su esposa y entró.

– Buenas noches, señora Tubbs, ¿cómo está la paciente esta noche?

Una mujer alta y robusta se levantó de la silla junto a la cama y se acercó a él.

– Al menos ha podido tomar algo de sopa, milord.

– Me alegro. Id y comed vos ahora. Me quedaré con lady Burke hasta que regreséis.

– Gracias, milord. -La mujerona hizo una reverencia y salió.

Niall Burke se sentó junto a la cama y miró a la mujer dormida que era su esposa. Su hermosa y dorada piel se había resecado; su cabello rubio oscuro, su glorioso cabello, atado a dos trenzas, se había vuelto castaño, opaco, desvaído. Hace unos meses, era una muchacha adorable, y ahora… Niall suspiró. Pobre Constanza. Nunca le perdonaría lo que le había hecho, pero tal vez podrían empezar de nuevo. Tal vez si la dejaba embarazada, ella volvería a ser la dulce muchacha que lo había seducido en Mallorca.

Los ojos casi casi púrpura de Constanza se abrieron.

– ¿Niall?

– Estoy aquí, Constanza.

– Llévame a casa, Niall.

– Cuando estés lista para viajar, amor mío, nos iremos a Irlanda.

Constanza tembló. Irlanda. Esa tierra húmeda, gris. El castillo de los MacWilliam sería frío y gris. Ella deseaba calidez, sol; quería volver a Mallorca.

– Si me llevas a Irlanda, moriré; estoy segura. Quiero ir a Mallorca, a casa.

– Veremos lo que dice el médico, Constanza -dijo él-. Ahora duérmete.

Los ojos de ella se cerraron de cansancio y él se sorprendió al ver lo frágil que era. Le parecía increíble que hubiera soportado los rigores del submundo de Londres en el que la había encontrado. Había huido con el jefe de los caballerizos, Harry, que la conocía bien y la había instalado en un pequeño piso de dos habitaciones y había vivido de sus habilidades como prostituta. Vendió las joyas y cuando se acabó ese dinero, vivió del trabajo de Constanza, instalándose en una taberna cercana. Pronto se le vaciaron los bolsillos, pero su gusto por la buena vida no disminuyó de la misma forma. Empezó a pegar cruelmente a Constanza, acusándola de no trabajar lo suficiente. Podría ganar el doble, le dijo, si estaba menos tiempo con cada uno de los clientes y dormía sólo cuatro horas al día.

Polly, la sirvienta, que conocía el paradero de Harry por su hermana casada que vivía en el mismo barrio, se deslizó escaleras arriba para ver a su amo. Niall la llevó con él a caballo y ella lo guió, excitada, hasta el lugar en el que vivía Constanza.

Niall tuvo que esforzarse mucho para no desmoronarse cuando encontró a su esposa, delirando por la fiebre en el suelo de una minúscula habitación. Estaba recostada sobre un jergón sucio y el olor del orinal sin vaciar impregnaba el aire de la habitación. Hasta la pequeña Polly, que se había criado en la pobreza, jadeó impresionada.

– No os va a servir -gruñó la vieja dueña de la casa-, a menos que os guste tomarlas así, medio muertas…

– Cierra la bocaza, vieja -ladró Polly-. Vamos a sacar a la dama de aquí.

– ¿Dama? ¿Dama? -chilló la vieja-. Esa me debe el alquiler.

– ¿Dónde está el hombre que vive con ella? -preguntó Niall.

– ¿Harry el buen mozo? No ha aparecido desde que ella está enferma. Tiene otra, una joven.

– ¿Cuánto te debe de alquiler?

La vieja miró a lord Burke con ojos astutos.

– Un chelín -dijo.

El irlandés buscó en su bolsa, pero Polly se interpuso.

– No conseguirías un chelín ni en dos años, vieja asquerosa -le gritó, furiosa-. No le deis más de dos peniques de plata, milord.

Pero Niall sacó media corona de su bolsa y se la dio a la mujer, cuyos ojos brillaban de codicia y sorpresa.

– Esta mujer nunca ha estado aquí -dijo-. Y nosotros tampoco.

La vieja tomó la moneda, la mordió y se la metió en el bolsillo del delantal.

– Nunca os he visto. Ni a ella -declaró, y desapareció de la habitación.

Niall y Polly levantaron a Constanza entre los dos.

– Tú irás con ella, muchacha, y yo llevaré el caballo -dijo él, feliz con la noche lluviosa que resguardaría la vuelta a la casa de los ojos indiscretos.

Niall Burke se había cansado hacía ya mucho de alimentar los chismes de la corte. Cuando finalmente llegaron a casa, los sirvientes se habían retirado; todos menos el muchacho del establo que se llevó el caballo a las cuadras casi sin abrir los ojos por el sueño. Lord Burke llevó a su inconsciente esposa a sus habitaciones, donde él y Polly le quitaron la ropa sucia del cuerpo flaco y consumido. Niall llenó la tina de roble con agua tibia que él y Polly trajeron de la cocina y la lavaron de arriba abajo. Constanza, no del todo en sus cabales, protestó con voz débil. La sacaron de la tina, la secaron, le pusieron un camisón limpio, armaron dos trenzas con su cabello y, finalmente, la llevaron a la cama.

Lord Burke bajó a las cocinas; vació la tina, que era pequeña y manejable, y se sentó a la mesa. Polly rebuscó en la alacena y encontró un pollo cocido. Lo puso sobre una bandeja de madera con un poco de cerveza negra de octubre en una copa y se alejó de la mesa. Pero Niall le hizo un gesto para que se sentara con él. Cortó parte de la pechuga del pollo y se la alcanzó.

– Come, muchacha. Has trabajado mucho esta noche. Y sírvete cerveza también.

Polly lo obedeció con timidez, sorprendida.

– Gracias, milord.

– Te agradezco lo que has hecho, muchacha. Tal vez nunca hubiera encontrado a mi esposa sin tu ayuda. Es una mujer enferma, Polly. Enferma de cuerpo y espíritu.

– Nunca pensé que una dama pudiera actuar así, si me permite decirlo, milord.

Él sonrió. Polly era una pequeña inocente. Él podría haberla impresionado con historias de grandes damas de la corte que se convertían en putas por una razón u otra.

– Polly, pareces una muchacha muy inteligente. Voy a darte una oportunidad de mejorar, pero no será fácil. Necesito a alguien que cuide de mi esposa. No puedo dejarla sola. Si yo no estoy con ella, tiene que haber otra persona. Ahora está enferma, pero cuando se mejore, tratará de sobornarte para escapar, y no debes dejar que lo haga. ¿Crees que podrás hacerlo?

– Sí, mi señor. Pero hay algo que tenéis que saber. Harry también fue mi amante y, una vez, cuando milady nos descubrió, ella… -La cara de Polly se puso roja-. Ella se nos unió -terminó con rapidez-. Sé que puedo cuidarla, pero creo que tenéis que saber esto.

Niall casi se ahoga con su cerveza. Constanza había tenido inventiva, no había duda.

– Parte del trabajo de cuidarla consistirá en decirles a los que pregunten por ella que no está del todo bien de la cabeza, Polly.

– De acuerdo, señor.

Así que Niall había contratado a la señora Tubbs para que vigilara a Constanza de noche y a la joven Polly para que lo hiciera durante el día. El primer médico que la vio recibió la información de que lady Burke había sido raptada y la experiencia le había afectado la razón de algún modo.

El médico la llenó de ampollas y le hizo sangrías. Lo único que consiguió fue debilitarla aún más. Niall lo despidió y contrató a otro, recomendado por lord Southwood.

El segundo médico era moro y sabía lo que hacía. Examinó cuidadosamente a Constanza, tomó notas y todo el tiempo dio señales de comprenderla y querer ayudarla. Finalmente, se reunió con lord Burke en otra habitación.

– Milord, vuestra esposa está muy enferma, emocional y físicamente. Necesita una dieta especial, descanso, sol y medicación. -Se detuvo un momento, como si tuviera que tomar una decisión. Después preguntó-: ¿Tenéis sífilis, milord?

– ¡Dios, no!

– Vuestra esposa, sí. -El médico sabía ser directo cuando quería-. Uno de los peores casos que he visto.

– No me sorprende -dijo Niall con calma-. Doctor, mi esposa está enferma, en eso tenéis razón. Es una mujer a la que no le basta un amante. ¿Comprendéis lo que quiero decir?

– Sí, milord, y lo lamento. He oído hablar de casos así. Puedo tratar sus síntomas, pero a menos que podáis impedirle que siga con su locura, se matará. Francamente, no estoy seguro de que no sea ya demasiado tarde.

Niall se retiró a su estudio. No encendió ninguna vela. Se sentó en silencio frente al fuego. «Bueno, padre -pensó-, no voy a llevar a mi esposa a Irlanda, todavía.»

El doctor Hamid volvió al día siguiente.

– Buenas noches, doctor -lo recibió Niall.

– Milord.

– Venid a verme cuando hayáis revisado a Constanza.

– Muy bien, milord.

Niall suspiró. Se quedó un rato pensando hasta que, de pronto, se dio cuenta de que no estaba solo.

– ¿Milord?

– Ah, doctor, habéis vuelto. Venid a mi estudio y sentaos. ¿Cómo está Constanza?

– Un poco más fuerte, pero no tan bien como yo esperaba, milord.

– ¿Podría viajar?

– ¿A Irlanda? No. Eso la mataría.

– No, doctor Hamid. A Mallorca. Expresó sus deseos de volver a su hogar. Si es posible, quiero darle el gusto.

– El sol le iría muy bien, milord. Pero todavía no está suficientemente fuerte para emprender el viaje.

– ¿Dentro de unas semanas?

– Tal vez. Sí, en realidad, puede que mejore si sabe que la vais a enviar allí.

– Entonces, se lo diré. Mientras tanto, iré a Irlanda a ver a mi padre. Hace cuatro años que no nos vemos.


Niall Burke partió hacia su casa cuatro días después cabalgando a través de la verde Inglaterra hasta el puerto más occidental, donde encontró fácilmente una nave que pudiera llevarlo a Irlanda.

Cuando vio de nuevo su adorado hogar, las onduladas, suaves y verdes colinas; los dramáticos cielos, llenos de nubes que solamente se pueden ver en Irlanda, pensó en su larga ausencia y se echó a llorar. Pero cuando tomó tierra y volvió a cabalgar, el sentimiento de nostalgia desapareció, reemplazado por un deseo de llegar cuanto antes al castillo de los MacWilliam. Se quedó atónito al ver que su familia lo había estado esperando y se le detuvo el corazón al ver a su padre. El viejo estaba más delgado, y se le veía más frágil. Niall lo notó apenas se acercó a él. Pero no había perdido nada de su autoridad ni de su orgullo.

– Así que dejaste que la O'Malley se te escapara de nuevo y ya le ha dado un hijo varón a su nuevo esposo -fue el saludo de su padre. Como si Niall nunca se hubiera marchado.

– Ahora tengo esposa -le recordó a su padre, a la defensiva.

– Otro campo yermo que no puedes fecundar. ¿Dónde está?

– La he dejado en Londres. Está enferma.

– ¡Claro, claro! Lo suponía.

– Padre no puedo quedarme. He venido porque quería verte. Nuestro clima está matando a Constanza. Irlanda no es mucho mejor, así que voy a llevarla a Mallorca.

– Sería mejor que la trajeras aquí, a Irlanda, a morir. Entonces podríamos casarte de nuevo con alguna mujer irlandesa fuerte que pueda darme nietos. Las mujeres extranjeras no florecen bien en suelo irlandés.

– Probablemente se muera de todos modos, padre. Extraña el sol y quiero que sea feliz en sus últimos días.

– En ese caso, veré qué hijas de buena familia están disponibles para el matrimonio. O tal vez una joven viuda con hijos varones… -musitó el viejo.

– ¡No me busques esposa, padre!

– ¡Quiero ver a mis nietos antes de morir!

Y así siguieron discutiendo durante los pocos días de la visita de Niall. El día de su partida, Seamus O'Malley, el arzobispo de Connaught, vino a verlo con sus dos sobrinos nietos, Ewan y Morrough O'Flaherty, y le pidió que los escoltara hasta la casa de su madre en Inglaterra. Aunque los niños lo obligarían a viajar con más lentitud, Niall aceptó. Y quedó gratamente sorprendido cuando Seamus O'Malley le ofreció un barco de la familia para llevarlos directamente a Devon.

– ¿Creéis que mi sobrina es feliz? -preguntó el obispo.

– Eso dice -respondió Niall con amargura-, pero las mujeres suelen ser inconstantes.

Seamus escondió una sonrisa.

– Debéis aprender a aceptar la voluntad de Dios, hijo mío -murmuró en tono piadoso.

Niall Burke se mordió los labios para no decirle al obispo que se fuera al diablo.

– Debo rezar para que el Señor me otorgue el don de la paciencia -dijo con una falta de sinceridad absolutamente obvia, y Seamus O'Malley rió entre dientes.

– ¿Podéis partir mañana, Niall? Skye nos comunicó que está ansiosa por ver a sus hijos. Pobre Skye… -El obispo no terminó la frase. No había palabras para expresar lo que pensaba de la tragedia de su sobrina.

Después de una pausa, Niall dijo:

– Sí, creo que puedo partir mañana, y rezo por que este viaje sea menos accidentado que el último que hice en una nave de los O'Malley.

Ewan y Murrough O'Flaherty eran fáciles de cuidar. De seis a siete años, los muchachos tenían muchos deseos de ver a su madre, pero estaban asustados ante la idea de ir a vivir con una mujer a la que casi no recordaban. El viaje, además, era el primero que hacían lejos de Irlanda, pero, a pesar de sus miedos, estaban excitados y contentos.

Niall Burke se despidió afectuosamente del MacWilliam.

– Si me necesitas, el gobernador de Mallorca sabrá dónde encontrarme -le dijo-. Te prometo que cuando todo termine, volveré a casa.

– ¡De acuerdo! No pienso morirme hasta que vea la próxima generación, muchacho.

Niall sonrió con paciencia y después se alejó a caballo con sus dos jóvenes acompañantes. El viaje, de apenas unos días, no presentó ningún problema, acompañado en todo momento por un clima de cielos claros y buenos vientos. En el último día, pasaron junto a la isla de Lundy, siguiendo la marea, y subieron por el río Torridge hasta Bideford. Los pequeños O'Flaherty viajaban con los ojos abiertos de asombro, porque nunca habían estado en una ciudad. Miraban con la boca abierta la actividad frenética del puerto. Niall, incapaz de resistir la idea de mimarlos un poco, los llevó a una hostería junto al río y les compró pasteles y vino aguado. Alquiló dos caballos y, como todavía no era mediodía, tuvieron tiempo suficiente para llegar a Lynmouth antes del anochecer. Antes de partir, la joven esposa del dueño de la hostería les obsequió con queso, pan y manzanas frescas.

– Los muchachos siempre tienen mucho apetito durante los viajes -dijo con una alegre sonrisa. Niall le sonrió también y dejó caer una moneda en su corsé con gesto travieso.

– Cómprate unas cintas que hagan juego con el color de tus ojos -le dijo.

Ewan y Murrough estaban callados ahora, cada vez más nerviosos a medida que cada paso de los caballos les llevaba más cerca de su madre. Los pensamientos de Niall estaban centrados en Skye. Se habían despedido con tanta amargura, y la verdad era que había sido culpa de él. ¡Que el comportamiento de Constanza lo hubiera llevado a acusar a Skye de inmoralidad…! ¡Se había portado como un idiota! Claro que amaba a Southwood. Era una tragedia para Niall que los recuerdos del amor que se habían profesado hubieran vuelto a la mente de Skye después de que ella se hubiera casado, enamorada. Pero también era cierto que, aunque ella no hubiera estado casada, él sí tenía una esposa. ¿Entonces, por qué se había enfadado con ella?

Se detuvieron junto a un arroyo para dar un descanso a los caballos y comerse el almuerzo que les habían regalado.

– No se parece a Irlanda -observó Ewan.

– Todo es tan complicado -dijo Murrough-. Quiero volver a casa…

– Vamos, muchachos, debéis daros tiempo. Vuestra madre tiene muchísimas ganas de veros.

– ¿Y qué pasa con el inglés con quien se casó? -preguntó Ewan, casi sin esconder su desprecio. Niall lo miró, divertido.

– Lord Southwood es un caballero, muchachos. Os gustará.

– No vamos a quedarnos aquí -aseguró Ewan-. Mi hermano y yo somos O'Flaherty y somos de Ballyhennessey y yo tengo que cuidar de mis tierras en Irlanda. Solamente vamos a visitar a nuestra madre.

– Vuestra madre había perdido la memoria. Cuando la recuperó, y de eso hace muy poco, lo primero que pidió fue veros. No la hagáis quedar mal ante el inglés. Que no diga que los irlandeses somos bárbaros.

– Al diablo con el inglés -le ladró el muchacho.

– Ese es un sentimiento que estoy casi dispuesto a compartir, Ewan O'Flaherty, pero, de todos modos, vas a portarte bien y no dejarás en mal lugar a los irlandeses -replicó Niall, palmeando al muchacho como si se tratara de un juego-. Ahora, montad, muchachos. Si queremos llegar a casa de vuestra madre antes del anochecer, será mejor que cabalguemos sin detenernos.


Avistaron el castillo de Lynmouth justo en el momento de la puesta de sol. Estaba en una bahía entre dos cabos, frente a la isla de Lundy. La parte más antigua del castillo era una torre sajona circular sobre la que las siguientes generaciones habían construido otros edificios. El resultado era un edificio pequeño pero encantador, mezcla de arquitectura sajona, normanda, gótica y Tudor. Por debajo de la gran torre grisácea, la casa propiamente dicha era blanca con algunas paredes cubiertas por enormes enredaderas. En ese momento, el sol rojo de la tarde coloreaba las torres con techo de tejas y calentaba los campos de los alrededores. Los caballos atravesaron lentamente el viejo puente de roble que daba al patio del castillo. Un muchacho se apresuró a ayudar a desmontar a los visitantes y un sirviente los hizo pasar al interior.

– Soy lord Burke. Traje a los dos hijos de la condesa desde Irlanda.

– Por aquí, milord. Los señores os esperaban, aunque no sabían exactamente cuándo llegaríais.

El sirviente los condujo al salón del castillo. A Niall lo impresionó la habitación. Era hermosa, con ventanas a ambos lados y una vista del mar desde todas ellas. Skye estaba en su ambiente en una habitación así, de pie junto a una ventana, con un vestido simple de terciopelo morado. Sus magníficos ojos azules se abrieron de sorpresa al verlo y se posaron enseguida en los dos niños.

– He traído a tus hijos, Skye -anunció él con voz tranquila-. Buenas noches, Southwood. Espero poder disfrutar de vuestra hospitalidad por esta noche.

El conde asintió y puso su brazo sobre el hombro de su esposa.

– ¿Mis hijos? -La mirada de Skye estaba llena de asombro-. ¡Pero si eran bebés cuando los vi por última vez! -Le caían lágrimas por las mejillas-. ¡Ewan! ¡Murrough! Venid con mamá. -Abrió los brazos y los dos chicos corrieron hacia ella sin avergonzarse y sollozaron su miedo y su alivio al reconocerla-. Ah, queridos, queridos -lloraba ella-, no me había dado cuenta de hasta qué punto os extrañaba. -Los abrazó de nuevo-. Soltadme, por favor, quiero veros. -Desenredó los bracitos de los niños, que tenía anudados al cuello, y los hizo retroceder un poco-. Bueno, no os parecéis a vuestro padre, no, y le doy gracias a Dios por eso. Sois O'Malley puros, con el cabello negro y estos ojos azules. Ewan, ¿Cuántos años tienes? ¿Siete? ¿Y Murrough, seis?

– Sí, mamá -respondieron los dos chicos a coro.

– Entonces -dijo ella con voz soñadora-, pronto os enviaremos de pajes con otra familia. Pero primero tenemos que conocernos mejor. Quiero presentaros a vuestro padrastro, el conde de Lynmouth.

Los niños se volvieron y, sometidos a la mirada amenazadora de Niall, hicieron una reverencia a lord Southwood. Geoffrey vio la mueca de Niall y sonrió por dentro, divertido. Así que los pequeños salvajes estaban resentidos por su presencia. Era lógico y natural. Se inclinó ante ellos.

– Ewan y Murrough O'Flaherty, me alegro de teneros conmigo en mi casa. Os doy la bienvenida.

– Tienen que conocer a los otros niños, Geoffrey -intervino Skye-. Tenéis cuatro hermanas, niños. Susan, de seis años; las gemelas, Gwyneth y Joan, de cinco. Y mi hija Willow, que tiene tres años y medio. Vuestro hermanito se llama Robbie. Venid, os llevaré a verlos.

En todo el rato no le había dicho ni una sola palabra a Niall, ni una.

– Había olvidado que odia con tanta pasión como ama -dijo Niall con suavidad.

– La heristeis mucho la última vez que os visteis -replicó Geoffrey.

– Lo sé. Dios sabe que no era lo que pretendía pero, de pronto, ahí estábamos, peleándonos.

– Ha sido muy amable de vuestra parte traer a los hijos de Skye desde Irlanda. ¿Habéis instalado allí a vuestra esposa?

– Constanza todavía está en Londres. Fui sólo a ver a mi padre. Me voy a Londres mañana. Mi esposa está muy enferma y quiero llevarla a su casa, a Mallorca.

Geoffrey asintió.

– Haré que un sirviente os conduzca a vuestra habitación -dijo con amabilidad.

Unos minutos más tarde, Niall se quedaba a solas en su habitación. Como en el salón que acababa de dejar, tenía una vista al mar a su disposición. El sol manchaba las aguas de un color vino tinto y en el brillo de la tarde veía la isla de Lundy, ese misterioso puerto pirata. «Skye sería feliz allí -pensó Niall-, sería feliz cerca del color y el olor del mar.»

Esa noche la cena fue simple, un asunto poco agradable, casi incómodo. Los niños ya no estaban allí, ya habían comido en la sala de juegos. Ewan y Murrough se sentían mejor ahora. Sus hermanas los miraban con miedo y respeto, y ellos estaban encantados con la menor, Willow. Habían descartado al bebé: no era interesante.

Los Southwood y lord Burke estaban sentados en el estrado del salón. Los acompañaban solamente algunos de los alguaciles, porque el conde no tenía invitados esa noche. La cena fue simple y la conversación, escasa. Finalmente, sólo quedaron Niall, Geoffrey y Skye, ya que los demás se dispersaron por el salón o se reunieron alrededor del hogar. Niall sabía que no podría irse sin hablar con Skye. Ella se las había arreglado para evitar el encuentro durante toda la noche, aunque, aparentemente, no había nada extraño en la forma como se trataban. Niall se dio cuenta de que iba a tener que usar la vía más directa.

– Skye -dijo con voz calmada, mirándola directamente a los ojos-. Me gustaría disculparme por mi comportamiento la última vez que nos vimos.

Los labios de ella se curvaron en una sonrisa.

– Estabais bajo una presión muy grande, milord -replicó con voz tranquila. La sonrisa no llegaba a sus ojos azules, ausentes y sin expresión-. Ahora espero que me disculparéis, ha sido un día agotador para mí. -No esperó una respuesta.

Se inclinó hacia Geoffrey con sus ojos cálidos y dijo:

– No tardes, amor mío.

Él le cogió la mano y se la besó durante un momento.

– No, claro que no, mi vida. -Le acarició la mejilla.

Niall se sintió un intruso, y eso le dolió. Después de ese momento de intimidad, Skye se detuvo en la puerta del salón, se volvió y dijo:

– Buen viaje, Niall. -Y desapareció.

– En realidad, ya os ha perdonado, Niall. Pero la heristeis, y es orgullosa.

– Siempre ha sido orgullosa -dijo él-. Capaz de desafiar al mundo. Pienso que ésa es la razón por la cual su padre la prefería y por la cual dejó a la familia a su cargo. -Niall se frotó la frente con cansancio-. Ah, pero eso es historia, historia de otros tiempos, de otro lugar. Y de otra mujer. Bueno, me voy a acostar, Southwood. Quiero salir temprano. Si no os veo por la mañana, os doy las gracias ahora por vuestra hospitalidad.

Geoffrey Southwood miró partir a su huésped y sintió lástima por él. Sacudió la cabeza y fue también a acostarse. Cuando se reunió con su esposa, Skye estaba cepillándose el oscuro cabello.

– Has sido muy dura con él, amor mío.

– No pienso ser vulnerable al embrujo de Niall Burke. Nunca más -dijo ella con amargura. Y después, cambiando de humor, lo abrazó.

Él rió con suavidad.

– Bruja, ¿estás coqueteando conmigo?

– ¡Sí! ¡Sí! Bésame, Geoffrey.

Él fingió pensarlo.

– Tengo que decidirlo, señora -dijo, y se alejó de ella.

– ¡Bestia! -siseó ella, y se lanzó sobre su espalda.

Él se volvió a tiempo para cogerla y apretarla contra su pecho. Prisionera, ella no podía defenderse.

– Y ahora, señora… -dijo él con suavidad, y le besó los labios.

– ¡Ámame, Geoffrey! ¡Ámame, por favor!

– Claro que sí, amor mío -dijo él, y su boca se cerró sobre la de su esposa.

Ella se entregó sin reservas y lo sorprendió de nuevo con la intensidad de su pasión. Sus labios eran como pétalos de suavidad bajo los del conde y se abrían para acoger su lengua. Él no los liberó en ningún momento y, sin dejar de besarla, la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. La dejó caer con suavidad entre las almohadas, y después se quitó su camisa de seda. Los ojos color zafiro lo devoraron y los ojos verdes respondieron inmediatamente con idéntica pasión. Ella se quitó su camisón y lo arrojó al suelo. Después le tendió los brazos. Él se sentó en el borde de la cama y le tomó la cara con ambas manos. Miró dentro de esos ojos magníficos.

– No, Skye, no me hagas el amor para borrar tus recuerdos de Niall Burke. No tengo miedo de esos recuerdos, y tú tampoco deberías tenerlo. Hubo un tiempo en que lo amaste mucho, y sé que esos sentimientos no se borran por completo ni tienen por qué borrarse. Sé que te hirió, pero fue porque él también sufría. Perdónalo, amor mío, por él y por mí, para que, cuando nos amemos, yo pueda estar seguro de que es por lo que sientes por mí y no por el resentimiento que guardas contra él.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Skye y corrieron por su hermoso rostro.

– Al diablo contigo, Southwood. ¡No te merezco! ¡Sí, sí! Lo perdono, pobre bastardo. Le tengo lástima, incluso. Yo me resigné a lo que me deparó el destino, pero Niall, no, y me odiaba porque odia ese destino. ¡Como si yo fuera responable de lo que me pasó! Y sí, lo odié cuando me hirió. Me hizo sentir culpable por ser feliz contigo, mientras él lo pasaba tan mal con Constanza. Pero quiero que entiendas una cosa: nunca he hecho el amor contigo para olvidar a Niall Burke.

Parecía indignada y adorable, y él rió.

– Me alivia mucho oír eso, señora.

Él se estiró y acarició lentamente uno de los pequeños senos con una sonrisa perezosa en la comisura de los labios y un rayo en los ojos. Un elegante dedo jugueteó con un pezón hasta que éste se alzó para prestarle atención, y luego se detuvo entre los senos y bajó hasta el lugar que queda entre las piernas. La palma de la mano presionó allí con firmeza y luego acarició con suavidad. Skye empezó a jadear y sus ojos se entrecerraron.

– Oh, amor mío -murmuró él-, estás hecha para esto. Eres perfecta. -Y su cabeza se hundió para probar la piel fresca de los senos. A pesar de las veces que había hecho eso con ella, siempre lograba extraer un gemido de ella, un gemido que la hacía inflamarse y perder el aliento. Él gimió también.

Sus manos descendieron a lo largo del cuerpo amado, rodearon un momento la cintura y luego bajaron más aún, hasta las nalgas. El cuerpo del conde subió sobre el de ella y Skye se estiró para tocar la raíz de su masculinidad y jugar con ella, frotando y acariciando la húmeda abertura del miembro.

– ¡Podrías excitar a una estatua, bruja!

– Ámame, Geoffrey -le susurró ella con urgencia, y separó las piernas para recibirlo.

Lentamente, con habilidad, dulzura y sabiduría, él entró en ella mientras miraba en esos ojos hermosos lo que ella estaba sintiendo. Se retiró un poco y los ojos de ella lloraron su desagrado. Luego se hundió con fuerza y el placer que saltó en la mirada azul se agregó a la alegría del conde. Cuando Skye le pidió el clímax y dejó caer sus párpados oscuros y suaves como plumas sobre las mejillas pálidas, él sintió que los espasmos de ella eran como olas que rompen una tras otra sobre la playa. Seguro ya de que ella estaba saciada, Geoffrey Southwood buscó su propio paraíso y se dejó ir en ese cuerpo hermoso que se movía con tanta pericia bajo el suyo, en las uñas que se clavaban en su espalda, en el grito de placer cuando su masculinidad explotó y la inundó con el dulce tributo de siempre. Sí, Skye era suya. Solamente suya.

Capítulo 21

El conde y la condesa de Lynmouth abandonaron Devon durante una breve temporada después de Año Nuevo para recibir a sus invitados en la famosa fiesta de la Duodécima Noche en Londres. Los mejores sastres y costureras de la ciudad tuvieron que trabajar horas extras para cumplir con los encargos y recibieron propinas y sobornos en la lucha de todos por lucir el mejor traje de la noche. El dinero aseguró a la condesa de Lynmouth el conocimiento previo de todos los disfraces de sus invitados. Para no ofender a ninguno con un vestido similar, tuvo que comprar las confidencias de los criados con discreción y celeridad.

Se divirtió mucho cuando vio que muchas mujeres habían copiado su idea del año anterior, en el que había aparecido disfrazada de Noche, con un vestido negro. Algunas habían invertido el papel y habría por lo menos media docena de Días y cuatro Tardes. También habría Primaveras, Veranos, Inviernos y Otoños, como siempre. La reina se disfrazaría de Sol, y ése era el secreto peor guardado de Londres. Las tres damas que habían tenido la misma idea habían sufrido ataques de histeria al descubrir que tendrían que cambiar de disfraz. La Luna y la Cosecha también eran temas populares, pero nadie, excepto Skye, había pensado en aparecer como una joya. Pensaba disfrazarse de Rubí. Y como Daisy y su madre le habían hecho el vestido en Devon, ése sí que era un secreto bien guardado. Geoffrey se vestiría de Esmeralda, con un traje verde oscuro.

La noche de la mascarada, Skye se detuvo frente a su espejo de cuerpo entero más que satisfecha con lo que veía. El vestido rojo oscuro era magnífico, pero no recargado. Llevaba una falda inferior de seda pensada para formar un diseño adornado con pequeños rubíes e hilo de oro, un dibujo que brillaba con cada cambio de luz. La falda superior era de pesado terciopelo y las mangas partidas dejaban ver la seda de la camisa a juego que repetía el diseño de los rubíes de la falda. El escote era muy bajo y el conde tuvo que comentar:

– No sé si estoy de acuerdo con tu generosidad. Le muestras a la corte tesoros que son solamente míos.

Skye se rió y replicó:

– Pero piensa en cómo van a envidiarme, milord.

Él rió.

– Qué criatura malvada eres -ironizó, y, de pronto, colocó en el cuello de su esposa un hermoso collar de rubíes-. Éste es mi regalo para ti, amor mío. -Ella perdió el aliento y él se inclinó y le colocó los pendientes que hacían juego.

– ¡Ah, Geoffrey! -La mano de ella tocó el collar con respeto-. Son extraordinarios. -Se volvió y lo besó con dulzura. El perfume de su cuerpo asaltó al conde, que sintió una punzada de deseo.

– Por el amor de Dios, amor mío, dame las gracias más tarde. En este momento estoy considerando seriamente deshacerte el vestido y el peinado para siempre.

Ella rió, contenta, y se sonrojó de placer y excitación.

– Ah, te amo, ¡te amo!

Él dominó su pasión y su deseo, y murmuró:

– Preferiría estar en casa contigo, en Devon, y no aquí, preparándome para que medio Londres coma y beba a mi costa y de paso pueda admirar los senos de mi esposa.

Skye rió, encantada, y después se sentó y dejó que Daisy terminara de arreglarle el cabello. Las damas de la corte inglesa solían preocuparse mucho por el peinado que usaban, pero Skye no estaba de acuerdo. Le había pedido a Daisy que le hiciera un moño simple sobre la nuca. El moño estaba decorado con flores de seda, y el resto del cabello, partido en el centro con dos pequeños bucles, que las mujeres llamaban «lazos de amor», a ambos lados de la cabeza.

Skye se puso en pie, satisfecha, y giró frente a su esposo.

– ¿Y bien, milord?

– No puedo decir nada que ya no sepas, cariño. -Ella sonrió. Entonces él le preguntó-: ¿Y yo, señora? ¿Os parece que no vale la pena mirarme?

Ella lo miró con ojos divertidos, como un galán miraría a una dama a la que desea, y la boca del conde se dobló de risa ante esa imitación. Ella dio una vuelta alrededor de él, mirándolo de arriba abajo y después dijo:

– Tenéis las piernas mejor formadas de la corte, milord, y ese traje color esmeralda combina muy bien con vuestros ojos. Las damas tratarán de olvidarse de que me pertenecéis, pero no pienso permitirlo.

Él hizo una elegante reverencia, como para aceptar el cumplido. Riendo, bajaron cogidos del brazo por las escaleras del gran salón de baile de la Casa de Lynmouth.


Empezaban a llegar los primeros carruajes, y Skye y Geoffrey se quedaron de pie en la escalera de la entrada principal, para saludar a sus huéspedes. El salón se llenó con rapidez. Hasta la reina llegó temprano, escoltada por lord Dudley, siempre apuesto, entre otros caballeros.

– Pensamos quedarnos hasta tarde, querida Skye -anunció Isabel-. Tú y Southwood dais la mejor fiesta del año.

– Regresamos a Londres temporalmente para no afrentar a Vuestra Majestad -dijo Geoffrey-. Skye todavía no está repuesta del todo del nacimiento de vuestro ahijado.

– Esta fiesta no os perjudicará, ¿verdad? -preguntó Isabel, preocupada.

– No, Majestad. Solamente veros ya me da fuerzas -replicó Skye.

Los ojos de la reina brillaron.

– Qué cortesana tan perfecta sois ahora, Skye. ¡La mejor de las parejas posibles para Southwood!

El conde se inclinó ante el cumplido y le ofreció su mano a Isabel cuando empezó el primer baile. Lord Dudley bailó con Skye. A ella no le gustaba el favorito de la reina, y él lo sabía perfectamente. Pero, por desgracia, el rechazo no hacía más que aumentar su excitación. Era un hombre que amaba el peligro, y la idea de seducir a esa hermosa mujer ante las narices de Isabel y del conde lo tentaba constantemente.

La opinión que Robert Dudley tenía de sí mismo era tan elevada que no entraba en su cabeza que él, el hombre más popular de la corte, pudiera sufrir un rechazo. Suponía que Skye era tímida, y que ahí radicaba el problema, a pesar de que no había nada de timidez en la personalidad de la dama. Si la hubiera conocido bien, se habría dado cuenta inmediatamente. Mientras bailaba con ella, sus ojos se deleitaban con la luminosidad de esa piel blanca y bajaban, osados, hasta el escote. ¡Qué hermosas manzanitas debía de esconder esa mujer bajo el corsé! Las miró con rapidez, claro, porque, aunque Isabel todavía le negaba la posesión total de su cuerpo, era una mujer tremendamente celosa.

Skye ignoró esos ojos llenos de deseo que la hacían sentir casi sucia. Lo que no pudo ignorar fueron los comentarios directos y atrevidos de Dudley.

– ¿Por qué no os gusto, hermosura? Deberíais tratar de cultivar mis favores.

– No es que no me gustéis, milord -dijo Skye, mirándolo a los ojos. Pero la sonrisa de triunfo de Dudley se desvaneció cuando ella siguió diciendo-: Pero tampoco me resultáis agradable.

– Entonces, ¿por qué diablos me elegisteis como padrino de vuestro hijo?

– Fue mi esposo quien os eligió -mintió Skye. Estaba pensando: «Aunque yo tal vez os haga frente, mi señor Patán, no pienso dejar que la toméis con mi Geoffrey»-. Así que ya veis, milord Dudley, yo siempre obedezco a mi esposo, como tendría que hacer toda buena esposa -terminó con voz humilde.

– Dios, vuestra virtud me inflama -susurró lord Dudley.

– No pretendo inflamaros, sir.

– Pero lo hacéis, señora. -Él miró rápidamente a Isabel, pero ella estaba ocupada y no le prestaba atención.

Entonces tomó a Skye por sorpresa, la sacó de la pista de baile y la llevó a un rincón alejado del salón. Antes de que ella se recuperara de la sorpresa de ese acto desafiante, sus brazos la envolvieron. Skye estaba furiosa y se debatía con fuerza.

– ¡Señor! ¡Cómo os atrevéis! ¡Soltadme inmediatamente! -exigió.

La risa susurrante de Dudley era casi un gruñido.

– No, mi dulce Skye. No pienso hacerlo. Ya basta de timidez, señora. Quiero probar estos labios maduros y también las otras frutas más exquisitas que tenéis escondidas por aquí -dijo, y se inclinó para besar el descubierto nacimiento de sus senos.

Ella trató de liberarse. Asqueada, lo empujó con fuerza, pero él la apretó aún más, mientras con una mano le sostenía la cabeza. Ella trató de desviar la boca con desesperación, pero no pudo, y la boca de Dudley se hundió en la de ella y trató de forzar pasión donde no la había. Ella no se atrevió a gritar, porque la reina, que estaba enamorada, creería que ella había sido la que había provocado la situación. Robert Dudley contaba con eso, claro está. Su lengua se abrió paso entre los dientes y se hundió en la boca de Skye. Mientras tanto, sus manos le levantaban las faldas con confianza. Skye, sabiendo que sólo tendría una oportunidad antes de que él la violara casi a la vista de todos, levantó la rodilla para golpear en el sitio más vulnerable de un hombre. Él la soltó inmediatamente y ella tuvo la satisfacción de ver una mueca de profundo dolor en el apuesto rostro del favorito.

Sin decir ni una sola palabra, Skye huyó con las mejillas encendidas. Tenía suerte de que el lugar que había elegido Dudley estuviera tan resguardado de miradas indiscretas. Nadie había notado ni su llegada ni su huida precipitada. Skye tomó una copa de vino helado de la bandeja que llevaba un sirviente y se obligó a beber despacio, mientras esperaba que su corazón retomara el ritmo normal. Se detuvo frente al espejo, dejó la copa sobre la mesa y se arregló el cabello y el vestido con manos temblorosas.

¡Bastardo asqueroso! ¿Cómo se atrevía a atacarla? Ella había hecho lo imposible para que él supiera que no estaba interesada en sus lances, pero, aparentemente, no se daba por vencido con rapidez. No podía apelar a la reina, porque Isabel estaba enamorada de Dudley y no la creería. «No quiero volver a la corte. Nunca -pensó Skye con desesperación-. Tal vez podamos rogarle a la reina que nos deje volver a Devon en primavera y así, para el otoño que viene, quizá nos reemplace con nuevos afectos. Entonces podremos quedarnos allí y criar a nuestros hijos en paz.» Pensar en Devon la hacía sentirse más tranquila, así que levantó la copa de vino y se unió a los invitados.

Lord Dudley todavía estaba doblado en dos, jadeando donde ella lo había dejado. Seguía sintiendo oleadas de dolor, pero, lentamente, empezó a respirar mejor. «Esa perra», pensó, medio enojado, medio intrigado. Se frotó el miembro golpeado, incapaz de creer que ella le hubiera rechazado. Las mujeres no rechazaban a Robert. Nunca. Skye iba a lamentarlo. Un día la tomaría para sí. Y, se prometió, ese día ella le rogaría que la tomara. Se arregló la ropa y dejó el rincón.

Skye se las arregló para evitarlo durante el resto de la velada, pero Geoffrey, que era muy sensible a los cambios de humor de su esposa, se dio cuenta de que algo andaba mal.

La llevó aparte con discreción.

– ¿Qué te pasa, amor mío?

– Dudley ha tratado de violarme -confesó ella, furiosa.

– ¿Qué?

– Baja la voz, Geoffrey. -Skye le apoyó una mano en el brazo como advertencia-. Ya había tratado de arrancarme algún beso con anterioridad, pero tú sabes tan bien como yo que la reina no me creería si se lo explicara. Y él cuenta con eso.

– Pero no…

– No. Le he metido la rodilla en los testículos. Y me sorprendería que pueda volver a bailar esta noche.

Geoffrey hizo un gesto de dolor automático, pero no sentía ninguna simpatía por Dudley.

– ¿Qué te parecería si nos vamos a Devon apenas termine la mascarada, querida? -le preguntó.

– Fantástico, amor mío. -La cara de Skye se encendió de alegría.

– Solamente nos cambiaremos para estar más cómodos. Partiremos al amanecer. Conozco una posada maravillosa en el camino en la que podemos pasar la noche. -La besó en la punta de la nariz.

– ¿Como la de la primera vez?

– ¡Mejor! -Él le sonrió-. ¿Y te molestaría mucho si nos quedamos en Devon y nos olvidamos de Londres y de la corte?

– No. Me gustaría mucho quedarme en Devon. Me parece que soy ratón de campo en el fondo de mi corazón, milord. Espero que esa novedad no os desilusione.

Él la abrazó con cariño.

– Yo también he descubierto que no tengo ganas de compartirte con nadie, esposa mía. Con nadie, excepto, tal vez, los chicos.

– ¿Sólo tal vez?

– Skye, si quieres saber la terrible verdad, no deseo compartirte con nadie en absoluto, ni siquiera con los chicos. Ahora, volvamos con nuestros invitados antes de que noten nuestra ausencia.

En la cena de medianoche, De Grenville y la recién casada Lettice Knollys descubrieron pequeñas coronas en sus pedazos de pastel de la Duodécima Noche y fueron coronados rey y reina del Malgobierno. Durante el resto de la noche, De Grenville mantuvo el ritmo de la fiesta dando órdenes malvadas a sus súbditos. Hasta la pobre Lettice tuvo que aguantar a su consorte en el malgobierno. Dickon ordenó que le vendaran los ojos y que le besaran seis caballeros que él eligió.

– Uno de ellos es tu esposo, Walter, y tienes que decirnos cuál.

La pobre Lettice estaba en un aprieto, porque Walter no era el mejor de los amantes. Con los ojos vendados, oyó las risitas y los movimientos de excitación a su alrededor. Recibió sus seis besos en los sensuales y rojos labios, uno apenas un roce, dos muy sonoros y sentidos, dos húmedos y poco hábiles, y uno muy apasionado que la dejó sin aliento.

– ¿Y bien? -le preguntó De Grenville sin quitarle la venda todavía.

Lettice fingió pensarlo con seriedad. Estaba casi segura de que ninguno de ellos era Walter, pero quería conocer la identidad del hombre que la había besado con tanta pasión.

– El último era Walter -anunció con firmeza-. Estoy segura.

Una gran carcajada recibió su respuesta, y cuando le quitaron la venda, Lettice se vio frente a frente con Dudley.

– Ahhh -dijo ella, sonrojándose en un gesto de confusión que le sentaba muy bien-. Estaba tan segura. Besa igual que mi Walter.

– Ninguno de ellos era Walter, querida -dijo De Grenville.

– ¡Ah, Dickon, te propasas! -Lettice golpeó el suelo con el pie con fingido enojo y todos rieron de nuevo. Robert Dudley sonrió mientras ponía el brazo sobre el hombro de la reina. Lettice Knollys era una mujer muy atrevida. Le había puesto la lengua entre los labios con una pericia deliciosa. La miró con los párpados bajos y vio, para su sorpresa, que ella lo miraba con tanta intensidad y tanta discreción como él. «Bueno, bueno -pensó Dudley-, una buena compañera de juegos para esas noches en que Bess me vuelve loco de pasión y después me despide sin satisfacerme.»


La fiesta se hizo más y más alegre. Finalmente, la reina y sus íntimos emprendieron el regreso a Londres y los demás invitados los siguieron poco después, exhaustos, excitados y borrachos. Los últimos se despidieron en la puerta y, luego, el conde y la condesa de Lynmouth unieron sus manos y corrieron escaleras arriba hasta sus habitaciones, donde los esperaban los sirvientes para ayudarlos a cambiarse.

– Tengo vuestra ropa de noche lista, milady -sonrió Daisy.

– No -dijo Skye-, mi señor y yo nos vamos a Devon. Haz que las chicas empaqueten mi vestido y mis artículos de aseo y dame el vestido de viaje, el de lana azul, y la capa de terciopelo que hace juego, la que tiene el borde y el cuello de marta.

– Pero milady -protestó Daisy-, no estamos listos para irnos.

– Tú y los demás os vais dentro de un día o dos. Milord y yo preferimos viajar rápido.

– De acuerdo, milady.

En su dormitorio, Geoffrey daba las mismas órdenes.

– El coche de viaje, el grande -le indicó a su ayuda de cámara-. Milady querrá dormitar durante el viaje. Envía un jinete a la «Posada de la Reina» a avisar que vamos a descansar allí por la tarde. Quiero las mejores habitaciones, un comedor privado y sitio para el coche y los sirvientes.

– Enseguida, milord.

Al cabo de una hora, un gran coche de viaje con el escudo de la familia Southwood grabado en la puerta, se alejaba por la calle paralela al río. Un cochero y un sirviente viajaban en el pescante, y otro sirviente, detrás, vigilando a los dos caballos que seguían al coche. Luego venían seis hombres armados. Este coche no caería en una emboscada de salteadores de caminos. Otros seis precedían al vehículo. Eran las cuatro de la mañana de un frío día de enero y brillaban pequeñas estrellas azules sobre el cielo oscuro que los cubría.

En el interior del coche, los dos ocupantes estaban sentados sobre una alfombra de cuero de zorro rojo con ladrillos calientes envueltos en franela en los pies. El brazo de Geoffrey Southwood rodeaba el cuerpo de su esposa. Su otra mano le acariciaba los senos y la boca le exploraba los labios, el cuello, las orejas.

– ¿Recuerdas lo que hacíamos hace un año en una noche como ésta?

Ella rió, contenta.

– Algo muy parecido, si la memoria no me falla. Pero no en un coche que saltaba por los caminos.

– No creo que hayamos hecho el amor en un coche hasta ahora -observó él, pensativo.

– ¡Geoffrey! -La voz de ella se había vuelto ronca por la sorpresa.

Él rió.

– Lo lamento, no puedo evitarlo, cariño, eres la fruta más tentadora que conozco, siento que quiero hundirme en ti para siempre.

Ella notó que el deseo la debilitaba. Él tenía una habilidad especial para excitarla con meras palabras. Tembló de hambre por él y se preguntó si esos sentimientos desaforados no serían incorrectos. En un estallido de ofendida virtud exclamó:

– Milord, esto no está bien.

– Claro que no, querida. Yo, una vez, hice el amor en un coche y es la cosa más incómoda y desagradable que te puedas imaginar. Esperaremos hasta llegar a la «Posada de la Reina», pero, una vez allí, te juro que no tendré piedad. -Dejó de juguetear con ella, que ya estaba excitada, y Skye tembló al pensar en la posada.

El coche seguía, su ruta, bamboleándose en las praderas del amanecer. El invierno estaba allí, en todas partes, sobre la tierra callada y castaña, sobre los campos cubiertos de hojas caídas y sembrados de charcos de agua congelada. Los árboles desnudos se veían negros contra el cielo del amanecer encendido de color lavanda y oro. Aquí y allí se elevaba la columna de humo de una chimenea lejana. En un momento dado, un perro furioso salió corriendo del patio de una granja y persiguió al coche durante un trecho, tratando de morderle las ruedas, pero pronto lo dejaron atrás. Dentro, el conde y la condesa de Lynmouth dormían plácidamente, aunque el trayecto los despertaba de vez en cuando durante un segundo.

Los caballos se cambiaban cada tantas horas, y durante ese rato, los hombres del conde descansaban y comían algo. El posadero, impresionado por el coche y el escudo, los ocupantes y lo que los rodeaba, ofreció habitaciones particulares a lord Southwood y a su esposa medio dormida. Casi inmediatamente después llegaron dos sirvientes con sopa caliente, jamón, manzanas bañadas en miel, queso, pan recién sacado del horno y mantequilla. El posadero en persona trajo dos jarras, una repleta de cerveza negra de octubre muy fría, y la otra, llena de dulce sidra.

El olor de las bandejas acabó de despertar a Skye y, bajo la mirada divertida de su esposo, devoró la comida con gusto. La sopa le quitó el frío de los huesos y devolvió el color a sus mejillas. Mordió un pedazo de pan caliente con mantequilla y lonchas de jamón, y lo disfrutó tanto que se comió otro, esta vez con un pedazo de queso.

Luego se sentó, suspirando, contenta, y Geoffrey rió entre dientes.

– A veces, me parece difícil creer que seas lo suficientemente adulta para ser mi esposa.

– Tenía hambre -dijo ella con simplicidad.

– Voy a hacer que el posadero me prepare una canasta, porque nuestra siguiente parada no tiene tantas comodidades como ésta. Es solamente un lugar donde podremos cambiar de caballos. ¿Quieres algo en especial?

– Huevos duros y peras de invierno -le contestó ella, y cuando él la miró con asombro, ella rió y dijo con pesar-: No, Geoffrey, no estoy preñada otra vez, aún. -Le rozó la mejilla con la nariz y dijo-: Te amo tanto, mi esposo querido. Quiero una casa llena de hijos tuyos.


Niall Burke hubiera dado cualquier cosa por oír esas palabras. En Mallorca, se sentía tan fuera de lugar como una gallina en una cueva de zorros. Por suerte, el doctor Hamid tenía un primo allí, también médico. Aunque España había expulsado a los moros, en las islas del Mediterráneo, que estaban a medio camino entre África y Europa, la tolerancia era mayor, porque había siglos de matrimonios mixtos y mezcla de razas en la historia de esos lugares.

Ana, feliz de ver a su señora, volvió del retiro y se encargó del cuidado de Constanza junto con Polly. Niall sabía que su esposa no se atrevería a comportarse mal en Mallorca, no como en Inglaterra. No había razón para separarla de Ana, y Niall dejó que estuvieran juntas. Se compró una casita pequeña sobre las colinas, una casa que les daba una gran intimidad y que tenía una pequeña habitación para recibir invitados.

Al ver a su hija, el conde se volvió, furioso, hacia Niall:

– ¿Qué le habéis hecho?

Niall suspiró y se llevó a su suegro al patio.

– Su enfermedad es culpa de ella solamente, Francisco. No os lo digo para heriros, sino para que la comprendáis. No le retiréis vuestro amor. Hay muchas posibilidades de que no se recobre nunca. La he traído aquí porque puede morir y porque, a pesar de lo que me ha hecho, quisiera que fuera feliz.

– ¿Qué fue lo que os hizo?

– Constanza es una mujer que necesita el amor de más de un hombre.

Al principio, el conde no comprendió. Pero cuando el sentido de las palabras de su yerno empezó a aclararse en su mente, enrojeció y luego se puso blanco de rabia.

– ¿Qué es exactamente lo que queréis insinuar, milord? -exigió saber.

– Constanza es una puta.

– ¡Mentira!

– ¿Por qué iba a mentiros, Francisco? Ana es testigo. La envié aquí porque no podía controlar a Constanza. Ella no quiso hacerle daño, pero la ayudó. Constanza causó tal escándalo en la corte inglesa que se la desterró de Inglaterra para siempre. Pensé llevarla a mi casa, a Irlanda, pero está muy enferma y no puede tener hijos. Probablemente muera muy pronto. Hubiera podido obtener una anulación, Francisco. Pero eso os habría avergonzado, a vos y a vuestra familia. Después de todo, todavía sois el gobernador del rey Felipe en estas islas.

– No me sorprende que la corte inglesa, llena de inmorales, haya corrompido a mi pequeña. ¡Esa malnacida reina, hija de la gran ramera! Inglaterra está tan maldita como su corte.

– Como irlandés, Francisco, me gustaría poder estar de acuerdo con vos. Pero no puedo. Isabel de Inglaterra es joven, pero me parece que hay grandeza en ella. Sabrá llevar adelante al país. Y su corte es elegante, inteligente, llena de esplendor. Y no particularmente licenciosa. Ah, hay algunos que juegan duro, sí, pero si estáis pensando en juegos carnales, la peor corte de Europa es la francesa, no la inglesa.

La expresión severa del viejo pareció derrumbarse. ¿A quién podía culpar?

– ¿Entonces, qué debo pensar, Niall? ¿Que es culpa mía? ¿Cuál ha sido mi error como padre?

– Vos no habéis fallado como padre, Francisco. Os llevará tiempo, como a mí, entender que el defecto no es vuestro. Está en Constanza, dentro de su cuerpo, y la devora, como un gusano el interior de una fruta. El ojo cree que la fruta es hermosa, la piel firme, el color exquisito. Pero por dentro, todo es podredumbre. Probablemente ni Constanza misma tiene la culpa.

De pronto, el conde se echó a llorar.

– Ah, Santa Madre, mi pobre hija. ¡Mi pobre hija!

– Francisco, Constanza se muere y no tenéis otros hijos. ¿No habéis pensado en volver a casaros? No entiendo por qué no lo habéis hecho. Ahora, si deseáis que vuestra familia sobreviva, tendréis que hacerlo. No sois viejo. Podéis tener hijos.

Una mirada sorprendida asaltó los ojos de Niall.

– Es extraño que lo mencionéis -dijo-. Cuando la madre de Constanza murió, los casamenteros me dejaron solo. Sospecho que era para darme tiempo para llorar. Pero, después, me retiré por completo de la vida social y solamente aparecía cuando lo exigía mi cargo. Después de que os llevaseis a Constanza, me sentí solo y empecé a acudir a las reuniones y fiestas otra vez. He recibido una oferta de matrimonio con la nieta huérfana de un amigo que vive en la isla. Dudo, porque la niña tiene apenas catorce años.

– ¿Y os parece que seríais feliz con ella, Francisco? ¿Es buena pareja para vos?

– Sí, supongo que sería feliz con Luisa. Es bella y piadosa, y ha dado muestras de afecto hacia mi persona.

– ¡Entonces, por el amor de Dios, hombre, casaos y conseguíos algunos herederos!


A Constanza Burke le llevó dos años morir, y durante ese tiempo su madrastra dio dos varones al conde y quedó embarazada de un tercer hijo. Las dos mujeres no se tenían especial afecto. Luisa, porque sus hijos tendrían que compartir las cosas con Constanza algún día y porque se negaba a creer que lady Burke estuviera muriéndose realmente. Constanza, por su parte, veía en Luisa la materialización de todos los reproches que se le hacían, sobre todo cuando nació su primer hermanito, apenas diez meses después de la boda. El segundo nació once meses después del primero, y cuando tenía tres meses, Luisa anunció que estaba embarazada otra vez.

– Su fertilidad es un reproche constante para mí -se quejaba Constanza ante Niall-. Le encanta ser la perfecta esposa española, para demostrarle a toda la isla que yo no lo soy. Es lo que ni mi madre ni yo hemos podido ser, madre de varones. ¡Dios, la odio, la odio!

Aunque Luisa era una esposa perfecta para el conde, era demasiado presumida e irritable para ser una verdadera dama. No era tan bella como su hijastra, pero no era fea, con una piel color gardenia que resguardaba del sol, el sedoso cabello de color negruzco y que llevaba recogido sobre la nuca y ojos castaños que hubieran sido hermosos si hubiera habido alguna emoción en ellos.

Niall hizo lo que pudo para proteger a su esposa de Luisa. Nunca supo a ciencia cierta si la esposa de su suegro era deliberadamente cruel o simplemente descuidada. Las cosas llegaron al colmo una tarde en la que Luisa dijo algo (Niall nunca supo qué fue exactamente) y Constanza salió tambaleándose y gritando de su cama.

– ¡Fuera de mi casa, vaca fértil! -gritaba, y después de eso, se derrumbó en el suelo. Ana corrió a socorrerla, mientras Polly sacaba a la joven condesa de la habitación.

– No me pongas las manos encima, muchacha -ladró furiosamente Luisa, y trató de liberarse de los brazos de Polly.

– Fuera, señora, o voy a maldecir al hijo que esperáis. -Polly la miró con furia e hizo una mueca iracunda para dar consistencia a su amenaza.

Luisa hizo la señal de la cruz y, liberándose, huyó aterrorizada hacia su carruaje.

Constanza estuvo inconsciente varias horas. El doctor Memhet sacudió la cabeza cuando la vio.

– No pasará de esta noche, milord. Vuestra vigilia está por terminar. -Llamaron al cura para que diera la extremaunción a la moribunda. Era un cura joven y la confesión de Constanza lo dejó pálido e impresionado. Nunca había oído el relato de tanta perversión de labios de una mujer. Se dejó caer de rodillas junto a la cama y rezó. Esperaba que sus plegarias sirvieran de algo.

Luego llegó el conde, que, con su buen criterio, había dejado a su esposa en su casa, y todos se sentaron a esperar que la muerte reclamara a su víctima. Ana lloraba suavemente mientras retorcía las cuentas de su rosario. Polly limpiaba la frente de Constanza. Niall estaba sentado junto a ella, preguntándose si, tal vez, las cosas habrían sido distintas en Irlanda, si Constanza nunca se hubiera quedado a vivir en Londres con él.

El reloj latía sobre la chimenea y los largos minutos de espera seguían sucediéndose. La campanita marcaba las horas con una canción alegre que contrastaba de una forma horrenda con la vigilia de todos los que se habían reunido en torno al lecho de la moribunda. Luego, en la hora más solitaria y negra de la noche, entre las tres y las cuatro, Constanza abrió los ojos color violeta y miró a su alrededor. Su mirada se posó con inmenso cariño sobre las tres personas a quienes más quería en el mundo: su esposo, su padre y su Ana. Los tres se le acercaron inmediatamente.

Con mucho esfuerzo, Constanza estiró una mano para tocar la mejilla húmeda de su dueña. Los hombros abatidos de Ana se sacudieron, pero se tragó el sollozo que le estallaba en la garganta. Después, Constanza miró al conde y le sonrió con dulzura. Francisco Ciudadela se sintió de pronto viejo y solo. Con Constanza perdía el último lazo de unión con quien había sido el amor de su vida, su primera esposa. Sentía que una parte de él moría con aquella niña frágil.

Finalmente, Constanza volvió la cabeza hacia Niall.

– Lamento tanto lo que pasó, Niall -dijo-. Recuerda que te he amado de verdad.

– Lo sé, Constanza -respondió él con voz calmada y dulce-. Era una enfermedad, no tuviste la culpa.

Ella pareció sentirse aliviada al oír esas palabras, como si él le hubiera quitado un peso de encima.

– ¿Entonces, me perdonas?

– Sí, Constanza. -Niall se inclinó y le besó la boca.

Ella suspiró profundamente y murió. Durante un momento, él la miró y recordó a aquella niña adorable y hermosa de cuerpo dorado y exquisito, el cabello rubio, la niña que le había ofrecido su inocencia en un campo lleno de flores. ¿Qué había salido mal? Le besó los párpados y, luego, se volvió y abandonó la habitación.

A sus espaldas, oyó llorar a Ana, libre al fin de dar rienda suelta a su dolor. Niall se detuvo en la habitación contigua durante un momento, como si no supiera qué hacer. Entonces, tomó una decisión.

– Voy a cederos las propiedades de Constanza en Mallorca, Francisco, todas menos una casita y un viñedo que creo que deben ser para Ana. Haremos que lo arreglen los abogados. También quiero que Ana tenga una pensión de doce piezas de oro anuales. Polly desea volver a Inglaterra y yo quiero que tenga una dote de diez piezas de oro, un pasaje y ese collarcito de perlas que, a veces, usaba Constanza. Yo me quedaré con la casa de Londres. Pero el resto es vuestro.

– Por favor, Niall, el cuerpo de mi hija todavía no está frío y vos habláis de cómo dividirnos lo que era de ella, como un soldado al pie del cuerpo de Cristo.

– Francisco, hace dos años que vivo en el infierno. Quiero cumplir con mis últimas obligaciones para con Constanza y ocuparme de su entierro, pero después me voy a casa. Sé que vos vais a llorarla a vuestra manera, durante un año, pero vos tenéis una esposa y dos hijos. Yo no tengo ni esposa ni hijos, y no tengo tiempo para cumplir con esas costumbres españolas. Quiero arreglar todo esto ahora, porque pienso partir rumbo a Irlanda apenas pueda.


Niall Burke cumplió su palabra.

El cuerpo de Constanza fue trasladado al Palacio del Gobernador donde la velaron dos días. La vistieron con su vestido de novia y rodearon el ataúd con gardenias blancas y hojas verdes. Colocaron cirios blancos en la cabecera y en los pies, y luego, durante la mañana del tercer día, se llevó a cabo la misa de cuerpo presente en la catedral de Palma, en el mismo sitio que ella y Niall se habían casado. Constanza fue enterrada sin otra ceremonia en una colina que daba al mar, y, esa misma tarde, un barco partió del muelle de Palma con dirección a Londres. Lord Burke y la señorita Polly Flanders viajaban en ese barco. En Mallorca, excepto para los pocos que los habían conocido, fue como si Constanza María Alcudia Ciudadela y Niall, lord Burke, no hubieran existido nunca.

Varias semanas después, tras un viaje sin incidentes, Niall acomodó a Polly como dama de compañía en casa de una buena familia y puso su preciosa dote a salvo en manos de un buen banquero. Deseaba ir al sur, a Devon, a ver a Skye, pero después de un rato de conversación con algunos viejos amigos de la corte, se dio cuenta de que no sería bienvenido. Los Southwood, le dijeron, no habían vuelto a la corte. Preferían el campo. Volvían a Londres una vez al año, a dar su famosa mascarada de la Duodécima Noche. La hermosa condesa le había dado otro hijo varón a su esposo: John Michael, lord Lynton. Eran felices, la más perfecta de las parejas.

Niall Burke abandonó Londres con dirección al oeste, para volver a Irlanda. Feliz por la idea de tener de vuelta a su hijo, pero inquieto por su felicidad, el MacWilliam hizo desfilar ante Niall a todas las mujeres aceptables de la isla que tuvieran entre doce y veinticinco años. Niall las rechazó a todas.

– Tienes que casarte -le urgía el viejo-. Si no por ti, por mí. Necesitamos un heredero.

– ¡Entonces, cásate tú! Me casé dos veces porque era mi obligación, y los dos matrimonios fueron desastrosos. La próxima vez que me case será por amor -le gritó Niall.

– ¡Hablas como un niño pequeño! -le aulló el MacWilliam-. ¡Amor! Que Cristo sea testigo de que tengo un hijo tonto. ¡Con razón Skye O'Malley se casó con ese lord inglés!

– ¡Vete al diablo, viejo! -ladró el heredero de la fortuna Burke.

Abandonó la sala con un portazo, buscó su potro rollizo y salió a galopar sobre las colinas llenas de precipicios. Más tarde, llevó al animal, cubierto de sudor, a un acantilado que daba al mar y se quedó mirando hacia el oeste sobre las aguas azules. Sabía que el viejo tenía razón, maldita sea, pero no pensaba casarse de nuevo, excepto por amor. Suspiró. Amaba a Skye. Siempre la amaría. No creía que pudiera aceptar a otra esposa en su corazón y en su lecho; no, mientras Skye estuviera viva. Una vez había tratado de engañarse y el resultado había sido la destrucción de una niña inocente. Pobre Constanza, pidiéndole perdón en su lecho de muerte.

– No, yo debería haberte pedido perdón a ti, Constanza -dijo en voz alta. Después, hizo girar al caballo y se alejó al galope. Esa noche se emborrachó todo lo que pudo y soñó vanos sueños sobre una mujer con el cabello como la noche más oscura y los ojos azules como los mares de la costa de Kerry.


Skye vivía una pesadilla. Después de un marzo templado y soleado, había llegado un abril frío y muy húmedo. Una epidemia se extendía en la aldea de Lynmouth, la terrible epidemia de garganta blanca. Golpeaba sobre todo a los niños, primero a uno, luego a su hermano. Antes de que pudiera aislar a los suyos, Murrough O'Flaherty y Joan Southwood enfermaron casi al mismo tiempo.

Skye los puso en la misma habitación para poder atenderlos mejor. Ya había padecido la enfermedad de niña, así que no tenía miedo de acercarse a ellos, pero no quería que los demás entraran allí por nada del mundo. Geoffrey y el resto de la familia ocuparon otra ala del castillo. Daisy se ofreció para ayudarla.

– Nunca tuve esta enfermedad -dijo-, aunque cuidé a muchos con mi madre, quien tampoco la tuvo nunca.

– Tiene inmunidad natural -le dijo Skye a su esposo.

– ¿Qué es eso?

– Los médicos árabes creen que ciertas personas tienen una defensa especial contra determinadas enfermedades y que, cuando alguien sobrevive a esas enfermedades, nunca las sufre de nuevo, aunque conviva con otros que las padecen. Lo llaman inmunidad. Obviamente, Daisy y su madre son inmunes, aunque no hayan sufrido nunca la enfermedad.

– ¡Y tú lo eres porque la tuviste!

– Sí -le contestó ella-. Por eso Daisy y yo cuidaremos a Murrough y a Joan.

– ¿Y qué necesitas?

– Mucha agua, ropa limpia y aceite de alcanfor.

– Me ocuparé de que lo recibas.

– ¿Cuántos han muerto en la aldea?

– Hasta ahora, nueve.

– Que Jesús proteja sus almas.

Fue un período largo y terrible, pero, por suerte, ninguno de los dos niños padecía un brote demasiado virulento de la enfermedad. Estaban débiles, tenían fiebre y se quejaban mucho. Las horribles manchas blancas aparecieron primero en la lengua y después se extendieron por la garganta, pero, aunque los dos tosían constantemente, la cosa no pasó de ahí. Sin embargo, Skye y Daisy quedaron absolutamente exhaustas. Se dedicaron al cuidado de los niños en cuerpo y alma. La crisis pasó después de un período de veinticuatro horas durante el cual las dos mujeres no dejaron ni un momento de poner y sacar los paños con aceite de alcanfor sobre la garganta y el pecho de los pequeños. Finalmente, la fiebre cedió, la tos desapareció y las manchas blancas empezaron a desvanecerse. Las dos mujeres estuvieron alertas una noche y un día más y después admitieron que habían vencido a la enfermedad.

Entonces, permitieron que dos sirvientes entraran en la habitación. Los niños necesitaban descanso y comida liviana para recuperar sus fuerzas, y las dos devotas enfermeras necesitaban descanso o se caerían en redondo.

Daisy fue a su habitación y se dejó caer en la cama, sin cambiarse de ropa. Skye fue hasta la suya y encontró una tina de agua tibia esperándola.

– No puedo -dijo-. Tengo que dormir primero.

Geoffrey Southwood la llevó hasta una silla y la ayudó a sentarse.

– Dormirás mejor si estás limpia, amor mío -le dijo, y la desvistió: le quitó el vestido y las enaguas, los zapatos y las medias de seda. Luego la colocó en la tina y sonrió al ver su cara llena de felicidad. La lavó con cuidado y dulzura. Luego la secó, le pasó un camisón por la cabeza y la llevó a la cama. Se inclinó para darle un beso en la frente-. Que duermas bien, amor mío -le oyó decir ella, antes de que la negrura del sueño la reclamara.

Durmió durante dos días seguidos y se despertó en un mundo que se derrumbaba. Daisy ya se había despertado y estaba de pie junto a su cama. Una mirada a esa cara campesina clara y sincera, y Skye sintió que su corazón se aceleraba.

– ¿Qué?

– El joven señor, lord John. Tiene la garganta blanca. El conde lo está cuidando.

Skye salió tropezando de la cama, buscó su bata de terciopelo y se la puso mientras echaba a correr.

– ¿Dónde?

– El piso que queda sobre la habitación de los niños, milady.

El primer impulso de Skye fue denostar a Geoffrey. ¿Cómo se atrevía a ocultarle la enfermedad de John? ¿Por qué no la había despertado? Después se dio cuenta de que él había tratado de ganar unas horas para que ella pudiera emprender su tarea con más fuerza. Corrió por los pasillos del castillo y luego por las escaleras, hacia el ala que quedaba sobre el piso destinado a los niños, y entró como una tromba en la habitación indicada.

– ¡No! -gritó.

Geoffrey estaba sentado en una silla, rígido, y las lágrimas le corrían por el rostro. El cuerpo inánime del pequeño descansaba sin un movimiento sobre sus rodillas. Él levantó la vista y sus ojos estaban tan llenos de dolor que ella no supo si lo que sentía era por el niño que había perdido o por el dolor del conde.

– He hecho lo mismo que hiciste tú -lloró él-. No podía respirar, Skye. No podía respirar, y yo no he sabido ayudarlo. ¡Skye! Esos ojitos azules, tan iguales a los tuyos, rogándome que lo ayudara. Y no he podido, no he podido hacer nada.

Ella cayó de rodillas junto al cuerpo del menor de sus hijos. Se parecía tanto a ella: la piel clara, los ojos color zafiro, el cabello negro. Había sido el favorito de Geoffrey; no Robin, su heredero, sino Johnny, el menor, el favorito de todos, ese niño que era mucho más irlandés que inglés, en realidad. Skye oyó un ruido en la puerta y se volvió. Vio a Daisy con un puño hundido en la boca, la cara devastada. Ella también quería a John. Skye se puso en pie y levantó el cuerpecito inánime de las rodillas de Geoffrey. Se sentía muy vieja, de pronto.

– Ocúpate de él -le dijo a Daisy-. Tengo que consolar a mi señor.

Daisy huyó de la habitación con el niño apretado contra el pecho. Ahora se la oía sollozar con fuerza. Skye puso un brazo sobre los hombros de su esposo.

– Vamos, mi señor. Vamos -le dijo. Él se levantó y caminó, tropezando, junto a ella, hasta sus habitaciones-. ¡Vino caliente! -ordenó Skye al sirviente de su esposo, y cuando se lo trajeron, agregó algunas hierbas a la humeante copa y lo ayudó a bebérselo. Luego ella y el sirviente lo desvistieron y le colocaron una camisa de noche de seda. Skye notó que Geoffrey estaba muy caliente, más de lo normal. Lo metió en la cama y le preguntó:

– ¿Te sientes bien, amor mío?

– Cansado, muy cansado -murmuró él. Y luego-: Hace calor -dijo, y arrojó la colcha lejos de su cuerpo.

Skye le puso la mano sobre la frente. Estaba ardiendo. La fiebre subía con rapidez.

– Un balde de agua fría y paños limpios -ordenó. El conde tosió, un sonido agudo, como el ladrido de un perro. El miedo tocó el corazón de Skye-. ¡No! -murmuró-. ¡Santa Madre, no, no, por favor!

Will, el sirviente, volvió con agua del más profundo de los pozos. Estaba tan fría que quemaba las manos de Skye cuando hundía los paños en ella. El conde hizo una mueca de disgusto cuando el paño le tocó la piel.

– Tengo que bajarte la fiebre, amor mío -se disculpó ella, pero él no la oyó, porque estaba perdido en su delirio.

En las horas que siguieron, lo mantuvieron envuelto en mantas mientras le enfriaban la frente. Tuvieron que cambiar las sábanas y la camisa del conde tres veces y quemar las que ya se habían usado para que la enfermedad no se propagara.

Luego, de pronto, apareció Daisy.

– Os he traído una bandeja. Está en la otra habitación.

Skye levantó la cara, los ojos vacíos, miró a su dama de compañía y le dijo:

– No podría comer nada.

– Milady, no le haréis ningún bien al señor si os enfermáis también. Los niños también os necesitan, porque están muy asustados con la muerte del pequeño. Ahora el conde está enfermo, y eso los atemorizará a todos.

«¡Yo también tengo miedo», quería gritar Skye. Pero asintió con cansancio, agradecida de la insistencia de Daisy, y se dirigió a la otra habitación. En la bandeja había una fuente de plata con pequeños mariscos hervidos en mantequilla y sazonados con hierbas, jamón, un bol de lechuga y berros nuevos, un budín, un pastel helado y una jarra de vino. Skye comió mecánicamente, sin paladear lo que ingería, masticando y tragando hasta que terminó con todo. Luego, se levantó con rapidez y volvió a la habitación de su esposo. La fiebre del conde había desaparecido. Temblaba con violencia y Daisy estaba apilando más mantas sobre su cuerpo.

– Ladrillos calientes -ordenó Skye, y Will corrió para cumplir la orden.

Geoffrey empezó a toser violentamente y a jadear como si le faltara el aire. Skye le abrió la boca y miró. La garganta del conde estaba cubierta de manchas sucias y se estaba formando una membrana grisácea que le impedía respirar bien.

– Abridle las mandíbulas -dijo Daisy. Con un movimiento rápido, metió los dedos y arrancó la membrana. La arrojó al fuego con el mismo gesto. El conde empezó a respirar mejor-. Si logramos impedir que esa cosa le corte el aire, lo salvaremos, señora. Si se pone más dura, morirá -dijo la muchacha con franqueza.

– ¡No! -Skye sacudió la cabeza con amargura-. ¡No voy a perderlo!

Las dos siguieron adelante con el proceso de cambiar los paños con aceite de alcanfor. Daisy sacó varias veces la horrible membrana mucosa de la garganta de su amo y las horas se sucedieron hasta que la noche llegó de nuevo. La fiebre desapareció, subió de nuevo y volvió a bajar. El conde tenía cada vez más dificultades para respirar, porque las membranas se formaban con más frecuencia y eran cada vez más difíciles de extraer. Geoffrey tenía la cara color cera y el pecho temblequeante por el esfuerzo. Skye sentía que el pánico empezaba a dominarla. No parecía que estuvieran venciendo a la enfermedad, apenas retrasándola un poco.

De pronto, Geoffrey abrió los ojos color verde lima.

– ¡Skye! -Tenía la voz muy ronca y tosía con ese ladrido horrendo.

– Aquí estoy, amor mío. -Ella se inclinó hacia él.

Los maravillosos ojos verdes la miraron con cariño infinito, como si quisiera recordarla para siempre.

– Cuida bien a los niños, Skye.

– Geoffrey, amor mío, no digas esas cosas. -La voz de ella bordeaba la histeria.

Él sonrió con dulzura y estiró la mano para rozarle la mejilla con los elegantes dedos, como si le diera su bendición.

– Qué alegría enorme has sido para mí, amor mío -murmuró y después suspiró una vez y murió.

La habitación quedó en silencio. Ni Daisy ni el sirviente se atrevían a moverse.

– ¡Geoffrey! Por favor, no me asustes así -rogó Skye-. Vas a ponerte bien, amor mío. Y nos iremos a Irlanda este verano, como habíamos planeado; iremos a ver a mi familia para que Ewan pueda prometer fidelidad al MacWilliam. -Skye siguió hablando de asuntos familiares, de los planes que habían hecho, del futuro.

Finalmente, Daisy le puso un brazo alrededor de la cintura.

– Está muerto, milady. -Empezó a sollozar-. El conde ha muerto y debéis enfrentaros a eso. Los niños tienen que saberlo, y hay que pensar en los funerales de Johnny y de su padre.

Para alivio de Daisy, Skye rompió a llorar desesperadamente y se arrojó sobre el cuerpo de su esposo muerto.

– ¡No puedes morir! -gimió-. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No puedes morir!

Sus gritos se oían en todo Lynmouth y pronto otros empezaron a gritar también. Daisy y Will la sacaron de la habitación, pero ella luchó contra ellos como una loca. Finalmente entre los dos lograron llevarla a la cama. Allí, la condesa se dejó caer floja, inerme, lloriqueante.

– Trae a la niños -murmuró Daisy al sirviente, y cuando los tuvo allí, sacudió brutalmente a la señora-. ¡Milady! ¡Los niños os necesitan! ¡Os necesitan, milady! Ahora.

Skye levantó la cara hinchada, destrozada por las lágrimas, y miró el asustado grupo de niños, de pie, unos junto a otros, en la puerta del dormitorio. Las tres hijas de Geoffrey -Susan, de nueve años, con los mismos ojos verdes de su padre, y las dos mellizas, Gwyn y Joan, de ocho-, las tres huérfanas ahora. Los tres hijos de ella -Ewan, de diez; Murrough, de nueve, y Willow, de seis y medio-, todos con los ojos confundidos y asustados, tratando de esconder su miedo. Y Robin, de tres, el hijo de ambos, el que ahora era conde de Lynmouth. «¡Id y dejadme sola con mi dolor!», hubiera querido gritarles. Pero entonces, oyó otra vez la voz de Geoffrey: «Cuida bien a los niños, Skye.»

Se dominó, se puso en pie y se arregló el arrugado vestido.

– Vuestro padre ha muerto, hijos míos -dijo con voz tranquila. Después levantó al pequeño Robin y lo sentó sobre una mesa. El niño se quedó quieto, los ojos muy abiertos, mirándola-. Robin, ahora eres el conde de Lynmouth. A vos, mi señor conde, os juro lealtad. -Y le hizo una reverencia.

Entonces los otros chicos se acercaron a Robin y le juraron lealtad también. Robin estaba confundido.

– ¿Dónde está papá? -preguntó.

– Se ha ido al cielo, amor mío -dijo Skye con suavidad.

– ¿Como Johnny? -La frentecita se había arrugado.

– Sí, Robin, como Johnny.

– ¿No podemos ir nosotros también, mamá?

Susan sollozó, pero su madrastra la fulminó de una mirada.

– No, Robin, todavía no. Uno va cuando Dios lo llama, y Dios no nos ha llamado. -Skye sentía que la fuerza volvía lentamente a sus miembros. Geoffrey había tenido razón. Los niños la necesitaban. Levantó a su hijo de la mesa y reunió a los demás a su alrededor-. Debemos ser valientes, hijos míos -dijo, y los besó uno por uno-. Ahora volved a vuestras habitaciones y rezad por vuestro padre y por Johnny.

Los niños salieron.

– Busca al sacerdote -le dijo Skye a Daisy-. Will -agregó, volviéndose hacia el sirviente-, quiero que vayas a Londres con un mensaje para Su Majestad. Espera en la otra habitación hasta que lo redacte.

La nota informaba a la reina de la muerte de Geoffrey y le pedía una confirmación real sobre la herencia, que pasaría a manos de Robin. Will partió inmediatamente. El sacerdote arregló los funerales para el día siguiente. Enterrarían a John, lord Lynton, de dieciséis meses, en la misma tumba que a su padre. Luego, Skye pidió una botella de coñac y bebió hasta quedarse dormida, cosa que lamentó a la mañana siguiente, cuando la luz le resultó insoportable sobre los ojos. Era irónico. El clima de abril se había llenado de sol de un día para otro y no hubo más casos de garganta blanca en el castillo ni en la aldea. Ahora que se había llevado al conde, la epidemia parecía satisfecha.

Capítulo 22

Robert Dudley, conde de Leicester, cantaba una tonada alegre mientras viajaba camino de Devon. A su alrededor, la escolta hacía ecos a su humor. El conde cumplía una misión de Su Majestad y eso confería mucha importancia a su viaje. Además, junio había llegado e Inglaterra estaba hermosa bajo un clima soleado y cálido. Rosas de todos los colores espiaban desde los portones de los jardines y se dejaban caer sobre paredes de piedra. En las verdes colinas las jóvenes y gordas ovejas hacían cabriolas sobre los suaves pastizales. En cada laguna había al menos una familia de cisnes, los progenitores blancos y elegantes con las crías grises, surcando, orgullosos, las ondulantes aguas, como galeones españoles repletos de tesoros.

Lord Dudley estaba de un humor excelente. Sin darse cuenta, la reina le había hecho un maravilloso regalo. Cuando lo envió a ocuparse del bienestar de su ahijado, Bess no podía saber que el conde estaba mucho más interesado en la madre que en el niño.

La muerte de Geoffrey Southwood había causado una impresión terrible a la reina y su corte. El conde Ángel había sido un hombre querido. Era verdad, él y su hermosa esposa irlandesa no habían estado en la corte durante dos años, pero siempre volvían a Londres para la mascarada de la Duodécima Noche, y ésa era la mejor fiesta del año. Sólo hacía unos meses, habían sorprendido a todos con la originalidad de sus vestidos para la última fiesta, a la que habían acudido como El Nuevo Mundo. La hermosa condesa se había vestido con una tela de oro con bordes de oscuras pieles de castor, adornada con esmeraldas colombianas, y lord Southwood estaba resplandeciente en su traje de tela de plata forrado en los bordes de pieles de zorro y adornando con turquesas mexicanas.

«Así pasan las glorias del mundo», pensaba Robert Dudley. Southwood, tan lleno de vida, tan viril en enero, estaba muerto y enterrado en ese hermoso día de junio. Ahora tal vez su esposa se dejaría seducir. Y si no lo permitía, había medios para persuadirla de cooperar con él. Estaba tan contento consigo mismo que, cuando avistó el castillo de Lynmouth, casi al anochecer, empezó a entonar una canción popular muy picante. Los soldados rieron a su alrededor.

Al verlo llegar desde el castillo, la condesa de Plynmouth tembló por dentro. A la reina le había llevado varias semanas contestar a la carta de Skye, la carta en la que le anunciaba la muerte de Geoffrey. Cuando lo hizo, confirmó la legalidad de la herencia de Robbie, pero también nombró a Robert Dudley custodio del niño. Skye protestó, remarcando lo más diplomáticamente posible que el testamento de Geoffrey la convertía en única tutora de sus hijos. Pero la reina no cedió. Skye tenía todo el control sobre los demás hijos de su esposo, pero el pequeño conde de Lynmouth estaría bajo protección real.

Skye estaba muy preocupada y se sentía mal. No confiaba en Dudley. Desde el incidente de la mascarada, se había comportado correctamente con ella. Pero sabía que no se había dado por vencido. Y ahora que era viuda, estaba desprotegida y era una presa fácil de atrapar. Él no dudaría en usar a los pequeños para presionarla, así que Skye había hecho todo lo que estaba en su mano para protegerse a sí misma y proteger a los niños al mismo tiempo.

Ewan y Murrough O'Flaherty se habían marchado a Irlanda, junto con las gemelas, Gwyn y Joan Southwood. Un año antes de la muerte de Geoffrey, el conde y la condesa habían comprometido a sus hijos mutuamente. Las gemelas habían expresado su deseo de permanecer juntas y los muchachos las querían mucho. Los cuatro estarían a salvo al cuidado de Anne O'Malley y se casarían pronto. La hermanita de nueve años de las gemelas, Susan, fue a parar a casa de lord Trevenyan, en Cornwall, para aprender el arte del cuidado del hogar. Se casaría con el heredero de los Trevenyan, y el compromiso era muy conveniente para ambas familias.

Solamente permanecían a su lado Willow y Robbie. Skye tenía planes para el pequeño conde, pero necesitaba el permiso de la reina para llevarlos a cabo. Había esperado que lord Dudley estuviera lejos de la corte para aproximarse a Isabel. Willow podía partir sin problemas de Lynmouth. En caso de peligro la protegerían los Small de Wren Court. Si Skye tenía que luchar contra Robert Dudley, sería en los términos que ella fijara, no en los de él. Sus hijos no se convertirían en armas en manos de ese hombre.

Ahora, Skye oía a sus pies el sonido de los cascos de los caballos que cruzaban el puente de piedra y luego golpeaban las piedras del patio del castillo. Se abrigó con la capa y dejó las murallas. Fue corriendo a sus habitaciones para esperar que el mayordomo le anunciara la llegada de lord Dudley. Cuando recibió el anuncio, se alisó las faldas con calma y bajó al gran salón para dar la bienvenida a ese huésped no deseado.

Robert Dudley sintió una momentánea punzada de compasión al verla llegar. Estaba mucho más delgada y se la veía agotada. Sin embargo, seguía siendo la mujer más hermosa que hubiera visto jamás. Su vestido negro de duelo le sentaba magníficamente bien y la gorra levantada enmarcaba su cabeza en forma de corazón haciéndola absolutamente encantadora. La viudez le sentaba bien a Skye Southwood, concluyó Robert Dudley.

– Bienvenido a Lynmouth, milord. -En su voz no había la más mínima calidez.

– ¿Soy bienvenido realmente, Skye? -le preguntó él con voz juguetona, mientras le besaba la mano.

– La majestad de la reina es siempre bienvenida en esta casa, milord. Y vos representáis a la reina. Espero que vuestros hombres estén bien atendidos.

– Gracias, señora, sí.

– Deseáis ver al conde, supongo -dijo ella-. En este momento está dormido. Enviaré por él por la mañana, cuando os levantéis. Lamento no poder atenderos, lord Dudley, pero esta casa está de luto. Y ahora, espero que me disculpéis.

Dudley sintió una oleada de rabia. Lo estaban despidiendo como a un sirviente.

– No, señora, no os disculpo -ladró.

– ¡Milord! -Skye parecía ofendida-. ¡Quiero rezar por mi esposo! No tenéis derecho a negarme el consuelo de las plegarias.

– ¿Y un hombre de carne y hueso no os consolaría más y mejor, dulce Skye?

– ¿Quién? ¿Vos? ¿Después de Southwood? Ah, Dudley, realmente… -Skye rió con rudeza-. Si queréis hacerme reír, sir, lo estáis logrando y os doy las gracias, por ello. No me he reído ni una sola vez desde la muerte de Geoffrey.

El se sonrojó.

– ¡Estáis colmando mi paciencia, señora!

– Y vos la mía -le ladró ella-. ¿Cómo os atrevéis a venir a mi casa y sugerir lo que estáis sugiriendo? Ya hicisteis bastante daño cuando atacasteis mi virtud en vida de Geoffrey, pero seguir asaltándome en mi dolor es despreciable.

– Señora, quiero que seáis mía. -Ahí estaba. Directo.

– Nunca.

– Dejadme recordaros que soy el custodio real de vuestro hijo.

– ¡Pero no el mío!

– Puedo hacer que se lleven al niño. Y, a menos que cooperéis, lo haré, os lo aseguro.

– Apelaré a la reina.

– ¿Con qué excusa, Skye? Solamente tengo que decirle a Bess que sufrís de melancolía desde la muerte de Southwood, y que creo que ese humor es dañino para el muchacho. O mejor aún, dejaré al niño aquí y os haré llevar a Londres. ¿Qué le diréis a la reina, y a quién de nosotros creerá ella?

– ¡No! -pero Skye estaba indefensa hasta que la reina contestara su última carta y la librara de Dudley. No se atrevía a correr el riesgo de que la separaran de Willow y de Robin. Dudley sonrió, al comprobar que ella se daba cuenta de la situación en la que se encontraba.

– Cenaréis conmigo y después os tomaré -dijo, triunfante.

– Os ruego que me excuséis de la cena. Lo que me forzáis a hacer es despreciable y no tengo apetito. Iré a veros a vuestra habitación. No os quiero en la cama que compartí con mi esposo. Dadme unas horas para prepararme.

Él asintió.

– Muy bien, Skye. Os excusaré de la cena. Cenaré en mis habitaciones y vendréis a las diez. ¿De acuerdo?

– Sí, milord. -Ella se volvió y abandonó la habitación. Si no hubiera sido por los niños, se habría arrojado desde las torres. ¡No! Habría hundido una daga en el corazón del conde y después habría arrojado su cuerpo al mar. ¿Por qué tenía que sufrir así a causa de ese hombre inmundo?

Daisy la esperaba en su habitación.

– Por vuestra expresión, diría que lord Dudley no ha cambiado. -Skye le había contado a Daisy sus problemas con Dudley, porque creía que tal vez necesitara su ayuda.

– Ha amenazado con enviarme lejos de los niños -le explicó-, a menos que me entregue a él. Y tengo que entregarme, claro, porque no creo que sepa todavía que cinco de los chicos no están. Cuando se entere, se enfurecerá, Daisy.

– A menos que le deis el gusto. Será más agradable si piensa que os gusta, que os ha conquistado -observó Daisy.

– Si la reina acepta mis sugerencias en cuanto al futuro de Robin, lord Dudley no tendrá con qué chantajearme.

– Pero mientras tanto, debéis calentar su cama, y no estará contento si no sois cálida con él.

– No puedo serlo, Daisy. Lo desprecio. ¿Y cómo puedo aceptar con ganas a un petulante como él después de Geoffrey?

– Ah, señora, es que no se trata de lo que podáis hacer o no. El conde desearía que protegierais la herencia de Robin -dijo Daisy, con su espíritu práctico de siempre-. En este momento, lord Dudley tiene poder sobre vos. Los hombres siempre lo tienen.

– No siempre -le replicó Skye con sequedad. Por primera vez en muchos años, se sentía como en su juventud. A salvo entre los brazos de Geoffrey, había olvidado que era la O'Malley de Innisfana. Ahora estaba atrapada, porque Robin era un par inglés y no podía robarle su herencia para volver a reclamar la propia. Pero tal vez hubiera una salida, si la reina aceptara su plan. Esa noche, sin embargo, no podría escapar de lord Dudley. Tembló de pies a cabeza.

– Ya he hecho que las muchachas prepararan el baño -dijo Daisy con tranquilidad-. Habrá pechuga de capón, ensalada y fresitas con crema para cenar.

Skye asintió. Se desvistió mecánicamente y se metió en la tina. El agua tibia estaba fragante: la habían perfumado con su esencia favorita. Daisy le levantó el cabello y Skye se hundió en el agua. No creía que Dudley quisiera decirle a todos lo que hacía. No se podía tratar así a Isabel Tudor. Y además, habían pasado menos de dos años desde que Dudley recibiera su título de conde. Por lo tanto, querría dejar a Skye en Devon y disfrutar de ella durante sus viajes para cuidar del «bienestar» del ahijado de él y la reina. Tendría que tener mucho cuidado para no despertar las sospechas de la reina con respecto a los auténticos motivos de esas visitas.

Cogió el jabón de un pequeño plato de porcelana, y se rió entre dientes mientras pensaba que la costumbre de bañarse todos los días era una herencia de los días de Argel. Muchas de las damas de la corte inglesa tenían tanto miedo al agua y al jabón como sus sirvientas o sus cocineras. Salió de la tina y Daisy la envolvió en una toalla tibia. Dos sirvientas le secaron cuidadosamente los hombros y después los pies. Skye se quedó de pie, dejó caer la toalla y levantó los brazos sobre la cabeza. Daisy, armada con una borla de lana de oveja, la espolvoreó con un talco rosado mientras murmuraba:

– ¡Indecente! Más de veinte, cinco bebés y todavía tiene la figura de una chica joven.

Skye rió. Aunque Daisy era unos cinco años más joven que ella, sus sentimientos hacia su señora eran maternales. Mientras seguía sonriendo, Skye cogió el frasco de cristal con el perfume de rosas y se perfumó mientras pensaba de pronto en Yasmin y en las mujeres de la Casa de la Felicidad. «Me parece que, en lugar de adelantar, he retrocedido», pensó con amargura.

Daisy le tendió el vestido y Skye se deslizó en él. Era de seda color coral, con mangas amplias y un escote bajo y redondo. La falda caía en gráciles pliegues hasta el suelo, sin cortes. No había talle marcado en la cintura. El vestido se ajustaba por debajo de los senos y los moldeaba. A Geoffrey le hubiera encantado, pensó Skye, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Lo había mandado hacer en Londres el año anterior y no había tenido oportunidad de usarlo antes de la muerte de su esposo. Durante un momento pensó en romperlo antes que usarlo ante Robert Dudley, pero se dio cuenta de que todo lo que tocara de ahora en adelante le traería recuerdos de Geoffrey.

– Podéis iros -les dijo a las sirvientas-. Buenas noches.

La puerta se cerró detrás de las tres muchachas y ella miró el reloj que había sobre la chimenea. Le quedaba una hora. Mordisqueó con desgana la cena, sorprendida al comprobar que tenía apetito. Las fresitas tenían buen gusto y se dio cuenta de que, en realidad, no había prestado atención al sabor de la comida desde el fallecimiento de Geoffrey. Había comido por obligación, porque había que hacerlo, pero le hubiera dado lo mismo comer hojas secas.

Caminó por la habitación a grandes zancadas. Le hubiera gustado tener la menstruación para poder rechazar a Dudley. ¡Dios! ¿Por qué no le había dado esa excusa? Pero, en realidad, no habría servido de nada. Él habría esperado hasta que ella pudiera recibirlo. Era mejor terminar con el asunto cuanto antes.

Pensó un momento en el hombre que la esperaba, tratando de encontrar algo en él que hiciera la prueba menos espantosa para ella. No podía negar que Robert era apuesto. Alto, bien formado, de piel clara, cabello y bigote color jengibre rojizo, ojos como de terciopelo castaño. Pero esos ojos estaban demasiado cerca uno de otro y parecían expresar una astucia malévola que ella le había visto desplegar más de una vez. Y aunque tenía modales exquisitos, había cierta petulancia en él. Su ambición era todavía peor, al igual que su egocentrismo, que era monumental. No, no le gustaba y eso era todo.

Cuando faltaban cinco minutos para la hora indicada, Skye se envolvió en una capa de terciopelo oscuro y abandonó sus habitaciones. El castillo estaba en silencio: todos, excepto la guardia, dormían. Lord Dudley había sido alojado en el ala oriental del edificio, lejos de las habitaciones de Skye, que estaban en el ala sudoeste. Skye caminó con rapidez, rezando por no encontrarse con nadie. No quería que hubiera testigos de su vergüenza. Se detuvo un momento frente a la puerta del dormitorio de lord Dudley, respiró hondo y, antes de que pudiera pensar en huir definitivamente, la abrió de golpe.

Él se volvió, de pie, junto a la chimenea, y le sonrió con todos los dientes. Fuera, en los grandes muros del castillo, la guardia anunciaba la hora.

– ¡Qué puntual eres, querida mía! ¿Puedo atribuirlo a tus deseos de estar conmigo? -Dudley rió entre dientes. Caminó hasta ella, le sacó la capa y la dejó caer al suelo-. ¡Por Dios, señora! -dijo con voz suave-, sabéis elegir vuestros vestidos. -La atrajo hacía sí y la besó con fuerza. Ella se defendió instintivamente-. No, señora. ¡No quiero nada de eso! Si queréis ser la viuda desconsolada, sedlo en público, pero no me digáis que no deseáis un hombre entre vuestras piernas. Geoffrey Southwood sabía hacer el amor, y no habéis tenido nada de eso en varios meses. A menos, claro, que haya algún muchachito disponible en vuestros establos -agregó, con un tono profundamente despectivo y burlón.

– Sois un bastardo, Dudley -le escupió ella.

– Ah, ¿nada de caballerizos, eh? -ironizó él-. Entonces, os entregaréis con ganas, mi dulce Skye. -La llevó hasta un espejo de pared, la puso frente a él y se colocó detrás de ella. Después le deslizó el vestido por los hombros. Sus dedos le acariciaron la piel suave y, luego, le hundió los labios ardientes en el cuerpo desnudo-. Southwood siempre hablaba con orgullo de vuestra piel -murmuró, intoxicado por esa suavidad.

Skye sintió que la piel se le erizaba, y la referencia a Geoffrey casi la hizo desmayarse.

– Por favor, milord -rogó ella en voz baja para que él no percibiera el temblor en su voz-, si tenéis algún respeto por mí, no mencionéis a Geoffrey delante mío.

Lord Dudley la miró con curiosidad. Se encogió de hombros y le bajó un poco más del vestido, para verle los senos. Su brazo izquierdo la apretó contra él, mientras con la mano derecha acariciaba uno de los senos.

– Exquisito -dijo con tono de experto-. Pequeños, caben en una mano; más sería un desperdicio.

Skye cerró los ojos para no llorar, mientras él seguía bajándole el vestido y su mano seguía a la tela hacia abajo sobre el vientre de su víctima. Después, el vestido cayó al suelo y ella quedó desnuda. Dudley había empezado a respirar más rápido y jadeaba. La empujó para que se apoyara en su brazo y le acarició las nalgas con la otra. Pero cuando quiso insertar el dedo allí, ella se resistió y gritó:

– ¡No!

Dudley rió entre dientes y se desvistió.

– Ya lo haremos, mi dulce Skye, todo a su tiempo; pero primero, lo primero. -Ahora él también estaba desnudo y ella miró con miedo el sexo erecto de ese hombre. Él no dejó de notarlo. No lo tenía muy grueso, pero sí largo; era el más largo que ella hubiera visto jamás.

– Quiero que te sientes en el borde de la cama -le ordenó él y cuando ella hubo obedecido, continuó-: Ahora recuéstate. Sí, así. -Le pasó las manos por las nalgas y le separó las piernas.

Ella comprendió lo que él quería hacer, pero eso no alivió su miedo y su horror cuando él se arrodilló frente a ella y metió la cabeza entre sus piernas. Luego empezó a besarle el sexo. Ella se estremeció de horror y él lo interpretó como pasión. Para su angustia, Skye recordaba la primera vez que Geoffrey le había hecho el amor y la había cubierto de besos dulces, livianos, apasionados. Pero Dudley se hundía en la piel rosada y suculenta como devorando un manjar, y la lengua la tocaba y la rozaba para provocarla. Skye se mordió los labios hasta que le sangraron. Él la estaba excitando y no podía dejar de responder de algún modo.

El flujo que manaba del cuerpo de ella era un indicio para él. Con un gruñido de satisfacción, se puso en pie, la levantó un poco y la llevó al borde de la cama. Se inclinó y la aprisionó entre sus brazos. Luego, le murmuró al oído:

– Ahora estoy dentro de ti, mi dulce Skye. ¡Y tú estás lista para recibirme! Tu pequeño horno de miel arde con el flujo feroz de la pasión que pretendes negarme, pero lo cierto es que no puedes negármela, no, no. -Se movió dentro de ella con ferocidad, y ella gimió de placer y se odió por hacerlo.

El triunfo se marcó en el rostro que la miraba desde arriba.

– Quiero entrar más, amor mío. Envuélveme con tus piernas -le ordenó él. Ella obedeció, porque no se atrevía a llevarle la contraria. Con un gruñido de placer puro, él entró tan a fondo que ella habría jurado que le tocaba el útero. Para su sorpresa, lord Dudley parecía más interesado en la respuesta de ella que en su propio placer. Y aunque ella lo odiara, su cuerpo cedía cada vez más a sus deseos.

Con una risita satisfecha, Robert Dudley se apartó de pronto.

– He aprendido a controlar mi cuerpo, Skye. No estoy listo todavía para ceder a la pasión. ¡No, si apenas hemos empezado, encanto! Eres demasiado deliciosa para devorarte de un solo bocado. Ahora quiero jugar un rato. -La miró con lujuria-. ¡Qué niñita guapetona tiene papá! ¿Es una nena buena? -La miró como interrogándola y cuando ella le devolvió la mirada, sin comprender, dijo-: Debes seguir el juego, Skye. ¿Nunca jugabas con Southwood?

Skye meneó la cabeza y él volvió a reírse. Se sentó y la colocó sobre sus rodillas.

– Es muy divertido, cariñito. Vamos, dile a papá si eres buena.

– Yo…, sí.

– Vamos, Skye, no seas tímida. ¿Eres la nenita buena de papá?

– Sí…, papá.

– Ajá. -Él se lanzó sobre ella y sonrió con todos los dientes, como al principio-. Ahí detecto una pequeña mentira, amor mío. Nadie puede ser bueno siempre, ¿no es cierto?

– No, papá.

– Entonces, me has mentido, mi niñita maleducada.

– Sí, papá. -¡Dios, ese hombre era un estúpido!

– Entonces, tendré que castigarte, nenita mala.

– ¡Dudley, no seáis ridículo!

– Ah, ¿vas a desafiar a tu papá? ¡Ahora sí que tendré que castigarte!

Y la puso boca abajo sobre sus rodillas, levantó la mano y la azotó como a una niña. Ella chilló y trató de liberarse, pero él, riéndose, feliz ante la reacción, le pegó con más fuerza hasta que a Skye empezaron a arderle las nalgas. Solamente le habían hecho algo parecido en su vida. Cuando su padre la había mandado a casa a aprender a ser una dama y no un marinero. Ella había estado molestando durante toda la semana a su hermana Peigi que, harta, le había propinado unos buenos azotes. Skye se había vengado, llenándole la cama de pequeños cangrejos vivos. Y desde entonces, nadie lo había intentado de nuevo.

– ¡Por Dios! ¡Por Dios! -lo oyó jadear, mientras trataba de escapar de sus garras-, este culito tuyo pide que lo castiguen. ¡Cómo enrojece por mí, amor mío! -gimió Dudley, y la levantó y la puso boca abajo sobre la cama.

– ¡No! ¡No, Dudley, maldita sea! -sollozó ella, sabiendo perfectamente bien lo que él pretendía hacer.

Pero él ya se había subido sobre su cuerpo y la mantenía quieta, agarrándola del cuello, mientras entraba en ella por detrás.

– ¡Bastardo! ¡Os gustan los muchachos! -le ladró ella, pero él solamente se rió.

– Tu rosita está cerrada ahora, pero con el tiempo podrá recibirme igual que tu flor del otro lado, amor mío.

Durante unos momentos, él abusó de ella de esa forma, y los recuerdos terribles de su primer marido volvieron a la memoria de Skye. Después, se apartó y la hizo volverse para entrar en ella como corresponde en una relación de entre hombre y mujer.

Esta vez, estaba decidido a terminar. Después de haberla satisfecho una vez, se dejó ir. Skye no creía posible odiar de la forma en que odiaba. Y aún después de terminar, él no la dejó en paz. La abrazó y le acarició los pequeños y perfectos senos y la curva de las caderas y las nalgas.

– Demonios, hermosa, estás hecha para el amor. Esta piel tuya podría excitar a un eunuco, te lo aseguro. Pero la verdad es que preferiría un poco más de fuego de tu parte.

– Ah, no milord. Podéis forzarme a entrar en vuestro lecho con amenazas contra mis hijos y podéis ordenarme que me preste a vuestras perversiones, pero nunca forzaréis mis emociones. ¿Es que no os basta con poseer mi cuerpo? -Skye no pudo disimular el tono de triunfo en su voz, y esperaba que Dudley también lo notara y se sintiera molesto.

Lord Dudley era demasiado sofisticado y sibilino para caer en ese tipo de trampa. La inaccesibilidad de Skye lo había intrigado, y su desprecio seguía intrigándolo. Sabía que podía forzarla a entregarse a él, pero quería oír el grito de rendición resonando en sus oídos llenos de orgullo. En ese momento, sin embargo, lo único que oía era un desafío. La volvió a poner bajo su cuerpo, excitado por el tono de voz y la valentía de esa mujer.

– ¡Hijo de puta! -le siseó ella.

– ¡Perra! -La boca de Dudley buscó la de Skye, mientras ella lo arañaba y le mordía los labios-. ¡Ayyy! -Dudley se alejó de ella, pero rió cuando vio el rostro de Skye, preparado para la batalla-. Bárbara irlandesa -le murmuró al oído-. Pienso domaros, sí, os domaré, ya veréis.

– Vais a cansaros de intentarlo, milord.

– Pero Skye, me dais esperanzas -replicó él, malinterpretando sus palabras adrede, mientras metía la rodilla entre esos muslos suaves y los separaba otra vez. Ahora Skye trató de arrancarle los ojos, pero Robert Dudley le agarró las manos y las pasó por encima de su cabeza para inmovilizarla. La asaltó una vez más. Después, satisfecho por el momento, volvió y se durmió con una pierna sobre el cuerpo de ella, aprisionándola.

Skye se quedó quieta, rígida de furia. Era obvio que él no pensaba dejarla en paz. La frialdad parecía excitarlo, pero ella sabía que si fingía pasión, él sentiría lo mismo. Dios, si por lo menos la reina contestara afirmativamente a su sugerencia.


El conde de Leicester se quedó dos días y tres noches en Lynmouth, y él y su anfitriona solamente estuvieron de acuerdo en una cosa durante ese tiempo, algo relacionado con el pequeño lord Southwood.

– Es hijo de Geoffrey y no hay duda de eso -decía Dudley, con admiración-. Por Dios, si fuera mío, reventaría de orgullo. Habéis criado un hermoso varón, señora. ¿Y vuestros hijos irlandeses, son así también? Todavía no he podido saludarlos.

– Están en Irlanda -dijo ella.

– Me dijeron que vivían con vos.

– Sólo parte del tiempo -dijo ella con voz dulce-. Ewan, después de todo, es el O'Flaherty de Ballyhennessey. Él y su hermano deben estar en las propiedades parte del año. Se llevaron a sus prometidas como compañía y están bajo la custodia de mi tío, el obispo de Connaught, y de mi madrastra, lady Anne O'Malley.

– ¿Sus prometidas?

– Gwyneth y Joan Southwood. Geoffrey y yo los comprometimos hace un año. Se adoran. ¿No es una suerte? -La hermosa cara de Skye irradiaba inocencia.

– Southwood tiene otra hija. ¿Dónde está? -La voz de Robert Dudley sonaba cuidadosamente controlada.

– ¿Susan? Susan está con lord y lady Trevenyan, en Cornwall. Hace años que está comprometida con el heredero de la familia Trevenyan. Creo que lady Trevenyan y la madre de Susan eran primas.

– ¿Así que aquí quedan sólo vuestros dos hijos? Sois inteligente, mi querida Skye. Mucho más de lo que había creído. Pero tengo la carta del triunfo con Robin, ¿verdad? -Dudley sonrió-. Tengo que volver a la corte hoy, porque Bess no tiene que sospechar nada, pero regresaré apenas pueda. Y cuando lo haga, espero disfrutar de más horas de placer en vuestro lecho.

Ella lo miró con furia y él rió mientras levantaba la mano de la dama y le besaba la punta de los dedos. Luego se marchó, no sin volver a besarle la mano. Sonriendo para disimular ante sus sirvientes, Skye le dijo en voz baja:

– Vos, milord, sois un cerdo.

Dudley rió y se fue como había llegado: cantando.

Libre por fin, Skye huyó de su castillo y se puso a caminar por el borde del gran acantilado junto al mar. El soleado día y la agradable brisa ayudaron en algo a aliviar su tristeza, pero se sentía sucia. Dom O'Flaherty había sido como Dudley, aunque sin su refinamiento. Pero Dom había muerto hacía muchos años, y con el amor el calor y la ternura de hombres como Khalid y Geoffrey, ella casi había olvidado que había hombres que sentían satisfacción sexual solamente causando dolor y vergüenza a otros seres.


Al día siguiente, Skye recibió una sorpresa. Robert Small había regresado de su largo viaje. Se había detenido en Wren Court el tiempo suficiente para saludar a Cecily y asegurarle que estaba bien y luego había venido directamente a Lynmouth. Desde su lugar favorito, arriba, en las almenas, Skye reconoció su forma querida y familiar sobre el potro bayo. Recogió sus faldas y corrió escaleras abajo hasta el patio que daba al puente levadizo.

– ¡Robbie! ¡Oh, Robbie! ¡Estás bien! ¡Y por fin en casa! -Skye reía de dicha, sollozaba de alivio. Estaba contenta de volver a tener consigo a su protector. Todo iría bien si Robbie estaba en casa con ella.

El potro se detuvo y el hombrecito desmontó para abrazarla. Se quedaron así, uno en brazos del otro, ante todo el castillo, y luego Robert Small le dio un sonoro beso en cada mejilla.

– No puedo creerlo. ¿Cómo haces para estar cada día más hermosa, mi muchachita?

– Ah, Robbie, tu lengua es tan suave que a veces me pregunto si no serás irlandés.

Él rió entre dientes y la cogió del brazo.

– En este momento tengo una sed irlandesa. ¿Me invitarás a tu casa y me darás un poco de vino para sacarme el polvo de Devon de la garganta?

Ella rió. Era un sonido claro y alegre, un sonido que no había existido en el castillo desde la muerte de Geoffrey y el bebé. Llevó a Robbie hasta el salón principal, lo invitó a sentarse y le trajo el vino ella misma. Él tomó un trago largo y después dijo:

– He sabido lo de Geoffrey y el niño.

– ¿Quién te lo ha dicho? ¿De Grenville?

– Sí. Lo vi en Bideford. Maldita sea, Skye, decir «lo lamento» no me parece…

– No digas nada, Robbie. Somos amigos. Sé lo que sientes.

– ¿La reina confirmó a tu hijo como heredero?

Skye miró a su amigo con ojos duros.

– Sí, pero desoyó el testamento de Geoffrey y nombró a Robert Dudley custodio del niño.

El capitán frunció el ceño y empezó a entender cuál era el problema; podía olerlo en el aire.

– Por el tono en que lo dices, Skye, creo que llego a casa justo a tiempo. ¿Tengo que rescatar a la viuda de nuevo?

– Creo que esta vez debo rescatarme sola, Robbie. -Se puso de pie y empezó a pasearse, mientras se lo explicaba todo-. Geoffrey y yo dejamos la corte cuando nació Robin y nos retiramos a Devon. Mi tío nos envió a mis hijos irlandeses y fuimos una familia feliz: mis hijos, sus hijas y dos hijos de ambos. Después murió Johnny y Geoffrey. La reina reconoció a Robin como legítimo heredero de Geoffrey inmediatamente, pero también envió al conde de Leicester como custodio. Y para desgracia mía, Robert Dudley me desea.

– Al diablo con ese cerdo asqueroso -dijo Robbie-. ¿No le basta con Bess?

– La reina no le ha cedido su persona, Robbie, de eso estoy segura. Lo desea, pero no se atreve a comprometerse. Y al mismo tiempo, lo mima y lo malcría. No quiere oír ni una palabra en su contra. ¿Cómo atreverme a decirle que me forzó y que lo seguirá haciendo mientras pueda usar a mi hijo para chantajearme?

– ¡Bastardo! -dijo Robert Small, con la cara convertida en una mueca feroz-. ¿Quieres decir que ya…?

– Sí, Robbie. Ya. -Y Skye agregó con amargura-. Pero tal vez pueda ser más inteligente que él. Geoffrey y yo habíamos hablado de comprometer a Robin con la hijita de Grenville, Alison. Si la reina me da permiso, le pediré que De Grenville sea tutor y guardián de Robin. Le escribí para pedírselo, pero pasarán semanas hasta que me conteste.

– Entonces, ve a Londres y pídeselo en una audiencia privada.

– ¿Qué?

– Ve a Londres, muchacha. Iré contigo. De todos modos, tengo que ir a informar de mi éxito a la reina. La que hizo el viaje es nuestra compañía mercante, y sería lógico que los dos informáramos a Su Majestad, ¿no te parece?

– ¿Éxito? ¡Entonces hemos tenido éxito! ¿Hasta qué punto? ¡Por Dios, Robbie, tendría que haber pensado en preguntarte eso antes que ninguna otra cosa!

Él rió.

– No, Skye, tenías problemas más importantes en la cabeza. Pero ahora, yo los solucionaré, ya verás. No hemos perdido ni un solo barco, Skye. Ni uno. ¿Sabes lo que eso significa? Perdimos cinco hombres, eso sí, en una tormenta horrible en el océano Índico. Pero fuera de eso, fue como navegar en una charca. Nunca había tenido un clima tan benigno en un viaje así. Las bodegas de los barcos están saturadas de especias. Tengo una fortuna en joyas exquisitas. Y además, querida mía, cuando nos detuvimos a cargar agua en un pequeño puerto africano obtuve una buena partida de marfil. Si no fueras ya rica, Skye, lo serías ahora. Y las arcas de la reina tendrán mucho que agradecerte.

Los ojos azules de Skye brillaron de alegría.

– ¿Podrás estar listo para salir hacia Londres mañana?

– Sí, muchacha, claro. Dame una buena cena caliente y una buena noche de descanso ininterrumpido, y estaré listo.

De pronto, se abrió la puerta de golpe y Willow entró corriendo, seguida por un pequeño niño rubio.

– ¡Tío Robbie! ¡Tío Robbie! -La niña se arrojó en sus brazos. El capitán la recibió con una intensa sonrisa.

– ¡Willow, muchacha! ¿Eres tú realmente? Pero si estás casi hecha una mujer. -Robert Small besó a la niña en ambas mejillas y la dejó en el suelo.

Willow se sonrojó de placer y después se alisó el vestido.

– Tengo siete años -dijo, haciéndose la importante.

– ¿En serio? Qué orgulloso estaría tu padre de ti. Te pareces a él. -Puso cara de estar muy impresionado, que era lo que la niña quería de él-. Ahora, dime, ¿quién es este hermoso muchachito?

Willow empujó al chico y dijo con seriedad:

– Te presento a mi hermano Robin. Es el conde de Lynmouth.

Robert Small hizo una elegante reverencia.

– Milord, me honra conoceros. Conocía a vuestro padre, que Dios se apiade de su alma, y lo respeté mucho.

El muchacho lo escudriñó con timidez y el capitán se quedó mirándolo con ojos de profundo asombro. El chico tenía el rostro de Geoffrey Southwood. E intuir al conde mirándolo con esos pequeños ojos resultaba desconcertante.

– ¿Puedo llamaros tío Robbie también? -preguntó el niño con timidez.

– Claro que sí, muchacho -Robert Small levantó al muchachito hasta la altura de sus hombros-. Willow, tú y Robin venid conmigo y os mostraré los regalos que os he traído en las alforjas.

Skye rió, contenta de ver a sus hijos alegres de nuevo. Todo había sido solemne en Lynmouth desde hacía ya demasiado tiempo. Dejó el gran salón y bajó a los jardines que florecían junto al acantilado. Al final del jardín, atravesó los portones que daban paso al cementerio de la familia Southwood y fue hasta la tumba de Geoffrey. Había cortado una sola rosa blanca en el camino y ahora la dejó sobre la tumba.

– Ya ha vuelto Robbie, Geoffrey -dijo-; y el viaje ha sido todo un éxito. Voy a poner tu porcentaje en los cofres de Robin, amor mío, y después iré yo misma a Londres a hablar con la reina. Tengo que librarme de Dudley. No sólo por su lujuria, sino también porque es ambicioso. Demasiado ambicioso, Geoffrey. ¡Ah, amor mío, cómo te necesito! ¿Por qué me dejaste?

Suspiró. Tenía que abandonar esta costumbre. Venía a la tumba de Geoffrey día tras día y hablaba con él como si de veras pudiera oírla. Eso la reconfortaba. Después de su muerte, había creído sentir su presencia. Pero ahora ya no.

– Es porque ahora sí que te has marchado, ¿no es cierto, amor? -le susurró con tristeza.

La brisa que venía del mar jugueteaba con su cabello. Sintió que le corrían las lágrimas por las mejillas y, por primera vez desde la muerte de Geoffrey, lloró sin contenerse. No había nadie allí que pudiera verla y no necesitaba fingir para infundirle valor a los niños.

Allí la encontró Robert Small. La abrazó sin decir palabra y le ofreció su comprensión. No dijo nada, porque no había nada que decir. Pero su presencia, familiar, cariñosa, la ayudaba. Cuando sus sollozos se acallaron, él buscó un pañuelo de seda en su jubón y se lo ofreció. Ella se secó las lágrimas y se sonó.

– ¿Mejor? -le preguntó él.

– Gracias. Lloré cuando murió, pero sólo un momento, porque estaban los niños, y estaban muy asustados y si me hubiera desmoronado habría sido peor. Y desde entonces, no ha habido tiempo para el duelo.

– Hasta hoy.

Ella asintió.

– De pronto, me he dado cuenta de que realmente no está conmigo. Estoy sola de nuevo, Robbie.

– Volverás a casarte algún día, Skye.

– No esta vez, Robbie. Ya he enterrado a dos hombres que amaba y no quiero volver a pasar por eso.

– Entonces, búscate un amante poderoso, querida. Ya has podido comprobar que ser viuda y hermosa te convierte en presa codiciada por cuervos como Dudley.

– ¡Nunca! Pienso librarme de lord Dudley, y después volver a Devon y vivir aquí hasta que Robin tenga edad suficiente. Él y Willow son mis únicas preocupaciones. Robbie, ya he decidido que, si me sucediese algo, Cecily y tú seáis los tutores de Willow. Sé que estaréis de acuerdo.

– ¿Qué estás planeando en realidad, Skye? Casi veo las ruedas que giran en tu cabecita.

Ella sonrió con suavidad.

– Nada. Nada todavía, Robbie. Primero tengo que ir a Londres. Después podré decidir mi futuro.


A la mañana siguiente, Skye y Robbie salieron de Lynmouth hacia el nordeste, hacia Londres. Habían enviado antes a un mensajero para preparar la casa de los Lynmouth y comunicarle a la reina que sir Robert Small había vuelto a Inglaterra y quería una audiencia inmediata con Isabel, junto con la condesa de Lynmouth. Llegaron a Londres varios días después. Cuando entró en su casa, Skye descubrió con furia que el conde de Leicester la estaba esperando.

– El ímpetu que te obliga a seguirme a Londres, Skye, me vuelve loco -bromeó él, besándole la mano.

Ella la apartó con asco. Tenía un fuerte dolor de cabeza después del viaje con coche cerrado en pleno verano sin poder abrir las ventanillas, porque el polvo lo inundaba todo. Miró a Dudley con furia mientras, desde su baja estatura, Robert Small no pudo evitar reírse al ver la cara de milord cuando ella le dijo en voz baja y furiosa:

– ¡Iros al diablo, lord Dudley!

Skye lo empujó y subió con rabia las escaleras hacia la comodidad de sus habitaciones. Él la siguió como un bobo.

– No esperaba tener el placer de esta compañía hasta dentro de varias semanas, Skye, dulzura -murmuró en lo que creía que era su tono de voz más seductora-. Debo ir a Whitehall hasta medianoche, pero después… -jadeó sin terminar la frase.

Skye se detuvo en la mitad de un paso, giró en redondo y dijo:

– Eso será después, milord Dudley. Ahora me duele la cabeza, tengo la menstruación, he pasado tres días saltando de aquí para allá en un coche y tres noches evitando a borrachos y cucarachas en las posadas del camino. Estoy cansada. Pienso irme a la cama. ¡Sola! Y ahora fuera de mi casa. -Y siguió subiendo por las escaleras. Lo último que se oyó fue una puerta que se cerraba con furia.

El conde de Leicester, con la boca abierta, la miró marcharse. Abajo, Robert Small reía entre dientes. Después dijo con lentitud y como sin darle importancia:

– Está un poco inquieta y nerviosa por el viaje, milord. Pero supongo que la comprendéis; una vez tuvisteis esposa.

Dudley miró al capitán durante un momento, con ojos muy abiertos, después bajó por las escaleras y dijo en tono amenazante:

– No tratéis de interferiros, capitán. Ya he marcado para mí a esa dama.

Robbie sintió que la rabia le hervía en el cuerpo.

– La decisión es de la dama, milord. Recordadlo para que yo no tenga que obligaros a hacerlo.

Dudley se movió hacia la puerta y luego se volvió.

– Bess y Cecil os recibirán mañana por la mañana a las diez. No tratéis de socavar mi influencia para con la reina. Es absolutamente imposible. -Dudley hizo una reverencia y se marchó.

«Bastardo arrogante», pensó Robbie, iracundo. Skye tenía razón. Había que librarse de él, y rápido. No era un tutor fiable para Robin, y la obligaría a hacer una locura si seguía persiguiéndola. Skye no lo toleraría durante mucho tiempo.


Al día siguiente, cuando entraron en las habitaciones de William Cecil, Robbie pensó que podía ver el fuego de batalla en la manera de moverse de Skye. El negro del luto le sentaba bien y la asemejaba todavía más a un guerrero. Ambos saludaron a Cecil y después Robbie relató el éxito del viaje al consejero. Cecil asintió y dijo:

– Vuestro informe es muy alentador, sir Robert. Su Majestad y yo estamos de acuerdo en que la prosperidad y el futuro de Inglaterra están en su comercio. Vuestro éxito corrobora que esa idea es sabia.

– ¿Sería posible ver a la reina, sir? -preguntó Robbie-. Tengo un regalo para ella, y sé que milady Southwood quiere hablarle en privado sobre el futuro de su hijo, el pequeño conde.

– ¿Sobre el compromiso con la hija de De Grenville? He aconsejado a Su Majestad que permita el compromiso. Me parece que es una buena idea y que sirve a los intereses de las dos familias.

– Gracias, milord. Pero hay otra cosa sobre lo que tengo que hablar con Su Majestad.

– Querida mía -dijo Cecil con amabilidad-, si queréis aceptar el consejo de un viejo que conoce bien a la reina no le habléis. Isabel Tudor, como su padre, es ciega cuando se trata de los que ama.

– Debo intentarlo, señor -insistió Skye.

William Cecil sonrió con pesar. La condesa de Lynmouth era una mujer fuerte y empecinada. Pero, claro, la reina también lo era. El espectáculo de esas dos damas trabadas en combate sería interesante, si no llegaba a ser explosivo.

– Entonces, llamaré a Su Majestad -dijo, resignado.

Isabel Tudor entró en la habitación unos minutos después. Esperaba al embajador francés esa mañana y se había puesto un magnífico vestido de tela de oro adornado con hilos de perlas bordadas. Cada día que pasaba parecía más una reina, si es que tal cosa era posible.

– Mi querida Skye -saludó, y le tendió las manos-, me alegra tanto volver a verte. -Luego, se volvió-: ¡Sir Robert! Cecil me ha dicho que vuestro viaje ha sido un éxito. ¡Estamos realmente satisfechos!

– Ha resultado muy provechoso, Majestad, y os he traído un pequeño regalo para demostrar el afecto de mis tripulaciones a Vuestra Alteza. -Sir Robert levantó una hermosa cajita de cedro y se la ofreció-. Las piezas que contiene son parte de las ganancias de los marineros. Cada uno de ellos entregó una voluntariamente, con todo su amor, como tributo a la reina.

Isabel Tudor aceptó el cofre y lo puso sobre la mesa. Lo abrió lentamente y sus ojos brillaron al ver las riquezas que contenía. Había perlas indias de todos los colores: blancas, color crema, rosadas, doradas y negras. Tocó con los dedos brillantes rubíes de Burmese, resplandecientes zafiros de Ceilán tan parecidos a los ojos de Skye, feroces y fríos diamantes de Golconda. También había varias bolsas de seda llenas de maravillosas especias, nuez moscada, barritas de canela, ramitas de vainilla, clavos de olor, pimienta negra.

La reina miró al capitán con una sonrisa de oreja a oreja.

– Vuestros hombres no pudieron haber elegido mejor regalo para mí, Robert Small. Quiero que les deis las gracias de mi parte y les transmitáis esto: que la reina dice que mientras Inglaterra tenga hijos como ellos, será invencible. Ahora, caballeros, me dejaréis a solas con mi querida Skye. Deseo saber cuanto concierne a mi ahijado.

Los dos hombres hicieron una reverencia y abandonaron la sala. Se hizo un largo silencio. La reina fue la primera en hablar.

– Cecil me ha persuadido de que el compromiso que proponéis entre el pequeño Robin y Alison de Grenville vale la pena. Por lo tanto, os hemos dado nuestro permiso, querida Skye.

– Vuestra Majestad es muy amable. Pero quisiera pediros otro favor.

Isabel inclinó la cabeza.

– Ya que Vuestra Majestad ha aprobado el compromiso, ¿no aceptaríais apartar a lord Dudley de la custodia de mi hijo y otorgar a Dickson de Grenville sus responsabilidades en tales circunstancias? Sería mucho más conveniente y natural.

– Dudley es el que elijo -se reafirmó Isabel con firmeza.

El tono de la voz de la reina irritó a Skye. ¿Por qué se interfería de ese modo?

– ¿Puedo recordar a Vuestra Majestad -dijo con voz también firme- que mi esposo me convirtió en la única tutora de nuestros hijos, un arreglo que Vuestra Majestad está ignorando por razones que no consigo entender?

– Solamente en el caso de mi ahijado, señora -replicó la reina-. Un niño necesita una influencia masculina en su vida y le he dado al mejor hombre de Inglaterra.

– Robin tiene a De Grenville y a Robbie, y también a sus hermanos, como buenas influencias masculinas, Majestad -replicó Skye.

– Dudley está orgulloso de tener al joven Robin bajo su tutela. Me lo ha dicho él mismo, mi querida Skye -dijo la reina.

– No quiero que Robin reciba influencias de nadie de la corte, Majestad. No ahora. Es demasiado joven. Soy su madre y creo que tengo derecho a tomar esa decisión.

– No, milady Southwood -replicó la reina con voz de hielo-. El destino de Robin es mi decisión como su reina. Lord Dudley seguirá siendo su custodio.

Skye acababa de perder el control de su temperamento irlandés.

– ¡Pero, Majestad! ¿No os dais cuenta de la razón por la que lord Dudley quiere hacerse cargo de la educación de mi hijo?

– Sí, mi querida Skye, claro que me doy cuenta -respondió Isabel Tudor.

Atónita, la condesa de Lynmouth miró los profundos ojos negros de la reina. Lo que vio en ellos la hizo temblar.

– Dios mío -murmuró-. Entonces, lo sabéis. ¡Ah, Majestad! ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo habéis podido entregarme a ese hombre? Mi esposo y yo siempre fuimos vuestros fieles servidores. ¿Así es como recompensáis nuestra lealtad?

La reina la miró enojada.

– Señora, estáis acabando con mi paciencia. Pero como os aprecio, voy a explicároslo. Si repetís lo que voy a deciros, lo negaré y os haré encerrar en la Torre. Nunca me casaré, mi querida Skye, porque si lo hago ya no seré ni reina ni mujer libre. He visto cómo se las arreglan los hombres para dominar a las mujeres. Mientras Inglaterra tenga una reina, eso no me pasará a mí.

»Mi hermanastra, María, nunca se recobró del todo de lo que mi padre les hizo a ella y a su pobre madre, Catalina de Aragón. Les arruinó la vida. ¡Pobre María! Él la había querido y malcriado desde niña y, de pronto, un día ese amor desapareció y él la arrancó de brazos de su madre, a quién nunca volvió a ver, y la declaró bastarda.

»Mi madre, según me han explicado, estuvo bajo presión constante para producir un varón. Cuando fracasó, él le quitó la vida, sin más. Y en lo que a mí se refiere, nunca sabía qué pensar de mi padre. Un día era su amor y al día siguiente me enviaba a Harfield, caía en desgracia. Aprendí, mi querida Skye, aprendí…

»Jane Seymour tuvo suerte de morir, según creo. A pesar del duelo y las lágrimas, a él no le importó. Tenía lo que había deseado: un varón. De las otras tres madrastras que tuve, Ana de Clevers fue sabia y le dio lo que él quería: un divorcio rápido. La pobre Cat Howard, prima de mi madre, perdió la cabeza como ella. Todavía oigo los trágicos alaridos de la pobre niña cuando se dio cuenta de que habían venido a llevarla a la Torre. Trató de hablar con mi padre y se la llevaron a rastras desde la puerta de su capilla. -La reina se estremeció con ese recuerdo-. Catherine Parr tuvo suerte y sobrevivió a mi padre para casarse con el hombre que amaba. Yo fui a vivir con ella y su nuevo esposo tras la muerte de mi padre. El lord Almirante de Inglaterra, sir Thomas Seymour, fue mi padrastro. Era el hombre más apuesto que he conocido en mi vida, y la peor alimaña. Cuando mi madrastra engordó por el embarazo, planeó cómo seducirme a mí. No creyó que Catherine sobreviviera al parto, y sabía que necesitaba poder contra su hermano mayor, Edward, que era tutor de mi hermanito. Tal vez habría triunfado, porque yo era muy inocente entonces, pero Catherine se dio cuenta cuando lo encontró besándome de una forma que no tenía mucho que ver con el beso de un padre. Me echó de casa, y cuando murió, unas semanas después, con la fiebre posterior al parto, Tom Seymour trató de casarse conmigo. Después perdió la cabeza. Hubo algunos que trataron de implicarme en su desgracia, pero pude escapar de sus artimañas. Aprendí que una mujer que quiere poder en este mundo de hombres, y te aseguro, Skye, que es un mundo de hombres, no tiene amigos de ninguno de los dos sexos. Soy una mujer con poder. Y no pienso entregárselo a un hombre, no después de todo lo que aprendí y todo lo que sufrí. Cuando mi hermana María se convirtió en reina, sospechaba de mí cada vez más. Y fue extraño, pero el que me salvó fue un hombre, mi cuñado, el rey Felipe de España. De todos modos, me envió a la Torre y allí me hice más amiga de Robert Dudley. Lo amo, pero no puedo ser su esposa, y ciertamente no pienso ser su amante. No tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta de eso, así que coqueteo con él, le doy lo que quiere para que no pierda las esperanzas y el interés. No puedo perderlo. No quiero perderlo.

»En este momento, Robert Dudley os quiere a vos, y me alegro de entregaros a él, porque vos no sois una amenaza para mí. Vos lo despreciáis y creo que siempre os sentiréis así. Sin embargo, os entregaréis a él, porque soy vuestra reina y os lo ordeno.

– ¿Vos me hacéis esto? -replicó Skye con suavidad-. ¿A mí, que he sido vuestra amiga? ¿La más leal de vuestras servidoras? Dios mío, Majestad, sois realmente la hija de vuestro padre. El león inglés ha dado a luz a un cachorro tan malvado como él mismo.

Isabel hizo una mueca de rabia.

– Cuidado, querida -le advirtió.

– Sé que sois la reina de Inglaterra -dijo Skye con voz amenazadora-, pero yo, Majestad, soy irlandesa. Mientras vivió mi esposo, lo olvidé, pero ya no pienso hacerlo.

Isabel Tudor rió.

– Qué fogosa sois, mi querida Skye. Pero las dos sabemos que no podéis hacer mucho contra mi poder real.

Skye estuvo a punto de responder con furia, pero se contuvo.

– ¿Tengo el permiso de Vuestra Majestad para retirarme? -preguntó con voz monótona, inexpresiva.

La reina le tendió la mano y Skye se la besó con rapidez.

– Tenéis mi permiso, lady Southwood. Id a Devon y pensad en el compromiso de mi ahijado con Alison de Grenville. Eso os ayudará a estar ocupada y a no meteros en líos.

Skye salió de la sala caminando hacia atrás y se reunió con Robbie y William Cecil. Tenía las mejillas rojas y la mente no menos inflamada. Hizo una reverencia al consejero y miró a Robbie con furia antes de salir de la habitación.

– Parece que es hora de partir, señor -observó Robert con sequedad.

Los dos hombres se dieron la mano y se separaron. Cecil volvió a sus papeles y Small salió de la habitación para escoltar a la condesa de Lynmouth a Devon; cuando lograra alcanzarla, claro está.


Skye estaba furiosa y no quiso quedarse en Londres ni una hora más. Así que la reina quería entregarla a Robert Dudley mientras ella jugaba a «tal vez sí, tal vez no». ¡Perra! Skye no pensaba quedarse sentada esperando que el retorcido lord Dudley la usara como a un juguete. Fingiría someterse por Robin, pero pensaba vengarse de Isabel Tudor, sí, lo haría de un modo u otro.

Miró a Robbie, que estaba sentado frente a ella, fumando su pipa con expresión pensativa.

– Quiero que tú y Cecily os llevéis a los niños durante unas semanas -dijo-. Tengo que volver a Irlanda. Es un viaje que he pospuesto durante demasiado tiempo.

– ¿Qué te ha dicho la reina, Skye?

– Ha dicho que quiere que haga de puta para su precioso conde de Leicester. No piensa casarse, Robbie, pero no quiere admitirlo en público. Tiene miedo de que un hombre la domine, y no es miedo, es terror. Desea a Dudley, pero no piensa casarse con él. Ha decidido que yo no soy una amenaza para ella, porque lo odio. Y por lo tanto, mientras yo satisfaga los pervertidos deseos de ese hombre, Isabel Tudor no tiene por qué temer de perderlo. ¡Dios! ¡Geoffrey debe de estar retorciéndose en su tumba al ver cómo me utiliza! ¡La reina, nada menos!

– Eso que dices es monstruoso. -Robert Small estaba impresionado, atónito-. ¿Qué piensas hacer?

– ¿Qué puedo hacer, Robbie? Tengo que someterme por mi hijo, y tanto la reina como Dudley cuentan con eso. Mientras yo guarde el secreto de Su Majestad y cumpla con los deseos de lord Dudley, la herencia de Robin estará a salvo.

– ¿Ésa es tu última palabra? No, Skye, no te creo. Tienes un plan que no quieres contarme.

– Robbie, ¿eres leal a la Corona?

– ¡Claro! Soy inglés, Skye.

– Y yo soy irlandesa, Robbie. Nosotros, los irlandeses, no estamos muy conformes con el régimen de los monarcas ingleses. Mientras Southwood vivía, sus lealtades eran las mías, y tal vez habrían seguido siéndolo si Isabel Tudor me hubiera respetado como yo la respeté a ella. Pero es como cualquiera de los otros reyes de Inglaterra. Usa a todos los que la rodean para sus propios fines, y no le interesan ni la bondad ni los amigos. Es una mujer brillante, no dudo que será buena gobernante para Inglaterra. Pero después de lo que me ha hecho, es mi enemiga.

»A pesar de eso, sé que dos de mis hijos son ingleses, y no pienso confundirlos. Robin es conde de Lynmouth, un par del reino. El título es antiguo ya. Geoffrey estaba orgulloso de ese título, y tenía razones para estarlo. Robin le debe lealtad a su reina y, tal vez, si es tan atractivo como su padre, Isabel lo trate bien cuando llegue el momento. Willow nació aquí, en Inglaterra, y es tu heredera. No puedo comprometeros ni a ti, ni a Cecily, y sé que mi querido Khalid no me agradecería que pusiera a su única hija en peligro. Así que, para bien de todos, haré lo que pienso hacer en secreto.

– ¿Geoffrey adoptó a Willow legalmente? -preguntó el capitán mientras el coche saltaba por el camino.

– No. Pensaba hacerlo, pero no lo hizo, ¿por qué lo preguntas?

– Porque yo sí quiero adoptarla, Skye. Es legalmente mi heredera, pero me gustaría mucho que llevara mi nombre. Y sospecho que sería más seguro para ella ser una Small. Te conozco desde que eras una niña inocente y ciegamente enamorada de Khalid y reconozco el grito de batalla que veo en tus ojos. -Suspiró-. Vas a luchar contra la Corona, ¿verdad?

Ella sonrió con tristeza.

– Honestamente, todavía no sé lo que voy a hacer. Pero como súbdito leal de la reina, creo que no te conviene saberlo.

– Ah -suspiró el hombrecito-. Te recuerdo que antes que ninguna otra cosa, soy tu amigo, milady. -Después se puso serio-. Ten cuidado, Skye. Bess Tudor es una cachorra de león y es tremendamente peligrosa.

– Acabo de descubrirlo, Robbie. Tendré cuidado. Creo saber cómo vengarme sin que ella sepa quién lo está haciendo. Primero quiero ir a Irlanda. Después, veremos.

– ¿Cuándo te vas?

– Dentro de unos días. Primero tengo que mandarle un mensaje a mi tío, porque prefiero viajar en un barco de los O'Malley.


Cuatro días después, el obispo de Connaught estaba sentado en su estudio releyendo por segunda vez la carta de su sobrina. Finalmente, la O'Malley de Innisfana volvía a casa, aunque en un viaje secreto. Quería que su nave insignia, la Gaviota, la esperara en la isla de Lundy la víspera de San Juan, y quería que su tío estuviera en la nave. Seamus O'Malley estaba contento. Ya era hora de que su sobrina recordara quién era en realidad. Y la víspera de San Juan, fue él quien se asomó a la barandilla de cubierta para ayudarla a embarcar.

La sonrisa de ella borró los años que habían pasado. Skye se inclinó sobre la barandilla y gritó hacia el pequeño barco de pesca que la había traído desde tierra:

– Diez días, Robbie, a menos que haya tormenta.

– ¡Buen viaje, muchacha! -fue la réplica, y el botecito giró y emprendió el regreso hacia la costa inglesa.

Skye fue directamente al camarote del capitán. Dejó caer su capa en una silla, se sirvió un poco de vino y se quedó mirando a los dos hombres que la esperaban.

– Bueno, tío -dijo, en tono de broma-, ¿tanto he cambiado? MacGuire, os habéis puesto gordo, pero me alegra veros.

– Oh, señora Skye, estábamos seguros de que habíais muerto -dijo el capitán, y después de esas palabras, se le quebró la voz.

Ella estiró una mano como para consolarlo.

– Pero no estoy muerta. Estoy muy viva, MacGuire, y he vuelto a casa.

El viejo marinero parpadeó mientras Skye se volvía hacia su tío.

– Bueno, milord obispo, nunca te había visto tan callado en toda mi vida. Te debo mucho, tío por la forma como has cuidado los intereses de los O'Malley. Nunca podré pagarte, pero quiero darte las gracias de todo corazón.

Seamus O'Malley descubrió que por fin podía hablar.

– No lo habría creído de no verlo con mis propios ojos. Pensé que habías alcanzado la cima de tu belleza hace años, pero veo que me equivoqué. Eres todavía más hermosa que antes. Y hay algo en ti, algo que no puedo definir. -Meneó la cabeza-. Con razón Niall Burke se niega a casarse de nuevo.

Ella palideció bruscamente al oír ese nombre, pero no lo suficiente como para que su tío lo notara.

– ¿Ha enviudado, entonces? -preguntó, con el tono de voz más neutro que pudo encontrar.

– La muchacha española murió antes de que él la trajera a Irlanda. Estas chicas de climas cálidos no son fuertes. -Hizo una pausa y la miró con ojos llenos de astucia-. Si no hubiera sido por el destino, tú y Niall os habríais casado hace ya mucho. Todavía puede hacerse, si los dos estáis libres.

– ¡No! No he vuelto a casa para casarme, tío. Soy condesa de Lynmouth y seguiré siéndolo hasta que mi hijo crezca y se case. Estoy aquí porque quiero vengarme de Isabel Tudor y, para eso, necesito mi flota.

– ¿Qué? -exclamaron a coro los dos hombres.

– La reina de Inglaterra me ha insultado. Pero mi guerra contra ella debe permanecer en secreto, porque no puedo poner en peligro a mi hijo menor, Robin, el conde del Lynmouth, ni a mi hijita.

– ¿Y qué diablos piensas hacer, Skye? -preguntó Seamus O'Malley.

– Isabel Tudor cree que el comercio es lo que hará grande a Inglaterra. Tiene razón, tío. Sé que es el comercio lo que le ha dado a Oriente su riqueza. Mis naves inglesas, mías y de mi socio, ya están contribuyendo a aumentar la riqueza de la reina, pero ahora quiero castigarla y atacar las naves que vuelven a Inglaterra, porque ella recibe un porcentaje de lo que traen. No puedo negarme a comerciar para Inglaterra, porque eso pondría en peligro la herencia de Robin. Pero si mis barcos y otros como ellos son víctimas de ataques piratas, los beneficios comerciales de la Corona serán menores. No correré riesgos. ¿A quién se le ocurriría que la pobre e inocente condesa de Lynmouth pueda saquear los barcos de la reina?

»Y te lo aclaro, no quiero matanzas. Valoro a todos los que empleo, desde el primer oficial hasta el último marinero, ingleses e irlandeses por igual. Los que saqueen los barcos ingleses pasarán luego por Argel para revender las cargas. Yo haré negocio; Isabel Tudor, no.

– ¿Por qué esta guerra contra Inglaterra, sobrina?

– No es contra Inglaterra, tío, es contra Isabel Tudor. No tengo nada contra los ingleses.

– De acuerdo, entonces, ¿por qué la guerra contra Isabel?

– Porque para retener al hombre que ama, pero al que no quiere ni desposar ni admitir en su lecho, me usa como su prostituta. Se olvida de que mi querido Geoffrey fue su más devoto servidor. Y de que yo lo soy…, o lo era. Sólo piensa en satisfacer sus propios deseos y no le importa a quién daña con ello. Pero no pienso permitir que me use de esta forma, aunque sea la reina de Inglaterra.

– Piénsatelo bien, sobrina. -El obispo parecía muy preocupado-. Si en algún momento te relaciona con todo esto, la reina no será piadosa contigo. No puede permitir que hagas pública su perfidia. ¿Cómo piensas proteger a tus hijos?

– Arreglé el compromiso de mi Robin con Alison de Grenville, hija de sir Richard de Grenville, que goza del favor de la reina. Es un partido excelente para la niña, y Dickon es un buen amigo mío. Él cuidará los intereses de Robin si me sucediese algo a mí. Robert Small, el mejor amigo que tengo en el mundo, va a adoptar legalmente a mi hija Willow. Fue el mejor amigo de su padre, y no tiene hijos. Somos socios y antes de partir en su último viaje de tres años, convirtió a Willow en su heredera. Tiene una hermosa casa cerca de Bideford y él y su hermana adoran a Willow. La niña los quiere mucho. Él es quien me ha traído en el bote.

– Has solucionado el problema de tus hijos ingleses, Skye, pero ¿y Ewan y Murrough O'Flaherty? ¿No crees que podrías desatar una venganza inglesa contra ellos?

– Las posesiones de los O'Flaherty son demasiado pequeñas, demasiado insignificantes y están demasiado aisladas para que los ingleses se preocupen por ellas. Además, mis hijos irlandeses están emparentados con Inglaterra a través de sus compromisos con las hermanastras de Robin, las hijas de Geoffrey Southwood. Si Robin no pierde el favor de la reina, sus hermanastros tampoco lo perderán.

Seamus O'Malley asintió, satisfecho por las precauciones tomadas.

– Necesitaremos una base de operaciones en Inglaterra, algo que no pueda relacionarse ni contigo ni con la familia O'Malley.

– ¡MacGuire! -dijo Skye-. Pon curso al castillo del señor de Lundy. Es el único lugar en el que se puede atracar en la isla. Adam de Marisco es el señor de la isla. Es el último de su linaje y he oído decir que es un sanguinario. Pero se gana la vida proporcionando un santuario a los piratas y los contrabandistas de esta zona. Negociaremos una base para nuestros barcos en la isla de Lundy.

– Ya lo tienes todo pensado, ¿eh? Dubhdara estaría muy orgulloso de ti; siempre lo estuvo, en realidad. ¿Vas a navegar con tus barcos?

– No, tío. MacGuire dirigirá las expediciones. Espero que elija capitanes jóvenes que nadie pueda reconocer. Ni tú, ni yo, tío, podemos involucrarnos directamente en esto, porque nos reconocerían con facilidad. Las naves tendrán que navegar sin identificación, sin banderas ni nombres. Ya he pensado en una forma de comunicarnos durante los abordajes, un sistema que confunda totalmente las víctimas. Pero eso lo discutiremos más tarde.

– Iré a ocuparme del rumbo -dijo MacGuire-. Si queréis quitaros esas faldas, encontraréis todas vuestras cosas en ese baúl, las guardé yo mismo -agregó el capitán en voz baja, con timidez.

– MacGuire, os estáis volviendo amable con la edad -bromeó Skye, conmovida.

El capitán la miró de arriba abajo con descaro.

– Tal vez os queden un poco estrechas en las piernas y en el dorso -hizo notar-. Veo que habéis crecido un poco. -Y luego, se retiró, riéndose entre dientes porque había conseguido decir la última palabra.

Riendo también, Skye abrió el baúl. Allí, apiladas entre pequeñas bolsitas de lavanda, estaban sus ropas de mar. Cogió una blusa de seda, y la sacudió. Luego la falda-pantalón; las medias de lana, el jubón de cuero de ciervo largo hasta los muslos, con sus botones de cuerno y plata; sus botas de cuero de Córdoba, y el gran cinturón ancho con una hebilla de topacio y plata.

Todo estaba allí. Seamus O'Malley vio las lágrimas brillando en los ojos de su sobrina.

– Me voy a cubierta. Necesito aire, Skye. Tal vez quieras estar a solas para cambiarte.

Cuando Skye oyó que la puerta se cerraba detrás del obispo, se desabrochó el vestido y se lo quitó y a continuación hizo lo mismo con las enaguas, las medias y el corsé. Las ropas de lady Southwood, condesa de Lynmouth, yacían ahora en un montón en el suelo del camarote. Skye miró, fascinada, en el espejo, cómo la O'Malley de Innisfana renacía ante sus ojos. MacGuire había tenido razón con respecto al tamaño de la ropa; resolvió el problema dejando el último botón de la blusa abierto.

En el fondo del baúl encontró su pequeña daga enjoyada y, ¡por Dios!, la espada de acero toledano con mango de oro y plata. Se la colocó, segura de que Adam de Marisco no se dejaría impresionar por una pierna bien torneada.

Se oyó un golpe en la puerta y entró su tío.

– Estamos a punto de llegar, Skye.

– Envía a MacGuire a hablar con lord De Marisco para que arregle un encuentro entre él y yo. Esperaré a bordo hasta que esté listo para recibirme.

– Supongo -dijo Seamus O'Malley- que De Marisco no espera a una mujer.

– Espera al O'Malley de Innisfana, tío -corrigió Skye con una sonrisa-, y no tengo la culpa de que no sepa que es una mujer.

El obispo rió.

– Subamos a cubierta, sobrina. Esta noche habrá mucha luz, porque es la noche de San Juan, y veremos bien la isla. Supongo que sus habitantes estarán celebrando la fiesta con todo el fervor pagano que se merece.

Salieron juntos del camarote. Seamus habló con MacGuire para darle sus instrucciones y los dos O'Malley se quedaron de pie junto a la barandilla del barco.


Lundy había recibido su nombre de una vieja palabra escandinava, Lunde, el nombre de un pájaro, el frailecillo. La isla parecía un gran monstruo en reposo, con altos acantilados de granito que se hundían en el cielo oscurecido sólo a medias. Era un lugar de belleza bárbara. La isla estaba cubierta por amplias pasturas en las que pastaban los rebaños de ovejas. En sus acantilados, anidaban diversas especies de aves marinas. La isla tenía un faro en un extremo y en el otro se alzaban las ruinas del castillo de los De Marisco que eran propietarios del único muelle del lugar.

El bote de MacGuire golpeó contra el muelle. El capitán ató la cuerda a la anilla y desembarcó. Al otro lado del muelle, junto a una posada, había un negocio de venta de suministros para barcos. La posada no estaba demasiado llena todavía. MacGuire se sentó en una mesa. Una muchacha que servía mostrando los senos bajo una blusa muy sucia se inclinó sobre él:

– ¿Qué deseáis, capitán?

– Quiero ver a De Marisco.

– Todo el mundo desea verlo, querido, pero él no recibe a nadie.

– A mí me recibirá. Me está esperando. Soy del barco de los O'Malley de Innisfana.

– Iré a preguntárselo -dijo la muchacha, y se alejó.

MacGuire miró a su alrededor. Las paredes de la posada eran los muros de piedra originales del castillo y estaban húmedas y llenas de manchas de moho. Las alfombras habían visto mejores días y estaban mugrientas y cubiertas de huesos viejos por los que se peleaban varios perros flacos. Las pocas mesas que había estaban bastante sucias y tanto la chimenea como las antorchas humeaban.

La muchacha regresó enseguida.

– Dice que tenéis que seguirme.

MacGuire se puso en pie y caminó tras la muchacha. Cualquier cosa era mejor que ese infierno. La mujer lo condujo por una escalera de piedra y se detuvo al final para golpear en una puerta de roble.

– Aquí, capitán. -MacGuire empujó la puerta para entrar y se quedó parado, atónito, mudo de sorpresa.

La habitación era opulenta, la más espléndida que hubiera visto nunca el irlandés. Las paredes estaban adornadas con tapices de terciopelo y de seda, los suelos, cubiertos con magníficas pieles de oveja de espesa y confortable lana. Había una gran chimenea encendida con perfumada madera de manzano, a pesar del buen tiempo. Sobre la gran mesa de roble descansaban dos magníficos candelabros de oro tallado en los que ardían cirios de cera blanca.

En una silla semejante a un trono, colocado en la cabecera de la mesa, estaba sentado un gigante. Aun así, sentado, MacGuire podía calcular que debía de medir más de dos metros. Tenía el cabello negro como la noche y una espesa barba del mismo color. Sus ojos eran de un color sensual, celeste humo, y llevaba un gran pendiente de oro en la oreja izquierda. Vestía un jubón de cuero suave y fino, una camisa de seda abierta que revelaba un pecho lleno de vello negro hasta el ombligo. Sus calzas eran de lana verde oscura y las grandes botas de cuero castaño se elevaban por encima de sus rodillas. Tenía dos muchachitas hermosas y muy jóvenes sentadas en las rodillas, desnudas de cintura para arriba. Las dos alimentaban al señor de Lundy con dulces que cogían de sendas fuentes de plata.

– ¡Sentaos, hombre! -llegó la orden con voz retumbante-. ¡Glynis! -Adam de Marisco empujó a una de las muchachas de su falda-. Sírvele a mi invitado.

La muchacha se levantó del suelo con una sonrisa, mostrando sus nalgas al hacerlo, y le sirvió una copa de vino a MacGuire. Este se la tragó con rapidez, mirando los senos que la muchacha le había puesto muy cerca de las narices y que lucían pezones grandes como uvas de España.

– Es vuestra por esta noche -rió De Marisco, y Glynis se arrojó a los brazos del irlandés.

MacGuire sonrió, encantado.

– Me gusta vuestra hospitalidad, milord. ¡Por Dios que sí! Si los O'Malley no zarpan esta noche, aceptaré el regalo con gusto. -Levantó la copa para brindar con su anfitrión-. A vuestra salud, señor.

De Marisco asintió.

– Quiero ver a vuestro patrón apenas desembarque. Ésta va a ser una noche muy agitada, con muchas celebraciones. ¿Os parece que al O'Malley y a sus hombres les gustaría unirse a nosotros?

MacGuire escondió una sonrisa.

– Iré inmediatamente a comunicarle vuestra invitación. -Se puso en pie y dejó caer a la pobre Glynis.

De Marisco estaba aburrido esa noche. Apenas su invitado dejó la habitación, se preguntó si la visita del O'Malley le traería algo de distracción. Lo dudaba. Pero unos minutos después, sus ojos color humor vieron con sorpresa que el capitán volvía con alguien más.

– ¡Por los huesos de Cristo! -gritó-. ¿Una mujer? ¿Qué clase de broma es ésta, MacGuire?

– Milord, ella es la O'Malley de Innisfana.

– No hago negocios con mujeres -llegó la respuesta. Terminante.

– ¿Es que tenéis miedo, milord? -dijo Skye con voz lenta y suave.

Con un rugido de rabia, el gigante se puso en pie y dejó caer a la muchacha que todavía tenía sobre las rodillas. Ella se levantó y se reunió, asustada, con Glynis, mientras Adam de Marisco se alzaba sobre Skye con la mueca más intimidadora que pudo encontrar. MacGuire empezó a sentir algo pesado en la boca del estómago. Aunque era un hombre valiente, estaba viejo y no tenía ninguna posibilidad de vencer a un hombre como ése.

De Marisco miraba a Skye con furia. La mujer, en lugar de temblar como otras, lo miraba también, sin perder la calma.

Él empezó a tranquilizarse un poco y se dio cuenta de que le gustaba lo que veía, así que rió entre dientes. Esa mujer era valiente y también era hermosa.

– Tengo -empezó a decirle ella con voz sedosa, bruscamente- cerca de dos docenas de barcos de distintos tamaños. Una de las flotas acaba de regresar de un viaje muy provechoso a las Indias Orientales. Soy rica. Quiero vengarme de alguien que ocupa un puesto muy alto y para hacerlo necesito la isla de Lundy abierta para mis barcos. Os pagaré bien.

De Marisco sintió curiosidad.

– ¿Cuán alto es el puesto de la persona a la que vais a atacar? -preguntó.

– Mi odio es contra Isabel Tudor -le llegó la fría respuesta.

– ¿La reina? -De Marisco silbó-. ¿Me estáis hablando en serio, mujer, o es que estáis loca? -Miró a la dama que tenía enfrente-. Por Dios, creo que habláis en serio -dijo y empezó a reírse entre dientes hasta que la risa se convirtió en un rugido de alegría que sacudió toda la habitación.

Skye se quedó donde estaba, sin parpadear ni hablar.

– Bueno, De Marisco, ¿queréis hacer negocios conmigo, o no?

– ¿Cuánto? -Una mirada de codicia se insinuó en los ojos de De Marisco.

– Poned el precio vos mismo, dentro de lo razonable -le contestó ella.

– Discutiremos esto a solas, O'Malley -dijo De Marisco-. MacGuire, ¿por qué no os lleváis a Glynis y a su hermana abajo?

– ¿Milady? -El irlandés miró a Skye.

– Fuera, MacGuire. Me pasaría un año sintiéndome culpable si no os dejo disfrutar de la compañía. Decidle a los hombres que pueden desembarcar a divertirse si quieren. Que hagan turnos de guardia para que todos puedan bajar a tierra. -MacGuire dudaba y Skye rió-. Oh, vamos, hombre, pareces una vieja. De Marisco, dadle vuestra palabra a mi capitán de que no me haréis daño, o estaremos aquí hasta el amanecer.

– La tenéis, por Dios, capitán, ¿parezco un violador de mujeres?

MacGuire se retiró sin ganas y De Marisco hizo un gesto para que Skye se sentara en la silla que acababa de dejar el irlandés. Luego, el anfitrión le sirvió vino y empujó la copa de plata hacia ella. Skye bebió ese líquido color rubí y sonrió al notar la excelencia de la cosecha. De Marisco la examinaba cuidadosamente y, después de un momento, volvió a abrir las conversaciones:

– Así que dejaréis que yo ponga mi precio, dentro de lo razonable, ¿no?

– Exactamente.

– No necesito dinero, señora. Por aquí no hay en qué gastarlo, y tengo más que suficiente, de todos modos. ¿Así que qué puede ser razonable? -Tomó un poco de vino-. ¿Cómo os llamáis? No puedo creer que vuestros amigos os llamen O'Malley.

Ella le mostró su mejor sonrisa y él sintió que el corazón se le encogía.

– Me llamó Skye.

– ¿Por la isla?

– Mi madre era de allí.

– Parecéis irlandesa, pero vuestro lenguaje es inglés. ¿Por qué?

– No hay duda de que os interesáis por cosas que no os incumben, De Marisco. Os he hecho una propuesta honesta, no pienso venderos la historia de mi vida.

Los ojos azul humo se entrecerraron de nuevo.

– Me gusta conocer a mis socios, Skye O'Malley.

Los ojos de ella brillaron una vez, como un relámpago. Él continuó:

– Decís que deseáis hacerle la guerra a la reina de Inglaterra. Antes de arriesgarme, me gustaría saber qué razones tendría para unirme a esta venganza personal.

Ella lo pensó un momento y después asintió.

– Mi esposo, que ya murió, era el conde de Lynmouth. Desde vuestro castillo, podéis ver las luces del mío. Cuando Geoffrey murió hace varios meses, de la enfermedad de garganta blanca, me dejó como única tutora de nuestros hijos: mis hijos, los hijos de él y nuestro hijo, que es el heredero de Geoffrey. Pero la reina Isabel hizo caso omiso de su testamento en el caso del heredero y envió a su favorito, Robert Dudley, como tutor del niño. El conde de Leicester me forzó, y cuando me quejé a la reina, me dijo con toda franqueza que quería que aceptara las atenciones del conde. Espera que sea su prostituta para poder tenerlo contento sin comprometerse. Tanto mi esposo como yo fuimos fieles servidores de la reina en la corte. No me merezco este tratamiento, pero tampoco puedo poner en peligro a mi hijo con un ataque directo contra Isabel.

De Marisco respiró hondo. Era un hombre ético a su manera, aunque sus aventuras y negocios fueran poco ortodoxos.

– Bueno, no hay duda de que es hija de Harry Tudor. Es tan ruda como su padre y esa bruja que la trajo al mundo, Ana Bolena. De acuerdo, Skye O'Malley, condesa de Lynmouth, decidme cuál es vuestro plan y veremos si puedo ayudaros.

– Mi flota inglesa trae grandes riquezas a Inglaterra y la reina saca un buen beneficio de ellas. Sus arcas se llenan todos los días con los porcentajes de las naves que comercian para Inglaterra. Si mis barcos irlandeses saquean esas naves, todas, incluyendo las mías para no atraer sospechas, puedo herir a la reina en una zona donde realmente le haré daño, porque ella necesita el dinero. Pero no puedo hacerlo abiertamente. Por eso necesito la isla de Lundy, De Marisco. Está a sólo quince kilómetros de la costa de Devon y puedo ir y venir en un mismo día si es necesario.

»Mis piratas pueden buscar refugio y recibir órdenes aquí, y nadie lo sabrá. No me vais a decir que todas las mercancías que pasan por esta isla pertenecen al comercio legal, ¿verdad?

Adam de Marisco rió con alegría.

– Parece que vos me necesitáis mucho más de lo que yo os necesito a vos, Skye O'Malley. De todos modos, no estoy en contra de un poco de piratería, así que os diré lo que os propongo. Tendréis mi ayuda, es decir, un santuario para vuestros barcos en Lundy, a cambio de un uno por ciento del botín… y… -agregó después de un momento de duda-, y una noche en mi casa.

Ella se puso pálida, pero se recuperó rápidamente y dijo:

– Dos por ciento del botín y ni un penique más.

– Uno por ciento y esta noche -repitió él con una sonrisa traviesa en los labios de su apuesto rostro.

– ¿Por qué? -estalló ella.

– Porque sois hermosa y sois una dama y no conozco otra forma de que alguien como yo pueda poseer algo de vuestro valor. -Ella parecía realmente torturada por la propuesta y él continuó-: Vamos, Skye O'Malley, si realmente deseáis vengaros de vuestra enemiga, ningún precio es demasiado alto. Es solamente una noche, hermosura.

Skye estaba desgarrada. Sabía que su plan era perfecto, pero solamente si conseguía la isla de Lundy. Pensó en Isabel Tudor, en su cara cuando admitió con toda la calma que sí, que pensaba utilizarla. Pensó en Robert Dudley y en su forma perversa y degradante de poseerla, una posesión que, no había duda, sólo había empezado.

Y ahora Adam de Marisco también quería poseerla, pero por lo menos él le ofrecía algo a cambio. Suspiró y recordó con pena la advertencia de Robbie que le decía que debía casarse de nuevo si no deseaba ser presa fácil para los hombres. Miró al gigante y se dio cuenta de que no era feo. Con suerte, no sería tampoco tan pervertido como Dudley.

– Hasta la medianoche -negoció.

Él meneó la cabeza.

– Toda la noche y sin llorar ni quedaros quieta como un mueble.

– Al diablo, hombre, no soy una prostituta. No voy a fingir por vos.

– Justamente, Skye O'Malley. Sois hermosa y pienso que sois apasionada. No quiero que reprimáis vuestras pasiones por un sentimiento de falsa virtud. Creo que me impresionaría mucho más una falta de fuego en vos, que un exceso.

Ella se sonrojó y la risa de Adam de Marisco recorrió la habitación como un trueno distante.

– ¿Estamos de acuerdo, entonces? -Preguntó y le tendió la mano. Ella dudó, después apretó la gran garra con su elegante mano. Ya no tenía una virginidad que proteger y había demasiado en juego.

– De acuerdo.

– Me gustaría que dijerais mi nombre, Skye O'Malley.

– Muy bien, Adam. De acuerdo.

Ese deseo inocente dio algo de seguridad a Skye.

– Primero tengo que ocuparme de mi gente. Necesito una hora más o menos, y preferiría que esta parte del trato fuera secreta.

– Claro -dijo él-. No necesito publicarlo ni pavonearme ante nadie.

– Y está mi tío, el obispo de Connaugh. Viaja conmigo.

Adam de Marisco tuvo el buen gusto de mirarla, alarmado ante esas novedades, y Skye no pudo evitar reírse. Él respondió con una sonrisa forzada.

– Ése es un hermoso sonido, Skye O'Malley, deberíais reír más a menudo. Bueno, ¿y cómo nos libramos del obispo?

– Le encanta el buen borgoña francés. ¿No tendrías nada de eso en esta roca?

– Enviaré un barrilito a vuestro barco ahora mismo -prometió el señor de la isla.


Skye volvió a la Gaviota con el vino. Las colinas de Lundy brillaban con las hogueras que celebraban el solsticio de verano y la tripulación se había marchado a la costa para unirse a los festejos. Skye fue directamente a su camarote y se puso el vestido. Era un vestido de seda color lila con un escote simple y redondo, y largas mangas ajustadas. No estaba de moda, y ella no pensaba usar miriñaque, pero ¿qué podía saber Adam de Marisco de las modas femeninas de la corte inglesa? Era un vestido suave y femenino, y cuando se soltó el cabello y se lo cepilló sobre los hombros, supo que estaba moldeando una seductora criatura. Era extraño, pero Skye quería agradar a Adam.

Se detuvo en el camarote de su tío y encontró a Seamus O'Malley catando el vino francés.

– El señor De Marisco ha sido de lo más hospitalario, tío. Ya casi hemos llegado a un acuerdo; voy a bajar a tierra a cenar con él. ¿Quieres venir? -Skye sabía que Seamus no aceptaría.

– No, sobrina. Me siento bastante cómodo aquí, con mi libro sobre la vida de San Pablo y con este excelente borgoña que me han enviado. Realmente superior.

Ella se inclinó y le besó la oscura cabeza.

– Buenas noches, entonces. Que duermas bien.

– Tú también, Skye.

Ella volvió a bajar a tierra, esta vez envuelta en una capa oscura, para proteger su anonimato. Cuando llegó a las habitaciones de Adam de Marisco, encontró una mesa servida. Cena fría. Adam le sacó la capa y miró sus hombros con pasión. Cuando ella se puso tensa, le dijo con tranquilidad:

– Nunca he violado a una mujer, muchachita. Vayamos poco a poco; no lamentaréis vuestra decisión, os lo prometo.

– No soy una muchachita, De Marisco -le replicó ella-. Soy alta para ser mujer, y hasta demasiado alta para muchos hombres.

Él la hizo girar y la levantó para ponerla a la altura de sus ojos.

– Mi nombre es Adam, muchachita, y aunque sois alta para ser mujer, os llevo bastante. -La dejó en el suelo y le preguntó-: ¿Tenéis hambre?

– No.

– Entonces cenaremos más tarde. -Y antes de que Skye se diera cuenta de lo que sucedía, le desabrocho el vestido y se lo quitó. Apartó la suave y liviana seda y la dejó desnuda. La cogió en brazos, y la llevó a un dormitorio. La sostuvo con una mano, mientras con la otra apartaba de un solo movimiento la colcha de la cama. Y entonces la colocó sobre el lecho más grande que Skye hubiera visto en su vida.

Ella se quedó quieta, mirándolo, mientras él se desnudaba. Vestido, Adam de Marisco era impresionante. Desnudo, era magnífico. Perfectamente proporcionado, tenía muslos como troncos de árbol, brazos bien formados y musculosos, un torso atlético y un gran pecho cubierto de una mata de vello negro. Sus brazos y sus piernas también tenían una forma hermosa. Y era el hombre más peludo que ella hubiera visto. Él miró la reacción con una sonrisa divertida y leve en los sensuales labios. Luego, se metió en la cama con ella.

Skye se preparó para el asalto, y cuando no sucedió nada, se volvió a mirarlo. Él la estaba mirando también, y ella se sonrojó ante ese escrutinio decidido. Él se estiró y la atrajo hacia sí. El brazo con el cual la sostuvo era fuerte, y el cuerpo estaba limpio y olía bien. Permanecieron así durante unos minutos. Después, la besó, y para su sorpresa y alivio, fue un beso tierno y firme. Tenía una boca fragante y dulce.

– Hacer el amor -dijo él con calma- es un gran arte, Skye O'Malley. Pasé cuatro años en la corte francesa, porque mi madre era francesa. He hecho un negocio bastante atrevido con una mujer, y vos habéis aceptado mis términos porque sois una mujer atrevida. Los dos somos personas saludables y atractivas, y no puedo disfrutar del amor con vos si me tenéis miedo. Por lo tanto, permaneceremos así, abrazados, hasta que os sintáis más cómoda.

El silencio la aturdía. Por primera vez en su vida, Skye estaba totalmente confundida.

– De Marisco…, digo Adam, no os conozco. Nunca he hecho el amor con un hombre al que no conociera. Con un extraño.

– ¿Y con cuántos hombres habéis hecho el amor, Skye O'Malley?

– Me casé tres veces -dijo con voz débil. No tenía por qué explicar lo que había sucedido con Niall Burke.

– ¿Y los tres murieron?

– Sí.

– ¿Amantes?

– Ninguno, excepto Dudley, claro. Pero no porque yo haya querido.

– ¿Los amasteis, muchachita?

– A los dos últimos, sí, mucho. Perderlos fue tan terrible para mí que pensé que me moriría. Pero esas cosas no pasan.

– ¿Tenéis hijos?

– Dos de mi primer esposo, una hija del segundo y un hijo vivo del tercero, Geoffrey. Y claro, soy madrastra de las otras tres hijas de Geoffrey. Mi hijo menor murió en la misma epidemia que mató a su padre.

La voz suave de Skye se quebró y Adam volvió a abrazarla.

– Ya habéis aprendido que el amor puede causar más dolor que placer, ¿no es cierto? Dejad que os consuele, muchachita. Dejad que yo os consuele.

Acercó su boca a la de Skye y ella sintió que eso no le molestaba. Los labios de Adam eran tibios y tenían experiencia, y ella sintió un estremecimiento delicioso en todo el cuerpo y se dio cuenta de que él la estaba cortejando, de que realmente quería que ella lo apreciara. Adam le cubrió la cara de besos, luego volvió a besarla en la boca y, esta vez, tocó la punta de la lengua de ella con la suya. El efecto fue devastador y ella tembló de arriba abajo.

Una mano de Adam le acarició la mandíbula y el cuello, luego uno de los redondos hombros y se movió hasta uno de los pequeños senos que ya estaba casi firme de deseo. La cálida boca siguió este movimiento de los dedos, besando, probando, mordiendo en broma. Luego, Adam la colocó boca abajo, apartó el cabello de la nuca y saludó con su huella de fuego la larga línea de la espalda. Ella jadeó, y se puso colorada cuando él le besó las nalgas y después se las acarició.

Los besos siguieron a lo largo de las piernas, las pantorrillas y los finos tobillos. Adam le chupó los dedos de los pies y a Skye le pareció que se desmayaba, víctima de la sensualidad de lo que sentía. Luego él volvió a ponerla boca arriba y los labios subieron de nuevo. Adam de Marisco olía el perfume de mujer mezclado con el de rosas silvestres. Su lengua se deleitó con la seda pura de los senos y con la carne coral de la feminidad.

– Dejad que os consuele, muchachita -le oyó decir Skye, y su voz contestó, casi sollozó:

– Sí, sí.

Él era increíblemente dulce, la excitaba apenas un poco y, lentamente, la llenaba de sí mismo hasta que ella creía que iba a estallar. Su gran cuerpo cubrió el delgado y frágil cuerpo de Skye como la nieve cubre la tierra en invierno. Ella sintió que se hundía más y más en el colchón, mientras él entraba en ella. Y entonces, los movimientos de él se hicieron más vigorosos y ella se dejó ir en su éxtasis.

No era Robert Dudley tratando de aplastar su espíritu y mancillando su cuerpo. Este hombre grande quería que ella sintiera placer, un placer que ella solo había creído posible sentir cuando también había amor.

Sintió que llegaba al clímax y gimió como para avisarle.

– Oh, ¡Adam! ¡Adam! -Y después se perdió en una tormenta de pasión tan poderosa como las que había experimentado en el mar y lo oyó gemir con voz de triunfo.

Él se apartó y se quedó junto a ella. Los dos jadearon y ella dijo con voz tranquila:

– Adam de Marisco, espero que me consueles de nuevo antes de que termine la noche.

Y él rió, con un rugido cálido y delicioso de alegría.

– ¡No temas, Skye O'Malley! ¡Te consolaré bien! -Y después, la amó de nuevo y realmente fue hermoso.

Capítulo 23

Había sido un verano hermosísimo. En otoño, Skye pasó revista a su vida durante esos últimos meses con enorme satisfacción. Había seguido media docena de barcos cargados de tesoros, y había dejado a las arcas de Isabel sin su muy necesitado porcentaje. Solamente había saqueado dos barcos propios. Los otros eran de cortesanos muy ricos, incluyendo algunas naves de Dudley, y Skye no sentía ningún remordimiento por lo que hacía. El dinero que sacaba de los barcos que no eran suyos iba a parar a los fondos de las iglesias, a pagar los abusivos impuestos a que estaban sometidos los granjeros pobres y a manos de los enfermos, los ancianos y los hambrientos que se quedaban de una pieza cuando recibían remedios, leña, comida, ropa y pequeñas bolsas con monedas.

Con el invierno, en cambio, la llegada de barcos disminuiría. Y el desarrollo súbito de la piratería en la costa de Devon todavía no había llamado especialmente la atención a la reina. Ahora, Skye quería que sus piratas descansaran un poco, y si la reina había sentido curiosidad, tendría que esperar para sentirla de nuevo. Skye se reía. Todo había sido tan condenadamente fácil… Los barcos mercantes, que no sospechaban nada, habían caído como patos bien cebados que se meten sin darse cuenta en la cueva del zorro.

Todos los ataques habían resultado fáciles y exitosos. No había habido pérdida de vidas humanas, porque cada una de las naves abordadas sufría el ataque combinado de dos barcos al mismo tiempo. Ante tantos hombres y tantas armas, las naves mercantes que, por otra parte, no tenían experiencia en eso, no oponían resistencia. Las cargas eran transferidas con rapidez y en silencio, por un equipo de marineros que respondían a silbidos y gestos sin decir una palabra. Nadie podía saber qué idioma se hablaba en esos barcos. Los piratas desaparecían con el botín con tanta rapidez como habían llegado y todo el asunto parecía cosa de fantasmas.

La pequeña comisión real que se envió a investigar regresó a Londres sin saber qué informar. Nadie tenía ni la más remota idea de quién podía estar detrás de ese pillaje organizado. Los piratas tenían que ser ingleses. Si no lo eran, ¿cómo podían saber cuándo llegaban los barcos ni qué rumbo seguían? Y como los actos de piratería se detuvieron con la misma brusquedad con la que habían empezado, la comisión real llegó a la conclusión de que los incidentes habían sido casos aislados y coincidentes y no parte de un plan más vasto. Eso fue lo que se informó a la reina.

Skye había decidido que tal vez pudiera evitar dar la fiesta de la Duodécima Noche con la excusa del duelo. Envió sus disculpas a Isabel Tudor y se fue a Lundy a hablar con Adam de Marisco sobre los actos de piratería que planeaban para primavera y las señales que usarían para comunicarse entre los dos castillos.

El gigantesco señor de Lundy se había convertido en un buen amigo y después de esa noche de San Juan, en un amante ocasional. Ella se había despertado entre sus brazos con los ojos color humo mirándola intensamente. Había correspondido a esa mirada y después había agregado una sonrisa cegadora que hizo que él suspiraba aliviado.

– ¿Entonces no estás enojada conmigo? -le había dicho.

– No, claro, que no. ¿Por qué tendría que estarlo?

Él había sonreído con tristeza.

– Muchachita, mira, no eres una mujer cualquiera a la que pedí algo atrevido en un momento de semiborrachera. Eres una gran dama, Skye O'Malley, y te has atenido al trato que hicimos mejor de lo que hubiera hecho cualquier hombre. Pero yo, ahora, tengo un problema. Mi instinto me dice que te encierre en mi torre y te haga el amor por lo menos un mes seguido sin detenerme. Pero no puedo hacerlo, ¿verdad?

– No, Adam de Marisco, no puedes -había dicho-. Pero te doy las gracias por el cumplido.

– ¡Ah, me casaría contigo!

– Adam, eres adorable. Pero no pienso casarme de nuevo. Y por otra parte, ¿no temes a una mujer que ha enterrado a tres esposos? -Los hermosos ojos de Skye habían brillado traviesos, pero él parecía tan desalentado que ella lo tranquilizó-: Volveré, Adam. Te lo prometo.

Y realmente había vuelto. Varias veces durante el verano. Entre una y otra increíble sesión de amor, Adam y Skye habían hablado mucho y se habían hecho amigos. Para Skye era una experiencia completamente nueva. Aparte del odioso Robert Dudley, sus amantes habían sido siempre sus esposos, con excepción de su única noche con Niall. Skye no era una mujer promiscua, pero la verdad del asunto era que necesitaba hacer el amor con alguien que le gustara, especialmente después de las dos ocasiones en que el conde de Leicester había vuelto a Lynmouth con sus exigencias.

Robert Dudley sentía un inmenso placer cuando la degradaba y decía que la estaba «domando». Lo excitaba conseguir de ella una sumisión completa, pero, aunque lograba someter su cuerpo, el alma de Skye se le escapaba. Eso hacía que volviera. Después de esas pesadillas, Skye huía invariablemente a los brazos de Adam de Marisco. La forma honesta en que ese hombre la adoraba y la entrega sexual que había entre ellos eran como el limpio viento del mar después de un encierro en un granero con montones de estiércol. Adam no la llevaba hasta las enloquecedoras alturas que había logrado con Geoffrey, pero le daba mucho placer y le hacía sentir que estaba agradecido por el placer que ella le daba a cambio.

Había sido una Navidad melancólica y luego un Año Nuevo igual. Skye había cumplido con las tradiciones de la familia Southwood y había decorado el Gran Salón con pino y acebo, había quemado un gran tronco, había ofrecido un bol de bebida ceremonial a los mimos y cantantes, pero nada había sido igual sin Geoffrey. Los hijos e hijastras de Skye se habían quedado en Irlanda y no los había visto desde el verano anterior, durante su visita secreta. Susan Southwood prefería quedarse en Cornwall con los Trevenyan. Solamente Robin y Willow estaban con ella en casa. Cecily tenía un resfriado muy fuerte y se había quedado en Wren Court. Skye había insistido para que Robbie se quedara con ella y no la dejara sola.


Varios días después de Año Nuevo, Skye decidió ir a Lundy. Envió un mensajero a Wren Court en busca de noticias y supo que Cecily estaba levantada otra vez. Sí, claro que les encantaría tener a los niños con ellos en Lynmouth hasta la Duodécima Noche, que pasarían todos juntos. Skye pensaba pedirle a Adam de Marisco que volviera con ella y se uniera a la celebración. Su presencia serviría para borrar en parte los recuerdos que la asaltaban constantemente.

Vestida con su jubón de cuero de ciervo, botas, calzas de lana y una capa de abrigo, hizo el viaje hasta Lundy, sola. Tenía un bote anclado al pie de los acantilados sobre los que se alzaba el castillo de Lynmouth. En las primeras noches de insomnio después de la muerte de Geoffrey, había paseado por el castillo sin saber adónde ir y había encontrado un pasaje que bajaba dando vueltas y vueltas hasta salir a una cueva bien escondida justo por encima del nivel del mar. Skye había salido de la cueva a la luz de la luna y se había encontrado en un risco bajo que el mar lamía apenas unos centímetros por debajo de sus pies. Había luna llena, así que ella se dio cuenta de que la marea no debía de subir nunca más allá de ese límite. Seguramente, la cueva no se inundaba nunca excepto, tal vez, en caso de tormenta. Miró a lo largo del risco y finalmente encontró los escalones que sabía iba a encontrar y la anilla de hierro para atar un bote. Obviamente, algún miembro ya olvidado de la familia Southwood había tenido interés por el mar. Después había vuelto con Robbie y juntos habían registrado la cueva meticulosamente. Encontraron soportes de hierro para las antorchas, oxidados, pero todavía útiles, colgados a intervalos regulares en las paredes de piedra. Habían pedido a Wat, el hermano de quince años de Daisy, que limpiara la cueva, mantuviera las antorchas siempre encendidas y se asegurara de que el bote de Skye estuviera siempre listo para partir.

Skye nunca había vuelto a poner a prueba su conocimiento del mar desde que recuperara la memoria, porque no había tenido ni necesidad ni deseos de hacerlo. La primera vez que había navegado de nuevo en un bote pequeño, había ido con Robbie. Era el viaje inaugural en el que se reencontró con sus barcos irlandeses, y, más tarde, había navegado con MacGuire hasta St. Bride para encontrarse con su hermana favorita, Eibhlin, a la que encontró regordeta, pero tan cáustica como siempre. Cuando regresaban a Innisfana, Skye había tomado el timón de manos de MacGuire y había descubierto que sus habilidades de navegante estaban intactas.

Una vez en Lynmouth, había empezado a salir sola de vez en cuando, a pasear por el Canal. La primera vez la atrapó una súbita tormenta de verano, pero no tuvo miedo. Lo que la dominaba bajo el chaparrón era una especie de excitación maravillosa. Después de eso, disipó todas sus dudas sobre el estado de sus habilidades.

Esa fría tarde de enero, dudó antes de partir hacia Lundy. El día era demasiado hermoso, una señal para cualquiera con instinto de marinero. Y sin embargo, había pasado varias semanas muy melancólica en Lynmouth y deseaba reírse y portarse con algo de frivolidad.

– ¡Muchachita! -la recibió Adam, encantado-. Debes de ser bruja, ¡mi irlandesita mágica! Hace días que pienso en ti. -La envolvió en un abrazo de oso que la dejó sin aliento. Luego la levantó entre sus brazos y la llevó hasta su cubil, escaleras arriba.

Ella protestaba, riendo:

– ¡Adam! ¿Qué va a decir la gente? -Pero estaba contenta. Se sentía segura y tranquila en brazos de ese hombre.

Se desvistieron mutuamente e hicieron el amor, una experiencia deliciosa, hasta que, satisfechos, yacieron uno junto al otro entre las almohadas de pluma y bajo una gran colcha de pieles caras.

– Ojalá pudieras amarme, Skye O'Malley -dijo él con tranquilidad.

– Te amo, Adam -protestó ella-. Eres uno de mis mejores amigos. -Pero sabía que no era eso lo que él quería oír, y, de pronto, se sintió triste. No podía seguir usando así a ese gigantón bondadoso como paño de lágrimas, no ahora que sabía que él sentía mucho más por ella de lo que ella sentía por el-. Adam de Marisco, nunca he pretendido herirte, pero me parece que acabo de hacerlo. Te pido perdón.

– No, muchachita, yo he empezado esto. Es un buen castigo por mi arrogancia. Pero voy a mandarte a casa ahora. No puedo pasar más tiempo en cama contigo, sabiendo que no te tengo entera.

Ella lo entendió y se levantó con rapidez.

– He venido para preguntarte si quieres venir a Lynmouth para la Duodécima Noche.

Él la miró mientras se abrochaba la camisa.

– Sí. Dicen que los amantes no pueden ser amigos, pero nosotros lo somos, Skye.

Fuera oscurecía. Una única estrella colgaba en el cielo justo encima de ellos, y en el oeste, la puesta de sol era de color amarillo frío, una mancha limón en un horizonte gris.

– Va a nevar -dijo él.

– Sí, eso creo. Ven conmigo ahora.

– No, pero iré más tarde, esta noche; habrá tormenta por la mañana -Adam la ayudó a subir al bote-. El viento sopla del oeste, muchachita. Llegarás pronto a casa. -Desató la soga y se la arrojó.

– Tendré iluminada la entrada de la cueva, Adam. ¡Hasta dentro de un rato! -Skye le tiró un beso y él empujó el bote para alejarlo del muelle de piedra. La brisa hinchó las velas inmediatamente y el bote se alejó con rapidez.

Los vientos lo empujaron a través de las olas, y aunque estaba muy oscuro cuando llegó a su castillo, Skye sabía que ése había sido su viaje más rápido desde Lundy. Ató el bote con fuerza para asegurarlo contra la tormenta. Cogió una antorcha de la cueva y encendió las señales para indicarle el camino a Adam. Después, empezó a subir por las escaleras del pasadizo secreto hacia el castillo. Le parecía que oía ruidos de fiesta y eso la confundía. Llegó al piso en el que estaban sus habitaciones y se movió por el pasadizo hasta llegar a la puerta que daba directamente a sus habitaciones. Corrió el cerrojo secreto, entró en la antecámara, empujó la puerta tras ella para dejarla bien cerrada y volvió a colocar el tapiz en su lugar. Ahora oía claramente risas y bailes abajo, en el salón. Intrigada, se movió hacia la puerta que daba al pasillo, pero la puerta se abrió antes de que pudiera llegar y entró Daisy a toda velocidad.

– Ah, señora, señora Skye. ¡Por fin estáis aquí!

– ¿Qué pasa allá abajo? -preguntó Skye.

– Apenas os habéis ido, han llegado lord Dudley y un grupo de caballeros. Se ha puesto furioso cuando ha sabido que no estabais. Ha ordenado que se montara una fiesta y ha enviado buscar muchachas a la aldea.

– Muchachas jóvenes, vírgenes -aclaró la muchacha-. Exigió que fueran vírgenes -añadió, tartamudeando.

– Dios mío -dijo Skye-. ¿Y cómo están las muchachas que trajo, Daisy? Las enviaré a casa inmediatamente. Probablemente las está asustando. Los condes de Lynmouth no han permitido ese tipo de conducta desde hace años. Tenía que ser Dudley, ese hijo de perra, el que quisiera revivir esa costumbre horrenda.

– Es demasiado tarde, milady. Las muchachas ya lo han perdido todo -dijo Daisy.

– ¿Pero están bien? -preguntó Skye.

– Todas menos la pequeña Anne Evans. Ha sangrado mucho.

– ¡Dios mío, Dios mío, Daisy! No tiene más de doce años. ¡Maldita sea! Dudley va a pagar por esto. Voy a armar tal escándalo ante la reina que esta vez tendrá que castigarlo. -Skye entró en su dormitorio cerrando la puerta con furia-: Tendré que pagar una compensación a las familias de las chicas. ¿Alguna de ellas se ha ido ya, Daisy?

– Cuatro, milady.

– Les daremos una buena dote a sus novios para que se casen cuanto antes. ¡Maldita sea! -Skye se volvió hacia Daisy, furiosa-. ¡No te quedes ahí con la boca abierta, Daisy! ¡Un vestido! No puedo bajar así, ¿te das cuenta? El de terciopelo lila será adecuado. Nada de miriñaque, sólo las enaguas. Esto no es la corte. -Se quitó las ropas de navegación con rapidez. «¡Dudley!», gritaba su mente. Esa asquerosa serpiente que Isabel Tudor había depositado en su jardín privado. Ya era bastante malo que tuviera poder sobre Robin y que la usara como prostituta ocasional, pero ¡venir sin avisar, sin invitación! ¡Y con sus amigotes! ¡Y violar vírgenes inocentes que dependían de ella, que eran responsabilidad de los Southwood!

Daisy se apuró como pudo, con los dedos entumecidos, a vestir a su señora. De pronto tropezó y casi dejó escapar el cofrecillo de joyas de Skye.

– Despacio, niña -la tranquilizó la señora, al tiempo que sacaba un collar de amatistas del cofre para ponérselo en el cuello.

– Están muy borrachos -murmuró Daisy, aterrorizada-. Tal vez no debierais bajar, milady. Lord Dudley es el peor de todos y ha sido él quien ha hecho sangrar a Anne Evans.

Skye puso una mano amable sobre el hombro de su dama de compañía.

– Escúchame, niña -le dijo-. Sé que sería mucho más fácil cerrar la puerta con cerrojo y meterme en la cama. Dudley no sabría siquiera que ya estoy en casa, y Dios sabe que ese hombre me da miedo. Pero soy la condesa de Lynmouth, y lord Dudley, en mi ausencia, acaba de abusar de mi hospitalidad y de dañar a la gente que está a mi cargo. Es mi deber poner las cosas en su sitio. Si no lo hago, estaría traicionando el encargo de Geoffrey en su testamento. ¿Comprendes?

Daisy bajó la cabeza, avergonzada, y después dijo:

– Les diré a los guardias que habéis vuelto. Si los necesitáis, estarán listos.

– Bien pensado. -Skye salió casi corriendo de la habitación y bajó por las escaleras lo más rápido que pudo.

El ruido que hacían sus inesperados huéspedes se hacía más fuerte con cada escalón que bajaba. Lo que vio al llegar al salón, la dejó casi al borde del desmayo. Dudley y sus amigos se habían desparramado por la habitación y solamente llevaban puestas las camisas y las calzas. Sobre la mesa se amontonaban los restos de lo que había sido un banquete generoso. La mayoría de las niñas de la aldea estaban desnudas y aprisionadas sobre las rodillas de sus captores, todos ebrios. Pero lo que casi llevó a la histeria a Skey fue la imagen de la pobre Anne Evans, desnuda, a cuatro patas, sobre la mesa. Habían traído a uno de los mastines del castillo y lo habían excitado sexualmente. Lo estaban colocando en la posición correcta para que violara a la pobre niña.

– Dios mío. -Skye oyó la voz que lo decía a sus espaldas y al volverse vio al capitán de la guardia del castillo y sus hombres.

– Llevaos a la niña y a esa bestia -dijo Skye-. Las muchachas, con el mayordomo. Quiero que las atiendan de sus heridas y las lleven a dormir.

– ¿Qué hacemos con el perro, milady?

– No tiene la culpa. Que lo encierren solo en las perreras, Harry.

Los hombres de armas y su capitán entraron en el salón y, tomando a los ebrios cortesanos por sorpresa, empezaron a llevarse a las llorosas y asustadas muchachas. El mastín desapareció de encima de la mesa y Anne Evans salió de la habitación, en brazos de uno de los guardias, con los ojos en blanco.

Robert Dudley se levantó gritando:

– ¿Cómo os atrevéis? ¡Yo estoy aquí como enviado de la reina y tutor del señor del castillo! ¿Cómo os atrevéis?

– ¿Cómo me atrevo yo, Dudley? Mis hombres cumplen mis órdenes. Me pregunto lo que pensaría Bess de vuestras actividades aquí, milord. Violación. Corrupción de inocentes menores. ¿Creéis que voy a callarme esta vez? Lo gritaré hasta el cielo, os lo aseguro. ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi casa y abusar así de mi gente? Puedo ofreceros refugio y comida, eso sí, pero nada más, nada más. ¡No sois señor aquí, Dudley!

Los ojos de Robert Dudley se entrecerraron de rabia. Ahí estaba ella, siempre tan orgullosa esa perra irlandesa. ¿Por qué no podía matarla como había hecho con tantas otras, incluyendo a su esposa, la dulce Amy? Recordaba la última vez que la había visto viva. Ella le había dicho que tenía un bulto en un seno y que se moriría pronto. «¿Cuándo?», le había preguntado él, sin dejarse intimidar por la mirada de dolor que veía en esos ojos. «Un año, tal vez dos», le había comentado ella, llorando. «Necesito que sea antes -le había dicho él con maldad-. Si no fuera por ti, sería rey. No me importa cómo lo hagas, pero muérete pronto. De todos modos, tu vida ya ha terminado.»

Dudley no estuvo seguro en ese momento de si ella tendría valor para matarse, pero lo había hecho. Y lo había hecho a conciencia, buscando la forma de causar un gran escándalo. Había utilizado su última oportunidad para destruir sus sueños de ser rey de Inglaterra. Isabel, que había estado tan desesperada por casarse con él, se había echado atrás después de esa muerte. Y él nunca la había recuperado realmente, a pesar de que seguía siendo el favorito. Sí, su esposa había planificado bien su muerte. ¿Quién lo habría dicho de la débil de Amy?

Para su frustración, no lograba que Bess Tudor se arrodillara ante él, pero lo lograría con esa belleza de Irlanda. Ah, Skye aprendería esa misma noche quién era el amo. Tomó un poco más de borgoña (Skye tenía un borgoña excelente) y se puso en pie.

– ¿Dónde demonios estabais? -preguntó-. ¿Y dónde está mi ahijado?

Ella caminó a grandes zancadas por el salón y se subió en la alta tarima con la despectiva mirada puesta sobre la ropa revuelta y los irritados ojos del conde, ignorando las risas de los otros hombres.

– Vuestro ahijado está con su hermana en Wren Court. Volverá mañana.

– ¿Y vos? ¿Dónde estabais? -presionó él.

– ¡Al diablo, Dudley! Yo no os pertenezco. No sois mi tutor.

Los demás rieron, ebrios, y el conde de Leicester se sonrojó hasta los cabellos. Ella estaba ahí, de pie, desalándolo, y él sintió que se enfurecía todavía más.

– ¡Perra! -ladró, saltando sobre ella. Hundió los dedos en el brazo de Skye y ella sintió un agudo dolor.

– ¿Dónde estabais? -La sacudió.

Skye trató de liberarse.

– ¡Dudley, basta! ¡Estáis borracho! ¡Horriblemente borracho!

– Es una potranca salvaje, Leicester -llegó una voz burlona-. Parece que no sabéis controlar a ninguna de vuestras mujeres ¿eh?

– ¡No soy su mujer! -gritó Skye-. ¡Soy la viuda de Geoffrey Southwood, y espero que todos vosotros lo recordéis!

– Sois mi puta, señora, mi puta particular, porque si os negáis, os quitaré a vuestro hijo. ¡Recordadlo!

– ¡Nunca, Dudley! ¡Nunca!

Dudley la empujó con rabia, haciéndola retroceder hasta el sitio que había ocupado hacía poco la pobre Anne Evans.

– Muy bien, Dudley -se oyó la misma voz burlona-. Enséñale quién es el amo aquí. Te ayudaremos. ¡Muy bien, hombre, muy bien!

La estaban arrastrando hacia la mesa, con las faldas levantadas y los brazos y las piernas sujetados por varios de los hombres. Vio caras de pesadilla con ojos enrojecidos y saltones, bocas llenas de risa descompuesta, lenguas que lamían los labios. El olor del vino casi la sofocaba. Por lo menos una docena de hombres la estaba toqueteando, hombres que hacía un año habían buscado el honor de recibir una invitación para la mascarada de los Southwood en la Duodécima Noche, hombres que le habían dedicado elegantes frases de admiración. Y ahora se inclinaban sobre ella como una manada de lobos.

Skye empezó a gritar, gritó sin detenerse, aunque dudaba que alguien pudiera oírla. El cuerpo de Dudley la aplastaba y notó que estaba tratando de penetrarla. Luchó como una gata, retorciéndose y mordiendo a sus apresores. Logró liberar uno de sus pies y pateó con fuerza. Golpeó a alguien. Se las arregló para salir de debajo de Dudley, pero ahora él estaba menos borracho y volvió a montarla. Antes de que pudiera retorcerse otra vez, la violó. Ella aulló.

Entonces, un rugido de rabia sacudió el salón. El dolor producido por las manos que la sujetaban se hizo menos agudo en sus piernas y brazos. Dudley voló por el aire en mitad de su tarea y salió despedido a través de la habitación. Los otros se dispersaron. Adam de Marisco la ayudó a levantarse.

– ¿Quieres que lo mate, muchachita?

– Sí -sollozó ella, pero después-: No, Dios, no. Es Dudley, la mascota de la reina. ¡No, no lo mates! Pero échalo. ¡Échalos a todos!

Los guardias habían vuelto y bajo las órdenes de De Marisco echaron al conde y a sus compinches, arrojándolos a la noche tormentosa. Después, el señor de Lundy volvió al salón donde envolvió a su temblorosa amiga en una capa de terciopelo y le puso una copa de vino en los labios.

– Bebe, muchacha. Te ayudará a recuperarte del susto.

Ella se tragó todo el contenido de la copa, agradecida. Cuando terminó, dijo:

– Gracias a Dios que has llegado, Adam. ¡Cómo me gustaría matarlo!

– ¿Quién vendrá la próxima vez, Skye O'Malley?

– ¿Qué?

– Digo que quién vendrá la próxima vez. Has tenido suerte esta noche. ¿Y la próxima vez, qué? Necesitas un marido, querida. Eres demasiado hermosa para estar sola, y no puedes protegerte a ti misma. Y escúchame, si no puedes protegerte a ti misma, ¿cómo vas a proteger a tus hijos?

– Hasta ahora los he mantenido a salvo -se defendió ella con ímpetu.

– Pero has tenido que mandarlos lejos de ti, Skye. No puedes vivir sola y desprotegida.

– ¡Entonces, cásate conmigo, Adam!

Él meneó la cabeza.

– No, muchachita, no funcionaría. La condesa de Lynmouth no puede casarse con un simple señor isleño. Sé que no tengo ni el nombre ni el poder que tú necesitas.

– Pero me amas.

– Ah, cierto, Skye O'Malley, pero tengo mi orgullo. Nunca me amarás, y soy lo suficientemente anticuado para querer como esposa a una mujer que me ame. Piensa, niña. Debe de haber alguien que tenga poder, nombre, con el que podrías vivir en paz y, tal vez, hasta enamorada.

Ella meneó la cabeza. Pero él se negó a darse por vencido.


Cuando llegaron Robbie y Cecily al día siguiente, todos estuvieron de acuerdo con él y volvieron a hablar del tema con Skye. Robbie estaba horrorizado por la forma como se había comportado Robert Dudley en el castillo de Lynmouth.

– Voy a escribirle a tu tío -dijo-. Tiene que saber con quién casarte.

– ¡No! -Skye estaba empezando a respirar con más fuerza y se puso a caminar arriba y abajo por el salón-. No puedo volver a pasar por el horror de amar a alguien y perderlo, Robbie, no puedo, sé que no.

El gigante Adam de Marisco miró asombrado cómo el capitán sir Robert Small, de apenas un metro cincuenta, le gritaba a su amiga con una voz que habría podido quebrar las piedras:

– Pero ¿a qué precio, Skye? La reina sabe lo que hace. Le divierte darle el gusto a Dudley sabiendo que no eres rival para ella. Pero ¿y si decide casarte con Dudley? ¿O poner tu nombre y tu fortuna en manos de algún otro al que quiera honrar? Tiene el poder para hacerlo, Skye. Y si lo hace, no habrá contrato prematrimonial como el que firmamos con Southwood. Perderás todo lo que tienes y dependerás de tu esposo hasta para las monedas. -Robbie vio enseguida el efecto que causaban sus palabras. Skye estaba aterrorizada y él lo sintió por ella, pero tenía que hacerle ver el peligro que corría-. Que tu tío te busque un marido en Irlanda. No tienes por qué casarte con cualquiera. Habrá varios para elegir, estoy seguro. Y la decisión será tuya. No como cuando tu padre te obligó a casarte con Dom. En primavera, tendré que irme de viaje otra vez, muchacha. Me sentiría mucho más feliz si supiera que estás a salvo, casada.

»Además de la protección, necesitas un marido que te haga olvidar esas travesuras; me refiero, por supuesto, a los actos de piratería del verano pasado.

– ¿Lo sabías?

– Llevaban tu marca, muchacha. Y cuando Jean me dio el balance de las ganancias del año, no había pérdidas ni siquiera por lo que perdimos en las dos naves atacadas. Era extraño.

– Nunca te robaría a ti, que eres mi socio -dijo ella, sonriendo.

Él rió.

– ¿Qué hiciste con el resto del botín?

– Lo vendí y entregué el dinero a los pobres y las iglesias.

– Fue una buena broma a Isabel Tudor, Skye, pero basta. Tuviste suerte de que no te atraparan. La próxima vez, tal vez te descubran. Quiero que me prometas que no volverás a hacerlo.

– No, Robbie, no he terminado con la reina. Además, Adam me protege.

Adam de Marisco se movió en su silla, incómodo.

– Tendrás a tu nuevo esposo para eso, muchachita -dijo mientras Robbie y Cecily asentían para mostrar su acuerdo.

Skye levantó las manos en un gesto de fingida desesperación. Se daba cuenta de que sus amigos tenían razón.

– Muy bien, podéis escribirle a mi tío, y yo enviaré una nota con la vuestra.


Las dos cartas fueron suficientes para sacar a Seamus O'Malley, obispo de Connaught, de un ataque de melancolía invernal. Con las fiestas convertidas en recuerdo y la cuaresma en el horizonte, se ahogaba en un arrebato de melancolía. La carta de Robert Small terminó con eso en un instante. Montó su hermoso potro bayo y se fue a ver al MacWilliam.

El señor de Connaught se alegró al saber que Skye O'Malley necesitaba un marido. Allí estaba la respuesta a todos sus problemas. Ella era la única a quien Niall desposaría ahora, y él podría tener de una maldita vez a sus benditos nietos.

– ¿En los mismos términos que antes? -preguntó al obispo.

Seamus O'Malley lo miró con aire ofendido.

– Milord -dijo-, mi sobrina es una mujer muy rica ahora. Es la viuda de un par inglés.

– ¡Un inglés! -se horrorizó el MacWilliam, la voz llena de desprecio.

– Sí, pero con título -corrigió el obispo con suavidad.

– Tal vez sea demasiado vieja para tener hijos -musitó el MacWilliam-. Debe de tener por lo menos veinticinco.

– ¡Y está en la cima de su fertilidad! -le llegó la respuesta.

Los dos hombres discutieron durante un rato. Los minutos se convirtieron en horas. Finalmente se llegó a un acuerdo y el obispo dijo:

– Quiero una boda por poderes, cuanto antes.

– ¿Por qué? -preguntó el MacWilliam, que sospechó de pronto algo raro.

– Porque Skye no está entusiasmada con la idea de casarse. Tengo miedo de que si esperamos hasta Pascua, cambie de idea. No hay tiempo para preparar una gran fiesta ahora, así que si no los casamos por poderes, tendremos que esperar hasta después de la cuaresma. ¿Os parecería bien que esperáramos tanto?

– ¡Dios, no! -exclamó el MacWilliam-. Ya hemos esperado bastante por esos dos. Que los sacerdotes redacten el contrato, lo lleven a Inglaterra y lo hagan firmar cuanto antes.

– No hace falta ir a Inglaterra para firmarlo -dijo Seamus O'Malley-. Mi sobrina me ha dado permiso para actuar en su nombre. -Y pensó: «Que Dios me perdone, Skye querrá matarme cuando se entere.» Sabía que Skye le había dado permiso para actuar, pero sabía también que el permiso era solamente para buscarle pretendientes, no para casarla. Ella quería leer el acuerdo y firmarlo después de haberlo sopesado. Pero Seamus era el mayor de los O'Malley y no había corte que no le diera derecho a tomar la última decisión.


Tres semanas después, retumbaron en el castillo de Lynmouth los gritos enfurecidos de su propietaria. Los sirvientes, que nunca habían visto a la hermosa condesa en medio de un ataque de temperamento irlandés, se preguntaban adonde huir. Daisy, que estaba en el ojo de la tormenta, envió a un sirviente a Wren Court para avisar a Robert Small. El capitán llegó enseguida y se apresuró a subir por las escaleras hacia los gritos y el ruido de porcelana rota.

Skye estaba en el centro de la antecámara, rodeada de cristales y trozos de jarrones. Tenía el cabello negro suelto y enredado, y estaba vestida sólo con sus enaguas y una blusa corta de seda. Al ver a Robbie, rompió a llorar y se arrojó en sus brazos. El la sostuvo y le murmuró algo para tranquilizarla. Después, sin soltarla todavía, le preguntó:

– ¡Qué sucede, Skye? No puedo ayudarte a menos que sepa lo que está pasando.

– Es culpa tuya, Robbie. ¡Toda tuya! ¡Todos vosotros me metisteis en esto! Todos. Tú y Adam y Cecily, insistiendo en que me casara para protegerme. Mira lo que habéis logrado.

Él la separó un poco para mirarla.

– ¿Qué fue lo que hicimos?

– ¿Qué hicisteis? -exclamó ella, y el tono de su voz volvió a elevarse-. ¡Te voy a decir lo que hicisteis! Ese diablo que se dice mi tío, ese santo hombre de la Iglesia al que pediste que me buscara marido, ese bastardo del infierno me ha casado por poderes. Haré que lo anulen. No voy a casarme sin dar antes mi consentimiento.

Robbie no sabía si reírse o llorar. Estaba sorprendido por lo que había hecho Seamus O'Malley y se preguntaba las razones de su prisa. Mientras Skye seguía dando vueltas por la habitación y murmurando entre dientes, Daisy reclamó la atención del capitán desde la puerta y le entregó una nota. Robbie la abrió y empezó a leerla. Pronto sintió genuina admiración por la forma en que el mayor de los O'Malley se había aprovechado de su sobrina.

«Me alegra -decía el obispo en su carta- que hayas tomado el camino sensato y hayas decidido casarte de nuevo. He elegido a Niall, lord Burke. Tu boda se celebrará por poderes el tres de febrero de este año y yo te representaré. Tu esposo se reunirá contigo en Inglaterra de inmediato. No tengo que aclararte que el MacWilliam está encantado con la idea, al igual que yo.» La carta seguía con otros asuntos y terminaba con el deseo del obispo de que la unión diera frutos muy pronto. Adjuntaba también el contrato de matrimonio y Robbie se sintió satisfecho al comprobar que Seamus había tenido buen cuidado de que la riqueza de su sobrina siguiera en sus manos. Sí, el tío irlandés había hecho un excelente trabajo.

Robbie levantó la vista de la carta, respiró hondo y dijo:

– No entiendo por qué estás tan furiosa, Skye. Ibas a casarte con Burke hace años y, en ese entonces, la idea no te molestaba tanto.

– No era más que una niña, Robbie, y creía amarlo. Cuando recuperé la memoria, Niall me pareció detestable. Lo que pasó no fue culpa mía, pero él me acusó de la separación. Me acusó de cosas terribles. Está cambiado y lo odio. Le dije a mi tío hace varios meses que no quería casarme con lord Burke.

– Pero si no quieres casarte con él, Skye, ¿entonces con quién?

– No lo sé, Robbie, pero sé que cualquiera sería mejor que él.

– La boda es válida, muchacha. No hay corte que pueda invalidar ni los contratos por poderes ni las ceremonias cuando no hay razones para anularlos. Te guste o no, eres lady Burke.

– ¡Vete al diablo!

Robbie rió entre dientes.

– Por Dios, nunca pensé que alguien pudiera vencerte, pero ese viejo zorro papista acaba de hacerlo, y muy bien.

Los ojos azules de Skye se entrecerraron y se llenaron de furia. Pero Robbie estaba tan divertido con la situación que no lo notó. Siguió adelante con su charla:

– Por lo menos, te ha elegido a un «hombre». Lord Burke se parece a Khalid y a lord Southwood. No, no puedes quejarte, Skye. -Y empezó a abrir la boca para dar un grito de espanto al ver cómo se rompía una jarra de cristal justo encima de su cabeza y los diamantinos pedacitos de vidrio se mezclaban con las gotas color rubí del vino sobre la pared.

– Esto es obra de mi tío, lord Burke y el MacWilliam, y lo único que quieren es conseguir otra generación. Bueno, no podrán hacerlo sin mi cooperación, ¿no te parece? -dijo Skye con un tono de voz lleno de amenazas-. No hace ni un año que murió Geoffrey. No puedo ser buena esposa para lord Burke mientras esté de luto. Y después, claro, está el luto parcial que dura otro año. Como comprenderás, Robbie, hay que cuidar las formas. Siempre.

Robbie la miró. Empezaba a preocuparse.

– ¿No me dirás que piensas negarle sus derechos?

Ella rió, una risa áspera.

– ¿Derechos? ¿Qué derechos?

Robbie sintió que algo se le revolvía en el estómago.

– Es tu esposo -dijo con voz débil.

– Yo no lo he elegido. Fue idea vuestra, tuya y de De Marisco y de mi tío y del MacWilliam. Lo único que yo quería era el derecho a elegir, puesto que la que se casa soy yo. Creo que soy totalmente capaz de decidir lo que es mejor para mí. Y en lugar de eso, me casan sin siquiera discutirlo por cortesía. Bueno, Robbie, sé que tendré que vivir con las consecuencias de todo esto, y vosotros también; todos, incluyendo a Niall Burke.

El estómago de Robbie se retorció todavía más. ¿Qué habían hecho? ¿Qué le habían hecho no sólo a ella, sino también a Niall Burke? La verdad era que el capitán no se arrepentía del consejo que le había dado a Skye. La boda era la única solución para ella. Pero el obispo de Connaught había actuado sin sopesar las consecuencias.

Robbie se dio cuenta de pronto de que él conocía a Skye mejor que su propia familia. Bueno, ¿y por qué no? Cuando desapareció para los suyos, Skye era apenas una niña. Esos dos viejos astutos no se habían detenido a pensar que un cura y un noble de provincias no podían siquiera concebir el tipo de vida que había llevado Skye en los últimos años. ¿Qué podían saber de hombres como Khalid el Bey? Suspiró. «Dios, cuánto más simple habría sido todo si Khalid no hubiera muerto. Skye habría tenido una docena de niños y se habría puesto gordita con los dulces turcos de Argel», pensó. Después se rió de sí mismo. No. Skye no era de ese tipo de mujer.

– No puedes hacer responsable a lord Burke de esta situación. Aunque estoy seguro de que la idea de casarse contigo debe de volverlo loco de alegría.

– Él es quien más debería saber que no me gusta casarme sin tomar yo misma la decisión.

– Tal vez tu tío lo convenció de que tú también deseabas esta boda.


En realidad, Niall Burke se había quedado atónito cuando, al regresar de una partida de caza, descubrió a Seamus O'Malley y a su padre sentados a una mesa dedicados a emborracharse como buenos compañeros.

– ¡Ah! ¡Mirad! Ahí llega el novio -rió el obispo entre dientes.

Niall Burke sintió que se enfurecía.

– Te lo advertí -le ladró a su padre-. Te advertí que no me buscaras esposa.

El viejo se hizo el ofendido.

– Te casas el tres de febrero, hijo.

– ¡Sí, claro! ¡Espérame sentado en el infierno! -fue la indignada respuesta.

– Ah, mi sobrina se desilusionará tanto -dijo el obispo con voz cascada, y el MacWilliam y él rompieron a reír, doblándose en dos como posesos.

Niall se preguntó si el whisky color humo que estaban tomando no estaría drogado. Su asombro hizo que los dos hombres estuvieran riéndose hasta que las lágrimas les corrieron por las mejillas y las barbas. Finalmente, el obispo jadeó para detenerse.

– Mi sobrina, Skye, me ha dado permiso para arreglar otra boda para ella ahora que lord Southwood ha muerto. Vuestro padre y yo hemos decidido que, ya que vosotros dos habíais decidido casaros hace tiempo, sería bueno terminar el asunto ahora.

– ¿Y Skye va a venir a Irlanda para casarse conmigo? -Niall no se lo creía.

– No. Vamos a celebrar el matrimonio por poderes el tres de febrero. Os iréis a Inglaterra, porque ella no puede venir a Irlanda sin poner en peligro la herencia de su hijo menor, el conde.

– ¿Qué prisa hay? -Niall sospechaba. Conocía las triquiñuelas de esos dos.

– Cuaresma, muchacho. Ya sabes que no se pueden celebrar matrimonios durante ese período. ¿Quieres esperar a Pascua para casarte con Skye? ¿Después de tantos años?

– Muy bien -aceptó Niall-. Estoy de acuerdo.

– ¡Está de acuerdo! -jadeó el obispo entre risas.

– ¡Alabado sea el Señor! -jadeó el MacWilliam, tratando de respirar.

Burke pensó que los dos estaban borrachos o locos o tal vez las dos cosas al mismo tiempo.


Se firmaron los contratos al día siguiente, y desde ese momento en adelante, lo único que pensó Niall fue que Skye pronto sería suya. Qué modesta era, en realidad, después de tantos años. Qué adorable de su parte hacer que su tío arreglara el matrimonio en lugar de firmar los contratos ella misma. Después de todo, ya no era una virgen que pudiera tener miedo de él. Niall tenía la cabeza llena de recuerdos de Skye, y la mujer que había conocido en Inglaterra, la mujer con la que se había peleado, se borró de su mente. Sólo podía pensar en la niña que había amado hacía ya tanto.

Por eso estaba tan poco preparado para la fría bienvenida que recibió en Lynmouth unas pocas semanas después de la boda, cuando se despejó el clima de invierno. Niall había abandonado el castillo de los MacWilliam y había viajado a través de Irlanda para tomar un barco de la flota O'Malley desde la ciudad costera de Cobh hasta Bideford. En Bideford repitió el viaje que había hecho unos años antes y alquiló un caballo para ir hasta Lynmouth. Llegó solo, sin escoltas, sin heraldos. Cabalgó por el puente levadizo hacia el patio y dijo al sirviente que tomó las riendas de su caballo:

– Decidle a la condesa que ha llegado su esposo. -El sirviente abrió la boca, se volvió y corrió hacia el castillo.

Niall Burke se sacó los guantes con calma y lo siguió. Skye estaba en el salón central. Iba vestida de negro de arriba abajo. Se la veía fría, elegante y muy formal.

– Deberíais habernos avisado de vuestra llegada, milord. ¿Han atendido a vuestros criados?

– He venido solo. Apenas mejoró el clima. No hubo tiempo de mandar un mensajero.

– Os prepararemos vuestras habitaciones, milord. -Él la miró extrañado y entonces ella le explicó-: Mi esposo murió hace menos de un año, milord. Todavía estoy de luto.

– Yo soy tu esposo, Skye.

Ella sonrió, una sonrisa gélida.

– Mi anterior esposo -se corrigió en un tono que parecía querer decirle que se estaba comportando como una bestia sin sentimientos.

– Entonces, ¿por qué quisiste casarte ahora, Skye?

– Mi tío tenía mi permiso para buscar candidatos para una boda. Solamente para eso. Él apañó lo de los poderes. Ni siquiera me enteré de la boda hasta hace dos días.

– ¿No querías casarte conmigo?

– No me importa con quién casarme, pero hubiera preferido elegir. Lo único importante era tener un marido, lord Burke, ésa es la verdad. -Y le contó lo de Dudley y la necesidad de protegerse a sí misma y proteger a sus hijos.

Esas palabras dejaron atónito a Niall, y cuando empezó a comprenderlas, se sintió desgarrado entre la rabia, la lástima y la risa. En su deseo por volver a estar junto a Skye, había aceptado una explicación simple de una situación que sabía que no lo era. Pensó en la actitud dura y fría de ella y se dio cuenta de que el MacWilliam tendría que seguir esperando un nieto durante tiempo. Ah, claro que él podía gritar y exigir sus derechos maritales, pero sospechaba que con eso no ganaría más que desprecio. Decidió que se comportaría como un caballero y esperaría. Una sonrisa triste tocó las comisuras de sus labios, porque parecía que siempre estaba esperando a Skye O'Malley y nunca lograba alcanzarla.

– Claro que necesitas a un marido que te proteja, Skye -dijo-, y no hay nadie mejor que yo. Nos amamos una vez. Tal vez volvería a suceder.

– O tal vez no -apostilló ella-. Creo que el amor trae más amargura que placer. Ya he perdido a dos hombres a los que amaba. Además no he podido olvidar las palabras amargas que nos dijimos y, aunque te perdoné porque Geoffrey me lo pidió, no puedo borrarlas de mi memoria.

– Me arrepentí apenas las dije.

– Siempre has sido impulsivo, Niall. Muy impulsivo. Nunca piensas en las consecuencias de tus actos. Ahora eres mi esposo, pero, a menos que pueda aprender a amarte otra vez, este matrimonio no lo será más que legalmente. Nunca me he entregado a un hombre que no me gustara.

– ¿Te gustaba Dudley?

– Desprecio a lord Dudley como despreciaba a Dom. Ellos me tomaron, sí, pero yo no les di nada, nunca. ¿Entiendes?

– Y yo no estoy acostumbrado a forzar a mujeres que no desean acostarse conmigo, querida esposa. No pienso hacerlo ahora, ¿me entiendes tú a mí?

– Entonces nos llevaremos bien, Niall Burke. Tú en tu lugar y yo en el mío.

Él le hizo una reverencia burlona.

– Será como dices, condesa. ¿Le has notificado a la reina la boda?

– El mensajero partió hacia Hampton Court el día que recibí el mensaje de mi tío.

– Entonces, Isabel debería saber ya que hay un hombre a tu lado en Lynmouth.


Isabel lo sabía. La reina se había enfurecido al principio.

– ¿Cómo se atreve? -gritó-. No tenía mi permiso.

– Ah, Majestad, sí que lo tenía -interrumpió Cecil, lord Burghley.

– ¿En serio?

– Sí -dijo el canciller con suavidad-. Lo firmasteis hace unos meses, cuando el obispo de Connaught pidió permiso para que su sobrina se casara de nuevo. Creo que lord Burke estuvo prometido a la condesa de Lynmouth hace años, Majestad. Es una buena decisión. Skye O'Malley es jefa de la flota de los O'Malley de Innisfana, una familia rica que vive del mar. Supongo que la condesa no dejará Inglaterra hasta que su hijo pueda manejar su herencia, y faltan años para eso. Su familia no se atreverá a rebelarse contra la Corona por miedo a que haya represalias contra ella. Por lo tanto, la nacionalidad inglesa de Robin Southwood neutraliza a un enemigo poderoso. Y ahora podemos decir lo mismo de los Burke. Niall Burke es el único heredero del MacWilliam de Connaught, y él y su gente no se atreverán a actuar contra Inglaterra mientras su esposa esté aquí, porque él también lo estará. Por eso os aconsejé firmar los papeles del obispo cuando llegaron.

Isabel se mordió los labios. Leicester se sentiría desilusionado, pero ya se había divertido bastante, y ella no quería que se acostumbrara demasiado a Skye. Hasta hubiera podido desear casarse con ella. Y por supuesto, la dulce Skye no podía seguir indiferente mucho tiempo a los encantos de alguien como Robert. ¿Qué mujer podría resistirse a lord Dudley? Sí, era mejor que Skye se hubiera casado de nuevo.

– Por lo tanto, creo que sería sabio que la custodia del pequeño conde de Lynmouth pasara a manos de su padrastro legal -agregó William Cecil.

– Sí -dijo la reina, pensativa-. Pero Rob se sentirá mal. El muchachito es un gran tesoro. Quiero que le busquéis algo precioso para reemplazarlo, y quiero conseguírselo inmediatamente. -Se volvió hacia uno de sus secretarios-. Envía nuestras felicitaciones a lord y lady Burke junto con los papeles de la transferencia de la tutoría del conde de Lynmouth. Y también cien marcos de oro y un par de candelabros de plata. Diles que estaremos encantados de recibirlos otra vez en la corte.

Lord Burghley se sentía satisfecho. Tal vez Isabel era la cachorra del león, pero era su discípula. Él la había guiado y la había formado, y en ese momento estaba orgulloso de ella.

– Creo que lord Dudley estaría satisfecho de ser el tutor de la heredera de los Dacre. Es la única hija de lord John Dacre. Su madre murió al parirla.

Isabel Tudor asintió. Sí, Rob estaría conforme con un arma como ésa entre sus manos, y ella necesitaba un poco de influencia real en el norte, donde las familias fronterizas como los Dacre variaban continuamente sus alianzas. En cambio, no se podía dudar de la lealtad del joven Southwood.

Los mensajeros reales partieron inmediatamente.


Skye no mostró el más mínimo interés por los marcos y los candelabros. Pero el entusiasmo que le causó la transferencia de la tutoría de Robin a manos de Niall no tuvo límites. Niall la miró con expresión sardónica, mientras ella se deleitaba con su victoria.

– Parece -dijo con voz tranquila y agradable- que por lo menos me las he arreglado para serte útil de algún modo.

– Debes sentirte de lo más satisfecho -dijo ella, sarcástica.

– Estoy más satisfecho que tú, querida. No logro entender cómo te las arreglas para vivir con hielo en las venas en lugar de sangre.

– Sí, ya he oído sobre tu tabernera -le contestó ella. Lo dijo como si no diera importancia a esos rumores, pero no era cierto.

– ¿Ah sí? -dijo él lentamente, y su boca se curvó de una forma que enfureció a Skye.

– La llaman «Rosa de Devon», me dijeron. ¿Es porque está demasiado crecida o porque huele? -La cara de Skye era un estudio de la inocencia más pura.

Niall Burke rompió a reír.

– Maldita sea, mujer, tienes una lengua afilada como un cuchillo. Eres muchísimo más interesante que la muchacha que conocí hace diez años, Skye.

– Y sin embargo necesitas una amante, milord.

– Señora, soy hombre, y discutamos sobre el tema o no, me estás negando mis derechos maritales. Estoy dispuesto a ser paciente, pero no a ser célibe.

– Estoy de luto.

– Por un hombre que murió hace un año. Ya hace dos meses y medio que nos casamos.

– Hoy se cumple un año de su muerte -dijo ella, y le temblaba la voz-. Ojalá fueras tú el muerto y no Geoffrey. -Y salió corriendo de la habitación para que él no la viera llorar.

Niall dijo una mala palabra en voz baja. Le había gustado Geoffrey Southwood, pero estaba empezando a cansarse de ese fantasma. Había pensado que Skye se dejaría vencer y aceptaría el matrimonio tarde o temprano. En lugar de eso, se mostraba más fría y distante cada día que pasaba. No podían dejar Lynmouth hasta que el pequeño Robin tuviera seis o siete años de edad y fuera a casa de otros nobles a ejercer de paje. Mientras tanto, él tenía que vivir en la casa de Geoffrey Southwood y hacer de padre de su hijo, todo sin ser realmente el marido de su viuda, que ahora tendría que ser su esposa y no la de un muerto.

Los chicos lo habían aceptado bien. Willow había dicho con la lengua de los niños.

– Tú eres mi tercer padre, ¿sabes? El primero murió antes de que yo naciera y el segundo, hace un año. Espero que tú te quedes más tiempo.

– Haré lo que pueda -le había contestado él con seriedad.

Robin estaba encantado de tener otro hombre en la familia.

– ¿Cómo quieres que te llame? -le había preguntado.

– ¿Cómo te gustaría llamarme, Robin?

– No creo…, no creo que pudiera llamarte «papá». Así llamaba a mi padre. -Al niño le temblaba la voz.

– Lo comprendo. ¿Por qué no me llamas Niall? Es mi nombre, y a mí me parecería bien, si tu madre está de acuerdo.

Para los chicos, todo estaba en orden. Para los adultos, la cosa no era tan fácil. Niall había empezado a manejar las propiedades de los Lynmouth, y Skye no había puesto ninguna objeción. Parecía preocupada por otras cosas. Después de la discusión de la tarde, Niall juraba que la seduciría esa noche durante la cena, pero ella no se presentó en la mesa.

– ¿Dónde está tu señora? -le preguntó Niall a Daisy, que comía con otros sirvientes importantes en el salón, en una mesa más baja.

Daisy se levantó de su silla y se acercó a él. Le hizo una reverencia y dijo:

– Debe de haber sacado el bote, milord.

– ¿El bote?

– Sí, milord. El que tiene anclado bajo los acantilados. Se lo cuida mi hermanito, Wat. Él os mostrará el camino, si queréis.

Niall terminó de cenar, con el rostro pensativo y preocupado, y llamó al muchacho.

– ¿Has visto si lady Burke se ha llevado el bote, Wat?

Wat retorció los pies y asintió.

– ¿Sabes adónde ha ido?

– No, señor. -Pero el muchacho sospechaba que su señora había ido a Lundy. Después de varios meses a su servicio, conocía sus estados de ánimo.

– ¿Crees que volverá esta noche, muchacho?

– Tal vez, señor. A veces se queda toda la noche, a veces vuelve. Ella y el mar son amigos.

Niall sonrió.

– Gracias, Wat. Me gustaría que me mostraras el sitio donde guardas el bote.

– Sí, milord -fue la obediente respuesta, y Niall escondió otra sonrisa. El muchacho era, sin duda, muy leal a Skye. Ella despertaba lealtades furiosas. Niall veía que Wat estaba resentido por lo que consideraba una intrusión inaceptable en la vida privada de su señora. Así que Niall decidió explicarle algunas cosas con voz tranquila mientras caminaban juntos.

– ¿Sabías que conozco a tu señora desde que tenía tu edad? Sé lo mucho que sabe de botes, pero, de todos modos, me preocupa que salga sola. La amo, ¿sabes?

El muchacho no dijo nada, pero Niall notó que la tensión de sus hombros se aliviaba un poco. Trotó silenciosamente hacia delante, seguido por el irlandés, hasta que llegaron a la cueva. Las cejas de lord Burke se arquearon en un gesto de sorpresa y sus labios se encogieron con suavidad. Vio la gran boca de la entrada y caminó hacia el borde, hasta los escalones tallados en la piedra y la gran anilla de hierro. Luego, se volvió hacia Wat.

– Ya puedes irte, Wat. Esperaré un rato aquí. -El muchacho pareció dudar un momento, pero después se encogió de hombros y volvió a subir por las escaleras. No era asunto suyo decirle a los nobles lo que debían hacer.

La noche de abril era templada y agradable. Niall, junto al agua, con la espalda contra la pared de la cueva, contempló la puesta de sol. El mar estaba oscuro y en calma y, por encima de él, oía chillidos de algunas crías de gaviota que se acomodaban para pasar la noche. El cielo se oscureció y las primeras estrellas empezaron a brillar sin demasiado entusiasmo, como si no estuvieran del todo seguras de que ya fuera el momento de mostrarse. Niall Burke se quedó allí, sentado sobre las piedras del borde. Pronto oscureció por completo y las estrellas brillaron como diamantes. Un viento leve recorrió la cueva y el aire se humedeció. Niall seguía esperando. Sentía una intensa curiosidad. ¿Dónde estaba Skye? ¿Volvería esa noche? Había toda una parte de su vida que él no conocía. Estaba refrescando y lamentó no haber pensado en traer su capa. Como si lo hubiera dicho en voz alta, oyó al cabo de poco rato la voz de Wat que le decía:

– Os traigo una capa, milord, y Daisy os manda una jarra de vino.

Niall se puso en pie, aterido y un poco agarrotado por la espera, tomó la capa forrada de piel y envolvió con ella su cuerpo empapado ya del frío nocturno.

– Muchas gracias, muchacho -dijo, y destapó la jarra. Bebió un largo trago de vino y se sintió agradecido por el calor que le golpeó el cuerpo como una roca derretida y luego se esparció hacia arriba, reconfortándolo. Wat asintió y encendió las antorchas que servían de señal.

– La señora volverá tarde hoy. Tal vez muy tarde -se atrevió a insinuar.

– Esperaré -dijo Niall.

Wat desapareció. Niall oyó el retumbar de sus pasos por los altos escalones de piedra. Todo quedó en calma otra vez. Sólo se oía el ruido leve del mar que golpeaba las rocas del borde. Las estrellas se movieron lentamente en el cielo y aparecieron otras nuevas. Niall dormitó y se despertó de pronto con el cielo gris de la aurora. El botecito de Skye navegaba hacia él sobre las olas. Niall se puso de pie lentamente, sacudiéndose un poco para desperezarse, y bajó por los escalones de piedra para coger la soga que ella le arrojó sin inmutarse. La ató a la anilla de hierro y luego tendió una mano a su esposa y la ayudó a desembarcar. Ella se movió a su lado y él olió el perfume del tabaco sobre sus ropas de marinero. Los celos lo dominaron y, durante un momento, le costó controlar la voz.

– ¿Dónde demonios estabas? -le preguntó.

Los ojos azules se entrecerraron, mirándolo.

– En el mar -le replicó Skye.

– He estado esperándote toda la noche.

– ¿En serio? Me conmueve lo que dices, pero has perdido un tiempo que podrías haber pasado con tu Rosa de Devon en un cálido lecho.

Skye ya subía por las escaleras y él saltó tras ella.

– No has estado en el mar toda la noche -dijo él directamente.

– ¿No? -Ella lo miró por encima del hombro, con una expresión de burla en el rostro con forma de corazón.

– No, a menos que hayas decidido empezar a fumar tabaco, Skye.

– ¿Qué?

– Tu ropa huele a tabaco.

Ella se detuvo y olisqueó su jubón.

– Tienes toda la razón, Niall -dijo, y siguió subiendo sin agregar nada.

Atónito, él se quedó de pie en mitad de las escaleras durante unos momentos. ¡La perra tenía un amante! Era la única explicación posible. ¿Qué tenía él que hacía que todas sus esposas buscaran consuelo en otra parte? Nada, decidió, golpeando con el puño de una mano la palma de la otra. Recordaba mujeres que habían gemido de pasión bajo su cuerpo. No permitiría que el recuerdo de la traición de Constanza envenenara su sentido común.

De pronto, oyó que una puerta se cerraba por encima de su cabeza y volvió a la realidad. ¡La muy perra! ¡Engañarlo con la excusa del luto por Geoffrey Southwood, mientras salía todas las noches a navegar al encuentro de un amante! ¡Cómo debía haberse reído de él con ese amante! Sintió que se enfurecía. ¿Quién era el maldito?

Subió por las escaleras con gesto resuelto. No esperaría más. Ese jueguecito se había terminado. Y después de arreglar las cosas con ella, hundiría el bote para que no pudiera salir otra vez. Tal vez esto era el castillo de Lynmouth y ella la condesa de Lynmouth, pero también era lady Burke, y él estaba a punto de recordárselo.

El tiempo le había enseñado a Niall el valor de la sutileza. Fue hasta la puerta de sus propias habitaciones, entró y llamó a su sirviente. Mick llegó corriendo.

– ¡Un baño! -le ordenó, y el muchacho llenó la profunda tina de roble con agua caliente. Niall pasó una media hora lavándose, incluyendo el cabello corto, rizado y oscuro. Luego salió del agua, se secó con vigor ante el fuego. Tenía el cuerpo atlético todavía, y había madurado bien. Estaba tibio y la sangre corría por sus venas al pensar en Skye. Mick le alcanzó la bata y él se envolvió con ella. Sólo entonces fue hasta la puerta que conectaba las habitaciones de ambos.

Skye también acababa de bañarse, eso era evidente por la tina llena frente a la chimenea. Estaba sentada, desnuda, ante la cómoda, cepillándose el oscuro cabello, mientras Daisy arreglaba la cama. Alertada por el ruido de la puerta, buscó inmediatamente el chal de puntillas que yacía sobre el borde de la mesa. Él se lo arrancó. Ella saltó para ponerse de pie, preocupada de pronto.

– ¡Fuera, Daisy! -La voz de lord Burke era como un ladrido.

– ¡No, quédate! -ordenó Skye con desesperación.

Daisy miró a uno y a otro sin saber qué hacer. Niall dio un paso amenazador hacia ella y Daisy huyó con un chillido cerrando la puerta de un golpe tras ella. Niall corrió el cerrojo y luego dio dos zancadas para asegurar también la puerta por la que había entrado. Al mismo tiempo, capturó a Skye, que había intentado escapar por allí.

Se alzó frente a ella, el rostro seductor, trabajado por la vida y lleno de furia. Sus ojos plateados relampagueaban de frío fuego, más frío de lo que ella hubiera visto nunca en esa cara. Skye tuvo miedo, un miedo real, que le pesaba en la boca del estómago, y luchó para dominarse e impedir que él se diera cuenta.

Niall la aplastó contra la puerta con los brazos como barras de hierro a los costados de ese bello cuerpo. Ninguno de los dos dijo nada durante un minuto y él no dejó de notar el pulso asustado que saltaba en la base del cuello de su esposa. Finalmente, Skye se las arregló para murmurar con voz ronca:

– No tienes ningún derecho.

– ¡Más que tu amante! -le ladró él con los ojos fijos en los pequeños senos que tenían los rosados pezones alzados de miedo.

Sorprendida, absolutamente atónita, ella casi tartamudeó:

– ¿Mi…, mi amante? ¡No tengo ningún amante!

– ¿Te quedas en el mar toda la noche y vuelves con la ropa saturada de olor a tabaco y pretendes hacerme creer que no tienes un amante? Entonces ¿cuál es la explicación, señora? Y ni se te ocurra decirme que no es asunto mío. Eres mi esposa.

«¡Por los huesos de Cristo!», maldijo ella en silencio. No podía decírselo, porque Niall no lo comprendería. ¿Cómo podía decir algo como «me heriste y me fui a Lundy porque tengo un amigo en la isla»? ¿Cómo decirle que ella y Adam de Marisco habían pasado la noche charlando y que la razón por la cual su ropa olía a tabaco era que Adam había empezado a usar pipa? ¿Cómo explicaría lo del señor de Lundy a un esposo? Niall nunca sabría que Adam había sido su amante, porque De Marisco no quería enfrentarse a lord Burke más que la propia Skye.

Así que ella levantó la vista y se asustó cuando vio lo que había en esos ojos plateados.

– No tengo ningún amante, Niall -repitió.

– Entonces ¿fumas, querida?

– Sí -le contestó ella con desesperación.

Él le agarró el mentón con la mano y la besó con pasión. La suave lengua de Niall se hundió hasta el fondo de la boca de Skye y, cuando la soltó, la cara de lord Burke se iluminó con una sonrisa de crueldad.

– ¡Mientes, Skye! En tu boca y en tu aliento no hay huella de tabaco. ¿En qué más me has mentido? Durante dos meses me has estado negando mis derechos con la excusa del luto. Y yo, como un tonto, te he creído y he respetado tu dolor, y, mientras tanto, tú te escapabas cuando podías a hacerle una visita a tu amante.

La arrancó de la puerta con rabia. Luego la levantó en brazos y la llevó a la gran cama.

– Bueno, señora, ahora lo harás conmigo. -Y la dejó caer sobre el colchón de plumas.

Mientras él se desvestía, ella se levantó con furia, pero él la empujó haciéndola caer de nuevo en la cama.

– ¡Ah, no, querida! Lo que le das a él me lo darás a mí también, te lo aseguro.

– ¡Hijo de puta! -le ladró ella mientras él la aplastaba con su cuerpo. Él rió. Furiosa, ella luchó contra él como una fiera enloquecida.

La boca de él la lastimaba y ella apretó los dientes con fuerza. Las manos de Niall se le enredaban en el cabello negro para mantenerle la cabeza firme. Ella cerró los ojos para no verlo, para borrarlo de su vista, pero no podía dejar de oír su voz que le murmuraba al oído:

– ¿Vas a ser mi esposa por tu voluntad, Skye, o tendrá que ser una violación? Tal vez la idea de la violación te excita, ¿eh, querida? Yo preferiría que me dejaras amarte y que me amaras también.

– ¿Amarte? -El desprecio era profundo-. ¡Me das asco! ¡Y pensar que una vez te preferí a Dom O'Flaherty!

Él quería pegarle. ¿Qué les había pasado a los dos? Y de pronto, el deseo desapareció de su cuerpo. La violación no era su estilo. Para sorpresa de Skye, se hizo a un lado y la dejó libre, pero cuando ella trató de levantarse, la retuvo.

– ¡No, señora! De ahora en adelante, dormirás conmigo. Pero no te daré excusas para odiarme, reclamando mis derechos por la fuerza. Tendrás que pedirme que te haga el amor, querida mía. Y lo harás, Skye. Lo harás.

El alivio dio valor a Skye.

– ¡Nunca! -escupió.

Él rió y la abrazó para poder acariciarle los senos.

– Estas dos manzanitas tuyas están un poco más grandes -observó.

– Pensaba que no me harías el amor a menos que te lo pidiera -dijo ella, tratando de alejarse.

– He dicho que no reclamaría mis derechos, Skye. Nunca he dicho que no trataría de disfrutar de tu hermosa persona.

– Ah -jadeó ella, furiosa-. Entonces no es justo.

– ¿Preferirías que te violara? -preguntó él, haciéndose el sorprendido.

– ¡No he dicho eso!

– Entonces, dime, ¿qué quieres de mí, esposa? ¿Qué quieres exactamente?

Ella abrió la boca para contestarle, pero no dijo nada. Que bromeara y jugara sus tontos juegos tanto como quisiera. Ella nunca cedería ni le daría la satisfacción de oírla protestar. Niall, que recorría con sus manos ese cuerpo maravilloso, vio el ceño fruncido en el rostro con forma de corazón y sonrió para sí mismo. Skye nunca sabría lo cerca que había estado de ser violada.

Las manos y la boca de Niall la torturaban deliciosamente y Skye se mordió los labios y apretó las uñas contra las palmas de las manos hasta que el dolor alivió un poco el placer que empezaba a sentir, un placer que ella no quería aceptar. Cuando lord Burke sintió que la había llevado suficientemente lejos, se detuvo de pronto y se volvió para tratar de dormir. Ella se quedó tendida a su lado. Le temblaba todo el cuerpo y, así, en silencio, lo odió tanto como lo había amado en otro tiempo.


Descubrió muy pronto que Niall pensaba ser el amo en todo, no sólo en el dormitorio.

Apenas pudo escaparse ese mismo día, bajó corriendo por las escaleras del castillo hacia el bote. Se quedó horrorizada frente al sitio en que debería haber estado su bote. Nada.

– ¡Wat! -gritó-. ¿Dónde estás, muchacho?

– No te molestes en llamar a Wat, querida. -Niall la había seguido-. Ha conseguido un trabajo en un barco pesquero y ya no trabaja en el castillo.

Ella giró en redondo, furiosa, y dijo, con voz agitada:

– ¡Wat era mi sirviente! ¿Cómo te atreves a darle otro puesto? Y supongo que sabes dónde está mi bote.

– Claro que lo sé.

– ¿Dónde? -le gritó ella.

– Está donde lo dejaste, Skye.

Intrigada, ella se volvió para mirar de nuevo la anilla de hierro vacía.

– Mira mejor -le aconsejó él.

Ella se movió escaleras abajo, hacia el agua, y mientras el sol jugueteaba en el mar en calma, sus ojos vieron un reflejo de algo en el fondo y comprendió. Lentamente, subió por las escaleras de espaldas. La rabia dominaba todas las fibras de su cuerpo. Se volvió para mirar a su esposo, y Niall Burke descubrió en ella una furia que nunca había visto antes.

– ¡Hijo de puta! -siseó Skye-. ¡Bastardo! ¡Has hundido mi bote! ¿Cómo, cómo te atreves? -Y levantó el puño para pegarle. Lo tomó por sorpresa y lo hizo tambalearse por la fuerza del golpe.

Él la agarró del brazo y la mantuvo quieta. La miró a la cara, fijamente. El odio que vio allí era tan grande como la fuerza del golpe. Niall maldijo en silencio a su padre y a Seamus O'Malley por creer que él y Skye podrían volver a unirse alguna vez.

– ¡Sí! -dijo con los dientes apretados-. He hundido tu maldito bote. No pienso dejar que te vayas a ver a tu amante y después hagas pasar a sus hijos bastardos como míos.

Skye gritó de rabia.

– ¿Eso crees de mí, Niall Burke? ¿Así me consideras? Te lo repito, ¡no tengo amante! -Después se soltó de sus brazos y subió corriendo por las escaleras.

Estaba muy preocupada. Era la época de la multitudinaria salida de barcos en primavera, la época en que llegaban los barcos de las Indias. Había recibido noticias de Bideford y sabía que en los próximos días llegarían seis barcos, el grupo más grande que nunca hubiera llegado a esas costas. Tenía que avisar a De Marisco y a su flota, que esperaban sus instrucciones en Lundy. Y ahora que ella no podía ir hasta ellos, ellos tendrían que venir a Lynmouth.

Cuando cayó la noche, subió a la torre oeste del castillo. En la pequeña habitación superior que miraba hacia Lundy, encendió dos pequeñas luces en lámparas de piedra y las colocó en la ventana, una más arriba que la otra. Al otro lado del mar calmo, un muchacho que vigilaba desde la cima del castillo de De Marisco divisó las luces, se frotó los ojos y volvió a mirar. Después fue a buscar a su amo a toda velocidad. Adam de Marisco miró la lejanía con su catalejo. Una alta, una baja: «Ven enseguida, te necesito.» Habían establecido la señal después del incidente del invierno pasado con lord Dudley y sus amigos. Pero ¿por qué lo llamaría ahora?, se preguntó De Marisco. ¿Y lord Burke? Skye no era el tipo de mujer que llama sin razón. Si la señal estaba allí, entonces ella lo necesitaba.

Unas horas más tarde, porque no soplaba viento y tuvo que remar con fuerza para llegar a Lynmouth, entró en la cueva y subió las escaleras del muelle. El bote de Skye ya no estaba, pero ella sí.

– ¡Adam! ¡Gracias a Dios que has venido! Temía que no vieras la señal. -Ella ató el bote.

– ¿Dónde está tu bote, muchachita?

– Mi esposo lo ha hundido, Adam. Cree que lo uso para ir a encontrarme con mi amante. Mis ropas de mar se impregnaron del olor de tu maldito tabaco en el último viaje y él sospechó.

– ¿Y cómo se lo explicaste? -le preguntó.

– No le expliqué nada.

– ¡Maldita sea, Skye! Ese hombre debe de estar volviéndose loco. Bueno, tal vez te calmes un poco cuando esperes un hijo otra vez.

Ella rió con voz ronca.

– No habrá hijos, Adam. El matrimonio es un puro trámite. Lo he enfurecido tanto que ha jurado no tomarme a menos que yo se lo pida, ¡y yo no se lo pediré nunca! Pero ésa no es la razón por la que te he llamado. Esta mañana he sabido que van a llegar seis barcos a Bideford durante los próximos días; tres ingleses, dos franceses y uno holandés. Navegan juntos.

– ¿Tienes la ruta?

– Sí, Adam. -La voz de ella estaba llena de excitación-. Me gustaría atraparlos a todos. ¿Crees que MacGuire y los suyos podrán con una cosa así?

Adam de Marisco se frotó el mentón, pensativo, y sus ojos azules color humo se abrieron llenos de brillo.

– ¿Dónde lo harías?

– En Cabo Claro. Hay muchos lugares para esconderse por allí.

– Por Dios, eres una mujer atrevida. ¡Sí! Creo que MacGuire y sus hombres pueden hacerlo.

– De acuerdo. Entonces dile que ésas son mis órdenes -rió Skye entre dientes-. La mitad de esos barcos es de lord Dudley. Lo arruinaremos.

– La reina lo compensará -observó Adam.

– Claro que sí, pero será duro para ella, porque sus arcas no están demasiado llenas en este momento, y lo estarán menos después de esto. Ella también perderá su parte.

– ¿Adónde quieres que enviemos el botín, Skye?

– Creo que deberíamos quedarnos con él hasta mediados de verano, cuando el flujo de barcos sea mayor y las cosas se hayan olvidado un tanto. No creo que fuera prudente precipitarse.

– Si no tienes más instrucciones que darme, muchachita, me voy. No creo que lord Burke se alegrara de encontrarme aquí contigo.

– ¡Al diablo con él! ¡Ay, Adam! ¡Consígueme otro bote! Si me quedo aquí encerrada todo el día, voy a volverme loca.

– No estoy seguro, Skye. No estoy seguro de que hagas bien en desafiarlo. Espera un poco, espera hasta que tu enojo se pase un poco. Volveré dentro de quince días. Si hay tormenta, la primera noche despejada después del plazo.

Ella hizo un puchero y dijo:

– De acuerdo, Adam. Pero ¿por qué me da la sensación de que estás de parte suya en lugar de apoyarme en todo esto?

Él le sonrió, ya desde el bote.

– Porque así es como me siento, muchachita. No puedo imaginarme a mí mismo casado contigo sin hacer el amor con tu tentador cuerpecito. Me pregunto si ese hombre es un santo o un estúpido.

Ella rió y le arrojó la cuerda.

– Yo tampoco sé lo que es, De Marisco.

– ¿Y no crees que ya es hora de que lo averigües? -le llegó la réplica, y luego el bote del señor de Lundy se deslizó mar adentro con la proa apuntando hacia su hogar, navegando de costado sobre las olas como un cangrejo en la arena.

Ella se quedó allí, de pie, perpleja, y después se encogió de hombros. ¡Los hombres! Siempre estaban tratando de decirles a las mujeres lo que tenían que hacer, y siempre se defendían unos a otros. Pero las palabras de Adam la perseguían. ¿Cómo era en realidad Niall Burke? Se dio cuenta de que ya no lo sabía. Pensó en el pasado y recordó lo malcriada que había sido a los quince años; la hermosa Skye O'Malley, la oveja negra. Y recordó lo que había sentido cuando conoció a Niall Burke, una súbita iluminación, la seguridad absoluta de que ése era el hombre al que amaría eternamente. ¡Qué inocente había sido entonces! Porque después había amado a dos hombres y ahora sabía que era posible amar a más de uno a lo largo de la vida.

Pero ¿y Niall? ¿Lo había amado realmente, o había sido simple atracción sexual? El odio profundo que había sentido entonces contra el despreciable Dom la había acercado más a lord Burke. ¿Qué sabía la Skye O'Malley de hacía diez años sobre el mundo, sobre los hombres, sobre las mujeres?

Había sido terrible para ella verse casada con Niall, así, de pronto, sin haberlo pensado, sin haber dado su consentimiento. Y, sin embargo -Skye frunció el ceño al recordarlo ahora-, lo cierto era que había vuelto a ser la niña de hacía años en lugar de actuar como una mujer. Y si eso era cierto, ¿era tan sorprendente en realidad que él la tratase como a una niña?

Después de todo, Niall entendía su necesidad de libertad, y eso era un buen comienzo. Era atractivo y no tenía costumbres asquerosas como algunos, no eructaba ni echaba gases en público. Le gustaban los niños y éstos estaban encantados con él. Cuando pensaba en el tipo de hombre que podía haberle tocado como marido, Niall Burke le parecía, en comparación, una joya.

Pero él era quien había hundido su bote y la había acusado de tener un amante. Skye suspiró. No había logrado decidir si Niall era un ángel o un demonio.

Volvió al gran salón y lo encontró jugando con Robin y Willow en medio de un gran alboroto. Se sentó sobre la tarima en silencio y los miró con una suave sonrisa en los labios. Él era tan bueno con sus hijos… Pensó con sentimiento de culpa que le había dado hijos a Khalid y a Geoffrey, y que Niall no tenía ni siquiera uno.

– ¿Tenéis hambre? -Él se sentó a su lado-. ¡Fuera, pequeñas bestezuelas! Un beso a vuestra madre y a la cama.

Skye abrazó a sus hijos, jugueteó con el cabello dorado de Robin y besó la oscura cabellera de Willow.

– Buenas noches, mamá -dijo su hijito.

– Buenas noches, Robin. Que Dios te dé hermosos sueños.

– Buenas noches, mamá -sonrió Willow-. A mí me gusta nuestro nuevo padre, ¿y a ti? -agregó con entusiasmo.

Los labios de Niall se torcieron y los ojos de plata miraron un segundo los de color zafiro. Skye se sonrojó mientras él decía con su voz profunda:

– ¿Y bien, mamá? ¿Te gusto?

– ¡No seas tonto, Niall! -musitó ella-. Que Dios te dé buenos sueños, Willow. Ahora vete.

Los dos niños corrieron a abrazar a Niall y después se alejaron.

– ¿Dónde estabas? -preguntó él con tranquilidad.

Ella se tragó la respuesta grosera que le vino a los labios.

– Estaba en la cueva del bote -dijo.

– ¿Y las señales de luces desde la torre oeste?

¡Así que las había visto!

– Ah, tengo que decirle a Daisy que las apague -se excusó Skye, como hablando consigo misma. Después se volvió y mintió. Una mentira bien intencionada-: Las luces son señales para mis barcos en la isla de Lundy. MacGuire está allí.

Niall la miró. De pronto lo entendía todo. MacGuire era el que fumaba.

– ¿Ahí era en donde estabas la otra noche? ¿En Lundy?

– Sí.

– ¿Y por qué diablos no me lo dijiste? -¡Dios mío! Ella había estado con MacGuire y él se había portado como un tonto celoso. ¡Un amante!

– No me gustó la forma como me lo preguntaste -le contestó ella con orgullo, sabiendo hacia dónde iban los pensamientos de su esposo, pero sin querer corregir una impresión equivocada sobre su verdadera compañía aquella noche.

– Maldita sea, Skye, siempre me porto como un tonto contigo. Perdóname, querida.

Ella sintió una oleada de cariño hacia él al oír la disculpa. No le había mentido del todo al decirle que MacGuire estaba en Lundy. Era él quien había supuesto que ella había pasado la noche con el capitán de los O'Malley. Las horas que ella había pasado con De Marisco no habían sido menos inocentes, pero eran mucho más difíciles de explicar. No estaba segura de que Niall la creyera si le explicaba que el gigante de ojos azules era solamente su amigo. Era mejor dejar las cosas como estaban.

– Claro que te perdono, milord -dijo con dulzura. Estaba de pie. Lo miró con pudor y dijo-: ¿Nos vamos a la cama? -Y caminó lentamente hacia las escaleras.

Él se quedó allí unos minutos, sentado en el banco ante el fuego, con una copa de vino blanco en la mano. Esa mujer era un enigma. Y él acababa de darse cuenta de que ella no le había dicho la razón por la que había hecho señales a su gente en Lundy. Y de que no le había dicho tampoco lo que estaban haciendo sus barcos en esa isla. «Bueno -pensó-, tengo que aprender a confiar en ella. Con el tiempo me lo dirá. Por ahora, parece que estoy empezando a derretir el hielo.»

Cuando llegó a su dormitorio, descubrió que Mick lo estaba esperando con un baño. Se lavó con rapidez, se secó con fuerza y se envolvió en una bata. Después entró en el dormitorio de Skye. Dos sirvientas sacaban la tina de roble de delante de la chimenea.

– Eso es todo, Daisy -dijo Skye. Lo único que tenía puesto era un chal.

La puerta se cerró detrás de las tres sirvientas y la tina. Niall Burke se quedó de pie, dudando, sin saber qué hacer. Tenía miedo de haber descifrado mal las señales.

Ella se volvió y dejó que el chal se deslizara hasta el suelo. Le sonrió cuando los ojos plateados se acaloraron, mirándola con admiración. Luego caminó hacia él, lentamente, y le desató el cinturón de la bata. Puso una mano sobre el pecho de su esposo y la otra se movió bajo la tela, acariciándole el cuerpo, jugando con las tetillas, enredándose en el sedoso vello. Niall sintió que el aliento se le trababa en la garganta. Ella movió la mano hacia arriba para tocarle el hombro y luego la espalda, atrás, y hacia abajo, arañándolo suavemente con las uñas. Niall tembló de pies a cabeza.

Los ojos azules lo tenían prisionero y así, de pie, ella curvó la seductora boca en una sonrisita. Después, le abrió la bata, se la sacó y apretó su cuerpo contra el de él. Le mordió el lóbulo de la oreja despacio y le acarició las nalgas. Y después, le murmuró al oído:

– ¡Hazme el amor, mi señor esposo!

– Skye. -La voz de él sonaba ronca, no estaba seguro de poder moverse y sentía un dolor agudo en las tripas.

– ¡Ven! -Ella le cogió la mano y lo condujo hasta la cama. Lo empujó sobre la colcha de pieles.

Él se sentía un niño. Todavía no se creía del todo el hermoso regalo que ella le estaba haciendo y tenía miedo de empezar a disfrutarlo y después perderlo inmediatamente. Sorprendido, dejó que ella lo besara y lo acariciara y lo besara. Dejó que ella se le subiera encima y jugara con su sexo entre los senos. Casi sollozó de placer cuando ella agarró su pene con las manos y lo frotó contra sus pezones. Después, mientras se recobraba, ella levantó el cuerpo y dejó que el sexo de Niall se hundiera bien adentro entre sus piernas. Él se quedó un momento quieto, enterrado entre los muslos de seda, y después, como si hubiera recibido una señal, la agarró de las nalgas y con un movimiento suave, le dio la vuelta para ponerla debajo.

– Es mejor que el potro monte a la potranca y no al revés -dijo, y la besó con pasión.

La mente de Skye giraba como un remolino enloquecido. Una vez, hacía ya tanto tiempo que parecía un sueño y no parte de su vida, él le había arrebatado la inocencia. Y ahora, justo cuando había pensado que nunca lo haría, se estaba entregando a él de nuevo. Era tan hermoso como el recuerdo, y no entendía la razón por la que no había querido hacerlo antes.

– Te amo, Skye -dijo él cuando la tormenta pasó, y la tuvo entre sus brazos con más tranquilidad-. Tal vez algún día me devuelvas tu amor, pero por ahora te doy las gracias por esto.

– No me negaré de nuevo, Niall. Y en cuanto al amor, debemos empezar de nuevo, tú y yo. Lo que ha pasado entre nosotros no tiene importancia comparado con lo que hay en este momento. Tienes que aceptar en tu corazón que amé profundamente a otros dos hombres. Sé que aceptas el fruto de esas uniones: te he visto jugar con los niños. ¿Por qué no aceptas el hecho de que la unión existió? Yo acepté que te volvieras hacia Constanza cuando me creíste muerta. Ahora todos ellos, los que invadieron nuestras vidas durante un tiempo dulce y corto, se han ido y estamos solos de nuevo. Empezaremos desde ahí. Y si es la voluntad de Dios, volveré a amarte.

Era suficiente. Más de lo que él se había atrevido a esperar.


Los otros habitantes del castillo se dieron cuenta enseguida de que la condesa y su esposo habían hecho las paces. Iba a ser un hermoso verano. Cuando la reina envió un mensaje solicitando la presencia de los Burke en la corte, Niall envió una respetuosa y encantadora respuesta en la que le pedía que los dejara permanecer un verano solos en Devon como luna de miel. La reina, enamorada del amor, aceptó.

Llegó mayo, el primer día de fiesta, perfecto, templado, sin viento. Los árboles frutales estaban llenos de pimpollos, y las lilas abiertas y perfumadas. Se preparó el poste de mayo para la ceremonia de la primavera en el parque de la aldea, y para deleite de todos, llegó un grupo de bailarines con sus músicos para divertir al pueblo. Todos asistieron a la función, los habitantes del castillo y los de la aldea. Se preparó un estrado al fondo del parque y el pequeño conde de Lynmouth presidió los actos festivos bajo la guía de su madre y su padrastro. También llegaron Cecily y Willow Small. Robbie había adoptado formalmente a la niña además de convertirla en su heredera, pero estaba de viaje en un largo periplo marino y su hermana se había sentido sola y triste todo ese tiempo.

Los doce bailarines iban ataviados con colores brillantes: verde, amarillo, rojo, azul y púrpura, y cubiertos de campanillas de bronce que sonaban alegremente y cintas de seda en blanco, plata y oro. Había cinco músicos, dos con flautas de pan, dos con tamboriles y uno con una gaita. Los bailarines se dividieron en grupos de tres y empezaron a danzar al compás de la música. Era maravilloso verlos moverse bajo el sol, y los ojos del condecito y su hermana estaban abiertos de asombro y encanto.

Los dos hijos de Skye eran más felices que nunca desde la trágica muerte de lord Geoffrey y el bebé John. Las esporádicas visitas del antiguo tutor de Robin, lord Dudley, los habían aterrorizado. Aunque no tenían edad para comprender lo que sucedía entre su madre y ese noble arrogante, notaban que había algo muy malo en el aire cuando él llegaba, y se habían asustado por Skye y ellos mismos. Ahora, sin embargo, las cosas estaban bien de nuevo y Skye y Niall solían reír como niños y pasaban mucho tiempo juntos en su dormitorio. Ni Willow ni Robin entendían la razón por la cual sus padres parecían necesitar tantas horas de sueño.

El grupo de seis barcos que había esperado Skye llegó puntual y los piratas lo atacaron cerca de Cabo Claro. La llegada de las naves con las bodegas vacías a Bideford fue comentada en todo el condado. Skye tuvo que dominarse mucho para no mostrar la alegría que sentía. Había sabido el resultado de su aventura antes que Bideford, cuando vio una luz verde y brillante sobre el castillo de Lundy. Satisfecha con el resultado del primer ataque de la primavera, se hundió en los brazos de su esposo y se olvidó del mundo por un tiempo.

Capítulo 24

Isabel Tudor acababa de llegar de una cacería. El cabello se le enredaba en rizos empapados a los lados de la cara y sobre la nuca. Su vestido de terciopelo especialmente preparado para montar estaba húmedo y tenía manchas oscuras de transpiración. Los ojos de la reina estaban alertas, y sus mejillas, enrojecidas. Estaba escuchando atentamente el informe de Cecil.

– El grupo de barcos -explicaba el consejero- fue atacado en Cabo Claro. Tres de los barcos eran ingleses; dos, franceses, y uno, holandés. Los saquearon a conciencia. El embajador francés y el español han protestado.

– Pero ¿por qué? -preguntó Isabel-. ¿Se ha podido probar que los piratas sean ingleses?

– No, Majestad. No llevan banderas y transmiten las órdenes mediante una serie de gestos y silbidos. Sin embargo, uno de los capitanes franceses dice que las líneas de los barcos son inglesas, y los tres capitanes ingleses están de acuerdo.

– ¡Por los huesos de Cristo! -juró la reina-. Que haya ingleses dispuestos a atacar a barcos españoles y holandeses me parece lógico. Pero atacar a compatriotas es despreciable. Dime, Cecil, ¿son los mismos piratas que nos saquearon el verano pasado?

– Eso parece, Majestad.

– Los quiero presos -ordenó la reina con mucha firmeza.

– Claro, Majestad -dijo el canciller, sonriendo-. Me he tomado la libertad de esbozar un plan que quisiera proponer a vuestra consideración. El rey Felipe de España, esposo de vuestra fallecida hermana, se ha casado con una princesa de Francia, Isabel de Valois. Está presionando para que su sobrino, Carlos, sea vuestro esposo. Con este fin, va a mandar un barco lleno de tesoros del Nuevo Mundo para ofrecéroslo en nombre del archiduque Carlos.

»Quiero usar ese barco como carnada. Las naves mercantes que se supone van a acompañarlo serán naves de guerra camufladas. Esos piratas creerán que se trata de una presa fácil, y cuando lo intenten, los atraparemos. Los españoles están de acuerdo y enviarán un barco al encuentro de la nave del tesoro para explicarle el plan al capitán.

– ¿Cómo sabrán los piratas que llega ese barco, Cecil?

– Haré que corra la voz en el puerto de Londres, en Plymouth y en Bideford. Eso será suficiente, creo yo.

– ¡Entonces, hazlo! -ordenó la reina-. Quiero poner fin a esta piratería. -Y salió del despacho de su canciller, dejándolo solo.

Cecil se sentó mientras su mente daba vueltas alrededor de una idea que no quería comunicarle todavía a Su Majestad. Las líneas de los barcos eran inglesas, según decían, pero Cecil dudaba que las tripulaciones lo fueran. El ataque en Cabo Claro era el que le había dado la pista, porque Cabo Claro pertenecía a Irlanda. Estaba dispuesto a apostar su fortuna a que los piratas eran irlandeses. Y esa idea lo había llevado a otra. Sospechaba que el botín se descargaba en la isla de Lundy, que era famosa por ese tipo de negocios. Y Lundy quedaba a quince kilómetros por mar del castillo de Lynmouth.

La dueña de ese castillo era irlandesa de nacimiento, y miembro de una familia famosa por su relación con el mar. Una dama que, por otra parte, tenía una cuenta pendiente con la reina.

Cecil jamás habría sospechado de una mujer, pero había visto el rostro de Skye Southwood al abandonar las habitaciones de la reina hacía ya muchos meses. Una cara hermosa, una cara enfurecida, una cara llena de orgullo, tanto orgullo como el de la misma Isabel Tudor. Cecil suspiró. Lo único que no había podido enseñarle a la reina era a no usar a la gente como la había usado su padre, sin piedad. En eso era hija de Enrique Tudor, no cabía duda.

Todavía no podía probarlo, pero sospechaba que la hermosa condesa de Lynmouth se estaba vengando de Isabel con mucha inteligencia, atacando una de las más importantes fuentes de ingresos de la reina. Cecil sonrió para sí. La dama era una oponente magnífica, pero, en realidad, todo eso podría haberse evitado. Si la reina hubiera recordado los leales servicios del conde de Lynmouth y de su esposa, en lugar de sacrificarlo todo en aras de su amor por lord Dudley, nada de eso habría sucedido. A Cecil no le gustaba Robert Dudley. Ese hombre era una mala influencia para Isabel, su única debilidad; pero una debilidad terrible. Había estado muy cerca de casarse con él, y Cecil temblaba cuando lo recordaba, sobre todo al pensar en la terrible escena que habían protagonizado él y la reina después de la muerte de Amy Dudley.

A Isabel Tudor le habían negado muchas cosas en la vida, pero había preservado su orgullo pensando que un día…, sí, que un día sería la reina de Inglaterra. Y cuando lo fuera, nadie le negaría nada jamás. Pero la insignificante, la débil Amy Dudley había causado un escándalo y su muerte le había costado a Isabel el único hombre al que había deseado. Cecil daba las gracias al alma de Amy Dudley por eso.

Desgraciadamente, la reina no quería abandonar a Dudley. Mantenía vivas las esperanzas, jugando y consintiéndole todos los caprichos, y así seguía aferrándose a él. La hermosa Skye Southwood había sido parte de ese juego, y ahora la reina estaba pagando esa crueldad innecesaria.

En privado, Cecil comprendía a Skye. La comprendía y hasta aprobaba su actitud. Lo que le había hecho Isabel era espantoso, indignante. Pero no podía permitir que la dama se rebelara contra la autoridad real, aunque lo hiciera secretamente. Una cosa como ésa podía convertirse en un precedente peligroso si todo salía a la luz más tarde.

Cecil quería mantenerlo en secreto.


Varias semanas después, Skye fue a Bideford a visitar sus almacenes y depósitos, y se enteró de lo del barco que transportaba un tesoro para la reina. Volvió a Lynmouth lo más rápido que pudo y encendió las señales en la torre oeste. Después, pasó varias horas esperando a De Marisco con impaciencia. Niall estaba en la parte más lejana de las tierras del condado y no volvería esa noche. Matt, el hermano menor de Wat, lo había reemplazado en el cuidado del bote nuevo y de la cueva. Ahora corrió escaleras arriba para avisar a su señora que había llegado el señor de Lundy.

Skye bajó una parte de la escalera para recibir a Adam y sintió una oleada de recuerdos en el cuerpo cuando él la levantó y la besó en ambas mejillas.

– ¡Muchachita! ¡Es evidente que has seguido mi consejo, porque estás radiante!

– Sí, Adam, lo he seguido, gracias. Ahora, por favor, bájame, la altura me marea.

Él la dejó en el suelo sin entusiasmo.

– ¿Por qué la señal, Skye?

– ¡Novedades! Noticias maravillosas, De Marisco. En un esfuerzo por impresionar a la reina y hacer que piense en el archiduque Carlos como esposo, Felipe de España le envía un barco repleto de tesoros del Nuevo Mundo. Viaja cargado de oro del Inca, plata mexicana y esmeraldas de las minas del Amazonas. ¡Quiero abordar ese barco! Voy a abandonarlo en mar abierto y no dejaré nada en sus bodegas.

– No, Skye, no. Esto no me huele bien. Hay algo raro. Lo intuyo. ¿Dónde has oído lo del barco?

– Toda la ciudad de Bideford lo comenta, Adam.

Él pareció todavía más preocupado con eso.

– Y Plymouth también querida. Mis hombres me lo dijeron hace dos semanas. Es evidente que alguien quiere atraer la atención sobre ese barco. Sospecho que es una trampa.

– Pero ¿y si lo abordamos a pesar de todo y nos escapamos con el oro de Bess? -musitó Skye.

– Es demasiado peligroso -protestó De Marisco-. Para empezar, no sabemos si el barco transporta los tesoros o no. Dicen que viaja con otras tres naves mercantes. Eso mismo me resulta sospechoso. ¿Por qué no lo escoltan mejor si es tan valioso? ¿Por qué va acompañado solamente por naves mercantes?

– Tal vez para no levantar sospechas.

– ¿Entonces por qué todo el mundo sabe que el barco viene hacia aquí? No, no, Skye, esto huele mal. Es una trampa. No debes arriesgarte, ni poner en peligro a tus hombres y tus barcos.

– Pero si es una oportunidad única, Adam. ¡Todo ese oro! ¡Robarle todo eso a la reina!

– Muchachita, tu deseo de venganza va más allá de todo sentido común. Los Tudor no tienen piedad cuando se trata de sus enemigos. Hasta ahora has tenido suerte. No prestes atención a este barco. Es lo más seguro y razonable.

– Investiguemos el rumor, Adam. Si no podemos probarlo, entonces me olvidaré del asunto. Pero si es cierto, si hay un tesoro en ese barco, entonces tengo que abordarlo.

Adam de Marisco meneó la cabeza.

– Incluso si no te atrapan, no hay forma de comercializar una cosa así.

Ella sonrió.

– Sí la hay. A través de Argel, cuando hayamos fundido la plata y el oro y hayamos hecho barras nuevas. Quiero algunas de las esmeraldas para mí, para un collar y unos pendientes. Me complacerá poder usarlos ante las narices de la reina, sabiendo de dónde vienen.

– ¿Y cómo vas a investigar más sobre el barco?

– De Grenville viene al castillo dentro de unos días; va de regreso a Cornwell. Estoy segura de que sabe mucho sobre esto. Cuando se vaya, te haré señales para que vengas.

– ¿Lord Burke conoce estas actividades tuyas?

– No -le contestó ella en voz baja.

– Hay cinco familias involucradas en tus aventuras, muchachita. Los Burke, los O'Malley, los O'Flaherty, los Southwood y los Small. Si te arruinas tú, los arruinas a todos ellos. Piénsalo bien antes de arriesgarte a caer en una emboscada de los Tudor. Hasta ahora nadie puede relacionarte con los actos de piratería de estos dos últimos veranos, pero una aventura más y tendrán lo que necesitan para destruirte. A ti y a todos lo demás. Basta, Skye. Olvida a la reina, por favor.

Lágrimas de diamante llenaron los ojos color zafiro.

– ¿Olvidar? -La voz de Skye temblaba-. Ah, De Marisco, ¿tienes idea de lo que es ser mujer? ¿Que te fuercen a darte a un hombre contra tu voluntad? ¿Cómo te crees que me sentía cuando Dudley se metía en mí? Cada vez que me tocaba, me sentía sucia, sucia hasta la locura, pero no oponía resistencia porque no podía evitarlo, no tenía alternativa. Las mujeres no solemos tenerla.

»Y quien me hizo eso fue Isabel Tudor, Adam, otra mujer. Me entregó a Dudley sin pensar ni en mí ni en mi querido Geoffrey ni en la lealtad que siempre le demostramos. No, Adam, no puedo olvidarlo.

– De acuerdo, Skye -suspiró él, porque no había forma de oponerse-. Pero será la última vez. No me gusta la idea de ver tu hermoso cuello partido por el hacha. Ni el mío tampoco.

– Sólo esta vez, De Marisco.

Adam de Marisco volvió a Lundy muy preocupado. Lo que había empezado casi como una broma, se estaba complicando indeciblemente y el gigante tenía miedo. El deseo de venganza de Skye borraba su sentido común y él estaba asustado. ¿Por qué no lo había visto venir? Tendría que haber acabado con el asunto antes de que ella se obsesionara con él.


Dos días después, llegó De Grenville a Lynmouth. Venía de Londres. Traía las alforjas llenas de chismes divertidos y de charla sobre la corte. Skye se armó de paciencia y lo dejó hablar. No quería que sospechara de ella. Finalmente, Dickon y Niall se relajaron y se emborracharon ligeramente, entonces ella preguntó como de pasada.

– ¿Qué es eso de un barco para la reina? Uno que le manda el rey Felipe. Bideford está lleno de rumores.

– Ah, sí -sonrió De Grenville, medio borracho-. Quiere que ella considere a su sobrino Carlos y espera convencerla mostrándole lo adecuado que resulta tener parientes ricos.

– ¿Entonces es un hombre real, Dickon? ¿Existe?

– Oh, sí, por supuesto.

– ¿Y la reina no tiene miedo de perderlo con eso de los piratas que aparecen aquí y allá en estos días?

– Por eso estoy aquí -dijo De Grenville, riendo entre dientes-. Voy a comandar cuatro naves de guerra al encuentro del Santa María Madre de Cristo para escoltarlo hasta Bideford.

Skye rió.

– Ningún pirata atacará una nave protegida por cuatro barcos de guerra. Hasta yo sé eso. -Se estiró para buscar la jarra y se inclinó sobre De Grenville para servirle un poco más de vino en la copa. Ese movimiento permitió al noble una visión de los senos de Skye, y ella notó, divertida, que eso le aceleraba la respiración. Niall parecía haberse dormido con la cabeza oscura sobre los brazos cruzados.

– Mis barcos…, mis barcos van a estar disfrazados, Skye. Parecerán mercantes, tan inofensivos como el del tesoro. Solamente cinco barquitos listos para que cualquiera los aborde cuando quiera. -Hipó y después tragó un poco más de vino, volcando la mitad sobre su ropa.

Skye comenzaba a comprender.

– ¿Me estás diciendo que el Santa María Madre de Cristo ha atravesado todo el Atlántico sin escolta?

Él asintió.

– El rey Felipe pensó que navegaría más seguro de esa forma. Nadie creería que un barco solitario lleva un tesoro como ése. Después que la nave zarpó, William Cecil pensó que podría coger a los piratas por sorpresa si enviaba la escolta disfrazada de naves mercantes. Los piratas suelen atacar grupos de barcos desprotegidos, pero esta vez no serán naves mercantes. Es otra de las de Cecil, siempre tan ingenioso.

– ¡Por Dios, Dickon, qué inteligente! Gracias a Dios que la reina hace algo para librarnos de esos piratas. Robbie y yo perdimos dos barcos el verano pasado -dijo Skye indignada-. ¿Dónde te encontrarás con el barco del tesoro?

– A tres días de Cabo Claro.

– Entonces, navegas siguiendo la ruta de la estrella del Sur -dijo ella, como tentándolo.

– Ajá -asintió él.

– ¿Cuándo te verás con los españoles, Dickon?

– Dentro de una semana -murmuró él, y después se quedó dormido sobre la mesa, cerca de lord Burke, que roncaba en la misma posición.

Skye sonrió, satisfecha, e hizo un gesto a Daisy, que había permanecido quieta en su lugar durante toda la velada.

– ¿Has encendido las luces? -preguntó en un murmullo.

– Justo antes del anochecer, milady. Lord De Marisco espera abajo -susurró Daisy.

– Que se lleven a esos dos a la cama, Daisy, y que me preparen el baño. No tardaré mucho. -Salió del salón con rapidez y, usando una puerta oculta al final de la habitación, bajó las escaleras hacia la cueva-. ¡Adam! -llamó al llegar abajo, y él salió de las sombras a su encuentro.

– Bueno, muchachita, ¿qué novedades tienes?

– ¡El barco existe y el tesoro también! Se llama Santa María Madre de Cristo y todavía le queda una semana de viaje a solas, sin escolta alguna.

– ¿Qué? ¿Y la escolta?

– No hay escolta, ¡ninguna! Dentro de una semana, De Grenville y cuatro de las naves de guerra de la reina camufladas como barcos mercantes se encontrarán con los españoles a tres días de Cabo Claro. Pero hasta entonces, el Santa María no tiene protección.

– ¿Y qué rumbo sigue? -preguntó De Marisco, tenso.

– El de la estrella del Sur.

– Es demasiada buena suerte -murmuró el gigante, y empezó a caminar por la cueva como un león enjaulado-. ¿De Grenville te lo ha contado, sin más? -Adam no se lo creía y los ojos color humo se habían oscurecido de pronto.

– Lo he emborrachado -le explicó ella-. Dickon nunca ha sabido beber. Siempre dice lo que no debe cuando está ebrio. -Recordaba esa tarde de hacía ya años en la cual De Grenville, borracho, le había contado que había hecho una apuesta con Geoffrey.

– ¿Estás segura de que estaba borracho?

– Totalmente, Adam. -Skye rió. Cuando él la miró, extrañado, ella dijo-: Dickon tiene una vieja deuda conmigo y acaba de pagarla con la información que me ha dado esta noche.

– ¿Dónde está ahora?

– ¿Dickon? He dado órdenes a los sirvientes para que los lleven a sus camas. A él y a Niall.

– ¿Tu esposo también se ha emborrachado?

– Sí. Eso sí que me ha parecido raro -musitó ella-. Nunca lo había visto así. Aguanta muy bien la bebida. Espero que no se esté enfermando. Pero seguramente está cansado. Ha estado recorriendo las tierras durante dos días.

– ¿Lo hacemos, Skye? -preguntó el gigante.

– Sí, Adam. Tengo una corazonada. Llámalo tontería irlandesa, pero si MacGuire y sus hombres zarpan de Lundy inmediatamente, podrán interceptar el barco a tiempo y volver a casa antes de que De Grenville y sus hombres se encuentren con él.

– ¿Y el botín? ¿Dónde vamos a guardar ese botín imposible, muchachita?

– En Lundy, no, Adam. Si los hombres de la reina sospechan, irán a registrar tu isla piedra por piedra, y no me parece honesto pagarte tu amistad haciéndote perder la cabeza en la Torre. No, en Lundy no, y en Innisfana tampoco.

– Entonces, ¿dónde?

– En la isla de Innishturk, Adam. Donde está el convento de mi hermana, St. Bride. Allí hay cuevas que descubrí hace años cuando pasé… un tiempo visitando a Eibhlin. MacGuire las conoce. A los ingleses nunca se les ocurriría buscar allí. Con el tiempo, podremos sacar el oro y la plata y los comercializaremos en Argel, convertidos en barras.

– Es la última vez, muchachita -dijo él con voz calmado pero firme.

– Lo sé, Adam.

– Voy a extrañarte, Skye O'Malley.

– No tenemos por qué dejar de ser amigos, Adam. Aunque ya no seamos socios.

– Mira, muchachita, para ser una mujer inteligente, a veces pareces tonta. Me duele verte y saber que nunca serás mía. Cuando terminemos con esto, no quiero volver a verte. Lundy estará cerrada para ti, Skye O'Malley.

– Adam -dijo ella con suavidad, mirándolo con tristeza-. Nunca he querido herirte.

– Estoy seguro de eso, muchachita. Para ti siempre ha sido amistad, pero para mí es mucho más. Eres como una estrella, querida. Brillante y hermosa, y totalmente fuera de mi alcance. Yo soy solamente señor de una isla, Skye O'Malley, no un cazador de estrellas, pero cómo querría dejar de lado mi sentido común y guardarte para mí.

Ella tenía la cara llena de lágrimas. Él le secó una mejilla con suavidad.

– No dejes de ser mi amigo, Adam -le murmuró Skye.

– ¡Nunca, muchachita! -le contestó él, y después la abrazó y la besó en la boca. La besó con dulzura, pero había pasión en esa dulzura, y después se separó de ella-. No besé a la novia cuando te casaste. ¡Adiós, pequeña! Te avisaré cuando terminemos la operación.

Después se fue, bajando por los escalones hacia el agua. Ella vio alejarse el bote a través de las lágrimas y luego lo vio girar hacia Lundy. Unos brazos fuertes la tomaron desde atrás y ella se volvió y se puso a llorar suavemente contra el pecho familiar cubierto de terciopelo.

– No creo que quieras explicarme por qué te citas en esta cueva con ese gigante, ¿verdad? -le preguntó Niall con calma. Skye lloró todavía más y él continuó-: Espero que no tenga que desafiarlo a un duelo para proteger mi honor.

– ¡No, no! -sollozó ella.

– ¿Quién es, Skye?

– Adam de… de Marisco, el señor de Lu… Lundy…

– Sigue, amor mío.

Skye se las arregló para controlar los sollozos y buscó el pañuelo para aliviar su congestionada nariz. Él le dio el suyo y ella se secó los ojos primero.

– ¿Tengo razones para estar celoso? -preguntó él.

Ella empezó a preguntarse cuánto tiempo habría estado él de pie en las escaleras. Se sonrojó y lo miró por debajo de sus pestañas oscuras.

– No estabas defendiéndote de sus avances, diría yo -hizo notar su esposo con humor-. Pero cada vez que llego a una conclusión contigo, me equivoco, y mucho. Así que si hay una explicación razonable para que te veas en secreto en plena noche con un hombre atractivo que parece encantado con la idea de besarte, me gustaría escucharla.

Ella estornudó, después estornudó dos veces más. Niall meneó la cabeza y la levantó en brazos para subir con ella por las escaleras.

– Me lo dirás cuando estés bien caliente en la cama -dijo Niall, y la llevó al dormitorio-. Creo que tu señora se ha resfriado, Daisy -le dijo a la sirvienta.

– Tengo un baño caliente listo, milord -indicó la muchacha-. Me ocuparé de ella.

– No, Daisy. Lo haré yo. Puedes irte por esta noche.

La sirvienta de Skye dudó, después se encogió de hombros y obedeció. Nunca entendería a los nobles, decidió. A veces se preguntaba si ellos se entendían a sí mismos.

Skye se quitó los zapatos sin usar las manos y se quedó de pie mientras su esposo le desabrochaba el vestido.

– Pensaba que estabas borracho -dijo.

Él sonrió.

– Eso es lo que he querido que pensases. Estabas tan interesada en sonsacarle información a De Grenville que sabía que no me prestarías demasiada atención.

Mientras hablaba, le desabrochaba el vestido y se lo quitaba. Después hizo lo mismo con las enaguas y la blusa, se arrodilló, desató las ligas y enrolló las calzas. Cuando la desnudó, la levantó en brazos y la depositó en la tina de agua caliente. Ella suspiró y cerró los ojos, aliviada.

– Sé que esa cueva -dijo Nial- puede ser de lo más húmedo y frío. -Ella murmuró que estaba de acuerdo y llegó casi hasta ronronear cuando él empezó a enjabonarle la espalda.

La boca de Niall se curvó de nuevo en una sonrisa leve. Menos de una hora antes había estado de pie en las sombras, en las escaleras de la cueva, y había visto cómo un extraño besaba a su esposa. Hacía un mes, había actuado sin pensar, pero ahora sabía que debía tener cuidado. Ella lo amaba; él estaba seguro de eso, aunque ella todavía no se lo hubiera dicho. Volvió a mojar la esponja en el agua y la pasó por los sitios más deliciosos de la anatomía de Skye.

Sintió que su deseo crecía, pero se obligó a no pensar en eso. Primero quería oír la explicación que ella le debía. La sacó del agua, la envolvió en una toalla y la colocó sobre el sillón junto al fuego. Tomó una toalla más pequeña y la frotó para secarla. Ignoró el camisón sedoso y celeste que había preparado Daisy y colocó a Skye entre la mullida cama y la colcha de piel de zorro.

Luego, se desvistió y se lavó, y después se metió en la cama con ella. Se volvió para mirarla y dijo con voz firme y directa:

– Ahora, señora.

– Adam de Marisco es mi amigo -dijo ella.

– Adam de Marisco está enamorado de ti -le replicó él.

– Pero yo nunca me he enamorado de él -aseguró ella-. Él fue quien insistió en que me casara de nuevo, y desde que nos casamos, insiste en que haga las paces contigo. Creo que comprende tu punto de vista mejor que el mío. -Skye frunció el ceño.

– Me alivia saber que el señor de Lundy está de mi parte -murmuró Niall con amargura-, pero eso no me explica la razón por la que te ves con él en secreto.

Ella suspiró.

– Empezó mucho antes de que nos casáramos, Niall. Después de la muerte de Geoffrey, cuando lord Dudley me forzaba. Me quejé a la reina. Y descubrí que ella me entregaba a Dudley como si yo fuese un juguete, para darle placer a él. Nunca la perdonaré por eso, aunque sea la reina de Inglaterra. Creo que su autoridad debería significar algo más de responsabilidad para ella. En ese momento quise vengarme, y todavía siento lo mismo. Los piratas que asolan la costa desde el verano pasado actúan bajo mis órdenes, son barcos y tripulaciones O'Malley. Adam de Marisco nos presta su santuario de Lundy y nos ayuda a ocultar el botín.

– ¿Y el precio de esa ayuda? -se las arregló para preguntar Niall.

– Un porcentaje de las ganancias, Niall -dijo ella con voz severa y seca, y después continuó-: Dentro de unos días abordaremos el Santa María Madre de Cristo, el barco que transporta el tesoro del rey Felipe para la reina de Inglaterra. No quiero que ella vea ni una moneda de oro de ese cargamento.

Niall estaba tan atónito que no pudo decir palabra durante unos minutos. Las emociones más diversas se alzaban y se hundían en él como las de una marea embravecida; sorpresa y admiración por la valentía de su esposa, rabia porque ella los ponía en peligro a todos con su deseo de venganza, pena por no haber estado allí para protegerla de Dudley. No sabía si besarla o asesinarla.

– No puedes pegarme -dijo ella anticipándose-. Estoy esperando un hijo.

– ¡Por Dios, mujer! -estalló él, y ella empezó a llorar. Entonces Niall rompió a reír-. Eres la hembra más imposible desde que Dios creó el mundo, Skye. Le haces la guerra a Inglaterra y te las arreglas para retener todo lo que posees en ese país. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que podrían atraparte?

– No.

– Ah, no. ¿Y por qué no? -Él estaba fascinado.

– No hay nada que nos relacione ni a mí ni a De Marisco ni a los O'Malley con los piratas.

– ¿Estás segura?

– Sí. Mis barcos no llevan bandera. Mi gente se comunican con silbidos y gestos. Las cargas robadas desaparecen rápidamente y hasta pirateé dos de mis barcos el año pasado para que nadie sospechara.

– Pero es obvio que Cecil ha enviado a De Grenville a capturar a los piratas. No puedes morder esa carnada.

– Mi flota zarpa esta noche desde Lundy. Para cuando Dickon y los suyos se encuentren con los españoles, no tendrán nada que custodiar. La carga estará bien guardada en las cuevas de Innishturk. Es mi última aventura contra la reina, Niall, lo juro.

– ¿Y el beso de Adam de Marisco? Supongo que ésa también es la última aventura para él, ¿verdad?

– Se estaba despidiendo -dijo ella con suavidad.

Él la abrazó y le rozó los labios con los suyos.

– ¿Para cuándo esperas el bebé?

– Nuestro hijo nacerá cuando empiece el invierno.

– No quiero más aventuras, señora -dijo él con severidad-. Y quiero tu palabra.

– Tengo que pensarlo -dijo ella con tono travieso.

– Nada de eso. Tu palabra -ordenó él con voz de trueno.

– De acuerdo, milord -murmuró ella con voz dócil, y él la miró, lleno de sospechas. Skye rió-. Voy a hacerme un collar y unos pendientes con las esmeraldas que lleva ese barco. Y después los usaré ante la reina. ¡Ah, cómo voy a disfrutarlo!

Niall volvió a reír.

– ¡Realmente imposible! -dijo, y la besó de nuevo.


Menos de una semana después, la noche de San Juan, Skye y Niall estaban de pie en la torre oeste del castillo de Lynmouth y miraban cómo se encendían las hogueras de celebración en Lundy. Tres, en una línea perfecta, así que Skye supo lo que quería saber: El Santa María Madre de Cristo era suyo y la carga ya había desaparecido en las cuevas. Una satisfacción profunda la recorrió de arriba abajo. Se volvió y dijo con el corazón las palabras que su esposo había estado esperando durante tanto tiempo:

– Te amo, Niall. -Él dejó escapar un suspiro de alegría y la abrazó y la besó con pasión.

El verano en Devon fue largo, más dulce ese año que ningún otro desde que Skye vivía allí. Pero, en Londres, Isabel Tudor ardía de rabia e impotencia. El barco del tesoro de Felipe había sido pirateado en las narices de De Grenville. El rey de España estaba furioso por el incidente y se burlaba de la poca capacidad de Isabel para mantener el orden en sus propias tierras. Eso molestaba más a Isabel que la pérdida del tesoro. Ahora estaba endeudada y varios de sus acreedores le habían dado muestras de que el poder real no los intimidaba.

– ¿No hay forma de conectar a lady Burke con todo esto, Cecil? Seguramente hay algo que podamos usar contra ella. -William Cecil había terminado por confiarle sus sospechas a su discípula.

– No, Majestad, no hay absolutamente nada. Todos los barcos de la O'Malley están donde deben estar y no hay evidencias de que tengan el botín. Por ningún lado. Ya hemos registrado Innisfana y Lundy.

– Quiero que la arresten, Cecil.

– ¿Bajo qué cargos, Majestad?

Isabel giró en redondo para mirarlo de frente y él vio el enojo en las manchas rojas de sus mejillas.

– Soy la reina, Cecil. ¡No necesito cargos! Lady Burke me ha ofendido y quiero que sea confinada en la Torre.

– ¡Majestad! -Cecil estaba atónito y aterrado-. Esto no es digno de vos.

– Maldita sea, Cecil, ambos sabemos que es culpable.

– Lo sospechamos, milady Isabel. -Cecil no le había hablado con tanta amabilidad ni dulzura desde que ella era reina-. Solamente lo sospechamos, y desde que cayó el Santa María Madre de Cristo nadie ha atacado otros barcos a pesar de que ésta es la mejor época para hacerlo.

La reina no cedió.

– La quiero en la Torre -ordenó-. Tal vez si la asustamos, la obliguemos a confesar. ¡Necesito el oro, Cecil! Mis acreedores me están acosando.

Cecil suspiró. Si lady Burke ya odiaba a Isabel, la odiaría todavía más ahora. Los irlandeses eran tan emocionales… Ofender a los O'Malley y a los Burke juntos podía hacer que todo el condado de Connaught se alzara en armas, podía provocar un estallido en toda Irlanda. «No necesitamos una guerra con Irlanda, no ahora», pensó Cecil con amargura.

– ¿Y lord Burke? -preguntó.

– Él se quedará en Devon -dijo Isabel-. Le prohíbo venir a Londres, le prohíbo ir a Irlanda. Que cuide de los hijos de su esposa.

– La condesa tiene muchos admiradores, Majestad. No se sentirán felices cuando la sepan en prisión sin razones aparentes. Los comentarios podrían ser muy despectivos y dañinos para Vuestra Majestad.

– Entonces, hazlo en secreto, Cecil. Envía a De Grenville. Ya que ha sido él quien ha perdido el barco, que se redima llevando a la condesa a la Torre en secreto. Dile al gobernador de la prisión que no quiero que la dama entre en ningún registro. Si nadie sabe que ella está en Londres, y su esposo, confinado en Devon, no habrá chismes en la corte.

– No estoy de acuerdo con esto, Majestad -dijo Cecil una vez más.

– Pero me obedeceréis de todos modos, milord -le replicó Isabel.

Él asintió.

– Sois la reina y siempre habéis aprendido de vuestros errores. Espero que esta vez también lo hagáis. -Cecil no podía retirarse sin dejar sus opiniones en claro.

La cabeza de la reina se alzó bruscamente. La cara de Cecil permaneció impasible, pero ¿había tal vez un brillo en esos ojos?


El verano de Devon ofrecía la promesa de una buena cosecha. A lo largo del camino, las rosas silvestres tardías y las margaritas libraban su batalla territorial de todos los años. Hacía mucho que se había guardado el forraje y las espigas yacían apiladas en los campos. Los manzanos estaban cargados de fruta, algunos ya listos para la recolección y otros, todavía verdes. Las prensas de Devon pronto se ocuparían de fabricar la famosa sidra.

A través de ese campo tranquilo y agradable cabalgaba Richard de Grenville junto con una tropa de jinetes de la reina. Dickon estaba amargado y preocupado, hasta horrorizado, porque ni siquiera entendía las órdenes que se le habían dado. Al principio, no había dado crédito a lo que decía Cecil.

– Sé que os gusta el vino, milord -había observado Cecil-, y que se os suelta la lengua cuando bebéis. -De Grenville se había sonrojado con ademán culpable-. Sería una completa tontería que soltarais algo de esto ante cualquiera, porque la reina quiere guardar un absoluto secreto. -De Grenville había asentido con seriedad, asustado.

Los cascos de los caballos de Richard de Grenville y sus hombres retumbaron sobre el puente levadizo y luego sobre el patio del castillo de Lynmouth. Richard desmontó y entró en el castillo, donde le informaron de que lord y lady Burke estaban en el salón familiar. Dickon se detuvo en la puerta de esa habitación, sin ser visto, y miró a Skye y a su familia. Sintió que le dolía el corazón. Ella estaba sentada junto a Niall Burke. El brazo de él le rodeaba la cintura un poco más ancha ya por el embarazo, y una mano acariciaba el vientre que empezaba a llenarse. Ella yacía con la cabeza sobre el hombro de Niall y le sonreía, una sonrisa de una dulzura tan grande que De Grenville pensó que iba a empezar a llorar. Bueno, no podía quedarse allí de pie por siempre. Se aclaró la garganta y entró en el salón haciendo todo el ruido posible.

– ¡Dickon! -exclamó Skye-. ¡Me alegro de verte!

Robin y Willow corrieron a saludarlo.

– Señora -le dijo Dickon con frialdad, sin preámbulos-. Os arresto en nombre de la reina.

La bienvenida murió antes de haber empezado. Niall Burke se puso en pie lentamente. Tenía la voz tranquila, pero no podía esconder su rabia.

– Si esto es una broma, De Grenville, me parece de muy mal gusto. A mi esposa no le conviene sufrir impresiones de este tipo en este momento.

– No es una broma, milord.

– ¿Y los cargos, señor?

– No me han dado la lista de cargos, milord. Mis órdenes son escoltar a lady Burke a Londres tan pronto como sea posible.

– ¿Y en Londres…?

– Debo conducirla a la Torre -dijo De Grenville con suavidad.

Skye dio un grito y los niños se reunieron a su alrededor, asustados.

– No permitiré que saquéis a mi esposa de mi casa en su estado. Lleva en su seno al heredero de los MacWilliam.

– A menos que estéis preparado para luchar contra los hombres de la reina, milord, pienso llevármela hoy mismo.

Niall no tenía espada, pero era mucho más alto que su oponente, y se puso de pie a su lado.

– ¡Sobre mi cadáver, inglés!

De Grenville sacó la espada y Skye gritó.

– ¡Milores! ¡Basta! -Se puso de pie con cierta torpeza-. Dickon, por el amor de Dios, ¿qué es todo esto?

– Pongo a Dios por testigo que no lo sé, Skye. Mis órdenes son llevarte cuanto antes a Londres y entregarte al gobernador de la Torre. Lord Burke, la reina os prohíbe dejar Lynmouth. Eso es lo que me ordenaron que os comunicara y es cuanto sé.

– No podéis llevaros a Londres a una mujer embarazada de seis meses.

– Cumplo órdenes, milord.

– Puedo usar el coche -dijo Skye con tranquilidad, y los dos hombres se volvieron para mirarla-. Si vamos despacio y con cuidado, el niño no correrá peligro. No entiendo las razones de la reina, pero si tengo que ir a Londres para ver de qué se trata y aclararlo todo, iré. Me darás tiempo para prepararme, ¿verdad, Dickon? Mis sirvientes y yo estaremos listos por la mañana.

– Solamente puedes llevarte una sirvienta, Skye.

– Muy bien -dijo ella. Y luego-: Niall, estoy cansada. ¿Me acompañas, por favor? Comprenderás, Dickon, que esta noche prefiero cenar en mis habitaciones, con mi esposo y mis hijos.

De Grenville murmuró su permiso mientras Niall sacaba a su esposa del salón. Cuando estuvieron arriba, en el dormitorio, Skye envió a los niños con Daisy y se volvió hacia Niall.

– No saben nada -dijo, segura-. Si supieran algo, Dickon tendría la lista de los cargos.

– Pero sospechan -remarcó él-. Lo suficiente como para encarcelarte.

– No pueden probar nada -discurrió Skye con firmeza-. Tratarán de asustarme, pero no me asusto fácilmente. Si tuvieran alguna evidencia, habrían revisado Lundy y Lynmouth hasta hacerlos pedazos. No tienen nada. La perra Tudor quiere hacerme creer que sabe algo, pero soy superior a los enemigos a los que ella suele enfrentarse.

– Puede tenerte prisionera el tiempo que desee, Skye.

– Lo sé. No la desobedezcas, Niall. Debes quedarte en Lynmouth y cuidar de Robin y Willow. Debes cuidar Lynmouth.

– Pero si me quedo aquí, ¿cómo puedo ayudarte?

– Adam de Marisco -dijo ella con voz calmada-. Pon dos luces en la torre oeste al anochecer, una más abajo que la otra. ¿Te acordarás? Él vendrá a verme. Puedes avisar a Irlanda a través de él.

Él la abrazó y hundió su rostro en ese cabello negro y querido, y en el cuello suave de la mujer que amaba.

– Skye. -Había tanta angustia en su voz.

– Haz lo que te pido, Niall. No quiero poner en peligro la herencia de Robin ni darle a la reina una oportunidad de robarme el hijo de Southwood. ¡Estoy segura de que eso le encantaría, como buena arpía infértil que es!

Él la abrazó sin saber qué hacer, era consciente de que no tenía un papel claro en esa guerra privada. Ella la había empezado sin él y ahora parecía querer terminarla del mismo modo. Lo único que podía darle era su fuerza, para que se la llevara a la prisión con ella.

La cena resultó lúgubre. Skye les dijo a los niños:

– No os asustéis. Voy a volver a casa. Obedeced a Niall como me obedecéis a mí. Espero que me lleguen buenos informes de vuestro comportamiento. -Luego, los metió en la cama y los besó a los dos con ternura. Después, supervisó los preparativos de Daisy y las otras sirvientas que estaban empaquetando sus cosas-. No os olvidéis del edredón de plumas -les dijo-. Hará frío tan cerca del Támesis en invierno. Y Daisy, quiero que pongáis algunos barrilitos de borgoña y de vino de malvasía en el equipaje. Prefiero beber mis propios vinos. -Después, se quedó recostada junto a Niall, acurrucada junto a él, y él la sintió temblar, la oyó sollozar en voz muy baja. No dijo nada, solamente la apretó contra él como para protegerla.

Cuando amaneció, Skye se vistió con ropas tibias, se puso las medias de lana y una enagua de seda y dos de lana liviana. Eligió un vestido azul oscuro de seda con botones de perlas, manga larga y un escote muy elevado. Se calzó botas forradas con piel. Después se arregló el cabello negro en un moño bajo.

Dijo adiós a sus hijos en la intimidad de sus habitaciones, porque no quería que se asustaran con los soldados que verían alrededor del coche.

– ¿Por qué te arresta la reina, mamá? -preguntó Willow por décima vez.

– No lo sé, amorcito mío -contestó ella-. Es un malentendido. No temas por mí.

– ¿Te…, te van a…, a cortar la cabeza? -tembló Robin, casi a punto de llorar.

– ¡Claro que no, mi niño! ¿De dónde diablos has sacado esa horrible idea?

– Willow dijo que eso es lo que le pasa a la gente que va a la Torre -le contestó él.

– La reina estuvo en la Torre una vez, cuando era princesa. Y también lord Dudley, y mucha gente que conoces, Robin. A ninguno le pasó eso.

– Pero Willow dijo… -insistió Robin, para defender a su hermana mayor.

– Willow es una nenita ignorante que no ha prestado atención a sus lecciones. Le vendría muy bien una buena azotaina -dijo Skye, abrazando con fuerza a su hijo. Se daba cuenta de que Willow estaba asustada por la partida y abrió los brazos para que la niña viniera a su lado-. Ven, amor mío, deja que te abrace a ti también. Pero no llores, no hay motivo para llorar, te lo aseguro. -Willow se arrojó en brazos de su madre y la apretó tanto como lo permitía el vientre hinchado de Skye, y Skye sintió que iba a llorar. Las dos cabecitas, una oscura como la de ella, la otra tan rubia como la de Geoffrey, se acercaron a la suya, y ella las besó, después las apartó y se alejó un poco.

– Ahora tengo que irme, queridas mías. Hacedle caso a Niall. Quiero estar orgullosa de vosotros.

– Adiós, mamá. -Los ojos de Willow se llenaron de lágrimas, aunque se notaba que estaba tratando de no llorar.

– A… Adiós, mamá. -Robin intentaba mantenerse firme.

– Adiós, milord conde -se despidió ella, y después se dio la vuelta para que los niños no la vieran llorar.

Niall la esperaba en el salón familiar. Al ver las lágrimas en su rostro, la atrajo hacia sí y le besó las lágrimas que corrían por sus mejillas.

– Es por mi estado -se excusó ella.

– Lo sé -la tranquilizó él-. Debe de ser por eso, porque tú nunca le darías a la reina la satisfacción de una victoria.

– No -sollozó ella, buscando un pañuelo-. Claro que no.

Él rió.

– ¡Así se habla!

Ella se secó los ojos.

– No tendría que hacer esperar a Dickon. -Guardó el pañuelo en un bolsillo interior de su capa.

– Eres la mujer más valiente que haya conocido, Skye. No temas amor mío, no permitiré que te pase nada. Tengo amigos, y tú también los tienes. Si la reina piensa hacerte daño realmente, creo que está olvidándose de eso. No podrá mantener en secreto durante mucho tiempo tu arresto.

– No tengo miedo, Niall -replicó ella. Tenía los ojos limpios ahora, y la voz tranquila.

Él sintió que se llenaba de orgullo al verla. «Qué Dios ayude a Isabel Tudor -pensó-, porque nunca se ha enfrentado a nadie como Skye.»

En el patio, los caballos pateaban el suelo bajo el aire fresco y se podía ver su aliento en el aire. Daisy, que había insistido en acompañar a su señora, ya estaba sentada en el coche. Niall ayudó a subir a su esposa con mucho cuidado. Luego, subió tras ella y le envolvió las piernas en una piel de zorro. Los ojos zafiro lo miraron con calma y Skye dijo con suavidad:

– Tal vez habrías hecho mejor casándote con una virgen dócil en vez de con una viuda salvaje.

Él rió y le contestó con la misma dulzura.

– Ya tuve dos vírgenes dóciles, señora, y prefiero a la viuda. Siempre la he preferido. -Después la besó, un beso dulce que hizo que el corazón de Skye se lanzara a galopar a toda velocidad.

– Dios, cómo voy a extrañarte, Niall Burke.

– Hay tiempo para escapar, amor mío. No tienes más que decir que has roto aguas y entonces nos iremos a Lundy por la cueva mientras ese bufón de De Grenville sigue esperándonos.

– ¡No! -dijo ella con firmeza-. Quiero ganarle a Bess Tudor y conservar todo lo que tengo.

– Eres una mujer empecinada, Skye O'Malley. Pero creo que le ganarás.

– Oh, sí, Niall, claro que sí.

Él le tomó la mano y la besó despacio, primero el dorso, después la palma.

– Adiós, querida. No te preocupes. Estoy contigo.

Ella sintió que la garganta se le cerraba cuando lo vio salir del coche y cerrar la puerta tras él. Lo miró caminar hasta Dickon y hablar con él, la expresión severa y dura.

– Será mejor que viajéis despacio, De Grenville. Os hago personalmente responsable de la seguridad de mi esposa y del hijo que lleva en su seno. ¿Lo habéis entendido bien? Si le pasa algo a alguno de los dos, mataré a vuestra esposa y a vuestra familia y os quemaré la casa.

– Tendré cuidado, milord -dijo De Grenville-. No me llevaría a Skye en su estado sin órdenes expresas de la reina.

– Eso lo sé -dijo Niall-. ¿Me informaréis de cualquier novedad? Y si luego le permiten recibir visitas, id a verla para que no esté sola.

De Grenville asintió. Montó en su caballo y condujo a la procesión de jinetes, el coche y el carro con el equipaje, a través del puente levadizo de Lynmouth, hacia el camino a Londres. Para su sorpresa, el camino estaba lleno de gente y lo estuvo durante por lo menos tres kilómetros. Granjeros, aldeanos, mercaderes, pescadores, cuidadores de ganado y de presas del coto de caza, y sirvientes del castillo; jóvenes y viejos, todos de pie uno junto a otro a los lados del camino, como para darle una silenciosa muestra de solidaridad a su señora. De vez en cuando, De Grenville oía una voz que decía:

– ¡Qué Dios guarde a la condesa y la traiga de vuelta a casa pronto!

«¿Qué demonios quiere Bess Tudor? -se preguntó De Grenville-. ¿Qué ha hecho Skye que ha ofendido tanto a la reina, algo tan terrible y tan secreto, algo que nadie sabe?»


El viaje, que tendría que haber durado apenas unos días, les ocupó más de una semana. El coche se movía despacio y se detenía frecuentemente para que la hermosa condesa estirara las piernas y se refrescara. Empezaban a viajar tarde y se detenían temprano. Cuando De Grenville sugirió que fueran un poco más rápido, Skye se quedó en cama y los retrasó un día más. De ahí en adelante, De Grenville apretó los dientes y mantuvo el ritmo lento del comienzo.

Cuando llegaron a Londres, De Grenville puso a Skye en una barca cerrada para que no se reconociera el blasón de los Lynmouth, que estaba grabado en la portezuela del coche de Skye. El coche y los sirvientes volvieron inmediatamente a Devon.

Privada de la familiaridad del coche y los sirvientes personales, Skye sintió que parte de su coraje se extinguía, pero nadie hubiera podido decirlo, porque su mirada seguía tan serena como antes. Skye había aprendido hacía tiempo que demostrar miedo solamente ayuda a los enemigos y los alienta. Cuidadosamente, De Grenville la ayudó a sentarse en la barca cerrada, luego ayudó a Daisy y luego entró él.

– Siempre quise llevarte por el río en mi barca -dijo en un intento de conversación.

– Claro, Dickon -le contestó ella-. Y te aseguro que ese viaje en tu barca sería mucho más agradable para mí que el que estamos haciendo ahora.

– Skye, dime, por favor, ¿qué pasa entre tú y la reina?

– Realmente no tengo ni idea, Dickon -le replicó ella con dulzura, y giró la cara para mirar el río.

Él suspiró y no lo intentó de nuevo.

Skye respiraba despacio, concentrada en el acto simple de darles aire a sus pulmones. Cada latido de los remos la llevaba más cerca de la prisión y Dios sabía de qué más. Ah, juró entre dientes, no admitiría nada. Nunca. Le ganaría a la reina en este juego del gato y el ratón, sí, le ganaría aunque fuera lo último que hiciera en su vida.

Empezó a lloviznar. El atardecer era un resplandor malva y gris que invadía el cielo alrededor de ellos. El río estaba tranquilo y callado, y parecía no haber ninguna otra barca navegando en él. Al cabo de un rato, el corazón de Skye se aceleró. Allá delante se alzaba la Torre de Londres, amenazadora, alta, oscura en la noche que llegaba. La barca puso rumbo a la orilla y el niño que crecía en el vientre de Skye le pateó cuando la barca golpeó el muelle de piedra. Ella se puso una mano en la cintura mientras pensaba: «No tengas miedo, amor mío, yo te protegeré.» «Sí -dijo otra voz quejosa en su mente-, pero ¿quién te protegerá a ti?» Skye tembló.

De Grenville saltó a tierra para ayudarla a desembarcar. Ella se quedó un momento de pie, saboreando sus últimos momentos de libertad; luego se volvió para empezar a subir por los escalones que conducían a la Torre. La escalera estaba gastada por el tiempo y resbaladiza por la lluvia, y Skye resbaló una vez, cosa que le dio mucha rabia. De Grenville la sujetó por el codo para evitar que se cayese.

Ella se detuvo para recuperar el equilibrio y después se separó de él.

– No tengo miedo, milord.

– Lo sé. Son los escalones, Skye -le contestó él, mientras pensaba en la valentía de la mujer a la que había traído a la prisión.

El gobernador de la Torre los esperaba en la entrada, y al ver el estado de Skye, la miró muy preocupado. Claro que no sería la primera mujer en dar a luz allí, pero odiaba tener que aceptar a mujeres embarazadas como prisioneras. Una mujer así podía provocar cualquier tipo de incidente. La recibió con todo el calor que pudo.

– Por favor, aceptad mi invitación a cenar, lady Burke. Mi esposa y yo estaremos encantados de teneros con nosotros mientras vuestra sirvienta prepara las habitaciones. Enviaré a mi gente por vuestro equipaje y me ocuparé de que se enciendan las chimeneas.

– Gracias, sir John -contestó Skye. Luego, se volvió y dijo-: Adiós, Dickon. Por favor, dile a Su Majestad que si realmente hubiera querido venir a Londres, lo habría hecho hace ya mucho. Espero recibir una lista de los cargos que hay contra mí, y si no hay ninguno, dile a la reina que este arresto es ilegal. -Se volvió de nuevo-. Sir John, vuestro brazo, por favor. Estos días estoy un poco torpe.


Richard de Grenville dejó la Torre y se fue a Whitehall donde residía la reina en esta época. Caminó hasta las habitaciones de Cecil y pidió verlo inmediatamente. El secretario del consejero, que ya estaba inmunizado contra las demandas urgentes, se sorprendió mucho cuando lord Burghley le dijo que dejara entrar a sir Richard sin perder tiempo. Cuando la puerta se cerró detrás de Dickson, Cecil indicó con un gesto a su invitado que tomara asiento y le preguntó:

– ¿Por qué habéis tardado tanto, sir? ¿Hubo dificultades en Lynmouth?

– No, milord, ninguna, aunque lord Burke se enfureció bastante y lady Burke parecía confundida y no entendía las razones de la reina. Pero sí hay una complicación, y por eso me ha llevado tanto tiempo volver. -Cecil lo miró y De Grenville siguió adelante con su explicación-: Lady Burke tendrá un hijo dentro de poco. Hemos tenido que viajar despacio.

– ¡Maldita sea! -se enfureció Cecil-. Se lo advertí a la reina y ahora… -Se detuvo.

– Milord -interrumpió De Grenville-, ¿por qué ordenó arrestar a la condesa? ¿Qué es lo que ha hecho?

– ¿Hacer? No estamos seguros de que haya hecho nada, sir Richard. Está bajo sospecha solamente.

– Ah. -Dickon deseaba preguntar bajo sospecha de qué, pero no se atrevía.

– Podéis marcharos, sir Richard. Recordaréis, espero que no debéis comentar esta misión con nadie.

– Sí, milord. -Lord De Grenville se volvió para marcharse, dudó y luego miró de nuevo a Cecil y preguntó-: ¿Puedo visitar a Skye de vez en cuando, milord? Se sentirá sola.

– No, no podéis, sir Richard. Su presencia en Londres debe permanecer en secreto. Si alguien os viera en la Torre, no podríais explicar vuestra presencia allí. -De Grenville lo miró, desilusionado, y entonces Cecil agregó con voz más amable-: Tal vez podáis verla antes de Navidad, y llevarle los saludos de su familia, sir.

A solas, Cecil pensó que, por lo menos, había logrado aislar a lady Burke. La dejarían sola durante algunas semanas para que pensara en las razones por las que estaba allí. Si realmente era culpable, se asustaría, y para cuando la interrogaran, estaría aterrorizada. Sonrió.


Unos días después, ya no sonreía. De pie frente a él había una implacable monja irlandesa que se identificó como la hermana Eibhlin, nacida O'Malley, del convento de St. Bride, en la isla de Innishturk.

– He venido -dijo con voz firme y suave- a atender a mi hermana en su parto.

Al principio, Cecil fingió ignorar de qué se trataba.

– Señora -le contestó con frialdad-, no tengo ni la menor idea de qué tiene que ver eso conmigo.

Eibhlin lo miró con una sonrisa burlona que a Cecil le resultó familiar.

– Milord, no perdamos tiempo. El arresto de mi hermana llevaba vuestra firma. He pasado muchos días viajando lo más rápido que he podido y casi me rompo el cuello para llegar a tiempo desde la costa oeste de Irlanda. Pienso estar con Skye y, a menos que me deis permiso para verla, encontraré los medios para llegar hasta la reina y hacer que esto se haga público. Los O'Malley hemos mantenido la paz con Inglatera hasta ahora, porque lord Burke nos aseguró que solamente se trata de un malentendido.

– ¿Y por qué, por qué, señora -se irritó Cecil-, os dejaría ver a vuestra hermana? No se lo he permitido a su esposo, ¿por qué a su hermana sí?

– Mi cuñado es un buen hombre, sir, pero yo soy comadrona. Skye me necesita.

– Tiene a su sirvienta con ella.

– ¿Quién? ¿Daisy? Una muchacha excelente cuando se trata de arreglar el cabello y cuidar ropa y joyas, pero ¿para el parto? Lo lamento, pero no. Cuando ve sangre, se desmaya, y hay mucha sangre en un parto, caballero. ¿Lo sabíais? El problema es que tal vez vos deseáis que mi hermana sufra.

– ¡Por Dios, mujer! -le ladró Cecil-. No deseamos hacer daño alguno a lady Burke. Hubiéramos mandado a alguien a ayudarla cuando llegara el momento.

– Sí, claro, me doy cuenta -le replicó Eibhlin con desprecio-. Alguna vieja con uñas sucias que infectaría a Skye y al bebé en tres segundos. ¿Acaso sabéis algo de partos, lord Cecil?

El consejero de la reina sintió que la irritación se le subía al rostro. Esa mujer era insufrible.

– Señora -tronó-, entrar en la Torre es muy fácil. Salir suele ser complicado.

La monja volvió a dedicarle su sonrisa burlona y esta vez él reconoció el gesto. Era la sonrisa de la condesa de Lynmouth. «Extraño -pensó-, no se parece para nada a lady Burke. Excepto en la boca. Nunca hubiera creído que eran parientes a no ser por esa sonrisa y esa actitud de indudable superioridad.»

– No tengo miedo, milord -le contestó ella y él se dio cuenta de que era cierto. «Ah, estas irlandesas», pensó de nuevo.

– Entonces id, señora. Mi secretario os dará los papeles -dijo.

– Espero poder ir y venir a mi antojo, milord. Necesitaré varias cosas cuando llegue el momento.

– No, señora -la cortó Cecil-. Sería muy simple planear una huida para lady Burke en vuestras ropas de monja. Lo que haga falta, lo llevaréis con vos o pediréis a los sirvientes que lo compren en el mercado. Podéis entrar en la Torre, pero una vez allí no saldréis más. Ésas son las condiciones.

– Muy bien -contestó Eibhlin-. Las acepto. -Le hizo una reverencia y se volvió con ademán orgulloso-. Adiós, milord. Muchas gracias.

Varias horas después, aferrando el papel en sus delgadas manos, Eibhlin O'Malley cruzaba la entrada de la Torre de Londres y llegaba a la celda de su hermana, arriba, en una de las muchas torres del complejo. Mientras subía por las escaleras, notó con alivio que los soldados que la escoltaban eran respetuosos con ella y que el edificio parecía limpio, relativamente libre de corrientes de aire y sin olores desagradables.

Skye dormía cuando ella llegó. Daisy casi se cae de espaldas. La miró con alivio.

– Ah, hermana, gracias a Dios que estáis aquí.

La boca generosa de Eibhlin se frunció, divertida.

– ¿Realmente ha sido tan terrible, Daisy?

– Es que yo nunca he ayudado a dar a luz ni siquiera a una gata, hermana. Estaba tan asustada. Cuando llegara el momento, hubiera estado sola con mi señora. Y lord Burke me habría matado si le hubiera pasado algo a ella o al bebé.

– Bueno, no te preocupes más, Daisy. He venido para quedarme.

Cuando Skye se despertó, Eibhlin ya se había instalado en las habitaciones que ocupaba la prisionera.

– ¿Cómo diablos has llegado aquí? -exclamó lady Burke abrazándola.

– Hace diez días un inglés gigantesco llegó a St. Bride y me dijo que me necesitabas. Crucé Irlanda sobre un caballo flaco, subí a un barco ruinoso y desembarqué en Lynmouth. Niall me contó el resto y me envió a Londres.

– ¿Y Cecil te ha dejado entrar? Me sorprende. Desde que llegué, no he visto a nadie, aparte de Daisy y los guardias. Pensé que Cecil estaba tratando de asustarme con tanta soledad.

– Pero como eres una mujer sensata, hermana, supongo que no estás asustada en absoluto.

Skye sonrió.

– No, Eibhlin. Claro que no.

– Entonces no tienes más sentido común que hace unos años, hermanita, no más que a los diez -replicó la monja con gracia y Skye rió.

– ¡Ah, Eibhlin, me alegro tanto de que estés conmigo!

La dos hermanas se acostaron juntas en la gran cama que ocupaba casi toda la habitación. Estaba adornada con las colgaduras de terciopelo rojo que había traído Skye. Las sábanas, el colchón de plumas, las almohadas de pluma de ganso y las mantas de piel, todo era de Lynmouth. Había fuego en el hogar, un fuego que calentaba la fría noche de diciembre y llenaba la habitación del perfume de la madera de manzano. Como su celda estaba en la parte superior de una de las torres, Skye estaba absolutamente sola y tenía toda la intimidad que pudiera desear. Era el único lugar donde no tenía miedo de que la oyeran. Así que ahora habló con su hermana, en voz baja, pero en libertad.

– ¿Te han presentado una lista formal de acusaciones? -preguntó Eibhlin.

– No, y eso confirma mis sospechas de que creen que hago piratería, pero no tienen pruebas. Ni siquiera me han interrogado. -Skye rió entre dientes con suavidad-. No, no tienen pruebas, Eibhlin. Después de un tiempo, tendrán que soltarme y yo habré hecho quedar a la reina Isabel Tudor como una tonta; no una, sino dos veces.

Eibhlin la miró con muchas dudas.

– Ten cuidado, hermana; tal vez te estás buscando una buena caída. Isabel es la reina de Inglaterra y, si quiere, puede dejarte aquí hasta que te pudras.

– Si lo intenta -dijo Skye con la voz mucho más dura de pronto-, los Burke y los O'Malley levantarán el condado de Connaught contra ella y si Connaught se rebela, lo seguirá todo Irlanda. Te aseguro que nuestra isla está llena de rebeldes que esperan una excusa cualquiera.

– ¡Dios mío, Skye, sí que estás furiosa! ¿Por qué? ¿Por qué ese odio contra la reina de Inglaterra?

Lentamente, sin olvidar un solo detalle, Skye le contó a su hermana lo que había decidido la reina en cuanto al tutor de Robin, y las violaciones y humillaciones constantes a las que la sometió lord Dudley. Niall no se lo había explicado.

– Y yo que pensaba que yo era la rebelde de la familia -dijo Eibhlin-. Por Dios, Skye, eres dura. Así que la reina sabía lo que pasaba y lo consentía. Entonces, se merece lo que le has hecho. Pero ahora el problema es cómo sacarte de aquí.

– ¡No puede hacerme nada sin pruebas! -insistió Skye con empecinamiento.

– No necesita pruebas para mantenerte aquí -replicó Eibhlin-. Lo que tenemos que hacer es convencerla de que no eres culpable con algo que parezca muy convincente, una contraprueba.

– ¿Qué clase de prueba?

– No lo sé todavía. Tengo que rezar para que se me ocurra algo.

Skye rió.

– Espero que tus plegarias sean muy poderosas, Eibhlin. Vete a dormir ahora. Mi conciencia está tan limpia como la de un bebé recién nacido. -Y mientras lo decía, ató las cintas de su gorra de dormir con firmeza bajo su barbilla, se recostó y poco después dormía profundamente.

Pero Eibhlin no durmió. Se quedó tendida boca arriba, pensando. Skye tenía razón. La reina no había presentado acusaciones formales de piratería contra la condesa de Lynmouth, y eso quería decir que no tenía pruebas. Pero hasta que se convenciera de que Skye no era culpable, la mantendría prisionera, aunque no se atreviera a actuar más abiertamente contra ella. Era un empate.


A la mañana siguiente, mientras Skye terminaba su ejercicio diario en su celda, llegó un capitán de la guardia.

– Buenos días, milady. Vengo a escoltaros. Lord Cecil desea veros.

– Muy bien -dijo Skye mientras sentía que los latidos de su corazón se aceleraban. Así que finalmente iban a interrogarla. Estaba esperando esa oportunidad. Quería medir su inteligencia con la de Cecil. Siguió al guardia a través del laberinto de corredores hasta que, finalmente, llegaron a una habitación recubierta de paneles de madera con una pequeña ventana que miraba hacia el río. En el centro de la pieza había una larga mesa a la que estaban sentados Cecil, Dudley y otros dos hombres. Skye creyó reconocer al conde de Shrewsbury y a lord Cavendish. Cuando se dio cuenta de que no había silla para ella, dijo con voz fría como el hielo:

– Supongo que no esperaréis que una mujer en mi estado se quede de pie todo el rato, milord.

– Por favor, recordad que sois una prisionera, señora -dijo lord Dudley con mala intención.

– Y por otra parte -contestó ella, furiosa y fría-, a menos que ese hombre salga de la habitación me iré ahora mismo, lord Burghley.

– Por favor, una silla para lady Burke -ordenó Cecil-. Dudley, callaos.

– Espero -hizo notar Skye mientras se sentaba con mucha alharaca-, que podáis explicarme ahora el motivo de este encierro. Hace semanas que estoy aquí sin saber por qué, y estoy empezando a pensar que la situación se está haciendo intolerable.

Una sonrisa amarga se insinuó en las comisuras de los labios de Cecil.

– Deseábamos hablar con vos acerca de los piratas que han asolado Devon en los últimos tiempos.

Skye enarcó una ceja.

– Si deseabais hablar conmigo sobre eso, sir, ¿por qué no lo hicisteis? ¿Necesitabais traerme a prisión? Sé bastante sobre los piratas, perdí dos barcos el año pasado. Lamento que la comisión de la reina no haya descubierto a los culpables, ¡Me costó mucho dinero!

– No parecéis haber sufrido demasiado desde el punto de vista financiero -hizo notar Cecil.

– Soy muy rica, como bien sabéis, milord Burghley. Pero, de todos modos, me molesta mucho perder dinero. Tengo que mantener mis barcos, pagar a mis capitanes y tripulaciones. Y ellos, a su vez, alimentan mi economía. Es un círculo muy satisfactorio cuando funciona, y cuando aparecen los piratas ese círculo se rompe.

– Eso que decís es inteligente, señora, pero no lo suficiente para que nosotros lo creamos -ladró Dudley.

Skye lo miró con ojos de hielo.

– Estáis panzón por la buena vida que os dais, milord. Pero vuestro cerebro sigue tan blando como siempre. -El conde de Leicester se puso rojo y su boca se cerró y se abrió varias veces sin articular palabra.

Shrewsbury y Cavendish se estremecieron como conteniendo la risa y hasta Cecil estuvo a punto de sonreír. Pero sabía que ahora era su turno y que Skye lo atacaría, así que prestó atención.

– Señores, si tenéis acusaciones formales que hacerme, hacedlas. Si no, dejadme marchar porque me estáis reteniendo ilegalmente. -La condesa miraba solamente al consejero-. Lord Burghley, me insultáis gravemente haciéndome venir ante esta gente. No volveré a presentarme sin acusaciones formales a las que responder, ni lo haré ante ninguna comisión que incluya a lord Dudley. Y no tenéis que preguntarme por qué, ya que sabéis muy bien las razones, no hay duda de ello. -Se puso en pie, se volvió y caminó hacia la puerta.

– ¡Detenedla! -gritó Dudley a los guardias.

Skye giró en redondo, elegante a pesar del vientre. Sus ojos azules brillaron de desprecio. Se puso las manos sobre el vientre, como para protegerlo y gritó con furia:

– Llevo en mi seno al heredero del MacWilliam. Si ponéis vuestras manos sobre mí y lo lastimáis, ni siquiera mis ruegos podrán detener la chispa que encenderá toda Irlanda. Si la reina quiere una guerra contra mi gente, la conseguirá con facilidad, os lo aseguro -después se volvió y dejó la habitación sin que nadie la detuviera.

– ¿Por qué no habéis detenido a esa perra irlandesa? -preguntó Dudley, furioso-. ¿A quién le importa si su cachorro se ahoga con el cordón?

– Milord -dijo Cecil con voz aséptica-, estáis en este comité porque la reina me lo pidió y yo soy su fiel servidor en todo. Pero no os he elegido yo, y le pediré a Su Majestad que considere la demanda de lady Burke al respecto. Estoy de acuerdo con ella, sois repulsivo. Caballeros, podéis retiraros. Mañana a la misma hora trataremos de interrogar otra vez a lady Burke.


Este segundo interrogatorio no llegaría, sin embargo, a llevarse a cabo porque Skye acababa de sentir los primeros dolores del parto. Apretó los dientes y se alejó con los guardias por el laberinto de pasadizos. Sintió que se desmayaba cuando subía por las escaleras hacia sus habitaciones y se obligó a subir más y más, aunque sentía que sus piernas eran de plomo y que no podía levantarlas. Al llegar arriba, gruñó y se dejó caer.

Asustado, el capitán de la guardia se volvió hacia ella:

– ¡Milady! -exclamó. Saltó los escalones que lo separaban de la prisionera y la sostuvo con su brazo; la ayudó a subir lo que quedaba de la escalera hasta la habitación y gritó para pedir ayuda mientras la acompañaba. La puerta se abrió de par en par y aparecieron Eibhlin y Daisy, que se acercaron a Skye para cogerla de manos del capitán.

– ¿Necesitáis algo? -preguntó él, preocupado.

Eibhlin sonrió para darle ánimos.

– No, gracias, capitán. Tenemos todo lo necesario. Sin embargo, me gustaría que informarais en la Torre de que lady Burke está empezando un parto prematuro. -Bajó la voz para convertirla en un murmullo que Skye y Daisy podían oír fácilmente-. Espero que no los perdamos a los dos. Toda esa estupidez de arrestar a mi hermana… ¿Y cuáles son las acusaciones, capitán? ¡No hay acusaciones! Bueno, gracias por vuestra ayuda. Sois un buen cristiano y rezaré por vos. -Después cerró la puerta y dejó al guardián fuera.

– ¡Eibhlin! -Skye reía entre una contracción y otra-. ¡Eres la monja menos santa que conozco! Has aterrorizado a ese pobre hombre. Ahora correrá directo a sir John y le dirá que me estoy muriendo.

– ¡Me alegro! Haremos que se sientan culpables -gruñó Eibhlin mientras Daisy ayudaba a Skye a desvestirse-. ¿Qué quería Cecil?

– Que confesara mi relación con los piratas. Es tal como te dije. No tienen pruebas. -Hizo una mueca cuando el dolor le recorrió el cuerpo. De pronto, se le rompió la bolsa y el líquido formó un charco a sus pies-. ¡Eibhlin! Creo que este niño va a nacer ahora mismo.

– ¡Daisy, rápido muchacha! Lleva la mesa frente a la chimenea.

Daisy luchó con la mesa de roble para empujarla a través de la habitación.

– ¡Eibhlin! ¡Ayúdala! Puedo mantenerme en pie sola.

Entre las dos mujeres llevaron la mesa frente a la chimenea encendida. Después, Daisy corrió por las escaleras hasta el dormitorio, que quedaba más arriba, y volvió con las almohadas de pluma de ganso, un banquito y una sábana que entre las dos pusieron sobre la mesa. Ayudaron a Skye a subir a ella y se recostó con las piernas separadas y las almohadas sosteniéndole los hombros, mientras seguían los dolores. Eibhlin metió las delgadas y elegantes manos, en la vasija que Daisy le había traído. Unas semanas antes, la monja le había enseñado lo que debía hacer cuando llegara el momento, y la muchacha lo estaba cumpliendo al pie de la letra.

La comadrona se inclinó para examinar a su paciente.

– ¡Por Dios! ¡Este niño ya casi está fuera! -exclamó. Se estiró y dio la vuelta al bebé dentro del vientre de la madre.

– Te…, te lo dije -jadeó Skye sacudida por una nueva contracción. Y en ese momento, el niño, ya fuera, empezó a gritar con fuerza-. ¿Es…, está bien el niño? ¿Los dedos, las manos, los pies?

Eibhlin secó al bebé y contempló la carita arrugada.

– ¡Está muy bien, y es niña, Skye! ¡Tiene todos los dedos, no te preocupes!

– ¿Una niña? ¡Al diablo! -Después Skye rió débilmente-. Willow tendrá una hermanita, eso le encantará. Y yo me alegro de tener una hija más. Pero el MacWilliam se sentirá muy defraudado.

– Tendrás más hijos -dijo Eibhlin con sequedad.

Skye la miró, divertida, pensando que era hermoso tener a su hermana con ella. Cuánto tiempo le permitiría quedarse la reina, reflexionó, ahora que el bebé había nacido ya, y en ese preciso momento, se oyó un golpear en la puerta.

– Rápido, Daisy, dile a quien sea que no puede entrar -indicó Eibhlin.

Daisy se acercó la puerta y abrió apenas una rendija.

– No podéis entrar -le dijo a sir John, el gobernador de la Torre-. Milady está pariendo.

– He traído a mi esposa para que os ayude -explicó sir John, y antes de que Daisy pudiera impedirlo, lady Alyce entró en la habitación y se acercó a Skye. Al ver al bebé sobre el vientre de la parturienta, lady Alyce la miró. Le brillaban los ojos como a una conspiradora. Se inclinó y dijo:

– Quejaos, querida, con fuerza. -Skye la comprendió enseguida y se quejó.

– Ay, querido -gritó lady Alyce, y corrió de vuelta hasta su esposo que continuaba en la puerta-. Pasarán horas, John. Mejor será que te vayas. Bajaré cuando tenga novedades. Cierra la puerta, muchacha.

Daisy lo hizo inmediatamente y suspiró con alivio mientras lo hacía. La esposa del gobernador de la Torre se rió con suavidad y después sonrió, mirando a Skye.

– Ya está, querida. Eso os dará un poco de tranquilidad durante un rato. Además, no está bien dejar que los hombres sepan que a veces es fácil dar a luz.

– Gracias, señora. Nunca había parido un bebé con tanta rapidez. Creo que cada vez vienen más rápido.

– ¿Cuántos habéis tenido ya, querida?

– Éste es el sexto, pero es mi segunda hija.

– Ah, una niñita. Yo tuve una una vez. Cumpliría catorce este año. Murió de garganta blanca hace ocho años. Se llamaba Linaet.

– Yo perdí a mi esposo y a mi hijo menor de la misma forma -dijo Skye.

Las dos mujeres se quedaron en silencio y lady Alyce preguntó:

– ¿Cómo vais a llamarla?

– Deirdre.

– ¡Skye! -exclamó Eibhlin-. El destino de Deirdre fue trágico.

– Era prisionera del rey. Mi niña es inocente y es prisionera de la reina. Ha nacido en cautiverio, en un lugar infame, Eibhlin. Creo que el nombre le cuadra. Y como no hay por aquí ningún sacerdote, tendrás que bautizarla tú, hermana.

Lady Alyce parecía preocupada.

– ¿Por qué estáis en la Torre, querida? -preguntó.

Daisy cogió a Deirdre de manos de Skye y empezó a limpiarla y a vestirla. Eibhlin limpiaba a su hermana. Skye le explicó a la mujer con amabilidad:

– Nadie me ha dicho la razón, señora. No hay acusaciones formales contra mí. Esperaba…, esperaba que vuestro esposo lo supiera -agregó Skye, con dudas en la voz.

– Lo lamento, querida, no… Ojalá pudiera ayudaros -exclamó lady Alyce-. Parece tan injusto.

– No os preocupéis, milady. Nosotros, los irlandeses, estamos acostumbrados a que los ingleses nos maltraten -dijo Skye con dulzura.

– Bueno, por lo menos puedo quedarme unas horas -dijo la esposa del gobernador-. Si creen que está naciendo el niño, os dejarán en paz. Le diré a mi esposo que vuestra hermana tendría que quedarse por lo menos un mes o dos si quiere que vos y ese débil bebé tengáis alguna oportunidad de sobrevivir.

Skye sonrió.

– Sois realmente una amiga, milady. Pero no hagáis nada que pueda poneros en mala situación frente a la reina, ni a vos ni a sir John. Los Tudor pueden ser muy desagradables, incluso con sus amigos. Lo sé por experiencia.

– ¿Qué puede saber la reina de lo que pasa en la Torre? Quien la informa es mi esposo -replicó la dama. Y se sentó en una cómoda silla frente al fuego-. Me han dicho que tenéis el mejor vino de malvasía de Inglaterra. Y me gusta mucho el vino de malvasía.


A la mañana siguiente, lady Alyce informó a su esposo de que la pobre lady Burke se las había arreglado, aunque sólo el Señor sabía cómo, para dar a luz a una niñita débil.

– Ella y la niñita están mal y necesitarán cuidados constantes durante un mes si queremos que sobrevivan -aseguró con firmeza. Su marido reconocía ese tipo de humor en su esposa. Cuando estaba así, no toleraba interferencias.

– Querida -dijo con voz dócil-, estoy totalmente de acuerdo con que lady Burke tenga a su hermana con ella durante un mes, pero la decisión final no es mía, como bien sabes.

– Tienes influencias, John. Úsalas. No entiendo la razón por la que la reina tiene aquí a lady Burke y no nos informa sobre las acusaciones.

– Cállate, querida. Veo que nuestra huésped te ha conquistado, pero supongo que debemos creer que tanto la reina como lord Burghley saben lo que hacen. Informaré a la reina de lo que me dices.

Cuando recibió la noticia del nacimiento de lady Deirdre Burke, Isabel estaba sufriendo uno de sus dolorosos e infrecuentes períodos menstruales.

– ¡Por Dios! -dijo, irritada-. Lo ha hecho a propósito.

– ¿Hacer qué, Majestad? -preguntó Cecil.

– ¡Dar a luz al bebé en la Torre! El tono de la misiva de sir John está lleno de simpatía hacia ella. No estoy segura de que eso me guste. ¿Cómo puede sonar tan comprensivo con esa… rebelde irlandesa y tan…? Suena como si me desaprobara.

– Las madres y los recién nacidos suelen despertar afectos -dijo Cecil, tratando de tranquilizarla.

Isabel se volvió y el largo y rojizo cabello giró con ella. Tenía la cara pálida y llena de dolor.

– Ahora no podréis interrogarla durante varias semanas. ¡Maldita sea! ¡Quería hacer público que es una pirata y una traidora! ¿Sabéis que echó a Dudley de su palacio en medio de una tormenta de nieve el invierno pasado?

«¡Ja, ja! -pensó Cecil-. Así que ésa es la razón de esta vendetta. El precioso lord Robert fue ofendido. Ni siquiera se me ocurrió que con esto de los piratas le daría una oportunidad a Dudley para vengarse. Debo tener en cuenta esto.» Sonrió a la reina con amabilidad.

– Vamos, querida, a la cama de nuevo. No estáis bien, y esto puede esperar. Tenéis razón. No podremos seguir adelante hasta que lady Burke se haya recuperado del nacimiento de su hija. La esposa de sir John, lady Alyce, estuvo presente en el parto y dice que fue complicado. Supongo que a lady Burke le llevará varias semanas recuperarse.

Isabel volvió a meterse en cama y se tapó con la colcha.

– ¡Ah, Cecil! -se quejó-. A veces creo que sería mejor si hubiera nacido como una muchacha cualquiera. La realeza me pesa tanto y soy una criatura tan frágil en el fondo.

– No, Majestad, parecéis frágil, pero no lo sois. Cuando salisteis del vientre de vuestra madre, semilla de Enrique Tudor, erais dueña ya del corazón del león. No tenéis por qué desconfiar de vuestra habilidad.

Isabel suspiró.

– Ah, Cecil, sois mi fuerza. Ahora quiero descansar. -La reina cerró los ojos-. Haceros cargo de lo de lady Burke como queráis.

William Cecil salió del dormitorio de Isabel Tudor, con su sonrisa glacial, como siempre.

– No os fallaré, Majestad.

– Nunca me habéis fallado, viejo amigo -dijo la reina con suavidad, mientras se dormía.

Capítulo 25

Adam de Marisco no se podía creer su suerte. Durante varios meses, desde que lo habían llamado a Lynmouth para contarle la suerte de Skye, se había sentido inútil, indefenso, débil. Ahora tenía los medios para liberarla y había sucedido por casualidad, por designio de Dios. La idea de cómo utilizar la oportunidad, en cambio, era de De Marisco, y apenas la tuvo volvió a sentir confianza en sí mismo. Ahora saludó a lord Burke y le dio la bienvenida a Lundy.

El irlandés había adelgazado de preocupación y falta de sueño.

De Marisco le ofreció un trago de whisky.

– Bebe, hombre. Sé cómo hacer que vuelva a casa a salvo.

– ¿Cómo? -Lord Burke se tragó el líquido color ámbar y se dejó ir en la sensación de ardor que se extendió desde su vientre a sus venas.

– Hay una caleta escondida cerca de mi faro y en esa caleta hay ahora un barco, un barco lleno de cadáveres. Las corrientes que giran por ese lado de la isla son erráticas y llevaron a esa nave a la orilla. Ya he dado órdenes de que nadie se acerque a ella y he trasladado a sus bodegas el tesoro del Santa María Madre de Cristo. Los hombres que han transportado la carga son una familia de mudos. Siempre los he cuidado, y como están muy agradecidos, nunca se lo dirán a nadie. Sé que no me traicionarían aunque pudieran hablar.

»El barco es de diseño inglés, pero los cadáveres son árabes o moros. Apostaría a que son piratas berberiscos. No sé qué los mató, pero si puedo remolcar el barco y llevarlo a Londres, creo que convenceremos a Cecil de que esos hombres son parte del grupo que fue responsable de los actos de piratería de estos dos últimos veranos. Especialmente si encuentran el botín. ¿Te parece que eso podría dejar a Skye libre de sospechas?

La cara de Niall Burke empezó a relajarse mientras digería la idea de De Marisco.

– Sí, es posible. -Pensó un momento-. ¿Encontraste el diario de a bordo?

– Sí, pero está en una escritura muy rara que no se parece a nada que yo haya visto antes.

Una sonrisa lenta iluminó la cara de Niall y le arrugó las comisuras de los párpados.

– Seguramente es árabe, y probablemente tienes razón, De Marisco. Son piratas berberiscos. Pero tenemos un problema. No podemos destruir el diario de a bordo. Sería muy sospechoso. Y si Cecil encuentra a alguien que lea árabe, el diario podría probar que el barco no era pirata. Tenemos que hacer que alguien lea ese diario.

– ¿Y quién diablos sabrá leer árabe? -preguntó De Marisco. Estaba empezando a preocuparse.

– Skye -contestó Niall, riéndose.

– ¡Maldita sea! ¿No hay nada que esa mujer no pueda hacer?

– Me alegra que tú tampoco sepas la respuesta a esa pregunta, De Marisco -dijo Niall, serio de pronto.

Adam de Marisco era casi diez centímetros más alto que Niall Burke. Ahora se levantó cuan alto era y dijo, mirando al esposo de Skye:

– Óyeme, hombrecito, creo que ya es hora de que despejemos este aire enrarecido. ¡Sí! La amé. Posiblemente la amaré siempre. Pero no soy un esposo para ella. Lo supe desde el día que la conocí, y a pesar del orgullo que sentiría si fuera su esposo… -De pronto dejó de hablar y durante un momento hubo una comprensión total entre ambos. Después, Adam de Marisco terminó lo que estaba diciendo-: Ella te ama y eres un tonto si crees que alguna vez se me podría ocurrir interponerme entre vosotros. Ahora, hombrecito, ¿te parece que podemos sentarnos a pensar cómo liberar a Skye de las garras de Isabel Tudor?

– Maldito seas, De Marisco, haces que me sienta como un chiquillo enamorado por primera vez. Pero si alguna vez crees que no soy lo suficientemente fuerte como para aceptar un desafío tuyo, pregúntamelo antes de tomar una decisión al respecto. Hombrecito. Diablos, vaya manera de llamarme. Dame tu mano, maldito inglés. Tengo que admitir que me caes muy bien.

Si Skye los hubiera visto, sentados, sonriéndose, los dos enamorados de ella y los dos unidos por la amistad, tratando de liberarla… Niall y Adam se dieron la mano y se miraron, un par de ojos plateados y un par de ojos color humo. Se comprendían.

– Necesitaremos la ayuda de alguien más. Robert Small nunca me perdonará si lo excluimos. Sabe leer árabe. Tal vez pueda descifrar algo de ese diario antes de que se lo presentemos a Cecil. Por lo menos sabremos si el diario nos contradice. Acaba de volver a Inglatera. Su hermana me lo ha dicho hoy y le he mandado un mensaje pidiéndole que venga a Lynmouth. ¿Puedes hacer que lleven ese barco a la bahía de Lynmouth? Es mejor que nadie sepa lo que estamos planeando.

– Daré las órdenes inmediatamente. Mis hermanos mudos pueden hacerlo muy bien.

– ¿Y los cadáveres?

– Huelen muy mal -observó Adam-, pero voy a dejarlos ahí para que el cuento suene creíble. Si no, Cecil puede llegar a creer que nos lo hemos inventado todo.

– ¿Y cómo vamos a explicar el tiempo que ha pasado desde el ataque? Hace meses de eso. ¿Dónde diablos estuvo el barco todo ese tiempo?

– ¡Muy sencillo, pirateando, Niall Burke! Los infieles estuvieron en el mar pirateando en aguas de Nueva España. Deben de haber atacado al Santa María cuando partía, la primavera pasada. Todos sabemos que los moros odian a los españoles y no pueden resistir la tentación de atacar y saquear sus barcos. -Rió entre dientes-. Es una buena historia, aunque tenga que decirlo yo mismo.

– Sí -aceptó Niall con admiración-. Es un desperdicio que estés encerrado en esa isla. La corte es tu lugar.

– ¡Por Dios, no! Me moriría en esa ciudad podrida jugando a ser el galán de esa perra orgullosa. ¡Bessie Tudor! Es perder el tiempo y el dinero en ropa inútil, tarjetas y rameras nobles y caras. Prefiero Lundy, aunque sea una roca desierta. Prefiero el mar. Con eso me basta para ser feliz.

– No dices nada de los hijos, De Marisco, hijos para seguir con lo tuyo.

– Porque no los habrá -dijo De Marisco con amargura-. El destino tiene un sentido del humor muy peculiar. Cuando yo tenía catorce años, tuve una fiebre que me dejó estéril. Tengo el apetito de un sátiro cuando se trata de mujeres, pero nunca tendré un hijo. Fui a ver a una vieja bruja en Devon hace años para saber por qué. Cuando me hizo preguntas y supo lo de la fiebre, me dijo que no podía ayudarme y que la vida se había quemado en mi semilla. Dijo que sabía sobre esos casos. Y como ni siquiera tengo una hija, no me queda otro remedio que creerla.

»Ésa es otra razón que tengo para ayudar a Skye. Su Robin y yo somos los últimos descendientes del primer Southwood. -Rió ante la mirada incrédula y sorprendida de Niall-. Sí, irlandés. Los De Marisco somos una rama bastarda de la familia.

»El primer Geoffroi de Subdois trajo a su amante de Normandía. Se llamaba Mathilde de Marisco. En realidad, pensaba casarse con ella cuando consiguiera hacer fortuna luchando junto al duque Guillermo. Ella también era hija segunda, así que su dote era muy pequeña. Después de conquistar Lynmouth, mi antepasado pensó que le sería más ventajoso casarse con la hija del viejo señor del lugar, y la hermosa Gwyneth se convirtió en madre de la línea legítima de herederos. Pero Mathilde era ambiciosa y valiente. Prefería seguir en Inglaterra como amante de Geoffroi que volver a Normandía como pariente pobre de la casa de su hermana o entrar en algún convento insignificante. Vivió durante muchos años en la torre oeste del castillo de Lynmouth tratando de convertir en un infierno la vida de la pobre Gwyneth. Pero, un día su hijo mayor trató de ahogar a uno de los Southwood legítimos en su cuna y la hermosa Gwyneth tomó una decisión. Mathilde y su hijo tuvieron que irse a Lundy, que entonces pertenecía a Lynmouth, y Geoffroi decidió legarle la isla a Mathilde y a su hijo y descendientes para siempre.

»Hace generaciones que los De Marisco se casan con bastardos Southwood, las hijas mejores de los Southwood o sus primas francesas. En realidad, mi abuela y el abuelo de Geoffrey Southwood eran hermanos. Y como soy el último de mi linaje, el último de los bastardos de Lundy, el joven Robin es el último de los Southwood. Tengo suficiente vínculo de sangre como para querer protegerlo, tanto a él como a su madre. Son importantes para mí.

– ¿Skye lo sabe?

– No. Nunca se lo he contado -aclaró Adam de Marisco.

Niall Burke no tuvo el coraje de preguntarle por qué. No sabía lo que había habido entre Skye y De Marisco, pero sabía que fuera lo que fuese, había pasado antes de su boda y que no era asunto suyo. Adam de Marisco era un hombre de honor. Lo miró un largo rato con seriedad y Adam le devolvió la mirada.

– Ahora, rescatemos a esa mujer antes de que se meta en algo peor -dijo Niall.


Horas más tarde, Niall y su invitado estaban en la cubierta de un barco que llevaba la nave mora a remolque hacia la costa de Devon. Robert Small los esperaba en Lynmouth. El hombrecito estaba furioso.

– Os dejé a Skye y vuelvo de un corto viaje y la encuentro en la Torre de Londres. ¿Es así cómo la cuidáis? Tú, Adam de Marisco, eres igual que Niall. Le consientes todas sus locuras. ¡Vosotros tendríais que estar en Londres, no Skye! Tengo entendido que esperaba un hijo. Debe de haberlo tenido hace meses. ¿Os parece que la Torre es un buen lugar para una madre y mi sobrinito, o sobrinita recién nacido? ¿Por lo menos sabéis si el bebé es niño o niña?

– ¡Maldita sea, Robert, cállate! -rugió Niall-. Siéntate y escucha. Skye está bien. No hay evidencias contra ella. Se me ha prohibido ir a Londres y a Irlanda. Me ordenaron que permaneciera en Lynmouth, y Skye me rogó que lo hiciera por el bien de Robin. No quiere que esto le cueste su herencia. Mi hijo nació sin problemas el doce de diciembre, pero no sé de qué sexo es, porque ni siquiera De Grenville puede ver a Skye, aunque dice que Cecil le prometió que le dejará visitarla en algún momento.

»Hasta hace poco no podíamos hacer nada para ayudarla. Ahora voy a arriesgarme a despertar la cólera de la reina e iré a Londres, porque De Marisco ya ha resuelto el problema. Por el amor de Dios, Adam, dile lo que hemos pensado antes de que nos estrangule a los dos.

Adam de Marisco describió el plan meticulosamente.

– Es posible -asintió con aire pensativo Robert Small-. ¿Tenéis el diario de a bordo?

Adam de Marisco trajo el libro y Robbie lo abrió para mirarlo.

– Sí -dijo inmediatamente-. Es árabe. -Se quedó en silencio unos momentos mientras leía. Después dijo con lentitud-: El barco es el Gacela de Argel, y estuvo pirateando. -Parecía mucho más contento de pronto-. Hace algunas semanas recogieron a unos hombres en una balsa de troncos y después de eso la tripulación empezó a enfermar y a morir. Los de la balsa murieron enseguida. Esta última anotación es de hace diez días. Dice solamente: «Que Alá tenga piedad de nosotros.» -Robbie levantó la vista-. Pobrecitos. -Pasó las páginas hacia atrás y leyó en varios de los fragmentos, y, de pronto, su cara carcomida por el clima se iluminó con una sonrisa-. ¡Pero qué suerte! Una entrada de la última primavera: «Hemos abordado un maldito español hoy», y estaban en el Atlántico, cerca de la costa de Irlanda. Iban hacia América. El resto del diario tiene entradas sobre abordajes contra naves infieles, sobre todo españolas, pero eso nos viene bien. Si Cecil tiene sospechas y encuentra a alguien que lea árabe, el diario nos ayudará. Lo leeré con más detenimiento mañana para asegurarme de que no hay nada que pueda hacerle daño a Skye. Mientras tanto, envía a la Gacela a Londres esta noche. Tendremos que esperar a que llegue antes de hacer nada. Si no esperamos, perderemos el elemento sorpresa.

Era difícil esperar, pero lo hicieron. Adam de Marisco volvió a Lundy y se dedicó a caminar de una punta a la otra de la isla al menos unas doce veces durante las semanas que siguieron.

Robert Small se fue a casa, a Wren Court, donde pasó el tiempo arreglando los asuntos de la compañía mercante que poseía con Skye. El francés Jean, secretario de Skye, tuvo que tolerar el malhumor de Robbie, y si no hubiera sido por su lealtad hacia su señora, habría renunciado y se habría llevado a Marie y a sus hijos de vuelta a Bretaña.

Niall estaba preocupado por un posible fracaso del plan. ¿Qué harían si todo salía mal? Pero escondió sus temores ante los niños. La partida de su madre había obligado a Robin Southwood a madurar. Sin Skye para protegerlo y bajo la fuerte influencia de su padrastro, el joven conde de Lynmouth empezó a darse cuenta de su posición y aceptó el desafío que representaba para él.

Willow, hija de su madre a pesar de lo mucho que se parecía a Khalid el Bey, trató de reemplazarla y se sentaba en el estrado entre Robin y Niall para presidir la mesa y dirigir al personal de la casa. Al principio los sirvientes la toleraban, divertidos. Pronto, para horror de muchos, descubrieron que tenía un carácter más duro y más severo que la misma condesa. Cuando se quejaron a Niall, éste hizo oídos sordos. A menos que Willow estuviera equivocada, la apoyaba, y la joven floreció bajo la atenta vigilancia de lord Burke.


Pasaron varias semanas y, finalmente, Robert Small recibió la noticia de que el Gacela y su barco escolta, el Nadadora, estaban en Londres. Entonces, partió hacia Lynmouth, a toda velocidad. Esa noche, en la torre oeste del castillo brilló una luz verde a través de los quince kilómetros que separaban a Lynmouth de Lundy. Al amanecer del día siguiente, tres jinetes con capa hicieron sonar los tablones del puente levadizo del castillo y tomaron el camino de Londres.

Era un día lluvioso de marzo y en los caminos llenos de barro, no se veía ni un alma. La niebla se espesaba en algunos lugares y se disipaba en otros, caía una fina llovizna gris sobre los campos castaños recién sembrados. No había viento y las lagunas estaban inmóviles y transparentes como pedazos de vidrio. Los árboles esperaban, con los brotes, ansiosos por recibir el sol de abril. Aquí y allá, sobre las colinas, crecían manojos de narcisos blancos como prueba de que el invierno se había marchado por fin, aunque el aire estuviera frío y húmedo.

Los tres hombres cabalgaban en silencio, con la cabeza baja y los hombros encogidos contra la lluvia. A mediodía se detuvieron en una taberna al borde del camino para comer un poco de pan, queso y beber cerveza oscura y amarga. Volvieron a cabalgar al cabo de una hora y viajaron bajo la persistente lluvia durante varias horas después del anochecer. Finalmente, se detuvieron en una pequeña posada que parecía limpia pero poco distinguida, y, por lo tanto, segura para lord Burke, que no quería que nadie lo reconociera.

Niall se alegró al ver que el establo estaba seco y los compartimientos llenos de paja limpia y fresca, y que el hombre que atendía los caballos parecía competente. El mozo hizo un gesto de desaprobación al ver a los tres agotados caballos.

– Espero que vuestro negocio justifique que hayáis abusado así de estas bellezas con este clima -dijo como con rabia, y Niall escondió una sonrisa.

– ¿Habéis sabido de algún irlandés que abuse de un buen caballo sin una razón? -contestó-. Los quiero listos para salir al amanecer. -Le arrojó una moneda de plata y salió del establo, sonriendo para sí mismo. Los animales estarían bien cuidados después de ese largo día.

Robbie y De Marisco lo esperaban en la taberna. Los tres revivieron un poco con unos tragos de vino caliente.

– Los caballos estarán listos al amanecer. ¿Qué hay para cenar?

– Pasteles de carne -dijo Robbie.

– Bueno, por lo menos nos calmarán el hambre -contestó Niall, y Adam gruñó para mostrar su acuerdo.

Comieron casi sin hablar, mientras masticaban pedazos de los pasteles calientes y hojaldrados, y los ayudaron a bajar con el vino. Terminaron la comida con queso cheddar y manzanas maduras. El tabernero los condujo a una habitación grande que quedaba debajo del tejado a dos aguas y los tres se durmieron inmediatamente sobre los colchones.

El tabernero en persona se encargó de despertarlos al amanecer.

– No ha despejado, caballeros. Tengo un desayuno caliente esperándolos.

Los tres se lavaron la cara con agua fría para despertarse, se pusieron las botas y bajaron a la sala común. Apenas vieron a la guapa hija del tabernero colocando una buena porción de avena sobre los platos de madera y cubriéndola con manzanas cocidas, descubrieron que tenían apetito. La muchacha les sirvió rebanadas de pan de trigo untadas con mucha mantequilla y miel, y trajo tres jarras de cerveza oscura para acompañar el desayuno. Mientras ella ponía los humeantes tazones sobre la mesa, Adam de Marisco le pasó un brazo por la cintura con atrevimiento.

– ¿Dónde estabas tú cuando llegamos bajo la lluvia, cansados y hambrientos, palomita mía? -le preguntó en broma.

– A salvo en mi cama, de virgen, lejos de los que se parecen a vos, mi señor -replicó la muchacha y se le escapó.

Niall y Robert sonrieron, pero Adam insistió.

– ¿Y piensas enviarme allá afuera, a la fría lluvia, con toda esa larga cabalgada por delante sin siquiera un beso como recuerdo para calentarme en el camino, muchacha? -La mano de Adam trató de meterse bajo las escurridizas faldas.

– Me parece que ya estáis demasiado caliente, milord -respondió la muchacha-. Creo que lo que necesitáis es que os enfríen un poco -añadió y volcó una de las jarras de cerveza sobre la cabeza de Adam. Luego, se apartó para alejarse del alcance de sus dedos.

Lord Burke y Robert Small se echaron a reír a carcajadas y Adam, que se sabía vencido, rió también, de buen humor. El tabernero se acercó con una toalla, aliviado al ver que la impertinencia de su hija no había ofendido a los señores y que éstos no pensaban hacérselo pagar de algún modo.

– Perdonad, milord, pero Joan es una muchacha impetuosa. Es la menor y está muy malcriada. ¡A la cocina, niña!

– No la echéis. Es lo más hermoso que he visto en muchos días y sabe cuidar de sí misma. Sabe cómo guardarse para su futuro marido -dijo Niall. Después se volvió hacia la muchacha-. Pero no le tires más cerveza a De Marisco, niña. Le vas a provocar un resfriado y no tengo tiempo para detenerme a curarlo.

– Entonces que se meta las manos en los bolsillos, milord -contestó Joan, haciendo volar sus rizos alrededor de su cabeza.

– Te prometo que no volverá a pasar -aseguró Niall y Adam asintió.

Terminaron de comer en paz. Pronto estuvieron listos para partir, con las capas apretadas alrededor del cuerpo y los sombreros bien encasquetados. Pagaron lo que debían y se fueron caminando hacia la puerta. Joan estaba barriendo cerca de la entrada y De Marisco, que no pudo resistirse, la estrechó entre sus brazos y la besó en la boca color fresa apasionadamente. Fue un beso lento, experto, delicado, lo que le abrió la boca para pasar la lengua más allá de los labios, y después de la primera resistencia, la muchacha le respondió con placer.

Satisfecho, Adam la dejó ir, la ayudó a recobrar el equilibrio y le puso una moneda de oro en el corsé.

– No te conformes con menos de eso, palomita mía. Recuerda que el matrimonio es para mucho tiempo -les dijo a esos ojos abiertos como estrellas. Después, se alejó con sus compañeros.

El día estaba tan frío y desapacible como el anterior, y cuando finalmente se detuvieron a pasar la noche, estaban helados hasta los huesos, exhaustos y a sesenta kilómetros de Londres. La taberna estaba llena de ruido y de gente. La comida y el servicio eran pésimos.

– Yo digo que sigamos esta noche -propuso Niall-. Podemos alquilar caballos frescos aquí y cambiarlos por los nuestros en otro momento. La verdad es que preferiría pasar unas horas más mojándome en el camino y dormir en una cama más limpia, sin miedo a que me roben.

Los otros dos hombres asintieron y Robbie hizo notar:

– No me gusta. Aquí pueden reconocerte, Niall, estamos demasiado cerca de Londres.

Así que después de la cena, siguieron galopando en la noche ventosa y oscura bajo la lluvia y, finalmente, llegaron a Greenwood a las dos de la mañana. Niall había pensado que era mejor no quedarse en la casa de los Lynmouth, porque alguien podría notar que estaba habitada. El guardián los dejó pasar, asustado, cuando reconoció a Robert Small.

Niall le dijo al viejo que no debía decir a nadie que habían llegado. Si le preguntaban, debía negar que hubiera estado allí. La vida de lady Skye dependía de eso. El guardián miró a Robbie para ver si el capitán apoyaba lo que decía lord Burke, y éste asintió con solemnidad.

Los sirvientes estaban confundidos y adormilados, pero Robert Small los calmó. Las mujeres prepararon tres dormitorios y encendieron los fuegos. Trajeron luego tres grandes tinas de roble y las colocaron junto al fuego de la cocina. Los tres hombres se bañaron para calentarse y quitarse el frío de las articulaciones. La sirvienta principal, que parecía llena de cariño materno, les preparó vino caliente y pan recién hecho con loncha de jamón. Limpios, secos, envueltos en batas que habían pertenecido a lord Southwood, los tres se sentaron a la mesa a comer, beber y hablar del viaje.

Cuando les avisaron de que las camas estaban listas, se fueron cada uno a la suya a toda velocidad.

Niall se alegró de que le hubieran calentado las sábanas, pero cuando se metió entre ellas, extrañamente desvelado, supo que lo que realmente necesitaba era otro tipo de calor. Su cuerpo se quejaba pidiendo una mujer. No, no una mujer cualquiera, quería a Skye. Desde que ella se había ido, el otoño pasado, él le había sido fiel. Enredado en los problemas que le traían las propiedades de su esposa, el cuidado de los niños y la obsesión de cómo liberarla, no había tenido tiempo para pensar en sus necesidades.

A la mañana siguiente, él, Robbie y De Marisco irían a ver a Cecil y a la reina. Niall quería recuperar a su esposa y a su bebé. ¡El bebé! ¿Era el varón que su padre y él habían deseado tanto? Lo sabría dentro de pocas horas. Niall suspiró y, de pronto, bruscamente, se quedó dormido.


El sol estaba alto cuando se despertó e inmediatamente tiró de la cuerda para avisar a los sirvientes. Enseguida apareció una muchachita con una jarra de agua para el lavado matinal.

– ¿Ya están despiertos sir Robert y lord De Marisco?-preguntó él.

– Acaban de despertarse. -La muchacha hizo una reverencia-. Los timbres de ellos han sonado unos minutos después del vuestro.

– ¿Ya has hecho cepillar la ropa de mis alforjas?

– Sí, milord. Os la traeré.

Niall se lavó y se vistió lentamente. La ropa, que había seleccionado con astucia y cuidado para la ocasión, era lujosa pero muy sobria. La camisa era de purísima seda blanca; el jubón de terciopelo azul oscuro, bordado en plata con un diseño muy discreto. Las calzas eran a rayas plateadas y azules, y usaba una pesada cadena de plata y un pendiente con un zafiro. Se había afeitado el mentón, que lucía rígido, en un gesto de determinación que William Cecil no dejaría de notar.

Desayunó en su habitación: pan fresco, queso y cerveza. Después, se unió a De Marisco y Robert Small. Caminaron hasta el jardín y llamaron a un barquero para que los llevara por el río hasta el palacio de Greenwich, donde residía la reina en esa época. Niall se envolvió bien en su capa para que nadie le reconociera. Había parado de llover, pero el día seguía gris y el cielo, amenazante.

Cuando llegaron a Greenwich, desembarcaron y se apresuraron a caminar hasta el palacio. La suerte estaba de su lado. Cecil todavía no había llegado a su despacho y solamente había un joven secretario que no reconoció a ninguno de los tres. Cuando llegó el canciller, envuelto en una larga bata de terciopelo negro y pieles, los tres hombres lo rodearon inmediatamente y lo llevaron a sus habitaciones privadas.

Lord Bughley, que no tenía miedo, se acomodó con tranquilidad tras su escritorio y le dijo al secretario, que lo miraba lleno de preocupación y angustia:

– No quiero que me molesten, señor Morgan. -El secretario se inclinó y salió, y Cecil se volvió hacia sus tres visitantes. Los miró con frialdad y después dijo-: Milord Burke. Recuerdo perfectamente haberos prohibido que vinierais a Londres.

– He venido a buscar a mi esposa y a mi hijo, milord. Habéis retenido aquí a lady Burke durante casi seis meses y todavía no me han informado sobre las acusaciones que tenéis contra ella.

– Está bajo sospecha, milord.

– ¿Seis meses bajo sospecha? ¿Y de qué?

– De piratería -fue la respuesta.

– ¿Qué? ¿Estáis loco, hombre?

– ¡Niall, Niall! -dijo Robbie-. Cecil, amigo mío, sed razonable. Lady Burke es una mujer hermosa que ha roto muchos corazones. Pero, ¿barcos? Creo que no. ¿Qué pruebas tenéis?

Cecil frunció el ceño y Robbie casi gritó de alivio. No tenían pruebas. ¡Todavía no!

– Seré franco con vos, Cecil -dijo-. Me había dado cuenta de que sospechabais de piratería porque ella tiene los barcos de la familia O'Malley. El pobre Niall, en cambio, no le ve la lógica al asunto.

– ¿Y tú sí? -preguntó Cecil.

– Claro. Los O'Malley de Innisfana tienen acceso a los barcos y los conocimientos que hacen falta: las costas, los honorarios de partida de otras naves y los sitios en los que es posible desembarcar. Además, tienen un castillo solitario sobre la costa, y con eso, ya están todos los ingredientes necesarios para hacer piraterías, excepto, claro, uno importante.

– ¿Cuál, Robert? -Cecil estaba fascinado.

– El motivo, milord -dijo Robbie-. ¿Cuál puede ser el motivo de lady Burke? Ya es una de las mujeres más ricas de Inglaterra, posiblemente la más rica, y no es ambiciosa, no desea más dinero. Todo el mundo sabe que es generosa y caritativa. No está buscando aventuras, no es ese tipo de mujer. ¿Por qué razón querría arriesgar la herencia de su hijo y su posición, quebrantando las leyes de la reina? Sobre todo, sabiendo que es una buena madre. No, no tenéis por qué sospechar, ni justificación alguna para retenerla aquí. Nada excepto los celos de Bess Tudor y vos los sabéis.

Cecil parecía incómodo y muy disgustado.

– Los actos de piratería cesaron cuando la apresamos -dijo.

La mirada de Niall estaba oscura como una nube de tormenta, pero Robert Small le puso una mano sobre el brazo, como para calmarlo.

– La piratería terminó hace casi un año, seis meses antes del arresto de lady Burke, Cecil.

– ¡Pero el Santa María Madre de Cristo fue atacado cerca de Irlanda en primavera!

– Cierto, pero lady Burke no lo hizo -replicó Robbie-. Acababa de casarse, estaba de luna de miel. El español fue víctima de un ataque de piratas berberiscos, tenemos la prueba. El gigante que me acompaña, Cecil, se llama Adam de Marisco, es el señor de la isla de Lundy. -Cecil miró a Adam francamente interesado-. Hace un mes De Marisco descubrió un barco fantasma cerca de su isla. Naturalmente lo abordó para ver si había supervivientes.

– Naturalmente -murmuró Cecil.

Robbie ignoró el sarcasmo y siguió con la historia.

– Cuando abrieron las bodegas y vieron el tesoro, se dieron cuenta enseguida de lo que significaba. Fueron a ver a lord Burke inmediatamente y Niall me avisó a mí. El diario de a bordo está en árabe, y yo sé un poco de árabe. Hay una anotación de principios del verano pasado que coincide con la fecha del ataque al Santa María. Dice: «Hemos abordado un maldito español hoy.» Es obvio que ese barco tomó parte en el ataque. Partía para piratear cerca de las costas del Nuevo Mundo y es obvio que siguió con su viaje. Había varias anotaciones sobre transferencia de la carga entre ese barco moro, que se llama Gacela, y otro barco pirata.

»La mayor parte de lo que mandaba el rey Felipe se vendió en Argel antes de que en Londres se tuviera noticia del ataque. Solamente encontramos una mínima parte del tesoro español en el Gacela, y también cargas de otros barcos. Estoy seguro de que el escrito que os dio el embajador español incluye estos objetos en la lista. -Sacó una bolsa de terciopelo del jubón y dejó caer un arroyuelo de esmeraldas verdes sobre el escritorio de Cecil.

El canciller abrió la boca al ver el fuego verde azulado que yacía ardiendo ante él. Durante un momento, la habitación quedó en absoluto silencio, y luego Cecil logró hablar de nuevo:

– ¿Dónde está la tripulación de ese barco, milord De Marisco? No pensaréis que voy a creerme ese cuento de hadas sobre un barco que flota vacío hasta vuestra isla. Demasiado conveniente.

– La tripulación del Gacela está en el barco todavía, milord; todos los hombres en distintos estados de descomposición -replicó Adam-. Los habría enterrado, pobres bastardos, pero Robbie dijo que no nos creeríais a menos que los vierais, y ahora veo que tenía razón. -Meneó su enorme cabeza, como desencantado ante esa muestra de desconfianza.

– ¿Dónde está ese barco? -gruñó Cecil.

De Marisco sonrió de oreja a oreja, una sonrisa malvada con los dientes cegadoramente blancos contra la piel bronceada y la negra barba. Cecil no había notado hasta ese momento que el gigante usaba un pendiente de oro. El cabello negro de ese hombre era crespo y sus ojos color humo azul, tan burlones que obligaron al canciller de la reina a bajar la vista.

– El Gacela está en remolque del Nadadora de Robbie en Londres, milord. Podéis sacar la carga y examinar los cadáveres antes de que lo hundamos. El diario de a bordo no dice nada sobre la causa de las muertes y, de todos modos, ahora se lo considerará un barco de mal agüero. Nadie querrá usarlo. Estará mejor en el fondo del mar con todos sus hombres.

Cecil no podía creer lo que oía.

– ¿Me estáis diciendo que hay un barco lleno de cadáveres en el puerto de Londres? ¡Por los huesos de Cristo! Ese barco puede llevar la peste. ¿Estáis loco?

– No murieron de peste -dijo Robbie con calma-. Habrá sido otra enfermedad que subió a bordo cuando rescataron a las víctimas de algún naufragio.

– Pero ¿un barco con cadáveres en estado de putrefacción? ¿En Londres?

– No ibais a creerme sin los cuerpos, Cecil. También traje el diario. Tal vez encontréis a alguien que hable árabe en Londres y podáis corroborar nuestra historia.

Cecil miró con amargura a los tres hombres, decidido a encontrar a alguien que leyera árabe. Sin embargo, sabía que si Robert Small se mostraba tan confiado, debía de estar seguro de su historia. A él todo eso le parecía sospechoso. Había algo demasiado conveniente en todo el asunto.

– Os llevaremos al puerto, Cecil -dijo lord Burke-. Y después, tal vez me devolveréis a mi esposa y a mi bebé. A propósito, me gustaría saber si tengo una hija o un hijo.

– Una hija -le aclaró Cecil, distraído-. Tendré que informar a la reina sobre esto. Es interesante. Muy bien. Subiremos a bordo del Gacela. Quiero ver lo que contiene. ¿Dónde os alojáis?

– ¡Una hija, una hija! -exclamó Niall, exultante, sin sentir ninguna desilusión-. ¡Tengo una hija!

– Estamos en Greenwood -dijo Robbie-. La residencia de Skye cerca de la casa de los Lynmouth. Creímos que así sería un poco más discreto.

Cecil asintió, contento de que hubieran pensado en eso.

– Quiero ver a mi esposa y a mi hija -dijo Niall.

– Todo a su tiempo. Cuando la reina lo decida.

– Por Dios, Cecil, ¿es que no tenéis piedad?

– ¡Milord! Os he prohibido Londres, pero habéis venido de todos modos. No estáis en posición de pedirme nada. Esperad mi decisión en Greenwood y agradeced que no ordene vuestro arresto. Y que nadie os vea. ¡Señor Morgan!

El secretario casi tropieza al entrar.

– Señor Morgan, sacad de aquí a estos caballeros por mi entrada privada.

Los estaban despidiendo. Cecil volvía a tener el control de la situación. Robbie veía que Niall quería discutir, miró a De Marisco y Adam puso una de sus grandes manos sobre el hombro de lord Burke.

– Vamos, hombre -dijo con amabilidad.

Niall suspiró, un suspiro furioso, frustrado, pero asintió y siguió a Robbie y a De Marisco.


En la Torre, Skye se había despertado con una sensación de futilidad y desesperanza. Hizo sus necesidades en la vasija del dormitorio y después cambió el pañal mojado de Deirdre. Subió otra vez a la cama con su hija, y le dio de mamar. La interrogarían de nuevo, como habían venido haciendo casi todos los días desde hacía un mes, y ella volvería a luchar como había luchado todo este tiempo. Pediría una lista de cargos, exigiría que la dejaran en libertad y no diría nada más. Dudley ya no estaba entre los que la interrogaban, pero el conde de Shrewsbury la asustaba con sus ojos fríos y sus modales exageradamente formales.

Deirdre succionaba ruidosamente, cerrando los pequeños labios con placer, y Skye le sonrió. El día anterior habían amenazado con quitársela. Ella los había mirado en un silencio de piedra, negándose siquiera a aceptar que había escuchado la amenaza, pero sabía que tendría que enviar a su bebé a Devon con Eibhlin muy pronto. En los últimos tiempos, hasta Daisy había tenido que dejar de ir al mercado cuando lady Alyce le había dicho que si salía, no la dejarían volver.

Y ahora Dudley, que ya no estaba en el grupo de interrogadores, había empezado a rondar la Torre como un lobo alrededor de un cordero atado a un poste y Skye estaba realmente asustada. Era prisionera de la reina y si el favorito de Su Majestad quería atacarla, no tenía defensa.

El bebé hipó, y Skye le palmeó la espalda. «No dejaré que me hagan daño -pensó-. No.»


En Greenwood, Niall Burke paseaba de un lado a otro en su habitación. Fuera llovía suavemente y las gotas grises caían sobre al río. A lo largo de las riberas, los amarillos sauces habían empezado a echar sus hojitas verde claro, pero la lluvia no daba signos de detenerse. Esos árboles llenos de gracia hacían que Niall pensara en su hijastra.

Willow había venido a verlo antes de la partida hacia Londres y le había dicho:

– ¿Traerás a mamá a casa, Niall? ¡Prométemelo! -Y él había mirado esa carita preocupada, una carita en forma de corazón, como la de su madre, pero con rasgos que Niall no reconocía. Niall se lo había prometido.


Río abajo, en el puerto, lord Burghley se inclinaba sobre la barandilla del Gacela, vomitando todo lo que tenía en el estómago en las negras aguas del Támesis. A su lado y tan descompuesto como él estaba el secretario segundo del embajador español, un converso que leía suficiente árabe como para deletrear a su modo los fragmentos que le señalaba Robbie. Había corroborado la historia de De Marisco y Small.

Lo que habían visto los hombres en el barco era horrendo, una visión infernal que ninguno de ellos olvidaría nunca. Cadáveres. Cadáveres putrefactos, pedazos de ropa y carne que colgaban todavía de los esqueletos. Y el olor…, el terrible, espantoso olor, que ni siquiera las bolas de perfume que habían esparcido podían borrar. Cecil no recordaba cómo lo habían llevado a la Nadadora, pero estuvo allí después de un momento y le entregaron una taza de vino rojo y fuerte. Se tambaleó y siguió oliendo la podredumbre a su alrededor. Por fin logró dominar su estómago y se tomó un traguito de vino. Sentía el cuerpo frío y húmedo de transpiración. El olor de la muerte todavía estaba en su nariz y volvió a tener una arcada que le trajo el gusto amargo de su propio estómago vacío mezclado con el vino fuerte.

Un capitán Robert Small, todo simpatía y comprensión, le alcanzó una vasija para que devolviera.

– Tratad de tomar otro trago, milord. Finalmente, lo lograréis.

Cecil volvió a tragar un poco de vino, y esta vez, aunque se le revolvió el estómago, consiguió no vomitarlo. El calor empezó a llenarle el cuerpo de nuevo.

– Bueno -dijo Robbie-. Ya habéis visto la evidencia con vuestros propios ojos y el español ha confirmado lo que os dijimos. ¿Dejaréis libre a lady Burke?

– Sí -dijo Cecil con voz débil-. Parece que hemos cometido un…, un desafortunado error.

– ¿Cuándo? -La voz de Robbie sonaba severa.

– Dentro de unos días, sir Robert. Tengo que comunicárselo a la reina y ella es la que debe firmar la orden de liberación.

– ¿Dejaréis que lord Burke vea a su esposa y a su hija?

El vino estaba fortaleciendo a Cecil.

– No -dijo con firmeza-. Lord Burke tenía prohibido dejar Devon. La reina no tiene que enterarse de que está aquí, porque se enojaría mucho si supiera que la desobedecen. Le diré que mandé por él para que escoltara a su familia a su casa, sabiendo que Su Majestad hubiera pensado en eso inmediatamente. De esta forma, cuando liberemos a lady Burke, la presencia de su esposo no ofendería a la reina.


En Greenwich, Isabel Tudor había despedido a sus damas de honor y yacía feliz en brazos de Robert Dudley, calentándose y sonriendo frente a un gran crepitante fuego. Tenía abierta la bata hasta el ombligo y ronroneaba de placer cuando Robert le acariciaba los pequeños senos.

– ¡Bess, por el amor de Dios, déjame! -le rogaba él como había rogado tantas veces antes. No sabía por qué razón permitía que la reina hiciera eso con él. Lo usaba para satisfacer su curiosidad de mujer con respecto a lo sexual, pero nunca le daba nada de sí misma.

– No, Rob -le dijo ella con calma-. Tengo que ser virgen cuando me case. -Isabel notaba el deseo en el hombre que la acompañaba y se preguntaba, como tantas veces antes, por qué la atraía tanto Dudley, que era egoísta, vacío y ambicioso.

«Cuando me case», había dicho ella. No «cuando nos casemos», pensó él con amargura. ¿Era cierto lo que decían las malas lenguas de la corte? ¿Había perdido ya sus posibilidades de ser rey? Se inclinó enojado y la besó. Fue un beso brutal, un beso cruel, con tal intensidad de amor y odio unidos que Isabel tembló de placer.

– Te deseo, Bess -murmuró él con furia-, y pienso tomarte.

La puso bajo su cuerpo, la montó y le levantó las faldas para exponer las piernas largas y delgadas, y los muslos blancos como la leche, adornados con las medias negras y las ligas de cinta de oro.

– ¡Rob! ¡Rob! -protestó ella, mientras él trataba de desvestirse-. ¡Lo que haces es traición! ¡Basta! ¿Vas a violar a la reina? -Pero los ojos negros le bailaban de excitación. Era lo más lejos que habían llegado en sus jueguecitos.

– Sí, Bessie, claro que quiero violarte. Este jueguecito tuyo está llegando demasiado lejos. Después puedes colgarme si quieres, pero por Dios que voy a tomarte ahora. -Se las había arreglado para sacar su hinchado miembro de sus pantalones. «No va a colgarme -pensaba-. Una vez solamente y me pertenecerá para siempre. Tendría que haber hecho esto hace tres años.»

Por debajo de él, la reina luchaba física y mentalmente. Él frotaba su endurecido instrumento contra el clítoris palpitante de Isabel y ella se preguntaba si se atrevería a dejar que él le hiciera el amor hasta el final. Tal vez solamente esta vez, para saber de qué se trataba. ¡No! ¡No debía permitir que ningún hombre tuviera dominio sobre ella! ¡Tenía que pensar en lo que le había pasado a su propia madre, a Anne de Cleves, a la pobre Cat Howard! Sometidas a su padre por el amor, la lujuria y la ambición habían tenido que pagar un precio muy alto. Si dejaba que Robert le hiciera eso una vez y quedaba embarazada, tendría que casarse. ¡Y eso, nunca! ¡Nunca!

De pronto, llamaron a la puerta.

– Majestad, es lord Burghley. Dice que es urgente.

– ¡Dile que se vaya! -rugió Dudley.

– ¡Lo recibiremos! -exclamó la reina y el conde de Leicester juró con violencia:

– ¡Perra! ¡Dios, Bess, eres una perra! -Se levantó tratando de poner en orden su ropa-. Arréglate el vestido, por favor. Si para ti es más importante ser reina que ser mujer, mejor será que parezcas una reina.

Se abrió la puerta y una de las damas de honor anunció:

– Lord Burghley, Majestad.

La dama era la pelirroja Letice Knollys. Miró a Dudley, divertida, y él supo que ella se daba cuenta de lo que estaba pasando. Probablemente había estado escuchando. ¡Otra perra!

– Majestad -se inclinó Cecil ante ella-. Lamento perturbar vuestro tiempo de descanso, pero he recibido una información muy importante referida al asunto de lady Burke.

– ¿Ha confesado? -preguntó Isabel, ansiosa.

– No, Majestad. Parece que no es culpable. La evidencia que me han presentado es irrefutable. Sir Robert Small y Adam de Marisco, el señor de la isla de Lundy, vinieron desde Devon para presentarla.

– ¿Cuál es la evidencia?

El canciller contó la historia con simpleza, pero con cuidado.

– Parece una explicación lógica de los ataques piratas que veníamos sufriendo y del ataque al barco del rey Felipe, especialmente porque hemos encontrado gran parte del tesoro en el barco. Como no podemos encontrar ninguna evidencia contra lady Burke, creo que no nos va a quedar otro remedio que liberarla. Ya he mandado un mensaje a lord Burke para que venga a Londres.

– Me parece que tomáis demasiadas decisiones por vuestra cuenta, Cecil -dijo Dudley con arrogancia.

– ¿Habláis por la reina ahora, Leicester? -le ladró lord Burghley.

Su odio contra Robert no había disminuido con los años. Y ahora quería que liberaran a lady Burke. ¡Al diablo con ese vanidoso y su culpa en todo eso! Si Dudley no se hubiera empecinado en conseguir como fuera a la hermosa condesa de Lynmouth, y si Isabel no hubiera protegido con su poder ese comportamiento aberrante, lady Burke nunca habría pensado en vengarse de la reina. William Cecil no se tragaba ni en broma la historia del Gacela, pero estaba dispuesto a jurar que la creía, porque era la única forma de solucionar un problema imposible. No le interesaba saber qué partes de la historia del Gacela eran verdaderas y cuáles no. Pensaba aceptarla entera. Miró a la reina y esperó.

– Pensáis que debería soltarla, ¿verdad, Cecil?

– Sí, Majestad. Es justo, y vos habéis sido siempre la campeona de la justicia en este reino.

– ¿Pensáis que es culpable?

– No, Majestad. Lo creí al principio, pero ahora ya no. ¿Cómo creerlo a la luz de una evidencia como ésta? Sir Robert dice que entiende mis sospechas, dadas las circunstancias y la historia de los O'Malley, pero lord Burke estaba furioso. -William Cecil se encogió de hombros-. Estos irlandeses son tan volátiles.

– Muy bien, Cecil. Redacta una orden para la puesta en libertad de lady Burke bajo custodia de su esposo. No tiene que quedar libre hasta que él venga a buscarla. Pero puedes decírselo ahora.

– Majestad, vuestra generosa naturaleza os ha servido bien una vez más, estoy orgulloso de vos. -La reina se iluminó de placer.

– Me siento contenta otra vez -dijo-. Cuando os vayáis, enviadme a mis damas, por favor. Y vos, Rob, debéis iros también. Quiero estar con gente de mi propio sexo. -Y le sonrió a lord Dudley con astucia.

El canciller se inclinó con amabilidad y se alejó de la reina, pero el conde de Leicester lo empujó, furioso, y salió de la antecámara, tropezando con Lettice Knollys al salir. Dijo una mala palabra, una particularmente fuerte y Lettice rió.

– ¡Perra! -ladró él-. ¡No os atreváis a reíros de mí!

– Vamos, Robert -le dijo ella con tono conciliador-. ¿Por qué no dejáis que yo os dé lo que mi prima no quiere daros?

Él la miró con la boca abierta. No era una mujer desagradable, con esos ojos color ámbar, como los de un gato, y el cabello rojo. Tenía grandes tetas bien formadas, pero él no estaba seguro de comprenderla.

– ¿Qué queréis decir con eso?

– Bess no se acostará con vos, Robert, pero yo sí -le contestó ella con toda franqueza.

– ¿Y vuestro esposo?

– ¿Walter? -Lettice volvió a reír-. ¿Qué pasa con él?

Una sonrisa lenta iluminó los rasgos de Dudley. Estaba empezando a sentirse contento de nuevo. Se llevó a Lettice a una alcoba y le metió una mano en el corsé. El seno grande y tibio que agarró su mano se endureció de deseo.

– Por Dios, querida -murmuró él, contento-, tienes hermosa mercancía, y a punto, según veo.

– Estoy caliente por ti, Rob -admitió ella-, pero no ahora. Ven a mis habitaciones de noche. Mis deberes para con la reina terminan a las once.

Lettice le sacó la mano del corsé y se alejó.

Robert Dudley la miró marcharse, satisfecho. Si Bess no quería hacerlo, siempre había otra que lo buscaba. Discretamente, claro, porque todavía había alguna posibilidad de llegar a ser rey.


Esa noche, Skye miró con sorpresa el rostro de lord Burghley cuando entró en sus habitaciones. El canciller, que era abuelo, se sintió encantado con lo que vio. Lady Burke, el cabello suelto sobre los hombros, estaba sentada en el suelo jugando con su hijita. El bebé yacía sobre su espalda, pateando con los piececitos y moviendo los brazos al mismo tiempo, y haciendo ruidos con la boca para expresar su placer.

– Buenas tardes, señora -saludó William Cecil-. Os traigo buenas noticias.

Skye se puso en pie inmediatamente.

– Daisy, llévate al bebé. -La muchacha cogió a Deirdre y salió de la habitación. Skye se alisó las faldas. Sirvió dos copas de vino y le ofreció una a Cecil-. Sentaos, milord -dijo, señalando con un gesto una silla-. Decidme esas noticias.

– Sois libre, señora.

Los hermosos ojos de Skye se iluminaron de sorpresa. Después se oscurecieron de nuevo, llenos de sospechas.

– ¿Sin más, milord? «Sois libre.» -Skye sentía que la rabia empezaba a dominarla. La habían arrancado de su vida junto a su esposo y su familia, habían puesto en peligro al hijo que esperaba, la habían encarcelado sin acusaciones formales y ahora le decían simplemente «sois libre» y eso era todo. Miró a Cecil con dureza-. ¿Puedo irme a casa?

– Dentro de unos días. Estamos redactando la orden y la reina la firmará mañana. Vuestro esposo vendrá a Londres a buscaros.

– Tal vez ahora sí os dignéis a explicarme por qué he pasado casi seis meses en este lugar -inquirió ella, con dureza.

Una sonrisa astuta tocó los labios de William Cecil y sus ojos brillaron durante un momento.

– Skye O'Malley -dijo con voz calmada-, los dos sabemos la razón por la cual estáis aquí, aunque vos no vais a admitirla y yo no tengo la evidencia que necesito para probarla. Durante los últimos dos años le habéis costado a Isabel Tudor mucho dinero con vuestros actos de piratería. Cuando os tendimos la trampa con el Santa María Madre de Cristo, pensé que os atraparíamos con el botín. Me equivoqué. Estáis bien organizada y sois una mujer inteligente y llena de coraje. En realidad, me dais miedo.

»Vuestro esposo, sir Robert Small y el señor de Lundy han luchado mucho por presentarme una evidencia que pruebe que no sois culpable. Acepto la historia y os doy la libertad, pero oídme bien, milady de Innisfana, ahora ya sabéis que como consecuencia de un capricho real, cualquier capricho, podéis dar con vuestros huesos en la cárcel sin explicación alguna. Si hay más problemas en Devon, sabremos dónde encontraros, y la próxima vez nadie podrá liberaros. Creo que la reina ha pagado muy caro el error que cometió en vos. A mí tampoco me gusta Dudley, querida.

Durante todo el discurso, los músculos de la cara de Skye no se habían movido, nada en sus ojos la delataba. Cecil estaba impresionado. Era realmente un adversario digno de consideración.

– Bueno, señora, ¿tenéis algo que decirme? -preguntó.

– Que me alegro de poder irme a casa, lord Cecil -le contestó Skye con calma-. Que me sentiré muy feliz de volver a ver a mi esposo. Y que -agregó con tono travieso-, que si no podéis encontrar prueba alguna de eso que llamáis mis crímenes, entonces, debéis considerarme inocente.

Cecil vació la copa que tenía en la mano.

– Supongo que sí -contestó, pensativo. Se levantó y fue hasta la puerta-. Fue una buena venganza, señora, bien pensada y bien ejecutada. Me saco el sombrero ante vos.

Skye le sonrió, como reconociendo su homenaje. Pero dijo:

– ¡Vamos, señor! No sé qué queréis decirme.

La puerta se cerró tras el canciller, y durante un momento, Skye se quedó de pie, quieta, escuchando cómo el ruido de los pasos se extinguía por las escaleras. Luego, empezó a sentir la emoción de las novedades que le había traído el canciller. ¡Había ganado! ¡Había triunfado sobre Isabel Tudor! ¡Había vencido a la reina de Inglaterra!

De pronto, empezó a llorar y la tensión de los últimos meses se deshizo en lágrimas que le corrieron por el rostro. Se abrió la puerta de la habitación y entraron Eibhlin y Daisy.

– ¡Skye! -Eibhlin corrió junto a su hermana-. Skye, querida mía, ¿qué pasa? ¿Qué quería Cecil? ¿Estás bien? ¡Al diablo con estos ingleses!

Daisy estaba escandalizada con las palabras que usaba Eibhlin. Su cara de desaprobación hizo que las lágrimas de Skye se convirtieran en risas.

– Somos libres -rió-. Nos vamos a casa. ¡He vencido a la reina!

– ¿Qué es esto? ¿Un truco? -preguntó Eibhlin.

– No. No hay evidencias contra mí, y Robbie y De Marisco se las han arreglado para convencer a Cecil de que no soy culpable.

– Me interesaría mucho saber cómo lo han conseguido -dijo Eibhlin.

– A mí también, hermana -replicó Skye, más tranquila y más pensativa ahora.


No tuvieron que esperar mucho. Al día siguiente, sir John le entregó a Skye la orden firmada por la reina.

– Tendréis que partir esta noche, lady Burke. Lord Burghley no quiere que os vean dejar la Torre. Iréis en una barca hasta Greenwood. Vuestro esposo os espera allí. Tenéis que abandonar Londres antes de mañana por la noche.

– Gracias, sir John, y gracias a vos y a lady Alyce por hacer que mi cautiverio haya sido todo lo agradable que permitían las circunstancias.

El gobernador de la Torre sonrió de buen humor.

– No es fácil que la gente agradezca mi hospitalidad -dijo con ironía. Después le tomó la mano y se la besó-. Buen viaje, lady Burke.

En la oscuridad de aquella noche lluviosa, tres figuras enfundadas en capas caminaron hacia la puerta de la Torre que daba al río y subieron a una barca. Un guardia creyó oír el gemido de un bebé. Skye y Eibhlin respiraron profundamente el aire saturado de humedad que traía el perfume del mar y, después, sonrieron. La barca cortó el agua negra con suavidad. De vez en cuando, las mujeres espiaban a través de las cortinas para ver en qué dirección iba el bote y para observar lo que pudieran de la ciudad de Londres. Enseguida divisaron los elegantes palacios de la zona en que se alzaba Greenwood y doblaron el codo del río que daba sobre el muelle familiar.

La casa de los Lynmouth se alzaba, oscura y alta, al otro lado de la cerca, y en Greenwood había apenas unas pocas luces.

La barca golpeó contra el muelle y el guardia que los acompañaba, saltó para atarla a la anilla. Después ayudó a desembarcar a las pasajeras, empezando por Eibhlin, que recibió el bebé de manos de Daisy. Después bajó Skye y enseguida, Daisy. El guardia puso el equipaje en el muelle.

– Traeremos el resto de vuestras cosas mañana, milady -dijo.

Después saltó de nuevo al bote, desató la cuerda y dio la vuelta, río abajo.

Durante un momento, las tres mujeres se quedaron de pie en la noche ventosa, mirando a su alrededor.

– ¿Por qué no ha venido nadie a recibirnos? -murmuró Daisy con miedo.

– No tengo ni idea -contestó Skye-, pero hay luces en la casa.

Subió con decisión por los escalones del muelle hacia el parque, seguida por su hermana. Daisy caminó tras ella, luchando con el equipaje. Las altas puertas de la biblioteca brillaban con la luz de la chimenea cuando Skye puso la mano sobre la manija de la puerta y la abrió.

Cuando el viento de la noche entró en la habitación, cargado de humedad y lluvia, Niall Burke se volvió, asustado. Se quedó mirando con la boca abierta hasta que logró decir:

– ¡Skye!

– Sí, milord. Estoy en casa y me parece que ésta es una bienvenida muy pobre. Nadie ha acudido al muelle a recibirnos.

– ¡Es que no nos han dicho que veníais! ¡Adam! ¡Robbie! ¡Ha llegado Skye!

La puerta interior de la biblioteca se abrió de un golpe y De Marisco y Robert Small entraron corriendo en la habitación. El señor de Lundy estuvo a punto de besar a Skye, pero en lugar de eso, clavó los ojos color humo azul en esos ojos queridos color zafiro y tuvo que hacer un esfuerzo para no decir en voz alta lo que sabía que no debía decir.

– No sé cómo lo has hecho, Adam, pero te doy las gracias -le dijo ella con suavidad. Adam De Marisco asintió sin decir nada y Skye se volvió con rapidez hacía Robert Small-. Mi querido Robbie, gracias a ti también. Tengo mucha suerte con mis amigos, de eso no hay duda.

El pequeño capitán se enjugó las lágrimas que habían llenado sus ojos.

– Ahora basta de travesuras, milady. La próxima vez quizá no tengamos tanta suerte.

– Eso dice Cecil -admitió ella con sequedad-. Eibhlin, dame a Deirdre. -Skye cogió al bebé dormido en sus brazos y atravesó la habitación hasta donde estaba Niall-. Milord, quiero presentaros a vuestra hija Deirdre. Nació el doce de diciembre y ya tiene casi cinco meses.

Niall levantó la manta con los ojos llenos de curiosidad y miró por primera vez a su hija, que dormía.

– Cristo -musitó-, es tan pequeña. Y tan hermosa.

– ¿Pequeña? -ladró Eibhlin-. ¡No es pequeña, claro que no! Era pequeña cuando nació. Ahora es un bebé grandote y crece todos los días -le arrebató el bebé a Skye-. Supongo que habrá una cuna en esta casa, hermana.

– Daisy te la enseñará, Eibhlin.

Eibhlin miró a Adam de Marisco y a Robert.

– Venid, bufones grandotes -dijo-. ¿No veis que no va a besarla hasta que nos hayamos ido? -Y los sacó de la habitación.

Niall Burke se quedó de pie, mirando a su esposa.

– Amor mío -dijo con suavidad, y le temblaba la voz-. Te he extrañado tanto. Nunca pensé que me sentiría de ese modo. Ya es la tercera vez que te arrancan de mi lado, Skye.

– No volverá a suceder, Niall. Solamente Dios podrá separarnos de ahora en adelante. Te lo prometo.

– Es una promesa que pienso hacerte cumplir, amor mío -dijo él, y la besó, y el ardor que había guardado durante meses explotó en una ola de fuego que, si hubiera tenido sustancia, habría acabado con la casa y con toda la ciudad de Londres. Los labios de los dos exploraron el territorio conocido que les había sido negado durante tanto tiempo.

Ella se aferró a él. Los dedos de Niall le acariciaron con dulzura la cara vuelta hacia arriba, limpiándole las lágrimas que corrían lentamente por sus mejillas.

– No dejaré que te aparten de mí otra vez -repitió-. Te dejaré hacer lo que quieras en muchas cosas, pero no en todo, Skye. Eres demasiado empecinada. Este asunto podría haber terminado muy mal si no hubiera sido por la suerte de Adam de Marisco y por su inteligencia. Él te ama, amor mío. Y es doloroso verlo sufrir por eso. Y Robbie… Para él eres la hija que nunca ha tenido, Skye, y lo has asustado mucho. Si te hubiéramos perdido, no sé si te habría sobrevivido mucho tiempo.

– No volveré a eso, Niall. Te lo juro.

Él sonrió con su sonrisa lenta.

– Te deseo -dijo con tranquilidad.

– Y yo a ti -le contestó ella.

Él le tendió la mano y ella la tomó, y el placer de sentir cómo los dedos cálidos de su esposo se cerraban sobre los de ella la llenó de alegría con su sensación familiar. Salieron juntos de la biblioteca y subieron al dormitorio de Skye, el que daba al río. Se quitaron la ropa sin decir ni una palabra.

Mientras se desvestía, Skye sintió que la asaltaban los recuerdos. Caminó hasta la ventana y miró la noche que había empezado a clarear. Nubes de tormenta perseguían a la Luna en el cielo y, de vez en cuando, se veían las estrellas.

Recordó el momento en que había estado de pie en ese mismo lugar, mientras Geoffrey entraba en la habitación. ¿Cuánto tiempo había pasado? Debía de hacer más de una vida. Todo eso había terminado. Sonrió con el recuerdo de su conde Ángel colgado de una enredadera y, luego, lo descartó.

Volvió a prestar atención a Niall. Él estaba de pie, mirándola luchar con sus recuerdos, y la comprendía. Ella fue hacia él con paso orgulloso, y de puntillas, lo abrazó por el cuello y lo besó.

– Ahora es nuestro tiempo, esposo mío. Nuestro tiempo. Ahora y siempre. -Él sonrió y la tomó entre sus brazos para llevarla a la cama.


Por la mañana, el sol se alzó tibio y radiante por primera vez en muchos días. La primavera había llegado a Inglaterra. Skye se despertó contenta y relajada. Hacía muchos meses que no se sentía así, y enrojeció al pensar en el placer de la noche anterior.

Con gesto travieso, se subió sobre Niall, que dormía boca arriba, y él le contestó con un murmullo amodorrado. Después dijo, sin despertarse del todo todavía:

– Eso es hermoso, Rose querida, no te detengas.

– ¿Rose? ¡Desgraciado! -chilló ella, furiosa. Agarró un puñado del cabello negro de él y tiró de él con todas sus fuerzas.

– ¡Auj! -rugió él, sacudido por espasmos de risa. Se volvió y la aprisionó y ella sintió su pene, erecto, que la buscaba. Estaban mirándose cara a cara, y los ojos plateados brillaban. Él la levantó con cuidado y luego la bajó sobre su cuerpo, introduciéndose poco a poco en su vagina. Los ojos de ella estaban abiertos de sorpresa y pronto se llenaron de deseo.

Las manos de él se levantaron para jugar con las frutas redondas y perfectas de los senos y al levantar la cabeza para beber de uno de los pezones oscuros, los ojos se le abrieron de sorpresa cuando sintió cómo la leche le llenaba la boca. Fascinado, siguió chupando, y Skye, excitada de pronto, descubrió que sus caderas se movían al ritmo del placer y no supo cuándo habían empezado a moverse. Estaba escandalizada por su propia reacción y por la de él, pero ninguno de los dos podía detenerse. Incapaz de controlarse, se apartó un poco de él, arqueó el cuerpo, echó hacia atrás la cabeza y se dejó ir en el clímax. Y el placer llegó al cenit cuando sintió que él hacía lo mismo.

Después se derrumbó sobre el cuerpo de él, que la colocó a un lado con mucha suavidad.

Cuando se le tranquilizó la respiración, él dijo, como si no estuviera del todo decidido a hablar:

– Skye, lo lamento, lo lamento mucho.

– No te entiendo, amor mío.

– Lamento haberle robado el desayuno a mi hijita -le contestó él, avergonzado.

Ella rió con suavidad.

– No te preocupes, Niall. Tengo dos.

– ¿Dos?

Skye rió bajito, realmente divertida.

– Dos senos, mi tonto señor. Uno es más que suficiente para el desayuno de Deirdre y será mejor que la mande buscar, porque Cecil me dijo ayer que tenemos que abandonar Londres hoy a más tardar.

– No te vayas, amor mío -rogó él-. Hace tanto tiempo.

– Tuviste a Rose para acompañarte mientras yo estaba en la Torre.

– No, amor mío. Desde el día que nos reconciliamos y nos casamos realmente, no ha habido nadie más. Nadie. -Los ojos color zafiro se hundieron en los ojos de plata.

Skye supo que Niall le decía la verdad.

– Gracias, Niall -dijo ella-. Gracias por eso.

Hubo un golpeteo en la puerta y se oyó la voz de Eibhlin:

– Tu hija necesita comer y tenemos que empezar el viaje pronto. Si no os habéis unido en todo este tiempo, nada puede ayudaros.

Skye rió, se envolvió en una bata y abrió la puerta para tomar a Deirdre de manos de su hermana.

– Que Daisy me prepare un baño, Eibhlin, por favor -dijo-. Si voy a pasar los próximos días viajando, quiero empezar limpia.

Eibhlin sonrió.

– Estás radiante, hermanita -aseguró, y se fue.

Skye volvió a la cama y colocó a Deirdre sobre la colcha. Fascinado, Niall se inclinó y miró a su hija, que levantó la carita y empezó a llorar.

– Dios mío, ¿qué he hecho? -dijo Niall, y retrocedió, asustado.

Skye fue hasta la cama y puso al bebé en su pecho. Las manitas de Deirdre la tocaron, y aunque miraba a su padre con ojos azules llenos de sospechas, empezó a chupar con fuerza.

– Se ha asustado. Dentro de unos días se acostumbrará a ti, amor mío.

Satisfecho, Niall miró con placer cómo su esposa alimentaba a su hija. Después los dos pasaron unos minutos jugando con Deirdre. El bebé tocó los dedos de su padre, y luego los cogió mientras su padre la acunaba. Era un juego que le gustaba mucho y empezó a mirar a Niall con menos desconfianza.

Cuando llegaron las sirvientas con la tina de Skye, Deirdre salió en brazos de su tía para prepararse para el largo viaje. Niall se retiró a la habitación vecina, vestido con sus ropas de viaje, y después controló el coche en el que viajaría Skye.

El coche de los Lynmouth había permanecido escondido en el establo de Greenwood para que nadie supiera que los Burke estaban allí. El cochero y el sirviente habían pasado unos días felices en compañía de las sirvientas de Greenwood. Ahora, bajo el ojo vigilante del amo, sacaron el coche del establo y engancharon a los seis caballos grises. Se colocó el equipaje en su lugar y se cargó agua. Se llenaron y aseguraron botellas con vino. Se acomodó con cuidado una canasta de junco en un riel de hierro que quedaba justa por encima del asiento del centro. Forrada de seda, con un pequeño colchón, albergaría inmediatamente a lady Deirdre. Daisy se sentaría a un lado y la tía de Deirdre al otro. Debajo del asiento, una de las mujeres de la cocina acomodó dos canastas llenas de pan, queso, huevos duros, jamón y fruta.


En el pequeño comedor familiar de Greenwood, Robbie, Adam, Eibhlin, Skye y Niall disfrutaron de un buen desayuno de jamón y huevo, budín, pan y fruta. Tenían un duro día por delante y estaban ansiosos por emprender el viaje, ansiosos por alejarse de la pesadilla en que se había convertido Londres para ellos.

Daisy y el bebé ya estaban en el coche cuando subió Eibhlin.

– ¿Cerramos las cortinas? -preguntó Daisy.

– Por favor, no -contestó la monja-. Lo único que he visto de Londres ha sido un río oscuro y la Torre. Nunca había estado aquí y no pienso volver. Me gustaría llevarme un recuerdo de esta ciudad a Irlanda.

Niall ayudó a su esposa a montar a caballo. Sentada sobre el animal, Skye sintió que la libertad la mareaba. Sabía que tenían que viajar en secreto, así que se colocó la capucha de la capa sobre la cabeza y notó que el escudo de armas había sido retirado del coche.

El coche y los cuatro jinetes se movieron a través de las calles de Londres y los sonidos de la mañana los rodearon.

– ¡Leche! ¿Quién quiere comprar mi leche buena y fresca?

– ¡Violetas! ¡Violetas perfumadas!

– ¡Arenque! ¡Arenque fresco, medio penique el kilo!

– ¡Ollas! ¡Arreglo las ollas rotas!

El solemne grupito, bien escondido detrás de capuchas y cortinas, siguió adelante hasta tomar el camino que llevaba a las afueras. Después de viajar varios kilómetros más allá de las últimas calles, Skye echó la capucha hacia atrás con un gesto exuberante y dejó que el cabello negro y largo flotara sobre su espalda. Le brillaban los ojos azules y tenía las mejillas rosadas de excitación y alegría por la sensación de cabalgar.

En la cima de la colina, se detuvo y miró la ciudad allá abajo.

– ¿Cómo convencisteis a Cecil de que me liberara? -preguntó a los tres hombres que la habían rescatado.

– ¿Cómo? ¿Niall no te lo ha contado? -preguntó Robbie.

– Supongo que tenía otras cosas en mente -murmuró De Marisco.

– Bueno, ¿cómo lo hicisteis? -repitió ella, y entonces, se lo contaron-. ¿Quieres decir que sacrificaste tu parte del Santa María Madre de Cristo, Adam? ¿Fue tu parte lo que se encontró en el Gacela? -preguntó Skye cuando terminaron de explicárselo-. ¡Te compensaré! ¡Lo juro!

– Estás libre, Skye, eso es lo único que importa -protestó él, avergonzado.

– Yo puse tus esmeraldas, las que habíamos separado de ti. Las puse en el tesoro del Gacela -dijo Niall con calma.

– ¿Pusiste mis esmeraldas?

Todos esperaron la explosión. Pero Skye rió.

– Por Dios -dijo-. He vencido a Isabel Tudor en todo y de una forma que ni yo misma esperaba.

– ¿Qué quieres decir, Skye? -preguntó Robert Small.

– Pero Robbie, ¿no te das cuenta? La reina no tiene más que algo de oro y unas piedras frías, pero yo tengo el verdadero tesoro. Os tengo a vosotros tres. A Niall, mi amado esposo, y a mi amigo Adam y a mi querido Robbie. Hasta que Bess Tudor tenga un esposo y amigos leales como los míos, no posee nada de valor. Le tengo lástima.

Los tres la miraron extrañados y se dieron cuenta de que era cierto. Skye le tenía lástima a la reina, y los tres sonrieron, sin vergüenza.

Skye los miró a los ojos, uno por uno, un largo rato, con cariño. Su sonrisa era tan brillante como la mañana.

– ¡Caballeros! ¡Vámonos a casa! -exclamó.

Y haciendo girar en redondo a su caballo, salió galopando bajo el sol de abril hacia el camino de Devon.


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