Uno

La isla de Lucia-Serrat brillaba como una esmeralda en un lecho de zafiros. Phoebe Carson apoyó la frente en el cristal de la ventanilla del avión mientras contemplaba el exuberante paisaje. Cuando estaban dando un rodeo para aterrizar, vio una playa blanca como la nieve, un bosque tropical, una media luna de mar azul y, por fin, una pequeña ciudad encaramada sobre un acantilado. El corazón empezó a martillearle en el pecho.

El asistente de vuelo les pidió que recogieran las bandejas de los asientos y pusieran los respaldos en posición vertical. Lo que tan extraño le había parecido cuando comenzó su viaje, a esas alturas se había convertido en una rutina. Phoebe se ajustó el cinturón de seguridad y plegó la bandeja. Había estado demasiado concentrada mirando por la ventana para preocuparse de inclinar su asiento hacia atrás. No había querido perderse nada mientras se acercaban a Lucia-Serrat.

– Tal como tú me dijiste, Ayanna -susurró para sí misma-. Precioso. Gracias por invitarme a venir.

Concentró de nuevo su atención en el panorama que se divisaba por la ventanilla. La tierra parecía apresurarse a recibirlos, hasta que de repente sintió la suave sacudida de las ruedas del avión al tomar contacto con la pista. Podía ver los exuberantes árboles y arbustos, las flores tropicales y las aves de brillantes colores. Luego el aparato enfiló hacia la terminal y el paraíso quedó fuera de su vista.

Media hora después, Phoebe había recogido su escaso equipaje y atravesado el control de aduanas e inmigración. El joven funcionario le había dado la bienvenida, había sellado su pasaporte y le había preguntado si tenía algo que declarar. Cuando ella le contestó que no, le franqueó el paso sin mayor problema.

«Qué fácil ha sido», pensó Phoebe mientras se guardaba su pasaporte nuevo en el bolso.

A su alrededor se saludaban efusivamente los familiares. Alguna que otra joven pareja, evidentemente de luna de miel, caminaba lentamente del brazo. No pudo evitar sentirse un poco sola. No debería; no al principio de su aventura. Encontró un teléfono y llamó a su hotel. El recepcionista le prometió que el chófer se presentaría para recogerla en quince minutos.

Phoebe se dirigía hacia la gran puerta de cristal del aeropuerto cuando el escaparate de una pequeña tienda dutty free llamó su atención. Por lo general no le gustaba mucho comprar, pero la presentación de productos resultaba atractiva: frascos de perfume francés desplegados sobre tela de satén, bolsos de diseñador y zapatos colgando de cables del techo, apenas visibles. Todo parecía hermoso y muy caro. No le haría daño echar un vistazo mientras esperaba a que llegara el coche del hotel.

Phoebe entró en la tienda y aspiró una bocanada de perfume. Diferentes aromas se combinaban perfectamente entre ellos. Aunque le intrigaban los frascos del muestrario, la dependienta, una mujer alta y vestida a la última moda, la puso nerviosa, así que se volvió en la dirección opuesta, para terminar delante de una vitrina de joyería.

Anillos, pendientes, pulseras y collares parecían haber sido arrojados con descuido sobre un manto de terciopelo. Pese a ello, Phoebe sospechaba que semejante desorden era calculado y debía de haber costado sus buenas horas de trabajo. Se inclinó para examinar mejor las joyas. El diamante de uno de los anillos era mayor que la uña de su dedo meñique. Sólo con el dinero que valía aquella pieza, podría vivir razonablemente bien durante un par de años. Si aquella tienda era representativa de las de que había en la isla, iba a tener que conformarse con mirar los escaparates.

– Creo que es demasiado grande para usted.

El inesperado comentario la tomó desprevenida. Se irguió inmediatamente, llevándose una mano al pecho.

– Sólo estaba mirando -dijo sin aliento-. No he tocado nada.

Aunque Phoebe era alta, algo más de uno setenta y cinco de estatura, aquel hombre la sobrepasaba por lo menos en un palmo. Era moreno, con el pelo peinado hacia atrás. Tenía diminutas arrugas alrededor de los ojos, unos preciosos ojos de color castaño oscuro, y un asomo de sonrisa bailando en las comisuras de los labios.

Phoebe se ordenó desviar la mirada, ya que era una grosería quedárselo mirando con tanta fijeza, pero algo en su expresión, quizá los rasgos como esculpidos de sus pómulos y de su mandíbula, se lo impidió.

Parecía el clásico modelo masculino de un anuncio de licor caro, sólo que un poquito mayor. Phoebe se sintió instantáneamente fuera de lugar. El vestido que llevaba le había costado menos de veinte dólares en una tienda de saldos, y desde entonces había pasado un año, mientras que el traje de aquel hombre parecía realmente caro. Aunque tampoco tenía muchos conocimientos sobre ropa masculina…

– La pulsera -dijo él.

– ¿Perdón? -parpadeó, asombrada.

– Creía que estaba mirando la pulsera de zafiros. Aunque es preciosa y el color de las piedras combina muy bien con el de sus ojos, es demasiado grande para una muñeca tan fina como la suya. Habría que quitarle demasiados eslabones.

Phoebe se obligó a desviar la mirada de su rostro para fijarla en la vitrina de las joyas. Justo en el centro había una pulsera de zafiros. Piedras ovaladas rodeadas de pequeños brillantes. Probablemente costaría más que un hotel a pie de playa allá en su hogar, Florida.

– Es muy bonita -dijo con tono educado.

– Ah, no le gusta.

– No, quiero decir sí, por supuesto que me gusta. Es muy hermosa -reconoció. Pero desear una joya así era tan realista como esperar comprarse un Boeing 747…

– ¿Tal vez estaba buscando otra cosa?

– No. Sólo estaba echando un vistazo.

Se arriesgó a mirarlo otra vez. Había un brillo en sus ojos oscuros, un brillo casi… amable. Lo cual era absurdo. Los caballeros tan atractivos como aquél no solían fijarse en las mujeres como ella. De hecho, nadie se fijaba en Phoebe. Era demasiado alta, demasiado flaca y demasiado plana. Pero tampoco nadie la había puesto nunca tan nerviosa, como le estaba sucediendo en ese momento.

– ¿Es su primera visita a Lucia-Serrat? -le preguntó él.

Phoebe pensó inmediatamente en las páginas en blanco de su pasaporte nuevo.

– Es mi primer viaje tan lejos -confesó-. Hasta esta misma mañana, nunca había volado en avión -frunció el ceño al pensar en los husos horarios que había atravesado-. O quizá fue ayer. Volé de Miami a Nueva York, luego a Bahania, y por fin hasta aquí.

El desconocido arqueó una ceja.

– Entiendo. Disculpe la observación, pero Lucia-Serrar me parece un destino poco frecuente para un primer viaje. Poca gente conoce la isla. Aunque es preciosa, claro.

– Mucho -asintió-. Hasta el momento no he visto gran cosa. Quiero decir que… acabo de llegar, pero algo he visto desde el avión. La isla me recordó una esmeralda, tan verde y reluciente en medio del océano… -respiró hondo-. Incluso huele distinto. Florida también tiene clima tropical, pero no es así. Todo el mundo parece tan cosmopolita, tan seguro de sí mismo… -de repente apretó los labios y bajó la mirada-. Perdone, no era mi intención hablar tanto, yo…

– No se disculpe. Me encanta su entusiasmo.

Phoebe pensó que había algo mágico en la cadencia de su tono. Su inglés era perfecto, pero a la vez demasiado formal. Tenía también un rastro de acento, que no consiguió identificar.

La tocó ligeramente la barbilla, como pidiéndole que alzara la cabeza. Fue un contacto fugaz, pero Phoebe se estremeció de la cabeza a los pies.

– ¿Qué la ha traído a mi isla? -le preguntó el desconocido con tono suave.

– ¿Usted vive aquí?

– Toda mi vida he vivido aquí -se encogió de hombros-. Mi familia lleva cerca de quinientos años establecida en la isla. Vinimos a por especias y nos quedamos por el petróleo.

– Oh, vaya… Yo, er… quería visitarla porque una pariente mía, una tía abuela, nació aquí. Siempre estaba hablando de la isla y de lo mucho que lamentó tener que marcharse. Falleció hace unos meses -parte de la felicidad que la invadía desapareció víctima de una punzada de soledad-. Ella quería que yo viera mundo, y su última voluntad fue precisamente que empezara mi viaje por la isla donde nació.

– ¿Estaban muy unidas?

Phoebe se apoyó en la vitrina de las joyas. Por el rabillo del ojo vio que las dos dependientas los estaban mirando con expresión inquieta. Sin embargo, no se decidían a acercarse.

– Ella me crió -respondió, volviendo de nuevo su atención al desconocido-. Nunca llegué a conocer a mi padre, y mi madre murió cuando yo tenía ocho años. La tía Ayanna se hizo cargo de mí -sonrió al recordarlo-. Yo nací en Colorado, así que trasladarme a Florida fue una experiencia excitante. Ayanna decía que era el lugar más parecido a Lucia-Serrat que había podido encontrar. Echaba mucho de menos la isla.

– Así que usted ha querido honrar su memoria visitándola.

Phoebe nunca lo había considerado de esa manera. Sonrió.

– Pues sí. Quiero visitar los lugares que a ella tanto le gustaron. Incluso me facilitó una lista.

El alto desconocido estiró una mano. Obviamente quería leer aquella lista. Phoebe la sacó de un bolsillo exterior del bolso y se la entregó.

El hombre desdobló la hoja de papel y la leyó en silencio. Mientras tanto, Phoebe aprovechó la oportunidad para estudiar su espeso cabello, la longitud de sus pestañas, su poderosa constitución física. No estaban muy cerca, y sin embargo habría jurado que podía sentir el calor de su cuerpo.

Se apresuró a decirse que era una locura pensar esas cosas. Pero era cierro. Un delicioso calor la envolvió mientras continuaba observándolo.

– Una excelente elección -sentenció él al tiempo que le devolvía la lista-. ¿Conoced usted la leyenda de la Punta Lucia?

Hacía mucho tiempo que Phoebe había memorizado la lista de lugares de Ayanna. La Punta Lucia era el segundo comenzando por el final.

– No.

– Se dice que sólo pueden visitarlo los amantes. Si hacen el amor a la sombra de la cascada, serán bendecidos durante el resto de sus días. ¿Ha traído a su amante con usted?

Phoebe sospechaba que se estaba burlando de ella, pero aun así no pudo evitar ruborizarse. ¿Un amante? ¿Acaso aquel hombre, sólo con mirarla, no podía adivinar que nunca había tenido un novio, y mucho menos un amante?

Antes de que se le ocurriera algo que decir, preferiblemente algo ingenioso y sofisticado, un hombre de uniforme apareció a su lado.

– ¿Señorita Phoebe Carson? He venido para llevarla a su hotel -le hizo una cortés reverencia y recogió su equipaje-. Cuando guste -añadió, y salió de la tienda.

Phoebe miró por la ventana y vio una camioneta verde aparcada a la entrada. En un costado se podía leer, en letras doradas, Parrot Bay Inn, que era el nombre del que sería su alojamiento durante el mes siguiente.

– Han venido a buscarme -informó al desconocido que se había detenido a charlar con ella.

– Ya lo veo. Espero que disfrute de su estancia en Lucia-Serrat.

Sus ojos oscuros parecían traspasarla, asomarse a su interior. ¿Podría leerle el pensamiento? Esperaba que no, porque si ése era el caso, descubriría que no era más que una joven ingenua e inexperta que, al lado de un hombre como él, se sentía completamente fuera de su ambiente.

– Ha sido usted muy amable -murmuró, dado que no se le ocurría otra cosa.

– Ha sido un placer.

Antes de que Phoebe pudiera volverse, el desconocido le tomó una mano, inclinó la cabeza y le besó levemente los dedos. Aquel anticuado y encantador gesto le robó el aliento, al tiempo que le provocaba un delicioso cosquilleo que le subió por el brazo.

– Quizá tengamos la suerte de volver a encontrarnos en alguna otra ocasión.

Phoebe era incapaz de pronunciar palabra. Afortunadamente, él se marchó antes de que ella pudiera hacer algo realmente embarazoso, como tartamudear o balbucear. Al cabo de un par de segundos fue capaz de volver a respirar. Luego se obligó a caminar. Abandonó la tienda y salió a la calle. Sólo entonces, una vez instalada en la camioneta del hotel, pensó en mirar al hombre que había conocido en aquella tienda. Ni siquiera sabía su nombre.

Pero por más que miraba, ya no podía verlo. El chófer se sentó al volante y arrancó. Cinco minutos después, habían dejado atrás el aeropuerto y enfilaban por una cartelera de dos carriles que bordeaba el acantilado, sobre el mar.

A su derecha, el océano se extendía hasta el horizonte, mientras que a su izquierda la voluptuosa vegetación tropical desbordaba la cuneta del camino. Manchas de color salpicaban los árboles, prueba de la presencia de los loros que habían colonizado la isla. Phoebe aspiró profundamente aquel aire salado que olía a tierra fresca y húmeda, recientemente lavada por las lluvias.

Sintió una punzada de entusiasmo. «Estoy realmente aquí», pensó cuando la camioneta llegó al hotel. El Parrot Bay Inn tenía dos siglos de antigüedad. El blanco edificio levantaba varios pisos de altura, con los dos inferiores cubiertos de buganvillas rojas y rosadas. El vestíbulo era un atrio abierto, con una mesa de recepción de madera tallada, testigo de la elegancia de otros tiempos. Una vez registrada, Phoebe se dejó guiar a la habitación.

Ayanna le había hecho prometer que visitaría la isla de Lucia-Serrat durante todo un mes, y que se alojaría durante todo el tiempo en el Parrot Bay Inn. Phoebe se negó a pensar en el precio mientras la conducían a una encantadora mini suite con vistas al océano y una romántica terraza digna de Romeo y Julieta. Cuando salió a tiempo de ver hundirse el sol, se sentía como si estuviera flotando.

Una paleta de tonalidades rojas y anaranjadas coloreaba el cielo. De azul, el agua del mar se había tornado verde oscura. Apoyada en la barandilla, Phoebe aspiró los aromas de la isla, saboreando el momento.

Cuando se hizo de noche, volvió a entrar en la habitación para deshacer el equipaje. La cama de dosel parecía cómoda y el baño, blanco y deliciosamente anticuado, era amplio y contenía todos los artículos necesarios. Aunque el silencio reinante le entristecía un poco, se negó a dejarse abatir por aquella sensación de soledad. Estaba acostumbrada a arreglárselas sola. Allí, en la isla donde había nacido su tía abuela, podría conocer todas aquellas cosas de las que tanto había oído hablar. Podría sentir la presencia de Ayanna, empezar a vivir su vida.

Justo cuando se disponía a bajar para cenar, llamaron a la puerta. Nada más abrir, un botones apareció ante ella cargado con un gran ramo de flores exóticas. El joven le entregó las flores y se marchó antes de que Phoebe pudiera protestar. Tenía que ser algún error. Nadie podía regalarle flores…

Aunque sabía que era una tontería, no pudo evitar imaginarse que quizá había sido el atractivo desconocido que había encontrado en la tienda del aeropuerto. No. No podía ser él. Debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, por lo menos. La habría mirado como a una niña, nada más. Aun Así, los dedos le temblaron mientras abría el sobre blanco que acompañaba las flores.

Espero que su estancia en la isla resulte deliciosa.

Ninguna firma. Lo que quería decir que aunque no había podido enviárselas el hombre de la tienda, ella podía imaginar que así había sido. Podía fantasear con que se había mostrado divertida y encantadora con él, en vez de tímida y vergonzosa. Que en lugar de llevar una ropa vieja y anticuada, había proyectado una imagen tan elegante y sofisticada que lo había dejado impresionado: al menos tanto como él la había dejado a ella.

A la mañana siguiente, Phoebe bajó por las escaleras en vez de utilizar el ascensor. Llevaba unos cómodos pantalones de algodón y sandalias, con un top debajo de una camisa de manga corta. Aunque Lucia-Serrat era un país oriental de ideas avanzadas, no quería ofender a nadie vistiendo de manera inmodesta, en su gran bolso de paja había metido crema bronceadora, algo de fruta, una botella de agua y un mapa. Ese día pensaba empezar a visitar los lugares de la lista de Ayanna, partiendo del más cercano al hotel.

Más adelante pensaba alquilar un coche y explorar los alrededores. En cuanto a lo de visitar la Punta Lucia… bueno, ya se enfrentaría con ese problema a su debido momento.

Phoebe bajó las escaleras de buen humor y entró en el vestíbulo del hotel.

– Buenos días. Confío en que haya descansado bien.

Se detuvo en seco, incapaz de creer lo que estaba viendo. Era él, el hombre que había conocido en la tienda el día anterior. En lugar del traje, llevaba un pantalón sport y una blanca camisa almidonada. Pero no tuvo el menor problema en reconocer sus hermosos rasgos y la familiar sensación de su propio estómago…

Él le sonrió, descubriendo una dentadura blanca y reluciente.

– Veo por su expresión de sorpresa que se acuerda de mí. Espero que el recuerdo sea agradable.

Phoebe evocó inmediatamente el último pensamiento que había tenido antes de dormirse: el leve beso que aquel hombre le había dado en la mano. Un intenso rubor le subió por la cara.

– Buenos días -susurró.

– Así que hoy piensa empezar su tour por mi isla. Me acuerdo: la lista de su tía. ¿Qué lugar va a visitar primero? Phoebe no supo qué decir.

– He pensado en empezar por la playa de Parrot Cove -respondió vacilante, ignorando lo que lo había traído al hotel, o el motivo de que se hubiera molestado en hablar con ella.

– La playa no. Aunque esta isla posee ciertamente las mejores playas del mundo, no hay nada extraordinario en la arena. He decidido que empezaremos por el baniano o higuera de Bengala.

Phoebe resistió el impulso de meterse un dedo en la oreja por si tenía algo dentro y no había oído bien.

– Yo, er… -suspiró-. No entiendo.

– Entonces tendré que ser más claro. Ayer me encantó lo que me contó sobre la última voluntad de su tía y he decidido ayudarla en su misión. En consecuencia, la acompañaré gustoso a todos los lugares de la lista -sonrió, divertido-. Bueno, quizá no a todos.

Phoebe pensó instantáneamente en Punta Lucia, como sin duda él había pretendido que hiciera. Pensó que debía de estar burlándose de ella. ¿Sería posible? Nadie se había tomado nunca el tiempo y la molestia de bromear con ella y tomarle el pelo. Y, por muy tentadora que fuese su oferta, había un par de cosas que no podía olvidar.

– Por nada del mundo querría suponer una molestia, y aunque usted estuviera dispuesto a compartir su tiempo conmigo… la verdad es que acabamos de conocernos. Ni siquiera sé su nombre.

El hombre se llevó una mano al pecho.

– Le ruego disculpe mi torpeza -le hizo una ligera reverencia-. Mi nombre es Mazin y estaré a su entera disposición durante todo el tiempo que usted guste.

Phoebe no podía creer que todo aquello pudiera estar sucediendo. Quizá en una película sí, pero no en la vida real, y desde luego no a ella. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que todo el mundo en el vestíbulo los estaba mirando. Vaciló, indecisa entre lo que quería hacer y lo que sabía que debía hacer.

– ¿Señorita Carson? -de repente se acercó un hombre. En la pequeña placa que llevaba en la solapa se leía su nombre y su cargo: Sr. Eldon. Director-. Yo le aseguro que… -miró a su interlocutor- que Mazin es un caballero honorable. No tiene por qué albergar ningún temor en su compañía.

– ¿Lo ve? Tengo gente dispuesta a avalar mi carácter. Vamos, Phoebe. Conozca las maravillas de Lucia-Serrat conmigo.

Estaba a punto de negarse, sobre todo porque se enorgullecía de su sensatez… cuando de repente recordó las palabras de Ayanna. Su tía había deseado para ella que viviera su vida a fondo, a tope, sin arrepentimientos ni lamentaciones. Y Phoebe estaba segura de que al final lamentaría rechazar la oferta de Mazin, por muy alocado e irresponsable que fuera aceptarla.

– Lo del baniano suena bien -respondió con tono suave, y se dejó guiar al coche que los estaba esperando.

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