Ocho

Phoebe se despertó justo antes del amanecer. Un peso nada familiar le oprimía la cintura; tardó un segundo en darse cuenta de que era el brazo de Mazin. Sonriendo, se apretó aún más contra él.

– Buenos días -le susurró él al oído. Estaba detrás de ella, envolviéndola con su cuerpo-. ¿Cómo te sientes?

– Maravillosamente bien -respondió, feliz.

Algo duro le estaba presionando un muslo. Soltó una risita.

– No sabía que la gente podía hacer el amor tan a menudo.

– Te aseguro que cuatro veces en una noche no es nada normal. Tú me inspiras -se retiró un tanto-. Sin embargo, todo esto es demasiado nuevo para ti, así que me contendré.

Phoebe recordó una de las ocasiones en que habían hecho el amor. Sin que llegara a penetrarla, la había besado íntimamente hasta provocarle el orgasmo. Luego le había enseñado a complacerlo a él de la misma manera. Tal y como le había prometido, había tantas cosas que descubrir y que explorar…

– Vaya -gruñó Mazin, mirando su reloj-. Tengo que volver a casa, paloma mía. Cada mañana desayuno con Dabir y no me gustaría tener que explicarle mi ausencia. Pero volveré dentro de unas horas y entonces podremos ir a Punta Lucia -se inclinó para besarla-. Allí, bajo la cascada, te haré el amor.

Phoebe se derretía solamente de pensarlo.

Mazin y se levantó y se vistió rápidamente. Antes de marcharse, volvió a besarla.

– Échame de menos -le dijo-. Como yo te echaré de menos a ti.

– Siempre -le prometió ella, sincera.


El fragor de la cascada era ensordecedor. Phoebe se había quedado sin aliento ante el espectáculo de la inmensa masa de agua cayendo desde una altura de varias decenas de metros. Con la espalda recostada contra el pecho de Mazin, una finísima niebla le refrescaba los brazos y la cara.

Era un momento perfecto, pensó feliz. La noche anterior había aprendido lo que significaba ser amada por un hombre. Una y otra vez Mazin la había acariciado, la había besado, le había mostrado el paraíso. Con un poco de práctica, ella también aprendería a seducirlo. Porque quería aprender. Quería hacerlo temblar y disfrutar.

Quería que él la amara.

Suspiró. El amor. ¿Podía un hombre como Mazin amar a una mujer como ella? Phoebe era joven y no había tenido su experiencia de la vida. Mazin era un hombre de mundo, y muy rico. Tenían muy poco en común. Y sin embargo… con él se sentía perfecta, realizada. En aquel momento, mientras se dejaba abrazar, tenía la sensación de haber vuelto a casa, de encontrarse en casa. ¿Cómo era posible que sus sentimientos fueran tan fuertes sin que él experimentara lo mismo?

¿Era posible que pudiera amarlo tanto y que él no sintiera nada por ella?

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Mazin, al oído.

– Que las cascadas son muy bonitas… ¿de verdad vamos a hacer el amor allí?

Mazin la hizo volverse y la besó. Phoebe reconoció la pasión que relampagueaba en sus ojos.

– No dudes de mi deseo por ti, paloma mía -le dijo mientras le tomaba una mano y se la ponía sobre su sexo excitado.

Ya estaba duro.

– Oh, Mazin… -lo abrazó de la cintura.

– Sí. Pronuncia mi nombre -murmuró contra sus labios-. Sólo el mío.

La desvistió lentamente hasta que quedó completamente desnuda, sobre la manta que había traído consigo. La luz del sol se filtraba a través de las hojas de los árboles, veteando de sombras sus muslos, sus senos. Mazin también se desnudó y se tumbó a su lado.

Phoebe no tardó en derretirse de deseo bajo sus besos. Estaba ardiendo por dentro, la humedad de su sexo atestiguaba su disposición. Cuando Mazin empezó a acariciarla íntimamente, se estremeció a la espera del inminente orgasmo.

Mazin la fue arrastrando hasta el clímax, y justo cuando Phoebe estaba a punto de entrar en el paraíso, se tumbó de espaldas y la sentó encima de él. Aquella postura poco familiar le resultó algo incómoda al principio, pero pronto descubrió su ventaja, que no era otra que llevar la iniciativa y controlar el ritmo.

Mientras Phoebe se alzaba y bajaba, deslizándose a lo largo de su miembro, él introdujo una mano entre sus cuerpos y empezó a frotarle el clítoris. La tensión la hizo estremecerse, temblar, gritar.

Perdió el control allí mismo, a plena luz del día, con el estruendo de las cascadas como fondo. Mazin se estremeció bajó su cuerpo, tan desquiciado como ella, gritando su nombre.

– Tenemos que hablar -le dijo algo más tarde, cuando acababan de vestirse y se dirigían de vuelta al coche-. Hay algo que no te he dicho.

A Phoebe no le gustó aquello. Sintió un escalofrío, como si el sol hubiera desaparecido de repente detrás de una nube. ¿Iba a decirle que su relación había terminado?

– Yo no quiero hablar -le dijo apresurada-. Me marcharé dentro de unos días. ¿Por qué no podemos atesorar estos recuerdos tan felices hasta entonces?

Mazin suspiró.

– Phoebe, no quiero asustarte. No pretendo acabar nuestra relación… simplemente lo que quiero es cambiarla. Pero antes de hacerlo, debo contarte la verdad sobre mi persona.

Phoebe subió al coche. Si antes se había estremecido de expectación, en ese momento estaba temblando de frío. Quiso envolverse en la manta que había traído Mazin. El problema era que estaba impregnada de la dulce fragancia de su amor, y sabía que si la olía, se echaría a llorar.

Y estaba decidida a no llorar, le dijera lo que le dijera Mazin. Si no a él, se lo debía a sí misma. Esperó a que estuviera sentado al volante.

– Estás casado.

Se volvió para mirarla.

– Ya te lo dije, mi mujer murió hace seis años. No he vuelto a casarme desde entonces. Durante un tiempo pensé en hacerlo, pero encontrar a alguien se reveló una tarea imposible, así que renuncié a la idea -encendió el motor-. No lo estoy haciendo muy bien. Quizá, en vez de decírtelo, debería enseñártelo. Quiero… -vaciló-. La mayor parte de las mujeres estarían encantadas de saberlo, pero no estoy muy seguro de cuál será tu reacción…

Si lo que pretendía era hacer que se sintiera mejor, estaba haciendo un pésimo trabajo. Phoebe se mordió el labio mientras se dirigían hacia el norte. Por un parte ansiaba escuchar lo que tuviera que decirle, porque si le decía a la cara que su relación se había acabado, entonces, con el tiempo, quizá podría dejar de amarlo. Pero si huía, si se negaba a escucharlo… entonces jamás podría superar su recuerdo.

Aunque, ciertamente, la idea de encerrarse en su hotel y no volver a salir hasta la hora de salida del avión no dejaba de resultarle atractiva.

Tan absorta estaba en esos pensamientos que no se dio cuenta de que se hallaban en la carretera que llevaba al palacio. Un nudo le cerró la garganta.

– Mazin, ¿por qué estamos aquí?

Él no le dijo nada. El cerebro de Phoebe empezó a trabajar a toda velocidad. Varias posibilidades se le ocurrieron, sin que ninguna le gustara especialmente. En lugar de aparcar delante del palacio, Mazin continuó por una carretera lateral que llevaba a un gran edificio. Ya se lo había enseñado antes: la residencia privada del príncipe.

Fue como si el mundo entero cediera bajo sus pies. Se le paralizó el cerebro, el corazón dejó de latirle por un segundo, y luego empezó de nuevo, esa vez a un ritmo acelerado.

Pero antes de que cualquiera de los dos pudiera decir algo, un niño pequeño salió de un bosquecillo cercano y corrió hacia el coche.

Mazin aminoró la velocidad y aparcó en el arcén de la carretera. Dabir se acercó a la puerta de Phoebe y la abrió.

– ¿Se lo has pedido? ¿Te ha dicho que sí? -le preguntó a su padre.

– Dabir, aún no hemos hablado de nada -gruñó Mazin, aunque su hijo no se mostró nada impresionado por su mal humor-. Necesitamos más tiempo.

– Pero si habéis tenido toda la mañana -se quejó el niño-. ¿Le dijiste que me parece muy bonita? ¿Y lo de que se convertiría en princesa?

– ¡Dabir!

– Dígale que sí, señorita Carson… -le suplicó a Phoebe. Luego miró por última vez a su padre y se marchó por donde había venido.

Phoebe no sabía qué decir ni qué pensar. Se sentía como si acabara de caer en otra dimensión, en otro universo.

– ¿Ma-Mazin?

– No era esto lo que había planeado -suspiró-. Estamos sentados en el coche. No es nada romántico -desabrochándose el cinturón de seguridad, se volvió hacia ella-. Phoebe, lo que no te dije es que soy algo más que un alto funcionario del gobierno de Lucia-Serrat. Soy el príncipe Nasri Mazin. Gobierno esta isla. La casa que tienes delante es mi hogar. Mis hijos son príncipes.

Phoebe parpadeó varias veces.

– ¿El-el príncipe? No -susurró-. No puede ser.

– Me temo que sí -se encogió de hombros.

Phoebe se quedó mirando su rostro familiar, sus ojos oscuros, su boca de labios firmes. La boca que tanto había besado y que la había besado a ella en tantos y tantos íntimos lugares… Se le encendieron las mejillas.

– ¡Pero si te he visto desnudo!

– Y yo a ti -sonrió.

Pero ella no quería pensar en eso.

– No lo entiendo. Si de verdad eres un príncipe, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Y por qué querías estar conmigo?

Mazin le apartó con delicadeza un mechón de cabello de la frente.

– Cuando te vi en el aeropuerto, acababa de volver de un largo viaje. Durante todo el tiempo había estado pensando en que debía buscar una esposa. No esperaba casarme por amor, pero confiaba en encontrar a una mujer con quien pudiera sentirme cómodo, disfrutar de la vida con ella. No tuve suerte. Las mujeres que conocí me aburrían. Me cansé de que solamente me quisieran por mi posición, o por mi dinero. Volví a casa cansado y descorazonado -se encogió de hombros-. Entonces vi a una preciosa jovencita entrar en una tienda del aeropuerto. Parecía fresca, espontánea, encantadora, y muy distinta de las otras mujeres que había conocido. La seguí por impulso. La misma impresión me causó al hablar con ella. No tenía la menor idea de quién era yo. Al principio pensé que aquella supuesta inocencia era un juego, una simulación, pero con el tiempo descubrí que era tan genuina como la mujer misma. Y me sentí intrigado.

Phoebe seguía sin poder pensar con coherencia.

– Pero Mazin… -tragó saliva-. Digo… príncipe Nasri… -cerró los ojos con fuerza. Aquello no podía estar sucediéndole. ¿Un príncipe? ¿Se había enamorado de un príncipe? Lo que quería decir que las pocas y débiles esperanzas que hubiera podido tener de un futuro para su relación acababan de desvanecerse como el humo.

– Phoebe, no te pongas tan triste…

Abrió los ojos y se lo quedó mirando fijamente.

– No estoy triste. Me siento como una estúpida, que es distinto. Debería haberlo adivinado.

– Yo me esforcé bastante para que no te dieras cuenta. Programaba nuestras salidas por adelantado, para que no pudiéramos encontrarnos con nadie.

Y ella que había pensado que el motivo era la temporada baja… Efectivamente, había sido una estúpida.

– Supongo que nadie me creerá cuando cuente todo esto, a mi vuelta a casa.

– Ayanna te habría creído -le dijo él con tono suave.

Phoebe asintió. Ayanna lo habría entendido todo, pensó con un suspiro. Porque lo mismo le había sucedido a su tía. Y Ayanna se había pasado el resto de su vida amando al único hombre que nunca pudo conseguir.

Un fuerte dolor le atenazó el pecho, dificultándole la respiración.

– Creo que deberías… er… llevarme de vuelta al hotel -murmuró.

– Pero todavía no he respondido a tu segunda pregunta.

No estaba segura de cuánto tiempo más podría seguir resistiendo sin llorar.

– ¿Qué-qué pregunta era ésa?

– Me preguntaste por qué quería estar contigo.

Oh. No estaba muy segura de que quisiera escuchar la respuesta. Podía ser buena. O no lo bastante buena.

Mazin le puso las manos sobre los hombros:

– Me hechizaste. No suelo conocer a mucha gente que no sepa de antemano que soy el príncipe Nasri de Lucia-Serrat. Contigo, pude ser yo mismo. Cuando me hablaste de la lista de lugares de tu tía, decidí enseñártelos. Quería pasar tiempo contigo. Llegar a conocerte bien.

Aquello no era tan malo… Phoebe se obligó a sonreír.

– Te agradezco todo lo que has hecho por mí. Fuiste muy amable.

Mazin sacudió la cabeza.

– ¿Crees que la amabilidad fue mi único motivo?

– Bueno, yo pensé que, quizá al cabo de un tiempo… podrías querer seducirme…

Mazin soltó un gruñido, se inclinó hacia ella y la besó en la boca.

– Sí, quería acostarme contigo, pero hubo mucho más que eso -le confesó entre besos-. Quería estar contigo. No podía olvidarte. Llegaste a convertirte en una persona muy importante para mí. Yo no pensaba presentarte a mi hijo, pero al final sucedió, por pura casualidad. Dabir piensa que eres encantadora… y que serías una excelente madre para él.

Si antes había tenido la sensación de que el mundo basculaba bajo sus pies, en ese momento empezó a girar sin control. Le temblaban los dedos mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Bajó tambaleándose del coche; iba a desmayarse. Peor aún: iba a vomitar.

Mazin se apresuró a reunirse con ella.

– ¿Phoebe? ¿Qué te pasa?

– ¿Quieres que ocupe el lugar de Nana?

No. Eso no era posible. Ella no podía quedarse allí y cuidar de Dabir, viendo todo el tiempo a su padre en compañía de otras mujeres. Aquello la destrozaría. Dejando aparte los deseos de su corazón, tenía sus propios sueños, que no incluían quedarse en Lucia-Serrat en calidad de niñera.

Mazin la sacudió suavemente de los hombros.

– ¿Es eso lo que crees? -se la quedó mirando fijamente a los ojos, antes de atraerla hacia sí-. ¿Pero es que no te das cuenta de que te amo, tontita? ¿Qué te habías pensado? ¿Qué quería contratarte como niñera de mi hijo? A Dabir no le faltan niñeras. Lo que no tengo es una madre para él y una esposa para mí. No tengo una mujer a quien amar… y que me ame a su vez.

Phoebe retrocedió un paso, sin dejar de mirarlo. Sus palabras seguían resonando en sus oídos, pero era incapaz de asimilarlas.

– No entiendo.

– Obviamente -y la besó.

Mientras se dejaba envolver en sus brazos, Phoebe se permitió creer que tal vez le estuviera diciendo la verdad.

– ¿Tú me amas? -inquirió, sin aliento.

– Sí, paloma mía. Y sospecho que desde el principio -le acarició el cabello, y luego una mejilla-. Durante muchos años me he sentido desencantado con mi vida. Quería a mis hijos, sí, pero ellos no conseguían llenar por completo mi corazón. He viajado por medio mundo y nunca me he sentido cómodo en ninguna parte… hasta que te conocí. Cuando miré esta isla a través de tus ojos, fue realmente como si la viera por primera vez. Tu serena fuerza, tu sincero corazón, su espíritu generoso me conmovieron y me curaron -la besó de nuevo-. Cásate conmigo, Phoebe. Cásate conmigo y quédate aquí. Sé una madre para mis hijos, una princesa para mi pueblo. Pero, sobre todo, ámame siempre, como yo te amaré a ti.

– ¿Una prin-princesa?

Mazin sonrió.

– Esta es una isla pequeña. Tus responsabilidades no serán muy agobiantes.

– No me importa el trabajo. Es que nunca había imaginado que me sucedería algo parecido…

– ¿Eso es un «sí»?

Contempló sus ojos oscuros. No le importaba que fuera un príncipe. Lo que le importaba era que lo amaba, nada más. Aquello no era su sueño… era algo mucho más grande, mucho mejor. Era el deseo de su corazón.

– Sí.

Mazin la atrajo hacia sí y la abrazó como si no quisiera separarse nunca de ella.

– Para siempre -le prometió-. Viviremos la vida a fondo, intensamente y sin arrepentimientos. Tal y como Ayanna habría querido…

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