La joven lanzó una última y tentativa mirada por encima de su hombro antes de subir a su Mercedes. Mazin le cerró la puerta y rodeó el morro para sentarse el volante, pensando durante todo el tiempo en lo que estaba haciendo…
No tenía tiempo para jugar con niñas, porque eso era exactamente lo que era Phoebe Carson: una niña de unos veinte años. Demasiado joven e inexperta para salir bien librada en aquella clase de juegos. Entonces, ¿por qué se molestaba? Peor aún: ¿por qué estaba malgastando su tiempo?
Una vez ante el volante, se volvió para mirarla. Ella lo estaba mirando fijamente, con los ojos muy abiertos: como si fuera un conejillo asustado y él un mortal depredador. Una metáfora perfecta, pensó irónico. Debería marcharse, decirle que estaba demasiado ocupado para llevarla a dar una vuelta por la isla. Si quería una mujer, que no una niña, había docenas que volarían a su lado al primer indicio de interés por su parte. Lo conocían a él y a su mundo. Sabían lo que se esperaba de ellas. Entendían las reglas.
Phoebe, en cambio, no entendía nada. Incluso mientras arrancaba el coche, supo que estaba cometiendo un error. Porque estaba actuando de manera insensata, algo que jamás se permitía hacer. La naturaleza de su carácter no le permitía aprovecharse de aquéllos que no estaban a su altura. Pero entonces… ¿por qué estaba en aquel momento con ella?
El día anterior la había visto atravesar la aduana. Le había parecido una chica valiente a la vez que asustada… y terriblemente inocente. Más tarde, cuando vio que estaba sola y que no acudía nadie a recogerla, se había acercado a ella por razones que todavía no conseguía explicarse.
El también acababa de volver de viaje del extranjero, y en vez de correr a casa, se había molestado en abordarla y hablar con ella. Y, después de aquello, ya no había podido olvidarse de ella.
«Una locura», se dijo. Una simple locura.
– Parece que hace muy buen tiempo -dijo Phoebe, interrumpiendo sus pensamientos.
El cielo estaba azul, sin nubes.
– Ésta es nuestra estación seca. Sólo cae alguna que otra llovizna. En el otoño llega la estación húmeda, seguida de varios meses de monzón. A veces me sorprende que la isla entera no haya sido barrida por el mar. Pero sobrevivimos, y después de las lluvias, todo vuelve a brotar.
Quizá fueran sus ojos, pensó mientras volvía a fijar la mirada en la carretera: eran tan grandes y azules… «Confiados», pesó, sombrío. Ella era demasiado confiada. Nadie podía ser tan inocente. Apretó los dientes. ¿Era ése el problema? ¿Pensaba que ella estaba fingiendo?
No estaba seguro. ¿Las mujeres como ella existían, o era todo una elaborada farsa para acercarse a él? La miró, contemplando la larga melena rubia que se había recogido en una trenza, así como su ropa sencilla y barata. ¿Estaría intentando hacerle bajar la guardia haciéndose pasar por alguien que no pertenecía a su ambiente? Si hubiera sido así, lo habría notado. Por razones que no conseguía explicar, aquella chica lo intrigaba.
Así que jugaría a su juego, fuera el que fuese, hasta que descubriera la verdad, o se cansara de ella. Porque Terminaría cansándose de ella. Siempre era así.
– Dijiste que tu familia llevaba aquí cinco siglos -le dijo ella, lanzándole una rápida mirada antes de volver a concentrar su atención en el paisaje.
– La isla fue primeramente descubierta por exploradores procedentes de Bahania hará unos mil años. Estaba sin habitar y la consideraron tierra sagrada. Cuando los viajeros europeos partieron a la conquista del Nuevo Mundo, el rey de Bahania temió que su paraíso privado fuera a caer en manos de la monarquía portuguesa, la hispánica o la inglesa, así que envió a unos parientes suyos a colonizarla. Al final, la isla se fue poblando y obtuvo la soberanía. Hasta el día de hoy, el príncipe real de la isla siempre ha estado emparentado con el monarca de Bahania.
Phoebe se volvió para mirarlo, con los ojos muy abiertos.
– Supongo que sabía que había un príncipe, porque fue precisamente por su culpa por lo que mi tía abuela tuvo que marcharse, pero hasta ahora me había olvidado de ello… ¿Vive en la isla?
– Sí. Reside de manera permanente en ella.
Lo estaba mirando como si fuera a hacerle otra pregunta cuando llegaron a un claro en el bosque y el mar apareció ante ellos.
– Es precioso -comentó Phoebe, impresionada.
– ¿No sueles ver mucho el mar allá donde vives?
– A veces -sonrió-. La casa de Ayanna está a varios kilómetros tierra adentro. Yo solía frecuentar mucho la playa cuando estaba estudiando, pero una vez que ella se puso enferma, ya no tuve tiempo.
Ella apoyó las puntas de los dedos en el cristal de la ventanilla. Sus manos parecían tan delicadas como el resto de su cuerpo. Mazin contempló su ropa: era vieja, pero bien cuidada. Con un vestido de diseñador, un poco de maquillaje y un peinado a la moda, sería toda una belleza. Pero, tal como iba, no era más que una simple paloma gris.
Aunque la fantasía de una Phoebe femme fatale no dejaba de atraerle, se sorprendió a sí mismo igualmente atraído por la pequeña paloma que estaba sentada a su lado.
Una paloma que, por cierto, ignoraba en absoluto quién era él. Quizá eso formara parte de su atractivo. Raras eran las ocasiones en que pasaba tiempo con mujeres que no sabían quién era ni lo que podía llegar a darles.
– Hay un bosquecillo de pimenteros -dijo de repente, señalando a su izquierda.
Se volvió para mirarla. En el instante en que ella se inclinó para mirar, Mazin reconoció su aroma. A jabón, pensó, casi sonriéndose. Olía al jabón de rosas del Parrot Bay Inn.
– Decenas de pimientas de diferentes clases se cultivan aquí.
– ¿Qué flores son ésas? -preguntó ella-. ¿Son las de los pimenteros?
– No, son orquídeas. Son parásitas, se agarran a ramas de los árboles. La gente las usa para decoración, pero también para perfumes. Los árboles de mango son los mejores anfitriones, pero puedes encontrar orquídeas en casi cualquier árbol de la isla.
– Dijiste que también hay petróleo en la isla. ¿O es en el mar?
– Hay en la tierra y en el mar.
Mazin esperó, preguntándose si sería en aquel momento cuando por fin descubriera su juego. El interés por el petróleo significaba interés por el dinero… especialmente por el suyo. Pero Phoebe ni siquiera pestañeó. Volvió a mirar por la ventanilla, como si el tema del petróleo no le preocupara lo más mínimo.
Ahora que pensaba sobre ello, se daba cuenta de que el entusiasmo que había demostrado por la isla era mucho mayor que el que había demostrado por su compañía. ¿Sería realmente la tímida y sencilla turista que parecía ser?
No podía recordar la última vez que una mujer no había escuchado con embeleso cada una de sus palabras. Si aquello era cierto, se trataba, desde luego, de una experiencia única.
A la vuelta de un recodo de la carretera, apareció ante ellos el gran bazar de la isla.
– El mercado de Lucia-Serrat tiene unos cinco siglos de antigüedad. Incluso conserva parte de las murallas.
Phoebe juntó las manos, deleitada.
– Oh, Mazin, tenemos que parar… Mira lo que están vendiendo. Esas vasijas de cobre y esas flores y… oh, ¿eso es un mono?
Rió al ver a un pequeño mono saltando de silla en silla en la terraza de un café para terminar robando una pieza de mango, en un puesto cercano. El dueño del mono se apresuró a pagar al tendero antes de que llegara a enfadarse.
Mazin negó con la cabeza.
– Hoy no, Phoebe. Dejaremos el bazar para otro día. Recuerda que tienes una lista. Para poder verlo todo debemos proceder con orden.
– Por supuesto -se recostó de nuevo en su asiento-. El sentido del orden es algo que siempre he defendido -suspiró-. Lo que pasa es que esta isla tiene algo especial, algo que me hace desear olvidarme de todo, ser… imprudente -le sonrió-. Aunque yo no soy una persona de naturaleza imprudente.
– Ya.
Sus inocentes palabras, la luz de sus ojos y la sonrisa que se detuvo en sus labios le provocaron una punzada de deseo. La excitación fue tan inesperada que Mazin casi no la reconoció al principio.
La deseaba. ¿Cuándo había sido la última vez que no había hecho el amor automáticamente, por costumbre? Su deseo se había apagado hasta el punto de que apenas recordaba lo que era el dolor de la pasión. Se había acostado con las mujeres más bellas y expertas que había conocido, y ninguna de ellas había excitado su deseo más allá de lo necesario para cumplir en la cama. Y en ese momento, con aquella sencilla palomita gris, sentía un ardor que no había experimentado en años.
El destino había vuelto a gastarle una pesada broma.
– ¿Qué es lo que sabes de la Lucia-Serrat de hoy en día?
– Poca cosa. Ayanna me hablaba sobre todo del pasado. De cómo era la isla cuando ella tenía mi edad -una expresión de nostalgia iluminó su rostro-. Recuerdo que me hablaba de las espléndidas fiestas a las que asistía. Al parecer, en más de una ocasión fue invitada a la residencia del príncipe. Allí conoció a dignatarios visitantes de otros países. Incluso llegó a conocer al príncipe de Gales, el que se convertiría en el rey Eduardo y que terminó abdicando del trono por la señora Simpson. Ayanna me comentó que era un gran bailarín.
Le habló de las otras fiestas a las que había asistido su tía abuela. Mazin no estaba seguro de si su falta de conocimientos sobre la Lucia-Serrat actual era real o fingida. Si se trataba de una actuación, lo estaba haciendo maravillosamente bien. Si no…
No quería analizar esa posibilidad. Si Phoebe Carson era exactamente lo que parecía ser, no tenía sentido que se relacionase con ella. Estaba cansado y era demasiado mayor. Desgraciadamente, después de aquella repentina e inesperada punzada de excitación, dudaba que fuera lo suficientemente noble como para retirarse.
– Mira -le dijo, señalando su ventanilla-. Hay loros en los árboles.
Phoebe se estiró para ver mejor y bajó el cristal. Los altos árboles bullían de aves multicolores. Rojos, verdes y azules se mezclaban en un inquiero arco iris. Aspirando el dulce aroma de la isla, volvió a pensar en el milagro de que estuviera en ese momento allí, viendo todo aquello.
Mazin giró a la izquierda, tierra adentro. Mazin. Phoebe todavía no podía creer que hubiera ido a buscarla aquella mañana al hotel solamente para enseñarle la isla y ayudarla con la lista de Ayanna. Los hombres nunca se fijaban en ella. Ya era suficientemente increíble que se hubiera detenido a hablar con ella el día anterior, pero que se hubiera acordado de su persona después… ¿quién habría pensado que algo así sería posible?
Se secó las palmas de las manos en el pantalón: las tenía húmedas de sudor. Nervios, pensó. Nunca había conocido a nadie como Mazin. Era un hombre tan sofisticado… La ponía nerviosa.
Delante de ellos, un cartel indicador llamó su atención. Tenía la figura tallada de un pequeño animal, sentado sobre sus patas traseras y con la cabeza levantada hacia el cielo.
– Meerkats. Oh, mira… es una reserva.
– Supongo que también irás a pedirme que nos detengamos aquí.
Quería hacerlo, desde luego, pero sabía que el baniano sería ciertamente un mejor destino que visitar con su compañero. Al menos, viendo aquel árbol, no se pondría a parlotear como una estúpida, de puro entusiasmo. Porque seguro que verse rodeada de aquellas simpáticas criaturas le produciría ese efecto.
– Estoy decidida a atenerme al programa -le dijo, intentando parecer madura-. Ya veré los meerkats otro día.
– Muy razonable -murmuró Mazin.
Su tono de voz llamó su atención. Lo miró, admirando su fuerte perfil, al aire de confianza y de poder que emanaba. Ignoraba por qué se molestaba en buscar su compañía, pero sabía que fueran cuales fuesen sus expectativas, estaba destinado a llevarse una decepción. Phoebe no tenía ninguna experiencia con el sexo opuesto. Aunque evidentemente él no podía estar interesado en ella en ese sentido…
– Probablemente te pareceré una niña -le dijo en un impulso. Se ruborizó instantáneamente y tuvo que reprimirse para no esconder la cara entre las manos. En lugar de ello, fingió interesarse por el paisaje.
– Una niña -repitió él-. Para nada. Una joven, en todo caso. ¿Qué edad tienes, Phoebe?
Pensó en mentirle, diciéndole una edad mayor, pero… ¿de qué serviría? La gente ya le echaba muchos menos años de los que tenía.
– Veintitrés.
– Eres una mujer adulta -se burló Mazin. Lo miró. Para su alivio, descubrió que su expresión era amable.
– No soy tan adulta. He visto muy poco mundo. Pero lo que he visto me ha enseñado a depender de mí misma -tragó saliva, y luego se arriesgó a preguntarle a su vez-: ¿Cuántos años tienes tú?
– Treinta y siete.
Hizo rápidamente el cálculo: le llevaba catorce años. No era una diferencia escandalosa, aunque ignoraba lo que Mazin pensaría al respecto. Sin ninguna duda, su mundo debía de ser increíblemente distinto del suyo. No tenían ninguna experiencia en común, lo cual podía agravar aún más esa diferencia de edad.
Aunque tampoco le importaba, desde luego. Phoebe no sabía por qué se había molestado en llevarla a conocer la isla, pero dudaba que tuviera algún interés personal en ella.
Se preguntó si habría estado alguna vez casado, pero antes de que pudiera reunir el coraje para formular la pregunta, Mazin se desvió por una estrecha carretera. Árboles y arbustos crecían a ambos lados, con sus hojas de un verde brillante rozando los costados del coche.
– El baniano está protegido por un decreto real -explicó Mazin mientras se detenía en un aparcamiento vacío-. Está catalogado como patrimonio nacional.
– ¿Un árbol?
– Valoramos lo que es único en nuestra isla.
Su ronca voz pareció acariciarle la piel. Phoebe se estremeció ligeramente mientras bajaba del coche. Sólo entonces se dio cuenta de que era un Mercedes enorme. Reconocía el símbolo de la marca, pero no tenía ni idea del modelo. Ella conducía un Honda de nueve años.
«Mundos diferentes», pensó de nuevo.
– ¿Está abierto el parque? -preguntó mientras caminaban por un sendero que llevaba a un patio cubierto, con un puesto de información. Miró a derecha y a izquierda-. No hay nadie por aquí.
– No estamos en temporada turística -le explicó Mazin mientras la guiaba suavemente de un codo-. Además, es demasiado temprano.
Phoebe contempló las diferentes especies de plantas. No reconocía ninguna. Había coloridos capullos por todas partes. Flores de color lavanda en forma de estrella colgando de los árboles. Vainas cubiertas de espinas de un rojo deslumbrante. Un aroma denso y salvaje impregnaba el aire, como si las flores hubieran conspirado para intoxicarla. Incluso el aire que rozaba su cuerpo era como una caricia sensual. Jamás había estado en un lugar semejante.
Mazin llegó primero al puesto de información y habló con el encargado. Phoebe alzó la mirada y vio que el precio de entrada eran tres dólares locales. Se disponía a sacar el dinero del bolso cuando de repente dudó. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? No se le había ocurrido esperar que Mazin le pagara la entrada, pero… ¿y si se molestaba?
Acababa de abrir la cremallera del bolso cuando Mazin se volvió hacia ella y la miró. Entrecerró los ojos oscuros.
– Ni se te ocurra insultarme, paloma mía.
Había un tono acerado detrás de sus palabras. Phoebe asintió y soltó el bolso. Luego se repitió para sus adentros la frase que le había soltado, deteniéndose en las últimas palabras: «paloma mía». Intentó decirse que no significaba nada. Ningún hombre la había llamado nunca de otra manera que no fuera por su nombre. Sin embargo, no era nada relevante. Probablemente utilizaría aquel lenguaje tan florido con cualquier persona.
Atesoraría aquel detalle en su memoria. De esa manera más tarde, cuando estuviera sola, lo recordaría y fingiría que había significado algo más. Sería como un inofensivo juego, ideal para combatir la soledad.
Mazin recogió los dos billetes y entraron por un arco cubierto de buganvillas.
– La gente piensa que el rojo y el rosa de las buganvillas son las flores -comentó Phoebe en otro impulso, antes de que pudiera evitarlo-. Y en realidad son las hojas. Las flores son muy pequeñas y suelen ser blancas.
– ¿Sabes de horticultura?
– Oh, en realidad no. Simplemente he leído eso en alguna parte. Leo muchas cosas. Tengo la cabeza llena de datos de todo tipo. Probablemente se me daría bien participar en un concurso de televisión.
Apretó los labios para no seguir hablando. Por fuerza tenía que parecerle una estúpida. Si continuaba comportándose como una imbécil, seguro que Mazin no querría pasar más tiempo con ella.
Las piedras del sendero se habían gastado y pulido por los años de uso. Entraron en una zona umbría, a la sombra de unos grandes árboles. A su alrededor, se extendían diversos jardines de flores. Al doblar una esquina, Phoebe se quedó sin aliento. Frente a ellos se alzaba el famoso baniano de Lucia-Serrat.
Desde donde estaban, ni siquiera podía ver el centro del árbol. Las ramas se diseminaban en todas direcciones, algunas tan gruesas como el tronco de una persona. Las raíces se alzaban del suelo para volver a anclar el árbol en decenas de lugares.
El árbol mismo se estiraba y extendía sin fin. Un pequeño letrero explicaba que la circunferencia de las raíces aéreas abarcaba unas cuatro hectáreas.
– ¿Es el más grande del mundo? -preguntó ella.
– No. En India existe uno todavía mayor. También hay otro baniano en Hawaii, aunque éste es más grande.
Las hojas eran enormes y ovaladas. Phoebe avanzó, internándose bajo varias ramas. Había recorridos señalizados entre la red de raíces aéreas. Casi con reverencia acarició la corteza, sorprendentemente lisa. Aquel árbol tenía siglos de existencia.
– Lo siento como si fuera un ser vivo más de la isla -murmuró, volviéndose para mirar a Mazin.
– Es muy fuerte. Una vez arraigado, puede sobrevivir a cualquier tormenta. Aunque una parte quede destruida, el resto sobrevive.
– A mí no me importaría ser tan fuerte, desde luego -se agachó para recoger una hoja que había en el suelo.
– ¿Por qué piensas que no lo eres?
Lo miró. Oculto por las sombras del árbol, su expresión era inescrutable. De repente Phoebe se dio cuenta de que no sabía nada sobre aquel hombre y que se encontraba en una isla desconocida. Podría tener la costumbre de secuestrar a las turistas que viajaban solas… Debería obrar con cautela. Desconfiar.
Y, sin embargo, no quería hacerlo. Aquel hombre no dejaba de atraerla. Tal vez fuera una estúpida por confiar en él, pero no podía evitarlo.
– La fuerza requiere conocimiento y experiencia. Yo no he vivido mucho. Tampoco he estudiado en la universidad -se incorporó, con la hoja en la mano-. Mi tía cayó enferma el verano siguiente al año de mi graduación en el instituto. Ella quería que viviera mi vida, pero yo decidí quedarme en casa para cuidarla -estuvo acariciando la hoja y luego la dejó caer al suelo-. No es que me queje: no me arrepiento de nada. Quise mucho a Ayanna y daría cualquier cosa por volver a tenerla a mi lado. Preferiría estar con ella ahora en vez de aquí o… -se interrumpió cuando se dio cuenta de lo que había dicho. Una oleada de vergüenza la invadió-. Lo siento. No pretendía insinuar que no esté disfrutando de tu compañía…
Mazin ignoró su disculpa con un gesto.
– No me he ofendido. El amor que le profesabas a tu tía es evidente.
La miraba como si estuviera delante de una extraña criatura que no hubiera visto antes. Phoebe se tocó una mejilla con el dorso de la mano, esperando que las sombras del árbol escondieran su rubor. Indudablemente debía de encontrarla sosa y aburrida.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó él bruscamente-. Hay una cafetería aquí cerca. Pensé que podríamos comer algo.
El corazón le dio un vuelco en el pecho, su vergüenza desapareció y fue como si el sol brillara todavía un poco más. Mazin le tendió la mano, a modo de invitación. Phoebe vaciló solamente un segundo antes de aceptarla.