– Si no tienes miedo, entonces es que estás nerviosa -dijo Nick, que parecía enojado, aunque no contra ella. Volvió a tocarla. Le puso una mano en el brazo como si fuera lo más natural seguir tocándola-. Después de lo que has pasado, puedo entenderlo -dijo-. Pero ya puedes dejar de estarlo.
La miró a los ojos.
– No te haré nada que tú no quieras que te haga.
Danielle estuvo a punto de echarse a reír, porque… ¡si él supiera lo que de repente quería que le hiciera!
– No dejas de tocarme -comentó.
– Es verdad -murmuró él, haciendo justamente eso-. Parece que no puedo evitarlo. ¿Te molesta? -mientras hablaba, resbaló una mano por la cintura de ella, hasta colocarla en la parte baja de la espalda.
¿La molestaba? Le alteraba el pulso, que estaba por las nubes.
– ¿Danielle? -le tomó la barbilla con la mano libre.
– No -levantó también una mano y la depositó sobre la de él-. Pero debes saber que no me interesa… -se interrumpió porque sí le interesaba. Le interesaba mucho.
Los dedos de él se posaron en sus labios para detener mentiras futuras. Miró su boca con una intensidad que hizo que a ella se le doblaran las rodillas. En la profundidad de su mirada, leyó una incertidumbre que sabía estaba en concordancia con la suya propia. Aquella sensación extraña e inexplicable lo alteraba tanto como a ella.
Mejor.
Si los dos se ponían nerviosos, podían olvidarse del tema.
– Ven conmigo -dijo él-. Revelaré el carrete, ya lo verás. Duerme un poco. Date al menos esa ventaja, ¿de acuerdo?
Una noche. Era muy tentador. Y luego seguiría su camino… sola con la excepción de Sadie.
Como tenía que ser.
– ¿Una noche?
– Una noche -con la mano todavía en su espalda, se acercó más y tendió la mano por encima de ella para apagar la última luz. Sus pechos se rozaban. Y sus caderas también.
Y todos los puntos intermedios se fundieron juntos. Una noche. La escandalizó darse cuenta de lo que quería hacer con esa noche única.
Nick era fuerte y cálido. Los pezones de ella seguían duros y dolorosos, y no pudo reprimir el sonido que salió de su garganta y que se asemejaba peligrosamente a los que hacía Sadie cuando quería que la acariciaran.
Los ojos de él, oscuros e intensos, se posaron en los suyos.
– ¿Estás bien?
No, no lo estaba. Le ardía el cuerpo. Tenía la sensación de que un alienígena se hubiera apoderado de él. Un alienígena cuyo único propósito fuera conseguir todo el placer posible.
Y no porque a ella no le gustara el placer, sino porque había aprendido a posponerlo ante otras cosas más importantes… como la supervivencia.
– Es solo que… no estoy acostumbrada a… -se interrumpió, avergonzada-. Bueno. Ya sabes.
– Sí -la voz de él era dura, y en las profundidades de sus ojos se percibía cierta oscuridad. Sus dedos se posaron un instante sobre la espalda de ella. Aunque él hablaba con calma, el bulto entre sus muslos, que se apretaba contra el bajo vientre de ella, traicionaba aquella calma-. No puedo evitar mi reacción contigo, Danielle. Eres hermosa. Lista. Fascinadora.
La joven hizo una mueca e intentó apartar la vista, pero él la sujetó con firmeza.
– Me excitas -dijo despacio-. Siempre ha sido así.
– ¿De verdad?
– De verdad. Pero lo que ocurre es que soy capaz de controlarme. Vamos a mi casa a revelar el carrete porque no es buena idea que te quedes aquí. Y vamos a buscar un descanso que necesitas mucho, ¿de acuerdo?
Danielle lo miró largo rato; asintió con la cabeza.
– Sí al carrete y el descanso. Pero lo de quedarme allí no lo sé.
– Cada cosa a su tiempo, entonces.
– Sí -susurró ella.
La sonrisa de él era perezosa… y dulce y cálida al mismo tiempo. Menos mal que la seguía tocando, ya que ella necesitaba su apoyo. Pero, de repente, él se apartó con una mueca.
– Desde el instituto no tenía este problema.
– ¿Problema? -preguntó ella.
La mueca dio paso a una risita nerviosa, y se pasó los dedos por el pelo, despeinándolo, antes de meterse las manos en los pantalones.
– Erecciones incontrolables.
– ¡Oh! -exclamó ella. Se sonrojó y no puedo evitar mirar directamente al punto indicado.
– Eso lo empeorará aún más -musitó él.
Danielle se llevó las manos a las mejillas, que le ardían, y se dio la vuelta.
Nick estaba al lado de Danielle en el estudio oscuro y sabía que se hallaba en apuros. Lo que no sabía era cómo había llegado hasta allí.
Se la llevaba a casa consigo porque lo necesitaba.
De acuerdo, no solo eso. También era porque él no quería dejarla salir así de su vida, como si no hubiera ocurrido nada.
Y no había ocurrido nada.
A menos que contara el modo en que le daba un vuelco el corazón al verla. Quizá si no la miraba…
Miró a Sadie.
– Parece tener calor -dijo, observando cómo jadeaba la perra.
– Necesita agua.
– Se la daremos antes de salir -volvió a la oficina, abrió el cuarto oscuro y sacó una papelera. Él estaba habituado a la oscuridad de allí, pero Danielle no, y chocó contra su pecho.
– ¡Oh! -exclamó; colocó la palma sobre el corazón de él.
A Nick se le aceleró el pulso. Había soñado con ella durante sus años de adolescente impresionable, pero aquello era ridículo.
– Espera aquí -se alejó de ella, llenó la papelera de agua fría en el lavabo y la depositó en el suelo.
Sadie se metió entre ellos en busca del agua. No se anduvo con contemplaciones. Introdujo la cabeza entera y empezó a beber, salpicando agua al suelo, a los zapatos de él y a todas partes.
Después levantó la cabeza, lo miró a los ojos y lanzó un ladrido vibrante que casi le perforó los tímpanos.
– Te da las gracias.
Nick miró a la perra, que tenía agua por toda la cara, y le caía en dos chorros a cada lado de la boca. Pensó en el lío que había en el suelo y en lo que dirían sus hermanas. Pensó en que tendría que ponerse a cuatro patas y frotar. Suspiró.
– De nada.
Iría a limpiar al día siguiente. Cuando su vida recuperara la normalidad y volviera a estar de vacaciones, sin ningún tipo de preocupaciones.
Entonces le llegó el aroma femenino de Danielle… e inhaló profundamente, al tiempo que deseaba enterrar el rostro en su pelo.
– Vámonos -gruñó.
Estaban en los escalones de fuera cuando oyó el coche que paraba. Danielle, a su lado, se puso tensa. Y lo mismo hizo Sadie.
Nick miró la calle y se puso rígido a su vez. ¡Maldición! Había olvidado algo que unas horas atrás le parecía importante.
Su cita con… ¿Muff? ¿Missy? No podía recordar su nombre. Se habían conocido en un bar dos noches atrás y había mucho ruido.
Habían acordado verse allí a las seis. No podía ser ya esa hora. ¿O sí? Una mirada al reloj le ayudó a comprobar que sí lo era.
– ¡Yuju! -lo saludo la mujer desde el coche, mientras aparcaba en doble fila. Entonces Missy… Muffy… No, Molly. Molly abrió la puerta del conductor, con su melena rubia rizada cayendo en cascadas sobre la espalda y su minúsculo vestido dorado brillando al sol. Sacó unas piernas larguísimas, y unos pechos redondos y llenos se agitaron mientras corría hacia él, sonriendo con aquella boca amplia y pintada que Nick había considerado sexy solo unas noches atrás.
Ahora, aunque le pareciera cruel pensar así, parecía un juguete, y no podía imaginar en qué estaba pensando cuando la invitó a salir. O quizá lo hizo precisamente porque no pensaba. Después de todo, no tenían nada en común, nada de lo que hablar. Ella no era como…
Danielle.
– Hola -los saludó Molly, acercándose. Miró a Danielle con curiosidad, pero sin ningún antagonismo, seguramente pensando que era demasiado reservada y nada deslumbrante para el gusto de Nick.
No podría haberse equivocado más. Para Nick, la expresión suave de Danielle, sus hermosos ojos sin pintar y su ropa discreta formaban una combinación más deseable de lo que podía imaginar.
– Molly -se acercó a ella, tratando de alejarla-. Lo siento -comentó. Le tendió la mano para evitar…
No, no evitó nada. Molly tiró de él hacia sí y le dio un abrazo que lo dejó bañado en perfume y seguramente con los labios llenos de carmín.
Por encima del hombro de ella, vio a Danielle, que se esforzaba por fingir que aquello no le importaba nada, pero en sus ojos había un dolor que encontró eco en el interior de él.
– Ya verás cuando veas lo que llevo debajo del vestido -le susurró Molly al oído.
Nick se apartó, sintiéndose estúpido e incómodo.
– Lo siento -repitió. La miró a los ojos y vio que empezaban a parecer desilusionados-, pero…
– Vas a anular la cita -suspiró Molly-. ¿Es el pelo? -Tocó sus rizos-. Demasiado libre, ¿eh? O quizá las uñas -extendió las manos para mostrar las uñas azul metálico con letras blancas que formaban palabras que describían puntos erógenos de la anatomía humana.
– No tiene nada que ver con eso. Estás… -ah, qué diablos. Aquello no se le daba bien-. Molly, ha venido una amiga mía y necesita ayuda y…
– Oh, comprendo -miró de nuevo a la silenciosa Danielle y sonrió-. ¿Lo cambiamos a otro día?
Nick miró su expresión esperanzada, cruzó los dedos y asintió.
– Otro día.
– De acuerdo -se inclinó, ofreciéndole una vista clara de sus generosos pechos, y lo besó una última vez-. Hasta pronto -susurró con una voz rica en promesas-. Adiós.
Nick esperó a que subiera al coche y se alejara antes de volverse a Danielle.
– Ah… ¿quieres seguirme? ¿O vamos en mi coche y ya volveremos a buscar el tuyo?
La sonrisa de ella era arisca; su voz, decididamente fría.
– Prefiero seguirte -sacó las llaves sin mirarlo-. No pretendía alterar tus planes para esta noche…
– Danielle, lo siento. Había olvidado…
La joven se volvió hacia él.
– Mira, acabemos con esto, ¿de acuerdo? Cuanto antes, mejor. Y así puedes irte con tu… novia -intentó alejarse, pero él no la dejó.
– No es mi novia.
– Lo que sea.
Dejó de intentar alejarse y lo miró fijamente.
– Ese tono de pintalabios no te sienta muy bien -pasó a su lado y se alejó malhumorada.
Ted Blackstone no podía creer que lo hubiera dejado. Danielle Douglass, la mujer a la que consideraba perfecta para él, un complemento para el resto de su vida, lo había dejado.
Nunca antes lo había plantado nadie.
Había crecido en una casa de padres poderosos e influyentes, y aunque no pasaba mucho tiempo en su compañía, ya que estaban muy ocupados ganando dinero, siempre había disfrutado de los frutos de su éxito.
Más tarde, como inversor financiero, se acostumbró a tener el mundo a sus pies. Una casa fabulosa, un buen coche, cuenta corriente bien surtida… pero aun así, siempre se había sentido… solo.
Hasta que llegó Danielle.
Ella lo miraba con adoración. Su mundo era el de ella, y él amaba eso… y a ella.
Cuando la incorporó a su vida, se sintió al fin satisfecho. En paz. Lo tenía todo, incluso una perra que ganaba campeonatos, lo cual aumentaba su gloria.
Y él amaba la gloria.
Oh, sí, todo aquello estaba muy bien. Pero luego cometió algunos errores en la Bolsa. Se vio obligado a recurrir a sus fondos personales y después, desesperado, siguió recurriendo cada vez más. Su cuenta corriente bajó mucho de repente y su casa y su coche corrían peligro.
Y para colmo de desgracias, Danielle, su adorada Danielle, lo había dejado llevándose a su perra campeona, la única inversión que le quedaba que valía algo. Y él quería recuperarlo todo.
Especialmente a Danielle. Y Ted Blackstone siempre conseguía lo que quería.