Capítulo 9

Marcus Benson no había domado más de cuatro horas seguidas desde que tenía catorce años. No había necesitado hacerlo y tampoco había querido. Si dormía, soñaba, y era más fácil sumergirse en los mercados financieros y hacer dinero que enfrentarse a los demonios del pasado. Hasta aquella noche.

Rose se levantó al amanecer y se dirigió al establo, seguida de cerca por los perros, encantados de tenerla de vuelta en casa. Marcus seguía durmiendo, y sólo se despertó cuando Harry, con una mochila al hombro y media tostada en la boca, salió de la casa.

– ¡Tú! -exclamó el muchacho el verlo en la cama. Se miraron. Después Marcus le echó una ojeada a su reloj y volvió a mirar al chico-. Has dormido con Rose -no era una acusación, sino una expresión de sorpresa.

– He dormido en el otro extremo del porche.

– Sí, nunca compartía su cama con nosotros -dijo Harry, dándote otro mordisco a la tostada-. Le decíamos que se estaba más calentito aquí, con nosotros, pero ella prefería los perros. Parece que también ha preferido los perros a ti, ¿no?

– Eso parece. Umm… ¿te vas al colegio?

– Sí -Harry le echó un vistazo a una nube de polvo que anunciaba la llegada del autobús escolar-. Tengo que irme. ¿Qué hay de cena esta noche? ¿Algo bueno? Hasta luego -y se fue con la tostada en la boca, la mochila a la espalda y los cordones de los zapatos desabrochados.

Marcus lo vio correr para subir al autobús por los pelos, sonrió y volvió a mirar su reloj. ¿Cómo demonios había dormido tanto? Desde el establo le llegaba el zumbido de la máquina de ordeñar y algún que otro mugido. ¿Rose ya estaba levantada y trabajando? Se suponía que él tenía que rescatarla, ¿no? Vaya príncipe que estaba hecho.

Pero ayudarla no era tan fácil como parecía. Cuando dos minutos después entró en el establo, la vaca más cercana retrocedió alarmada y Rose dijo:

– No te muevas.

Se detuvo y observó a Rose. Llevaba unos vaqueros desteñidos y una camisa que había remangado. Se había sujetado el cabello con un par de pinzas y llevaba botas de goma. Estaba en su ambiente, al contrario que él.

– He venido a ayudar -le dijo.

– Gracias, pero asustarás a las vacas. No están acostumbradas a ver en su establo a multimillonarios de Nueva York.

– No tenías por qué decirles que soy multimillonario -contestó con cautela, y ella sonrió.

– Lo habrían adivinado por los zapatos. Los zapatos de ante suave no pegan aquí.

– Supongo que no. Umm… ¿no tendrán tus hermanos un par de botas de goma por ahí?

Rose ajustó la máquina a las ubres de una vaca y se dirigió al siguiente animal.

– Sí que tienen, pero eso no ayudaría. Me lo estás poniendo más difícil.

– ¿Por estar aquí?

– A las vacas no les gustan los extraños.

– Pero tengo que hacer algo. No puedo quedarme de brazos cruzados dos semanas.

– Bueno… podrías pintar la casa de Hattie -dijo ella.

– ¿Para que puedas vivir en ella?

– No, yo me quedo en mi porche. Pero los chicos traen amigos de la universidad y una casa de invitados que no fuera rosa estaría bien. Sólo si realmente quieres ser útil, claro -le dedicó su mejor sonrisa-. Aunque si no quieres hacer nada, me parecería bien.

– ¿No hay ninguna cosa aparte de no hacer nada y pintar casas? -preguntó él.

– Podrías hacerme el desayuno -contestó Rose inmediatamente.

– ¿Has decidido que sea yo quien cocine?

– Creo que eso lo has decidido tú solo. Yo simplemente preparo un cuenco de cereales -le echó una mirada a las diez vacas que esperaban su turno pacientemente-. En media hora puedo estar en casa.

– ¿Para comer cereales?

– Cereales o cualquier otra cosa que haya decidido tu imaginación.

Marcus hizo tortitas en la casa de Rose. Se sentía raro. Podía verla a través de la ventana mientras cocinaba, y la siguió con la mirada mientras terminaba de ordeñar y se metía en una caseta que hacía de lavabo para asearse un poco.

La cocina de Rose, a diferencia de la de Hattie, era acogedora. Estaba claro que era allí donde Rose y los chicos pasaban más tiempo. Era una gran sala, con una antigua estufa de leña, una mesa enorme y ventanales desde los que se veía la playa.

– Tortitas y café -dijo Rose desde la puerta-. Sabía que había una razón por la que me casé contigo.

– Me gustaría que dejaras de referirte a nuestro matrimonio como una especie de juego -contestó él-. No es así.

– Pero tampoco es real.

– Durante dos semanas tiene que ser real.

– Cuando pienso en ello superficialmente, todo está bien. Pero si lo analizo con detalle… ¿cómo demonios pudo ocurrir?

– Fantasía -dijo Marcus-. A todo el mundo le gustan los cuentos. El desayuno ya está listo. Siéntate.

Rose se sentó a la mesa y comió con avidez. Pero de repente apartó el plato y miró a Marcus, preocupada.

– Siento no haberte dejado ayudar con las vacas.

– No pasa nada.

– Sí que pasa. Te debo mucho. Debí haberte dejado hacer lo que querías.

– Pero no me dejaste dormir en tu lado del porche -dijo Marcus, sin darse cuenta de que aquellas palabras estaban saliendo de su boca.

– ¿Quieres hacerlo?

¿Quería hacerlo? Pero mientras la miraba, supo que sólo había una respuesta.

– No, Rose. No quiero aprovecharme de ti. Ha sido una tontería decirlo. Lo siento.

– Estarías en tu derecho.

– Si piensas que casarme contigo me da automáticamente ese derecho, es que no has conocido a hombres muy agradables -se miraron en silencio durante unos segundos y Marcus dijo finalmente-: Cuéntame qué quieres hacer ahora.

– ¿Quieres decir… con mi vida?

– Me refería más bien a qué vas a hacer esta mañana.

– Ah. ¿Quieres decir… como comprar? La verdad es que estaría bien ir por algo de comida.

– Soy muy bueno haciendo la compra.

– ¿Quieres bajar a la ciudad y empujar un carrito de supermercado? Por aquí no hay latas de caviar.

– Rose, déjalo ya.

– Está bien, lo siento. Pero estoy segura de que no quieres venir.

– Si que quiero. Me niego a estar encerrado dos semanas en casa de Hattie mientras el resto del mundo decide que nuestro matrimonio es válido, voy contigo.

– Pero la gente pensará…

– ¿Qué? ¿Que estamos casados? Eso es lo que se supone que tienen que pensar. Mira, Rose, acepto que tengamos que dormir en zonas distintas del porche, pero que cada uno lleve un carrito diferente en el supermercado me parece demasiada independencia.

– Creía que eras de los que piensan que nunca se tiene suficiente independencia.

Sí, él también lo creía. Miró a Rose mientras desaparecía en el interior de la casa para buscar unos zapatos y se preguntó que había pasado con aquel ideal.

Fue un día muy satisfactorio, la clase de día que Marcus nunca había tenido.

Primero fueron al supermercado. Él había esperado que Rose se mostrara tímida, pero lo presentó a todos sus conocidos con soltura.

– Tienen que saber que estás aquí -le dijo ella-. Charles conoce a mucha gente de aquí y estoy segura de que se pondrá en contacto con ellos para comprobar que estás conmigo. No te importa, ¿verdad?

– No, yo…

– Después de todo, no tendrás que ver a esta gente después de dos semanas. ¿Cuántas latas queremos de espaguetis?

– Ninguna. ¿Quieres comprarlos enlatados cuando los podemos hacer en casa? Si no quieres convertirte en una divorciada mañana en vez de dentro de dos semanas, deja las latas en su sitio.

La gente los miraba y murmuraba. La noticia estaba corriendo como la pólvora.

– El ambiente no parece muy amigable -comentó Marcus mientras seguían con la lista de la compra.

– Mi padre mintió y engañó a mucha gente, y luego mi primo hizo lo mismo. A todos los de la familia nos ven como unos parias.

– Pero tú pagas tus deudas, ¿no? -preguntó Marcus.

– No tengo deudas. Pago en metálico o no me llevo nada. Siempre ha sido así ¿Judías con tomate?

– No. Ni tampoco queso envasado. ¿Es que no tienes alma?

– Como para vivir-contestó ella con orgullo. -Tiene que ser la diferencia de culturas -dijo Marcus, empezando a sentirse desesperado.

Pero según avanzaba el día, más fascinado se sentía. Rose lo llevó a ver las vallas porque, según le explicó ella, había que comprobar una vez a la semana que los animales no las rompieran. Después encontraron a una vaca atrapada entre un seto y un pequeño barranco formado por la erosión. La liberaron y vieron cómo volvía con la manada,

Luego se sentaron frente al mar a comer unos sándwiches que Rose había preparado. Divisaron la aleta de un delfín, que jugaba entre las olas, y Marcus supo en ese momento por qué Charles había luchado tanto para mantener sus derechos sobre aquel lugar.

Sería un fabuloso complejo de vacaciones. Pero como granja era aún mejor.

– ¿La playa es segura para nadar? -preguntó él.

– Claro.

– ¿Podemos nadar?

– No. Tengo que ordeñar.

– ¿Cómo? ¿Ya?

– Harry llegará en cualquier momento. Ve a nadar con él-dijo Rose.

– ¿No te ayuda nadie a ordeñar?

– Me gusta hacerlo. No necesito ayuda.

– Ahora me tienes a mí. Necesitas…

– Sólo necesito un marido para que me dé su apellido, ya lo sabes. Gracias por este día tan estupendo -dijo mientras se levantaba. Quédate aquí y descansa.

– Rose, quiero ir contigo. Seguro que te duele el tobillo.

– Estoy bien. Y ya te lo dije: asustarías a las vacas. Hazle compañía a Harry.

Pero Harry no quería compañía. Tenía deberes.

– Tengo que hacer un trabajo sobre volcanes.

– ¿Necesitas ayuda?

– No. Gracias de todas formas, pero estoy acostumbrado a hacerlo solo.

Así que Marcus se volvió a la playa. Por lo menos allí encontraba placer. El agua estaba estupenda, y nadó con la fuerza de un campeón de natación. No en vano tenía un apartamento que le daba derecho a usar una piscina climatizada. Pero nadó solo.

De repente se sintió muy intranquilo. ¿Qué estaba haciendo? Nada. Absolutamente nada. Nadie lo necesitaba.

Debería estar contento. Tenía por delante dos semanas de vacaciones y nada que hacer. Eso le hacía sentir… no sabía cómo. Nunca había deseado que lo necesitaran… sobre todo alguien que no lo quería.

Mientras ordeñaba las vacas, Rose no hacía más que mirarlo. Marcus parecía tener una perfecta forma física y, nadando en la playa, no tenía nada que ver con el ejecutivo del que se había enamorado cinco días atrás.

¿Enamorado? ¿Se había enamorado de Marcus Benson? Por supuesto que sí.

– Y como una idiota -se dijo-, ¿Cómo he podido enamorarme de Marcus Benson? -preguntó mientras las vacas la miraban-. ¿Cómo he podido hacerlo?

Pero lo había hecho. Se dio la vuelta y volvió a mirar el mar. Marcus seguía nadando con vigor, dando fuertes brazadas.

– No tenemos nada en común -les dijo a las vacas-. Él es como el gran príncipe Marcus, siempre rescatando a damiselas en apuros. Así no puede haber una relación de igualdad, no quiero que me rescaten durante el resto de mi vida.

«Sí que quieres», pensó inconscientemente.

– Si insisto, se vendría a mi lado del porche.

«No tendrías que insistir. Sabes muy bien lo que sientes cuando te toca. Y él también lo siente».

– ¿Estás sugiriendo que lo seduzca? -preguntó, continuando con aquella conversación con ella misma,

«Estás casada con él. No sería ilegal».

– ¿Estás loca? Dentro de dos semanas se irá y…

«Te romperá el corazón».

El corazón y la cabeza se pusieron de acuerdo en aquel punto.

– Me he enamorado de él, pero no quiero al caballero de brillante armadura. Quiero al hombre que hace reír a Harry, al hombre que se preocupa por Ruby, al hombre que hace que mi corazón dé un vuelco…

«Sigue portándote como hasta ahora. Mantén las distancias. Y, sobre todo, mantén tu corazón intacto», pensó.

– Pero hace cinco días que mi corazón ya no está intacto.

Rose terminó de ordeñar y se encontró en la casa con Harry, que estaba metiendo unas salchichas en una cesta de picnic.

– Hoy toca noche en la playa -dijo el muchacho.

Noche en la playa. Era una costumbre que habían mantenido durante años. En noches cálidas como aquélla encendían un fuego y cenaban en la playa. Nadaban, comían y regresaban a casa al anochecer.

Era una gran idea, pero… ¿era tan buena cuando Marcus estaba con ellos?

– Él todavía está allí -dijo Harry-. Se ha ido a correr, así que seguro que nos da tiempo a encender el fuego antes de que vuelva.

– Yo pensaba… ¿no quería cocinar? Compró un montón de cosas esta mañana.

– Hoy nos toca cocinar a nosotros, y haremos unas salchichas fabulosas -contestó Harry-. Llévate el bañador. Y date prisa.

Cuando Marcus regresó de correr ya habían encendido el fuego, e incluso había un techo de brasas. Las salchichas se estaban haciendo en la sartén. Marcus había visto el humo en la distancia y supo que lo estaban esperando.

– Estamos haciendo una barbacoa. Ven y pruébala -lo invitó Harry.

Rose levantó la vista de las salchichas. Llevaba un bañador y una camiseta por encima. Sonrió a Marcus y éste sintió que se ruborizaba.

– ¿Eres lo suficientemente valiente como para probar mis salchichas?

– ¿No me voy a envenenar? -preguntó él, y la sonrisa de Rose se amplió.

– No cocino tan mal.

– Sí que cocina mal -dijo Harry alegremente-. ¿Cuántas salchichas, Marc? ¿Tres o cuatro?

– Seis -Marcus se sentó junto al fuego. No solía comer salchichas, pero tenían un aspecto estupendo. Además, había estado fuera todo el día y tenía hambre.

– Si tienes hambre te comerás cualquier cosa -dijo Rose, como si le leyera el pensamiento-. Las clases de cocina son una pérdida de tiempo.

– ¿Y los cocineros también son una pérdida de tiempo?

– Estoy segura de que lo único que te importa a ti es tu negocio.

Rose era capaz de bromear con él y de hacerle sentir bien. Demonios, le hacía sentir como si quisiera salvarla, como si siempre hubiera estado ahí, iluminando su vida.

Qué pensamiento tan estúpido. Hizo un esfuerzo por que sus sentidos volvieran a la realidad.

– ¿Habéis traído ketchup? -preguntó.

– ¿Ketchup? -repitió Harry, sorprendido.

– Se refiere a la salsa -le explicó Rose-. Habla en americano.

– Pues deberías aprender australiano -dijo Harry.

– Sí, tengo muchas cosas que aprender.

– Ya lo creo -afirmó el muchacho-. Y vas a tener que darte prisa para aprenderlo todo en dos semanas.

Cenaron salchichas y pastel de chocolate y después Rose se fue a dar un baño. Harry volvió a la casa para terminar sus volcanes. Tal vez Marcus debería haberse ido también pero, ¿cómo podía dejar que Rose nadara sola?

En realidad lo que quería era meterse con ella en el agua, pero algo lo detuvo. Sentía que, de alguna manera, nacerlo era como dar un paso hacia su lado del porche.

Rose no nadaba como él. Estaba cansada. Llevaba levantada desde las cinco de la mañana y el tobillo le debía de doler. Simplemente flotaba en el agua, dejándose mecer.

Ahí estaba la diferencia, pensó él. Todo lo que Rose quería era la granja y un futuro para sus hermanos. No necesitaba nada más, y así era feliz. No aceptaría lo que él le podía ofrecer, pensó Marcus, y el pensamiento lo sacudió. ¿Se estaba ofreciendo él?

Era encantadora y le hacía sonreír. Si pudiera llevarla con él a Estados Unidos… También podrían llevarse a Harry, y contratar a un capataz que cuidara la granja en su ausencia…

Pero, ¿qué demonios estaba pensando? Aquello no tenía sentido. Él solía ser una persona solitaria, ¿qué había cambiado? Rose. Ella lo había cambiado.

Rose salió del mar y caminó por la orilla hacia él, sonriendo y sacudiéndose el agua del cabello. Los perros se habían acercado a ella y jugaban a su alrededor. Marcus volvió a sentarse en la arena y la observó secarse el pelo con una toalla, sonriéndole…

– Estás preciosa -dijo suavemente, y sus palabras se quedaron prendidas en la noche, como la promesa de algo que aún habría de venir.

Ella dejó de secarse el cabello y lo miró. Marcus habría esperado verla reír, o protestar, pero en lugar de ello volvió a sonreír.

– Tú tampoco estás mal.

– Vaya, gracias -se levantó y tomó la toalla de manos de Rose-. Deja que yo lo haga.

Ella dio un paso atrás, sin soltar la toalla.

– No quieres hacerlo.

– ¿Secarte el pelo? Claro que sí.

– Yo sé lo que digo -ya no sonreía-. El aspecto personal no va a funcionar.

– ¿Por qué no?

– Ninguno de tos dos está en situación de llevarlo más lejos.

– Tenemos dos semanas… -dijo Marcus.

– Mantente en tu lado del porche, Marcus. O tal vez sea mejor que vuelvas a casa de Hattie.

– ¡No! Cualquier cosa menos eso. No quiero volver a estar rodeado de cosas rosas.

– Entonces no me toques -dijo ella.

– ¿Por qué no quieres que te toque?

– ¿Quién ha dicho que no quiero que me toques?

– Yo supuse… -empezó a decir Marcus.

– Tú siempre lo supones todo. Tuve que aceptar tu oferta de casarte conmigo para salvar la granja, pero no por eso tengo que verte como alguien maravilloso para el resto de mi vida. Y tú tampoco quieres que lo haga. No quieres estar en un pedestal, pero cuando bajas…-Rose inspiró profundamente-. Cuando bajas de tu pedestal te veo sólo como la persona, como Marcus. Marc. Alguien que se siente incluso más solo que yo, que es encantador y generoso, que sonríe y hace que se me encoja el estómago y… Marcus, no. No he querido decir…

Rose lo miraba con sus luminosos ojos verdes, intentando contarle la verdad, y el habría sido inhumano si no hubiera reaccionado. Le tomó las manos y se miraron intensamente.

Después no supo quién se acercó antes al otro, pero no importaba. Lo importante fue que unieron sus labios mientras el cuerpo húmedo de Rose se amoldaba al suyo, suave y cálido. Cielo santo. Los pechos de Rose presionaban su torso y los labios femeninos sabían a mar, a sal, a calidez, a deseo y…

Rose. La palabra no salió de sus labios, pero sintió como si la hubiera gritado. ¡Rose! Y era suya. ¡Suya! Marcus deslizó las manos por su espalda, apretándola aún más contra él, amándola, deseándola.

Amándola. El mundo se detuvo en aquel preciso momento, y fue como si su corazón también se hubiera parado, para después volver a latir con ánimos renovados y convertir a Marcus en una persona diferente. Alguien que sentía la sorpresa y la alegría.

Nunca hubiera imaginado que podría sentir todo aquello. Había tenido una infancia estéril, había sufrido en el ejército y en el Golfo. Se había convencido de que no podía acercarse a nadie, porque todos desaparecían. En su trabajo sólo le había importado hacer dinero.

Pero en aquel momento estaba implicado. Hasta el corazón. Y con su mujer.

Profundizaron el beso. Rose se estaba rindiendo a él, abriendo los labios y ofreciéndole su boca. Cielo santo, la deseaba.

El beso parecía no tener fin. Rose se estaba entregando al momento, a las sensaciones, pero aquello tenía que terminar. Marcus se apartó ligeramente y la miró a la cara. Ella lo observó algo confusa, pero sonriendo.

– Parece… Rose, parece que eres mi mujer de verdad.

La sonrisa de Rose se esfumó.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Hicimos unos votos y se están haciendo realidad.

– ¿Amarnos y respetarnos hasta que la muerte nos separe? ¿En la salud y en la enfermedad? No lo creo, Marcus.

– Tal vez no -contestó en voz baja.

Era preciosa, pensó. La mujer más deseable que había conocido en su vida…Pero él era un solitario, igual que Rose.

– No -dijo ella, y él se sorprendió.

– ¿No?

– Sé lo que estás a punto de sugerir, y mi respuesta es no.

– ¿Estás negando que me deseas?

– Por supuesto que te deseo -dijo ella-. Puedes sentirlo, igual que yo puedo sentir que me deseas. Pero no es suficiente.

– ¿Por qué no?

– Porque lo quiero todo. O todo o nada.

– ¿Qué demonios quieres decir?

– Me he enamorado de ti, Marcus -él la miró estupefacto-. He sido una estúpida. He deseado hacer realidad el cuento de hadas. Pero ahora debemos ir a casa -agarró la cesta del picnic, rompiendo el contacto visual-. Lo siento. Nunca debería haberte besado. Nunca debería haberte dejado que…

– Los dos lo queríamos. Y puede funcionar, Rose. Yo nunca había soñado con… Pero tú, lo que siento por ti…Estoy preparado para intentarlo -quiso tomarle las manos, pero ella dio un paso atrás-. Escucha, Rose, podemos hacerlo. Puedes quedarte en la granja mientras Harry te necesite, pero la reformaré para hacerla más agradable. Y puedes visitarme en Nueva York cuando yo tenga tiempo libre…

– Y tú… ¿cuándo vendrías?

– Mi trabajo está en Nueva York, pero vendría siempre que pudiera.

– Vaya, qué romántico.

– Has dicho que me quieres -dijo él.

– Sí, pero no quiero esto.

– Funcionará.

– Vete.

– Rose…

– Vete. Puedo echar a los perros contra ti.

Esas palabras despertaron el enfado de Marcus. ¿A qué estaba jugando aquella mujer?

– Rose, si me voy, si vuelvo a Estados Unidos mañana, estás perdida.

– ¿Me estás diciendo que vas a terminar con esto porque no quiero dormir contigo? ¿Que vas a dejar que Charles se quede con la granja porque no accedo a tus planes?

– Por supuesto que no. No te estoy haciendo chantaje.

Ella lo miró por unos momentos, fríamente.

– Muy bien. Será mejor que no te acerques a mi porche esta noche. Hasta mañana.

– Pero…

– Buenas noches.

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