Capítulo 1

Marcus Benson abrió de golpe la puerta de la escalera de incendios y se dio de bruces con… Cenicienta.

Era inusual que Marcus atropellara a la gente. La influencia de Corporaciones Benson en la comunidad internacional de los negocios y la de Marcus, a su cabeza, era indiscutible. Él no atropellaba a nadie; le limpiaban el camino.

No sólo poseía poder, riqueza e inteligencia; tenía treinta y pocos años, era alto, estaba en perfecta forma física y tenía el cabello negro y unas facciones marcadas. Su carisma era tal que todas las revistas femeninas lo declaraban por unanimidad el soltero de oro de América,

Y soltero era precisamente como pretendía continuar. La experiencia que había tenido relativa a la vida familiar había sido un desastre. Las Fuerzas Armadas le habían enseñado la lealtad y la amistad, pero las dos habían terminado en tragedia. Así que Marcus Benson era un hombre que caminaba solo.

Pero eso era antes de que conociera a Rose O'Shannassy. Y a los chicos de Rose, sus perros, sus vacas… y su catástrofe.

Sin embargo, en ese momento no veía nada de eso; sólo veía a una chica que le recordaba vagamente a Cenicienta. Pero Cenicienta debería estar en la cocina, encendiendo el fuego, hambrienta. No debería estar comiendo en el rellano de una escalera de incendios de Nueva York. Aunque, en realidad, la única comida que Marcus vio fue una bebida amarilla y un bocadillo que, con el impacto, volaba por los aires. Y a una chica de rizos castaños pobremente vestida. Así que tal vez no fuera Cenicienta.

Entonces, ¿quién era? ¿Una vagabunda? Llevaba pantalones cortos, una camiseta raída y sandalias estropeadas. La primera impresión que le dio fue de niña abandonada. Lo siguiente que sintió fue horror cuando, tanto la comida como la chica, perdían el equilibrio y caían por las escaleras hasta el siguiente rellano.

¿Qué había hecho? Había ido demasiado deprisa. Pero no había suficientes horas en el día para Marcus Benson. Había gente esperándolo. Bueno, tendrían que seguir esperando, porque acababa de tirar por la escalera a una chica. Aunque a él le pareció una eternidad, sólo pasaron unos segundos mientras ella resbalaba, e inmediatamente después Marcus se puso a su lado y le apartó los rizos de la cara para ver si estaba herida.

Entonces se dio cuenta de que no era una vagabunda. Estaba limpia. Se había manchado la ropa con el batido y lo que quedaba del bocadillo, pero su cabello estaba cuidado y era suave. Su ropa parecía recién lavada y ella, a pesar del desastre, era… ¿guapa? Sí, definitivamente era guapa. Y no era ninguna niña.

Marcus pensó que tendría unos veinte años. Tenía los ojos cerrados, aunque no parecía estar inconsciente. Más bien daba la impresión de estar agotada. Tenía ojeras y estaba muy delgada. Demasiado delgada.

Marcus confirmó su primera impresión: era Cenicienta.

Ella abrió los ojos. Eran unos enormes ojos verdes que reflejaban sorpresa y dolor.

– No te muevas -dijo él mientras observaba atentamente su rostro.

– Ay-susurró la chica.

– ¿Ay?

– Sí -confirmó ella. La tensión que había en su voz demostraba que, aunque estaba quitándole importancia, realmente le dolía. No se movió; simplemente se quedó tumbada en el rellano, como si intentara aceptar los hechos-. Supongo que he derramado el batido. Vaya.

– Hmmm -él bajó la vista hacia el siguiente tramo de escaleras-. Sí, así es.

– ¿Y el bocadillo?

Tenía acento australiano, pensó Marcus. Su voz era cálida y vibrante, y temblaba un poco, tal vez por la sorpresa o el dolor. Pero estaba preocupada por el bocadillo, y Marcus sonrió, pensando que si ésas eran sus preocupaciones, no estaría malherida.

– Supongo que ya habrá llegado la calle -dijo él.

– Genial. Seguro que hasta salgo en los periódicos por golpear a algún transeúnte con él.

– Oye -Marcus Benson que nunca se involucraba en nada, le puso una mano en la mejilla para tranquilizarla. La había tirado por las escaleras, le había arruinado la comida y le había hecho daño. Pero ella aún tenía ánimos para hacer una broma-. Si alguien tiene que salir en los periódicos, ése soy yo, por haberte tirado por la escalera.

Ella abrió un ojo y lo miró con precaución.

– ¿Quieres decir que puedo demandarte?

– A menos, por lo que vale el bocadillo -le dijo Marcus, logrando que ella sonriera.

Tenía una sonrisa preciosa. Impresionante. Y los ojos le brillaban. Tal vez no tuviera veinte años, pensó Marcus. Tal vez fuera mayor. Una sonrisa como aquélla requería mucha práctica.

Pero no debería estar pensando en la sonrisa de una mujer, Tenía prisa. Por eso había usado la escalera de incendios, porque todo el mundo había decidido usar el ascensor en el momento más inoportuno, colapsándolo. Su ayudante estaría esperándolo en la calle, mirando el reloj. Tenía que cerrar un trato. Pero no podía dejar a la mujer allí, así que agarró su teléfono móvil.

– ¿Ruby? -dijo en cuanto su ayudante contestó.

– Marcus -era un día muy ajetreado, incluso para una ayudante tan eficiente como Ruby, cuya voz ya reflejaba preocupación-. ¿Dónde estás?

– Estoy en la escalera de incendios. ¿Puedes subir, por favor? Tengo un problema.

Guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta, intentando no hacer una mueca. Ruby era muy eficiente, pero un problema en la escalera de incendios era algo inusual, incluso para su ayudante.

«Ella se hará cargo», pensó. Ruby siempre lo hacía. Pero hasta que llegaran refuerzos tenía que concentrarse en la chica.

– ¿Estás herida? -te preguntó. Ella lo estaba mirando fijamente con los ojos muy abiertos. Se había movido un poco y Marcus pudo ver un pegote de jalea, que se había escapado del bocadillo, en sus rizos, cerca de una oreja. Sintió un deseo casi irreprimible de limpiárselo…

«Contrólate, Benson». Aquello se estaba convirtiendo en algo personal, y él nunca se involucraba en asuntos personales. Para esas cosas estaba Ruby.

– Gracias por preguntar -dijo ella educadamente-, pero estoy bien. Puedes irte.

Marcus parpadeo, algo sorprendido.

– ¿Puedo irme?

– Tienes prisa, y yo estaba en medio. Me has tirado el bocadillo, me has derramado el batido y me has techo daño en el tobillo, pero es culpa mía. Yo…

– ¿Te he hecho daño en el tobillo?

– Sí -contestó ella con dignidad-. Eso parece.

Marcus la miró de arriba abajo. Tenía unas piernas largas, bronceadas y aparentemente suaves. Eran unas piernas fantásticas, y resultaba un poco incongruente que terminaran en unas estropeadas sandalias de cuero que parecían sacadas de una tienda de tercera mano. Pero el calzado no era lo único discordante; uno de tos tobillos se estaba hinchando por momentos.

– Diablos -dijo Marcus.

– Oye, soy yo quien debería decir eso. ¿Porgué no te vas para que pueda hacerlo?

– Por mí no te cortes.

– Una dama no dice palabrotas delante de un caballero -contestó ella, elevando el tobillo para podérselo ver. Hizo una mueca de dolor y volvió a dejarlo en el suelo, con cuidado-. Puede que yo no sea una dama, pero por el traje que llevas, está claro que tu sí eres un caballero.

Él se miró su traje de Armani. «Ponte un traje caro y ya eres un caballero», pensó. Aunque tirara chicas por las escaleras.

– Lo siento mucho -le dijo. Ella asintió, como si estuviera esperando la disculpa.

– Me preguntaba cuánto tardarías en decirlo.

Sus palabras sorprendieron a Marcus. No solamente era extraño su acento, sino que todo en ella era raro. La chica lo estaba pasando realmente mal, él podía verlo. Pero era descarada e inteligente, y quería que Marcus desapareciera para poder decir palabrotas en privado, o lo que fuera que hiciera en privado.

– ¿Solamente te duele el tobillo?

– ¿Te parece poco?

– No, supongo que no -le tocó el pie ligeramente, y vio que le dolía bastante-. Ha sido una buena caída.

– Tu me empujaste fuerte.

– Supongo que sí.

– Estoy bien -dijo la chica, aunque la amargura que había en su voz decía lo contrario-. Puedes dejarme sola.

– Puede que el tobillo esté roto.

– Sí, con la suerte que tengo… -por un momento pareció que iba a hundirse, pero se las arregló para mostrarle de nuevo aquella sonrisa-. No te preocupes. Si estuviera reto, me dolería más.

– ¿Quieres que te ayude a entrar? -preguntó Marcas, señalando la puerta por la que había salido.

– ¿A las oficinas de Charles Higgins? -la chica elevó las cejas en un gesto de incredulidad-. En situaciones normales, Atila no me dejaría sentarme en su sofá. ¿Crees que me dejaría hacerlo ahora que estoy llena de batido de plátano?

– Supongo que no -dijo él. Atila… Sabía exactamente a quién se refería: la secretaria de Charles Higgins-. ¿Estabas esperando para ver a Charles?

– Sí.

Marcus conocía a Charles Higgins. Ese tipo era basura, un egocéntrico que tenía la misma moral que una rata. Debido a las reformas en el edificio, las mismas obras que estaban causando problemas con los ascensores, Marcus había tenido que compartir un lavabo con Charles Higgins durante las últimas semanas. Pero ahí se había acabado su relación con él. El tipo tenía fama de hacer tratos fraudulentos con dinero igualmente fraudulento.

Marcus era el propietario del edificio. Le alquilaba una parte a Higgins, pero eso no significaba que le gustara el hombre. No se le ocurría qué tipo de negocios podría tener aquella chica con un abogado baboso como Higgins.

– ¿Tenías una cita?

– Esta mañana a las diez. Hace tres horas. Atila no hacía más que ponerme excusas para no dejarme pasar. Al final me entró tanta hambre que saqué la comida, y ella me dijo que tenía que comer aquí fuera. Entonces apareciste tú.

Aquello tenía sentido. La secretaria de Higgins, una mujer de edad indefinida y pecho enorme, tenía fama de ser aún más desagradable que su jefe.

– Tal vez… -era una conversación absurda. En cualquier momento Ruby llegaría y lo rescataría, pero mientras tanto tal vez podría darle algunos consejos a la chica-. Tal vez unos pantalones cortos, una camiseta y sandalias piojosas no sea el mejor atuendo para hablar con un poderoso abogado de Nueva York.

– ¿Estás diciendo que mis sandalias son piojosas? -preguntó ella mientras se tocaba el tobillo de nuevo y hacía otra mueca de dolor.

– Sí -dijo Marcus con firmeza, y casi consiguió que la chica sonriera de nuevo. Casi. Seguro que el tobillo le dolía bastante. Pero ¿dónde demonios estaba Ruby?-. En realidad, «piojosas» es un adjetivo bastante agradable para describirlas.

– Son de mi tía.

– ¿Y…?

– Que está muerta -contestó la chica, como si aquello lo explicara todo.

– Ah -respondió Marcus, y entonces sí que consiguió la sonrisa.

Merecía la pena trabajar por esa sonrisa. Era maravillosa.

– También traje ropa más apropiada -dijo ella-. No soy tonta. Provengo de Australia. Vine rápidamente porque mi tía se estaba muriendo, aunque me dio tiempo a meter ropa decente en la maleta. Desafortunadamente, mi equipaje ha debido de perderse y alguien se estará poniendo ahora el traje con el que tenía que ver a Charles. Lo que llevo puesto es lo único que tengo.

– ¿Y no pensaste en comprar algo más? -preguntó él, y enseguida vio que había sido un error. A pesar de todo lo que le había hecho, la chica había reaccionado con humor. Sin embargo, en ese momento le echó una mirada furiosa.

– Claro. Con un poco de dinero todo se soluciona. ¿Para qué está el dinero, si no? Igual que Charles. Dejas a tu madre con Rose hasta que parece que vas a heredar; después la mandas a la otra parte del mundo. En clase turista, ¡Y cuando se está muriendo! ¡Aunque puedes permitirte mucho más! Pero es que realmente no la quieres. La metes en cualquier residencia de ancianos para que muera sola, asegurándote de que antes cambie su testamento… -se mordió el labio inferior mientras hacía una mueca de dolor.

– Hmmm… Yo no tengo madre -dijo él cautelosamente, consiguiendo que el enfado de la chica aumentara aún más.

– Por supuesto que no. No estaba hablando de ti, sino de los hombres como tú.

– ¿Me estabas etiquetando?

– Sí -respondió ella.

– Comprendo -en realidad, no comprendía nada de lo que estaba pasando. La chica estaba realmente furiosa y él tenía que tranquilizarla si quería sacar algo en claro de todo aquello-. ¿Quién es Rose?

– Yo -dijo ella frunciendo el ceño.

– ¿Tú eres Rose? Hola. Yo soy Marcus.

– Podemos saltarnos las presentaciones. Aún estoy enfadada. Charles, Atila y tú estáis metidos en lo mismo. Pensáis que porque no llevo un traje de Armani no merezco la pena. Y sí, sé que es Armani, no soy estúpida. Nunca conseguiré ver a Charles. He gastado todo mi dinero cuidando a Hattie y enterrándola, y si no logro verlo… -suspiró profundamente, y el dolor se reflejó en su rostro.

Marcus se dio cuenta de que la chica estaba usando el enfado como barrera, pero no estaba funcionando. Sus sentimientos empezaban a salir a la superficie.

– Esto es estúpido -murmuró ella-. Tú te lavas las manos y, de todas formas, tendrás una secretaria como Atila. Aunque yo amenace con demandarte, te dirigirás a tu secretaria y le dirás «Arréglalo. Mantenía alejada de mí».

– Yo no haría…

Pero por supuesto que lo haría.

– ¿Señor Benson?-dijo Ruby a sus espaldas. Era su fría y eficiente ayudante, en cuyas manos Marcus dejaba los problemas personales-. ¿Hay algún problema, señor Benson? ¿En qué puedo ayudarlo?

Ruby era maravillosa, la respuesta a las oraciones de Marcus. Era una afroamericana que ya había pasado los cuarenta años, corpulenta y bien vestida. Tenía el aire de ser la madre o la tía de alguien, aunque no era ninguna de las dos cosas.

Tampoco tenía los estudios propios de una secretaria. Siete u ocho años atrás, cuando Marcus la había descubierto por casualidad, ella era una empleada más en el enorme imperio financiero Benson. Marcus estaba intentando manejar a una delegación japonesa, a un equipo de abogados sedientos de sangre y a un grupo de periodistas y fotógrafos de la revista Celebrity-Plus. La que era su secretaria altamente cualificada había sucumbido a la presión.

Desesperado, Marcus había salido de su despacho y había preguntado por alguien, ¡cualquiera!, que hablara mi poquito de japonés. Para su asombro, vio que Ruby se ponía de pie. Había estudiado algo de japonés en un curso nocturno, le dijo. Aunque Marcus pensó que no podría esperar mucho de ella, en veinte minutos Ruby tenía encantados a los delegados japoneses, había organizado un almuerzo, había repartido vales entre los periodistas para un exclusivo pub cercano a la oficina y tomaba notas tranquilamente mientras Marcus hacía frente a tos abogados. Incluso hizo una lista de prioridades cuando él comenzó a estar desbordado.

Las prioridades de Ruby siempre eran acertadas, tanto que Marcus nunca había necesitado otra ayudante. Ruby hacía las cosas con tranquilidad. Era imperturbable, y valía millones. Mucho más que millones. Con una sola mirada a Rose, supo lo que Marcus quería y se puso manos a la obra.

– Si el señor Benson la ha herido, haremos todo lo que podamos por solucionarlo -le dijo-. El señor Benson tiene una cita a la que no puede faltar, pero yo puedo ayudarla.

Miró a Marcus, interrogativamente, preguntándole con la mirada si debía ser comprensiva. Él asintió y sonrió. La combinación de asentimiento y sonrisa era la señal para que Ruby fuera todo lo agradable posible con la mujer.

Y Marcus realmente quería que así fuera, porque se sentía culpable. Si Ruby podía arreglar las cosas con la chica, entonces merecía la pena perder a su ayudante por unas horas.

– La llevaré a las instalaciones médicas para que le vean el tobillo -estaba diciendo Ruby. Marcus se apartó un poco, dejándola al cargo-. Le compraremos ropa. Le daremos una comida decente y haremos que un taxi la lleve a casa. ¿Le parece bien?

A Marcus le parecía bien. Seguro que la generosidad ayudaba. Todavía sentía una punzada de culpa, pero Ruby la aliviana.

– Gracias -Rose se incorporó hasta quedar sentada y miró a Ruby y a Marcus. Su rostro no tenía ninguna expresión. No mostraba dolor ni enfado. Nada. Marcus dedujo que era una defensa, un escudo-. Gracias, pero no necesito ayuda -le dijo a Ruby mientras le echaba una mirada a Marcus. Su secretaria estaba dispuesta a esconder los problemas bajo la alfombra, y la mirada de Rose decía que sabía exactamente qué clase de hombre era Marcus; el tipo de hombre que pagaba a alguien cuando había dificultades. Su mirada también decía que, cuanto antes se alejara de él, mejor estaría-. No voy a demandarlos, y mis problemas son asunto mío. Tengo una cita para ver al señor Higgins. Si me voy ahora, la perderé, y no puedo permitírmelo. Así que gracias, pero me quedaré aquí. Esté presentable o no, no puedo perder esta oportunidad.

– El señor Higgins no la recibirá con ese aspecto -dijo Ruby cortante, haciendo que Marcus se tensara.

– Ya se lo he dicho -intervino él-. Incluso dudo que la vea de ninguna manera.

Ruby frunció los labios, sabiendo que su jefe podía tener razón.

– Pero si tiene una cita…

– Ruby, ya conoces a Charles. No va a dejar que Rose entre en ese edificio con esa pinta.

– Hey, perdonadme -dijo Rose con cautela, mirándolos-. ¿Puedo participar en la conversación?

– Por supuesto -Marcus frunció el ceño y Ruby lo miró con los ojos muy abiertos. La chica no era una víctima, después de todo.

– Tiene que verme -dijo Ros-. Tengo una cita.

– Una cita con Charles no significa nada si él ve que existe la posibilidad de que no puedas pagarle -afirmó Marcus-, Y pagarte bien.

– Tiene que verme -repitió ella-. Es mi primo.

Se hizo el silencio mientras digerían la información.

– ¿Charles Higgins es su primo? -preguntó Ruby, y Rose asintió. La chica no parecía muy satisfecha. De hecho, parecía preferir que ese parentesco no existiera.

– Lo es. Mala suerte.

– ¿Y tienes que concertar una cita para verlo? -Marcus no entendía nada.

– Sí.

– Se le está haciendo muy tarde, señor Benson -dijo Ruby, pero Marcus ya había oído bastante.

Marcus odiaba a Charles Higgins. Era un hombre sin escrúpulos. Sus asociados y él habían alquilado varios despachos en el edificio aprovechando que Marcus había estado fuera, en Europa. A Marcus le había molestado muchísimo que le concedieran un contrato de doce meses, y a la menor oportunidad estaba dispuesto a echarlo. Estaba pensando en cómo conseguirlo, pero mientras tanto… La chica no lograría nada. Lo sabía. Y Ruby también lo sabía; podía leerlo en su cara.

Así que lo mejor que podía hacer por Rose era curarla, alimentarla y llevarla al alojamiento que tuviera. Pero…

La había herido. Había dificultado su vida cuando ésta ya era casi imposible. Había desesperación en los ojos de Rose. Conocía lo suficiente a Charles Higgins como para saber que iba a exprimir a la chica. Ella estaba sola y él le había hecho daño. Rose esperaba que le dijera a su ayudante que se encargara de ella, desentendiéndose. Pero demonios, no podía hacerlo.

– Ruby, ¿puedes reorganizarme toda la tarde? -dijo, sin creer muy bien lo que estaba diciendo.

Si no cerraba ese trato a lo largo de la tarde, perdería miles de dólares. Pero no podía evitarlo. Cuando Marcus tomaba una decisión, ésta era irrevocable.

– Si lo atrasas todo unas horas -continuó diciendo-, acompañaré a Rose. Veré a Charles Higgins con ella -afirmó ante la mirada sorprendida de su ayudante.

– Tu… -empezó a decir Rose.

Marcus no tenía ninguna duda sobre lo que la chica pensaba de él. Seguía allí sentada, con el cabello rizado revuelto y su pecoso rostro libre de maquillaje. Aún tenía el pegote de jalea junto a la oreja, y seguía mostrando el mismo antagonismo hacia él. Tal vez fuera por el traje, pensó Marcus. O por la presencia de su ayudante, por el poder que irradiaba… Fuera por lo que fuese, Rose lo miraba con desprecio.

– ¿Porqué no? -preguntó él, mirando a Rose y a Ruby. Ambas mujeres lo observaban como si se hubiera vuelto loco.

– El proyecto es importante -murmuré Ruby, pero Marcus detectó el comienzo de una sonrisa en sus ojos, normalmente inexpresivos.

– Lo sé. Pero confío en que lo mantengas todo en orden hasta que vuelva.

– ¿Y eso cuándo será?

– Dentro de un par de horas.

– Será mejor aplazarlo hasta mañana -sugirió Ruby. En esa ocasión Marcus pudo ver claramente una sonrisa-. Curar un tobillo, comprar ropa y enfrentarse con un abogado lleva algo más de tiempo.

– Hmmm… Tal vez tú te podrías ocupar del tobillo y de la ropa -dijo algo inquieto-. Después yo podría llevarla a ver a Charles.

– ¡No! -sorprendentemente, Ruby negó con la cabeza en claro desacuerdo-, No, señor Benson, yo no debería hacer eso. Es un gran gesto por su parte, y sería injusto que yo lo privara de él.

– Ruby…

– Oíd -aún sentada algo más abajo, Rose estaba conteniendo la respiración. Y la dignidad-. No es necesario nada de esto. Como ya he dicho, no necesito ayuda.

– Si tienes que enfrentarte a Charles, entonces necesitas ayuda -dijo Marcus, y Ruby asintió.

– Siga su consejo, señorita. ¿Es australiana?

– Sí, pero…

– Si yo estuviera en Australia, seguiría su consejo, porque estaríamos en su territorio-afirmó Ruby-. Pero estamos en la América de los negocios, y no hay nadie mejor en ese terreno que Marcus Benson. Póngase en manos de un experto.

– No quiero estar en manos de nadie.

– ¿Realmente crees que puedes conseguir lo que quieres sin mí? -pregunto Marcus.

– Sinceramente…

– Sinceramente, ¿qué?

– Sinceramente, no creo que pueda lograrlo de ninguna manera -admitió ella-. Fue una estupidez venir, pero tenía que intentarlo.

– Pero si has hecho todo este camino -dijo Marcus con un tono más amable-, ¿por qué no aprovechas la mejor oportunidad que se te ofrece? Acepta mi consejo.

– ¿Cuál? ¿Ponerme en tus manos?

– Eso es.

Lo miró a los ojos, confundida, y volvió a bajar la mirada. Sorprendentemente, sus ojos estaban brillantes y en ellos se adivinaba el desafío. Levantó la barbilla con orgullo. Podía parecer desvalida, pero desde luego, no actuaba como tal. Tenía temple, pensó Marcus con admiración. Y valor. Y también parecía saber cuando tenía que ceder.

– De acuerdo -dijo Rose tragando saliva-. De acuerdo.

Ruby sonrió. Parecía estar disfrutando mucho con todo aquello.

– Haga exactamente lo que le diga el señor Benson.

– No soy muy buena haciendo lo que me digan que haga.

– Entonces sea discreta -le dijo Ruby-. Puede que sea bueno para los dos. Muy bien, me voy a salvar su trato, señor Benson, mientras ustedes se enfrentan con el terrible Charles. No me gustaría estar en su piel Buena suerte.

– ¿La contrataste tú? -preguntó Rose mientras Ruby desaparecía escaleras abajo, agitando una mano para despedirse. Aquella mañana Ruby había acudido al trabajo con aspecto cansado, pero en ese momento bajaba las escaleras de incendios con energía.

– En realidad, la adquirí -contestó él-. Fue por casualidad.

– Ella te gusta -Rose parecía interesada en el asunto, tanto, que su enfado había pasado a un segundo plano.

– Soy un hombre de negocios y ella es una ayudante estupenda.

– Entonces, si Ruby amenazara con irse.

– Movería cielo y tierra para conseguir que se quedara -admitió Marcus-. Como te he dicho, soy un hombre de negocios.

– Sólo tengo una contusión en el tobillo. No es grave -dijo Rose.

– Tu tobillo se está hinchando por momentos -contestó Marcus.

– Lo he pasado peor y he podido vivir sin un médico. El tiempo es demasiado valioso como para desperdiciarlo en la sala de espera de un médico.

– No tendrás que esperar. Pásame las manos por el cuello y yo te llevaré en brazos.

– ¿Que me vas a llevar? ¿Estás loco? Yo tendré un esguince en el tobillo, pero tú te quedarás lisiado de por vida.

– Puedo llevarte.

– Nadie me lleva en brazos. Nunca -Rose se apoyó en la barandilla de la escalera e intentó dar un paso.

Dolía. Y mucho.

– Rose…

– No.

– Sí -contestó Marcus y, aunque no había hecho nada parecido en su vida, se acerco y la tomó en brazos. No pesaba nada-. ¿Comes alguna vez?

– ¿Comer? ¿Estás bromeando? Claro que sí. Excepto cuando algún hombre de negocios me tira la comida por las escaleras. Bájame.

– No.

Tal vez no estuviera tan delgada, decidió Marcus, apretándola con más fuerza. Tal vez tuviera curvas… justo donde debía tenerlas. Y además, olía estupendamente. Tenerla en sus brazos lo hacía sentirse… bien.

Qué estupidez. Era una tontería, pero no podía evitarlo.

– ¿Vamos a usar el ascensor? -preguntó ella.

– No. Bajaremos por las escaleras.

– Nos caeremos.

– No nos caeremos -le aseguró Marcus-. No dejaré que te caigas.

– Nadie me había llevado antes en brazos -dijo Rose y, para sorpresa de Marcus, dejó de parecer indignada y se relajó-. Muy bien, de acuerdo. Puede que incluso esto me gaste.

– Puede.

– Además, de todas formas vamos a emergencias, por si te da un infarto con el esfuerzo.

– Exacto -contestó Marcus débilmente, y la apretó un poco más contra su cuerpo-. Exacto.

Ella le tenía intrigado, y la reacción que tuvo al ver su coche también lo intrigó. Robert, el chófer, estaba esperando en la calle. Seguramente lo habría avisado Ruby, porque no mostró ninguna emoción al ver llegar a Marcus con Rose en brazos. Cuando llegaron al coche, la puerta trasera ya estaba abierta.

Sin embargo, Rose no parecía dispuesta a subirse a una limusina negra con cristales tintados.

– Oye, no voy a meterme ahí dentro.

– Pareces una pueblerina -le dijo Marcus.

– Sí, y tú pareces… un mañoso. Chóferes, limusinas, cristales tintados… ¡por el amor de Dios!

– Tienen que estar tintados. Trabajo en este coche.

– Muy bien -ella dudó, pero quitó los brazos de alrededor del cuello de Marcus. Al hacerlo, sintió una extraña sensación de pérdida. Se había agarrado a él por seguridad, pero se había sentido… bien-. Nadie puede ver el interior. ¿Y quién me dice que si me meto en este coche no voy a acabar muerta?

– Robert, ayúdame a meterla en el coche… a la fuerza, si es necesario -le dijo Marcus al chófer-. Y abre las malditas ventanillas. La mafia… ¡Dios santo!

Allí estaban, en una clínica que ofrecía un servicio personalizado al que sólo podían acceder los ricachones de Nueva York. Rose estaba totalmente sorprendida.

– ¿Vienes aquí y alguien te ve? ¿Sin más? -estaban esperando para entrar a rayos X, sentados en lujosos sillones de cuero.

– Claro.

– No hay nada claro en esto -respondió ella-. Si hubiera tenido esto cuando Hattie… -Rose tomó aire-. ¿Charles Higgins podría permitirse todo esto?

– Teniendo en cuenta el alquiler que paga, yo diría que sí.

– Lo mataré -murmuró, recostándose en el sillón y mirando su pierna vendada.

– Tienes suerte. El tobillo no está roto, pero tienes una buena contusión -le había dicho uno de los médicos-. Espera un poco, las enfermeras te darán unas muletas.

Todavía enfadada y con Marcus sin decir palabra a su lado, Rose se dirigió a recepción. Y se enfureció aún más cuando él pagó.

– Yo puedo pagar.

– Sí -contestó Marcus con amabilidad-, pero fue culpa mía. Deja que pague.

– Dinero -susurró ella-. La solución para todo. Mientras puedas exprimir al mundo entero para conseguir más.

Aún quedaba el asunto de la ropa, así que con Rose cómodamente sentada en la limusina, Marcus le pidió a Robert que los llevara a la Quinta Avenida.

– Sólo necesito asearme un poco y estaré bien -le dijo ella, pero Marcus negó con la cabeza.

– No. Charles nunca te dejaría entrar en su despacho con esa pinta.

– Pero…

– Pero nada. Es ridículo volver allí y esperar una cita que no vas a conseguir. Deja que te ayude -pero Marcus no podía creer que estuviera haciendo aquello. ¿Se había vuelto loco?

El nunca se involucraba en nada, y sin embargo se estaba ofreciendo a todas aquellas cosas. Pero Rose no esperaba nada de él. Podía irse en ese mismo momento y no habría consecuencias. Nunca volvería a saber nada de aquella mujer.

Pero no podía hacerlo. Miró a Rose y descubrió desafío en su rostro. Pero también había desesperación. De ninguna manera podía dejarla.

Deseaba ayudarla, pasara lo que pasase. Por pernera vez en muchísimos años Marcus Benson quería involucrarse.

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