Capítulo 6

Marcus la llevó a Central Park, dónde se dirigió a un carruaje de caballos con intención de dar un paseo. -¿Hasta dónde quieren llegar? -les preguntó el conductor.

– Queremos ver todo Central Park. No importa el tiempo que tardemos.

– Muy bien -dijo el conductor. A su alrededor se había reunido un grupo de gente, observando a los novios-. Suban -entonces se dirigió a los caballos-. Venga, chicos, vamos a hacer que nuestros amigos no olviden esta tarde. Y, como están recién casados, puede que les hagamos un descuento.

Para Rose, las siguientes horas pasaron como un torbellino. Se sentía en un mundo de fantasía donde todo era posible y donde ella era hermosa, deseada y querida. El duro trabajo de la granja había sido reemplazado por ropas mágicas, un par de caballos, las vistas de Central Park y gente que la saludaba con la mano.

De vez en cuando bajaban del carruaje y Marcus le enseñaba los lugares que le gustaban. Y cuando el tobillo de Rose se resentía, él la tomaba en brazos, ignorando sus protestas.

Durante esos momentos el conductor esperaba paciente, sonriendo, y finalmente los dejó cerca de un lugar que Marcus conocía.

Era un restaurante con comida exquisita. Les dieron la mejor mesa y Rose bebió y comió cosas que ni siquiera había imaginado que existieran. Estaba cansada, pero se sentía estupendamente. Aun así, casi no habló en toda la tarde. Estaba atónita, como si todo aquello te estuviera ocurriendo a otra persona.

Pero al mirar a Marcus, que la observaba con una pequeña sonrisa en los labios, llegó a la conclusión de que él también estaba viviendo una fantasía, y no protestó. En realidad, no quería protestar.

Entonces, mientras el camarero les servía café, una pequeña orquesta empezó a tocar música suave. Marcus se levantó, aún sonriendo y mirándola fijamente.

– ¿Quieres bailar?

– Yo no… No puedo… El tobillo.

– Confía en mí -dijo él-. Apóyate en mí, yo aguantaré tu peso. Esta noche todo es posible.

Rose se levantó, con el vestido revoloteando a su alrededor. Marcus la tomó en sus brazos, elevándola ligeramente para que no apoyara peso en el tobillo. Entonces la orquesta los vio en la pista de baile y comenzó a tocar el vals nupcial.

Rose rompió a reír y enterró el rostro en el hombro de Marcus. Él la guiaba con manos expertas y Rose, que nunca había tenido la oportunidad de estar en una pista de baile, parecía saberlo todo sin necesidad de haberlo aprendido. Por supuesto. Aquella noche todo era posible.

– Somos unos farsantes -dijo ella, y sintió que Marcus se tensaba ligeramente, pero después sonrió.

– Mientras sólo lo sepamos nosotros…

– ¿A qué hora se convierte Robert en ratón?

– Estará bien hasta la medianoche -contestó él-. Después, tú tendrás que empezar a probarte zapatos de cristal.

Ella bajó la vista a su pie derecho, oculto bajo el vestido. Tenía el tobillo vendado, y en la tienda lo habían solucionado dándole una sandalia tres tallas más grande que la izquierda.

– Tendré que acordarme de perder el zapato izquierdo -dijo Rose.

– O si no, rescribimos el cuento -sugirió él-. De hecho, estoy seguro de que podemos hacerlo. Además, vamos a tener que buscar una calabaza más grande, porque en vez de irte sola, tu príncipe va a ir a casa contigo.

Rose creyó detectar un ligero rastro de satisfacción en su voz. Pero, ¿en dónde se estaba metiendo?

– Pero esto no es real. Ni siquiera después de medianoche, o después de dos semanas. Nada de esto es real.

– No -contestó Marcus sin dejar de bailar. La abrazaba firmemente para sujetar su peso, con la cabeza apoyada en los rizos de Rose.

– Tal vez deberíamos irnos a casa -sugirió ella.

– ¿A casa?

– Quiero decir, a tu apartamento. Quiero decir… Tú al club -eso sería lo más sensato, ¿no?

– No creo que podamos hacer eso esta noche -dijo él- Estamos casados.

– ¿Y…?

– Toda la prensa del corazón nos está observando. ¿Quieres que sepan que dormimos separados en nuestra noche de bodas?

– ¡Sí!

– Estoy seguro de que no lo quieres.

Rose pensó en ello un instante, lo que le resultó realmente difícil. Pero estaba sintiéndose… La forma en que su cuerpo estaba reaccionando…

– ¿Lo dices… por Charles? -preguntó ella.

– ¿Por qué otea cosa podría decirlo?

Por supuesto. ¿Por qué otra cosa podría decirlo? Qué estúpida.

– Entonces… ¿Estás diciendo que tenemos que dormir en el mismo lugar? Pero…

– Tengo un sofá cama en el comedor. No te preocupes.

– No estoy preocupada -y era cierto. Era imposible estar preocupada cuando se sentía flotar.

– ¿Crees que deberíamos ir a casa ya? -preguntó Marcus.

– Sólo una vuelta más por la pista de baile -susurró. Él la abrazó con más fuerza y Rose lo sintió sonreír.

El cuento de hadas terminó en la puerta de entrada.

Robert los había llevado a casa y Marcus, a pesar de las protestas de Rose, la llevó en brazos hasta la puerta.

Estaban solos en el apartamento. Marcus aun llevaba a Rose, su mujer, en brazos, y ella lo miraba con ojos brillantes y dulcemente inocentes. Estaba tan deseable… ¡Y era su mujer! Podría besarla en ese mismo momento…

– Olvídalo -dijo ella, apartando su cara de la de él-. Marcus Benson, bájame. Ahora.

– Pero pensé…

– Ya sé lo que pensaste, puedo leerlo en tus ojos. Sé que quieres algo se retorció en sus brazos y Marcus tuvo que bajarla.

– No quiero nada.

– ¿Me estás diciendo que no quieres llevarme a la cama?

No había nada que Marcus deseara más, pero contestó:

– No me he casado contigo para llevarte a la cama.

– No. Lo has hecho para hacerme un favor. Pero ahora estamos casados…

– Eso puede ser un aliciente -admitió él, sonriendo-. ¿Me estás diciendo que tú no lo piensas?

– No quiero acostarme contigo.

– ¿No?

– ¡No! -afirmó Rose con vehemencia.

– Pero entre nosotros hay atracción física…

– Me has comprado este fantástico vestido y me has tratado como a una princesa. Por supuesto que hay atracción. Pero de ninguna manera me voy a acostar contigo.

– ¿Porqué no?

– Si me enamoro de ti, estoy perdida.

– ¿Porqué?

– Piensa un poco, chico listo -dijo Rose mientras se quitaba las sandalias-. Cenicienta no tenía vida propia me voy a la cama. ¿Duermo yo en el sofá o lo haces tú?

– Puedes quedarte en la cama.

– Muy bien -Rose se dirigió al dormitorio y cerró la puerta, dejándolo pasmado.

Rose no pegó ojo en toda la noche. ¿Cómo podría hacerlo? Estaba en la enorme cama de Marcus, observando cómo la luz de la luna se reflejaba en su vestido de novia, colgado cuidadosamente en una percha.

Había tenido una boda. Había habido fotógrafos, pensó, muchas cámaras pendientes de ella. Tal vez dentro de muchos años se encontrara con una foto en una vieja revista. La foto de un cuento de hadas. Con Marcus, su príncipe. ¿Los príncipes ordeñaban vacas? Por supuesto que no. De hecho, Marcus había puesto esa condición.

El pensamiento le hizo soltar una risita. Debería dormir, se dijo, pero Marcus estaba al otro lado de la pared. Y había querido llevarla a la cama.

«Se ha casado conmigo», pensó. «Soy su mujer». ¿Tenía que acostarse con él para pagar la deuda? No, pero…

«Si me acuesto con él es porque hace que el pulso se me acelere». Hizo una mueca e intentó calmar los latidos de su corazón.

«Sería un desastre», le dijo la parte sensata del cerebro. Le debía mucho, pero no le debía su corazón.

Pero tal vez tener a un hombre en su cama no sería tan malo. Tal vez tener a Marcus…

«Vete a casa, Rose», se dijo. «Vuelve con tus perros si quieres compañía, vuelve a la realidad».

Se dijo que la realidad era buena, era su futuro. Pero en ese momento… Miró su vestido de novia y pensó en Marcus. La realidad parecía muy lejana.

Marcus prefería la fantasía. Estaba tumbado mirando al techo, un techo sin ningún interés, aburrido. Igual que él.

Pero aquel día se había sentido transformado. Había sentido que la vida merecía la pena… Qué pensamiento tan estúpido.

Se recostó en las almohadas y pensó en todas las bodas de su madre. Ella siempre le decía que aquella vez iba a ser la definitiva, que por fin empezarían una hueva vida. Pura fantasía.

Y allí estaba él, atrapado en la misma fantasía que había usado su madre para hacer de la vida algo más soportable. Bodas glamorosas. Un cuento de hadas…

Menos mal que Rose había tenido algo de sentido común; si no, en ese momento estaría en sus brazos, pensó. Casarse con ella estaba bien, pero hacer el amor con ella… ¡No!

¿Cómo demonios se había metido en aquel lío? ¿Una mujer? ¿Australia? El futuro inmediato le parecía ridículo.

– Yo no soy de los que creen en finales felices -le dijo al techo-. Mi vida está aquí.

Rose se arrellanó en su asiento de primera clase y se esforzó por sentirse indignada. ¿Cómo había descubierto Marcus que su billete era de clase turista? ¿Cómo se había atrevido a cambiarlo por aquél?

Pero podía extender las piernas. De hecho, podía tumbarse como en una cama. Había mantas, mullidas almohadas y podía escuchar música suave en su equipo personal de entretenimiento.

Iba de vuelta a la realidad, con sus vacas y el trabajo duro. Pero su marido estaba echado a su lado, y aquello no parecía real. Pero si estiraba la mano y… No, no quería estirar la mano. Rose O'Shannassy sabía muy bien cuál era la realidad. Más o menos.

Marcus podría haber usado su jet privado, pero Ruby se lo impidió.

– Ya sabes cómo reaccionó con la ropa. Con esto reaccionará exactamente igual -había dicho su ayudante. – Pero accedió a comprarse un vestido de novia.

– Eso fue fantasía. Un jet privado, a ojos de Rose, sería ridículo.

– Pero, ¡demonios! Esperar en los aeropuertos…

– Como todos los mortales. Sólo van a ser dos semanas.

Así que allí estaba él, en un vuelo comercial camino de una escala de cuatro horas en Tokio.

Y, sin embargo, se sentía bastante cómodo. Las miradas sorprendidas de Rose eran una delicia, aunque Marcus tenía la sensación de que estaba controlando su indignación ante tal despilfarro de dinero.

Rose. Su mujer.

Fantasía… realidad. Las fronteras estaban empezando a difuminarse.

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