Marcus pensaba que conocía a las mujeres, pero estaba equivocado. La tienda a la que llevó a Rose también fue una equivocación.
Una mujer con la que había salido una vez le había dicho que la tienda tenía una ropa formal fabulosa, pero Rose no hacía mas que miar a su alrededor con sospecha. Las empleabas reaccionaron dé la misma manera: sonrieron a Marcus y fueron cautelosas y fríamente amables con la vagabunda que iba con él.
– ¿Pueden buscarle a Rose algo de ropa formal? -preguntó a una de las dependientas, mientras Rose le lanzaba una mirada molesta.
– Esto me hace sentir como una Barbie. «Hoy vamos a vestida para ir a la oficina».
– ¿No quieres que te ayude? -preguntó Marcus,
– No.
– Rose.
– De acuerdo -mientras la empleada iba en busca de algo apropiado, le lanzó una mirada en la que había una disculpa, aunque el desafío aun estaba presente-. Vale. Estás siendo muy amable y yo me estoy comportando como una estúpida. Pero esto me parece… incorrecto.
– Esto es lo más sensato. Simplemente, hazlo. -Pruébese esto -dijo la dependiente, dirigiéndole una brillante sonrisa a Marcus. La mujer puso el traje contra en cuerpo de Rose, aunque esperaba que fuera él quien decidiera.
Sin embargo, él no tuvo oportunidad de decidir, porque Rose levantó la etiqueta del precio y dejó escapar un pequeño grito. Apartó el traje y miré a Marcus como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Es que has perdido la cabeza? -le espetó.
– ¿Qué quieres decir?
– Mira el precio. No puedo permitirme comprar esto.
– Pago yo, ya te lo dije. Yo eché a perder tu ropa. -Sí, me echaste el batido encima de una camiseta de cinco dólares y ahora estás intentando reemplazarla con esto que cuesta tres mil. ¡Tres mil dólares! Mira, esto se nos está yendo de las manos. Ya has hecho suficiente y yo no puedo quedarme más -dijo mientras se dirigía a la puerta.
– No conseguirás ver a Charles -la previno Marcus. La lucha interna que Rose estaba teniendo se reflejaba en su rastro, y él también pudo sentirla. Pero Marcus se había estado divirtiendo. No había sido tan malo hacer de benefactor millonario de una pobre chica. Peto se suponía que la chica tenía que estar agradecida y sonreír dulcemente.
Rose seguía avanzando hacia la puerta, manejando con dificultad las muletas. Empezaba a parecer desesperada.
– Tengo que tratar con Charles yo sola -murmuró.
– Estabas de acuerdo en hacer esto.
– Fui una estúpida. Debí de golpearme la cabeza con las escaleta. Y ahora estoy en una tienda elegantísima con un tipo que tiene más dinero del que nunca podré imaginar… y que me está ofreciendo gastarse en un traje la cantidad de dinero con laque yo podría alimentar a mi familia durante un año.
– ¿Tu familia?
– No tengo por qué hablar de mi familia. Ya no puedo más, tengo que irme. Lo siento -dio algunos pasos más, hasta llegar a la puerta-. Lo siento. Muchas gracias por todo lo que has hecho.
– Rose…
– No puedo hacéroslo. No puedo.
La alcanzó tres puertas más abajo. La había seguido, aunque no estaba muy seguro de por qué se empeñaba en ayudarla.
Le había dejado algo de tiempo para que se calmara y ahora la veía caminar más despacio, como si no supiera a dónde ir. Tenía los hombros caídos y parecía totalmente desesperada.
Entonces la alcanzó. Le puso una mano en el hombro y la giró para que lo mirara. No le sorprendió ver lágrimas en sus bonitos ojos.
Pero ella dejó de llorar en cuanto sintió el contacto. Se limpió las lágrimas y dio un paso atrás, balanceándose peligrosamente.
– Déjame sola.
– Lo siento.
– No deberías sentirlo. Sólo estabas intentando ser amable.
Marcus desechó el deseo de actuar como hada madrina de Rose. Intentó ponerse en su lugar. Mucho tiempo atrás él también había dependido de otras personas, y sabía que era mucho más difícil tomar que dar.
– He sido un poco insensible -consiguió decir-. Pensaba que podía ayudar. Y aún quiero hacerlo.
– No puedes -contestó ella,
– Sabes que sí. Y estaría encantado de hacerlo si me dejas.
– Sí, claro. Con el maldito dinero -se enjugó más lágrimas-. Eso es lo único que sabes hacer.
– Lo siento -no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo se había metido en aquel lío?
Podía irse sin más, no tenía por qué insistir, ¿Por qué entonces seguía haciéndolo? Lo único que sabía era que quería saber más.
– ¿Podemos empezar otra vez, por favor? -preguntó Marcus. Ella se sorbió la nariz y lo miró con suspicacia,
– ¿Empezar otra vez?
– No sé cómo como hemos llegado a esta situación -admitió él-. No tengo ni idea de lo que está pasando, pero quiero ayudar. Tampoco sé por qué quiero hacerlo, pero así es -rozó ligeramente una mano de Rose.
Sabía que ella aún tenía el deseo de salir corriendo. Él también lo tenía,
– Dime lo que necesitas-le dijo-. ¿Que puedo hacer para ayudarte?
Ella inspiró profundamente. Estaban en la Quinta Avenida, rodeados de gente elegantemente vestida. Marcus no desentonaba en aquel ambiente, pero ella sí. Pero evidentemente no estaba pensando su aspecto. Miró a Marcus durante unos seguidos e hizo una confesión.
– Necesito comer algo.
– ¿Tienes hambre?
– Perdí el bocadillo, ¿recuerdas? No he desayunado y el bocadillo era todo lo que tenía para comer. Y también necesito un billete de metro para llegar a donde me alojo. Tengo que quedarme hasta mañana… para el funeral de la tía Hattie. Fui una estúpida al intentar ver a Charles. Ahora… Ahora sólo quiero irme a casa.
– De acuerdo, me encargaré de tu transporte. Pero antes, deja que te dé de comer. No -sacudió la cabeza al ver que ella daba otro paso atrás. Sabía lo que Rose estaba pensando. El dinero no la impresionaba, sino que la hacía huir-. Hay un pequeño restaurante muy cerca, y no es caro. Por lo menos, admite que te debo una comida. ¿Puedes aguantarme un poquito más?
Ella lo miró confundida, balanceándose con las muletas y observándolo pensativa. No era el tipo de mirada que Marcus estaba acostumbrado a recibir de las mujeres. Decir que lo desconcertaba era quedarse corto.
– Seguro que piensas que soy una desagradecida -dijo Rose finalmente. Pero Marcus estaba tan lejos de pensar eso que parpadeó, sorprendido.
– No lo creo. Deja que te dé de comer.
– ¿Como si fuera algún bicho en una jaula del zoo?
Él sonrió.
– Lo siento. Me he expresado mal. Come conmigo, por favor.
– ¿Por caridad?
– Porque necesito recompensarte.
Lo miró durante largos segundos, y en ese momento algo cambió. La imagen de la Cenicienta se difuminó un poco más y Marcus se dio cuenta de que era una mujer realmente fuerte.
Rose se sentía superada por las circunstancias. No estaba segura de lo que estaba ocurriendo, y eso que ella siempre llevaba el control de las situaciones. Sin embargo, a pesar de sentir que lo estaba perdiendo, continuaba luchando.
– Gracias-le dijo finalmente-. Me encantaría comer contigo.
A Marcus lo invadió una oleada de absurda gratitud al escuchar sus palabras.
– Y a mí también -respondió con sinceridad.
La llevó a un restaurante al que no había ido en años. El propietario, un hombre robusto de casi setenta años, lo recibió encantado.
– Pero si es el gran Marcus, que ha venido a honrar este humilde establecimiento con su presencia…
– Corta el rollo, Sam -gruñó Marcus.
– ¿A qué debo este honor? -el hombre miró a Rose y le dedicó una cálida sonrisa de bienvenida-. Una dama. Por supuesto. Y una dama con clase, es evidente. Apuesto a que podría apreciar cualquiera de mis especialidades sin pensar siquiera en las calorías.
– Tiene toda la razón -Rose pareció relajarse por fin con la amabilidad de Sam-. ¿Qué me recomienda?
– En este establecimiento todo es recomendable. Le diré lo que vamos a hacer… -miró de reojo a Marcus, y éste asintió casi imperceptiblemente. El restaurante de Sam era famoso, con una reputación bien merecida. El hombre podía intuir lo que la gente necesitaba, y simplemente lo ofrecía, junto a grandes dosis de comodidad, amistad y buen humor-. Traeré mi especialidad. Sólo tendréis que sentaros y no pensaren nada, excepto en aquello de lo que tengáis que hablar. No os preocupéis por la comida, que de eso me encargo yo.
No pensar en nada excepto en aquello de lo que tenían que hablar… Pero parecía que no había nada de lo que hablar. O, al menos, así lo veía Rose. La comida de Sam era espectacular una enorme olla de sopa de pescado con almejas, receta heredada de su abuela, y una especie de tortitas de maíz que estaban espectaculares.
Era una comida exquisita, pensó Marcus, y de repente se preguntó por qué había pasado tanto tiempo sin ir a aquel restaurante. Se reclinó en su asiento, disfrutando de la comida y del ambiente. El local estaba lleno de estudiantes, madres jóvenes, universitarios y artistas que parecían no tener absolutamente nada en la vida. Todos comían con la misma dedicación que Rose.
Y mientras ella comía, Marcus pensó en la cita que había tenido la noche anterior. Elizabeth era una magnífica abogada, elegante, sofisticada y atractiva. Pero había tomado sólo una ensalada y medio vaso de vino. Por supuesto, había rechazado el postre.
Su magnífica figura requería ciertos sacrificios, había pensado Marcus, y aunque ella te había invitado a su exclusivo apartamento para tomar café, café fue lo único que compartieron. A él no le había apetecido llevar las cosas más lejos.
Pero ahora… sentado a la mesa y observado a Rose devorar la sopa y saborear cada bocado de las tortitas, pensó que prefería aquel cómodo silencio a una conversación ingeniosa. Estaba disfrutando de verdad.
– ¿Qué? -preguntó ella de repente.
– ¿Cómo dices?
– Me estás mirando como si fuera un bicho raro. No me gusta.
– Eres australiana. ¿Qué esperabas?
– ¿Nunca has conocido a un australiano?
– A ninguno al que le guste la sopa de pescado tanto como a ti -respondió Marcus.
– Es la mejor que he comido en la vida.
Rose le sonrió y él parpadeó, asombrado. Vaya sonrisa… capaz de volver loco a un hombre. ¿De dónde había salido? Era una sonrisa generosa y brillante, acompañada por un pequeño hoyuelo junto a la boca…
«Cálmate, Benson», se dijo. Seria mejor que no se involucrara más.
– ¿Quieres contarme por qué tienes que ver a Charles Higgins? -preguntó, y la sonrisa se desvaneció. Maldición, no tenía que haberlo mencionado.
Pero por eso estaban allí. Era importante y, para ser sinceros, Marcus estaba intrigado.
Aquella mujer acababa de rechazar un traje de tres mil dólares como si nada. Ninguna mujer de las que Marcus conocía habría techo eso.
– Me tiraste al suelo en las escaleras, pero en parte fue culpa mía -dijo ella, como si le estuviera leyendo el pensamiento-. No quiero depender de nadie. Si te gastaras tres mil dólares en un traje para mí, me sentiría mal el resto de mi vida. Y Charles sabría que sólo era fachada.
– ¿Charles te conoce?
– Ya te lo dije. Es mi primo -contestó Rose.
– Entonces, ¿por qué…?
– Crees que porque soy de la familia puedo verlo cuando quiera.
– Sí, algo así -confesó él.
– Estoy aquí porque mi tía ha muerto -dijo Rose-. La madre de Charles. He pasado los últimos días sentada junto a la cama de la tía Hattie. No he visto a Charles y a Hattie la entierran mañana. Puede que Charles no vaya al funeral pero, desde luego, no lo va a pagar.
– Entonces… ¿No eres familia cercana? -se aventuró a decir Marcus.
– Claro que lo soy -y le dio otro bocado a una tortita. Aunque fuera una conversación difícil, no se olvidaba de que estaba disfrutando de la comida. Su voz, sin embargo, tenía un rastro de amargura-. Soy la buena de Rose, la que siempre hace lo correcto y se encarga de los asuntos familiares. No como Charles.
– Entonces, ¿por qué necesitas verlo?
Ella inspiró profundamente. Dejó el cubierto en el plato e inclinó la barbilla con un gesto que Marcus estaba empezando a reconocer.
– La tía Hattie y mi padre tenían cada uno la mitad de la granja familiar -le dijo-. Mi padre nos dejó su mitad cuando murió hace diez años, y el trato siempre había sido que Hattie haría lo mismo. Pero no lo hizo. Le dejó su parte a Charles, así que necesito que él… -Rose vaciló, como si aceptara la imposibilidad de lo que estaba apunto de decir-. Necesito que acepte mi propuesta de no vender la granja. Que me la deje hasta… hasta que yo sea libre.
– ¿Libre?
Ella lo miró con ojos llenos de dolor.
– La granja es todo lo que tengo. Para Charles no significa nada, sólo dinero. Tiene que darse cuenta de que no dejarme vivir allí sería desesperadamente injusto -se mordió el labio inferior, tratando de apartar un dolor que parecía inamovible-. Pero eso no tiene nada que ver contigo. Charles es mi primo, y es problema mío. Tú me has invitado a comer, y ahora me asearé lo mejor que pueda y me enfrentaré a él otra vez. Y si no consigo nada me iré a casa, pero al menos lo habré intentado.
Marcus no podía soportar esa mirada de dolor. La situación era como ver enfrentarse a David y Goliat, y Goliat era Charles Higgins. Tenía que quedarse con ella.
– No puedes enfrentarte sola a él.
– Por supuesto que puedo.
– Nada de por supuesto -gruñó él-. Charles es un baboso. Tal vez sea diferente con su familia, pero sigue siendo un baboso. Puede que me excediera un poco con lo del traje de tres mil dólares, pero mi instinto nunca falla. Buscaremos algo de ropa decente y yo iré contigo. Puedo conseguirte una entrevista con él.
– ¿Cómo?
– Para empezar, el edificio en el que tiene sus oficinas es mío.
– Estás bromeando -dijo Rose sorprendida.
– Desgraciadamente, no. Ya he decidido no renovarle el contrato de alquiler, pero eso él no lo sabe. Puedo ejercer presión.
– Pero…
– Termínate la soda -dijo Marcus, levemente consciente dé lo que estaba haciendo. Se estaba involucrando cada vez más-. No debemos hacer esperar a Charles, ¿no?
Volvieron a intentarlo con la ropa, pero esa vez Marcus apostó por algo más normal. Fueron a unos grandes almacenes de precio asequible y Rose escogió una falda sencilla, una blusa y unas sandalias de tiras. Estaba fabulosa, decidió Marcus, y se preguntó por qué las mujeres llevaban trajes de tres mil dólares cuando podían estar tan atractivas con ropa más barata.
Pero Rose no era cualquier mujer. Estaba fantástica con cualquier cosa, pensó mientras Robert los llevaba de vuelta a las oficinas de Higgins.
El único problema era que ella estaba un poco pálida. Se agarraba las manos con tanta fuerza que Marcus podía ver cómo se le ponían blancos los nudillos. Pero mantenía la conversación mientras pasaban Central Park.
– Siempre he querido ver Central Park -le dijo-. Desde que era una niña soñaba con montar a caballo en Central Park.
– ¿Eres una chica de campo?
– Ya te lo dije, vivimos en una granja. Ordeño vacas para ganarme la vida.
¿Vivimos? ¿Quiénes? Bueno, no importaba… ¿o sí?
– ¿Vives en una granja y sueñas con venir a Nueva York para montar a caballo?
– Es diferente -Rose sonrió levemente y Marcus vio que aún se agarraba las manos con fuerza. Tuvo que luchar contra el impulso de tomar esas manos entre las suyas-. A John Lennon le encantaba este parque, y también a Jackie Kennedy.
– ¿Admirabas a Jackie Kennedy? -preguntó Marcus.
– Tenía clase.
– ¿Y John Lennon?
– Sus gafas eran muy sexys -contestó ella.
– ¿De verdad? -dijo Marcus débilmente, y fue recompensado con una pequeña risa. Sus manos, observó con satisfacción, estaban empezando a relajarse-. ¿Y quién más crees que era sexy? ¿Paul? ¿George? ¿Tal vez Ringo?
– Ringo era sexy -afirmó ella-. Mucho. Cada vez que veo los video clips pienso que era usa monada.
Rose era tan diferente… Marcus se descubrió preguntándose cómo el día había acabado de aquella manera. En vez de firmar acuerdos de millones de dólares, estaba conversando sobre el sex appeal de Ringo. Y estaba disfrutando.
Pero en aquel momento llegaron a las oficinas, y las manos de Rose se agarrotaron de nuevo.
– No te preocupes -le dijo Marcus, poniendo una mano sobre las suyas. El contacto los sorprendió a los dos. Fue como si los recorriera una corriente de electricidad, pero cálida, íntima y reconfortante-. Estaré detrás de ti. A cada momento.
La señorita Pritchard, alias Atila el Huno, la secretaria de Charles, era una mujer insoportable. Cuando Rose salió del ascensor, la vio acercarse y suspiró. Ni siquiera fingió ser educada.
– ¿Qué quiere?
– Tengo una cita -dijo Rose, intentando que su voz fuera firme-. Era a las diez de esta mañana.
– El señor Higgins tenía un momento libre a las dos -contestó la mujer con desdén-, pero usted no estaba. Ya no va a tener un hueco hasta la semana que viene.
– Entonces, pregúntele al señor Higgins si me concede a mí una cita -dijo Marcus, que se había quedado detrás de Rose, haciendo que la mujer desviara hacia él la mirada-. Creo que su contrato de alquiler está a punto de expirar y, como arrendador, espero un comportamiento profesional de mis arrendatarios. Rose tenía una cita a las diez esta mañana y todavía está esperando. No me gusta tener a clientes contrariados vagando por las oficinas -señaló una silla-. Rose, si quieres sentarte… -le dirigió a la secretaria una sonrisa burlona-. Esperaremos. Dígale al señor Higgins que estamos aquí y que esperaremos lo que haga falta.
La frialdad de los ojos de Atila desapareció al instante. Había muy pocas personas en la ciudad que no fueran conscientes del poder de Marcus.
– Pero… -empezó a decir la mujer.
– Usted dígaselo -dijo Marcus con aire cansado-. Me gustaría acabar con esto cuanto antes, y espero que el señor Higgins piense lo mismo.
Y el señor Higgins lo pensaba. Cinco minutos después, Marcus y Rose eran conducidos a su presencia.
Decir que Rose estaba tensa era quedarse corto. Aquella entrevista era extremadamente importante para ella, pensó Marcus. Intentaba parecer tranquila, práctica y eficiente, aunque por dentro hervía de rabia.
Charles estaba sentado tras un enorme escritorio de caoba. Antes de que pudiera levantarse, Rose había atravesado el despacho, golpeando con las pateas de las manos la pulida superficie de madera con tanta fuerza que una de las bandejas de papeles saltó.
– Eres un sapo asqueroso-le espetó. Marcus parpadeó asombrado al oírla-. Hiciste venir a Hattie hasta aquí y ella vino porque pensaba que la querías, pero no era así. La abandonaste -la voz de Rose estaba cargada de desprecio y de ira-. Podría haber muerto en casa conmigo. Con Harry. Con la gente que la quería. Pero le dijiste que querías que estuviera aquí, donde no conoce a nadie. ¿Cómo pudiste hacerlo?
– Mi relación con mi madre no tiene nada que ver contigo -respondió Charles. Tenía casi cuarenta años, era obeso y llevaba un traje de tres piezas que, aunque se veía desaliñado, era carísimo. Miraba a Rose con evidente desprecio-. No tengo ni idea de lo que quieres de mí, Rose, ni por qué te has molestado en concertar esta cita -miró a Marcus rápidamente y luego volvió a centrar su atención en ella. Era evidente que Marcus era la única razón por la que había accedido a verla-. Tampoco sé cómo has conseguido arrastrar al señor Benson hasta aquí.
– A mí no me arrastra nadie a ningún lado -dijo Marcus con suavidad. Agarró una silla y se sentó, como si fuera alguien que estaba allí para pasárselo bien.
– Esto es un asunto familiar -dijo Charles, y Marcus le dedicó una sonrisa.
– Considérame de la familia de Rose. Rose, odio decirlo, pero no creo que sermonear a Charles por el comportamiento que ha tenido con su madre, sea justificado o no, nos vaya a llevar a ninguna parte. Dejémoslo y salgamos de aquí. Este lugar me pone nervioso.
Charles sé ruborizó.
– No tienes por qué quedarte.
– He venido con la dama. Rose, di lo que tengas que decir.
Rose se mordió el labio y su mirada se encontró con la de Marcus. Este le envió un mensaje silencioso: «Cálmate. Enfadándote no vas a conseguir nada».
Rose lo entendió y luchó por recuperar el control, inspirando profundamente.
– El testamento… -empezó a decir.
– Ah, sí -Charles también había tenido tiempo para tranquilizarse-. El testamento -le lanzó otra mirada nerviosa a Marcus y se hundió aún más en su sillón de cuero. El enorme escritorio estaba pensado para intimidar a los clientes, y Charles no tenía intención de abandonar su protección-. ¿Qué demonios tienes que decir del testamento de mi madre?
– Se suponía que Hattie me iba a dejar su parte de la granja.
– Me temo que no, primita.
A Marcas le entraron ganas de golpearlo, y tuvo que contenerse con todas sus fuerzas.
– Hattie ha vivido siempre en la granja -dijo Rose-. Igual que todos nosotros. Todos menos tú. Te fuiste hace veinte años, pero la granja te ha pagado la educación y los viajes -paseó la mirada por el lujoso despacho-. Estoy segura de que subvencionó todo esto. Tas gastos casi nos han dejado en la ruina. Además, siempre te has llevado la mitad de los beneficios. Es una locura que te dejara su mitad de la granja.
– Soy su hijo.
– Pero te lo hemos dado todo y ella sabía que yo no podría comprar tu parte. Eso me obligaría a vender.
– No es problema mío -dijo Charles con frialdad.
– No -ella tomó aire, obligándose a calmarse-. No es problema tuyo, y no debería serlo. Todo lo que te pido… Todo lo que te pido es que conserves tu mitad de la granja y dejes que yo la siga llevando hasta que Harry sea mayor de edad.
– Harry… -Charles hizo una mueca de desprecio, pero pareció recordar que Marcos aún estaba allí y forzó una sonrisa-. ¿Cuántos años tiene Harry?
– Doce.
Doce. Marcus frunció el ceño, procesando la información. Rose no era lo suficientemente mayor como para tener un hijo de doce años… ¿no?
– Necesitamos quedamos en la granja hasta que Harry cumpla los dieciocho. Charles, sabes lo importante que es la granja para todos nosotros -Rose casi estaba rogando.
– A mí nunca me importó.
– Pero te pagó los estudios. Te permitió ser lo que querías ser, y quiero que Harry también tenga esa oportunidad. No me importa que te sigas llevando la mitad de los beneficios, y la tierra no hace más que revalorizarse.
– Lo he comprobado -dijo él-. Ahora se vendería por una fortuna y, como está cerca del mar, podría convertirse en una granja de animación.
– Nos encanta la granja.
– Olvídalo. Voy a vender.
– Charles…
– Mira, si no tienes nada más que decirme… -miró a Marcus con nerviosismo, preguntándose cómo demonios se habría involucrado en aquello-. Me estás haciendo perder el tiempo.
Rose tragó saliva y abrió y cerró las manos con fuerza. Por fin vio que era inútil seguir insistiendo y se rindió.
Marcus vio cómo ella aceptaba la derrota, y le dolió. Sintió un deseo casi irrefrenable de darle un puñetazo a Charles.
Pero Rose había pasado al siguiente punto.
– ¿Vendrás mañana al funeral de Hattie? -preguntó en un susurro.
– Los funerales no son lo mío.
– Hattie era tu madre.
– Sí. Y está muerta. Pero lo he superado, igual que tienes que hacer tú. Y en cuanto el funeral acabe, la granja se pondrá a la venta. Estaría a la venta hoy mismo si no fuera por esa cláusula.
– ¿Qué cláusula? -preguntó Marcus.
Ése era el tipo de negociaciones en las que él era bueno. Había aprendido que era mejor no precipitarse, siso quedarse al margen, escuchando, concentrándose en lo esencial y comprobándolo todo.
Charles le dedicó una mirada molesta.
– Mi madre puso un estúpido codicilo en el testamento. Yo me marché antes de que el abogado terminara de leerlo, pero sé que lo hizo.
– Háblame de ello -pidió Marcus con amabilidad.
– No es asunto tuyo.
– Háblame de ello.
– Si me caso, heredaré -intervino Rose, apenada-. No tiene ningún sentido. Justo antes de que Hattie se marchara para venir aquí, salí con uno de los granjeros de la zona. Solamente tuvimos un par de citas, pero fue bastante para que Hattie creyera que me iba a casar. Como si pudiera hacerlo. Pero ella pensaba… Bueno, se preocupaba por mí, la pobre tía Hattie. Pensaba que me pasaría la vida cuidando de mi familia, sin preocuparme por mí misma. Por eso añadió esa estúpida cláusula; si estoy casada, heredaré. Creyó que casándome disfrutaría más de la vida. Pero es imposible.
– ¿No podrás casarte… nunca?
– ¿En una semana? -Rose se rió amargamente-. Hattie estaba muy enferma. Incluso se le empezó a ir la cabeza antes de abandonar Australia. Por eso probablemente Charles pudo convencerla para que viniera. Estaba aquí sola, y Charles pudo presionarla para que le dejara la granja. Así que escribió un testamento dejándoselo todo pero, según parece, añadió un codicilo cuando Charles la dejó sola con el abogado. La cláusula dice que sí me caso antes de una semana de su muerte, la granja pasará a ser mía. Pero… ¿una semana? Tal vez quisiera decir un año. Bueno, en cualquier caso, dijo una semana, y el plazo se acaba el miércoles -volvió a mirar a su primo, aunque estaba segura de lo que éste iba a decir.
– Charles, por favor.
– Vete. Me estás haciendo perder el tiempo -Charles se levantó, se alisó el chaleco y se dirigió a la puerta.
Marcus lo observó. A su obesidad se añadía su corta estatura, lo que le hacía parecer una bola de grasa. Un baboso.
– Siento que le haya hecho perder el tiempo, señor Benson -le dijo Charles-. Vuelve a la granja, Rose, a donde perteneces. Disfruta las pocas semanas que quedan antes de que se venda. Pero hazte a la idea de que estará en el mercado en cuanto acabe la semana.
– Siento haberte hecho perder el tiempo.
Habían permanecido en silencio hasta que salieron a la calle. El sol brillaba con fuerza y Rose parpadeó, como si creyera que el sol no podía existir en un lugar como aquél.
– Deduzco que la granja se puede vender por un precio elevado -dijo Marcus suavemente.
– ¿Qué? Ah, sí. Ya oíste lo que dijo.
– Entonces quedarás en una posición acomodada.
– No, no será así.
– ¿Tienes alguna aptitud profesional? -preguntó él-. ¿Una carrera?
– Sí. Soy granjera.
– ¿Y no puedes conseguir trabajo en algún sitio? ¿En alguna granja?
– ¿Estás bromeando? ¿Con cuatro niños? ¿Quién me contrataría? -dijo Rose.
– ¿Cuatro niños? -preguntó Manáis con cautela, y ella se encogió de hombros, como si no fuera asunto suyo. En realidad, no lo era. O no debería serlo.
– Mira, ya te dije que lo siento -ella inspiró profundamente-. Pero ya es suficiente. Has sido muy amable conmigo, mucho más de lo que podría haber esperado. Gracias a ti he podido ver a Charles y pedirle lo que necesitaba pedirle. Sabía que sería inútil, pero tenia que intentarla Por los chicos. Ahora tengo que pensar en enterrar a la tía Hattie con todo el amor del que sea capaz y después volveré a Australia. Fin de la historia.
– ¿Tienes cuatro hijos? -tal vez no fuera de su incumbencia, pero tenía que saberlo. ¿Cuántos años tendría Rose? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis?
Cuatro hijos. Su mirada se posó involuntariamente en la cintura de Rose. No, no podía ser.
– ¿Qué estás mirando? -preguntó ella.
– Tu figura -admitió con una sonrisa-. Te conservas muy bien para tener cuatro hijos.
Ella abrió mucho los ojos. Parecía sorprendida. Y entonces su rostro, que hasta ese momento había estado en tensión, se transformó con su risa. Tema la sonrisa más maravillosa del mundo. Y la risa más maravillosa.
– ¿Crees que soy una madre soltera con cuatro hijos?
– Bueno…
– Son mis hermanos -le dijo-. Daniel, Christopher, William y Harry. Tienen veinte, dieciocho, quince y doce años respectivamente. Todos son estudiantes, y la granja los mantiene. Bueno, supongo que soy yo quien los mantiene. Ellos me ayudan, pero la mayoría de las cosas las hago yo. Hasta ahora. A partir de ahora, supongo que con lo que saquemos dé la venta podrán seguir estudiando, pero Dios, sabe donde viviremos. Las vacaciones de la universidad duran cuatro meses, y es entonces cuando somos una familia. A Harry le encanta la granja. Se le partirá el corazón si tenemos que irnos.
Marcus la miraba en silencio, con incredulidad. ¿Rose mantenía a cuatro hermanos? ¡Cielo santo! Era demasiada carga para unos hombros tan pequeños. Hizo una mueca y Rose forzó una sonrisa.
– Ya te lo dije. Es mi problema, no el tuyo.
– Siempre podrías casarte -dijo Marcus con voz débil, y Rose esbozó una sonrisa con pesar.
– ¿Antes del miércoles? No lo creo. Es un codicilo estúpido redactado por una anciana confusa que estaba desesperada por hacer las cosas bien para todos. Y eso era imposible -Rose le dio la mano con un gesto de despedida-. Muchas gracias por ayudarme. Te estoy realmente agradecida. Adiós.
Se dio la vuelta y se alejó de él con las muletas por la acera, que estaba llena de gente que iba de compras.
Marcus se quedó observando su cabello, su silueta y la hermosa curva de su cuello. Era una mujer fuerte. Como David y Goliat, pensó de nuevo, pero aquella vez no había honda. No había ningún tipo de arma.
Rose se había despedido. No esperaba nada de él, y estaba sola de nuevo. Pero Marcus no podía aceptarlo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero sabía que tenía que hacerlo.
– Rose, espera -la llamó. Ella se detuvo y se giró.
– ¿Sí? -estaba delgada y pálida, y casi parecía etérea, como si fuera a desvanecerse.
Y eso era lo que él quería… ¿o no? Marcus nunca se involucraba. Había hecho una promesa mucho tiempo atrás y nunca había estado tentado de romperla. Hasta ese momento, cuando las posibilidades eran romper la promesa o ver cómo Rose regresaba a Australia con sus problemas.
Marcus ni siquiera sabía cuáles eran sus problemas. Casi no la conocía a ella. Tenía un trato millonario que cerrar, una cita aquella noche con una mujer por la que muchos hombres matarían, tenía una vida en Nueva York…
Rose lo miraba con actitud interrogante. Estaba esperando a que por fin la dejara libre y pudiera marcharse. Pero él no podía dejar que se fuera, y sólo había una forma de evitar que lo hiciera.
– Hay una manera por la que puedes casarte antes del miércoles -dijo Marcus. La gente que estaba a su alrededor se detuvo, atónita. Rose estaba totalmente asombrada.
– ¿Cómo? -dijo en un susurro. Estaban separados unos metros y había gente entre ellos. Marcus vio cómo sus labios se movían, y leyó en sus ojos que la estaba entreteniendo inútilmente,
Pero no era así. Él sabía lo que tenía que decir, y cuando lo dijera, sería lo correcto. Sería incluso inevitable.
– Cásate conmigo.