PRIMERA PARTE: 1996

Prólogo

– Zorra.

Harley Taggert estaba borracho, pero no lo suficiente. Necesitaba otra botella de champán para aliviar el dolor que invadía su alma y caminaba dando tumbos por la cubierta del barco de su padre. La noche era clara. La sal del océano le llenaba los orificios nasales. El bote se balanceaba suavemente en el embarcadero. ¿Cómo podía haberle hecho eso? ¿Cómo podía haberle devuelto el maldito anillo?

«Porque es una zorra insensible. Te devolvió el anillo, ¿no?»

Bajó la mirada hacia el puño cerrado y vio el anillo de diamantes en la palma de la mano sudada. Recordó algunas de las palabras ensayadas acerca de su relación: que no funcionaba, que deseaba que pudiesen ser «amigos» o algunas tonterías así. Muy bien, de acuerdo.

¿«Amiga» como lo era de Kane Moran, ese gorila de poca monta? Probablemente ahora se dirigía camino a casa de ese cabeza de chorlito.

Apretó los ojos y vio la cara de ella en su mente. Dios, era preciosa, pero todas las Holland lo eran…

«Claire. Por Dios. ¿Por qué?»

Maldita sea, la quería.

Más de lo que se pensaba. Más de lo que creía posible.

Y ella le había engañado.

Con ese cabrón asqueroso.

Harley se balanceó un poco acercándose a la proa y miró hacia el cielo, hacia el desnudo mástil entre el cielo estrellado. Notó que se le saltaban las lágrimas y se sintió avergonzado. Era por el champán. Tenía que serlo. Porque era un hombre, y los hombres nunca lloran, especialmente los hijos de Neal Taggert. Ellos nunca.

– Mierda -murmuró y miró hacia el oeste, más allá de la bahía, hacia el mar abierto. Debía marcharse. Para siempre. O… cumplir con sus amenazas y acabar con todo. Simplemente saltar al agua helada y respirar profundamente. Eso les enseñaría. O debía tomarse otra copa… pero primero… necesitaba deshacerse del anillo. Desplazó el brazo hacia detrás con todas sus fuerzas, y tiró el asqueroso diamante tan lejos como pudo. Su cuerpo golpeó contra la baranda por el impulso, a la vez que escuchó un plop del endemoniado anillo de compromiso al zambullirse en la profundidad la bahía-. Que se pudra -murmuró Harley, poniéndose recto a la vez que le pareció notar, más que ver, a alguien en el barco.

Se volvió rápidamente, pero estaba solo. Nadie había subido a bordo. No quedaba nadie en el muelle. Se trataba de su mente jugándole una mala pasada. La calurosa noche de verano le estaba afectando. Incluso la brisa procedente del Pacífico era más calurosa de lo normal tratándose de un verano en Oregón.

Otro ruido. Provenía del muelle. El miedo le recorrió la columna vertebral. Echó un vistazo pero no vio a nadie bajo las luces que colgaban de las viejas maderas. Estaba solo. Alejado del desagradable viejo que dormía en la oficina del puerto y de la gente que escuchaba algún viejo disco de los Eagles. Estaba nervioso. Demasiadas emociones y bebida. O no la suficiente.

Por el rabillo del ojo vio movimiento. Volvió la cabeza a tiempo para ver un gato esquelético deslizándose por un farol.

«Contrólate. Estás perdiendo el control, hombre. O te tiras al agua y terminas con todo, o te vuelves al camarote y acabas con todo el licor que el viejo tiene allí. Hay un quinto de Black Velvet que lleva tu nombre.»

Dio un paso hacia el camarote y fue cuando la vio: una imagen rápida de una mujer deslizándose entre las sombras. Se le pusieron los pelos de la espalda de punta. ¿Claire había vuelto? ¿Se había pensado mejor su insensible decisión de dejarle? Bueno, ya era tarde, joder… pero… había algo raro en ella. No parecía estar todo como debería. O quizás el champán no le dejaba pensar con claridad. Parpadeó y la mujer pareció haber desaparecido. Pero podía presentir algo. Sentía sus ojos, sus malditos ojos escondidos en algún sitio. Quienquiera que fuese parecía estar acostumbrada a moverse sigilosamente y a esconderse entre las sombras. Se trataba de alguien a quien le encantaba espiar. Alguien que no estaba del todo bien. Alguien como su hermana.

Tragándose su miedo, dio un tímido paso hacia la proa, acercándose con cuidado a la baranda.

– ¿Paige? -la llamó, intentando parecer más tranquilo de lo que estaba-. ¿Eres tú? Sal aquí afuera.

Alguien se movió como un rayo por uno de los lados. Harley se volvió rápidamente y vio elevarse una mano que llevaba un guante.

– ¿Qué demonios…?

¡Bum!

– Muere, cabrón -gruñó una diabólica voz.

Harley vio caer una piedra.

Antes de que pudiera moverse, le golpeó.

¡Bum!

El dolor le invadía el cráneo.

Luces blancas le centelleaban detrás de los ojos.

Harley se tambaleó hacia atrás. La sangre le caía por los ojos y el miedo corría por su espina dorsal. Las caderas le golpearon contra la baranda e intentó agarrarse, pero era demasiado tarde. Salió por encima de la brillante baranda y empezó a caer… a caer.

¡Pum!

Chocó contra el muelle con la parte trasera de la cabeza.

El dolor en la cabeza era insoportable. Empezó a tener convulsiones. Se movió a ciegas en el agua, tocando a su alrededor, buscando algo a lo que poder agarrarse. Tocó el lateral del bote de su padre con los dedos, pero perdió el contacto y empezó a hundirse en el agua helada.

«Vas a morir. Ahora mismo… ¡Pelea, Harley, pelea!»

Intentaba gritar. El agua salada le entró por la nariz y la garganta. Sus reacciones eran lentas, desincronizadas. «¡Ayudadme, por favor, que alguien me ayude!» Pero las palabras se perdieron en su mente. El dolor le rebotaba en el cerebro, en aquella agua helada y oscura. Los pulmones le ardían. Se agitó con fuerza, peleando y revolviéndose mientras la ropa hacía que se hundiera cada vez más. Lentamente intentó dar patadas para poder nadar hacia arriba, pero tenía los pies enganchados a algo, enredados o… alguien se los sujetaba por debajo del muelle. Los pulmones le abrasaban, estaban a punto de explotar. Desesperado, empezó a luchar, a dar patadas, mirando hacia la superficie donde, más allá del velo de las olas, vislumbró a su atacante en pie, contemplándole, bajo la luz de una farola del muelle.

La superficie estaba tan lejos… Iba a morir… Ella le había matado. «¿Por qué? Oh, Dios mío, ¡ayúdame! Salta aquí, llama a la policía, haz algo.» Intentó nadar hacia arriba, pero ¡quienquiera que fuese que le agarraba los pies no le soltaba! Todo su cuerpo gritaba agónico. La imagen por encima de su cabeza se ondulaba a medida que intentaba salir. Era un rostro débil y tenue iluminado por las luces del muelle. Un rostro distorsionado por el horror que sentía. Las esposas en los tobillos parecían apretarle, como si la muerte personificada se lo estuviera llevando rápidamente, asegurándole así una muerte horrible.

No había más tiempo. En un último esfuerzo, Harley pataleó e intentó gritar.

Sus torturados pulmones se agotaron. Expulsó el aire, formando burbujas hacia la superficie. Con ella partía cualquier oportunidad de sobrevivir. El agua salada inundó su garganta. Tan fría como la muerte, le quemaba como el mismo infierno. El agua abrasadora lo iba destruyendo ola tras ola, y entonces llegó… la oscuridad. Una tranquilidad sorprendente y seductora venció a su cerebro, acabando con él mientras dejaba de resistirse y sus pulmones expulsaban el último aliento. Tenía los ojos abiertos. Estos le ofrecieron una última imagen del mundo a través de la cortina de agua. Pudo ver el fantasmagórico rostro de su asesina mientras avanzaba alejándose de la luz, hacia la oscuridad.

Capítulo 1

Todo vale en el amor y en la guerra.

O así es el dicho. Kane no estaba completamente seguro de poder adoptar ese dicho, cuando el futuro de Claire Holland estaba en juego, pero qué diablos, de todos modos a ella nunca le había importado. Nunca se había dignado a fijarse en él excepto una vez, en que bajó la guardia. Puso con fuerza el freno de mano mientras apagaba el motor y se recordaba a sí mismo que estaba casada. Separada, pero casada, y que su nombre ahora era Claire St. John.

La lluvia salpicaba el parabrisas. Las gotas caían sobre el cristal como afilados rayos mientras Kane miraba la choza que había heredado: una cabaña de tres habitaciones a la orilla del lago Arrowhead. Faltaban tejas, había dos ventanas cubiertas con maderas y pintadas con graffiti, las cañerías eran de color naranja por el óxido y llevaban años atascadas debido a las hojas y a la suciedad. El porche estaba hundido como la espalda curvada de un caballo de carga. Había leños, cortados con una motosierra y ennegrecidos por la lluvia de los años.

Llevaban allí desde antes de convertirse en obras de arte de su padre. La ventana del desván, única fuente de luz natural en aquel espacio incómodo que había sido su habitación, se había roto, y aún quedaban trozos de cristal esparcidos por el porche.

«Bienvenido a casa», pensó con amargura mientras salía de su coche. Cargó su bolsa de lino y el petate sobre el hombro, y agachó la cabeza para evitar el viento helado. Un dolor punzante le vino a la cadera, recuerdos de trozos de metralla que había recibido en su última misión extranjera. Se estremeció y se colocó mejor la bolsa en el hombro mientras maldecía el hecho de que aún cojeaba un poco, lo bastante para demorar su paso cuando tenía prisa.

Frente a la puerta, introdujo la llave en la vieja cerradura, y el pestillo cedió. La puerta se abrió con un chirrido. Cayó serrín del cerrojo inservible y estropeado.

Años de polvo, aire corrompido y un sentimiento general de sueños perdidos le invadieron a medida que cruzaba el umbral. En segundo lugar, pensó en sus compañeros por primera vez desde que decidió aceptar esta misión. Quizá volver había sido una mala idea. Puede que la persona que inventó el dicho «no despiertes al león dormido» sabía algo que Kane desconocía.

Desastroso. Pasó por encima de una mesita de café patas arriba. Ya no era el momento de echarse atrás. Dejó su bolsa y saco de dormir sobre un sofá que había en una esquina. En su momento era un sofá de color rosa, moderno y dividido. Ahora era de un color gris rosado debido a la suciedad. Tenía el relleno fuera de la funda y manchado. Los marcos de las ventanas estaban secos y descascarillados, cubiertos de esqueletos de insectos, restos del alimento de las arañas. En una esquina del techo, donde las tejas estaban inclinadas, había un nido casi podrido y a punto de caerse. Los muros hechos con madera de pino estaban llenos de moho, y el olor a humedad penetraba por toda la cabaña como una sombra fétida.

Había acampado en lugares peores que ése a lo largo de los años. Había visto tugurios de Oriente Medio y Bosnia que hacían parecer un palacio a esta cabaña. Pero nunca había llamado hogar a ninguno de aquellos desagradables lugares. Solamente en este lugar sentía cómo su alma sangraba y se encontraba desnuda. Era la casita destartalada donde su madre le había criado durante los primeros años de su vida. Una madre cuyas suelas de zapatos eran finísimas, debido a todo lo que tenía que andar detrás del mostrador de Westwind Bar and Grill.

– Tienes que cuidarte, cariño -decía ella, tocándole suavemente en el hombro y mostrándole una sonrisa triste-. Llegaré tarde a casa, así que cierra la puerta con llave. Papá volverá pronto. -Mentira. Siempre era mentira, pero él nunca preguntaba. Su madre le regalaba un beso en la mejilla. Alice Moran siempre había olido a rosas y a humo, una mezcla de perfume barato y contacto con los cigarrillos. Durante años, el cajón de su aparador había estado lleno de cupones de cajetillas de cigarrillos, guardados y usados para comprar algo especial diferente a los artículos de primera necesidad. La mayoría de los regalos de Navidad y cumpleaños que Kane había recibido habían sido gracias al vicio de la nicotina de su madre.

Pero aquello había sucedido hacía mucho tiempo, cuando la vida, aunque difícil, era simple para un niño de ocho o nueve años. Fue alrededor de la época en que murió papá cuando sus desdichadas vidas cambiaron a peor.

No había muchas razones por las que dar vueltas al pasado, así que Kane ignoró la ira salvaje que sentía en las tripas al igual que hacía con el dolor que sufría en la cadera. Encontró un periódico amarillento de hacía quince años y se sintió como entonces: un adolescente rebelde, torpe y cachondo. Deseaba conseguir algo más de la vida, saborear nuevas cosas, un deseo de ser tan bueno como los Holland o los Taggert, las familias más ricas del lago. Eran la élite de aquella diminuta localidad costera y también de la ciudad de Portland, a unas noventa millas al este.

Había deseado a Claire. Había fantaseado con ella, con una lujuria que había cegado sus sentidos y con fuego entre sus piernas. Con la rica e inalcanzable hija de Dutch Holland.

Hizo una bola con el viejo periódico, apretándolo con la mano. Mientras tanto, recordaba cuántas noches había permanecido despierto en la cama, intentando diseñar un plan para estar con ella. Ninguno de ellos se materializó en otra cosa que no fuera frustración, sudores, y una erección en el pene que se lo hacía tener tan rígido como un asta de bandera en un día sin viento.

No quería pensar en Claire. Sólo le traía a problemas, y además nunca había sido lo bastante bueno para ella. No. En la adolescencia Claire se había fijado en Harley Taggert, hijo del mayor competidor de su padre. Excepto una vez. Una mañana mágica.

– Diablos -refunfuñó, intentando recordar la imagen de Claire. A pesar de la lluvia, abrió las ventanas, dejando entrar la brisa áspera y húmeda impregnada de la fragancia del océano Pacífico. Tal vez aquel aire frío haría esfumarse los insistentes sentimientos de desprecio y esperanzas perdidas. Sentimientos que se aferraban, como telarañas que no quieren irse, a las cortinas descoloridas y trozos de mobiliario barato de aquel basurero.

Dejó la puerta completamente abierta mientras iba una vez más al Jeep para coger su maletín, el teléfono móvil, el ordenador portátil, y una pinta de güisqui irlandés, cuya etiqueta mostraba la bebida barata que más le gustaba a su padre. Era irónico, él tomando el mismo licor que papá, un hombre al que había detestado, pero después de todo parecía algo normal. Hampton Moran había sido un miserable hijo de puta, esquelético. Después del accidente que le dejó en silla de ruedas, se convirtió en un borracho violento, lleno de autocompasión y de cólera. Ya antes de la caída que le dejó lisiado, bebía demasiado y pegaba a su mujer y a su hijo. Más tarde, cuando sólo quedaba Kane para cuidarle, se redujo a restos amargados de un hombre que buscaba consuelo y alivio en la botella. Black Velvet se convirtió en su mujer favorita, cuando se lo podía permitir; Jack Daniels en un amigo, a veces demasiado caro. Casi siempre alimentaba sus sueños rotos con güisqui irlandés de mala calidad.

No se preguntaba adónde había ido la madre de Kane. No había tenido otra salida. Un hombre rico la había cortejado, le prometió una vida mejor siempre y cuando dejara a Hampton y a su hijo. El tipo no necesitaba al rebelde chico, era equipaje extra; ya había medio criado a dos niños propios. Y a una mujer. Kane nunca supo el nombre de aquel cabrón, pero cada mes, como un reloj, llegaba un sobre por correo, sin carta alguna, con trescientos dólares a nombre de Kane. Hampton, sobrio por primera vez en treinta días, esperaba al cartero, a que Kane se hiciera con el sobre, y le obligaba a cobrar el cheque sin nominar. Papá era generoso. Le daba a Kane cinco dólares, y el resto se lo quedaba él.

– Has oído hablar del dinero manchado de sangre, ¿no, chico? Pues bien, éste es dinero sucio, ganado por tu madre por abrirse de piernas con ese hijo de puta rico. Recuerda eso, Kane: ninguna mujer merece que le entregues tu corazón o tu cartera. Son la escoria del planeta. Putas. Jezabeles -y entonces empezaba a citar las escrituras, mezclando versos que no tenían sentido.

Kane recordó el día en que su madre se marchó.

– Volveré -prometió con lágrimas recorriéndole por las mejillas mientras abrazaba a su hijo, sin desprenderse de él, como si supiera que nunca más le iba a volver a ver-. Volveré para alejarte de él.

Papá dormía, roncando, descansando de la última juerga.

Kane no hizo más que levantar las manos para abrazarla y decirle adiós. Ella entró en un coche grande y negro. Lo conducía un hombre de rostro serio. Kane simplemente la miraba con los ojos acusándola de traidora y de haberle fallado.

– Te lo prometo, cariño. Volveré.

Pero no fue así. Su mentira no era más que otro eslabón en la cadena estropeada de promesas rotas que se habían sucedido en la vida de Kane. No la volvió a ver, y tampoco se preocupó de averiguar qué le había sucedido. Hasta ahora.

Y la verdad duele, duele de verdad.

No se molestó en coger un vaso, simplemente abrió la botella y le pegó un buen trago. Limpió la fórmica con la manga de su abrigo. Encendió el ordenador y se sentó a la mesa de patas metálicas, lugar donde había comido la mayoría de las veces durante los primeros veinte años de su vida. La compañía eléctrica debía de haber reconectado los viejos cables porque la pantalla parpadeó y el portátil hizo sonido de funcionamiento.

Abriendo su maletín, sacó una carpeta, llena de notas, recortes y fotos de la familia Holland. Esparció las fotografías como si fueran las cartas de una baraja. La primera carta boca arriba era el rey de diamantes, el viejo Dutch Holland, patriarca y aspirante a gobernador del Estado. Un hombre que decía ser del pueblo, pero Kane sabía que era tan retorcido como un nudo marinero.

La segunda era la foto de la ex mujer de Dutch, Dominique, todavía una modelo preciosa, pero que vivía fuera del país por entonces. Se supone que sería una buena fuente de información para su búsqueda, siempre y cuando se le ofreciera la cantidad de dinero adecuada. Luego estaban las dos fotos de las dos hijas de los Dutch: Miranda y Tessa. La última foto era de Claire.

Claire estaba metida en aquel asunto, metida hasta el fondo, según Kane.

Kane tensó las mandíbulas cuando miró los dos rostros sin sentimiento, con poses forzadas por algún anónimo aunque caro fotógrafo. Dejó las dos fotografías de Miranda y Tessa, la mayor y menor de las hijas, en la mesa, junto a las de sus padres. Sin embargo examinó la de Claire con más detenimiento. La fotografía le llevó a recordar tiempo atrás. Iba montada a horcajadas sobre un pony, del cual sólo se podía ver la parte trasera y el cuello. Pero Claire aparecía justo en el centro del objetivo de la cámara. Su cámara.

Ojos claros, nariz recta, pómulos claros y rizos sueltos color marrón canela que enmarcaban un rostro ovalado. Dios, era preciosa. Tenía una sonrisa tímida y enigmática, una excitación inocente. Demonios, aún sentía aquella aceleración discreta del pulso cuando pensaba en ella, la chica que lo tenía todo, que le había mirado con desdén y pena.

Pero nunca más.

Ahora las tornas habían cambiado. Él tenía el control. Remordimientos de conciencia salpicaron su cabeza, porque sabía que lo que estaba a punto de hacer podría exponer a Claire a la más absoluta vigilancia. Su vida se pondría del revés y sería sacudida hasta que toda la porquería se destapara. Todos los secretos escondidos se expondrían como los huesos blancos de los cadáveres del desierto.

Muy mal. Si se le dañase… Bueno, era parte de la vida. Las brechas. A veces el dolor no se puede evitar. Un hombre había muerto, había encontrado su lecho de muerte en el fondo del mar hacía años. Y el culpable era alguien que había vivido en la casa de los Holland. Kane estaba dispuesto a averiguar quién había golpeado el cráneo de Harley Taggert y había escondido el crimen durante alrededor de dieciséis años. Tenía razones personales para descubrirlo, razones que iban más allá de la necesidad urgente de ganarse la vida. Una de ellas era la absoluta certeza de que Harley podría no haber sido la única víctima de las mentiras y engaños escondidos bajo la superficie del lago Arrowhead.

Hojeó unas cuantas páginas de sus notas y luego colocó el ordenador delante. Movía los dedos con destreza. Escribió la primera página:


Juego de poder:

El asesinato de Harley Taggert

por

Kane Moran


Pegó otro trago a la botella y empezó a escribir. Incluso aunque el esqueleto de su investigación indagaba discretamente en los secretos de la familia Holland, ése era sólo el principio. Kane se dio cuenta de que antes de que acabara, el asesino de Harley tendría que enfrentarse a los cargos de aquel crimen de hacía dieciséis años. El cabrón de Dutch Holland no tendría ninguna posibilidad de convertirse en gobernador de Oregón, y cada uno de los miembros de la familia Holland, incluida Claire, odiarían a Kane Moran.

Así sería. La vida no era fácil, algo tan cierto como que el infierno no es justo. Había aprendido varias lecciones muy dolorosas hacía años, y Claire había sido una de sus maestras. Poner al descubierto los secretos de la familia Holland sería su venganza y catarsis.

Un nuevo comienzo.

Bebió de nuevo de la botella. Un trago de güisqui le causó ardor en el estómago, y Kane se preguntó por qué, en lugar de sensación de satisfacción, sentía una premonición espantosa, como si inconscientemente diera un paso hacia el infierno.


– No me importa que tengas que besar el feo culo de Moran o llevarle a juicio durante el resto de su vida. Encuentra algo que podamos usar en su contra. ¡Soborna o mata a ese estúpido bastardo con tus propias manos, Murdock! ¡Pero encuentra la manera de sabotear ese maldito libro! -Dutch colgó de golpe el teléfono del coche-. Cretino inútil -refunfuñó, aunque en realidad, Ralph Murdock, su abogado y representante de campaña, era una de las pocas personas en este mundo en las que Benedict Holland confiaba.

Sujetando el puro que llevaba entre los dientes, pisó el acelerador y el Cadillac salió disparado. Los neumáticos derraparon en la estrecha carretera, dejando aquel tramo de árboles. El cuentakilómetros marcaba más de noventa y los abetos, cubiertos de musgo, se convirtieron en una imagen borrosa.

¿Quién iba a pensar que el fantasma de Harley Taggert iba a aparecer ahora, en un momento crítico de su vida? ¿Y quién demonios se pensaba que era Kane Moran, el hombre que escribía la historia sobre la muerte de Harley? La última vez que Dutch le había visto, hacía años, Moran era un crío malhumorado y rencoroso, un gorila metido en problemas con la justicia. De algún modo, había sacado algo de provecho del colegio y se había convertido en un periodista tonto y arriesgado que, debido a alguna maldita herida, había decidido volver a su casa de Oregón para escribir un libro acerca de la muerte de Harley Taggert.

Mientras su coche corría por la montaña, Dutch experimentó de nuevo la tensión en su pecho. La misma vieja sensación de pánico que le recorría cada vez que recordaba al crío de los Taggert morir. En lo más profundo de la oscuridad de su corazón, sospechaba que una de sus hijas había golpeado el cráneo del chico.

¿Cuál de ellas? ¿Cuál de las chicas lo había hecho? La mayor, Miranda, una abogada que trabajaba para la oficina del abogado del distrito, era ambiciosa hasta el punto de convertirse en un defecto, y muy orgullosa. Se parecía tanto a su madre que le espeluznaba. Randa había heredado el pelo fuerte y oscuro de Dominique y sus ojos azules. Había escuchado comentarios acerca de que Miranda era altiva, que por sus venas no corría sangre, pero realmente no era lo bastante fría o estúpida para matar al crío de los Taggert. No, Dutch no lo creía. Randa era muy dueña de sí misma, una mujer que sabía qué quería conseguir en la vida.

Claire, la mediana, era la tranquila, romántica por naturaleza. De niña era torpe, simple en comparación con sus hermanas, pero fue creciendo y Dutch sospechaba que sería una de esas mujeres que mejoran a medida que pasan los años. Cuando murió Harley, se convirtió en una mujer de voz suave y cuerpo atlético. Ella, la mediana, a la que no había prestado nunca mucha atención. Nunca le causó ningún problema, excepto cuando se enamoró de Harley Taggert.

Por último estaba Tessa, la pequeña. Y la rebelde. No había ninguna razón por la que quisiera ver muerto a Taggert. Al menos ninguna que Dutch conociera. La idea le revolvía el estómago.

Hasta hacía poco, a Dutch no le había importado el fallecimiento de Taggert.

Ahora tenía los dedos sudorosos sujetando el volante. Claire, de encantadores ojos y pecas, no era una asesina. No podía serlo. Señor, no era posible. ¿O sí? ¿Qué pasaba con Miranda? Quizá no conocía a su hija mayor tanto como creía.

El sol brillaba bajo las colinas del oeste, cegándole con sus rayos brillantes. Bajó la visera. La carretera se dividió y tomó el camino hacia la pequeña ciudad de Chinook. Se dirigía a la vieja cabaña de nativos americanos que había comprado a un precio muy bajo.

El Cadillac se tambaleó cuando Dutch tomó la curva demasiado rápida, pero apenas lo notó, ya que conducía por en medio de los dos carriles. Una furgoneta que iba en dirección contraria tocó el claxon y patinó sobre la gravilla para evitar el choque.

– Bastardo -refunfuñó Dutch, todavía sumido en sus pensamientos.

Su hija menor, Tessa, era, y siempre había sido, la inconformista de la familia. Era rubia y tenía los ojos azules. A los doce años su cuerpo ya tenía curvas obscenas. Tessa siempre había sido la oveja negra de la familia. Mientras Miranda había intentado agradar, y Claire había pasado inadvertida, Tessa desafiaba a Dutch descarada e intencionadamente cada vez que podía. Sabía que era su favorita. Se rebelaba a cada momento. Un problema, eso es lo que Tessa había sido, pero Dutch no podía creerlo. No creía que fuera una asesina.

– Que se vayan al diablo -murmuró mientras acababa de fumarse el puro. Ojalá hubiera tenido la suerte de tener hijos. Las cosas hubieran sido diferentes. Bastante diferentes. Dios le había jugado una mala pasada con esas chicas.

Las hijas siempre traen desgracias a los hombres.

Aflojó el acelerador al llegar a un pino inclinado. Lo había plantado hacía una eternidad, cuando había comprado aquel lugar para Dominique. Condujo el coche hacia el camino privado que llevaba a la finca. Había estado enfermo de amor en la época en que plantó aquel pequeño pino en la tierra, pero los años le habían cambiado, aquel amor se había gastado tanto que había acabado haciéndose añicos, como el cristal al romperse.

Abrió las puertas y condujo por el asfalto agrietado que tiempo atrás era un paseo bien cuidado. El agua cristalina del lago centelleaba seductora por entre los árboles. Cómo le había encantado este lugar.

La nostalgia le empañaba el corazón a medida que tomaba la curva final y veía la casa, una cabaña de caza vieja y de formas complicadas. A su alrededor había plantado un abeto y un roble, y tenía cuatro plantas.

Hogar.

Un lugar para el triunfo y el dolor.

Pensando que a su mujer le gustaría tanto como a él, compró aquel enorme terreno repleto de árboles para Dominique. Desde el momento en que ella vio aquellos árboles tan rudos y las vigas, odió todo lo que tuvo que ver con su nuevo hogar. Sus ojos evaluaron los ángulos del techo, las paredes de cedro, el suelo tableado, y el techo inclinado. Tocó la barandilla esculpida a mano de la escalera. Tenía figuras de criaturas del noroeste decoradas artesanalmente. Los orificios nasales le llameaban como si de repente estuviera respirando un olor fétido.

– ¿Compraste esto para mí? -preguntó, incrédula y con una profunda decepción. La voz resonó a través del desnudo vestíbulo-. ¿Esta… esta monstruosidad?

Miranda, que no llegaba a los cuatros años, la viva imagen de su madre, miraba seria la vieja casa como si esperara que pudieran aparecer allí todo tipo de fantasmas, duendes y monstruos.

– Supongo que sí. -Dominique señaló con el dedo el salmón esculpido que había en la parte inferior de la barandilla-. ¿Se supone que eso es arte?

– Sí.

– Por el amor de Dios, Benedict, ¿por qué? ¿Qué se apoderó de ti para que compraras esto?

Dutch había sentido la primera sensación de horror en su corazón. Extendió las manos.

– Es para ti y para las niñas.

– ¿Para nosotras? ¿Aquí fuera? ¿En la mitad de ningún sitio? -Se escuchaban taconeos indignados mientras caminaba por el vestíbulo y el comedor. El techo lo formaban bóvedas y había tres lámparas de araña formadas por docenas de cornamentas de ciervo juntas-. ¿Lejos de mis amigos?

– Es un buen lugar donde criar a las niñas.

– La ciudad lo es, Benedict. Donde pueden ver a otros niños de su edad, en una casa que les hace justicia, donde se expondrán a una cultura y a personas adecuadas -suspiró, luego siguió a Claire con la mirada, que empezó a caminar hacia las puertas francesas abiertas, situadas en la parte trasera que daba al lago. Dominique empezó a correr, golpeando con los tacones cada vez más rápido-. Esto va a ser una pesadilla. -Cogió a Claire del porche cubierto antes de que se acercara a la orilla, se volvió y lanzó una mirada de odio a su marido-. Vivir aquí no funcionará.

– Claro que funcionará. Construiré pistas de tenis y una piscina con su casita. Tú puedes tener un jardín y un estudio propio en el garaje.

Tessa, pequeña y quisquillosa como siempre, dio un fuerte berrido y se acercó a los brazos de la niñera.

– Shhh -susurró al querubín de rostro colorado. Bonita apenas llegaba a los dieciséis años de edad y permanecía ilegal en los Estados Unidos.

– No puedo vivir aquí. -Dominique se mantenía firme.

– Seguro que sí.

– ¿Cómo aprenderán francés las niñas?

– Contigo.

– No soy una profesora.

– Contrataremos a una. La casa es grande.

– ¿Qué pasará con las clases de piano, violín, esgrima, equitación…? Oh, Dios mío. -Miró examinando lo que le rodeaba. Tenía los ojos azules húmedos, y se apretaba los labios con sus cuidados dedos.

– Funcionará, te lo prometo -insistió Dutch.

– Pero probablemente no pueda… No estoy hecha para ser una criada… Voy a necesitar más ayuda aquí, a parte de la de Bonita.

– Lo sé, lo sé. Ya he hablado con una mujer, una mujer india que se llama Songbird. Tendrás más ayuda de la que necesites, Dominique. Podrás vivir como una reina.

Dominique hizo un sonido de desaprobación desde la garganta.

– La reina de ningún sitio. Una buena definición ¿no crees?

A partir del día siguiente odió vivir allí, a pesar de estar cerca del lago. Predijo que nada bueno sucedería en ningún lugar cercano a las orillas de lago Arrowhead.

Dutch bajó la ventanilla del coche un poco más, dejando entrar el húmero aire del verano. El agua, salpicada por los rayos del caluroso sol, parecía apacible, incapaz de causar tanto dolor y agonía.

– Hijo de puta -murmuró, con el puro colocado firmemente entre los dientes, mientras cogía la botella de güisqui escocés que había comprado en la ciudad.

Salió del coche, y caminó por encima de numerosas pinas y hojas que había frente a la puerta delantera. Se abrió fácilmente, como si le estuviera esperando. Las suelas de los zapatos se le enganchaban al polvoriento suelo de madera, y creyó oír un ratón escabullándose en una esquina a oscuras.

En la cocina, revolvió los armarios y encontró un vaso, lleno de polvo debido a los años de abandono. Había hecho unas llamadas y la electricidad, teléfonos, gas y agua habían vuelto a funcionar. Los cinco días siguientes la casa se limpiaría de arriba abajo, y sus hijas, ya mayores, volverían, quisieran o no.

Limpió el vaso con los dedos y se echó un buen chorro de güisqui. Luego subió las escaleras en dirección a la habitación que había compartido con Dominique durante años. La cama, rodeada por cuatro columnas, no tenía sábanas. Un plástico cubría el colchón. Caminó hacia el ventanal, abrió las cortinas y, sorbiendo la bebida, miró hacia la piscina, completamente seca, repleta de hojas y suciedad que atascaban el desagüe. La casita de la piscina, situada cerca del trampolín, estaba cerrada. Así había permanecido durante años. A continuación miró más allá de la piscina, hacia el lago que tanto amaba. Mirando las tranquilas aguas, sintió miedo, como el tic-tac de un reloj sonando incesantemente en su cabeza.

¿Qué pasó tiempo atrás? ¿Qué descubriría? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Bebió del vaso, sintió cómo el fuerte licor le sacudía la parte inferior de la garganta y le ardía en el estómago. Mientras, bajaba las escaleras, lejos de aquella morgue, con la mente llena de viejos y tenebrosos recuerdos, sexo decepcionante y muy poco amor. Dios, Dominique se había convertido en una zorra.

Una vez en el estudio, sacó la cartera del bolsillo, extrajo una página suelta que había arrancado de una libreta en su escritorio y fijó la mirada en los tres números de teléfono de sus hijas. Ninguna se alegraría de oírle, pero harían lo que les pidiese.

Siempre lo hacían.

Cogió el auricular, escuchó un clic y un tono de línea y tensó las mandíbulas.

Maldito Harley Taggert. Maldito Kane Moran. Y maldita la verdad, cualquiera que fuese.

Capítulo 2

– ¡No es justo! No deberíamos mudarnos. No hemos hecho nada malo. ¡No tenemos la culpa! -Sean miraba a su madre con el ceño fruncido. Tenía los ojos en parte ocultos bajo la gran cabellera, y el rostro tenso y duro. En su nariz resaltaban numerosas pecas, a pesar del bronceado de verano. Su rostro irradiaba rebeldía, que se transmitía por su sentimiento de indignación, y abría y cerraba los puños sintiéndose impotente. En la excitación del momento se pareció a su padre. Claire quería cogerle entre sus brazos y no soltarle nunca.

– Es mejor así.

Vació el contenido del cajón superior del aparador en la cama, y colocó los calcetines y ropa interior en una caja de cartón vacía, mientras deseaba que su hijo creyera en sus palabras. El dolor desaparecería algún día, siempre acababa desapareciendo, pero llevaría tiempo. Mucho tiempo.

– ¡Papá es quien tendría que irse! -Sean se dejó caer sobre una caja y miró a su madre enfadado, junto a la ventana abierta, por donde se veía un robusto manzano.

En las ramas de aquel árbol se balanceaba un columpio hecho con un neumático al ritmo del viento. La vieja rueda colgaba de una cuerda deshilachada y ennegrecida, triste recuerdo de su infancia e inocencia, que había sido recientemente destruida. Los niños no habían utilizado aquel columpio desde hacía años, hasta el punto que había empezado a crecer hierba en la arena donde antes pisaban. Pero eso parecía haber sucedido hacía siglos, en una época en la que Claire se había autoconvencido de que ella y su pequeña familia eran felices, que los pecados del pasado nunca invadirían sus vidas, que podría encontrar la felicidad en aquella tranquila y pequeña ciudad de Colorado.

Qué equivocada había estado. Cerró de un golpe el cajón vacío y siguió vaciando el siguiente con aires de venganza. Cuanto antes saliera de aquella habitación, de su casa, de aquella maldita ciudad, mejor.

De pie, Sean no dejaba de moverse y de meterse las manos en los bolsillos traseros del pantalón tan llenos de cortes que casi dejaban al descubierto sus delgadas caderas.

– Odio Oregón.

– Es un estado muy grande. Demasiado terreno para que lo odies todo.

– No me quedaré.

– Claro que sí -continuó ella, pero detestaba el sonido de determinación en su voz-. El abuelo está allí.

El chico hizo un sonido de disgusto y desprecio.

– Podría tener un trabajo allí.

– Como profesora suplente. Estupendo.

– Lo es. No podemos quedarnos aquí, Sean. Ya lo sabes. Podrías adaptarte -se miró en el sucio espejo, donde podía ver el reflejo de su hijo, alto y musculoso, con algo de vello que empezaba a aparecerle en el labio superior y la barbilla. Su rostro tenía una actitud desafiante, muy diferente a la de dulzura de años atrás. Empezaba a tener la apariencia fuerte y dura de un hombre.

– Todos mis amigos están aquí. Y Samantha, ¿qué pasa con ella? Ni siquiera entiende lo que está pasando.

– Yo tampoco, hijo mío. Yo tampoco. Se lo explicaré algún día.

Resopló en señal de desconfianza.

– ¿Y qué le vas a decir, mamá? ¿Que el monstruo de su padre se tiraba a una chica sólo unos años mayor que ella? -La voz de Sean se convirtió en un susurro severo y desafiante-. ¿Qué se estaba follando a mi novia? -Se señaló el pecho con el dedo pulgar-. ¡A mi jodida novia!

– ¡Basta ya! -Colocó los camisones en una caja, junto a los calcetines-. No hace falta hablar así.

– ¡Joder! Hay un montón de razones. Admítelo. Es por eso por lo que al final te has divorciado de papá después de tantos años de separación, ¿no? ¡Lo sabías! -La cara se le puso roja, tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque no acababan de caer-. Lo sabías y no me lo dijiste.

La furia y la humillación consumieron a Claire. Caminó hacia la puerta, la cerró y el cerrojo hizo un suave clic.

– Samantha sólo tiene doce años. No hace falta que sepa que su padre…

– ¿Por qué no? -le preguntó Sean, inclinando la barbilla-. ¿Crees que no ha oído hablar a todos nuestros amigos de nuestras cosas? ¿De todos nuestros asquerosos secretos? -Sonrió sin ninguna gana y luego sacudió la cabeza-. Oh, sí, no se ha enterado de nada, ¿no? Qué suerte tiene. No tiene que escuchar a nadie decir que su padre es un violador pervertido.

– ¡Es suficiente! -gritó Claire; su voz se ahogaba a la vez que empujaba con fuerza el segundo cajón de la cómoda, cerrándolo de golpe-. ¿Crees que no me importa? Era mi marido, Sean. Sé que estás dolido, avergonzado y apenado, pero yo también me siento así.

– Así que estás huyendo. Como un perro cobarde con el rabo entre las piernas.

Era tan cínico para ser tan joven… Le agarró por los hombros, clavándole los dedos en los músculos, con la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver bien su joven rostro enfadado.

– ¡No me vuelvas a hablar así nunca más! Tu padre ha cometido fallos, muchos y… -Vio la mirada de dolor en Sean y algo dentro de ella se resquebrajó, el muro frágil que había intentado mantener en pie-. Oh, Sean. -Abrazó el cuerpo rígido del insensible chico. Quería romper a llorar. Pero desmoronarse no serviría de nada. Susurró-: Cariño, lo siento mucho. Mucho.

Sean permanecía inmóvil en sus brazos, como una estatua que no se atrevía a devolverle el abrazo. Lentamente Claire le soltó.

– Tú no tienes la culpa, ¿no? No le llevaste a… -Apartó la mirada. Los colores se le subían por el cuello.

La insinuación resonaba en su cabeza. Se había hecho la pregunta a sí misma cientos de veces. ¿No era suficiente mujer para retener a su hombre? Su hombre. ¡Vaya broma! En lo más profundo de su ser sabía que lo que había sucedido no era por su culpa. Sólo deseaba haberlo visto venir para que las feas acusaciones, los rumores, el dolor del alma hecha pedazos, no hubieran salpicado a sus hijos. Había pasado toda su vida de adulta intentando protegerles

– Por supuesto que no -contestó con voz temblorosa-. Sé que es duro para ti. Créeme. Para mí también es duro, pero creo que es lo mejor para todos. Para ti, para mí y para Samantha. Que empecemos de nuevo en otro lugar.

– No podemos escondernos. -Su mirada era dura y parecía mucho más maduro de lo que correspondía a su edad-. Nos encontrará. Incluso aunque permanezcamos en un pueblucho del maldito Oregón.

Claire sacudió la cabeza, frotándose ia nuca.

– Lo sé, pero para cuando nos encuentre seremos más fuertes y…

– ¿Mamá? -La puerta chirrió al abrirse y apareció Samantha, con signos de preocupación en su frente. Entró en la habitación. Era una muchacha desgarbada de doce años. Tenía los brazos y las piernas demasiado largos. Su cuerpo era más bien larguirucho y atlético, en lugar de curvilíneo. Llevaba esperando durante casi un año a que le creciese el pecho, pero las pequeñas formas que tenía apenas rellenaban el sujetador deportivo que tanto odiaba. La mayoría de las chicas de su clase ya se habían desarrollado, y todas parecían saber quién llevaba un sujetador de copa B, quien llevaba una C y quien tenía que soportar llevar una doble A. Samantha era una flor tardía. Para ella esto era una maldición. Sin embargo, a los ojos experimentados de su madre era una bendición-. ¿Qué sucede?

– Sólo estamos haciendo las maletas -dijo Claire mostrándose alegre, excesivamente alegre. Su alegría sonaba tan falsa como lo era en realidad. Sean puso los ojos en blanco y se dejó caer encima de la cama, sin sábanas ni mantas, sólo cubierta por los cinturones, camisetas, pantalones, bragas y pijamas. Claire metió una hombrera sin pareja en una bolsa desechable que había cerca de la puerta.

– Estabais gritando. -La mirada preocupada de Samantha recorría a su madre y a su hermano.

– Qué va.

– Os he oído.

«Ahora no. No puedo aguantar esto ahora.»

– Sean no se quiere mudar -explicó Claire, metiendo enfadada un bolso en la bolsa con cosas que iban a donar al Ejército de Salvación-. No quiere dejar a sus amigos.

– Todos sus amigos son imbéciles y fuman porros.

Sean se incorporó de golpe.

– ¡Tú no tienes ni idea!

– La madre de Benjie North encontró su alijo escondido en una caja de cartas, en su habitación. Marihuana y hachís y…

Claire miró a Sean. Sus peores sospechas se confirmaban. Apenas podía respirar. Tenía los dedos sujetando la tira de un segundo bolso.

– ¿Es verdad?

– Fue una trampa.

– Una trampa. ¿De quién?

Hubo una pausa. Un momento de duda.

– De su hermano mayor -mintió Sean-. Max metió su mercancía en la habitación de Benjie para esconderla de sus padres. Benjie no hizo nada. Lo juro. -Echó una severa mirada a su hermana. La tensión podía palparse en el ambiente.

– Max sólo tiene diecisiete años.

– Puedes drogarte a cualquier edad, mamá.

– Lo sé. -Dejó el bolso que estaba sujetando- Eso es lo que me preocupa.

– ¿Te preocupa?

– ¿Y qué hay de ti, Sean?

– ¡Yo no he hecho nada! -sus ojos tenían una actitud desafiante.

Samantha iba a decir algo, lo pensó mejor y cerró la boca.

Sean tragó saliva.

– Bueno, sólo cigarrillos y algo de tabaco de mascar, pero ya lo sabías.

– Sean…

– Está diciendo la verdad -dijo Samantha, mirando a su hermano.

Ambos compartían un secreto. Con un escalofrío, Claire recordó los secretos que había compartido con sus hermanas.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Claire a su hija.

– He revisado su habitación,

– ¿Qué has hecho qué? -susurró Sean en voz baja pero furioso.

Samantha se encogió de hombros.

– Todo lo que tiene son algunos condones, un par de Play-boys y un encendedor.

– ¡Rata metomentodo! -Apretó los puños enfadado, cruzó la habitación y la amenazó-. ¡No tienes derecho a mirar mis cosas! Mantente alejada de mi habitación, o leeré tu maldito diario. Ese que crees que es tan secreto.

– No lo habrás…

– ¡Basta ya! -ordenó Claire, al darse cuenta de que no iban a llegar a ningún lado-. ¡Es suficiente! Los dos, no toquéis las cosas del otro -a continuación, para ponerle un poco de humor a la situación, añadió-, ése es mi trabajo. Si hay alguna fisgona, soy yo. Yo seré la única que rebuscaré en cajones, armarios y escondrijos.

– Sí, claro -se burló Sean.

– Tú ponme a prueba.

Samantha, estirándose la goma del pelo, se miró en el espejo y sacudió la cabeza enfurruñada.

– Bueno, me alegro de que nos mudemos. Estoy harta de que la gente me mire y me diga todas esas mentiras sobre papá.

«Dios, ¡dame fuerzas!» Claire cruzó los brazos y apoyó la cadera en el escritorio.

– ¿Qué mentiras?

– Candi Whittaker dice que papá es un tipo raro. Que hizo algo feo con Jessica Stewart. Pero yo le digo que está equivocado, que Jessica era novia de Sean.

Sean gimió y se volvió, dando la espalda a su hermana.

– ¿Y qué dijo Candi a eso? -Claire casi no se atrevía a preguntar.

– Se rió, con una risa escalofriante. Me horrorizó. Entonces le dijo a Tammy Dawson que yo sufría el típico caso de negación y que sabía que se trataba de eso porque su padre era psiquiatra. -Samantha parecía preocupada, pero levantó la cabeza, sin dejarse vencer por lo que ella pensaba que eran mentiras sobre su padre-. No es cierto, ¿no? -De repente tenía un hilo de voz, y jugaba con los dedos preocupada-. Papá no hizo nada desagradable con Jessica ¿verdad? No es por eso por lo que le dejaste, ¿no?

El corazón de Claire se partió. Mordiéndose el labio, intentó evitar las lágrimas y abrazó a Samantha. Rota por dentro, admitió la verdad.

– Papá y yo teníamos muchos problemas, eso ya lo sabes.

– Todo el mundo los tiene. Eso es lo que dices -en la voz de Samantha se percibían dudas. Su cabeza, cubierta de cabellos rubios, que antes se había levantado, ahora se agachaba.

– Es verdad, cariño. Todo el mundo tiene problemas, pero…

– No -intentó apartar a su madre, alejarse de la verdad.

Pero Claire decidió que no había mejor momento que aquel para decírselo, especialmente si sus amigos se lo estaban haciendo pasar tan mal.

– Pero también es verdad que Jessica dice que papá y ella eran… bueno, íntimos.

El cuerpo de Samantha empezó a temblar con violencia.

– ¿Íntimos?

– Quiere decir que papá se la tiraba -explicó Sean.

– ¡No!

– ¡Calla, Sean! -Claire se acercó más a su hija-. No uses ese lenguaje en casa.

Los ojos de Samantha ardían.

– Pero él no lo hizo, ¿no? Papá no podría… Nunca.

– Fuese lo que fuese lo que pasase, tienes que tener fe en tu padre. -Claire se escuchó a sí misma decir aquello. Las palabras resonaban como el horrible sonido de una campana olvidada. Ella había perdido la fe en Paul hacía mucho tiempo. Le había dejado, a él y la farsa en que se había convertido su matrimonio hacía años. Sólo había aguantado por los niños. Ahora aquello parecía una broma cruel y desagradable. Los niños siempre lo recordarían-. Papá y yo ya nos habíamos separado cuando… bueno, cuando Jessica dijo que había sucedido aquello.

– ¿Estás diciendo que Jessica mintió? -preguntó Samantha, con esperanzas en su débil voz.

– ¡De ninguna manera! -contestó con desdén Sean-. Yo les seguí una vez. ¡Estaban follando como perros en celo!

– ¡Para ya, Sean!

– ¡No! -Samantha sacudió la cabeza con fuerza-. ¡No! ¡No! ¡No!

– Cariño, sólo te digo lo que dice Jessica. -Claire sintió como si se le abriese el pecho al absorber el dolor de su pequeña.

– Pero ¿por qué? -la voz de Samantha disminuyó considerablemente.

– Porque es una perra, y él un pervertido.

– No lo sé -dijo Claire-. Sean, no quiero oírte decir ni una palabra más.

– ¡No! ¡Eso no es verdad! -Samantha se irguió, y empujó a su madre-. ¡No te creo! -Corrió hacia la puerta-. ¡Eres un mentiroso, Sean, un asqueroso mentiroso de mierda!

La puerta se cerró tras ella con un fuerte golpe y Claire se volvió hacia su hijo.

– Eso era totalmente innecesario.

– Era la verdad.

– Hay maneras más agradables…

– Sí, ¡como dejar que la jodida Candi Whittaker se lo restriegue por las narices! Enfréntate a ello, mamá, papá es un maníaco sexual al que le gustan las niñas jóvenes. Es mejor que Samantha sepa la verdad. Así nadie volverá a herirla.

– ¿Eso crees? -murmuró entre dientes Claire, mientras iba en busca de Samantha por la casa, hacia la puerta delantera, hacia la calle.

La brisa caliente movió las hojas de los álamos que brillaban bajo la luz del sol, y en la casa de algún vecino se oyó ladrar a un perro insistentemente. Claire esquivó un triciclo. Corría por la acera, por un paseo donde las raíces de un árbol crecían por encima del cemento. Buscaba a su hija. Samantha sollozaba. Sus cabellos rubios volaban al viento. Sus largas piernas corrían a gran velocidad, como si pudiera dejar en casa aquellas horribles palabras y acusaciones.

«Está huyendo, como tú, Claire. Pero tú no puedes huir. Tarde o temprano el pasado te alcanzará.»

En Center Street, Samantha cruzó con el semáforo en rojo y un camión de reparto paró de un frenazo, a punto de atropellada. A Claire le dio un vuelco el corazón y gritó:

– ¡Cuidado! -«No. No. No.»

– Oye, niña, mira por dónde vas -contestó enfadado el conductor, con un cigarrillo en los labios.

Claire tenía el corazón a punto de salirsele por el miedo. Extendió la mano y corrió por delante del vehículo.

– Pero qué demonios…

– Samantha, espera, por favor -gritóClaire, pero Samantha ni la miró.

– ¡Jodidas idiotas!

El camión se puso de nuevo en marcha con un estruendo.

A Claire le costaba respirar. Alcanzó a su hija una manzana más allá del parque. El sol quemaba y cegaba al reflejarse en los coches que había aparcados junto a la acera, a lolargo de la calle. Por las mejillas coloradas de Claire corrieron las lágrimas.

– Oh, cielo -susurró Claire-. Lo siento.

– Deberías habérmelo contado -replicó Samantha.

– No sabía cómo.

– ¡Le odio!

– No, no puedes odiar a tu padre.

– ¡Sí! Le odio. -Tragó saliva, y cuando Claire quiso acercarse más a ella, le dio un empujón-. Y a ti también te odio.

– Oh, Sami, no…

– ¡No me llames así! -dijo casi gritando.

Claire se dio cuenta de que Paul siempre la llamaba así.

– De acuerdo.

Respirando con dificultad, Samantha se frotó los ojos con las manos.

– Me alegro de que nos mudemos -dijo, parpadeando con rapidez-. Me alegro.

– Y yo también.

– ¡Oh, no! -de repente la cara se le puso blanca.

Se volvió de golpe, mirando hacia la dirección opuesta, intentado evitar el temblor de su cuerpo. Claire echó una mirada y vio a Candi Whittaker, una niña delgada, de cintura diminuta y pechos indecentes para una niña de doce años. Paseaba calle arriba con otra niña que Claire no conocía. Cuando vieron a Samantha y a su madre, ambas niñas se quedaron mirándolas, con la sonrisa en la cara, y comenzaron a susurrar. Claire hizo de escudo con su cuerpo, tapando lo que podía de su hija, esperando hasta que las niñas tomaron un camino que llevaba a las pistas de tenis. Una vez allí, miraron por encima de sus pequeños y rígidos hombros.

– Ya está. No te molestarán. Vamos.

Claire acompañó a Samantha calle abajo, en dirección a casa. Probablemente Sean tenía razón, mudarse no resolvería sus problemas. No podían huir. Ella ya lo había intentado en una ocasión, hacía tiempo, y el pasado parecía perseguirle siempre, pisándole los talones.

Finalmente la había alcanzado. No les había contado a Sean ni a Samantha que había otra razón por la que se iban a vivir a Oregón, una razón a la que Claire no quería enfrentarse. Pero no tenía otra elección. Su padre, un hombre rico acostumbrado a salirse con la suya, la había llamado la semana pasada y le había pedido que volviera a lago Arrowhead, un lugar que le había hecho sufrir tantas pesadillas que no podía ni contarlas.

Ella protestó, pero Dutch no aceptaba un no por respuesta, y no tuvo otra salida que aceptar. Su padre conocía los problemas con Paul y había prometido ayudarla a trasladarse, interceder por ella en el distrito escolar, dejarle vivir sin cobrarle alquiler en la enorme casa donde se había criado, echarle una mano en lo que necesitara para lograr convertirse en una buena madre soltera.

Habría sido tonta si le hubiese dicho que no, pero había algo más que le preocupaba, el tono misterioso de la voz de su padre le había puesto los pelos de punta. Dutch había insinuado que sabía algo acerca de su pasado. No todo, pero lo suficiente para convencerla de que debía enfrentarse a ello, al igual que a los hechos que sucedieron hacía dieciséis años. Así pues, Claire aceptó encontrarse con su padre, aunque se le encogía el estómago al pensarlo.

– Vamos -le dijo a Samantha-. Todo va a salir bien.

– No puede ser -replicó Samantha.

«Cuánta razón tienes, cielo.»

– Haremos que todo salga bien. Ya lo verás. -Pero sabía que era mentira. Todo era mentira.


Tessa encendió la radio y sintió las ráfagas de la brisa veraniega que se colaban entre su pelo. Su Mustang descapotable corría por las montañas Siskiyou, cerca de la frontera de Oregón. El paisaje del norte de California era descolorido y desolador. Las montañas estaban secas. Había estado conduciendo durante horas y pronto tendría que parar, o la vejiga le estallaría debido a la cerveza que había estado tomando durante todo el camino, desde Sonoma. Tenía una botella helada de Coors entre las piernas descubiertas. El cristal empapado refrescaba su piel y las gotas mojaban el dobladillo de sus pantalones cortos. Los envases abiertos de bebidas alcohólicas eran ilegales. Beber y conducir a la vez era ilegal. Bueno, la mayoría de las cosas divertidas en la vida se consideraban ilegales o inmorales. A Tessa en realidad no le importaba ahora que se dirigía de vuelta a lago Arrowhead, tal y como le había pedido su padre.

El temor le corría por el cuerpo. El viejo siempre había intentado meterle miedo y a veces lo había conseguido. Sin embargo, ella siempre había sido una rebelde. Esperaba a que el viejo viera el último tatuaje que se había hecho.

– Cabrón -murmuró.

En la radio se oían desagradables ruidos. Pulsó varios botones, pero sólo escuchaba chillidos y sonidos estáticos. A medida que los cañones aumentaban de tamaño, las emisoras se perdían. La única que podía sintonizar era una en la que sonaban clásicos de rock and roll. En aquel momento sonaba Janis Joplin. Dios mío, aquella mujer llevaba años muerta. Había pasado al otro mundo, cualquiera que fuese, mucho antes de que Tessa tuviera algún interés por la música. Sin embargo aquel día, aquella cantante de música machacona y voz grave le había llegado a un lugar oscuro e íntimo. Janis cantaba como si conociera el dolor, la verdadera agonía. El mismo tipo de angustia con la que Tessa tenía que vivir a diario.

La música resonaba en el coche.

Tessa pegó un buen trago a la botella, y sacó de su bolso adornado con flecos una cajetilla de cigarrillos.

Take a,

Take another little piece of my heart now, darlin

Break a,

Break another…

Eso es, pensó. Rompe otro pedazo de mi corazón. ¿No es lo que habían hecho todos los hombres en los que había confiado?

Tessa se puso un cigarrillo Virginia Slims entre los labios y encendió el mechero. En su mente vio pasar imágenes de su pasado y adolescencia. Pisó el acelerador y el cuentakilómetros marcó casi ciento cincuenta, bastante lejos de los límites legales, pero no lo notaba, no le importaba. Se encontraba inmersa en la tormentosa corriente del pasado, tanto tiempo guardada en su subconsciente, que no estaba segura de si era real o fantasía.

Se encendió el cigarrillo. El humo le salía por los orificios nasales y el viento se lo llevaba, mientras el Mustang corría a toda velocidad por la autopista.

«Didn’t I make you feel…»

Janis aún se lamentaba a la vez que Tessa se terminaba la cerveza. Arrojó la botella fuera del coche, y la oyó hacerse pedazos por encima del ruido del motor. Joplis dejó de cantar. Señor, ojalá pudiera encontrar otra emisora. Una donde sonara música del siglo actual. Hip hop, rap o techno. Una pena que su reproductor de cedes estuviera estropeado.

Poniéndose bien las gafas de sol con un dedo, Tessa condujo con la rodilla. Se puso nerviosa. En menos de seis horas tendría que encontrarse con su familia, por primera vez en varios años. Se le hizo un nudo en el estómago. Dutch, cuando había llamado a su apartamento, había jurado que sus dos hermanas estarían esperándola en lago Arrowhead.

– Cojonudo -murmuró, arrojando la colilla del cigarrillo en la autopista.

Claire y Miranda. La romántica y la princesa de hielo. Habían pasado años desde que Tessa las había visto juntas, desde aquella vez en que, temblorosas y empapadas, habían formado una piña. La vez en que juraron que nunca contarían a nadie lo que había sucedido en las turbias aguas del lago aquella noche.

Agitada, extendió el brazo hacia la parte trasera del coche, abrió la tapa de la nevera y cogió otra botella de Coors situada sobra una bolsa de hielo. Luego se lo pensó mejor. Pronto llegaría a la frontera. Era hora de despejarse. Tomó aquella decisión a la vez que escuchaba otra desagradable canción de los años sesenta. Había llegado la hora de enfrentarse a una endemoniada canción escrita hacía mucho tiempo que no hacía más que resonar una y otra vez en su cabeza.


– Estuvo aquí de nuevo -anunció Louise mientras asomaba la cabeza en la pequeña oficina de Miranda.

– ¿Quién? -preguntó Miranda.

Pero sabía cuál era la respuesta y eso la molestaba. Mucho. A pesar de su apariencia fuerte, tenía sus propios miedos, sus propios demonios, y sólo pensar que pudiera perseguirle un acosador le causaba absoluto pavor. Aunque pareciese dura por fuera, Miranda sabía que cualquier estudiante de psicología que echara una ojeada a sus relaciones con los hombres se daría cuenta de que tenía problemas. Apretó los dientes, aunque intentaba sonreír.

– El mismo pirado que te ha estado persiguiendo desde hace tres días.

A Miranda se le revolvió el estómago. Louise entró y puso recto el título de abogada de Claire que había enmarcado en la pared. A continuación se agachó hacia el único archivador que había situado en una esquina. Era una mujer de piel suave y negra. Tenía los ojos almendrados y poseía una gran inteligencia. Había trabajado como secretaria en la oficina del fiscal en el condado de Multnomah durante los cuatro últimos años. Ahora, la mirada de Louise era oscura, debido a la preocupación que sentía.

Esto último aumentó el sentimiento de miedo en Miranda.

Miranda no había aparecido por su pequeña oficina en toda la tarde. Sólo había ido a recoger unos papeles. Había estado casi todo el día hablando con el médico forense e informándose sobre Denise Santiago, del caso de asesinato de Richmond. Era gracioso cómo podía llevar casos a diario, crímenes horribles y brutales contra gente y propiedades, siempre y cuando no tuviesen que ver con sus propios temores. Pero la idea de que un hombre la estuviera siguiendo le hacía resurgir en la cabeza imágenes del pasado duras y dolorosas que había mantenido enterradas durante años.

– ¿Quién es ese tipo? -preguntó en voz alta, a la vez que luchaba contra aquel miedo que parecía haberse asentado en su estómago, mientras tanto guardaba un fajo de papeles escritos a mano en su maletín.

Miró de reojo una foto que había en una de las esquinas del escritorio: su fotografía preferida de sus dos hermanas y ella. Había pasado mucho tiempo desde aquellos quince inocentes años. Eran tres chicas a punto de entrar en la adolescencia, con los brazos entrelazados como las aguas del océano Pacífico. Tenían las caras redondas, sus sonrisas eran sinceras, sus espíritus libres como el viento que balanceaba sus cabellos. Había pasado una eternidad. Una edad simple que no podrían recuperar jamás. Cerró el maletín.

– Ojalá tuviera alguna idea acerca de quién es.

Louise se encogió de hombros.

– No tengo una sola pista. Pero mis sospechas indican que no traerá nada bueno.

– Ésta es la oficina del fiscal del distrito, por Dios. No estamos lejos de la comisaría de policía. Hay docenas de policías en los alrededores. ¿Cómo consigue entrar?

– Como todo el mundo, por la puerta delantera. Ése es el problema de un edificio público, ya sabes. Está comprado y pagado con dólares recaudados con los impuestos y permite entrar a cualquier idiota. -Louise cruzó los brazos sobre su gran pecho-. A Petrillo le gusta tan poco como a mí que ese tipo ande fisgoneando por aquí. Me dijo que le avisáramos la próxima vez que apareciese.

Frank Petrillo era un detective que había estado trabajando en el departamento durante más años que Miranda. Se había divorciado recientemente, y tenía dos niños, a los que no veía tanto como le gustaría. Llevaba los últimos tres meses intentando salir con Miranda. Hasta el momento, sólo habían compartido una pizza una noche después de trabajar hasta tarde. Eso era todo lo comprometida que Miranda quería estar. No tenía citas con nadie que trabajase con ella. Era su regla personal, que no estaba escrita, pero que nunca rompía.

– Sencillamente, no entiendo por qué no deja su nombre o un número de teléfono, por qué sigue evitándome.

Su escritorio estaba hecho un desastre. Tenía un montón de archivos apilados en una esquina, libros de consulta abiertos cerca de la pantalla del ordenador, y una taza de café a medias y fría cerca del calendario.

– ¿Has pensando que podría ser uno de esos acosadores?

Claro que lo había pensado.

– Se está acercando demasiado. Arriesgándose mucho.

– Encaja con el modus operandi de un acosador, si es lo que me preguntas.

Miranda cogió la gabardina del perchero que había situado detrás de la puerta y se colgó el abrigo de un brazo.

– Dime todo lo que sepas sobre él.

– Es la tercera vez que ha venido -dijo Louise, levantando tres de sus delgados dedos-. Estuvo aquí ayer y anteayer. No dejó su nombre, y cuando le sugerí que hablase con alguien más, pareció desaparecer.

– ¿Qué aspecto tiene? -Nunca antes lo había preguntado. No había tenido el tiempo o el interés, pero el hombre estaba empezando a preocuparla y ponerla de los nervios.

– Eso es lo bueno -dijo Louise, mostrando su dentadura blanca en lo que era su primera sonrisa en toda la tarde-. Parece haber salido de un anuncio de Marlboro. Ya sabes a qué me refiero. Un tipo duro, maleducado, con el pelo negro, los ojos grisáceos y el rostro serio. Apasionado. Mediría más de metro ochenta, delgado y siempre con vaqueros y camisa, pero sin corbata, con una especie de chaqueta de cuero vieja.

– Entonces ¿no te asustó?

– En realidad no, pero porque yo no me asusto con facilidad -dijo Louise mientras la sonrisa desaparecía de su rostro. Miranda pensó en el ex marido de Louise, un hombre que la había maltratado y amenazado durante años, antes de que Louise encontrara la fuerza necesaria para escapar y abandonar aquel violento matrimonio-. Pero hay algo en él que me hace sentir desconfianza. Cuando no consiguió intimidarme, se detuvo frente al escritorio de Debbie, apoyó las caderas allí, sonrió y se volvió encantador.

– ¿Lo consiguió?

– Sí, un poco. Si te gustan los hombres encantadores. Sonrisa torcida, hoyuelos, a la vez que una actitud dura. Eso fue lo que me asustó, la verdad. De cualquier manera, empezó a hacerle a Debbie todo tipo de preguntas. Sobre ti. Preguntas personales. Debbie no podía contestar, por supuesto, se sentía cohibida frente a aquel hombre y cuando pasé por allí él salió pitando.

– Quizás sea periodista -dijo mientras se colocaba la tira del bolso sobre el hombro y cogía el maletín del escritorio.

– Entonces ¿por qué no dejó una tarjeta, un número de teléfono? ¿Por qué no se cita contigo de una vez, eh? Te lo estoy diciendo, hay algo raro en ese hombre. No es normal.

– Tenemos muchos de ésos por aquí.

Louise sacudió la cabeza. Los rizos negros le brillaban bajo las luces fluorescentes.

– No, cielo, no los tenemos en la oficina del fiscal, y aunque el tipo no parezca el típico pirado armado, nunca se tiene el suficiente cuidado.

– Petrillo le está investigando, ¿no?

– Lo está intentando -contestó Louise encogiéndose de hombros.

– No te preocupes -dijo Miranda, parada frente a la puerta-. Tengo algunos días libres. Tal vez, quienquiera que sea lo deje estar y vuelva a lo que él llama casa.

– Como hizo Ronnie Klug.

De repente los músculos del cuello de Miranda se tensaron, y le costó avanzar. Sin querer, se tocó el pecho, sintió la pequeña marca de la cicatriz, y a continuación bajó la mano.

– No lo creo…

– Podría ser otro tipo al que hayamos enviado a prisión, Randa. Has estado trabajando aquí tiempo suficiente para que alguno de esos tipos haya salido de prisión.

– ¿El hombre que estuvo aquí era un ex presidiario?

– No lo sé. No lo parecía, pero nunca se sabe. ¿Te acuerdas de Ted Bundy? Atractivo, alegre. Resultó ser un verdadero asesino de mujeres.

No podía discutir sobre aquello.

– Es cierto.

– Bueno, Petrillo está revisando las fichas policiales de todos los tipos o novios o mujeres que has metido en la cárcel. Lo malo es que la lista es bastante larga.

– Además, siempre podéis contactar conmigo llamándome al móvil o escribiéndome un e-mail.

– Quizás para entonces sea demasiado tarde.

– Mira, Louise. No pierdas demasiado el sueño con esto, ¿de acuerdo? Sólo porque un tío venga por aquí fisgoneando…

– Es razón suficiente para preocuparse. Parecía un hombre decidido, el tipo de persona que no abandona sin una buena zurra. Te recomiendo, Miranda, que te guardes las espaldas estos días que estés de vacaciones.

«Vacaciones. Si Louise supiera lo que Miranda iba a hacer realmente, adónde iba a ir.»

Miranda no solía ponerse de los nervios fácilmente, pero la preocupación de Louise, junto al recuerdo de Ronnie Klug, habían conseguido preocuparla. Ronnie Klug y su cuchillo de treinta centímetros.

El hecho de que se marchara de la ciudad debido a una reunión con su padre no le ayudaba a quitarse el nudo que tenía en el estómago camino al coche. Dutch Holland estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía, tanto de su mujer como de sus hijas y sus cientos de empleados. Y ahora, por alguna razón desconocida, quería ver a su hija mayor.

Dejando el maletín y la gabardina en el maletero, echó un vistazo general al aparcamiento del garaje. Luego miró a través de la ventana y en el asiento trasero de su Volvo. No parecía haber nadie. No había ninguna figura siniestra entre las sombras. Gracias a Dios.

Miranda se sentó al volante e ignoró el horroroso dolor de cabeza que estaba empezando a sufrir en las sienes.

Sacó el coche y en pocos minutos se unió al resto de tráfico, mientras conducía resueltamente hacia las afueras de la ciudad. El aire acondicionado no funcionaba demasiado bien, así que bajó la ventana mientras miraba el maletero de un Buick al que seguía. Una ráfaga de aire veraniego refrescó el interior del coche. Miró su propio reflejo en el espejo retrovisor. No era agradable. El lápiz de labios había desaparecido, el rimmel también, y en las órbitas de sus ojos tenía multitud de líneas de color rojo. Tenía el pelo recogido hacia atrás con una coleta, pero se estaba empezando a soltar.

– Genial -murmuró. Se soltó el pelo del todo y dejó la goma elástica en el asiento del copiloto-. Genial.

¿Quién era el tipo que había estado haciendo preguntas acerca de ella? ¿Por qué estaba indagando sobre ella justo ahora, cuando parecía que todas las cosas malas le estaban sucediendo? ¿Cuando su padre, maldito sea, había decidido tomar de nuevo las riendas de su papel como patriarca? ¿Cuando su vida se estaba desmoronando?

– Ánimo -se dijo. No podía permitirse dejarse vencer. Ahora no. Había trabajado demasiado para llegar donde estaba. Había ascendido en la oficina del fiscal tras muchos esfuerzos, y había sufrido mucho emocional y psicológicamente en aquel proceso. Un tipejo misterioso merodeando por allí no iba a poder con ella. No lo permitiría, no lo podía permitir. No había pasado tantos años sintiéndose perseguida y había gastado tanto dinero en psiquiatras para superar su vida anterior y secretos pasados como para perderlo todo ahora.

Y tampoco sería su perdición aceptar el reencuentro con su querido y anciano padre, el cual le dejó un mensaje en el contestador. Se metió los dedos de una mano entre el pelo, se masajeó el cuero cabelludo y dejó que el viento alborotara los mechones rebeldes. Conducía a un ritmo constante en dirección oeste, hacia el sol.

Dutch Holland le había ordenado reunirse con él en la casa familiar del lago. Miranda pensaba que la vieja casa había estado abandonada durante años. Esperaba que las sábanas y plásticos que cubrían los muebles nunca se retirasen. Rezaba para que los secretos escondidos en esa monstruosa cabaña siguieran enterrados por siempre jamás.

– Maldita sea -murmuró mientras frenó frente a unos obreros de carretera que marchaban a casa después de un día de trabajo.

Maniobró por entre los conos naranjas de la obra, mientras uno de los obreros metía una pala en la parte trasera de un camión de alquitranado. Una mujer vestida con un chaleco naranja fluorescente, paró para encenderse un cigarrillo antes de entrar en el camión.

A Miranda le cegaba el sol. Aquel misterioso tipo ocupaba sus pensamientos. ¿Era posible que ese hombre que había aparecido haciendo preguntas sobre ella en su oficina fuese alguien relacionado con los propósitos de su padre? ¿O simplemente era casualidad que apareciese en el mismo momento en que su familia, separada durante tantos años, contactaba con ella de nuevo?

De ningún modo. Miranda Holland llevaba demasiado tiempo trabajando para la justicia para creer en las casualidades.

Capítulo 3

– Es ahora o nunca. -Así que, ¿por qué no nunca?

Miranda apagó el motor del Volvo y oyó el sonido del ventilador. A través del parabrisas, vio las tranquilas aguas del lago y se mordió los labios. En su mente tenía dieciocho años, chorreaba y tiritaba, muerta de miedo.

– Oh, Dios -susurró, e inclinó la cabeza durante unos segundos, apoyando la frente en el volante.

No había vuelto a aquel lugar desde ese verano.

– Tómate un trago. -No podía desmoronarse ahora, después de tantos años haciéndose a sí misma, demostrando a su padre y al mundo entero que era algo más que la hija de Dutch Holland.

Cogió el bolso y el abrigo, salió del coche y caminó por el sendero que llevaba al porche que rodeaba la casa. Golpeó con fuerza la puerta delantera, pero no esperó a que le abrieran. Empujó el pomo y la puerta se abrió. De repente, se encontró en la casa donde había crecido. Cientos de recuerdos le vinieron a la mente. Algunos eran recuerdos inocentes de una infancia mimada con sus dos hermanas, un padre ausente y una madre que no les prestaba la atención necesaria. Otros eran recuerdos más oscuros, de sus años de adolescencia, cuando se enteró por sí misma de que el matrimonio de sus padres se estaba desintegrando, que el amor que compartían se les había escapado. Y, finalmente, aquella oscura y fatídica noche en que todas sus vidas se vieron alteradas para siempre.

Caminando por el vestíbulo, le asaltó un fuerte olor a pino, disolvente, cera y detergente. El suelo de madera brillaba, lo acababan de limpiar y encerar.

– ¿Papá? -dijo Miranda, recorriendo con los dedos la baranda de la escalera que llevaba a los tres pisos superiores. Anteriormente, en el último tramo de las escaleras, había esculpido un elegante salmón de madera, pero el pez, junto a todas las demás criaturas de la baranda, se había arrancado hacía años. Ahora, sólo quedaban las marcas de los cortes.

– De nuevo aquí.

Con el mero sonido de su voz Miranda sintió presión en el pecho. Durante los primeros dieciocho años de su vida había tenido como misión agradar a su padre. Demostrarle que era tan buena como cualquier hijo que hubiera tenido. Dutch nunca se había molestado en esconder el hecho de que él siempre había querido tener hijos. Fuertes y robustos hijos que algún día se hicieran cargo de su negocio. Miranda había intentado llenar el hueco que había dejado la falta de hijos varones. Por supuesto, todos sus intentos no habían sido más que una pérdida de tiempo.

Con los dedos apretados junto a la tira del bolso, Miranda se dirigió, a través del pasillo, a la sala principal, situada en la parte trasera de la casa. Se trataba de una estancia con el techo a la altura de tres plantas, y una pared hecha con un ventanal de cristal que dejaba ver las apacibles aguas del lago.

Su padre estaba sentado en su sillón preferido, un sillón reclinable de cuero situado estratégicamente cerca de la agradable chimenea. Llevaba traje y corbata, una camisa blanca recién estrenada y zapatos elegantes y relucientes. Al verla entrar, no se molestó ni en levantarse. Lo único que hizo fue mover su vaso y permanecer reclinado. Sobre la mesa que había junto al sillón había un periódico abierto, y los muebles, que durante tanto tiempo habían permanecido tapados, se encontraban ahora al descubierto. Incluso el gran piano, en el cual Miranda había tomado lecciones durante años, estaba situado en una esquina. Parecía estar listo para que algunas manos talentosas flotaran sobre las teclas y de nuevo llenaran de música aquella antigua casa.

– Miranda -la voz de Dutch era ruda y parecía quebrarse-. Eres igual que…

– Lo sé, lo sé -forzó una sonrisa-. Me parezco cada día más a mamá.

– Ella era, todavía lo es, imagino, una mujer preciosa.

– ¿Debería tomarme eso como un cumplido? -le preguntó, mientras que se preguntaba a sí misma qué era lo que su padre quería después de tantos años, durante los cuales el contacto con él había sido esporádico.

– Sí.

Dutch tenía los ojos serios, pero le chispeaban un poco. Le acercó una silla, y la orientó de cara a él.

– Siempre fuiste la más puntual. Sírvete alguna bebida y siéntate.

Miranda aún no se encontraba cómoda.

– ¿La más puntual? -Colocó el abrigo detrás del sillón y preguntó-: ¿De qué va todo esto?

Se cruzó de brazos, esperando parecer fría y profesional, no una niña perdida de doce años que había escuchado por casualidad las discusiones de sus padres. Se preguntaba por qué su padre le hacía perder la confianza en sí misma, algo que ni los jueces severos, ni los grasientos abogados de defensa, ni los criminales reincidentes habían conseguido nunca. Durante la mayor parte de su vida, Miranda había intentado agradar a su padre sin éxito. Hasta hacía poco tiempo no había dejado de intentar romperse la cabeza buscando la manera de agradarle. Finalmente se había conformado con la relación que tenían y dejó de preocuparse por ello. Le importaba un bledo si su padre aprobaba lo que hacía.

Sin embargo, había acudido a su llamada corriendo. Y estaba nerviosa.

– Necesito hablar con vosotras, chicas.

– ¿Chicas? ¿En plural? -levantó una ceja. Aquello era una nueva noticia. Una inquietantes noticia.

– Claire y Tessa llegarán dentro de poco.

– ¿Por qué? ¿Qué sucede?

Un ápice de culpa penetró en su cerebro. ¿Y si su padre estaba a punto de morir? ¿Y si se estaba debatiendo entre la vida y la muerte? Pero cuando miraba a aquel robusto hombre en el sofá reclinable desechaba aquella idea. Tenía la cara morena, los ojos azul claro como el cielo en el mes de junio, y miraba por encima de las gafas colocadas en la punta de la nariz. Su pelo era grueso y áspero, ya no marrón, sino más bien gris y con claros en las sienes. Aparte de algunas molestias en la cintura, parecía tener tan buena salud como siempre, y seguía pareciendo poco de fiar.

Sonaron dos motores de coche a la vez. Los neumáticos rodaban por la vieja gravilla. La puerta se cerró de un portazo.

Dutch sonrió sin separar los labios.

– Tus hermanas.

Tenía razón. A la vez que el sonido de pisadas y murmullos, las dos hermanas de Miranda entraron en la casa y, poco después, al comedor. Claire, alta y delgada, con el pelo marrón rojizo recogido, vaqueros y suéter de algodón, parecía nerviosa y había perdido peso. Tessa, la más joven y desde siempre la más atrevida, lucía una sonrisa de engreída. Llevaba el pelo revuelto y despuntado, de color rubio platino. Vestía un atuendo largo transparente, de color morado, a través del cual se le transparentaban las piernas a la luz. Calzaba unas botas decoradas con adornos que le llegaban hasta las pantorrillas. En el antebrazo derecho llevaba un tatuaje permanente con la forma de un alambre de espino. En una oreja llevaba una docena de pendientes.

– ¡Randa! -La sonrisa de Claire reflejó un gran alivio.

Tessa se mostró más cautelosa.

Claire abrazó a su hermana y le susurró al oído:

– ¿Qué pasa?

– Ni idea -le contestó Miranda.

Claire, nerviosa hasta el punto de que no había podido comer nada, se frotó las manos debido al frío. Los últimos días habían sido una tortura. Se preguntaba por Sean y Samantha, alojados en una pequeña habitación de motel, en una ciudad incluso más pequeña que la que habían dejado en Colorado. Preocupada, miró el reloj y pidió a Dios que fuera lo que fuera lo que Dutch tenía pensado, no durase mucho tiempo.

– ¿Cómo están los niños? -preguntó Randa, mientras Tessa se paseaba por la habitación.

«Ojalá lo supiera.»

– Todo lo bien que es de esperar, considerando lo que están pasando. -Claire nunca había sido mentirosa-. A decir verdad, fatal. Paul se lió…

– Todo saldrá bien -dijo Miranda.

Así era Randa. Siempre haciéndose cargo. Siempre fría. Siempre calmando las aguas turbias.

– Eso espero. -Claire se retiró el pelo de la cara-. A Sean no le entusiasma la idea de mudarse, por sus amigos.

Tessa resopló.

– Lo superará. Yo lo hice.

– ¿Lo hiciste? -Dutch echó hacia delante el sofá reclinable y se puso en pie. No hizo mucho más aparte de tocar a sus hijas con un dedo. Nunca habían sido una familia expresiva. Las chicas no habían abrazado o besado a su padre en la mejilla durante más de una década-. Ahora que estáis todas aquí, podemos ir al grano -dijo, haciendo un gesto mientras se acercaba a un carrito cargado de botellas sin abrir-. Si tenéis sed, el bar está lleno, y hay una bandeja en la cocina con fruta, queso, salmón ahumado, galletas saladas y todas esas tonterías.

Nadie dio un paso hacia las puertas que llevaban al exterior de la habitación.

– Este lugar me da escalofríos -expresó Tessa, observando las paredes desnudas.

Las obras de su madre, que tiempo atrás decoraban la casa, habían desaparecido. Y las cabezas de bestias salvajes, como pumas, búfalos, antílopes, lobos y osos, que con tanto orgullo se exponían en el pasado, se debían haber vendido o llevado al ático. Se acabaron los animales con ojos de cristal colgados de aquellas paredes.

La impaciencia empañó la expresión de Dutch.

– ¿La casa te da escalofríos? -gruñó-. Por Dios, Tessa, te criaste aquí.

– No me lo recuerdes -se dejó caer en el sofá, colocó un enorme bolso de piel en su regazo, y buscó dentro una cajetilla de cigarrillos.

– Si vosotras no vais a tomar ni a comer nada, también podríais sentaros. Probablemente queráis saber por qué os he pedido a todas que vinierais.

Dutch hizo señas a sus hijas para que se sentaran, y Claire se recordó que no era una niña de diez años atendiendo en clase. Era una mujer hecha y derecha, adulta, con una vida propia, aunque quizás algo desordenada.

– A mí no me hace falta. Ya lo sé -Tessa sacó un cigarrillo y lo encendió. Expulsó el humo por un lado de la boca-. Es una especie de viaje obligado -se reclinó en el sofá, apoyando el brazo sobre los cojines-. Siempre lo es contigo.

Claire se preguntaba por qué Tessa hacía de todo una batalla. Desde el día que nació, había desafiado a sus padres. ¿Acaso no era consciente de que a su padre se le subían los colores por el cuello hasta las mejillas? ¿No era consciente de cómo se le clavaba su mirada?

– Esta vez, Tessa, puede que tengas razón -reconoció con una amplia y ensayada sonrisa en el rostro. Se trataba de la misma que había presenciado Claire de niña cuando su padre volvía a casa y le contaba a su madre su último trato, un proyecto con el que estaba seguro de que ganaría millones, una aventura empresarial que pondría al desgraciado de Taggert en su lugar. Dutch sorbió del vaso-. He estado a punto de presentarme a las próximas elecciones para gobernador.

La noticia fue acogida con un gran silencio.

Ninguna dijo una palabra.

El humo del cigarrillo en la mano de Tessa, olvidado por un momento, se esparció por la sala.

Claire apenas podía respirar. ¿Elecciones? Lo que suponía personal, periodistas, y votantes examinando cada minuto en la vida de Dutch, en la vida de sus hijas, indagando sobre rumores, chismorreos. No, por Dios, ahora no…

– Es algo que ha surgido hace algún tiempo. Ciertas personas quieren que me presente y lo siguen intentando. Pero lo he aplazado porque… bueno, sinceramente, no estoy muy seguro. No se trata de mi oponente. Debéis entender la presión que ejercen unas elecciones sobre la familia, sobre vosotras, sobre vuestra madre y sobre mí. Pero eso no es lo que me está parando, en realidad. Lo que me preocupa es el escándalo.

Miranda, sentada con la espalda muy recta en una silla recargada, preguntó:

– ¿Qué escándalo?

Claire tragó saliva y miró a su hermana mayor. «¡No lo hagas!» Sacudió la cabeza levemente, con un movimiento apenas perceptible, suficiente para atraer la atención de Miranda y rogarle en silencio que no entrara en el asunto. Tessa se aclaró la voz, miró a la nada a través del ventanal de cristal, pero en realidad estaba, tal como sospechaba Claire, inmersa en sus propios pensamientos, en su infierno personal.

Dutch suspiró.

– Ya sabéis a qué escándalo me refiero -dijo-. Mirad, yo no soy un ejemplo moral al que seguir, tengo unos cuantos secretos de familia, pero ninguno como el que vosotras habéis estado escondiendo durante dieciséis años.

A Claire se le heló la sangre. Así que se trataba de eso. Las palmas de las manos empezaron a sudarle.

Dutch volvió a sentarse y se tocó la barbilla con los dedos.

– Os guste o no, este sórdido asunto va a descubrirse. Además, tengo enemigos personales que harán todo lo posible para hacer que mi candidatura fracase, enemigos como Weston Taggert. Hay otro problema, cuyo nombre es Kane Moran, seguramente os acordéis de él.

No esperó a que le contestaran, pero a Claire le empezó a latir el corazón muy rápido, con un movimiento irregular debido al miedo. ¿Kane? ¿Qué tenía que ver con todo aquello? La cosa empeoraba por segundos.

– De cualquier modo, el Sr. Moran es una especie de trotamundos, que vivía por aquí de niño. Su padre era un desgraciado hijo de puta que trabajó para mí hace muchísimo tiempo y sufrió un accidente que le dejó en silla de ruedas. El chico sacó lo justo para vivir y se convirtió en un importante periodista que trabajaba por cuenta propia viajando por todo el mundo, escribiendo sobre temas de actualidad. Dejó ese tipo de trabajo el año pasado, después de que le hirieran casi de muerte en Bosnia, creo que fue. Así que ahora ha vuelto.

– ¿Aquí? -preguntó Claire, sin poder respirar.

– Ahora se ha autoproclamado algo así como… -se agitó nerviosamente- bueno, yo lo llamaría novelista, porque estoy tan seguro como de que estoy aquí de que creará una ficción de todo esto. El caso es que piensa que nuestra familia es lo bastante importante para escribir sobre ella. Su libro será uno de esos libros sin autorizar que sacan todos los trapos sucios.

– ¿Sobre nosotros? -quiso aclarar Miranda.

– Bueno, sí, pero sobre todo acerca de la muerte de Harley Taggert.

Claire casi se desmayó. Se apoyó en el respaldo del sofá para no caerse. Los oídos le zumbaban.

En el rostro de Dutch desapareció todo rastro de humor. Tenía arrugas de expresión muy marcadas en la piel alrededor de los ojos. Se reclinó hacia detrás.

– Así que no quiero que me pillen desprevenido, ya sabéis qué quiero decir. Tengo que saber a qué me estoy enfrentando.

«No pierdas el control, Claire. Ahora no, después de todos estos años.» Tragó saliva.

– Yo, nosotras, no sabemos de qué estás hablando. -Se obligó a mirar fijamente a los ojos de su padre, aunque por dentro se estaba marchitando como una planta sin regar. En silencio, se culpó a sí misma por no haber aprendido nunca el arte mentir, una característica que le habría venido muy bien a lo largo de los años.

Dutch se frotó la barbilla.

– Ojalá pudiera creerte, pero no puedo.

Claire intentó hacerse la fuerte, miró los ojos condenatorios de su padre y se obligó a respirar.

Dutch miró a cada una de sus hijas, como si mirándoles larga y detenidamente pudiese traspasar la máscara de inocencia y llegar a ver la cruda realidad.

– Quiero saber qué sucedió la noche en que murió el chico de los Taggert.

«Dios, ayúdanos.»

– Pienso que alguna de vosotras tuvo algo que ver.

Claire soltó un quejido de protesta.

– No.

Dutch se aflojó la corbata, sin apartar la mirada de suvhifa mediana.

– Tú ibas a casarte con él, ¿no?

– ¿Qué pretendes con todo esto? -interrumpió Miranda.

– Mierda. -Tessa inhaló el humo de su cigarrillo-. No pienso sentarme aquí a escuchar toda esta basura. -Se puso en pie, recogió su bolso, arrojó la colilla de su cigarrillo Virginia Slims en la chimenea y se dirigió a la puerta.

– Siéntate, Tessa. Estamos juntos en esto. -Dutch tenía las mandíbulas como rocas-. De lo que estoy hablando es de minimizar los daños. Tenía la esperanza de que fueseis sinceras conmigo, pero supuse que no lo seríais, así que contraté a alguien para que me ayudara.

– ¿Qué? -Miranda se quedó de piedra.

Claire se percató de la cara de miedo de su hermana. Miranda se había esforzado mucho por protegerlas. Se había inventado la historia, las mentiras. Claire tragó saliva. Seguramente su padre no podía, no habría sido capaz de meter a un extraño en todo esto… oh, Señor… todos sus planes, todas aquellas terribles noches, todos los cabos perfectamente atados. Todo se descubriría y entonces… Dios mío, no podía pensar qué pasaría si la oscura y tenebrosa verdad saliese a la luz algún día.

– ¿Qué has hecho? -replicó Miranda, pálida.

A Claire le tronaba la cabeza de nuevo, le resonaba un ruido insoportable.

– Denver Styles -remarcó Dutch. Aquel nombre no tenía significado alguno para Claire. Pero Miranda se detuvo en seco durante un segundo y la sombra del miedo pasó ante sus ojos. Al instante aquella sombra desapareció, en cuanto se controló de nuevo.

– Styles es un maldito detective privado. Él averiguará qué sucedió hace dieciséis años y me ayudará en todo lo que haya que hacer para mantenerlo en secreto, o al menos para suavizarlo. -Alcanzó su bebida-. Así que, chicas, tenéis que elegir: o confesáis conmigo ahora, o dejáis que Styles consiga la información por su cuenta. La primera manera será menos dolorosa, creedme. -Se tomó lo que le quedaba de la bebida.

– Estás loco -afirmó Miranda-. La oficina del sheriff concluyó que Harley Taggert sufrió un accidente en su velero, nada de crímenes ni de suicidios.

– Claro que concluyeron eso -dijo Dutch, que tenía la cara con manchas rojas por el enfado-. ¿No te has preguntado nunca por qué?

A Claire se le revolvieron las tripas. No quería oír aquello. Ahora no. Ni nunca. Harley ya no estaba. Nada podía traerle de vuelta.

– ¿Suicidio? Nadie podría haberse tragado eso. -Dutch resopló por la absurdez-. El chico no dejó ninguna nota, ni sufría depresiones. Así que tienes razón, la idea del suicidio no encaja -apretó los labios.

– Espera un momento. ¿Estás insinuando que…? ¿Que…? -Miranda tenía los ojos completamente abiertos y se volvió a sentar lentamente-. ¿Que fue un crimen, y que nosotras… -extendió los brazos en un gesto señalándose a ella y a sus hermanas- que nosotras tuvimos algo que ver?

Dutch se cruzó de brazos y se sirvió otra bebida.

– La razón por la que la muerte de Taggert se consideró un accidente fue porque yo soborné a la oficina del sheriff para que no investigaran sobre un posible homicidio.

– ¿Qué? -se apresuró a decir Claire.

– No hables así -dijo Miranda.

– ¿Preocupadas?

– ¡Sí, claro! -dijo Miranda encolerizada. Caminó hacia la ventana y apoyó los labios en el alféizar-. Acusaciones como ésa pueden acabar con la reputación del sheriff local.

– ¿Te preocupa que el sheriff McBain pierda su trabajo? Venga ya, si se jubiló y cobra pensión completa desde hace tres años.

– Es más personal que eso, papá, y lo sabes. Una historia así, relacionando mi nombre con… ¿qué? ¿Un asesinato? ¿Es eso lo que estás diciendo? Podría poner mi carrera en peligro.

Dutch dejó caer un cubito de hielo en su vaso y agitó la bebida.

– Probablemente.

– ¿Y qué hay de ti? Si quieres presentarte a las elecciones, esto podría acabar con tu imagen. Si alguien se entera de que intentaste archivar el caso Taggert…

– Lo negaría. -Los ojos de Dutch echaban llamaradas-. En cuanto a tu preciada carrera, ya está en peligro. Oí algo de una chapuza en el caso de un famoso violador.

Algo se revolvió en el interior de Miranda. Los hombros se le encorvaron. Su padre tenía razón, al menos en parte. Bruno Larkin debía de estar entre rejas en lugar de caminando libremente por la calle. Todo fue debido a un testimonio que no pudo conseguir. La mujer a la que Larkin había violado, Ellen Farmer, se había suicidado después del segundo día de juicio. Era una mujer tímida de treinta años, todavía vivía con sus padres, nunca tenía citas, asistía regularmente a la iglesia, y creía que el sexo fuera del matrimonio era pecado. Sin el testimonio de Ellen, el caso estaba perdido. Una buena mujer había muerto y Bruno quedaba libre.

– Me has convencido.

Dutch miró a sus otras hijas.

– De acuerdo, ahora que todos nos entendemos, vayamos al grano. ¿Cuál de vosotras tuvo algo que ver con la muerte del chico de los Taggert?

– ¡Por el amor de Dios! -Tessa se colocó la tira del bolso por encima del hombro-. Como os he dicho, yo me voy.

Justo en ese momento, sonó el motor de un coche retumbar como un trueno en mitad de la noche.

Claire, pálida, parecía estar a punto de desfallecer. Echó una mirada furtiva en dirección a Miranda y se pasó la palma de las manos por los vaqueros.

– Es Denver Styles -dijo Miranda, todavía agitada-. ¿Ya ha estado indagando? ¿Se ha pasado por mi oficina haciendo preguntas?

Dutch se encogió de hombros.

– No lo sé.

– No me gusta que tú ni nadie fisgonee en mi vida privada -continuó Miranda, sintiendo pinchazos tan fuertes en el estómago que apenas podía respirar-. Hubo un tiempo en el que podías decirnos qué hacer, qué ver y adónde ir, pero aquello se acabó, papá.

Un golpe seco y fuerte la interrumpió, y volvió la vista hacia el lugar de donde provenía aquel ruido.

– La puerta está abierta -gritó Dutch.

Miranda sintió presión en el pecho a medida que se acercaban los pasos a través de la entrada. Entonces apareció un hombre alto, de piernas fuertes, espalda ancha, vestido con vaqueros y una actitud engreída en su forma de caminar. Tenía barba incipiente oscura y los huesos de las mejillas hacia fuera, algo que recordaba a los antepasados de los nativos americanos. Tenía ojos de lince, hundidos. Probablemente había examinado a las tres mujeres de un solo vistazo, las había evaluado y clasificado.

– ¡Denver! -Dutch se puso en pie, extendiéndole la mano.

Al estrechar la mano de Dutch, se podía percibir el rastro de una sonrisa en los labios de Styles, pero sus ojos no reflejaban simpatía.

– Me alegro de que estés aquí. Me gustaría que conocieras a mis hijas. -Se dirigió hacia las hermanas-. Miranda, Claire, Tessa, este es el hombre del que os he hablado. Va a haceros algunas preguntas y vosotras, chicas, vais a decirle toda la verdad.

Capítulo 4

Miranda se quedó mirando a aquel hombre. Había visto a muchos de sus colegas a lo largo de los años que llevaba en el departamento, y podía oler a un estafador en segundos. Aquel tipo, de formas rudas y absoluta tranquilidad, no olía como los demás, pero había algo en él que apestaba a mentira y algo incluso más inquietante. Tenía algo que le resultaba familiar, como si le hubiera visto antes, pero no podía ubicar su cara, y la sensación desapareció como la niebla matinal cuando la rozó el calor del sol.

– Creo que papá le ha traído aquí con un falso pretexto -dijo Miranda, cruzada de piernas y tocándose la rodilla con las manos-. La historia es que…

Los ojos de él recorrieron sus pantorrillas, pero su expresión no cambió un ápice. Permanecía impertérrito.

– No me interesa la historia, señorita Holland -lucía una sonrisa fría y paciente, apoyado en el marco de madera oscura que rodeaba la chimenea-. Sólo quiero la verdad.

Miranda respondió a su actitud airada de la misma manera.

– Estoy segura de que ya ha leído los informes policiales y los artículos de periódicos sobre el tema, si no papá no le hubiese contratado.

Styles levantó levemente sus negras cejas.

Un miedo oscuro y paralizador se alojó profundamente en la parte baja del estómago de Miranda, mientras repetía la historia que tantas veces había contado una y otra vez a los ayudantes del departamento del sheriff, a los molestos periodistas, a su familia y amigos. Estaba grabada en su memoria, incluso aunque se tratase de una mentira. Miró a sus hermanas. Tessa, rubia y agresiva, fumaba insolentemente otro cigarrillo, mientras la expresión de Claire era difícil de adivinar, tenía el rostro pálido.

– Nosotras tres -señaló a sus hermanas- nos encontrábamos de camino a casa desde el autocine que está situado al otro lado de Chinook. Habíamos ido juntas a ver la trilogía de antiguas películas de Clint Eastwood. Era tarde, más de medianoche. Las películas no empezaban hasta la puesta de sol, que fue hacia poco después de las nueve, creo. Nos fuimos antes de que acabase la última. Yo conducía y estaba agotada y… supongo que me quedé dormida al volante, no recuerdo haber patinado, pero lo siguiente que recuerdo era que el coche estaba en el lago. -Miró fijamente a los incrédulos ojos de Styles. No se estaba tragando aquella historia, ni por un segundo. Sin embargo, Miranda siguió narrando, introduciéndose cada vez más en las sucias medio mentiras o medio verdades-. El impacto me despertó y Tessa y Claire estaban gritando por salir a la superficie. El agua estaba llenando el interior del coche y todas tuvimos que nadar en la más profunda oscuridad. Fue… -Se estremeció y su voz se convirtió en un susurro-. Tuvimos suerte, supongo. El coche cayó a dos metros de profundidad, así que pudimos ayudarnos entre nosotras y nadar hasta la orilla.

Styles no dijo una palabra.

– No es un misterio, Sr. Styles.

– Denver. Nos vamos a ver mucho. No hay razón por la que debamos tratarnos de usted. -Mostró una media sonrisa falsa, con la que intentaba desarmarla y animarla a que continuase hablando. Pero aquellos ojos grises no consiguieron hacerle confiar, ni le mostraron comprensión-. Supongo que tus hermanas repetirán, casi palabra por palabra, la misma historia.

– No es una historia -replicó Tessa, sacudiendo la cabeza.

– Nadie os vio en el autocine. -Frunció el ceño, como si estuviera inmerso en sus pensamientos-. ¿No es extraño, teniendo en cuenta que las tres sois extremadamente guapas y provenís de una de las familias más ricas de la zona?

– No hablamos con nadie aquel día.

– ¿No? ¿Ni siquiera en la cafetería?

– No había mucha gente. El autocine estaba a punto de cerrar.

– Cogimos unas sodas -dijo Claire, en voz baja.

Styles se frotó la barbilla.

– ¿Y no salisteis del coche durante cuánto tiempo? ¿Tres o cuatro horas? ¿Ni siquiera para ir al baño?

– Creo que no -contestó Miranda antes de que Claire pudiera decir algo más que les metiera en un problema mayor.

– Eso es poco creíble, ¿no creéis?

Su voz sonaba en calma, suave como la seda.

– Así es como fue. Obviamente había cantidad de coches allí, familias y adolescentes, pero nadie alrededor que conociéramos. Como dije en el departamento del sheriff hace ya mucho tiempo, había una furgoneta blanca con madera en el lateral, con una familia llena de críos, aparcada justo a nuestro lado. La plaza al otro lado de mi coche estaba vacía. Enfrente teníamos una furgoneta de reparto, color oscuro, con reflectores en la parte delantera. No me acuerdo de ningún otro vehículo.

– Y tú conducías un Camaro de color negro.

– Sí. Era muy tarde aquella noche. Sólo porque las personas con las que habló la policía aquella noche no nos viesen, no significa que no hubiese alguien que sí lo hiciera. Fue sólo que no buscaron lo suficiente.

– El chico que vendía las entradas no recordaba vuestro coche.

– Estaría fumado. Su memoria tampoco era demasiado buena. Si lees su declaración verás que apenas se sabe los nombres de las películas que pusieron. -Miranda tenía los puños cerrados y tuvo que forzar los dedos para poder estirarlos. Si había aprendido algo en aquellos años como abogada era cómo esconder la emoción cuando era necesario, y sacarla a la superficie cuando lo necesitaba. Por ahora, cuanto menos supiese Denver Styles sobre ella y sobre aquella noche infernal, mejor.

Dutch, en pie, hizo una mueca, luego se puso la mano en la barbilla.

– La razón por la cual la policía no averiguó mucho acerca de aquella noche es porque yo les soborné.

– Papá, no -le advirtió ella, mostrándose incrédula al escuchar a su padre decir que había manipulado la investigación. ¿Hasta qué punto podía su padre conseguir lo que se proponía?

Claire soltó un pequeño resoplido de desconfianza, y Tessa, siempre cínica, puso los ojos en blanco.

– Tú nunca te detienes, ¿eh? -replicó Tessa-. Por Dios, papá, ¿de verdad sobornaste a la policía?

– Hice lo que tenía que hacer. -Caminaba con pasos fuertes alrededor de la habitación, acercándose hacia las puertas francesas. Las abrió, dejando entrar una brisa cálida-. Imaginé que aquel había sido probablemente el momento más importante de vuestras vidas, y pensé que, demonios, esperaba que sobornando a la policía os pudiese salvar, y también a vuestra madre y, sí, a mí mismo, a este pobre desgraciado.

– No nos creíste. -Miranda se sintió vacía por dentro. No le corría sangre por las venas. Estaba claro que la verdad iba a salir a la luz, seguida de cada doloroso y horrible detalle.

– No podía, y no estaba dispuesto a correr el riesgo de que alguna de vosotras fuese declarada culpable por el asesinato del chico de los Taggert.

Las entrañas de Miranda se removieron.

– Se llamaba Harley -dijo Claire, levantando la cabeza-. Han pasado dieciséis años, papá. No hace falta que te refieras a él como «el chico de» nunca más. -Segura de sí, miró a su padre fijamente, luego apartó la mirada, dirigiéndola hacia la puerta abierta que daba al lago, y contempló algo en la distancia, en la orilla del lado opuesto.

– Todo lo que quería era salvaros el pellejo.

– Y tu reputación -dijo Tessa-. Fue la misma época en que abriste la zona turística de Stone Illahee, ¿no? No te podías arriesgar a que tus negocios se viesen salpicados por cualquier tipo de escándalo. Campos de golf, pistas de tenis, una piscina de enormes dimensiones, vistas maravillosas y deudas millonadas. ¿Qué hubiese pasado si las hijas de Benedict Holland, el dueño, se viesen metidas en…?

– Tienes razón. -Dutch se puso a la defensiva. Frunció el ceño y las cejas grises se le juntaron-. Pagué al departamento del sheriff para que olvidaran todo aquel incidente.

– No fue inteligente por su parte -anotó Styles.

– No tenía pensado presentarme a las elecciones por aquel entonces.

– Pero ahora sí, y sacas todo esto de nuevo a la luz. -Claire se tocó las sienes con los dedos para evitar así el dolor de cabeza-. ¿Por qué?

– Para sacarlo antes de que Moran lo haga y desviar su atención.

Caminó hacia el carrito de las bebidas lleno de botellas.

– ¿Os apetece beber algo?

– En otra ocasión. -Denver miro a Tessa-. ¿Podrías contarnos los detalles de la historia?

– ¿Cómo?

– ¿Viste a alguien conocido en el autocine?

La voz de Denver sonaba todo lo suave que podía, pero aun así Miranda notó el desafiante tono de sus palabras.

– Aprovechando que te estás sirviendo, papá -dijo Tessa, que notaba cómo los problemas se acercaban-, tomaré un trago. Vodka.

– Ya te lo he dicho -dijo Miranda de pie, mientras caminaba por la sala, de manera que podía mirar a Styles a su altura-. No hace falta que nos pongas a prueba o que intentes confundirnos enfrentándonos entre nosotras.

– ¿Eso es lo que estoy haciendo?

– Dímelo tú.

– Sólo pienso que tendría que escuchar a tus hermanas contar la historia, incluso aunque tú ya les hayas preparado para ello.

Claire también estaba de pie.

– Mira, la verdad es que no tengo tiempo para esto. Mis hijos me están esperando. Miranda te está diciendo la verdad, no tengo nada más que añadir.

– Joder, Claire -gruñó Dutch-. Háblale sobre Taggert. Llegaste a casa enamoradísima del chico, y acababas de anunciar que os ibais a casar. Tienes mucho más que contar.

Ofreció una bebida a Tessa, que apretó los dientes, caminó hacia la ventana y reposó la cabeza en el cristal.

A Claire se le cerró el estómago.

– Es cierto. Esperaba casarme con Harley, aunque… aunque no funcionaba. -Se rascó la mano con el pulgar de la otra-. Todo el mundo estaba en nuestra contra debido a la enemistad que existía entre las dos familias.

– Denver ya sabe lo de esa maldita enemistad. -Dutch frunció el ceño, se dejó caer de nuevo en la silla y bebió del vaso.

Claire sintió un escalofrío, aunque hacía calor en la habitación. A través de la puerta abierta, vio cómo el sol empezaba a ponerse, con rayos de color rosa y naranja por entre las altas nubes. Sabía que su hermana había hablado la primera para recordar aquella mentira que habían creado. Quería protegerlas. Sin embargo, de repente Claire notó cómo su secreto, tejido con tanto detalle por cada una de ellas con el propósito de esconder aquel horrible y oscuro hecho, estaba empezando a deshilacharse, a descubrirse.

– La primera vez que vi a Harley, bueno, le conocía de toda la vida, pero cuando me di cuenta de que me atraía fue en el lago. Él estaba con otra chica, Kendall Forsythe, por aquella época.

– Aquella zorra -interrumpió Tessa.

Miranda le dedicó una severa mirada de advertencia.

– Kendall, la mujer de Weston Taggert.

Claire no iba a dejar que nadie, ni su padre ni su hermana mayor, le dijeran qué tenía que sentir o decir. Las cosas habían cambiado en la última década y media, y si había aprendido algo era que tenía que hablar por sí misma y tener en cuenta su propio juicio. Había confiado durante demasiados años en otras personas, primero en su madre, luego en Harley, en ocasiones en Miranda, y finalmente en Paul.

– Papá quizá te haya contado que pensaba que los Taggert se habían mudado aquí con el propósito de acabar con sus negocios, pero eso no es cierto.

Su padre resopló.

– Más valía que Neal se hubiese quedado en Seattle con sus negocios marítimos.

– Se mudaron aquí en la década de los cincuenta, creo -continuó Claire, mirando primero a Miranda y luego a Styles.

– En 1956. -Dutch abrió una caja de cristal de donde sacó un puro.

– Sea como sea, papá se lo tomó como algo personal, ya que para él eran competencia.

– ¡Lo sabía! ¡Sabía que ese Harley te había lavado el cerebro!

– Por favor, papá -dijo Tessa, mientras Dutch mordía la punta del puro y lo escupía en la chimenea-. Tú nos pediste que viniésemos. Insististe en que nos juntásemos y soltáramos todo lo que llevamos dentro, y cuando Claire lo intenta empiezas a insultarle. Yo me voy de aquí. -Dejó su bebida, cogió el bolso y se dirigió hacia la puerta.

– No, espera…

Dutch saltó del sillón y puso una mueca al dejar caer el peso en su rodilla mala. Corrió hacia su temperamental hija pequeña. Pero Tessa no estaba dispuesta a quedarse y a que la insultaran. En unos segundos se oyó el ruido del motor en marcha. El Mustang de Tessa se escuchó a lo lejos.

– Continúa -le dijo Styles a Claire. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su polvorienta chaqueta, y parecía menos frío y tenso que cuando había llegado-. ¿Qué hay de los Taggert?

– Originariamente eran de Seattle. Como ha dicho papá, la familia tenía algún tipo de negocio marítimo que comenzó con su tatarabuelo, creo.

– El viejo Evan Taggert, el abuelo de Neal -dijo Dutch, dándole una calada al puro mientras regresaba de nuevo a la sala. La agitación le causó un temblor cerca de la sien-. Siento lo de Tessa, a veces se exalta, pero se aloja en la zona turística, en una suite del ala norte. Puedes llamarla luego.

– Lo haré -dijo Denver. Hizo una señal de asentimiento a Claire, pidiéndole que continuara.

– De cualquier forma, el padre de Harley quería hacer algo diferente.

– Hacer millones con los negocios marítimos de Puget Sound supongo que no era suficiente -refunfuñó Dutch-. Así que empezó a comprar todo el terreno costero de Oregón a bajo precio. No se puede comprar demasiado terreno costero en Washington, todo es de los indios, sus reservas, así que Neal decidió usurparme mi territorio. El muy bastardo se creía que era el principal promotor de estos territorios, se asentó con su familia en la zona de Chinook.

– Competencia directa tuya.

– Eso es -dijo frunciendo el ceño. Se terminó su bebida y dejó el vaso sobre la mesa, al lado del periódico doblado-. Me estafó para conseguir una zona privilegiada junto al mar. Se construyó su Sea Breeza justo después de que yo hubiese empezado a construir Stone Illahee. -Dutch dio una calada al puro hasta que la ceniza se volvió de color rojo-. Cabrón.

– Así pues, ¿cómo te sentiste cuando supiste que Claire se iba a casar con uno de los Taggert?

– Era algo que detestaba.

– ¿Hasta qué punto?

Dutch miró fijamente a Denver.

– Mira, no te he contratado para que ahora me vengas insinuando que yo tengo algo que ver con la muerte del chico. Créeme, si le hubiese matado yo, todo el mundo creería que fue un accidente.

– ¡Basta ya! -ordenó Miranda.

– No puedo seguir escuchando todo esto ni un segundo más. -Claire estaba de pie, temblando por dentro-. No sé qué pensabas que ibas a conseguir trayéndonos hasta aquí, pero al menos por mi parte se ha acabado. Es historia. -Buscó en el bolso las llaves y se dirigió a la puerta.

– Tenemos algo más de lo que hablar -insistió Dutch, levantándose de nuevo de la silla.

Claire levantó la mano a medida que se alejaba, para evitar cualquier protesta.

– Luego.

– Pero yo quiero que os quedéis aquí, en esta casa. Pensaba que estábamos de acuerdo.

– Fue una mala idea.

– Tus hijos necesitan un hogar, Claire, no un apartamento barato sin significado para ellos. Aquí pueden pasear, podríamos comprar algunos caballos, como antes, y podrían navegar en canoa y nadar. Tienen el lago, las pistas de tenis, la piscina…

– No intentes comprarme, papá. -Pero dudó. Su punto débil eran los niños y Dutch lo sabía. Claire quería creerle, creer que su padre estaba desarrollando algún tipo de sentimiento latente de abuelo hacia sus únicos nietos.

– No te estoy comprando. Sólo me ofrezco a ayudarte. Por el bien de Samantha y de Sean… A tu madre nunca le gustó esto, pero a ti sí. De todas vosotras, tú eras la que disfrutabas viviendo aquí.

Era cierto. Sin embargo… no quería aceptar limosna. Siempre obligaban a dar algo a cambio. Por primera vez en toda su vida Claire tenía los pies sobre la tierra.

– Creo que no, papá.

– Bueno, no tomes la decisión esta noche. Ya hablaremos.

Volviéndose, Claire contempló la casa, aquellos muros cálidos de cedro, chimeneas por todas las habitaciones, y la escalera de caracol con las marcas de donde antes había habido figuras esculpidas en madera. Ahora la casa estaba sobria, sólo tenía algunos muebles básicos y no había objeto de decoración alguno, pero Claire siempre había sentido afinidad con aquella vieja casa. Había aguantado más tempestades que ella.

– Me lo pensaré -le prometió. Odiaba que pareciera que sus palabras le diesen la razón a su padre una vez más.

Miranda miró cómo se iba su hermana, y sintió una terrible sensación de desprecio antes de mirar a su padre a la cara.

– Creo que te estás convirtiendo en un maldito viejo pesado.

– Es agradable ver que algunas cosas nunca cambian.

– Escucha, he aceptado venir aquí aunque no tenía ni idea de lo que querías. Ahora sé que he cometido un gran error. Esta fascinación morbosa que sientes por la muerte de Harley Taggert me supera. Deja que Kane Moran indague todo lo que quiera y luego déjalo estar. -Volvió lentamente la cabeza hacia el recadero pelota de su padre y le dijo-: Ahora, Sr. Styles, tengo una pregunta para usted.

– Dispara -medio sonrió.

– Alguien se ha estado pasando por mi oficina, evitándome, pero molestando a mi secretaria y a la recepcionista.

– ¿Sí?

Styles se cruzó de brazos. Su chaqueta de cuero crujió un poco, y en sus ojos se podía percibir algo aparte de seguridad, destellos de una emoción más profunda y aterradora.

– ¿Fuiste tú?

– Vas directa al grano. Eso me gusta.

– No has contestado a mi pregunta -le recordó, acercándose más a él, para demostrarle que no la intimidaba-. ¿Estuviste en la oficina del fiscal hoy?

– Sí.

La decepción le invadió el corazón en lo más profundo. Por alguna extraña razón no deseaba que aquel arrogante hijo de puta tuviese algo que ver con algo siniestro.

– ¿Por qué no me esperaste o dejaste tu nombre?

– Pensé que no sería apropiado.

– Pero merodear por el palacio de justicia sí que lo era, ¿no?

Sus ojos grises penetraron los ojos de Miranda como una tormenta de invierno penetra en el océano.

– Que tu padre me haya contratado para indagar en vuestras vidas es ya bastante personal, ¿no crees? Algo que no querrías que tus compañeros, subordinados o supervisores supieran. Pensaba que no nos íbamos a ver en esta casa, por eso me pasé por tu oficina.

– E interrogaste a la recepcionista.

– Sólo le hice algunas preguntas.

– Debbie habla demasiado -replicó Miranda, desahogándose de su enfado. No sabía por quién empezar. Empezó con Denver Styles y sintió la arrolladora necesidad de decirle a su padre que utilizara su cabezota y no tocase más aquel tema. En cuanto a Debbie… bueno, Debbie, la pobre no podía evitarlo. Los chismorreos y los coqueteos estaban demasiado arraigados en su personalidad. Nunca cambiaría. Pero ¿y Kane Moran? ¿Por qué había decidido ir allí a remover todo aquello?

– Randa -la voz de su padre sonaba cargada de reproches implícitos. Miranda sabía bien lo que iba a decirle, como siempre-, sé que estás disgustada, es de esperar, pero es importante que sepa a qué me tengo que atener. Mucha gente cuenta conmigo. Han donado miles de dólares para mi campaña. No puedo abandonar incluso aunque me salpique algún escándalo.

– Abandona, Dutch -le sugirió ella, a la vez que descolgaba el abrigo del respaldo del sillón-. Los dos sabemos que los Holland tenemos demasiados secretos de familia. Es imposible que permanezcan ocultos para siempre. Tarde o temprano los secretos se convertirán en escándalos.

– Tal vez, pero todo lo sucedido, al pasar los años, se vuelve menos desagradable. Escarceos por aquí, malas inversiones por allá, nada importante -afirmó Dutch, quitándose las gafas para leer y limpiándolas con la manga-. Pero cuando hablamos de la noche en que murió Harley Taggert, la noche sobre la que está investigando Kane Moran, estamos hablando, desafortunadamente, de un asesinato.


«El viejo era previsible, aunque sólo fuera eso», pensó Kane. Caminaba por la orilla del lago. La arena, plateada por el reflejo de la luz de la luna, estaba llena de troncos y rocas de color blanco. El cielo estaba nublado, como si una tormenta estuviese a punto de estallar. Kane apartó con la mano las ramas de unos cuantos abetos cerca de la orilla para que no le diesen en la cara.

A poco más de tres kilómetros se hallaba la casa de los Holland. Tenía ventanas de cristal que brillaban con intensidad en las noches de verano. Tal y como Kane esperaba, Benedict, Dutch para sus amigos, había llamado a sus hijas y les había pedido que fueran a su vieja casa del lago, probablemente para advertirles, para decirles que fuese lo que fuese lo que hicieron, debían mantener la boca cerrada a toda costa. Kane no tenía ni idea de cómo el viejo había convencido a las chicas para que volvieran, probablemente el soborno había tenido algo que ver, ya que era su habitual modus operandi. De cualquier modo, teniendo en cuenta los coches que habían llegado y luego se habían ido, habían vuelto todas a casa, como las hijas pródigas que eran.

Hijo de puta, su plan estaba funcionando.

Capítulo 5

– ¿De verdad creciste aquí? -Samantha miró la vieja casa como si se tratase del castillo encantado de un cuento de hadas. Subió corriendo por las escaleras, exploró cada habitación, luego se acercó sigilosamente hacia el ático, donde los criados habían vivido una vez, y bajó de nuevo las escaleras hacia la cocina-. Es… es genial -sonrió, mientras Claire desempaquetaba la comida que habían comprado.

– Díselo a tu hermano.

Claire volvió la cabeza hacia la ventana de la cocina, donde vio a Sean, tirado en un viejo columpio del porche, tocando con un dedo las tablas del suelo. Tenía el ceño fruncido y oscuro, y miraba hacia el lago. Claire también miraba el agua color azul, y el corazón le dio un salto al reconocer la cabaña donde se había criado Kane Moran. Alguien se había tomado la molestia de arreglar el tejado y dar a la casa una nueva capa de pintura gris. La luz del sol se reflejaba en un vehículo que había mal aparcado en el sendero.

Claire sintió presión en el pecho. ¿Era posible que Kane se hubiese mudado? Su padre no lo había mencionado, pero alguien vivía al otro lado del lago.

– Deja de hablar sin saber -se regañó.

Sam, que entraba en ese momento, se quedó parada.

– ¿Qué?

– Estoy hablando sola. Ve fuera a ver si tu hermano tiene hambre. Puedo preparar unos sandwiches de pavo o calentar una pizza.

– No me dirá nada -dijo Sam levantando un hombro-. No es más que un quejica.

«Amén», pensó Claire, metiendo la mano en una de las bolsas y colocando una caja de fresas en el frigorífico. Primero dudó, no quería aceptar la caridad de su padre, pero luego pensó que estaba siendo egoísta, que sus hijos podrían recuperarse allí, en aquella laberíntica casa en mitad del campo, y quizás incluso mejorar. Así pues, aceptó la oferta de Dutch y se mudaron. La casa aún estaba casi vacía. Lo poco que llevaron, junto con los muebles que llevaban años abandonados, no podía amueblar las veinte enormes habitaciones que tenía la casa. A lo lejos se escuchaba trinar a una alondra, y el sonido de un bote que navegaba por el lago.

Samantha se había adaptado fácilmente. Se mostraba entusiasmada, contenta por el cambio. En cambio Sean odiaba su nueva vida en Oregón y trataba a Claire como si fuese su enemigo, la persona responsable de todas sus desgracias, algo que por supuesto era cierto.

– Prepararé limonada.

– No servirá de nada, mamá -dijo Samantha con una seguridad que no encajaba con su corta edad-. Le encanta hacerse el imbécil.

Cruzó la puerta, se acercó a Sean, y aunque Claire no podía oír la conversación, podía hacerse una idea a través de la ventana. Sean, con los brazos cruzados y las mandíbulas apretadas, no respondía. Samantha miró de reojo y vio a su madre. No pronunció «te lo dije», pero Claire lo veía en sus ojos.

«Genial». Claire lo intentó, pero no consiguió evitar ciertos pensamientos de odio hacia su ex marido. Sean necesitaba la figura de un padre en su vida justo en aquel momento, un hombre que pudiera enderezarlo, y por supuesto alguien que no pensara que las relaciones con cualquier mujer por encima de los quince años eran aceptables. Estremeciéndose, Claire recogió el resto de la compra y, por el rabillo del ojo, vigilaba a Samantha, que exploraba el bosque cercano al lago. Sean se desperezó, le dedicó a su madre una mirada agria a través del cristal, y, como si no quisiera estar a menos de tres metros de ella, se paseó por la cuadra, donde vivían ahora tres caballos, dos potros y una yegua, regalo de Dutch Holland.

Claire cerró el frigorífico. Escuchó a alguien llamar a la puerta.

Se limpió las manos con un trapo. Quizás eran Tessa o Randa. Habían pasado varios días desde el enfrentamiento con Denver Styles en aquella misma casa, y desde entonces no había sabido nada de sus hermanas.

– ¡Ya voy! -gritó mientras se apresuraba por el pasillo hacia el vestíbulo.

Abrió la puerta. Kane estaba en el porche.

Claire se agarró al pomo de la puerta para no caerse. El corazón le dio un vuelco.

– Claire.

Elevó un costado de la boca al sonreír arrogantemente, pero aquella sonrisa también tenía algo familiar. Parecía más alto de lo que recordaba. Los rasgos faciales se le habían endurecido por el paso de los años. Ya no era un niño. El aire le había despeinado el pelo, de color marrón claro bajo los rayos del sol, y necesitaba un corte. Tenía los brazos cruzados y llevaba un suéter de algodón color canela sobre los hombros.

A Claire se le hizo un nudo en el estómago, le apretaba tanto que apenas podía respirar. Era el único hombre sobre el que no tenía derecho alguno a mirarle de nuevo a la cara. Pero allí estaba él, en su porche, tan valiente y presuntuoso como aquel adolescente rebelde y salvaje que fue una vez.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Creí que tenía que darte de nuevo la bienvenida al viejo vecindario.

– Pero tú… tú… -Se agarró antes de parecer la adolescente tímida de antes, la niña rica que él adoraba, la que le había despreciado… bueno, durante un tiempo. Se humedeció los labios y cruzó los brazos sobre el pecho, como si estuviera protegiéndose el corazón-. Papá dice que estás escribiendo una especie de libro sobre él, sobre nosotros, y sobre Harley y la noche en que murió.

Una nube oscura pasó por los ojos de Kane, pero enseguida desapareció.

– Es verdad.

– ¿Por qué?

Apretó los labios con cinismo.

– Era el momento.

– ¿Porque papá está pensando en presentarse a gobernador?

Sus cejas se elevaron levemente.

– Es una de las razones.

– ¿Y las demás? -las manos le empezaron a sudar.

Kane entrecerró los ojos, los centró durante un segundo en los labios de Claire, y a continuación le miró fijamente a los ojos. El corazón de Claire latía con fuerza.

– Pienso que se lo debo, que se lo debemos, a Harley.

– No era tu mejor amigo.

De nuevo aquella escalofriante sonrisa.

– Tenía razones para ello, ¿no crees?

Claire tragó saliva con dificultad, ya que tenía la garganta seca.

– Lo que ocurrió entre nosotros… -dijo, pero se detuvo, diciéndose: «No se lo permitas otra vez»-. ¿Hay algo que quieras decirme?

– Más de lo que te gustaría oír. Me imagino que tu padre os ha dicho que voy a hacer de esto una especie de caza de brujas.

Claire asintió.

– En resumen, sí.

Kane resopló.

– De acuerdo, hay algo de verdad en el hecho de que me encantaría demostrar que el viejo Benedict no se encuentra fuera del alcance de la ley, que no puede sobornar a su gusto, que no es el puñetero rey de esta zona.

– ¿Eso es todo?

Toqueteó el poste que sujetaba el techo.

– Pensaba que deberías saber que las cosas por aquí han cambiado, bastante, por una cosa: Neal Taggert sufrió un derrame cerebral hace varios años. Ahora va en silla de ruedas. Weston está ahora a cargo del negocio.

Claire se estremeció. Weston Taggert era todo lo opuesto a su hermano pequeño. Alto, atlético, engreído y mezquino. Weston era la antítesis de todo lo bueno que había en Harley.

– No es un secreto que Weston odia a tu familia incluso más que Neal. Y su mujer…

– Kendall -dijo Claire, sintiendo como si el peso del mundo cayera sobre sus hombros.

Kendall y ella tenían un pasado común, debido a su relación con Harley. Y ahora Kendall Forsythe estaba casada con el hermano mayor de Harley, un hombre que había expresado en público y en privado que nada le gustaría tanto como hundir a Dutch Holland y echarle de la ciudad.

– Parece que Weston y tú estáis cortados por el mismo patrón.

Los ojos de Kane echaron chispas peligrosamente, y la piel del puente de la nariz se le tensó un poco. Se acercó a ella. Claire tomó aliento.

– No tengo nada en contra de ti o de tus hermanas, ya lo sabes.

– No sé nada de ti, Kane, o de por qué tienes esta misión de destruir a mi familia.

– A tu familia no. A tu padre.

– Él no tiene nada que ver con la muerte de Harley Taggert. Ya lo sabes. Papá piensa que los Taggert te están pagando, cosa que no me sorprendería. -Levantó la cabeza y miró desafiante a Kane-. Supongo que estarás cobrando un dineral para pintar a mi padre como un ogro.

– No se trata de dinero.

– Claro que sí. Dinero que conseguirás con tu libro, sobornos por parte del oponente político de mi padre, y otra gran cantidad por parte de los Taggert. Parece que al final conseguirás lo que querías, Kane.

– Ahí, cariño, es donde te equivocas. -Se la quedó mirando tan fijamente que Claire quiso apartar la mirada, pero le había enganchado. Le empujó, pero Kane no se movió. Sus pupilas se dilataron y abrió aún más los ojos-. Tú sabes lo que quería hace mucho tiempo, aquello que no pude conseguir.

Claire se quedó sin respiración.

– Sí, Claire. Antes te deseaba. Me hubiera desmayado y muerto si me hubieses mirado, si verdaderamente me hubieses mirado, como alguien que te quería, en lugar de fijarte en mí simplemente por curiosidad, por experimentar una noche, por dar un pequeño paso hacia el lado salvaje cuando no tenías a nadie más a quien…

– ¡Basta ya! No sé por qué estás aquí, por qué has empezado a sacar todo esto otra vez, pero es un error. Créeme. Déjanos en paz. Encuentra otro sucio escándalo local que exhibir, pero… no nos hagas esto.

– Demasiado tarde, cielo. Ya he hecho un trato.

– Como te he dicho: dinero.

– ¿Mamá? -Sean, que había escuchado la parte final de la conversación, apareció por una esquina de la casa. Sus ojos se quedaron mirando al intruso antes de mirar a su madre-. ¿Estás bien?

«¡Oh, sí, genial!» ¿Cuánto habría escuchado? Como si le hubiera sacudido la electricidad, Claire se alejó de Kane, puso la distancia necesaria entre su cuerpo y el del hombre, y se obligó a relajarse. Aquel no era el momento de perder la compostura, delante de su hijo y con Kane Moran.

– ¿Es tu hijo? -preguntó Kane.

– Sí, es Sean. Sean, éste es el Sr. Moran. -Su voz parecía mucho más calmada de lo que estaba en realidad.

– Encantado de conocerte -dijo Kane, caminando hacia Sean con la mano extendida-. Conozco a tu madre desde que tenía tu misma edad más o menos.

– Es verdad. Kane era un… vecino.

– Mi padre trabajó para tu abuelo.

– ¿Y bien? -Sean no se dejó impresionar y no cambió su actitud insolente de «me importa un carajo».

– Vivía justo al otro lado del lago, en aquella vieja cabaña que hay allí.

Sean no pudo evitarlo, buscó con la mirada, por encima del agua, hacia el bosque de abetos, y vio lapequeña cabaña.

– No parece gran cosa.

– ¡Sean!

– Bueno, no lo es.

Kane no pareció haberse ofendido. Asintió con la cabeza a modo de aprobación.

– Tienes razón. No fue gran cosa en su día, y tampoco lo es ahora. De hecho, crecí humillado y avergonzado por vivir en ese basurero, y evitaba quedarme en casa todo lo que podía.

El rostro de Sean dejaba ver una actitud de desconfianza. No esperaba que Kane viera las cosas como él.

– Mi viejo estaba lisiado, y era un desgraciado hijo de puta. Encontré la manera de no estar cerca de él ni de la casa, y normalmente me metía en muchos problemas. Pero realmente me importaba un comino. Supongo que el destino me dio por culo, y por eso pasé mucho tiempo enfadado con el mundo entero.

– Solamente he dicho que no parece gran cosa -murmuró Sean.

– Y pienso como tú. -Le dio una palmada a Sean en la espalda, y el chico se sacudió sin disimular-. Tú, en cambio, tienes suerte, viviendo en una gran casa como ésta.

Sean hizo un sonido de desaprobación.

– Sí, claro -gruñó mientras miraba a su madre.

Parecía estar contento de que no se tratase de ningún problema serio, y saltó por encima de la baranda hasta desaparecer por la esquina de la casa.

– ¿Qué es lo que quieres de mí? -le preguntó cuando Sean ya no podía oírles.

– Lo mismo que siempre he querido.

El pulso se le aceleró, y tuvo que recordarse que era una mujer adulta, divorciada, madre de dos hijos. Una persona que no se dejaba llevar por emociones olvidadas hacía tiempo.

– Creo que deberías irte.

Sus labios formaron una línea recta y delgada.

– Tienes razón. Debería. Pero había pensado que debía darte la oportunidad de que me contaras tu versión de la historia.

– ¿Mi versión?

– Sobre la noche en que murió Harley Taggert.

– Así que volvemos a eso.

– Nunca lo hemos dejado. A pesar de todo lo que sucedió entre nosotros, nunca me contaste la verdad.

– Oh, Dios, Kane, no puedo.

Kane le clavó una severa mirada, a continuación, por un instante, su rostro mostró una señal de arrepentimiento.

– Mira, Claire, sé que esto va a ser duro. Vale, así que soy el malo, pero estoy haciendo esto porque es el momento, y te he dado la oportunidad, ¿de acuerdo? Sea lo que sea lo que suceda, quiero que sepas que no intento hacerte daño, ni a ti ni a tus hermanas.

– Oh, gracias a Dios. Me siento aliviada -contestó, incapaz de esconder el sarcasmo de sus palabras-. Por fin podré dormir esta noche.

– Creí que debías saberlo.

– Y yo creo que deberías irte al infierno.

– Ya he estado allí -apretó los dientes, y se la quedó mirando un instante-. Nos vemos, Claire. Si decides que quieres contarme algo sobre aquella noche, pégame un grito. Estoy justo al otro lado del lago.

Dándose la vuelta, se metió las manos en los bolsillos y se dirigió sendero abajo en dirección al embarcadero, donde había atada una lancha motora a uno de los amarres blancos. Kane subió a bordo, soltó amarras, encendió el motor, y, diciendo adiós con la mano, comenzó a navegar. La lancha formó un amplio arco dejando una estela de espuma cerca de la orilla, y se dirigió de vuelta al lado opuesto del lago.

Claire, en su interior, sintió como si estuviese hecha de gelatina. ¿Por qué Kane insistía tanto en indagar sobre el pasado? ¿Por qué se había mudado a aquella cabaña que juraba odiar tanto de niño? ¿Y por qué, por el amor de Dios, por qué su corazón le traicionaba, acelerándosele nada más verle?

Tal y como había sucedido siempre.

«Porque eres una idiota en lo que se refiere a los hombres. Siempre lo has sido y siempre lo serás.»

Se mordió el labio superior, a la vez que veía desaparecer la estela de espuma en la superficie lisa del lago Arrowhead.

Kane Moran siempre había sido un dolor de cabeza para ella, un pobre chico rebelde que había sentido algo por ella, pero ella había pasado casi toda su adolescencia evitándole. Aunque no siempre le había sido posible, y en ocasiones se preguntaba si su devoción hacia Harley había sido el resultado de algún miedo, de alguna seria preocupación. Quizá se había aferrado al bueno y decente de Harley porque su parte más profunda y primitiva se sentía atraída por Moran, aquel chico de actitud temeraria y desafiante ante la ley.

Kane Moran no seguía las normas.

Odiaba a la autoridad, a la que escupía a la cara.

Era rebelde al máximo.

Era malo con mayúsculas.

Y en lo más profundo de su corazón, Claire le encontraba irresistible.

Había pasado muchas noches de rodillas, rezando para que aquella atracción indecente hacia Kane, atracción que le hacía subir de temperatura y acelerarle el corazón, se le pasara antes de que alguien, especialmente el mismo Kane, lo notara. Se decía que cuando despertase de los sueños en que Kane realizaba todo tipo de deliciosas y salvajes demostraciones sobre su cuerpo, lo considerara como algo banal, nada por lo que preocuparse. Nadaba un largo tras otro en la piscina, intentando borrarle de su mente.

Pero al llegar la noche, en cuanto aparecía la luna con su luz plateada reflejada en la oscura agua del lago, Claire se sentaba en el alféizar de la ventana de su habitación, dejaba la ventana completamente abierta para que la brisa cargada de sal del Pacífico le recorriera el cabello, y se apretaba el camisón contra el cuerpo mientras miraba a lo lejos, en la oscuridad, hacia la única luz que allí había, procedente de la ventana del ático de la casa de Kane. Cerraba los ojos e imaginaba las manos y lengua de Kane acariciando su cuerpo sudado y húmedo. Sensaciones en lo más profundo de su ser la agitaban, y sabía que a pesar de lo que se había jurado, hacer el amor con él sería una experiencia por la que merecería la pena correr cualquier riesgo sobre la tierra, una oportunidad única que la condenaría de por vida.

Ahora, años después, miró a través de aquellas mismas aguas oscuras, y sintió añoranza por aquellos recuerdos enterrados, el deseo palpitante que había sentido de joven, y que no la dejaba dormir. Se agarró el pecho con la mano, y esperó no ser tan tonta como para repetir otra vez la misma historia.

Si haber estado con Kane Moran una vez había sido malo, estar dos ya no tendría remedio.

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