SEGUNDA PARTE: Dieciséis años antes

Capítulo 6

– No sé qué ves en Harley Taggert. -Tessa enrolló un mechón de su rubia cabellera en otro rulo. Llevaba sólo sujetador y bragas, y estaba sentada con actitud vanidosa en el baño, con la cara en perfecta concentración mirando el reflejo de Claire en el espejo-. En mi opinión, Weston es el más interesante.

– Y un imbécil.

Claire no confiaba en el hermano mayor de los Taggert. Weston era tan delicado como el motor de un coche nuevo y tenía tan buenos modales que resultaba sospechoso.

– Sí, pero tendrás que admitir que Harley es bastante paradito. ¡Me cago en la leche! -Tessa aspiró sobresaltada, agitó la mano, y dejó caer el rulo-. Siempre me pasa lo mismo.

Con cuidado, Claire recogió el rulo ardiendo y lo depositó en el estuche de Tessa.

Chupándose el dedo, Tessa frunció el ceño.

– El problema de Harley…

– Harley no tiene ningún problema.

– Claro que sí. Le tratan como a un trapo. Siempre hará todo lo que le pida su padre.

– Eso no es cierto -dijo Claire, aunque albergaba pequeñas dudas sobre sus propias convicciones. Si Harley tenía algún fallo, cosa casi imposible, era que no tenía tanta fuerza de voluntad como le gustaría a Claire.

– Entonces ¿por qué no ha roto aún con Kendall? -preguntó Tessa, levantado sus cejas elegantes y curvadas durante una fracción de segundo, mientras cogía otro rulo-. Te acuerdas de ella, ¿no? Kendall Forsythe de Portland, hija de uno de los magnates urbanísticos más importantes, o como quieras llamarle, que vivían en San Francisco antes de que la familia se mudase a esta zona y…

– Sé quién es Kendall.

– Harley y ella están comprometidos.

– Eso nunca se ha hecho oficial.

Claire odiaba el sentimiento que la obligaba a defenderle. Harley era bueno y dulce y agradable, así que ¿qué más daba si no era el atleta o el estudiante o el donjuán que era Weston? ¿A quién le importaba que a veces tuviese problemas para decidirse? Se debía solamente a que era una persona pensativa.

– Kendall parece pensar que sí es oficial. Ayer hablé con la hermana pequeña de Harley en la playa, y dice que todas las rupturas y peleas se acabaron. Paige dice que Kendall ha estado pasando tanto tiempo como le es posible en la casa de sus padres junto a la playa, para estar más cerca de Harley.

– Paige Taggert es como un grano en el culo.

Claire había intentado ser amiga de la única hija de los Taggert, pero Paige le había girado la cara, con aquella nariz recién operada, y no se había dignado a escucharla.

– Bueno, ella adora a Kendall y piensa que todo lo que Kendall diga o haga es tan verdad como lo que aparece en los evangelios. -La frente lisa de Tessa se le arrugó mientras se ajustaba el último rulo-. Si quieres saber mi opinión, pienso que está enferma. Que tiene un lío con Kendall o algo así.

– La única que está enferma eres tú.

– Te lo digo en serio, es algo muy raro -Tessa se limpió la cara con un pañuelo-. Harley no ha llamado hoy, ¿verdad?

– No, pero…

– ¿Y ayer?

– Ha estado ocupado…

– ¿Y anteayer?

– No me acuerdo.

– Claro que sí. Te has quedado esperando en casa, dando saltos cada vez que sonaba el teléfono, esperando a que fuese Harley quien estuviese al otro lado de la línea. ¿Por qué no le llamas? -le preguntó Tessa, mientras se ajustaba la tira del sujetador. A continuación cogió su pintalabios color coral-. Eso es lo que yo haría.

– Ya sé que es lo que tú harías, pero yo no soy como tú.

– Ése es el problema, eh. Yo, de ningún modo, de ningún modo, andaría con cara mustia solamente por un chico, ni siquiera por Weston Taggert. No es sano. Créeme. Ningún chico se lo merece, y menos Harley Taggert.

Claire puso los ojos en blanco y decidió que no merecía la pena seguir aquella conversación. Todo el mundo, incluso Tessa y Randa, desaprobaban que viese a Harley. Como si fuera Judas o algo así. El ambiente en casa estaba cargado, así que decidió, como siempre sucedía cuando sus hermanas la molestaban, dejar a Tessa arreglándose y a Randa con sus libros, e ir a dar un paseo por las montañas. Siempre le había encantado estar al aire libre y a veces no soportaba estar encerrada.

Pasó por la puerta de la habitación de Miranda, y vio a su hermana mayor en una esquina de la repisa, con un libro en las manos, pero con los ojos fijados en la ventana abierta, como si estuviera mirando a alguien. Últimamente Miranda estaba diferente, no tan mandona, y en ocasiones desaparecía durante horas. Nadie sabía adónde iba, pero siempre se llevaba un libro y Claire imaginaba que había encontrado algún lugar secreto en el bosque donde leía. Lo extraño era que Miranda aún estaba leyendo la misma novela, El clan del oso cavernario, el mismo libro que llevaba leyendo durante semanas. Normalmente Randa se liquidaba un libro en días. Algo raro le sucedía, pero Claire no tenía tiempo ni ganas de preguntarse qué era, así que se apresuró a bajar las escaleras.

Hacía mucho bochorno, todas las ventanas estaban completamente abiertas, y el son de una canción de amor de algún musical de Broadway resonaba por el vestíbulo. Sin duda su madre estaba tocando el piano otra vez, poniéndole música a la casa que tanto odiaba.

Oh, Dominique lo intentaba. Siempre había flores recién cortadas en el vestíbulo y el comedor. La música clásica invadía la casa. La vajilla de plata se limpiaba y usaba una vez a la semana, y la de cantos dorados cada día. Tenían profesores de francés, violín, ballet y esgrima e instructores de equitación de estilo inglés. Todos ellos desfilaban por los sagrados muros de aquella vieja casa.

Claire recorrió con los dedos la lisa superficie de la baranda de la escalera y se detuvo en el escalón final, donde el borde estaba más gastado y redondeado por el contacto con los dedos que adoraban aquella casa. Pero a Dominique no le gustaba. Pensaba que todo en aquella casa era desagradable: la chimenea de piedra tan rústica; las desagradables lámparas hechas con cornamentas de animales.

A Claire le encantaba todo aquello.

Con unos pantalones cortos y una camiseta, salió corriendo por el pasillo, cruzando la cocina. Ruby Songbird estaba amasando pan con sus gruesos dedos, a la vez que tarareaba alegremente en voz baja al ritmo de las tristes notas del piano. Ruby era una mujer escultural, de rostro liso, ojos oscuros y vivos, y una extraña sonrisa que podía alumbrar toda la habitación. Si alguna vez se hubiese soltado el pelo, le llegaría hasta las rodillas, pero siempre llevaba recogidos sus mechones grises en un moño tirante en la base del cráneo, donde, Claire estaba segura, tenía otro par de ojos, pues a Ruby nada parecía escapársele.

Según Claire, puesto que era algo que nadie más parecía apreciar, Ruby había cambiado un poco, y últimamente estaba preocupada, ya que parecía insatisfecha al realizar las tareas diarias como cocinar y limpiar. Por supuesto, Claire la ayudaba, pero Ruby sabía que las cosas en aquella casa se hacían como quería Dominique.

– Hola -le dijo Claire, cogiendo una manzana que había en una cesta de fruta, sobre la mesa de la cocina.

– ¿Vas a salir a dar un paseo otra vez? -le preguntó Ruby mirándola de reojo, sin perder el ritmo de los dedos sobre la pasta blanda.

– Eso había pensado.

– Hmm.

Era desconcertante cómo aquella mujer podía adivinar su pensamiento. A veces Claire se preguntaba si poseía percepciones extrasensoriales o algo así. Ruby decía ser descendiente del último chamán o jefe importante de su tribu, y tal vez había heredado algo de su magia. Aunque Claire realmente no creía en todo aquello.

– Ten cuidado.

– No iré lejos.

Ruby chasqueó con la lengua:

– Pero a veces, este bosque…

El labio superior le sobresalió y «se calló, como si hubiese hablado demasiado.

– ¿Qué? ¿Qué pasa con este bosque? -Claire dio un mordisco, y la manzana se rompió.

– Está encantado.

– Sí, claro.

– Hace tiempo fue tierra santa.

– No me pasará nada -contestó Claire, evitando picar el anzuelo y seguir aquella conversación.

Ruby insistió, y quizá con derecho, ya que las tribus indias de aquella zona habían sufrido a manos de hombres blancos. Claire no quería discutir sobre aquello. Había leído suficiente historia para conocer las atrocidades que se habían llevado a cabo contra las tribus, pero en realidad no se sentía responsable de reparar las equivocaciones de sus antepasados, incluso aunque fuesen intolerantes blancos de los estados del sur. Por suerte, los hijos de Ruby, Crystal y Jack, no parecían sentirse perseguidos como su madre. Crystal era una chica guapa y de espíritu libre, y no consideraba que sus raíces nativo americanas fueran algún tipo de insignia honorífica, ni tampoco las consideraba una carga. En cuanto a Jack, era un demonio puro y simple, y su color de piel no tenía nada que ver.

– Sólo te digo que tengas cuidado -le advirtió Ruby por encima del hombro una vez más, mientras enrollaba hábilmente la masa y la separaba en dos moldes.

En el porche, Claire se puso su par de botas preferido y vio un pequeño nido de avispas construido en el alero del tejado. La avispa trabajaba constantemente, moviendo el cuerpo negro y brillante, y abriendo y cerrando las mandíbulas.

Qué sabía Tessa acerca del amor, pensó Claire, mientras tiraba al suelo el resto de la manzana. Siguió un sendero de piedras que dirigía a la cuadra, y colocó las bridas a Marty. Su padre había comprado aquellos caballos ya con nombre. Eran dos caballos castrados, ambos moteados, que se llamaban Spin y Marty, nombres tomados de los héroes de un antiguo programa de televisión del que Claire no había visto ni oído hablar nunca. La yegua se llamaba Hazle, por un personaje de cómic y de serie de televisión. Eran nombres tontos, pensó Claire, chasqueando la lengua. Condujo a Marty fuera de la cuadra, cruzando una puerta.

No se molestó en ensillarlo, simplemente se montó sobre su gran lomo. Marty agudizaba los oídos con entusiasmo a lo largo del trote entre los abetos del bosque. Los rayos de sol penetraban entre las gruesas ramas de los árboles, poniendo así notas de color a las oscuras montañas, a medida que seguían un viejo camino de ciervos que serpenteaba el acantilado de Illahee, montaña arriba.

El viento era fuerte y no dejaba respirar. Olía a sal y a algas, y las nubes inmóviles en el cielo sobre sus cabezas se amontonaban en las cimas de las montañas situadas en la costa. Claire intentó quitarse de la cabeza las advertencias que le había hecho Tessa sobre Harley, pero no podía. Sus palabras seguían en su mente. Eran el eco de sus propias preocupaciones.

¿Desde cuándo le importaba la opinión de Tessa? Se reprendió y tiró de las riendas. El caballo respondió y comenzó a galopar rápidamente, lo que hizo que a Claire le costara respirar y que se le saltasen las lágrimas. Golpeando con las herraduras, Marty corría a través de los árboles, saltando sobre los troncos caídos que se encontraba por el camino. Sólo se espantó una vez, cuando un urogallo asuntado empezó a aletear desesperado entre unos heléchos.

Marty tropezó, pero enseguida recuperó el paso, alargando las zancadas, y continuó la carrera, siempre hacia arriba. En la cumbre, Claire tiró de las riendas. El caballo resopló y se detuvo. Tenía el abrigo empapado de sudor.

– Estás hecho un campeón -le dijo, dándole palmaditas en el lomo y mirando el paisaje.

Al oeste, el océano pacífico se estrechaba cada vez más formando una sombra gris. Al este, las aguas tranquilas del lago Arrowhead reflejaban el cielo color azul oscuro. Entre ambos, la cumbre donde se encontraba, un lugar que visitaba a menudo cuando quería estar sola.

Chasqueó la lengua y dirigió a Marty al borde del acantilado para contemplar Stone Illahee, el complejo turístico que su padre había levantado junto a la playa. Estiró el cuello y miró hacia abajo por el empinado acantilado, hacia el océano, bajo las dentadas rocas. Olas atronadoras se abalanzaban contra la orilla. Se rompían salvajemente y dejaban una espuma congelada y blanca en el ambiente.

Claire suspiró. Sus preocupaciones desaparecieron. Las cosas funcionarían con Harley. Tenían que funcionar.

Una tos seca rompió la tranquilidad.

Se le pusieron los pelos de punta, y con el corazón latiéndole deprisa se volvió sobre el lomo moteado de Marty. Estaba en una propiedad privada, de su padre, y nadie que valorara su vida se atrevería a traspasarla. Entre latido y latido pensó en la advertencia de Ruby.

Frenéticamente, buscó por el bosque, hasta que, a través de unos cuantos árboles, vio al chico de los Moran, un salvaje delincuente juvenil que estaba haciendo novillos. El chico trabajaba como recadero en un periódico local propiedad de un familiar suyo, y siempre era sospechoso de cualquier crimen que se cometiese cerca de la pequeña ciudad de Chinook. Tenía el pelo demasiado largo, sin cepillar, necesitaba afeitarse la perilla. Tenía los vaqueros llenos de polvo y casi blancos de tantos lavados. Estaba agachado, cerca de los restos de una fogata apagada, con un palo en la mano con el que esparcía las brasas y cenizas negras. Sus ojos, del mismo color que el brandy que su padre tomaba cada noche después de cenar, no dejaban de mirarle. A pesar de su mala reputación, Kane Moran la intrigaba un poco, le causaba curiosidad, y sabía, con las pocas veces que se habían visto, que él la consideraba a ella igual de interesante, o incluso más, ya que cuando se encontraban Kane la miraba de arriba abajo. Era el tipo de chico al que se debía evitar, de esos que sólo causan un profundo daño emocional a las chicas.

– No sabía que estabas aquí -le dijo ella, acercándose con el caballo.

– Nadie lo sabe.

– Ya sabes que es propiedad de mi padre.

Kane levantó una ceja dorada.

– ¿Y? No hay ningún cartel que diga que no se puede pasar.

Sonrió picaramente. Se balanceó y la miró.

– Ah vale, ya lo entiendo. Eres parte del departamento de policía de Stone Illahee. Es tu trabajo estar por aquí. -Hizo un gesto con su palo quemado y dijo-: y echar a la gente.

– No, pero…

– ¿Sólo a mi?

– No te estoy echando.

Sopló enojado.

– Igualmente no me iba a ir, princesa.

Aquella palabra cariñosa, si se podía llamar así, la irritó.

– Me llamo Claire.

– Ya lo sé. Todo el mundo en Chinook lo sabe.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Escaparme de todo -dijo, los ojos le chispeaban un poco-. No podía permitirme pagar el alojamiento en el complejo de tu padre, así que pensé que pasaría aquí algún tiempo.

– ¿De verdad crees que me voy a tragar eso?

– Bah -sacudió la cabeza, se puso en pie y Claire pudo ver lo alto y corpulento que era-. En realidad no me importa lo que pienses.

Claire miró su campamento: un viejo saco de dormir, una cámara cara, una mochila y una botella vacía de güisqui agrio. Al lado, brillando tras unos arbustos, había una motocicleta de color negro cromado que utilizaba para correr por la autopista o para ir por la ciudad. Pero había algo extraño, o que llamaba la atención a Claire: había pasado la noche allí fuera, solo, cerca del fuego, mirando las estrellas y escuchando el eterno rugido del océano. Era algo que Claire no esperaba de aquel pequeño delincuente.

– Bueno, te toca a ti -dijo Kane, acercándose a Marty y tocándole el morro suavemente-. ¿De qué estás huyendo?

– Yo no estoy huyendo.

Sus ojos delataban que estaba mintiendo.

– Lo que tú digas.

– Sólo quería salir de casa.

– ¿Tu viejo te da problemas? -se puso tenso, con los extremos del labio hacia abajo.

– ¿Qué? No. No, todo va bien… A veces necesito salir de esas cuatro paredes.

– ¿Y dónde está Taggert?

– ¿Qué? -la pregunta le sorprendió. Aunque ella y Taggert habían estado saliendo durante un par de meses, no era algo que la gente supiera o que fuera el problema de nadie, especialmente de alguien al que realmente ni conocía.

– Tu novio, princesa. ¿Te acuerdas? ¿Dónde está?

Introdujo una mano en el bolsillo de la camisa y encontró un paquete de cigarrillos. Sacó un par, le ofreció uno a Claire, y cuando ella lo rechazó sacudiendo la cabeza, un lado del labio se le movió, como si aquello le hiciera gracia. Encendió el mechero con un clic, y dio una profunda calada al cigarrillo.

– ¿Y a ti qué te importa?

– A mí nada -dijo él tras una nube de humo-. Sólo intento tener una conversación agradable.

Se estaba burlando de ella, Claire lo sabía, pero no podía evitar picar, como pica un salmón el cebo de un pescador.

– Una conversación desagradable.

Se encogió de hombros.

– Lo que sea.

– Mira, no me gusta hablar de mi vida privada con extraños.

– No soy un extraño, Claire. Llevo viviendo toda mi vida al otro lado del lago.

– Ya sabes a lo que me refiero.

– Claro, cariño -dio otra calada al cigarrillo y expulsó el humo por un costado de la boca-. Claro.

No añadió nada más, sólo golpeó suavemente el lomo de Marty, cerca de las patas delanteras y se volvió. Sin decir una palabra, recogió sus cosas, se colgó la tira de su cámara alrededor del cuello, enrolló el resto de pertenencias con el saco de dormir y lo enganchó con cuerdas elásticas en la parte trasera de su motocicleta.

– ¿Quieres dar un paseo? -le preguntó.

Claire sacudió de nuevo la cabeza.

– Ya he dado uno -contestó señalando a Marty.

Para su sorpresa, Kane cogió la cámara, tomó varias fotografías de ella montada a caballo, luego volvió a meter la cámara de treinta y cinco milímetros en su funda, arrojó la colilla en las frías brasas del fuego y encendió el motor de su gran moto. Marty se encabritó al oírlo, pero Claire se agarró con fuerza. A continuación Kane Moran se marchó, desapareciendo tras una columna de humo azul producida por el tubo de escape de la moto y que le persiguió en su carrera a través del camino empedrado.

Claire se quedó allí con una débil sensación de desilusión y desprecio. No llegaba a comprender aquella sensación, pero definitivamente tenía que ver con Kane Moran.


– ¡Por el amor de Dios, hijo mío, mantente alejado de Claire Holland!

Neal Taggert arrojó disgustado una carpeta sobre la esquina de su escritorio. Los papeles volaron, desparramándose como una bandada de pájaros asustados y cayeron desordenados sobre la elegante carpeta. Neal no pareció percatarse. O quizá simplemente no le importó.

Harley quería escarparse y desaparecer. Las rabietas de su padre siempre le habían dado pánico, pero se mantuvo firme, frente al refinado escritorio color caoba. Dejó que su padre despotricara. Esta vez no iba a dar marcha atrás.

– Estoy enamorado de ella.

– Por Dios Santo. ¿Enamorado? -Neal soltó una serie de palabrotas que casi hicieron estallar los oídos de Harley-. Eso no es amor, y, déjame que te diga -de pie, señaló con su carnoso dedo la nariz de Harley y le lanzó una mirada de odio- la noción de amor está sobrevalorada.

– No voy a dejar de verla.

– ¡Claro que lo harás! -Se apartó de la mesa más rápido de lo que Harley esperaba, Neal era sorprendentemente ágil-. Escúchame, chaval. Perderás el interés por esa chica rápidamente -chasqueó los dedos-. O te desheredaré, ¿me has oído?

Durante unos instantes el corazón de Harley permaneció tranquilo, pero justo después se imaginó su vida, y la de Claire, delante de sus ojos. No tendría dinero, ni lujos, vivirían en un bloque de apartamentos sobre un garaje o sobre un restaurante italiano, donde el ruido de la clientela y de las cazuelas en la cocina traspasarían los muros, junto al hedora ajo y a otras salsas picantes. Tendría que renunciar a su Jaguar. Cerró los puños y apretó los dientes.

Como si estuviera leyéndole la mente, Neal sonrió, mostrando los dientes, uno de los cuales era de oro.

– No es una imagen agradable, ¿verdad?

– No me importa. No voy a dejarla.

Neal suspiró y se pasó una mano por el escaso pelo que le quedaba en la coronilla.

– Mierda, hijo, no tienes que fingir conmigo. Oh sí, claro que te gustaría pensar que eres noble y romántico y toda esa porquería, pero la verdad de todo esto es que no eres mejor que yo o que Weston. Amas la buena vida más de lo que amas -resopló de nuevo- a cualquier mujer.

– Pero Claire…

– Es una Holland. Como su padre. Apoyó la cadera en la esquina de la mesa y suspiró profundamente; parecía venirle del alma, si es que tenía. En aquel momento algunos asuntos ocuparon su conciencia o espíritu-. Intenté llevarme bien con Dutch, ya lo sabes. Cuando llegué aquí le sugerí que formásemos… bueno, una alianza más que una sociedad, pero Benedict Holland es como un animal territorial, y no se fijó en todo el dinero que podríamos conseguir si trabajásemos juntos en lugar de competir el uno contra el otro. Siempre, desde que tu madre y yo nos mudamos aquí, Dutch ha estado buscando la forma de librarse de mí, de tu madre y de todo lo que tuviera que ver con los Taggert. En mi opinión, aunque sé que no te interesa, Dutch probablemente esté pagando a su hija para que se fije en ti sólo para llegar hasta mí.

– Eres increíble -dijo Harley en voz tan baja que parecía un susurro-. Estás tan jodidamente centrado en ti mismo que piensas que todo gira a tu alrededor. Esto es diferente, y voy a seguir viendo a Claire lo apruebes o no.

– Entonces deberías ir pensando en mudarte y olvidarte de volver a Berkeley en otoño. Y el coche… sólo es alquilado, lo sabes, así que estaré esperando a que me devuelvas las llaves.

Harley se tragó el miedo que le invadía, el miedo contra el que había luchado desde que era un niño, el miedo de no ser, de algún modo, lo bastante bueno. Durante años había vivido a la sombra de Weston. Su hermano mayor, el Dios alto y atlético tanto en el campo de fútbol como en el asiento trasero del coche. Weston, que aprobó el instituto con los ojos cerrados y había entrado en Stanford con una maldita beca. Weston, el genial, el rey, el grano en el culo.

– No conseguirás intimidarme, papá – insistía Harley, notando cómo se le movía la nuez de la garganta.

– Claro que sí, hijo. -Neal parecía tranquilo. Se frotaba las manos, como si estuviera saboreando aquel pequeño juego de poder-. ¿Cuánto tiempo crees que vas a durar en el mundo real, con un trabajo miserable y un montón de facturas por pagar? Claire Holland tiene gustos caros, como tú. No sería feliz «viviendo del amor» o como demonios quieras llamarlo. Ni tú tampoco.

Paige, la estúpida hermana de Harley, no se molestó en llamar a la puerta, simplemente la abrió y se coló en la habitación.

– ¡Kendall está aquí!

Harley, con el corazón hundido, miró por la ventana abierta del estudio y vio pararse el coche rojo de Kendall, cerca del garaje. La chica bajó. Era una muchacha de aspecto delicado y piel clara, con el pelo más claro aún, y unos ojos grandes y azules que tenían por costumbre acusar a Harley de traición, engaños y demás pecados. El día iba de mal en peor.

– Espero que puedas explicárselo mejor a ella de lo que lo has hecho conmigo -dijo Neal, poniéndose recto mientras Harley se acercaba, cruzando las puertas dobles, por el vestíbulo, a la puerta de la casa que Paige estaba abriendo justo en aquel momento.

– Pensaba que estabas en Portland -dijo Paige, sonriendo a Kendall, más mayor y guapa.

Paige adoraba a Kendall de la misma manera que veneraba a las animadoras o a las reinas de alguna promoción o fiesta juvenil. De la misma manera que había adorado a sus estúpidas muñecas Barbie hacía unos cuantos años. Se trataba de una pasión obsesiva, exagerada y empalagosa.

Kendall tuvo la decencia de ruborizarse un poco.

– Bueno, yo he venido a ver a Harley. -Le miró con unos ojos apenados que le hicieron horrorizarse por dentro.

– Ah -el rostro de Paige cambió, y desapareció la gran sonrisa que lucía.

– Pero me pasaré luego a verte, antes de irme. -Añadió a su promesa una sonrisa, y Harley se preparó para lo que seguía a continuación.

– ¡Kendall! -gritó Neal con una sonrisa de oreja a oreja-. ¿Cómo estáis tú y tu familia?

– Bien.

– ¿Y los campos de golf de tu padre?

– Tan mal como siempre, según él.

– No lo creo -dijo acompañado de una fuerte risa.

Neal le dio una palmadita paternal en el hombro, ignoró a su hija y miró a Harley. No le dijo una palabra, pero el mensaje estaba claro: «Hijo, ésta es la mujer que te conviene.»

Harley pensaba diferente. Cuando su padre volvió al estudio, y Paige se marchó a regañadientes, Harley y Kendall avanzaron por la casa.

– Ya sé qué es lo que estás haciendo aquí -le dijo él, mientras abría la pesada puerta corrediza.

Dejó pasar primero a Kendall, y luego la siguió, hasta llegar al porche posterior hecho con la madera de los cedros que quedaban encima del gran cañón. Por donde el río Chinook fluía furiosamente por el barranco, en dirección al mar. Las ramas más altas de los abetos les cobijaban del sol de verano, y el fuerte sonido de la corriente amortiguaba sus voces. Tomando aliento con fuerza, Kendall simplemente dijo:

– Te quiero.

– Ya hemos hablado de eso.

– Quiero casarme contigo. -Kendall parecía angustiada, tenía la piel translúcida.

– No, no quieres.

– Por el amor de Dios, Harley, sabes que sí. -Se acercó a él para que la fragancia de su perfume superara el olor frío que les rodeaba del bosque-. Hicimos el amor. Justo aquí, en este porche. En tu coche. En tu cama. Yo era virgen, y tú… tú me dijiste que me querías y luego…

Harley apretó los dientes. Tenía las manos en la barandilla y se le saltaron las lágrimas.

– ¿Qué pasaría si… si estuviera embarazada? -dijo ella. El corazón de Harley se detuvo por un segundo, luego continuó latiendo. ¿Embarazada? ¿Kendall? Se le cayó el mundo encima. No podía ser. Habían tenido mucho cuidado. Él había tenido mucho cuidado.

– No estás embarazada.

– No -negó con la cabeza, con el sol brillándole sobre la rubia coronilla-. Ojalá lo estuviera.

– Así me casaría contigo.

– ¡Sí! Yo te haría feliz, Harley -prometió, acercándose a él, cogiéndole una mano entre las suyas.

Comenzó a llevársela a los labios, pero él se la quitó, no quería verla arrastrarse, ya se sentía bastante mal.

– Se acabó, Kendall. No sé qué más tengo que hacer o decir para convencerte.

– Todavía me quieres.

– No.

Kendall se estremeció como si le hubiesen golpeado con una estaca. Comenzó a llorar desconsoladamente, a la vez que sollozaba. Harley nunca había sido cruel. Tonto, sí. Ingenuo en más de una ocasión, pero ¿cruel? Nunca. Y no podía soportar verla llorar.

Consciente de que iba a cometer un error colosal, suspiró y la abrazó entre sus brazos.

– Lo siento, Kendall -le dijo al oído-. De verdad que lo siento.

– Sólo quiéreme, Harley. ¿Es eso demasiado pedir?

Levantó la cabeza y parpadeó, luego le besó con una pasión que sorprendió a Harley. El beso era apasionado, ardiente, y sabía a la sal de sus lágrimas. Durante unos segundos se dejó llevar, los huesos se le empezaron a derretir, pero de repente se apartó, y dejó caer los brazos a ambos lados.

– Lo siento -dijo.

Nunca había querido herirla o engañaría, era sólo que le resultaba muy difícil tomar una determinación. Ahora que la había tomado, se sentía como un cabrón.

– Esto es por Claire Holland -comentó ella entre sollozos, como si una nube borrosa bloqueara el sol que cubría la tierra.

– Lo que sucedió entre nosotros no tuvo nada que ver con Claire.

– ¡Mentira! -Se frotó los ojos con la yema de los dedos, manchándoselos con la máscara de pestañas, y levantó un poco la cabeza-. Si tengo que luchar por ti, lo haré.

– Esto no es una batalla.

– Para ti quizás no, pero para mí sí.

– ¿Kendall?

La voz de Paige resonó por el cañón, y, echando un vistazo hacia arriba, Harley pudo ver a su hermana sentada junto a la ventana abierta. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta baja, y sus ojos miraban a su hermano como acusándole de algún crimen. Probablemente había escuchado toda la discusión, había presenciado toda aquella escena. ¡Genial! Justo lo que necesitaba. Más presión, esta vez por parte de su hermana pequeña.

– Subo… subo en un minuto -dijo Kendall, luciendo una sonrisa aunque tenía los ojos enrojecidos, el rostro triste y los hombros hundidos.

Cuando Paige se metió en la habitación, Kendall susurró:

– Esa niña debería meter la nariz en sus propios asuntos.

Por una vez Harley estuvo de acuerdo con ella, y se preguntó cuántas personas más habrían presenciado su intercambio de palabras. Aquella casa de tres pisos estaba llena de ventanas con vistas al barranco, completamente abiertas para que la casa se ventilara. Creyó ver otra imagen escondida tras el cristal, junto al reflejo del sol, pero luego pensó que quizá se equivocaba.

– Sólo dame otra oportunidad -rogó Kendall, cogiéndole la mano y atrayéndole hacia las escaleras situadas al lado norte del porche, allá donde florecía una clemátide al sol, una flor de color lila.

Harley miró de reojo, descendió siguiendo a Kendall, y se dijo que aquello era peligroso. Ella le llevaba por el sendero que cruzaba el bosque, siguiendo el curso del río, y no estaba dispuesta a parar hasta que llegasen al lugar donde se habían detenido una docena de veces antes. Se trataba de una cañada sombreada donde la luz del sol se colaba entre los árboles, y la brisa mecía la hierba alta y brillante por el reflejo del sol.

– Creo que deberías irte, Kendall -le dijo, pero el corazón se le aceleró, y cuando ella le puso los brazos alrededor del cuello para besarle, el instinto masculino superó a la razón-. No -susurró él, sin mucha convicción mientras Kendall le metía los dedos por debajo del suéter-. No, Kendall…

La agarro de los hombros mientras ella le abría el cinturón y le bajaba la cremallera con sus hábiles dedos. A continuación, deslizó su cuerpo hasta arrodillarse frente a él, y entonces Harley estuvo perdido. Con los dedos tocaba el pelo de Kendall, mientras la mente le gritaba que seguramente aquello seria su condena.

Capítulo 7

Paige abrió la ventana un poco y se mordió el labio inferior hasta el punto en que llegó a dolerle. Harley y Kendall llevaban fuera media hora y empezaba a preocuparse. La buena noticia era que Kendall debía de haber convencido a Harley de que ella era la única chica para él. La mala que Paige no la miraría igual cuando volvieran.

Suspirando, Paige garabateó en una libreta apoyada en su regazo. Tenía el ceño fruncido. Vio una avispa al otro lado de la ventana, zumbando con fuerza. El insecto chocó contra el cristal, en vanos intentos fallidos por entrar.

Paige escribió el nombre de Kendall una y otra vez, practicando una firma que nunca podría ser suya y deseó, en silencio, parecerse mas a ella. Kendall, tan delgada que parecía frágil, tenía elegancia, belleza natural, y sabía cómo coquetear. Atraía la mirada de los chicos sin proponérselo.

Entonces ¿por qué estaba Kendall tan colgada de Harley? Si era un debilucho. ¿Y qué veía su hermano en Claire Holland? Si prefería dar paseos a caballo que comprar ropa de diseño. Kendall Forsythe tenía la misma figura que un reloj de arena, un pelo liso por el que morirías y un rostro como el que sale en las revistas para adolescente. Vivía en Portland, iba a una escuela privada con otros niños ricos, y conducía su propio coche, un Triumph. Había sido animadora y en la actualidad trabajaba como modelo.

Suspirando, Paige cruzó la habitación, y abrió su álbum de recortes por la sección dedicada a Kendall. Allí, fotografiada en blanco y negro, estaba su ídolo, en sujetador y combinación de encaje a mitad de precio, ya que lo compró en rebajas. Paige cerró los ojos y deseó por un minuto ser Kendall Forsythe, aunque sabía que aquello nunca sucedería. Todas las dietas, aparatos de dientes y operaciones de nariz nunca le otorgarían ni una parte de la elegancia y sofisticación que tenía Kendall.

En una ocasión había visto a Kendall desnuda, cuando se disponía a ponerse un traje de baño. Paige entró en el baño justo cuando Kendall se estaba poniendo el bañador. Tenía la piel completamente blanca por encima y debajo de las marcas del bronceado, el ombligo diminuto y perfecto, la cintura tan delgada que era imposible que contuviera todos los órganos (hígado, bazo, ríñones y todo lo que el Sr. Minke había intentado ensañarles en biología), pero lo que más le sorprendió del increíble cuerpo de Kendall fueron sus pechos. Colocados por encima de las costillas, las cuales se le marcaban un poco, había dos globos blancos moviéndose libremente. En medio tenían dos grandes pezones en forma de discos, los cuales enseguida quedaron ocultos tras el bañador rojo y blanco de Lycra.

Paige enrojeció y se disculpó al verla, pero Kendall simplemente se rió y le quitó importancia a su vergüenza, como si estuviera acostumbrada a que la gente la viera desnuda. Incluso ahora, las mejillas de Paige se ponían coloradas cuando pensaba en los pechos tan bellos que tenía Kendall.

Harley era tan tonto.

Los pechos de Paige eran deprimentes. Pequeños, con pezones diminutos y demasiado oscuros para la piel que tenía. Aquellos pechos, si es que se los podía llamar así, no era lo único malo que tenía su cuerpo. Por alguna razón, había salido perdiendo en la repartición de belleza que había tenido lugar en la familia. Había salido a la pesada de la tía Ida, que tenía la nariz aguileña y los ojos pequeños. Pero Paige era lista, probablemente más lista que Weston, porque Weston era un estúpido, y mucho más lista que Harley, algo que no era difícil de superar.

Weston, el hermano mayor de los Taggert, era casi un dios de la belleza. Tenía el pelo castaño y ondulado, los ojos tan azules como la vajilla china, una mandíbula que hasta Harrison Ford envidiaría, y un cuerpo escultural gracias a levantar pesas y a practicar boxeo. Harley era idiota, pero atractivo a su manera, o eso es lo que pensaba Paige de mala gana. Tenía el pelo liso y negro, unas pestañas oscuras y largas por las que Paige se moría, los ojos le brillaban y eran de color avellana tirando a verde. Tenía la piel clara, sin un solo grano, y a menudo la sombra de la barba le oscurecía el rostro.

Por la época en que Neal y Mikki Taggert tuvieron a su tercera hija, parecía que todos los genes buenos se hubiesen agotado en sus dos hijos anteriores. Mikki se había quejado a menudo que su último embarazo casi acaba con ella. Quizás el hecho de estar cansada, pues tenía que estar pendiente de dos niños muy activos, le había arrebatado a su hija la apariencia y la energía de que hacían gala los Taggert.

Paige ni siquiera se quería mirar en el espejo. Pensaba que sus padres no debían haberla tenido. Era vulgar y rechoncha y nada en ella encajaba. La ropa cara y el maquillaje le quedaban mal. Siempre que intentaba cualquier peinado nuevo en aquel cabello lacio y castaño, tenía como resultado un desastre humillante. Ojalá pudiera ser como Kendall…

Escuchó voces y de nuevo se asomó rápidamente a la ventana. Harley y Kendall estaban subiendo las escaleras del porche trasero. Ambos tenían los rostros colorados. Él parecía muy enfadado y Kendall había estado llorando, las lágrimas corrían por sus mejillas y no se desprendía del brazo de Harley, como si estuviera desesperada. Mierda, ¿era Harley tan tonto y ciego como una piedra? ¿Qué veía en Claire Holland que no fuese diez veces mejor en Kendall?

– Pero yo te quiero -decía Kendall mientras intentaba en vano evitar las lágrimas. Tenía el pelo revuelto, y la camiseta manchada de hierba.

Paige tragó saliva con dificultad y sintió un hormigueo por el cuerpo. Se dio cuenta de lo que allí sucedía. ¡Kendall y Harley lo habían hecho! Incluso aunque se suponía que Harley salía con Claire.

– Siempre te he querido.

– Basta ya -refunfuñó Harley.

– Pero tú también me quieres.

– ¡Cállate! -dijo Harley, y Kendall chilló-. Dios, lo siento, yo no quería… -Se detuvo, cerró los ojos, e inclinó la cabeza hacia atrás, como si se estirara de la tensión acumulada en la espina dorsal mientras buscaba las palabras correctas en su cabezota-. Se acabó, Kendall. Acéptalo.

– No puedo. No cuando sé que me quieres. -Sorbió y levantó la cabeza de aquella manera que tantas veces Paige había imitado delante del espejo.

– No te quiero.

– Entonces te aprovechaste de mí, ¿es eso?

– Tú me sedujiste.

– Y tú no podías parar -le recordó, con tono de triunfo en su voz que sólo desapareció al preguntarle-. ¿Y qué pasa si me has dejado embarazada?

¿Qué? A Paige se le puso la piel de gallina. ¿Embarazada? ¿Kendall? ¿Gorda y con las tetas caídas y grandes? ¡Puaj!

Harley se quedó blanco, asustado.

– Tú no serás… No podrías ser…

– No lo sabremos hasta dentro de unas semanas, ¿no?

Harley se apoyó en la baranda, clavando los dedos en la madera, y con los dientes apretados. Le entraron escalofríos.

– Entonces… entonces tendrías que librarte de él. Yo te ayudaría. Tengo dinero.

– Si estás hablando de abortar a nuestro bebé, nuestro, Harley, ya puedes ir olvidándolo. Nunca haría algo así.

– Pero yo no puedo… No podemos…

Con un suspiro de tristeza, Kendall sacudió la cabeza lentamente de un lado a otro, como si finalmente viese a Harley como el idiota sin agallas que en realidad era.

– Todo saldrá bien, cariño. Ya lo verás -le dijo, como si tuviera que consolarle, cuando era ella la que tendría que estar preocupada.

Por Dios, qué desastre. Kendall deslizó los brazos por la cintura de Harley y apoyó la cabeza contra su pecho. Él no se movió, sólo sollozaba.

Paige se apartó de la ventana y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la cama y las piernas rechonchas colocadas delante.

– Kendall, por el amor de Dios, no podemos dejar que eso suceda. -La voz de Harley sonaba débil, como si estuviera asustado.

¡Qué cobarde! Kendall era demasiado buena para él. Paige extendió la mano hacia la mesita de noche para coger otra vez el lápiz y el papel, pero los dedos se encontraron con los alambres de sus aparatos para corregirle los dientes, que se negaban a estar rectos. Odiaba aquella ortodoncia, le hacía sentir como si fuera una alienígena del espacio exterior, y se negaba a llevarlo en clase. Dejó de mover la mano cuando oyó hablar a Kendall.

– Mira, Harley, no puedo ver a Paige así… Dile que he tenido que irme, que llegaba tarde a algún sitio o algo así.

– Díselo tú.

– No puedo verla ahora. Venga, Harley. Es lo menos que puedes hacer. No quiero herir sus sentimientos -le engatusó Kendall.

A Paige se le revolvieron las tripas por la desilusión. Sus dedos encontraron la libreta y el lápiz, y dejó aquellos utensilios de escritura en su regazo.

– ¿Por qué?

– Porque es una buena chica. Malcriada pero buena.

Paige se animó un poco. Kendall aún la quería.

– Es extraña.

La risa de Kendall parecía frágil.

– Todos los Taggert sois extraños. Por eso sois tan adorarabies.

El estómago de Paige se recuperó.

– Te quiero -dijo Kendall, mientras Paige apretaba el lápiz con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

– No te quedes embarazada.

Las palabras de Harley todavía flotaban en el caluroso ambiente cuando los pasos de Kendall se alejaron. Paige se mordió el labio con aquellos dientes inclinados hacia fuera y comenzó a escribir, a practicar la firma de Kendall con su letra grande y redonda. En su mente vio a Kendall como una modelo famosa, desfilando elegantemente por una pasarela de moda, balanceando los brazos, y con sus ojos azules y sexys mientras las cámaras la fotografiaban para captar su sonrisa y el brillo de su vestido largo adornado con lentejuelas.

No puedo verla ahora. ¿Qué se suponía que quería decir?

Es extraña. Harley no sabía decir las cosas de otro modo.

Todos los Taggert sois extraños. Por eso sois tan adorables.

¿Es lo que pensaba Kendall? ¿Lo que todo el mundo pensaba? Echó una ojeada por la ventana y vio a Harley apoyado en la baranda del porche, con los hombros encorvados y mirando hacia abajo, hacia el cañón. Tenía la cara tan pálida que Paige pensó que iba a vomitar.

– La has vuelto a asustar, ¿no? -La fuerte voz de Weston llegó hasta la habitación de Paige.

– ¿Qué quieres decir? -Harley se volvió, haciendo una mueca de enfado.

– Kendall casi me atropella al salir -dijo Weston.

Era más alto que Harley y más guapo, según la mayoría de gente. Comenzó a andar por encima de la baranda. Un pequeño empujón y saldría despedido a más de diez metros de profundidad hasta caer al río. Parecía no darse cuenta, y sonreía con el gesto engreído de siempre.

– Seguro que haces lo que quieres con las mujeres, hermanito.

Harley no respondió, miró a Weston con el ceño fruncido, se tiraba del labio inferior absorto en sus pensamientos.

– Parece que no puedes decidirte entre Kendall y la chica de los Holland.

– Se llama Claire.

Weston torció un poco la sonrisa.

– Tengo que decirte que no sé qué es lo que ves en ella.

– Tú no podrías llegar a verlo nunca.

– Es bastante guapa, pero no tiene el culo o las tetas de sus hermanas. No merece la pena compararla con Kendall Forsythe. Pero Kendall, es interesante… -Se inclinó un poco hacia delante-. He oído que tiene el coño como miel caliente, húmedo, dulce y esponjoso.

Paige tragó saliva.

– No deja que cualquiera se le meta entre las piernas, así que considérate uno de los pocos elegidos.

– Cállate, Wes.

– Daría la mitad de lo que tengo por averiguar si es verdad. Pero no he venido para discutir sobre tu vida amorosa.

– Me alegro.

– Papá va a ir mañana por la mañana a la oficina del abogado y va a rehacer su testamento.

– ¿Ah, sí?

– No está contento de que te vayas a aliar con el enemigo, por así decirlo. Podrías salir perdiendo.

– Se puede ir al infierno.

Weston hizo un gesto de negación con la cabeza.

– No lo harás, ¿verdad? Podrías perder millones sólo por estar obsesionado con Claire Holland.

El músculo de la mandíbula se le movió, y la culpa pareció invadirle. De acuerdo. Merecía sentirse como una babosa.

– Sabes, entiendo tu fascinación por ser un rebelde y verte con la hija del enemigo de papá, pero deberías aprender a jugar tus cartas. Lo has hecho en un mal momento, lo digo en serio. Papá te lo va a hacer pagar.

– ¿Y a ti qué te importa?

– ¿A mí? -Weston bajó el labio inferior mientras pensaba. Se apartó un mechón de pelo de los ojos-. A mí en realidad lo que hagas me la trae floja.

– ¿Entonces por qué estás aquí?

– No me gusta que los Holland o cualquier otra persona engañen a nuestra familia.

– No me están engañando.

– Claire Holland te tiene tan cogido que estás a punto de caer en sus redes.

– Sandeces.

– Sé listo, Harley. A nosotros no nos ayuda que te comportes como un enfermo de amor, como un perro en celo.

– ¿Y qué pasa contigo y Crystal?

¿Crystal Songbird? ¿La chica india que trabaja para los Holland? ¿Weston se estaba viendo con ella?

– Con Crystal no pasa nada.

– ¿Por qué no?

– Ella sabe que todo lo que quiero es un buen revolcón y está deseando dármelo.

– ¿Y qué consigue a cambio?

– ¿Además del mejor sexo que jamás haya experimentado? Baratijas.

– ¿Baratijas?

– ¿Te acuerdas de los collares que solíamos comprar en Manhattan? Pues le compro pendientes y ropa y todo lo que quiera.

– Es tu puta -dijo Harley como si todo aquello le repugnara.

– No dejes que se entere de que le dices eso. Forma parte de una gente muy digna, ya sabes. -Weston se rió con muy mal gusto.

– Lo bastante digna para que su padre te corte las pelotas antes de arrancarte la cabellera. Estás enfermo, Weston.

– No, Harley. Sólo soy listo. Crystal es una buena elección. No porque sea descendiente del jefe de su tribu, sino porque es pobre. Te darás cuenta de que las mujeres sin dinero querrán hacer todo lo que les pidas sólo a cambio de unas cuantas palabras bonitas y un regalo o dos. Las mujeres pobres son simples.

– Por Dios, Wes, eso es patético.

– Así es como funciona el mundo.

– Como te he dicho, estás enfermo.

– No todos podemos ser monógamos, Harley. De hecho, sólo unos cuantos desgraciados sienten la necesidad de ser tan nobles. Al parecer tú sí, ¿me equivoco? -el rostro de Weston reflejaba inocencia, suficiente como para estar atormentandoa su hermano pequeño de la única manera en que él mismo se atormentaba-. Porque tú le eres sincero a Kendall, digo, a Claire.

Paige se puso nerviosa.

Harley parecía haber oído suficiente los consejos de su hermano, ya fuesen buenos o malos. Se volvió, tenía la cara roja, pero Weston le agarró del brazo.

– Espera un momento. No te estaba insultando, de verdad. Puedo incluso entender que las hermanas Holland se sientan fascinadas por el fruto prohibido de una cierta manera, y cuando nuestro padre cambie su testamento, y yo vea asegurada mi parte de la herencia, puede que yo también quiera hacerme con un culito Holland.

Harley tiró del brazo, para que Weston le soltara.

– Mantente alejado de Claire.

Weston se frotó la barbilla y entrecerró los ojos.

– ¿Qué tal si apostamos?

Harley tenía una expresión de incredulidad.

– ¿Qué quieres apostar?

– Mmm. Que puedo conseguir acostarme con una de las Holland antes de que acabe el verano.

– Déjalas en paz.

– ¿A todas? -Weston elevó una ceja. Le encantaban los retos-. No me digas que te las estás tirando a todas -le acusó-. ¿No le molestaría al viejo Dutch que un jodido Taggert se estuviese tirando a todas sus preciosas hijas?

– ¿De qué narices estás hablando?

– Del viejo. Se cagaría encima, ¿no crees?

La sonrisa de Weston reflejaba pura maldad y Paige se dio cuenta, una vez más, de lo cretino que era. Sus fantasías sexuales con las hermanas Holland rozaban la locura, aunque aquello realmente no era una sorpresa.

Harley arremetió contra su hermano, quería cogerle del cuello, pero Weston le esquivó, le agarró del brazo y se lo retorció por detrás de la espalda, lo que hizo que Harley pusiese una mueca de dolor.

– No seas avaricioso, Harl. Hay entrepiernas Holland más que suficientes para los dos.

– Eres un cabrón pervertido.

– Probablemente. Pero parece que es cosa de familia, ¿no? Al menos yo no le estoy jurando amor eterno a Lady Claire mientras que me estoy tirando a Kendall en el bosque. -Apartó a Harley de un empujón, y le estampó contra la barandilla. Las sombras de las ramas oscurecieron su rostro.

A Paige se le revolvieron las tripas. Pobre Kendall.

– Tendrás tu merecido -le advirtió Harley. Weston se rió.

– Eso espero, y el tuyo también. ¿Recuerdas lo que hablamos de conseguir los tres culitos Holland? Pues me pregunto qué pensará el viejo Holland de eso.

Harley tenía los rasgos faciales retorcidos por el asco y la humillación. Caminó por el porche en dirección a la casa, fuera del ángulo de vista de Paige.

– Vigila tus espaladas, Wes.

Paige oyó la puerta arrastrarse y seguidamente cerrarse de un golpe fuerte y seco que sacudió toda la casa. ¡Harley era tan débil! Debería haberle metido un puñetazo a Wes por todos sus comentarios sobre Kendall. Weston era uno de esos tipos egocéntricos que, según Kendall, pensaba con el pito en vez de con la cabeza. Guiñando los ojos, debido al sol de la tarde, Weston levantó lentamente la cabeza y, antes de que Paige pudiera esconderse, sus miradas se cruzaron.

– ¿Quieres que me enfade? -le preguntó, chasqueando con la lengua y meneando la cabeza, mientras una sonrisa maliciosa se extendía por su cara-. ¿Eso te excita, Paige?

Paige quería decirle que se fuera al infierno, pero se lo pensó. Había visto el lado furioso de los enfados de Weston más veces de las suficientes. De pequeño había pegado a Harley, atraído a las ardillas con cacahuetes para dispararles con el tirachinas, y llevaba la cuenta de cuántos gatos, mapaches y zarigüeyas había matado con su coche. Weston tenía algo que asustaba a Paige. Así que en lugar de cavar su propia tumba discutiendo con él, lo que hizo fue agacharse, con las mejillas ardiendo. Weston sabía que llevaba todo el tiempo escuchándoles, y sin embargo había seguido ridiculizando a Harley. Paige puso las manos sobre el rodapié.

– Sabes, Paige, escuchar a escondidas sólo te puede traer problemas. Probablemente es lo que estás buscando, ¿verdad? Un poco de problemas para animar tu aburrida vida.

Paige tragó saliva, intentando no llorar. ¿Cuántas veces Weston la había humillado, cuando ella sólo se sentía como una niña gordinflona que pensaba que sus hermanos eran como dioses? Bueno, ahora estaba segura. Weston era un cruel hijo de puta, y Harley necesitaba urgentemente un trasplante de cerebro.

Oyó reír a Weston, y ella era el objeto de su risa. Paige se encogió en su habitación. Sabía que a menudo era el blanco de sus bromas. Había visto a sus amigos intentar reprimir la risa cuando Weston les había susurrado algo feo y todos se habían dado la vuelta para mirarla. Sabía que les estaba diciendo cosas sucias sobre ella. Hacía unas pocas semanas, en presencia de Paige, Weston había hecho el comentario de que probablemente ella había sido la razón por la que su padre se había descarriado. Dijo que su padre había echado un vistazo a su patética hija y había decidido no volver a correr el riesgo de tener más hijos con Mikki. Por esa razón había empezado a correr aventuras extramatrimoniales. Los amigos de Weston, universitarios que habían formado parte del equipo de fútbol en su instituto, no sabían que Paige rondaba por las escaleras, escuchándoles, mientras ellos jugaban al billar en la habitación de juegos del sótano. Se habían reído a su costa, y uno de ellos había hecho un comentario acerca de que ningún chico querría acostarse con ella, a menos que le pusiera primero una bolsa de papel en la cabeza.

Después de aquello, Paige subió las escaleras y lloró durante una hora.

Lo único que pudo hacer para castigar a Weston fue robarle una película porno que tenía escondida en el fondo de su bolsa de deporte, bajo las botas de fútbol. Paige cogió la cinta y la dejó donde estaba, segura de que su madre la encontraría. En casa se enfadaron mucho por aquel asunto con Weston, y Mikki destruyó la cinta con el palo de golf favorito de Weston, y además, luego rompió el palo.

Paige, a su modo, había ganado. Durante años, había aprendido cómo tratar a su pervertido hermano mayor. Sin embargo, nunca antes se había metido con Kendall, así que ahora que había empezado, las cosas cambiarían.

Y Kendall podría estar embarazada.

Mordiéndose el labio superior, Paige se dirigió al lado opuesto de su habitación, donde tenía guardados montones de animales de peluche en un armario empotrado. El más grande era un oso panda sentado en una pequeña silla. Paige deslizó la mano por la parte de atrás del panda. La introdujo en una pequeña costura que había en una de sus patas negras, y allí, dentro del peluche, sintió la boca fría y dura de un pequeño revólver, una pistola que había cogido de la habitación de su madre semanas antes. Había estado husmeando en la mesita de noche de Mikki Taggert. Fue entonces cuando había encontrado la pistola, oculta bajo pañuelos, muestras de cosméticos, un montón de viejas cartas de amor y dos pares de gafas para leer. En aquel momento no supo por qué sintió la necesidad de quedarse con aquella pequeña arma que parecía olvidada, aunque estaba cargada.

A Paige le resultó emocionante tocar aquella pistola. Le causaba una sensación de poder que nunca antes había experimentado. Fue en aquel momento cuando supo que aquella pistola tenía que ser suya. A lo largo de los años, había robado otras cosas: un anillo de la abuela cuando aún vivía, un llavero de una tienda local que había cogido sólo para ver si podía entrar y hurtar sin que le pillasen, un encendedor de Harley, un pintalabios de Kendall, pero nunca había robado un arma. Aquello era diferente. Acarició el cañón liso durante unos instantes, se humedeció el labio superior, y luego dejó el oso panda de nuevo en su silla.

No necesitaba un arma. No había razón por la que guardar aquel revólver, pero decidió, a la vez que oía fluir el río a través del cañón y olía el desagradable olor a humo del cigarrillo que fumaba Weston, que devolvería el arma cuando el infierno se congelara.

Por primera vez en su miserable vida, Paige Taggert se sentía como si tuviese la sartén por el mango.

Capítulo 8

Si era listo, tenía que dejarla en paz. Los Holland significaban problemas, y Kane no tenía más que mirar a su padre para ver lo que podía ocurrir si una persona se atrevía a meterse con ellos. Colocó un trozo de madera de abeto sobre el viejo tronco que utilizaba para partir la leña, levantó el hacha, la bajó con fuerza y partió la madera en dos partes que cayeron al suelo.

El sudor corría por su espalda y le empezaron a doler los hombros, pero cogió otro pedazo de madera verde y la colocó sobre el tronco. El perro viejo de papá ladró en el porche delantero cuando oyó llegar la furgoneta de correos al final del camino.

– ¡Ve a por el correo! -dijo Hampton, sin afeitar, con el pelo canoso que le caía por debajo de los hombros.

Estaba en el porche, sentado en su silla de ruedas, mandando al viejo sabueso que fuese al camino, mientras cogía el bastón, situado en el suelo cerca de la puerta, y golpeaba con él las viejas tablillas del porche.

Con un golpe final del hacha, Kane partió la madera nudosa y se dirigió hacia el sendero principal. Era el día cinco del mes, justo el momento en que el cheque mensual anónimo le esperaba en el buzón. Notó la mirada de su padre sobre su desnuda espalda, irritado e implacable, y oyó los pasos del artrítico perro tras de él. Hampton no se molestaba en disimular la envidia que sentía por su hijo.

– Tienes dos piernas muy fuertes -le decía a menudo, frunciendo el ceño y sentado en su limitada silla de ruedas. Tenía los ojos rojos de tanto beber-. Dame otra botella.

En otras ocasiones era más mordaz:

– Si todavía tuviera mis piernas, haría dos veces el trabajo que tú haces aquí, chico -y entonces empezaba a lloriquear-. Yo la quería, ¿sabes?, a tu madre, digo. La quería más de lo que cualquier hombre haya querido a una mujer, pero no era lo bastante bueno sin mis piernas. No, ella no quería estar casada con un lisiado. Prefería ser la puta de un rico.

Kane se mordía la lengua una y otra vez, y aguantaba los insultos de su padre, porque le daba pena aquel viejo que siempre estaba repitiendo que aquel accidente había alterado el curso de su vida.

– Todo es culpa de Dutch Holland, ¿sabes? El cable de mi arnés se rompió cuando yo estaba escalando la cumbre sur. En mi opinión, el equipo estaba defectuoso y aquella mísera compensación económica no fue suficiente. -Hampton se quedaba mirando más allá del lago, hacia la casa de los Holland, siempre encendida como un maldito árbol de Navidad-. Él y todo su dinero. Una mujer de cuento de hadas y tres mocosas presumidas. ¿Y qué es lo saqué yo, que tuve mi culo a su servicio, eh? ¡La espalda rota, una mierda de trozo de tierra y esto! -decía mientras golpeaba su inútil bastón contra el metal de su silla de ruedas-. Espero que Benedict Holland arda en el infierno.

«Nunca terminará», pensaba Kane mientras abría el buzón, interrumpiendo así a una araña que se aplicaba en intentar tejer una tela a la sombra, entre el poste y la puertecilla del buzón.

Allí estaba el sobre. Plano y delgado, entre un montón de facturas que probablemente no se pagarían hasta pasados otros cuarenta y cinco días. Pero aquella noche Hampton Moran bailaría con Black Velvet y al día siguiente se emborracharía con Jack Daniels. El miércoles aproximadamente volvería el alcohol barato, que duraría hasta el quince de agosto.

Kane recogió el correo mientras el perro olisqueaba la maleza. Llegaba el momento de abandonar Chinook y también a un padre ingrato. Se llevó el sobre a la nariz, esperando oler la fragancia a perfume o al tenue olor a cigarrillos, cualquier cosa que pudiera recordarle a su madre, pero no olía a nada. Frunció el ceño, avanzó hacia el porche, sabiendo que aquella noche tendría que ayudar a su padre a acostarse.

– Vamos, chico -silbó al perro.

Papá tenía razón en una cosa: Benedict “Dutch” Holland era un desgraciado hijo de puta. Pero aquel cabrón había criado a la chica más interesante que Kane había visto.


Algo iba mal. Claire podía presentirlo, notarlo en lo que Harley no le había dicho. Colgó el teléfono del pasillo. Se sintió vacía por dentro, y se preguntó, no por primera vez, si sus hermanas y su padre tenían razón al advertirle que no saliera con él.

– ¿Problemas en el paraíso? -preguntó Tessa, apareciendo por la escaleras. Tenía en la mano una Pepsi Light, y su piel estaba bronceada y grasienta, ya que llevaba dos horas tomando el sol en la piscina.

– Toda va bien -murmuró Claire, molesta al notar que su hermana parecía leerle el pensamiento en todos los malos momentos.

La casa olía a la salsa de barbacoa que Ruby Songbird estaba preparando, a quien se oía canturrear en la cocina, donde trabajaba.

– ¿De verdad va todo bien? -Los ojos de Tessa parecían traviesos-. ¿Sabes que vi a Harley con Kendall el otro día?

A Claire se le partió el corazón. Quería chillarle a Tessa, decirle que mentía, pero se mordió la lengua.

– ¿Ah, sí?

– Mmm. Abajo, en el puerto deportivo. Si te sirve de consuelo, parecía que estuviesen discutiendo, pero estaban juntos seguro -dio un trago a su refresco y continuó subiendo la escalera.

En el rellano entre los dos pisos casi choca con Miranda.

– ¿Ya la estás molestando otra vez? -preguntó Randa, mirando a Tessa con aquella mirada de hermana mayor que Claire conocía tan bien, pues en numerosas ocasiones la había dirigido a ella.

– Sólo le estaba dando un pequeño consejo.

– Quizá ya tiene suficientes.

Claire no podía creer lo que escuchaba. Randa siempre se había preocupado por saber con quién coqueteaban sus hermanas pequeñas. Les decía que deberían utilizar la cabeza que Dios les había dado, que siempre se estaban metiendo en líos. Aquel día, bajando la escalera, parecía despreocupada. Vestía un pantalón corto y un top sin mangas, y llevaba una bolsa playera sobre el hombro. Por la abertura de su bolsa asomaban una toalla de playa y el libro, más que sobado, de El clan del oso cavernario.

Tessa se apoyó en la baranda de la parte superior de la escalera.

– Sólo pienso que, si Claire va salir con alguno de los Taggert, tendría que ser con Weston.

Miranda se detuvo de repente.

– Estás bromeando.

– En absoluto. Weston Taggert es todo lo que Harley no es: guapo, atlético, sexy…

– … Y también es sinónimo de problemas -completó Miranda, con el rostro serio.

– Tal vez me gusten los problemas -bromeó Tessa, llevándose la Pepsi a la boca y bebiendo.

– No de ese tipo. No estoy bromeando, Tess.

– Ni siquiera le conoces.

Miranda se sofocó.

– Es un cabrón con letras mayúsculas.

– Aaaah -dijo Tessa, contenta por haber conseguido provocar a la siempre fría de Miranda.

– Créeme, es un ave de mal agüero.

– ¡Oh, eso es instructivo! -Tessa tomó otro trago de su bebida.

– Harley es un muchacho dulce -aclaró Miranda, tocando a Claire por el brazo-. Si te gusta, de acuerdo, quizá pueda entenderlo, incluso aunque salir con él signifique un gran problema en esta casa, pero Weston… -Sus ojos, fríos como el mar Ártico, se dirigieron a su hermana pequeña-. Es el peor problema que una mujer pueda encontrar. Y no tiene nada que ver con esa estúpida enemistad con papá.

– Vaya, mira quién es de repente la diosa del amor. La única de nosotras que nunca tiene citas.

– Eso ha sido un golpe bajo, Tessa -le dijo Claire.

– Bueno, es la verdad. -Tessa estaba reclinada en la baranda, con el pecho apoyado y los dedos de la mano que le quedaba libre en el oso esculpido sobre un poste cercano-. En realidad, ¿qué sabe Randa de los hombres o de los chicos?

Miranda abrió la boca, pero luego la cerró y meneó la cabeza como si no pudiera entender cómo su hermana pequeña podía ser tan estúpida.

– Lo importante es que Weston Taggert está como un tren. -Tessa siguió subiendo las escaleras.

– Mantente alejada de él -le advirtió Miranda.

A continuación, comprobó su reloj y salió corriendo por la puerta delantera.

– ¿Qué bicho le ha picado? -preguntó Claire, mientras miraba a Randa correr por entre los aspersores que disparaban agua sobre el césped.

– Quién sabe, y sinceramente, ¿a quién le importa? Randa es una aguafiestas.

– Solamente es seria.

– Pero hoy no -añadió Tessa desde el rellano de la segunda planta, mientras miraba a través de las enormes ventanas del vestíbulo.

El impecable Camaro de Randa rugía paseo abajo.

– Últimamente está diferente. -Tessa torció los labios pensativa-. ¿Crees que se está viendo con algún novio secreto?

– ¿Miranda? -Claire intentó imaginarse a su hermana mayor en algún tipo de cita romántica-. No. Seguramente llegue tarde a la biblioteca para devolver un libro.

– No lo creo -dijo Tessa, haciendo una mueca con los labios mientras veía cómo se levantaba el polvo por el paseo-. Nadie tiene tanta prisa a no ser que se trate de una cita con un chico.

Claire no creía a Tessa, pero no era algo raro. Siempre desaprobaba cualquier cosa que dijera su hermana pequeña. Mientras que de Miranda pensaba que era sabia en todos los aspectos, excepto en los relacionados con los hombres, de Tessa creía que era tremendamente superficial. Tessa estaba demasiado centrada en sí misma para percatarse de que había vida más allá de los rumores de Hollywood, los chicos, y la pequeña ciudad de Chinook. Esta última se había convertido en el centro de su universo, a pesar de la insistencia de su madre para que aprendiese las costumbres sociales propias de Portland, Seattle y San Francisco. Miranda se había pasado toda la vida adquiriendo conocimientos, mientras que Tessa había intentado, por todos lo medios, echar a perder todo aquello que podía haber conseguido a lo largo de sus quince años de vida sin complicaciones. Nunca dudó que había nacido para ser rica y mimada. Creía que las personas que su padre contrataba, desde Ruby Songbird hasta Dan Riley, el portero, debían ser sus criados personales. Pensaba que era de la realeza, una princesa de cuento de hadas con actitud insolente. Claire estaba segura de que Tessa no tenía ni idea de por qué debía rebelarse contra un padre que le había dado todo lo que había querido.

Mientras Miranda se preocupaba por los desastres nucleares, por el apoyo a los granjeros, por las especies en peligro y por el derecho de las mujeres, Tessa no sabía ni que existían. Claire, de alguna manera, estaba en medio de las dos, como siempre, entre aquellos dos polos opuestos.

Claire todavía le daba vueltas a lo que Tessa había dicho sobre Miranda. Caminó hacia el exterior de la casa, lejos de la discusión. Se dirigió, a paso ligero, hacia el sendero que llevaba al embarcadero. Allí se encontraba la lancha motora de su padre, amarrada, balanceándose suavemente. Claire desató la embarcación y se puso tras el volante. Sin hacer demasiado ruido, el motor se puso en marcha, y Claire dirigió la proa del bote hacia la isla situada al otro extremo del lago. Realmente no era una isla, sino una elevación del terreno con algunos poco árboles y algo de hierba sobre las rocas redondas situadas junto a la playa. Pero era un lugar aislado y deshabitado, y a veces, como aquel día, cuando su familia y Harley le preocupaban, podía ir allí a meditar.

Los peces saltaban y las gaviotas trinaban a medida que el bote cortaba la superficie lisa del agua. El viento sopló sobre su pelo. Suspiró, oliendo la fresca fragancia del agua. Redujo la velocidad del bote, lo condujo hacia una cala de arena y apagó el motor. Tal y como había hecho docenas de veces antes, ató la lancha a un árbol retorcido cuyas ramas quedaban por encima del lago. En dirección a la orilla, vio un halcón volando en círculos en lo más alto: su imagen se reflejaba en la superficie del lago. Se resguardó los ojos del sol por un momento, para poder ver el ave. Poco después caminó con sus piernas húmedas por un camino de malas hierbas y polvo.

A medida que avanzaba por el camino, pensó en Harley. Desde el primer momento en que empezó a verse con él, tuvo que luchar contra constantes rumores que decían que aún tenía algo que ver, de una u otra manera, con Kendall.

– Tonterías -murmuró, pero no podía olvidar aquellas pequeñas dudas que le estaban perforando el corazón.

Por lo que ella sabía, las insinuaciones podría haberlas inventado su padre, un hombre que no disimulaba el hecho de querer evitar que su hija se viera con alguien cuyo apellido fuese Taggert. Sólo su madre parecía entenderla.

– Harley Taggert es guapo y de familia acomodada. Siempre podrá cuidar de ti -decía Dominique una mañana de verano, mientras ponía algunas rosas en un florero de cristal, en la mesa del comedor-. Una mujer debería buscar más en un hombre. -Dejó de mover las manos durante un segundo, y observó la pared donde algunas de sus pinturas decoraban la madera de cedro-. Es una cuestión de supervivencia, más que de amor.

– ¿Qué?

– Lo sé, lo sé. Piensas que quieres al chico de los Taggert. -La sonrisa de Dominique parecía triste y cansada del mundo-. Probablemente lo quieres por razones equivocadas. El hecho de que tu padre te prohiba verle le hace más atractivo.

– No, mamá, yo le quiero…

– Claro que sí. Pero, seamos prácticas ¿de acuerdo? Si te casas con Harley, o con un chico de su rango, nunca tendrás que levantar un dedo, ni trabajar, ni preocuparte de cómo vas a pagar la comida. Incluso si el matrimonio no funciona, estarás bien.

– Eso no es así.

– ¿No? -Los dedos largos de Dominique arrancaron una hoja marrón del tallo de una de las rosas-. Bueno, vale. Pero es una buena idea. Tus hermanas deberían seguir tus consejos, Claire. Miranda, bueno, es realmente rara, se pasa el día estudiando no sé con qué propósito, y Tessa, oh Señor, esa niña necesita un Valium, te lo juro. Es tan… bueno, salvaje y rebelde, no sabe lo que quiere en esta vida. -El rostro de Dominique se cubrió de arrugas de tensión-. Me preocupa Tessa, todas me preocupáis, pero al menos tú pareces tener un objetivo y entender que casarte con la persona correcta define a una mujer.

– Te perdonaré lo que acabas de decir, ya que no eres miembro del ONM.

Miranda entró en la habitación en aquel preciso momento, y tenía la mandíbula tan tensa que el hueso de la barbilla casi se le veía blanco. Extendió la mano sobre el respaldo liso de una de las sillas de Thomasville.

– ¿Recuerdas? La Organización Nacional de Mujeres.

– Una organización lamentable, formada por mujeres quejicas que no saben dónde está su lugar.

– ¿Nunca has querido sentirte liberada?

– ¡Cielos, no! -Dominique se rió de su hija mayor-. Algún día entenderás, Miranda, que los hombres y las mujeres no son iguales.

– Pero sus derechos deberían ser los mismos.

– En mi opinión no. Lo único que hacen esas mujeres es provocar problemas. ¿Qué me sucedería si tu padre se divorciara de mí? ¿Conseguiría alguna pensión alimenticia? No si esas feministas chillonas consiguen salirse con la suya.

– ¡No puedo creer lo que oigo -dijo Miranda-. Mamá, no estamos viviendo en la Edad Media, ¡por Dios!

Dominique no parecía convencida.

– Las mujeres siempre necesitaremos a los hombres para que nos mantengan.

– Por el amor de Dios… -susurró Miranda.

– Si las mujeres fuesen más listas y escogieran mejor a sus parejas, tendrían mejores vidas.

– Como tú hiciste -le reprochó Miranda, recibiendo una mirada de dolor por parte de su madre que hizo que se le revolviese el estómago.

– Sí -contestó, con orgullo en el tono.

– Y ahora eres desdichada. Te he oído llorar por las noches, mamá -dijo Randa dulcemente-. Sé que no ha sido fácil.

Dominique sintió como si le hubiesen arrancado el corazón. ¿Por qué estaba siendo Miranda tan directa e hiriente?

– Tampoco lo es ser pobre y hacer cualquier cosa para sobrevivir. -Frunció los labios y parpadeó. Luego volvió el rostro, mirando al florero-. Si no me creéis, pensad en Alice Moran, ya sabéis, la mujer que vivía con el lisiado malhablado del otro lado del lago.

– ¿La conocías? -preguntó Claire, sorprendidísima. Creía que sus padres no sabían ni que la familia Kane existía.

– La conocí. Hampton, su marido, ya que creo que aún están casados, aunque ella le abandonó a él y a su hijo, siempre está intentando demandar a vuestro padre por el accidente que sufrió. Alice Moran es sólo un ejemplo más de una mujer que se casó con el hombre equivocado y tuvo que pagarlo.

– Y tú eres un ejemplo de alguien que se casó con el hombre correcto y también tuviste que pagarlo -dijo Miranda mientras abría la puerta de la cocina.

– No escuches a tu hermana -advirtió Dominique a Claire-. Me temo que la pobre Randa va a tener que aprender a fuerza de escarmentar. Tú sigue viendo a Harley Taggert. Las cosas se solucionarán.

Pero las cosas no se solucionaban. Nada parecía funcionar. Claire no sabía el tiempo que llevaba con Harley, pero parecía una eternidad. Había visto a Kane varias veces desde que salía con Harley. De repente, parecía como si Kane Moran estuviera en todos los lugares adonde ella iba, y odiaba admitirlo pero le intrigaba, aunque fuese sólo un poco. Kane era todo lo que Harley no era: pobre, creído, con una actitud innata de «me importa un carajo» y unos ojos que parecían ver más allá de la fachada de Claire y buscar la personalidad real que había dentro de ella. Le asustaba el modo en que le hacía sentir: nerviosa, asustada y a la defensiva, todo a la vez. Incluso se había preguntado cómo sería besarle, pero a continuación se había forzado a dejar de pensar en ello por respeto a Harley.

El chico al que amaba, se recordaba a si misma.

El hombre con el que iba a casarse.

Apretó los dientes. Estaba decidida a expulsar fuera de su cabeza todos aquellos pensamientos rebeldes sobre Kane Moran.

Pero no pudo.

Porque él estaba allí, en la isla.

Dobló una esquina en el camino, y justo delante de ella, en el punto más alto de aquel pedazo de tierra empedrado, encontró su castigo: el chico que le hacia cuestionarse todo lo que había soñado. Kane Moran.

Llevaba sólo unos vaqueros cortados y desgastados. Aún tenía el pelo húmedo, por el baño que acababa de darse. Estaba estirado, con actitud perezosa, sobre una roca plana.

Durante un segundo, Claire se quedó sin aire. Pensó en salir corriendo, pero él ya la había visto. La miraba con los ojos entreabiertos, como sabiendo que iba a aparecer por allí. Claire quiso preguntarle qué hacía en aquel lugar. Después de todo, aquello era propiedad de su padre, pero no quiso parecer absurda. Además, ya le había visto entrar en propiedades privadas antes. Era como si Kane no sintiera la necesidad de respetar las fronteras construidas por los hombres.

– Pero si es la princesa -dijo Kane, alargando las palabras, apoyado sobre los codos, con la luz del sol sobre su piel bronceada y firme.

Tenía los ojos del color claro de la cerveza. Claire sintió que los músculos de la espalda se le agarrotaban y replicó:

– Ya te he dicho que no soy una princesa.

– Sí, ya -se incorporo. Tenía los pies descalzos.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Contemplo mi vida -dijo serio. Seguidamente elevó un extremo de la boca, sonriendo sólo por un lado.

Claire lo encontró extremadamente sexy.

– ¿De verdad? -insistió ella, de pie, bajo la sombra de un solitario cedro.

Kane la ponía nerviosa. Se preguntó si últimamente aparecía en todos los lugares donde ella estaba, intentando mostrar interés o conversar, con el fin de indagar sobre el último juicio que su padre había tenido contra la familia Holland.

– A decir verdad, me estaba preguntando si tío Sam, del ejército, de verdad me quiere.

– ¿Para que te alistes en el ejército? -Aquella idea le resultó escalofriante, aunque no sabía explicar por qué. Se frotó los brazos y se dio cuenta de cómo Kane la examinaba, tan detenidamente que Claire quiso escapar de su constante mirada-. ¿Vas a alistarte?

– ¿Por qué no? -preguntó él, levantando uno de sus musculosos hombros-. Ahora mismo hay paz.

– Por el momento, pero las cosas cambian, sobre todo en la política.

– ¿Qué sabes tú de política? -rió Kane.

Claire tragó saliva.

– No mucho, pero…

Kane siempre había vivido al otro lado del lago, y sin embargo, apenas conocía a aquel chico, simplemente le consideraba uno más en aquella pequeña ciudad de Chinook. La gente se iba de allí. Los chicos se graduaban en el instituto y partían a la universidad o en busca de trabajo. Algunos se casaban y se mudaban. Pero por alguna razón Claire no había querido conocer demasiado a fondo a aquellas personas que ya no estaban. Había pensado, bueno, esperado, que Kane siempre estuviese por allí. Saber que vivía al otro lado del lago era algo inquietante, a la vez que reconfortante.

– ¿Por qué el ejército?

– ¿No es obvio? -preguntó, mientras su sonrisa desaparecía al mismo tiempo que un avión cruzaba el cielo, dejando una estela de humo blanco-. Para salir de aquí. -Cerró los ojos para evitar los rayos del sol-. Podré ver mundo, ganar dinero para ir a la universidad, y todas esas tonterías que meten a los reclutas en la cabeza.

– ¿Y qué pasará con tu padre? -dijo Claire sin pensar.

– Se las apañará. -Aparecieron dos surcos profundos entre sus cejas y miró a lo lejos-. Siempre lo hace. -Empujó un guijarro con el dedo gordo y lo hizo rodar cuesta abajo hasta que cayó al agua-. Bueno, ¿dónde está tu enamorado?

– ¿Qué?

– Taggert -aclaró.

A Claire le subió lentamente un calor por la parte trasera del cuello.

– No lo sé. Trabajando, supongo.

– Si es así como lo llamas… -Kane balanceó la cabeza yse rió sin ganas-. Todo el mundo en el trabajo de Taggert, la fábrica maderera, trabaja duro, quiero decir trabajo físico y duro, menos Harley y Weston. Los hijos del jefe, herederos forzosos, tienen oficinas con su nombre grabado en placas doradas en la puerta. Weston les dice a los supervisores, de cincuenta y cinco años de edad, cómo tienen que hacer su trabajo en la cadena. Y Harley… -Kane se frotó la barbilla y sacudió la cabeza-. ¿Qué es exactamente lo que hace?

– No lo sé -admitió Claire.

– Apuesto a que si se lo preguntas tampoco sabría decírtelo.

– No hablamos de su trabajo.

– ¿No?

Levantó una ceja mientras avanzaba por el espacio soleado que les separaba. Se acercó a la sombra, junto a ella, con el rostro tan cerca que Claire podía sentir la mezcla de humo y de fragancia de la loción después del afeitado. No podía dejar de mirar a Kane, aquella mandíbula de formas duras. Notó cómo una gota de agua le corría desde el pelo hasta el cuello. El estómago se le encogió, y apenas podía respirar.

– Entonces, ¿de qué habláis tu príncipe Harley y tú?

– De nada que te importe. Harley…

– Me importa una mierda Harley. -Su respiración, más caliente que el aire, acarició el rostro de Claire-. Pero tú… -Subió la mano y se enrolló un mechón de pelo en su áspero dedo-… por alguna maldita razón que no puedo explicar, tú sí que me importas. -Elevó un extremo de la boca, como si se estuviera burlando de sí mismo-. Es una maldición que tengo que soportar.

Claire se humedeció los labios con la lengua, gesto que Kane vio. Enfadado, soltó el mechón y se volvió, como si de aquella manera pudiera romper el encantamiento que le había hechizado a la sombra de aquel árbol solitario.

– Kane…

Dios, ¿por qué le llamaba? No quería tener nada que ver con él. Pero el lado oculto de Kane le había hablado, un lado que ansiaba encontrar su alma gemela en Claire.

Kane miró de reojo, confuso. El corazón de Claire latía con fuerza. Aquel demonio arrogante, engreído y malhablado había desaparecido, y en su lugar había dejado a un chico confundido, casi un hombre.

– Da igual, Claire -dijo.

Luego caminó hacia el borde de un risco, donde, con un único movimiento, elevó los morenos brazos, dio un salto y se zambulló en las tranquilas aguas del lago.

Protegiéndose los ojos con una mano, Claire observó cómo salía a la superficie y empezaba a nadar, dando brazadas firmes y constantes hacia la orilla, donde le esperaban la pequeña y sucia cabaña y su padre.

Capítulo 9

Harley miró el reloj, y seguidamente tamborileó con los dedos en la mesa de su oficina, una habitación que odiaba. Estaba situada en un edificio de una sola planta, en la misma calle que el aserradero. Era una habitación llena de papeles y muebles baratos y funcionales. Le parecía asfixiante e incómoda. Se tiró de la corbata, y sintió cómo las gotas de sudor le corrían por el cuello, a pesar de que el aire acondicionado, situado en la ventana, estaba funcionando a la máxima potencia, expulsando aire frío por aquella pequeña habitación que su padre había insistido que fuese suya. Maldita sea, todavía se sentía fuera de lugar, y habría deseado ser ciego para no fijarse en los hombres con casco que le lanzaban aquellas miradas engreídas en el cambio de turno o en los descansos. Trataban de evitar la risa mientras le daban grandes bolas de tabaco de mascar, pero Harley notaba cómo se reían de él, y sí, también percibía el asco en sus ojos. Sabían, instintivamente, que él no estaba hecho para ser su superior.

En una ocasión, de camino al coche después del trabajo, Harley había pillado a Jack Songbird, uno de los trabajadores de la fábrica local, intentando abrir la máquina de refrescos con una navaja. Harley miró fijamente a Jack, frunció el ceño y en lugar de formar una escena miró en otra dirección justo cuando cedió la cerradura.

Destrozaron la máquina y robaron menos de veinte dólares. Desde entonces, cada vez que Harley se veía forzado a encontrarse con Jack, notaba las burlas, las risas y el desprecio de Songbird en sus ojos. Debía haber despedido a aquel cretino al momento, allí mismo. Así habría acabado todo. En realidad, la insolente presencia de Jack sólo le recordaba lo débil que era. Ni siquiera podía evitar que un empleado de jornada reducida robara una miseria de dinero. Así que cómo se suponía que iba a pisotear a los trabajadores, si cualquiera de ellos podía cogerle y romperle la espalda como si se tratase de una ramita.

No, no estaba hecho para aquel trabajo. Se tiró con fuerza del nudo de la corbata, y metió en el cajón la carpeta «Maderos Best». Había pasado horas estudiando las cuentas, observando las estadísticas de los últimos tres meses de envío de maderos sin refinar a las cinco tiendas de Best, en la ciudad de Portland, y no podía entender por qué Jerry Best iba a retirar sus cuentas en Industrias Taggert. Best había sido cliente durante años, pero por alguna inexplicable razón estaba decidido a llevarse su negocio a otra parte.

Probablemente se debía a Dutch Holland. El muy hijo de puta seguramente había bajado sus precios, incluso aunque Dutch sólo poseía unas pocas fábricas cerca de la bahía de Coos. Joder, ¡qué desastre!

Ahora era trabajo de Harley intentar engatusar a Jerry para que permaneciese en Industrias Taggert, un nombre en el que podía confiar. Por Dios, aquello eran tonterías. Descolgó el teléfono, marcó, habló con la secretaria de Best, y sintió un alivio enorme cuando le dijo que el señor Best no volvería a la oficina hasta el lunes. Cuando colgó el auricular, vio que estaba empañado del sudor de su mano.

Miró el reloj de nuevo. Se secó las palmas en los pantalones y pensó que aquello era una mierda. Weston iba y venía a su gusto, y parecía que nunca fichaba. El viejo le admiraba, pero con Harley era diferente. Nunca había destacado como su hermano mayor, ni en el equipo de fútbol, ni en la escuela, ni en el trabajo. Se suponía que Harley tendría que trabajar más duro, pasar más horas en la oficina y besar más culos.

¡Qué le vamos a hacer! Por la noche vería a Claire, y le importaba un bledo lo que opinase su padre. Se había plantado. Se dirigió a la puerta cuando sonó la voz de la secretaria de su padre por el interfono.

– ¿Señor Taggert?

– Sí.

– Tiene una llamada por la línea dos.

Harley se quedó helado. ¿Y si era Jerry Best? ¿Qué podría decirle? ¿Cómo podría salvar su cuenta? No era un vendedor y nunca lo sería.

– Es la señorita Forsythe.

Harley quería que se le tragase la tierra. Aquello era peor que simular que le importaba el precio de los maderos. ¿Por qué Kendall Forsythe seguía persiguiéndole? ¿No había entendido que se había acabado? Descolgó el auricular y escupió un saludo.

– Hola.

– Oh, Harley, me alegro de encontrarte.

Imaginó su cara: ojos azules y mejillas sonrosadas, con labios hacia abajo de ir haciendo pucheros por las esquinas.

– ¿Qué pasa? -Sin prestarle atención, se limpió una uña.

– Es que… es que tengo que verte.

– Kendall, no, ya te lo dije…

– Es importante, Harley. No te habría llamado al trabajo si no lo fuese.

Mierda, estaba embarazada. ¿No había dicho que quería estarlo? Las rodillas se le aflojaron y se apoyó en la mesa para no caerse. El estómago se le revolvió de tal manera que pensaba que iba a vomitar.

– ¿Qué pasa?

– No quiero hablar por teléfono. Ven a verme a la casa de mis padres en la playa, esta noche.

– No puedo.

Hubo un silencio.

– Por favor.

– Ya he hecho planes.

La voz de Kendall sonó ahogada.

– Harley, escucha, es un asunto de vida o muerte.

El bebé. Estaba embarazada y pensaba en abortar.

– Te veré a las ocho.

– No puedo.

– Es que realmente no tienes elección -dijo con dificultad. Colgó de golpe.

Durantes unos instantes Harley pensó que se iba a desmayar. Los bordes de su visión estaban negros, casi ciego, pero lentamente volvió a respirar con normalidad. Kendall tenía razón, tenía que verla. Con las manos temblorosas, se apartó el pelo de la cara e intentó parecer calmado.

Al salir de la oficina, consiguió decir adiós con la mano a una mujer que se suponía era su secretaria, sentada frente a la máquina de escribir. Linda no sé qué. Rubia, gorda, de unos cuarenta años, pero lo bastante agradable y eficiente para hacerle sentirse estúpido. A menudo la sonrisa que lucía era porque Harley le producía risa. «Basta, Taggert, tú eres el jefe.»

Sus mocasines italianos crujieron al pisar la gravilla del estropeado aparcamiento. El polvoriento asfalto estaba cubierto de baches, y no había árbol alguno que ofreciera sombra en aquella faena que reducía los bosques a tablas de madera. El agradable paisaje de madera alternaba con el hedor a diesel, que lo invadía todo, y que Harley tanto odiaba.

Su padre, igual que Dutch Holland, era el presidente de una corporación formada por muchas divisiones. Aquel aserradero era sólo una de las pequeñas compañías que comprendía Industrias Taggert. Así pues, a Harley le parecía ridículo tener que trabajar en aquella fábrica, cuando había tantos restaurantes y complejos turísticos que dirigir.

– Te hará bien -le había explicado Neal cuando le habló a Harley de su trabajo en verano- mezclarte con los hombres que forman la columna vertebral de esta empresa. El próximo año podrás trabajar en el complejo turístico de Seaside.

Una promesa sin cumplir, pensó Harley, mientras se colocaba las gafas de sol sobre el puente de la nariz. En aquel momento escuchó rugir el Porsche descapotable de Weston en el aparcamiento.

Crystal Songbird, la hermana pequeña de Jack y la chica con la que Weston salía y dejaba de salir, estaba reclinada en el asiento de copiloto del descapotable, siguiendo con los dedos el ritmo de «Hungry Heart», de Bruce Springsteen. Su pelo parecía azul a la luz del sol vespertino. Si había visto a Harley, no le había reconocido. Weston salió rápidamente del coche y se dirigió hacia él, como si tuviera un único propósito. Tenía la mandíbula desencajada y tensa, los puños cerrados. Cruzó el aparcamiento.

«Consigue mujer y tened un hijo en Baltimore, Jack…»

Wes estaba tan enfadado que parecía que echase humo.

Harley se preparó para lo que por lo visto iba a ser un enfrentamiento. Weston tenía los labios blancos y parecía decidido a hacer algo.

– ¿Dónde está papá? -exigió.

– Aquí no.

– ¿Estás seguro? -le preguntó, y luego murmuró en voz baja-: Hijo de puta. Llamé a la oficina en Portland y… vaya por Dios, me dijeron que estaba aquí.

– ¿Se puede saber qué te pasa?

Weston se pasó los dedos de ambas manos por el pelo, luego miró sobre el hombro a Crystal, aunque ella pareció no prestarle atención, pues se estaba mirando en el espejo retrovisor y poniéndose otra capa brillante de lápiz de labios.

«Todo el mundo tiene un corazón hambriento.»

– Lo mismo que siempre. -Weston se secó el sudor de la frente con la mano.

– ¿El qué?

Weston estrechó tanto los ojos que se convirtieron en dos líneas.

– El rumor.

– ¿El qué? Ah, eso -entendió finalmente Harley-. ¿Ese que dice que papá tiene otros hijos ilegítimos?

– Sólo uno. Un hijo.

– Bueno, si crees en los rumores… -Harley no daba dos duros por aquella vieja mentira acerca de Neal Taggert y su fama de conquistador. ¿Qué más daba?

– ¿No te preocupa?

– Es algo que no me quita el sueño.

– ¿No te das cuenta de que si es verdad y ese tío, si ese medio hermano bastardo alguna vez aparece, puede que quiera una parte del pastel?

– ¿Y?

– Por Dios, Harley, ¿de verdad eres tan imbécil?

A Harley le hirvió la sangre.

– Simplemente no dejo que me importen las cosas que no puedo controlar. ¿De dónde lo has oído esta vez? ¿De algún chico en Westwind Bar & Grill? ¿O por Storie Illahee, donde Dutch Holland siempre está dispuesto a extender rumores sobre papá? ¿O quizá de alguno de los cotillas que pasan por la cafetería?

– No. -Weston alargaba las palabras. Tenía los labios delgados, con una actitud de desprecio hacia su hermano menor-. Esta vez se lo escuché decir a mamá.

Harley se rió.

– Ah, genial. Como si ella nunca intentase fastidiarte. No sé qué habrá pasado entre vosotros, pero a mamá no hay cosa que le guste más que irritarte hasta el límite y hacer que te comas la cabeza.

– Madre mía, Harl, ¡eres increíble! -Weston cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza, preguntándose cómo era posible que fuesen de la misma familia.

– Y tú estás hablando sin saber. ¿Qué harías si papá estuviera aquí? ¿Acusarle de tener una pequeña familia oculta?

– Sencillamente le preguntaría por la verdad.

– Una buena manera de quedarte sin la herencia, Wes, y todos sabemos que no importa de qué se trate, tú nunca harías nada que pusiese en peligro tu importante trozo del pastel en el dinero de Taggert.

– Al menos no planto mi culo sin hacer nada, nada, y simplemente espero a heredarlo.

– Yo no espero nada.

Weston echó una ojeada al Jaguar de Harley y a la delgada capa de serrín que había sobre la pintura metalizada del coche.

– Sí, bueno. Mira, da igual. Ya hablaré con papá luego.

– Hazlo. Y dile que salude a nuestro medio hermano, ¿lo harás?

– Vete al diablo, Harl.

Harley soltó una risa cuando Weston se dirigió de vuelta a su coche deportivo, con Crystal. Era tan extraño verle hundido que a Harley se le enterneció el corazón al comprobar la frustración de su hermano mayor.

Weston derrapó el Porsche al salir del aparcamiento, provocando un chirrido agudo. Al otro lado de la calle, frente a la valla metálica y alta que presumía de seguridad laboral, era la hora del cambio de turno. Harley se apresuró hacia su coche. No quería charlar con los trabajadores. No es que se considerara un pijo, pero no tenía nada en común con ellos.

Al unísono de los gritos de los capataces, del ruido de las sierras y de los camiones que llegaban con la madera cruda o marchaban con los tablones, hombres con camisas limpias de franela, monos y cascos, sustituían a sus compañeros, cubiertos de serrín y suciedad.

Harley abrió la puerta de su elegante y lustroso coche, un Jag XKE color verde bosque que podía ir de cero a cien kilómetros en menos de lo que se tarda en contener la respiración. Aparcado entre un Dodge hecho polvo y una sucia furgoneta donde se leía garabateado «lavadme», el Jaguar relucía como una esmeralda entre piedras. Se colocó tras el volante y encendió el motor.

Cargado con todos aquellos caballos, el coche estaba listo para rugir por la carretera. Durante los pocos minutos que siguieron, mientras los relucientes neumáticos chirriaban por el asfalto, Harley tenía el control de su destino, era su propio dueño.

Luego, maldita sea, tenía que ver a Kendall.

Capítulo 10

– Señor, ayúdame -murmuró Kendall, con el abdomen encogido y paseándose por el porche de la casa en la playa de su padre.

¿Por qué no podía dejar escapar a Harley? ¿Por qué aquella obsesión podía con ella? Paige tenía razón, podría haber tenido a cualquier chico que hubiera querido, pero el único que le importaba era Harley Taggert.

No se trataba sólo de que era un Taggert, sino que también era agradable y dulce; bueno, lo había sido. Hasta que conoció a Claire, aquella inútil mosquita muerta de la familia Holland. ¿Qué, qué había visto Harley en ella?

Cuando Kendall se enteró de que Harley iba romper con ella, enloqueció. Quería casarse con él y no estaba acostumbrada a no salirse con la suya.

Tenía el estómago revuelto, y estaba a punto de llorar. Colocó las manos sobre la baranda, mirando más allá de las dunas movedizas cubiertas de hierba, hacia las oscuras aguas del Pacífico. Aquella vista, que desaparecía en el horizonte, siempre le había causado un efecto tranquilizador, ayudándola a ver su vida desde una cierta perspectiva. Pero aquella tarde no era así. No cuando las cosas estaban fuera de control. Una pareja caminaba por la playa, cogidos de la mano, riéndose. Iban descalzos y hacían dibujos con los pies en la húmeda arena de la playa, mientras la marea espumosa se arremolinaba y les rodeaba a la altura de los tobillos. El perro que iba con ellos, un setter irlandés de color pardo y patas largas y fuertes, brincaba por encima de las olas, yendo a por los palos que su dueño le lanzaba y trayéndoselos.

Los enamorados parecían felices. Tanto como Harley y ella lo habían estado anteriormente. Antes de que apareciese Claire. Se le hizo un nudo en la garganta y luchó contra la terrible necesidad que sentía de llorar. Jamás se había sentido tan desdichada ni tampoco había deseado algo como deseaba a Harley.

Oyó un coche detenerse frente a la cabaña y abrió la puerta corrediza al escuchar pisadas en la escalera del porche. Parecía que se le fuera a salir el corazón del pecho. Había venido. Aún le importaba.

– ¡Harley! -gritó. Su nombre le resonó en la garganta cuando vio aparecer a Weston, en carne y hueso, con una sonrisa relajada de oreja a oreja-. Ah. -La decepción invadió hasta lo más profundo de su corazón.

– Pensé que estarías aquí.

– ¿Te ha… te ha enviado Harley?

Weston sonrió, formando aquella curva perfecta que había derretido tantos corazones.

– No. He venido por mí mismo.

– Pero ¿cómo sabías que yo estaba…?

Weston apoyó la cadera contra la barandilla del porche y se cruzó de brazos.

– Si dejas un mensaje en la oficina todo el mundo se entera.

– Yo no dejé…

Weston hizo un gesto con la mano para que dejara de preguntar.

– Da igual. Sólo he venido a darte un consejo.

Los músculos de la espalda de Kendall se contrajeron.

– No recuerdo habértelo pedido.

– Créeme, lo necesitas. -Weston la miró y suspiró-. Sabes, Kendall, me sorprendes. Siempre había creído que eras una chica lista, que sabía lo que quería y cómo conseguirlo.

– Con Harley es diferente.

– ¿Por qué?

– No es tan fácil.

– Claro que sí.

Frustrada, se pasó los dedos por el pelo.

– ¿Cómo?

– Bueno, aprovecha el hecho de que él no es tan listo, y no me discutas eso, ¿eh? -le dijo levantando la mano en el momento en que ella iba a protestar-. Ambos conocemos sus límites -Sonrió diabólicamente.

– ¿Qué me sugieres?

– Que le hagas caer en una trampa.

– ¿Qué? -¿Le había oído bien?

– Quédate embarazada.

Kendall frunció los labios.

– Yo nunca…

– Claro que sí -la interrumpió, con un gesto en el rostro de repentino aburrimiento-. Pude oír vuestra última conversación. Le tienes contra las cuerdas, ahora acaba el trabajo. -Weston se subió encima de la baranda, con la espalda al océano, y la observó-. No me digas que no tienes agallas, Kendall, porque no te creo. Creo que eres una mujer que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.

Kendall se mordió el labio y pensó.

– ¿Qué pasa… qué pasa si no existe tal bebé?

– Pues hacéis uno.

Ella nunca había pensado que Weston fuese idiota, pero actuaba como si todo lo que tuviera que hacer fuese sacar una varita mágica y…

– No puedo simular eso.

– Yo no he dicho simularlo, he dicho hacerlo.

– Creo que necesitaré a Harley para eso.

Weston la miró fijamente, como si fuera increíblemente estúpida.

– Vamos, Kendall. Harley es débil. Todo el mundo lo sabe. Lo único que tienes que hacer es seducirle.

– ¿Seducirle? ¿Sólo eso?

– Créeme, no podrá decir que no.

Kendall consideró su propuesta. Tenía mérito, cierto, pero no quería aceptar ningún consejo de Weston. Él nunca había hecho nada sin tener un propósito, su propósito. Le miró de reojo, mientras ajustaba la sombrilla de una mesa exterior. Entonces preguntó:

– ¿Y a ti qué más te da todo esto?

Weston miró el océano por encima del hombro, pensando en la respuesta:

– Supongo que no me creerás si te digo que lo hago porque me preocupo por mi hermano.

– No. Prueba otra vez. ¿Qué ganas tú?

– De acuerdo. Harley es como un grano en el culo. Ahora está embobado con Claire Holland. Dice que se va a casar con ella…

Kendall dio un grito ahogado. Sintió un pinchazo en el corazón. Nunca antes había mencionado que quisiera casarse con ella.

– … y eso sería un desastre.

– ¿Para ti?

– Sí, y para toda la jodida familia. Papá está tan exaltado con el tema que apenas puede concentrase en el negocio. Le va a dar un ataque al corazón. Paige está disgustada, y apuesto cualquier cosa a que al viejo Dutch le gusta tan poco como al resto. La enemistad entre las dos familias comenzará de nuevo, y eso probablemente acabe con papá.

Aquel argumento no sonaba convincente. A Weston nunca le había importado nadie en su familia. Lo primero en su vida era él, y no había segundo ni tercer puesto en su lista de preocupaciones.

– Hay algo más, ¿no? Es algo personal.

Weston apretó los dientes.

– Harley no puede estar con una Holland -dijo francamente.

– ¿Por qué no?

Estrechó los ojos y se volvió a dirigir a ella.

– Porque no se merece a ninguna, ni siquiera a Claíre.

– ¿Pero a mí sí que me merece? -¿Había ido hasta allí para insultarla?

– Mira, te estoy ofreciendo una manera para que consigas lo que quieres, eso es todo.

– Para que así Harley no se case con Claire y te estropee tus planes, cualesquiera que sean.

– Eso es, más o menos.

– ¿Y si no se deja seducir?

– Consigue una prueba de embarazo falsa, cásate con él, y que te deje embarazada la noche de bodas. Piensa algo, Kendall, no es tan difícil.

Kendall se mordisqueó los labios.

– ¿Qué pasa si tardo tres o cuatro meses en quedarme embarazada? Se daría cuenta…

Weston soltó unos tacos en voz baja, y cuando volvió a mirarla, lo hizo con una mayor y renovada intensidad.

– ¿Quieres un niño para cerrar este trato? -le preguntó.

– Bueno… Supongo…

– Entonces te daré uno.

– ¿Qué? -la boca se le secó. No podía creer haber oído bien.

– Te dejaré embarazada.

Bajó de la baranda y se aproximó a ella. A pesar de la repugnancia que Kendall sentía hacia él, la emoción le recorrió la columna vertebral.

– ¿Tú?

– Tengo los mismos genes que Harley. El mismo tipo de sangre. No habrá ninguna duda sobre la paternidad.

– Oh, Dios. -El corazón le latía a mil por hora. Se miraron a los ojos el uno al otro-. ¿Qué… qué consigues tú con todo esto? -tragó saliva mientras él la recorría con su mirada, y luego volvía a pararse en los ojos.

– Tu eterno afecto y gratitud.

– No creo que pueda…

– ¿Ni siquiera para conseguir ser la esposa de Harley?

Weston le cogió la mano, la colocó en sus labios, y le besó el interior de la palma.

Kendall sintió que las rodillas se le doblaban, pero tiró de la mano rápidamente, como si aquel beso le hubiera quemado la piel.

– Esto es de locos. De ninguna manera…

– Piénsatelo. Serás la señora de Harley Taggert.

– Con tu bebé.

– Podrías abortar…

Casi vomita. Se tapó la boca con la mano.

– Estás más que enfermo.

– Sólo intento ayudarte.

Kendall se volvió, pero rápidamente Weston la envolvió con sus fuertes brazos por la cintura, de manera que los pechos le descansaron en sus antebrazos.

– Piénsalo, Kendall -le susurró al oído mientras el océano retumbaba junto a las dunas y el sol del caluroso mes dejulio desaparecía por el horizonte-. Podríamos divertirnos, y luego… bingo, tú tendrías a Harley. ¿Qué podría salir mal?

– Todo -dijo indignada, aunque a la vez sintió un hormigueo sobre la piel que le estaba rozando Harley-. Podría estropearlo todo.

Él se rió en su oído.

– No lo creo, nena. Tú ya te has encargado de eso. -La soltó y comenzó a caminar, pero antes de doblar la esquina de la casa, le dijo por encima del hombro-: pero si eres feliz dejando escapar a Harley entre tus dedos, y que de esa manera pueda casarse con Claire Holland, no me culpes. No, cariño, tú serás la única culpable de todo.


La voz de Harley parecía preocupada.

– Lo siento, Claire, luego te llamo, ha sucedido algo. Negocios. Papá no me dejará librarme.

Cerrando los ojos, Claire se enrolló el cable del teléfono en los dedos e intentó no gritar. Algo iba mal, definitivamente. Todas aquellas dudas que intentaba mantener a raya avanzaban poco a poco, invadiéndola.

– Tu padre sólo intenta mantenernos alejados.

– Lo sé, pero te veré. Sabes que lo haré.

– Ya hace una semana.

Claire casi podía sentir la preocupación en su mente. ¿Le estaba mintiendo? ¿Evitándole? ¿Por qué simplemente no rompía con ella? La desesperación le encogía el alma. Amaba a Harley, le adoraba, sin embargo…

– Nos vemos luego… Bueno, probablemente esta noche no, pero pronto. Te lo juro. Claire, te echo de menos.

«¿Me echas de menos? ¿De verdad?»

– ¿Harley…?

– ¿Qué?

¿Había indicios de enfado en la voz de Harley? Claire iba a decirle que le quetóa, pero se lo pensó mejor. Estaba demasiado distraído, demasiado distante.

– Nada.

– Bueno. Mira, podríamos ir a navegar, esta noche.

– Eso… eso me gustaría.

– Nos vemos en el club náutico a la diez… no, a las diez y media. Ya sabes qué amarradero.

– Sí, pero…

– Siento no poder quedar antes. Te quiero. Ya lo sabes.

– Yo también te quiero -le dijo, pero las palabras sonaron huecas y falsas, pues era lo que se esperaba que dijera.

Luchando contra un dolor de cabeza, Claire miró por la ventana y vio el sol hundirse tras las cumbres de las montañas situadas al oeste. ¿Desde dónde había llamado Harley? ¿Quién estaba con él? ¿Por qué había vuelto a cancelar su cita?

«No te quiere de verdad.» Aquella idea era demasiado dura para aceptarla, necesitaría demasiado amor propio para superarlo. Se sirvió un vaso de limonada y presionó el frío recipiente contra su frente.

La casa estaba vacía y caliente. Hacía muchísimo calor y Dutch se negaba firmemente a poner el aire acondicionado en la vieja casa. En la cocina hacía un calor infernal, incluso con las ventanas abiertas costaba respirar.

Aparte del reloj del abuelo haciendo tictac en la pared frontal, el suave zumbido del frigorífico y el crujido ocasional de la madera antigua, las habitaciones estaban en completo silencio. Miranda se había marchado muy temprano, sin dar explicaciones, como hacía a menudo aquellos días. Dominique había insistido para que Dutch pasara con ella el fin de semana en Portland, visitando a viejos amigos, viendo una obra de teatro y disfrutando de la ciudad. Tessa había salido pronto con algunos amigos, a ver una película, pero probablemente era mentira, como todo aquellos días.

La sombra de la noche caía a través de las ventanas. Claire salió al exterior y se sentó en la vieja mecedora que había en el porche. Cuando la puesta de sol dio paso al crepúsculo color púrpura, unos cuantos murciélagos pasaron rozando la superficie del lago y los peces saltaron en el agua haciendo ruido. De repente, todas las estrellas empezaron a aparecer, y Claire volvió a preguntarse qué estaría haciendo Harley y con quién. Tenía ya demasiadas excusas, y Claire estaba empezando a pensar que estaba liado con otra chica, posiblemente Kendall Forsythe.

– Idiota -murmuró.

Detestó su tendencia al romanticismo mientras golpeaba las tablillas del suelo con el dedo del pie. ¿No le habían dicho todos que estaba comportándose como una tonta? ¿No le habían advertido su padre y sus hermanas que no debía verse con Harley? Pero ella había sido terca, y había intentado probarles que se equivocaban.

Había estado haciendo el tonto.

La vieja mecedora crujía al balancearse. A solas, podía comportarse como una llorica, llorar y sentir pena por sí misma, pero no estaba de humor para llantos y no le gustaba aquella escena tal y como se la imaginaba en la mente. Quería a Harley, de eso estaba segura, pero no iba a ser su felpudo, ni de él, ni de ningún otro chico.

Saltó de la silla, caminó por la cocina hasta la puerta trasera, cerca de la cual colgaban las llaves. Su padre poseía vanos coches, así que escogió un Jeep de color verde militar. Subió y se dirigió a Chinook. Era una ciudad pequeña, con poco más de un semáforo, dos tabernas, un par de restaurantes, unos cuantos moteles y una tienda de comestibles, pero al menos era más interesante que quedarse en casa, sentada y triste por un chico que parecía no tener tiempo para ella.

Superando el límite de velocidad, dejó atrás la iglesia metodista, la única con forma de aguja, y vio a un grupo de críos pasando el rato en la pizzería. Había varias motocicletas y viejas furgonetas de reparto esparcidas por el aparcamiento, y, mientras se guardaba las llaves en el bolsillo en dirección al establecimiento, el aroma a pasta horneada, ajo, salsa de tomate y humo de cigarrillos le dieron la bienvenida.

Había familias apiñadas alrededor de las mesas y grupos de adolescentes pidiendo mesa junto al horno de las pizzas, pero la primera persona en quien Claire fijó la mirada fue en Kane Moran. Estaba sentado en una esquina, con las piernas extendidas. Llevaba vaqueros y una camiseta negra rota. Reposaba la espalda en el pequeño respaldo de la silla y examinaba la puerta. Como si la estuviera esperando.

¡Genial! El único chico al que quería evitar. El pulso se le aceleró debido al horror.

Cohibida, pidió una Coca-Cola en la barra. A continuación, intentando mostrarse segura de sí misma, se aproximó a él.

Con barba de un día, Kane curvó los labios en lo que era una misteriosa y peligrosa sonrisa de bienvenida. Encima de la mesa había un vaso de cola a medias y un cigarrillo, al parecer olvidado, consumido en un cenicero de hojalata.

– Pero si es la princesa -dijo lentamente, dándole una patada a una silla con las botas militares rajadas que llevaba-. ¿Visitando los barrios bajos?

– Ésa soy yo. La princesa Claire. -Cogió la silla que le ofreció y le observó por encima del borde del vaso, deseando que el refresco aliviara la sequedad repentina de su garganta. Inclinándose hacia él, le dijo-: Pero no, no estoy visitando los barrios bajos, sólo hago lo mismo que tú.

– Ésta es mi gente.

– ¿Ah, sí? -replicó-. Pues yo había oído que te juntabas con matones y gorilas.

Su atractiva sonrisa disminuyó.

– Touché, señorita Holland. -Le guiñó un ojo, y dijo-: Pero creo que es justo al revés, ellos se juntan conmigo.

Al menos tenía una especie de sentido del humor retorcido.

– ¿Por qué pareces pensar que tu misión personal es intentar molestarme?

– ¿Es eso lo que hago? -Dio una calada al cigarrillo y la acompañó de un trago a su bebida-. ¿Te molesto?

Su mirada la penetró, y Claire sintió como si todo el local retrocediera de repente, el aire dejase de correr, y estuviera a solas con él, aunque el restaurante estaba lleno de clientes y empleados. La miraba como si ella fuera la única mujer en la Tierra y se viese obligado a sufrir celibato durante años. Una gota de sudor le recorrió el canalillo.

– Yo, bueno, simplemente entré a tomar algo.

– ¿Sola?

Se encogió de hombros e intentó ocultar la vergüenza.

– ¿Dónde está tu media naranja?

– No estoy casada.

– No me lo creo.

Acabó su bebida mientras Claire se limpiaba con la servilleta las gotas de refresco alrededor de la boca. Ojalá dejase de mirarla con esos ojos entreabiertos de color dorado.

– De todos modos, es cuestión de tiempo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Ya has tomado la decisión, para bien o para mal.

Apretó los labios contra los dientes.

– Tú no sabes nada de mí.

– ¿Es eso cierto? -resoplando mientras reía, se rascó la perilla-. Sé más de lo que te piensas, princesa. Probablemente más de lo que debería. -Ahora le tocaba a él acercarse más. La miraba fijamente, mientras estudiaba cada centímetro de su cara-. Eres el tipo de mujer que toma sus propias decisiones. Excesivamente leal y fiel. No creerías nada malo acerca de cualquier persona que te importe, incluso aunque fuese obvio que se están aprovechando de ti.

– No se están…

– Despierta, Claire. Eres demasiado lista para seguir así. -Tan rápido como un tigre, extendió las manos por la mesa y cogió a Claire por las muñecas. Sus dedos parecían esposas cálidas y posesivas-. Entonces, ¿dónde está?

– ¿Quién? ¿Harley? Trabaja hasta tarde. -La excusa sonaba falsa.

– Taggert en realidad no ha trabajado en su vida. Prueba otra cosa.

– Está… está haciendo algo para su padre. Negocios.

– ¿Harley Taggert metido en algún trato importante? No puede ser que te tragues eso.

Claire levantó la cabeza ligeramente.

– Él no me mentiría.

– Claro que sí, Claire -dijo Kane. Las yemas de sus dedos, alrededor de la piel sensible de Claire, estaban calientes. Su rostro, tan cerca, parecía estar marcado por más años de los que en realidad había vivido-. Todos los hombres lo hacen.

– Me llamó y me dijo…

¿Por qué tenia que justificarse ante Kane Moran? Ni siquiera era amigo suyo, en realidad no. Solamente era un muchacho que se había criado cerca, y que llevaba a cuestas un resentimiento del tamaño de Stone Illahee.

– Que no podía quedar.

– He quedado con él más tarde.

Un destello de emoción se encendió en los ojos de Kane por un segundo, pero se desvaneció rápidamente, en cuanto Claire se dio cuenta de que sólo había imaginado aquel indicío de puro dolor y sufrimiento en el muchacho. Moran era duro como una piedra, crudo como el cuero, inmune a cualquier emoción, un muchacho con problemas cuyo destino era convertirse en un delincuente. O eso era lo que había oído decir a su padre y a otros hombres con los que se reunía para jugar al póquer cada martes por la noche. Pero aquel chico sentado al otro lado de la mesa que le agarraba por las muñecas con sus manos ásperas, el hombre que decía saber tanto sobre ella, no era tal y como lo pintaban. El corazón de Claire se aceleró cuando se preguntó cómo sería besar aquellos labios finos siempre cínicos. Despacio, avergonzada por sus pensamientos rebeldes, retiró las manos.

– Creo que debería irme. -Era consciente de que Kane le fascinaba de manera enigmática.

– Pizza para llevar a Brown -dijo un empleado por el micrófono.

La caja registradora se abrió, se oía a la gente conversar, y por debajo de todo aquello, el compás de un clásico de Buddy Holly, escogido por alguien en la máquina de discos que apenas podía oírse con aquel alboroto. Sin embargo, Claire apenas podía oír otra cosa que no fuera el irregular ritmo de su estúpido corazón.

Kane permanecía allí. Dio una última calada a su cigarrillo, y lo apagó en la bandeja.

– ¿Quieres dar un paseo? -le preguntó en una nube de humo y con una insinuación oculta.

– No, debería irme.

– ¿A esperar junto al teléfono a que te llame Taggert?

– No, pero…

– Es sólo una vuelta, Claire.

– Ya lo sé.

Los ojos de Kane, bajo las gruesas cejas, la incitaban a aceptar el reto.

– No creo que…

– Como quieras. -Deslizó los brazos por las mangas de su chaqueta de cuero y se subió el cuello-. ¿Qué quieres hacer?

¿Por qué no? Todo lo que sabía era que Harley estaba con Kendall o con alguna otra chica. Pensó en aquel «no» que estaba a punto de decir.

– De acuerdo -dijo finalmente, echándose el pelo por encima de los hombros.

La sonrisa de Kane era peligrosa. La agarró de la mano.

– Vamos.

Fuera, en el aparcamiento, estaba la motocicleta cromo y negra. Todo el camino Claire estuvo pensando: ¿y si alguien les veía?, ¿y si tenían un accidente?, ¿y si Kane la llevaba a algún lugar y luego se negaba a llevarla de vuelta a las diez y media?, realmente, ¿qué sabía de él? Que era un delincuente a media jornada, un sospechoso en todos los crímenes alrededor de la ciudad, un chico que tenía que cargar con un padre lisiado y el ferviente deseo de librarse de Chinook. Sin embargo, también sentía el instinto visceral de que no era tan malo como lo pintaban.

Dejando a un lado sus pensamientos, le rodeó la cintura con sus brazos, mientras él arrancaba la moto con el pedal. Renqueó y, con un estruendo, aquella gran máquina se puso en funcionamiento.

– Agárrate -le gritó.

Ella escondió la cabeza detrás de sus hombros, donde notó el fuerte olor a cuero y humo. La gravilla salió disparada bajo las ruedas traseras de la motocicleta.

En pocos segundos cruzaron el aparcamiento y se unieron al resto del tráfico que fluía por la ciudad. Las luces de neón de bares y moteles indicando vacantes brillaban igual que las luces de los faros de los coches en sentido opuesto, los cuales, al pasar por su lado, se convertían en una mera nebulosa que hacía escocer los ojos. El sonido de la moto zumbando a toda velocidad retumbaba en su cabeza, un sonido débil, al principio, pero que poco a poco aumentaba hasta que se cambiaba la marcha. En un abrir y cerrar de ojos la ciudad quedó tras ellos, y aparecieron corriendo a todo gas por la carretera. A Claire le lloraban los ojos, mientras el viento se los secaba al presionarle contra el rostro y le revolvía el cabello.

«¡Esto es de locos!» pensó, dándose cuenta de que tenía que estar loca para haber aceptado aquel descabellado paseo a la luz de la luna. Sin embargo, se sintió alegre y libre en el momento en que cruzaron las puertas de hierro forjado y piedra de Stone Illahee, el complejo turístico de su padre.

El sentimiento de culpa por estar con otro chico se disipó y continuó recostada en la espalda de Kane. Pobre y rebelde, testarudo y sarcástico, era tan diferente de Harley Taggert como de cualquier otro chico.

Desafiando a la ley, corrieron a gran velocidad por la playa. Seguidamente, volvieron a la carretera y atravesaron la oscuridad del bosque. La luna brillaba pálida, tras las ramas. La única iluminación era el rayo continuo del único faro de la moto, que rebotaba en la calzada, la cual comenzaba a estrecharse. Kane disminuyó la marcha, pues el asfalto se convirtió en gravilla.

– ¿Adónde nos dirigimos? -preguntó Claire, alzando la voz por encima del viento. De repente, aquello no le parecía tan buena idea.

– Ya lo verás.

Maniobrando con la moto, Kane giró por unas puertas rústicas, en dirección a un camino de leñadores abandonado. Se dirigió hacia las montañas, acelerando por entre las rocas, hacia un camino de tierra que cruzaba por un campo de troncos cortados y blancos. Los restos de árboles desnudos parecían espectros centinelas en aquellos montes que anteriormente habían estado repletos de vida. Era una zona que había sido completamente deforestada, y había dado lugar a una ladera desnuda y desgarrada. El corazón de Claire fue invadido por una sensación espantosa al ver aquel espectáculo. Aceptar aquel paseo, subirse a aquella moto, había sido un error.

La moto rugió en dirección a la cumbre de la colina, donde un único abeto, que de algún modo se había librado del hacha del leñador, permanecía intacto. Kane disminuyó la marcha y apagó el motor.

– ¿Sabes dónde estamos? -le preguntó, mientras la cogía de la mano y la llevaba al saliente de una roca.

A lo lejos se veían las luces brillantes de Chinook, y al oeste unas cuantas hogueras en la playa, junto a las negras y agitadas olas del océano.

– En el bosque. En un campo de leñadores abandonado.

– De tu padre.

– Ah.

¿Por qué su voz sonaba como un toque de difuntos?

– Por allí -la envolvió por la cintura con un brazo, le puso la barbilla encima de un hombro, y señaló con la mano que le quedaba libre a un pequeño valle, hacia una colina donde no quedaba ningún abeto-. Allí es donde mi padre sufrió el accidente.

A Claire se le cerró el estómago. A pesar de aquella noche cálida e iluminada por las estrellas, y de tener el cuerpo de Kane tan cerca, sintió un escalofrío por la columna vertebral.

– ¿Me has traído aquí para enseñarme dónde sufrió tu padre el accidente?

Kane no respondió, la soltó y se colocó al borde del precipicio. Buscó en su chaqueta un paquete de cigarrillos, cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás, en lo que parecía un movimiento para aclarar sus ideas.

– A veces vengo aquí a pensar.

Se metió un cigarrillo Camel en la boca, cogió una cerilla por el extremo y la encendió frotándola contra el fósforo. Por un instante, la pequeña llama de la cerilla creó sombras de color dorado en los duros rasgos de Kane. Dio una profunda calada al cigarrillo.

– ¿En qué piensas? -se atrevió a preguntarle Claire.

Sacudiendo la cerilla, Kane sonrió, con los dientes relucientes. La punta roja del cigarrillo era la única luz que había en medio de aquella oscuridad.

– En ti, a veces.

Claire tragó saliva con dificultad.

– ¿En mí?

– Alguna que otra vez -admitió, mirándola a los ojos a pesar de la oscuridad-. ¿Tú nunca piensas en mí?

Situada junto a la moto, se tocó la punta de los dedos con los pulgares.

– Bueno…, intento no pensar.

– Pero lo haces.

– A veces -admitió, y se sintió como una traidora.

– Me he alistado.

– ¿Qué? -casi se le detiene el corazón. Aquellas palabras parecían resonar por las montañas que les rodeaban-. ¿Qué has hecho?

– Alistarme. Ayer.

– ¿Por qué?

Una pequeña parte de Claire pareció debilitarse y morir. Una parte que no quería descubrir del todo. Kane se iba. No era que realmente le importara, se dijo, pero la ciudad, de alguna manera, quedaría vacía, menos viva sin él.

– Era el momento.

Claire se mordió el labio.

– ¿Cuándo, cuándo te vas?

Kane se encogió de hombros y dio una fuerte calada a su Camel.

– Dentro de unas semanas. -Colocó un brazo sobre la rodilla en la que se estaba apoyando. Miró hacia el oeste-. Siéntate -le dijo sin sonreír-. No muerdo, bueno, al menos en la primera cita.

– Esto… esto no es una cita.

Él no contestó, pero Claire sabía que la estaba llamando mentirosa en silencio, mientras seguía consumiendo su cigarrillo.

– Creo que te tengo miedo -se atrevió a decirle.

– Y yo creo que deberías tenerlo.

– ¿Por qué? -Nerviosa como un potro desbocado, y casi a punto de salir corriendo, se acercó al borde y se sentó junto a él.

– Tengo mala reputación, o eso es lo que me dice la gente. -Su mirada pensativa se centró en la boca de Claire, cuyos pulmones dejaron de respirar-. Tú no, Claire. Al menos aún no. -Arrojó el cigarrillo en la tierra.

– No creo que estar contigo a solas una única vez te haga cambiar de idea.

Sentada tan cerca de él, se decía que podía controlarse, que no estaba nerviosa, que las palmas de las manos le sudaban porque la noche era húmeda y calurosa, que su corazón tendía a latir irregularmente cuando menos lo esperaba.

– Tienes más fe en mí de la que deberías.

– No lo creo.

Kane no contestó, sólo se la quedó mirando con una intensidad que hizo que a Claire le hirviera la sangre. Una brisa, suave como la noche, acarició su rostro y la despeinó. No podía evitar preguntarse cómo sería besar a aquel demonio, sentir sus brazos rodeándole, cerrar los ojos y perderse en él. Pero jamás podría hacerlo. Amaba a otro hombre.

– ¿Por qué me has traído aquí? -Su voz sonaba tan floja y débil que incluso se asustó.

Kane frunció el ceño. No la tocó, pero examinó su rostro durante un segundo, aunque a Claire le pareció una eternidad.

– Ha sido un error.

– ¿Por qué?

Kane suspiró, se apoyó en los codos y ladeó la cabeza en dirección a ella. Por primera vez desde que se conocían, la máscara de hierro de Kane desapareció y su rostro se desnudó en toda su crudeza, dejando ver un dolor que no se podía describir.

– No lo entiendes, ¿verdad?

– ¿Entender qué?

Kane apretó los dientes.

Ella no pensaba callarse.

– Tú empezaste todo esto, Kane -le recordó-. Tú me pediste que viniera aquí contigo.

– No me costó mucho convencerte, ¿no? No tuve que retorcerte un brazo ni algo por el estilo.

Kane se inclinó más hacia ella, quien tuvo que volver a tragar saliva con dificultad para refrescarse la garganta seca.

– Reconócelo, Claire, querías averiguar qué es lo que me hace ser como soy. Estás aburrida de tu vida predecible y sosa, cansada de hacer siempre lo que esperan de ti… Por eso empezaste a salir con Taggert, para fastidiar a tu padre. Pero Harley Taggert no es que te haga vivir al límite exactamente, ¿verdad?

– Deja a Harley fuera de todo esto. -El corazón le latía como loco, a punto de salírsele del pecho.

– ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que se entere de que piensas que es un bobo?

– Él no es… -Se mordió la lengua. Defender a Harley no serviría de nada. Además, Kane estaba dándole la vuelta a sus palabras, manipulando el curso de la conversación-. Tú me has traído aquí, Kane, y, sin que intentes psicoanalizar los motivos que me han hecho venir, quiero saber por qué.

Levantó una ceja, escéptico.

Sin pensarlo, Claire se le acercó, le clavó los dedos en las mangas de la chaqueta de cuero, y sintió sus duros músculos. Despacio, Kane dirigió la mirada a los dedos de Claire, luego la miró directamente a la cara. Aquella mirada hacía imposible respirar. Claire comenzó a sudar por todo el cuerpo.

– Estás jugando con fuego, princesa -le advirtió mientras se le acercaba, observándola con aquella misteriosa mirada.

Claire se humedeció los labios, nerviosa. Él gimió.

– Me voy a arrepentir de esto en dos minutos -dijo. Tenían las caras tan cerca la una de la otra que Claire podía oler a tabaco en su aliento, y adivinar la duda que ensombrecía sus ojos-. Pero como igualmente me voy de la ciudad, creo que es el momento de confesar la verdad.

Claire temblaba por dentro. Estaba asustada de lo que pudiera decir, pero se moría por oírlo. Con sus fuertes manos, Kane cogió por los hombros a Claire. La agarró, desesperado, con sus cálidos dedos.

– Nunca volveré a decirlo, y nunca admitiré haberlo dicho, ¿me entiendes?

Claire asintió.

– Maldita sea, te quiero, Claire Holland -dijo rotundamente-. Dios sabe que yo no quiero. Lo cierto es que me odio por ello, pero es la verdad.

Claire no podía articular palabra, tenía miedo a moverse, y se sintió terriblemente confundida y asustada. El corazón le latía con fuerza, y le miró de reojo a los labios, preguntándose si iba a besarla o si sería ella la que empujara sus labios contra los de él.

– Hay algo más que deberías saber. Si fueses mía, no te tendría esperando. Harley Taggert es un tonto, y tú eres demasiado para él para que te trate así. ¿Quieres saber por qué te llamo princesa? Porque así es como se te debería tratar. Como a la maldita realeza.

– Oh, Dios -susurró ella. Su perfecto mundo se rompió en pedazos. ¿Él la quería? ¿Kane Moran la quería?

– Ésos son mis sentimientos. Menudo follón, ¿eh? -se desahogó Kane. Claire dejó caer las manos-. Vamos, Claire, te llevaré de vuelta al coche. -Tenía la mandíbula tan dura como una piedra-. No queremos hacer esperar a Harley, ¿verdad?

En sólo unos instantes Kane se puso en pie, dirigiéndose a la moto.

– Kane…

El muchacho se paró en seco y miró de reojo.

Claire se aclaró la voz.

– Yo… yo no sé qué decir…

– Nada. No mientas. No pongas excusas. No digas nada. -Colocó una de sus largas piernas sobre la moto, encendió el motor, y se inclinó hacia el pedal de las marchas. El motor de la gran máquina se encendió y rugió. El ruido resonaba por entre las montañas-. Será mejor para los dos que no digas nada.

Pero Claire no estaba tan segura.

Tenía la garganta tan seca como la tierra en la que estaban. Caminó, casi sin sentir las piernas sobre la arena, y se colocó en la moto detrás de Kane. Parecía algo natural y correcto rodearle la cintura con los brazos. Mezclado con el ruido del motor, le pareció oírle murmurar algo:

– Vamos a olvidar lo que ha sucedido.

Pero ella no podía. Sabía que siempre guardaría en su corazón aquellos momentos juntos.

Capítulo 11

Weston soltó la vela mayor y aseguró el botalón, mientras la espuma del océano le refrescaba la cara. En ocasiones disfrutaba navegando. A solas, en el océano infinito, enfrentándose a la intemperie, a la vez que sentía el rumor de la olas del mar. Pero aquella noche no era así.

Las luces del puerto deportivo brillaban en la oscuridad, sobre la superficie del agua, constantemente en movimiento. Usando la fuerza del motor, dirigió el elegante velero a través de la bahía, de vuelta al amarre. Lo ató con fuerza. Pensó por un instante en Crystal, pero seguidamente descartó la idea de quedar con ella de nuevo. Crystal era cálida y servicial, una chica que haría cualquier cosa por complacerle, algo que le aburría soberanamente. Necesitaba una nueva conquista, un reto.

Lo malo es que sabía que nunca estaría satisfecho. Ninguna nueva e inocente conquista le satisfaría, no si se trataba de un objetivo fácil, ni siquiera aunque Kendall aceptara su oferta. Por Dios, qué cabrón había sido con ella pidiéndole que echaran un polvo para dejarla embarazada, pretendiendo quedar como una buena persona. La verdad es que lo único que quería era probar aquel coño Forsythe. Además, la idea de tener un niño y que lo tuviera que criar Harley evidenciaba la parte más perversa de su naturaleza. No sólo Kendall tendría que estar en deuda con él de por vida, sino que quedaría, una vez más, por encima de su estúpido hermano.

Miró hacia el camarote y se dio cuenta de que prefería a una de las hermanas Holland en lugar de a Kendall.

¿Por qué? Porque las había tenido delante durante casi veinte años y su padre siempre se las había prohibido. Eran el enemigo, la descendencia del malvado Dutch Holland, aunque una descendencia bellísima.

Aquella enemistad las hacía incluso más interesantes. Y ahora que Harley había tenido pelotas de declarar abiertamente que estaba saliendo con Claire, Weston no veía razón alguna para no actuar acorde a sus impulsos masculinos. Sí, le había contado una buena historia a Harley sobre todas aquellas tonterías de que su padre le desheredaría, pero el viejo nunca se precipitaría de tal modo, y Weston nunca haría nada que pusiese en peligro el puesto número uno en el testamento. Había pasado muchos años haciéndole la pelota a su padre, jugando a su juego, poniendo buena cara a todo lo que hacía para estropearlo ahora. Neal Taggert no se andaba con rodeos a la hora de admitir que Weston era su preferido y, como tal, heredaría la mayor parte de la fortuna de la familia. Weston jamás estropearía y perdería aquello.

¿Pero qué sucedería si apareciera el otro hijo, aquel que nadie conocía, el bastardo?

Cuando Weston le mencionó a Neal que corría aquel viejo rumor sobre él, una vez más, su padre empezó a insultar y a culpar a Dutch Holland por propagar aquellas mentiras. Por alguna razón desconocida, Dutch odiaba a Neal y no se detendría ante nada con tal de arruinarle la vida.

Ante aquella respuesta, Weston se tranquilizó, al menos por el momento, pero robó una copia del testamento de su padre de la oficina en Portland. Neal acababa de modificar el documento, pero no le había mentido. Cuando su padre falleciera, Weston tendría la vida asegurada.

Si no la jodia. Y no lo haría. Era demasiado precavido para fastidiar algo tan importante, pero, oh, algo en los pantalones le picaba, y el motivo era Miranda Holland. Daría lo que fuera por ver como un animal en celo a aquella mujer de hielo, de lengua afilada y sangre caliente. Weston era un buen amante y podría enseñarle cosas que la dejarían sudando, con el corazón a mil y rogando que siguiera.

Aquel pensamiento hizo que sonriera. Cada vez que Weston había dedicado una sonrisa a Miranda, ella había bajado la cabeza. La imagen de Miranda rogándole, su cabello húmedo y sudado, su cara enrojecida, sus suaves dedos bajándole la cremallera, hicieron que su pene se excitara.

– Algún día -dijo en voz baja.

Algún día Miranda descubriría en lo que podría convertirla un hombre de verdad. Sonriendo, se colocó bien el pantalón, dejando el velero y el embarcadero tras él, mientras cruzaba por debajo del cartel de neón ovalado del Club Náutico de Illahee, donde se detuvo para encender un cigarrillo. Una visión más de Miranda Holland le vino a la mente, otra de las muchas que había tenido mientras estaba navegando, y también a lo largo de los días. Por el amor de Dios, se estaba poniendo tan enfermo como Harley, excepto que Claire parecía querer acostarse con su hermano pequeño, y Miranda más bien le escupiría en vez de hablar con él.

Subiendo a su descapotable, imaginó de nuevo cómo sería hacerlo con Miranda. Alta, piernas largas, ojos fríos como el hielo azul, había rechazado proposiciones de la mayoría de los chicos. Siempre tenía metida en un libro aquella nariz recta, casi perfecta. Pero Weston tenía la sensación de que tras esa pose de mujer helada se escondía una mujer de sangre ardiente, que podía comportarse como una animal en la cama. Perspicaz y de lengua afilada, era una mujer inaccesible que tenía planificada toda su vida. Le gustaba hacer creer al mundo que no tenía tiempo para prestar atención al sexo opuesto.

Pero aquello no era cierto.

Weston recordó una ocasión en que siguió a Miranda cuando iba hacia su Camaro negro hacía una semana. Había un chico con ella, Hunter Riley, el hijastro del portero de Dutch Holland. Según Weston, Riley era un completo perdedor. Miranda y Hunt se conocían seguramente desde hacía años, por supuesto, y puede que hubiesen quedado para dar un paseo por la ciudad. Pero había algo extraño, demasiado íntimo en la manera en que Miranda le miraba y le sonreía, o en la manera en que casualmente el brazo de Hunt rozaba los hombros de Miranda, acariciándole suavemente la nuca con los dedos.

– Hijo de puta -murmuró de repente, furioso con Riley.

¿Quién era? Un don nadie que trabajaba en la empresa maderera de su padre. También estaba empleado a jornada parcial haciendo collares y atendía el jardín de los Holland con su padre. Un cero a la izquierda. Hunter Riley había superado a duras penas los créditos suficientes para aprobar el instituto, y en la actualidad asistía a una escuela local para adultos, cuyas asignaturas aprobaba con verdaderos esfuerzos.

Así pues, ¿qué es lo que la sofisticada Miranda veía en aquel bruto?

«Mujeres», pensó mientras tomaba una curva demasiado rápido y las ruedas le derraparon. Daría un trozo de su pene solamente por entenderlas.

Con la capota del Porsche bajada, condujo a gran velocidad hacia Stone Illahee, el complejo turístico que tanto odiaba su padre. Necesitaba un revolcón, uno bueno. Así que fue a por él. Una vez más. Tenía que conseguirlo, el fuerte calor que sentía entre las piernas le dominaba. Weston no sabía si era debido a aquella increíble necesidad sexual o a su aptitud extremadamente competitiva que en ocasiones escogiera a parejas que realmente no merecían la pena. En realidad, tampoco le importaba.

– Miranda -murmuró.

Ella era la única que merecía la pena, aunque Claire había demostrado ser más mujer de lo que había imaginado. Al principio había pensado que Claire era sosa como una mojigata, pero a medida que la vio crecer y madurar, la miró de otra manera. Era la más atlética de las hijas de Dutch, siempre a caballo o navegando, nadando o escalando, una chica tímida que se había convertido en una mujer que se atrevía a todo. Posiblemente por eso salía con Harley.

¡Harley! Qué patético amago de hombre era. Siempre gimoteando. A Weston le costaba creer que fuesen hermanos. Harley era demasiado sensible, demasiado fácil de manipular para llegar a convertirse en un hombre de verdad. Al pasar por la entrada de Stone Illahee, Weston sonrió, e instintivamente, condujo a través de las numerosas puertas del exclusivo complejo turístico. Pasó por el campo de golf, las pistas de tenis y una extensa zona vallada con setos que separaba la piscina del aparcamiento principal. Eran las diez pasadas. Weston había oído que el viejo Holland estaba fuera de la ciudad durante todo el fin de semana, así que no estaría por el complejo. Ninguno de los empleados de Dutch se atreverían a echar a un Taggert si lo encontrasen.

Estaba a salvo.

Entonces, ¿por qué estaba preocupado? ¿Por qué presentía que ir allí era un error de proporciones inconmensurables y catastróficas?

Dobló la esquina, y vislumbró el primer edificio hecho con piedra gris lisa y madera oscura. Tenía cinco pisos de formas irregulares, con luces tras los cristales. El edificio, próximo a la playa, estaba rodeado de cedros, que sobresalían por encima de la cornisa. Junto a la puerta delantera había una cascada iluminada, cayendo ruidosamente entre pinos y rododendros.

Sintiéndose como un intruso, Weston aparcó el coche. Se guardó las llaves en el bolsillo y se dirigió al interior. La música procedente del bar flotaba a través de las ventanas abiertas, atrayéndole como un canto de sirenas. No esperaba ver a ninguna de las hijas de Dutch aquella noche, pero podría haber alguna mujer dispuesta, esperando en la barra del bar. La conciencia le remordió un poco al recordar a Crystal. Habían hecho el amor en el barco la tarde del día anterior, por lo que ella había tenido que faltar al trabajo. Crystal era preciosa, con la piel lisa y dorada, los ojos oscuros y aquel increíble pelo negro. Pero era demasiado fácil, era como una esclava sexual. Le daba todo lo que él quería. Todo. Actuaba como si él fuera su dueño y señor, y en ocasiones, incluso jugaban a ese juego. Pero Crystal empezaba a aburrirle con tanto consentimiento. Necesitaba un reto mayor, una mujer con más carácter. Alguien a quien tuviera que convencer para llevársela a la cama, y que luego se dejase abrir de piernas.

Deseaba a Miranda Holland.

– Eres tan tonto como Harley -se dijo en voz baja.

Empujó la puerta de roble y cristal que llevaba al interior del bar. Bajó un pasillo, en dirección a la música en directo y al aroma del humo de tabaco.

Una banda de Portland, cuya cantante llevaba un mini vestido ajustado de cuero, estaba tocando una canción de jazz que Weston no conocía, una canción que tenía demasiado saxofón y poco bajo. Weston se colocó tan lejos del escenario como le fue posible. Tamborileaba nervioso con los dedos en la mesa. Miraba las paredes de cedro cubiertas de redes depescar, flotadores, peces disecados de todo el mundo y útiles de pesca. Arpones, lanzas, palos y otros artilugios se entremezclaban entre los salmones, peces espada y tiburones, todos con ojos de cristal.

Una camarera con falda negra, camisa blanca y corbata roja se acercó a él. Weston pidió una cerveza y sonrió cuando la camarera le pidió el DNI para comprobar que tenía veintiún años.

– Weston Taggert -dijo luego, curvando los labios en una sonrisa mayor al reconocerle-. Vuelvo enseguida.

Sonrió. Varias mujeres le llamaron la atención, pero no le interesaban. Eran demasiado fáciles, y por lo que sus ojos desesperados dejaban entrever, habían jugado a simular que esperaban a alguien en un bar demasiadas veces.

No, quería algo diferente aquella noche. No quería apagar aquel picor con un revolcón fácil.

– Aquí lo tienes, cariño -le dijo la camarera, mientras depositaba una copa de cerveza en la mesa.

La cerveza estaba fría, pero no consiguió enfriarle el cuerpo. Weston acabó la bebida enseguida, a la vez que pensaba que dejarse caer por la sagrada propiedad de Dutch Holland no era una emoción fuerte, ni mucho menos. Dejó un billete de cinco dólares en la mesa. Se dirigía hacia el coche cuando la vio, la hija pequeña de Dutch: Tessa. Su pelo rubio parecía plata bajo los focos del aparcamiento. Llevaba unos pantalones cortos hechos jirones, una camiseta diminuta y un chaleco de piel también cortado y decorado con lentejuelas que destellaban a la luz las farolas. Tessa no parecía, en absoluto, una de las chicas más ricas de aquella región.

Los rumores decían que era una calientabraguetas, siempre paseándose por la ciudad con pantalones cortos y diminutas camisetas que dejaban ver sus enormes pechos y la firme piel de su abdomen. A menudo se ponía una chaqueta de piel, pero nunca se la abrochaba. Siempre dejaba que todo el mundo admirara su increíble figura, como en aquella ocasión.

Estaba sentada en la repisa que rodeaba la cascada de agua, fumando un cigarrillo y contemplando la fuente con desdén.

Tessa no era la mujer que Weston deseaba. No era Miranda.

Pero estaba allí, y Weston iba cachondo.

– Sabes, justo estaba pensando en ti y en tus hermanas, y aquí estas tú -dijo, ajustándose las mangas de la chaqueta y aprovechando la realidad de aquella situación.

Tessa volvió la cabeza bruscamente. El corazón le dio un vuelco. Le asustaba mirarle fijamente. Luego volvió a mirar el agua arremolinándose.

– ¿Eso te suele funcionar?

– Es la verdad.

– Vale. Y yo soy la reina de Inglaterra.

– No lo creo. Dicen que es algo mayor que tú.

Tessa dejó los ojos en blanco un segundo y dio dtra calada.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que este lugar estaba fuera de los límites de los Taggert. Cualquiera con tu apellido que cruce estas puertas corre el riesgo de ser expulsado y descuartizado.

Weston sonrió. Al menos la chica no se callaba.

– Quizás es hora de que alguno dé marcha atrás en esta competición.

Tessa le miró de nuevo, con aquellos increíbles ojos azules. Seguidamente, se encogió de hombros, como si realmente le importara un bledo lo que él o su familia hicieran.

– Haz lo que quieras.

– ¿Estás esperando a alguien?

Se sentó a su lado, en la repisa. Esperaba que ella se apartara un poco, poniendo distancia entre los dos cuerpos, pero no lo hizo. Tessa dio una intensa calada al cigarrillo y expulsó el humo por un extremo del labio.

– Supongo.

– ¿No lo sabes?

– Eso es. No lo sé -contestó ella levantando la barbilla con actitud desafiante.

Weston vio, más allá de la pose rebelde y orgullosa, a una chica más joven y vulnerable de lo que simulaba ser. Aquel instante, en el que vislumbró su interior, a Tessa le pareció una eternidad. Parpadeó, vistiendo de nuevo aquella coraza, aquella armadura agrietada.

– ¿Va a venir alguien a recogerte?

– Puede ser.

– ¿Necesitas dar un vuelta?

Tessa sonrió y arrojó el cigarrillo en el agua. La colilla chisporreteó, rebotó entre los remolinos de espuma y desapareció bajo la cascada.

– Puede.

– ¿Dónde quieres ir?

Tessa dudó, arqueó sus perfectas cejas rubias.

– Quizá me da igual.

Weston sonrió de lado. Aquella chica realmente tenía narices para desafiarle.

– Quizá no debería dártelo.

– ¿En qué estás pensando? -Su voz era débil e insinuante. Estaba jugando a un juego que a Weston le encantaba. Lo entendía a la perfección, había jugado a ello antes, y siempre había ganado.

– Eso depende de ti.

– ¿Ah, sí? -se incorporó súbitamente, y se colgó del hombro un bolso negro de flecos. Dirigiendo una mirada final de desprecio al complejo de su padre, dijo-: De acuerdo. Entonces vamos. Puedes darme una vuelta por Seaside.

– ¿Qué hay allí? -preguntó él.

La sonrisa de Tessa iluminó la noche.

– ¿Qué no hay?


Harley llegaba tarde. Claire, caminando por el muelle donde se encontraba amarrado el velero de su padre, estaba a punto de dejarle plantado, no sólo en aquella ocasión, sino para siempre. La idea le causó un escalofrío en el corazón que le puso los brazos con piel de gallina.

– Oh, Harley -susurró, sintiéndose tonta, tal y como sus hermanas la habían llamado.

El dulce y perfecto Harley había cambiado. Últimamente parecía preocupado, siempre llamándola para cambiar los planes. Cuando empezaron a salir, todo el tiempo del mundo para estar con ella no le parecía suficiente, y nada, nada le habría impedido verla. Cuando Neal, su padre, se enteró, no dejó de despotricar, pero a Harley aquello le había entrado por un oído y le había salido por el otro. Las advertencias de Weston, su hermano mayor, sólo le habían hecho volverse más atrevido, y los lloriqueos de Paige parecían haber avivado el fuego de su pasión.

Claire también habría hecho cualquier cosa por estar con él aquellas primeras semanas. Harley era amable, dulce, alegre y adoraba a Claire. Había renunciado a todo, incluida su anterior novia, y había tenido que soportar la ira de su padre y las burlas de su hermano al prometer quererla. Y ella, con su corazón joven e ingenuo, le había creído.

Pero las cosas habían cambiado, pensaba, reclinada en la baranda del embarcadero, mientras miraba las oscuras aguas donde podía ver el reflejo de las luces que quedaban sobre su cabeza, una línea brillante de puntos arriba y abajo en la superficie del agua. Podía notar el cambio de Harley en el ambiente, como si se tratara de un cambio en la dirección del aire, una ligera alteración en la necesidad que sentía por estar con ella.

El error había sido haber hecho el amor con él. Desde aquella tarde, en que cruzaron la línea invisible entre dos amantes, una barrera que habían jurado no traspasar, su relación había cambiado.

Sucedió un día en que estaban solos, navegando con canoa. Se detuvieron en una pequeña cueva en la orilla norte del lago. Harley llevaba una botella de vino que había cogido de la bodega de su padre. Juntos, bajo el sol veraniego acariciándoles la piel, bebieron, brindaron, nadaron, chapotearon, rieron y se besaron, locos de amor.

Claire nunca antes se había sentido tan mareada. Ya había probado el alcohol, pero aquella tarde había algo mágico. Dejó de preocuparse por los riesgos, rodeada de aquella suave brisa que le acariciaba las mejillas y alborotaba el cabello negro de Harley.

Harley estaba más atrevido aquella tarde, más intenso de lo normal, y las ideas de Claire comenzaron a desordenarse. Los besos de Harley se hacían más intensos, agotadores, mientras que Claire abría la boca de buena gana y dejaba que Harley le rozara su atractivo cuerpo con las manos. Aquellos dedos se deslizaban sin vergüenza alguna por encima del traje de baño, y se deshicieron de los pedazos de ropa en un movimiento rápido y diestro, como si lo hubiera hecho cientos de veces antes. Abrazándola con fuerza sobre el agua, le besó los pechos por encima y por debajo de la superficie. Claire sintió un hormigueo y un cálido deseo se extendió por todo su interior.

– Pon las piernas alrededor de mi cintura -le pidió dulcemente, con las pestañas salpicadas por gotitas de agua dellago.

Tras hacer lo que le pidió, envolverle con los muslos el musculoso torso, se dejó caer hacia atrás, con el pecho desnudo bajo el cálido sol de verano. Harley susurró:

– Esto es una chica -y la besó en el abdomen.

Claire estaba flotando, dejándose llevar por una nube de sensaciones. Mientras, Harley la conducía a la orilla y empezó a acariciarle el pecho fervientemente. Se lo tocaba y chupaba, lo que producía un remolino de pasión en ella. Harley cogió la mano de Claire y se la llevó a la entrepierna, gimió y le juró amor eterno. Se bajó el bañador y Claire lo vio, por primera vez, desnudo. Tenía el pene rígido y preparado, algo que asustó un poco a Claire, pero él, decidido, le quitó el resto del bikini.

Ambos estaban desnudos. Continuaron besándose, felices, frotándose el uno contra el otro, gimiendo y deseándose. Él no preguntó, y Claire no puso objeción alguna. La acostó sobre la arena, le separó las piernas con sus rodillas, y, empujando con un movimiento rápido, le robó la valerosa virginidad que ella había guardado durante diecisiete años.

Le había dolido, sí, había llorado, pero Harley la besaba, y las lágrimas desaparecieron después de que, tras tres rápidos empujones, él se desahogara. Harley dejó caer el cuerpo sobre ella, jadeando de éxtasis, y juró que la querría hasta el fin de sus días.

No habían planeado lo sucedido, pensó mientras recorría con una mano la desgastada baranda y un gato negro y flaco salía disparado por entre las sombras. Habían hablado sobre la posibilidad, por supuesto, ya que ambos habían experimentado y se habían acariciado, pero habían acordado esperar a ese último acto de consumación hasta estar casados.

Pero aquella tarde, bajo el caluroso sol que les animaba y con aquel vino que les había empañado el juicio, habían hecho el amor.

Claire tenía los dedos sobre la baranda, y cuando cerró los ojos todavía podía recodar a Harley aquella tarde: su cuerpo sudoroso, sus músculos contrayéndose, su cara con expresión de triunfo cada vez que entraba en ella. Claire estaba ciega de deseo, caliente, con un ansia que le hacía pensar que él era el único hombre que podía complacerla. Feliz y tonta como una enamorada.

Por aquel entonces habían jurado estar siempre juntos, casarse, tener hijos, cicatrizar las heridas que existían entre las dos familias, pero luego Harley había cambiado. No sonreía con tanta facilidad y quería practicar el sexo a todas horas. Siempre que estaban juntos, algo que no sucedía a menudo en las últimas semanas, esperaba que Claire le hiciera el amor. Parecía como si desde aquel día en el lago todo lo que deseara de ella fuese su cuerpo.

Aquello era de locos. Él la amaba, ¿no?

Claire oyó el coche de Harley y el corazón se le aceleró porque una parte de ella se preguntaba si volvería a dejarla plantada. Las pisadas golpeaban en el embarcadero, y Claire sonrió cuando le vio correr hacia ella.

– Siento llegar tarde -le dijo, mientras la rodeaba con sus brazos y escondía la cabeza en el ángulo de su cuello-. Dios, ¡cómo te he echado de menos! -Metió los dedos entre su pelo, y suspiró por encima del sonido del viento que soplaba sobre la bahía.

El corazón de Claire volvió a latir con normalidad y le perdonó. Aquel era su amado y dulce Harley, el chico al que amaba con toda su alma y corazón.

Cerró los ojos, le apretó contra ella, dejando atrás todas las dudas, miedos o preocupaciones que habían intentado acabar con su amor.

– Yo también te he echado de menos -le contestó, con la voz ronca y a punto de que se le saltasen las lágrimas.

– Perdóname.

El corazón de Claire casi dejó de latir.

– No tengo por qué perdonarte.

– Oh, Claire, ojalá lo supieras.

La desesperación de su voz resonaba en el alma de Claire.

– ¿Saber qué?

Harley contrajo todo el cuerpo, y la agarró tan fuerte que Claire apenas podía respirar.

– ¿Saber qué, Harley?

Él dudó durante unos instantes.

– Que te quiero. No importa lo que suceda, por favor, créeme cuando te digo que te quiero.

– Harley… no va a pasar nada -susurró, pero incluso aunque estaba pegada a él, sintió un escalofrío tan helado como el mar en invierno en lo más profundo de su corazón.

– Espero que tengas razón -le dijo, elevando la cabeza a la altura de sus ojos- Espero por Dios que tengas razón.

Capítulo 12

Miranda miró el reloj. El corazón le latía a gran velocidad. Era casi la hora de quedar con Hunter en la casa de campo, tal y como habían planeado. La boca se le resecó sólo de pensarlo.

Por primera vez en su vida se había enamorado, y aunque sabía que era de locos, que Hunter Riley y ella no tenían futuro juntos, no podía reprimir la atracción que sentía por él, la convicción en el fondo de su alma de que él era, al menos por el momento, el hombre de su vida.

Había visto demasiado en el dolor que padecía Claire, y era consciente de que, también ella, caminaba por terreno peligroso, una cuerda floja de donde podía caer y sufrir gran dolor. Durante dieciocho años siempre había ido por el buen camino, nunca se había apartado de lo correcto, con el único propósito de probarse a sí misma que era tan digna como cualquier hijo varón que hubiese tenido Dutch Holland.

Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca había conseguido impresionar a su padre, ni siquiera le había prestado atención. Miranda estaba a punto de marcharse, entraría en la universidad. Cogió un suéter de los pies de su cama y se colocó el bolso bajo el brazo, mientras se dirigía escaleras abajo. Hunter era mayor que ella, y aunque había dejado el instituto, había conseguido el equivalente del título. Estaba asistiendo a clases en la escuela local para adultos, mientras trabajaba a media jornada en la maderera de los Taggert y ayudaba a su anciano padre en las tareas de la residencia de los Holland.

Miranda se había fijado en él, fijarse de verdad, avanzada la primavera, en una ocasión en que su padre y él estaban cortando arbustos en una de las zonas de picnic, a orillas del lago. Ella estaba sentada en el porche trasero, leyendo, mientras las nubes recorrían el cielo y empezaban a caer goterones de lluvia.

Bajo el tejado del porche, Miranda se mantenía a cubierto, pero Hunter y su padre continuaban trabajando, incluso cuando el cielo se abrió, dejando caer un baño primaveral de enormes gotas de agua que empapaban la tierra húmeda. Durante todo el chaparrón, Hunter siguió cortando maleza y arbustos, sin prestar atención a la lluvia que caía bajo su cabeza y que hacía que la camiseta se le pegase. Miranda miraba a través de aquella delgada tela de algodón, fascinada y con la garganta seca. Mientras, los firmes músculos de Hunter trabajaban rítmicamente, en un movimiento continuo que provocó en Miranda un hormigueo en el estómago.

El cabello rubio de Hunter se tornó oscuro bajo la lluvia, y cuando miró de reojo y vio los ojos de Miranda, grises como una tormenta de invierno, ella tuvo que apartar la mirada. El calor le recorrió el cuello, y una nueva sensación, una conciencia sexual, le recorrió la zona situada bajo el ombligo.

Miranda no le había dirigido la palabra a Hunter aquel día, ni al siguiente, en que se sentó de nuevo en el porche, sufriendo el bochornoso y húmedo calor del sol sobre la tierra mojada. Simulaba interés por el libro que leía, pero no apartaba la vista de aquel hombre que conocía de toda la vida, aunque nunca se hubiese fijado en él de verdad.

– Me estás vigilando -la acusó en la cuadra una semana después, cuando Miranda había entrado allí a buscar a Claire, sin saber que Hunter estaba ayudando a su padre a apuntalar la zona donde guardaban el heno.

El padre de Riley no estaba por allí, pero Hunter sí, situado en el último peldaño de la escalera de mano, arrancando una tabla que debía de estar podrida.

Miranda empezó a sudar por el cuello. El cabello en la nunca se le humedeció.

– ¿Yo?

Le miró, a la altura de sus piernas, cubiertas de bello rubio y morenas debido a horas de duro trabajo bajo el sol. Llevaba unos pantalones de talle bajo, completamente destrozados, que le quedaban por encima de las rodillas. Alrededor de la cintura llevaba un cinturón con herramientas. El resto de su cuerpo estaba desnudo. Tenía la piel tersa y dorada, músculos fibrosos, pelo en el pecho de color rubio rojizo. Decidida a aprovechar el momento, Miranda repasó de arriba abajo cada uno de sus rasgos, puramente masculinos. Hunter arrancó la madera podrida del suelo, en la base de la escalera. ¡Crash! Motas de polvo se arremolinaron hacia arriba, un tábano empezó a zumbar, y Miranda tosió, mientras Hunter colocaba una tabla nueva en el lugar de la vieja.

– No tienes que negarlo -continuó-. El otro día, mientras estaba quitando los arbustos, tú estabas mirando.

– No, yo…

– Pensaba que eras la lista. La que nunca mentía. No me digas que todos esos rumores son mentira.

Su voz tenía un tono entre sexy y grave que divertían a Miranda, incluso aunque aquellas palabras la estuvieran acusando.

– ¿Perdona? -se irritó Miranda. ¿Quién era él para hablarle como a una niña mentirosa y falsa a la que querían sonsacar una respuesta?

Hunter sacó algunos clavos de un bolsillo del cinturón y se los colocó en un extremo de la boca. Su voz salió por entre aquellos palillos de dientes de acero inoxidable.

– Todo el mundo en la ciudad parece pensar que tú eres la lista de las hermanas Holland. Ambiciosa y testaruda. ¿Sabes?, la mayor y la más responsable, y toda esa mierda. -Lanzó un mirada hacia abajo, y sonrió con aquellos malditos clavos en la boca-. Vamos, Randa, no intentes hacerme creer que no conoces tu propia reputación.

– No escucho las habladurías.

– De acuerdo -cogió un martillo que tenía atado a la cintura.

Miranda se cruzó de brazos, dejó de disimular y levantó la cabeza para verle mejor.

– Te crees que me conoces.

– Sólo a las que son como tú.

Colocó un clavo en la tablilla y lo golpeó tres veces con el martillo. ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!

– Yo no soy como nadie.

– ¿No? Reconócelo, sales a vigilar a los empleados de tu padre, mientras esperas a que se te seque el pintauñas -dijo por encima del musculoso hombro, con una mirada intensa y condenatoria.

– ¿Sabes qué? Sólo eres otro imbécil arrogante y egoísta más. Como muchos otros en esta ciudad.

– Pues tú me estabas vigilando.

– Me equivoqué.

– Seguro.

Hunter volvió al trabajo manual y colocó otro clavo en la tablilla. Los músculos se le contrajeron del esfuerzo.

– Y sólo para que lo sepas, no soy imbécil.

– Pues yo tampoco soy una zorra rica egocéntrica.

Una risita entre dientes resonó por el establo.

– ¿No?

Miranda se encaminó a la puerta, y Hunter se dejó caer ágilmente en el suelo, cayendo justo frente a ella.

Sobresaltada, no pudo evitar dar un paso atrás: Hunter olía a sudor y a olor corporal. Tan cerca, medio desnudo y descaradamente sexual. Miranda dejó de respirar durante un segundo. Hunter tenía la mandíbula tensa, suavizada por la barba de un día de color dorado. En la penumbra del establo, sus ojos parecían más oscuros, del color del metal. Le miraba tan fijamente que Miranda quiso salir corriendo, pero tenía una columna justo detrás, y además, no le iba a dar la satisfacción de dejarse vencer. Miranda le miró la boca, y el estómago se le cerró al ver el borde de los dientes blancos contra aquellos labios delgados y peligrosos. Se humedeció los labios y él avanzó un paso, situando su pecho desnudo junto a los senos de Miranda.

– He oído que querías ser abogada.

– Eso… eso es verdad.

Los pezones quedaban ocultos entre el bello pectoral de Hunter, quien contraía los rígidos abdominales al respirar.

A Miranda le empezaron a flojear las rodillas.

– Es una gran ambición…

– No… Sí… supongo.

– ¿Qué intentas probar?

Aquella pregunta la desconcertó, y cuando volvió a mirar a los ojos de Hunter se dio cuenta de que ya no se estaba burlando de ella, simplemente curioseaba. Dada la dilatación en sus pupilas, Miranda se percató de la atracción sexual que sentía hacia ella, igual que le pasaba a ella con él.

– Nada. No tengo que probar nada.

– Pero quieres -dijo levantando los brazos y apoyandose en el poste que había detrás de Miranda, acorralándola entre ambos brazos, pero sin llegar a tocarla.

– Sí.

– ¿Por qué? ¿Para que tu padre deje de quejarse por no haber tenido un hijo?

– No lo sé -mintió con voz tan baja que apenas se la podía oír. Claro que quería probar a Dutch Holland que era tan buena como cualquier hijo varón que hubiera tenido.

– ¿O porque quieres competir en un mundo de hombres?

– Sólo quiero ser lo mejor posible.

– Y para conseguirlo, te niegas a ti misma y a cualquier placer simple.

– Tú no sabes nada sobre mí.

– Sé que comes equilibradamente, que haces con regularidad calistenia en tu habitación, que lees cualquier cosa que desarrolle tu mente y que haces lo imposible para demostrar que eres todo lo que Dutch desearía de un hijo.

– ¿Cómo sabes…?

– Yo también te he estado vigilando.

Miranda contuvo la respiración, y se preguntó si Hunter la había estado espiando por la ventana de noche, observando su cuerpo. Se tocó el pecho y se pasó las manos por el abdomen, mientras se preguntaba cómo sería el tacto de un hombre.

– No tienes derecho…

– Derecho no, deseo. Como tú.

– Yo no tengo ningún…

– No mientas.

Hunter estaba demasiado cerca. Parecía como si todo el establo se estrechara y acercara.

– Sal de enmedio.

– Si piensas ganarte la vida como abogada, tendrás que aprender a manejar a la gente y también los insultos y los argumentos. Incluso en ocasiones los cumplidos. -Bajó la mirada hacia sus senos, los cuales botaban por debajo de la camiseta.

– Ah, vale, ya lo entiendo -se burló, perdiendo fuerza en la voz-. Esto es una prueba. Así que ahora eres mi profesor.

– Sólo estoy conversando.

Hunter le miró a la boca durante un segundo, aunque a Miranda le pareció una eternidad. Algo dentro de ella, una parte cálida, ardiente y vital respondió. Detestaba a aquel muchacho, sin embargo, le atraía hasta un punto que no quería admitir.

– Pues conversa con alguien a quien le intereses.

– A ti te intereso.

– No creo.

Su sonrisa respondió que no la creía. Se echó a un lado, y cuando ella quiso pasar, la agarró por la cintura. Le dio la vuelta rápidamente, de un tirón, y de repente todos aquellos músculos, duros como piedras, la envolvieron. No se podía mover, apenas podía respirar, y el corazón le latía tan rápido en el pecho que tenía miedo a desmayarse.

– No…

Hunter unió sus labios a los de Miranda y se fundieron en un intenso y agotador beso, arrancándoles el aire de los pulmones. Miranda trató de apartarse, pero sabía que los esfuerzos serían en vano. La parte racional de su mente gritaba por librarse de él, mientras que la parte femenina irracional surgió de pronto, deseando devolverle aquel beso, explorar y sentir la excitación del sexo puro y animal.

Hunter tenía unas manos grandes y fuertes. Su cuerpo estaba caliente y sudoroso, olía a hombre y a serrín. Produjo un gemido con la garganta, y separó sin esfuerzo los labios de Miranda con la lengua.

– Sí que te intereso -le repitió al soltarla. Miranda aún tenía la boca abierta-. Cuando seas lo bastante mujer para reconocerlo, me llamas.

Casi cayéndose hacia atrás, Miranda sacudió la cabeza.

– Antes te pudrirás en el infierno.

– No lo creo.

Y, maldita sea, tenía razón. Miranda le ignoró durante dos semanas. Sin embargo, le observaba cuando trabajaba en la finca, y ponía especial cuidado en no cruzarse con él cuando estaba fuera de casa, pero cada vez que rememoraba aquel único y estremecedor beso en el establo se le aceleraba el corazón y empezaba a sudar.

Por la noche, pensaba en él, acostada en la cama y con el cuerpo ardiéndole debido al implacable calor veraniego. Y durante el día, cuando se suponía que estaba estudiando para las clases nocturnas a las que asistía en la escuela local, también, pues podía encontrárselo en el centro.

Después de dos semanas, Miranda abandonó su actitud y se tragó el orgullo. Cogió el teléfono y le llamó. Aquella noche pasaron horas en la playa, caminando por la orilla, contemplando cómo las espumosas olas se rompían en la arena. Hunter ni la había tocado.

La siguiente vez no fue diferente, ni la otra. Era como si aquel beso fuera todo lo que Hunter quisiera compartir con ella. Finalmente, Miranda le agarró la muñeca con la mano, levantó la cabeza y suspiró.

– ¿Me tienes miedo?

Hunter se rió, con un sonido que resonó en el corazón de Miranda.

– ¿Miedo? No seas ridícula.

– Pero…

Se sintió como una boba. ¿Qué podía decirle? Hunter estaba apoyado en el guardabarros del coche. Hacía un sol cegador y asfixiante. Habían aparcado en un extremo retirado de la playa, a millas del complejo turístico de su padre.

– ¿Pero qué…?

– Nunca… bueno, ya sabes.

– No soy adivino -le dijo alargando las palabras, con una sonrisa de oreja a oreja.

– No hagas como que no sabes de qué va, Hunter.

– Pues escúpelo. ¿Qué pasa por tu mente?

Miranda tragó saliva y dejó caer la mano. No podía hablar.

– Venga, abogada -la provocó-. Cualquiera que pensara convertirse en un abogado de primera sabría decir lo que pasa por su mente.

– Nunca me tocas -se sinceró, a la vez que sentía cómo la cara se le ponía completamente colorada.

– ¿Y eso te molesta? -jugueteó con un anillo de oro que llevaba, con una piedra ónice, mientras esperaba una respuesta.

Miranda quiso mentirle, pero no lo hizo.

– Sí, me molesta.

– Quizás es que piense que eres intocable.

– No, hay algo más. ¿Qué es, Hunter?

Hunter la miró de arriba abajo, maldiciendo en voz baja, y a continuación la agarró. Con labios deseosos la besó, rodeándola con sus enormes manos. Ambos se fundieron en un beso, encajando el uno con el otro. Miranda le besó con la misma pasión que al parecer consumía a Hunter. Abría la boca con entusiasmo, dejando que la lengua de Hunter la penetrase y reclinándose sobre él, ansiosa por sentir su tacto y cuerpo.

Las olas chocaban contra la orilla, la arena le salpicaba las piernas, el sol le calentaba la espalda y sintió como si estuviesen ellos dos solos en el universo.

– ¿Esto… esto es lo que quieres? -le preguntó, apartándole un mechón de pelo de la mejilla.

«¡Quiero que me quieras!» pensó Miranda como loca.

– Sí.

– ¿Y esto? -La besó de nuevo, mientras le metía la mano por debajo de la blusa para poder tocarle el pecho.

– S…sí.

Hurgó con sus duros dedos en el sencillo sujetador de algodón blanco y le acarició el pezón.

A Miranda se le cortó la respiración al notar aquellas caricias, y algo en su interior hizo que se estremeciera.

– ¿Más? -le preguntó, aquella pregunta causaba risa.

– Sí… No. Ooooh.

Apoyado sobre el coche, se cambió de lado y puso a Miranda sobre el capó, abriendo las piernas y colocando las de ella en medio. Los pantaloncitos le apretaban formando una V que ocultaba su entrepierna. Le desabrochó el pantalón mientras la besaba. Le desabrochó el sujetador. Los pechos se movían libremente entre sus manos ásperas y calientes que estaban por todos lados tocando, acariciando, rozando.

– Esto podría traernos problemas -dijo, mientras jugueteaba con la cremallera de los pantalones de Miranda.

– ¿A ti?

– A ti.

– Ah. -Le besó con la enorme ilusión de una virgen coqueteando en su primera experiencia sexual.

– Llega un momento en el que no puedo parar.

– Pues no pares. Nunca…

– Oh, Randa. -La volvió a besar con labios ansiosos. Sus dedos recorrieron su abdomen, y de repente, justo cuando se había pegado a ella, la apartó-. No -se dijo a sí mismo-. No, no, no. Esto no es una buena idea.

– ¿Qué? Claro que sí.

– Tú no lo entiendes, ¿verdad? -Meneo la cabeza y se pasó los dedos agarrotados y frustrados por el pelo-. Tú y yo… pertenecemos a mundos opuestos, Miranda, y no hay nada, ni una maldita cosa, que podamos hacer para evitarlo.

– No te entiendo.

– Lo harás -dijo, mirando fijamente al horizonte.

Después de aquello, Miranda se negó a que la rechazase y le volvió a llamar, mostrando así una actitud atrevida y descarada, convirtiéndose en una de esas chicas que detestaba, las que van detrás de los chicos. Y funcionó. Hunter aceptó volver a verla, pero sólo con la condición de que mantuviesen su relación en secreto.

– No quiero cargar con las consecuencias y toda esa mierda que me podría caer encima si tu padre se entera -le dijo a solas cuando estaban junto el mar-. Dejemos que sólo tenga un infarto a causa de tu hermana y Taggert, pero mantengamos mi nombre aparte.

– ¿Por qué?

– Simplemente es demasiado complicado, joder, ¿de acuerdo? Confía en mí esta vez.

Así lo hizo Miranda. Nadie sabía que estaban saliendo juntos. Sus citas eran un secretismo que hacía crecer el misticismo de aquel romance. Mientras Miranda conducía en dirección a la cabaña, en la zona norte de la propiedad donde habían quedado, sabía que probablemente harían el amor. Habían estado a punto de hacerlo en otras ocasiones, pero Hunter siempre se había echado atrás, lo que hizo que realmente ella confiase en él. Aquella noche, con las estrellas salpicando el cielo oscuro, esperaba que no se resistiera, y maldita sea, que se dejaran llevar.

Giró tomando un camino de malas hierbas que llevaba a la cabaña, y sintió el ruido de los hierbajos arañando la parte inferior del coche. La hierba, a la altura de las ventanas del Camaro, bailaba al ritmo del viento. Rosas secas y sin cuidar desprendían un olor suave, enredadas con los zarzales que crecían libremente en aquella zona de Oregón.

Nadie había vuelto a utilizar aquella cabaña. Fue construida antes que la casa, alrededor de finales de siglo, y había sido olvidada por completo. Las zarzamoras estaban enredadas en la baranda del porche, algunos ladrillos se habían caído de la chimenea, pero el interior era fresco y seco, y aquella noche, aunque la temperatura rondaba los treinta grados, se veía fuego en la chimenea a través de las ventanas.

Hunter la estaba esperando.

A Miranda se le aceleró el corazón. Corrió hacia la entrada y empujó la puerta.

– Llegas tarde.

Miranda se sorprendió, pues no había oído sus pasos en el porche. Dio un bote, sobresaltada, y sintió los fuertes brazos de Hunter estrechándola posesivamente.

– Tú has llegado pronto.

– No podía esperar.

– ¿No? -rió, mientras se dejaba abrazar y abría la puerta de una patada.

Como un recién casado que cruza la puerta llevando a su novia en la noche de bodas, Hunter la besó y la llevó al interior. A Miranda le daba vueltas la cabeza cuando Hunter la dejó sobre una cama vieja de metal, cubierta de edredones y almohadas que había llevado él. El fuego chisporreteaba en la chimenea, formando grandes llamas que devoraban troncos musgosos. Miranda miró al que amaba.

Hunter era impredecible. Podía ser cruel un momento, y al siguiente dulce. Le había enseñado cómo disparar con arco y flechas, cómo hacer saltar las piedras sobre el agua, y le había confesado que los chicos a los catorce años preferían comer antes que cualquier otra cosa, y a los dieciséis tirarse cualquier cosa que se moviese. No soportaba a la gente estúpida y no quería que nadie supiese que salían.

– No hay razón para que las malas lenguas hablen de nuestra relación -le decía-. Créeme, no querrás ser el tema principal de sus conversaciones.

– Me daría igual -replicaba ella, pero él no la quería escuchar, y aquello era motivo de discusión.

Ahora, entre sus brazos, mirando su marcada mandíbula y sus ojos oscuros y apasionados, se preguntaba si se casaría con él algún día. Por primera vez en su vida, veía algo más allá del estatus de hija privilegiada de un millonario y del de hijastro de un portero. ¿Qué importaba?

Hunter la besó y Miranda notó la sangre correr por sus venas. El viejo colchón se hundió. Miranda le rodeó el cuello con los brazos. Él empezó a rozarla, a tocarla, dándole vida a su piel. Nunca antes se había sentido tan viva, tan deseada. El deseo fluía desde su interior, extendiéndose y haciéndose cada vez mayor, dominándola dulcemente desde su parte más profunda y femenina.

– Hunter -susurró Miranda, con voz áspera, mientras la sangre le ardía sin control.

Él la besaba, bajándole la tira del sujetador, lamiéndole con la húmeda lengua lugares que nunca habían visto la luz del día. Su barba era dura, su aliento cálido y su piel ardía, como la de Miranda.

Ella le pasó los dedos por el grueso cabello, a la vez que jadeaba de placer. La llamas del fuego destellaban y danzaban formando sombras doradas en sus cuerpos.

Hunter le desabrochó el sujetador y lo dejó en el suelo, contemplando, fascinado, aquellos pechos suaves moviéndose con libertad.

– Eres tan guapa -dijo finalmente, resoplando sobre el cuerpo de Miranda-. Esto debe ser pecado.

Le tocó un pezón y éste se endureció. A continuación se inclinó y comenzó a chuparlo.

Tenía las manos colocadas en los pantalones cortos de Miranda, bajándoselos por las nalgas, tocando sus suaves curvas al descubierto, pasándole la mano por el interior de los muslos, frotándose contra ella, explorando los lugares más secretos de su cuerpo.

Miranda no podía contenerse. Ella, que siempre había sido fría y distante, la que, según habían dicho algunos chicos, tenía hielo en las venas. Se encorvó hacia él, rogándole que siguiera en silencio. Se encontraba en la diminuta habitación de una ruinosa cabaña, en una cama por la que habían pasado amantes durante cientos de años, y estaba besando a un hombre al que apenas conocía, un hombre que se negaba a que lo viesen en público con ella, que estaba a punto de convertirse en su primer y único amor.

Después de hacer el amor, tras la placentera sensación, Hunter se acercó a Miranda y le acarició la cabeza. Los destellos de las llamas se podían ver reflejados en su anillo. Miranda tocó la piedra negra.

– ¿Es valioso?

– Es lo único que llevo ahora.

Miranda le dedicó una sonrisa dulce.

– Ya lo sé. Pregunto si es valioso. -Empezó a juguetear con el pelo del pecho de Hunter-. Ya sabes, ¿te lo dio alguna chica?

Resopló.

– ¡Qué va! -Se sacó el anillo de oro y lo miró-. Esto es todo lo que tengo de mi padre biológico, el tío sin rostro que dejó embarazada a mi madre y luego la abandonó. Debería deshacerme de él, supongo, pero lo sigo teniendo porque me hace recordar que aquel bastardo no me quería, ni a mi madre, y tuve la suerte de tener a Dan Riley como padrastro.

– ¿Cómo se llamaba?

– ¿Mi padre real? -suspiró-. No lo sé. Nadie me lo dijo, y no aparece ningún nombre en mi certificado de nacimiento.

– ¿No lo quieres saber?

– No. -Deslizó el anillo en su dedo de nuevo, se arrimó a Miranda y ella se recostó sobre los músculos firmes de stt hombro desnudo-. No importa. -La besó en la frente y añadió-. Ahora mismo, todo lo que me importa somos tú y yo.

– ¿Para siempre? -preguntó.

– Para siempre es mucho tiempo, pero tal vez. Sí, tal vez.

Miranda echó la cabeza hacia arriba, esperando el beso que sabía que Hunter le iba a dar. Por fin había encontrado un trocito de cielo en la tierra.


– ¿Estuviste con Weston Taggert anoche? -susurró Miranda, mientras el rostro se le volvía pálido.

Acababa de poner agua en la cafetera y el líquido empezó a borbotear en contacto con el calor. Aquella sorprendente noticia que le había dado su hermana rebotó en las paredes de su cabeza, en un momento en que aún estaba asimilando que Hunter y ella habían hecho el amor. El dolor en su entrepierna era algo que le recordaba constantemente la noche anterior. Se aclaró la voz e intentó concentrarse en aquel problema. El problema, como siempre, era Tessa.

– Por el amor de Dios, Tessa, ¿por qué?

Tessa se encogió de hombros, con aquella actitud de «me importa un carajo». Se aproximó a la mesa y bostezó.

– ¿Por qué no?

– Ya sabes por qué, ese chico no trae nada bueno.

– ¿Porque es un Taggert? Venga ya, Randa, empiezas a hablar como papá.

– ¡Déjame, anda! Esto no tiene nada que ver con que sea un Taggert, y lo sabes. Ese chico tiene muy mala reputación.

«¿Y qué hay de Hunter? ¿Por qué no quiere que nadie sepa que sois pareja? ¿Se avergüenza de ti, intenta protegerte, o, como Weston, es alguien que no trae nada bueno?»

La radio estaba encendida. Sonaba una vieja canción de Kenny Rogers que flotaba por toda la habitación.

Ruby… don’t take your love to town…

Antes de que la canción terminara, Miranda apagó la radio.

Tessa dio una patada a una de las sillas, junto a la mesa del café, y se hundió en ella. Apoyó la barbilla en su mano, y sonrió hacia Miranda con una actitud descaradamente evasiva.

– A Weston se le considera el mejor partido de Chinook.

– ¡Escúchate! ¿De qué estás hablando? ¿El mejor partido? -Miranda abrió una bolsa de pan de molde y colocó, enfadada, dos rebanadas en la tostadora-. Sólo tienes quince años, ¡por Dios! ¡Quince años! ¡Eres una cría! ¡No necesitas encontrar marido!

El mal humor se mostraba en los labios de Tessa. Se frotó los ojos y la máscara de pestañas de la noche anterior se le corrió por las mejillas.

– Bueno, es que yo no pienso convertirme en una vieja solterona y arrugada.

– ¿Lo dices por mí?

– Tómatelo como quieras -Tessa jugaba con el salero y la pimienta, con la mirada fija en las fresas de cerámica, como si guardasen todos los secretos del universo.

Las tostadas saltaron de la tostadora. Miranda colocó dos rebanadas más y a continuación untó con mantequilla las primeras con un aire de venganza que le hicieron agujerear el pan.

– Yo no pienso convertirme en una vieja solterona, pero tampoco pienso ser el juguete de un chico rico. Weston Taggert es un aprovechado. -Usaba el cuchillo de la mantequilla para puntualizar sus palabras, sacudiéndolo en dirección a Tessa-. Saca todo lo que puede de las chicas. Luego, cuando se aburre, se deshace de ellas, como si fueran latas vacías.

– ¿Quién dice eso?

– ¡Cualquiera con cerebro!

Tessa se hundió más en la silla, sin prestar atención al plato de tostadas que Miranda había colocado en la mesa, junto a ella.

– Mira, lleva años yendo detrás de mí -reconoció Miranda.

Tessa se rió.

– ¿De ti? -Miró a su hermana, la que siempre había sido la decente-. No lo creo.

– Pues es verdad.

– Sí, vale, pues no me lo trago. ¿No tenemos nada de beber por aquí? ¿Zumo?

– En el frigorífico. -Miranda no pensaba servirle nada más a Tessa. Con la tostada era suficiente.

Quería advertir a su hermana sobre Weston una vez más, pero sabía que sólo le crearía frustración. No se podía discutir con ella. ¡Qué desastre! Tessa y Weston. A Dutch le iba a dar un ataque al corazón. Miranda sólo esperaba que aquello con Weston fuese un ligue de una noche.

– ¿Dónde está Ruby? -preguntó Tessa, mientras extendía la mano para alcanzar la tostada y empezó a rascar la corteza.

Miranda miró su reloj. Eran casi las diez en punto y Ruby Songbird aún no había aparecido. Miranda no podía recordar el día en que Ruby no hubiese estado en casa antes de las ocho, limpiando las ventanas, barriendo, haciendo pan en el horno y dando órdenes con actitud seria, esperando que nadie las cuestionara y que se obedecieran. Miranda descartó la idea de que le hubiese sucedido algo malo y volvió a centrarse en su hermana pequeña. Tessa siempre conseguía encontrar la manera de meterse en líos. Enormes líos que alteraban sus vidas.

– Mira, no sé que estás pensando, Tess, pero te equivocas liándote con Weston, créeme.

– ¿Cómo se equivocan Harley y Claire? -preguntó Tessa, desviando la mirada hacia la puerta, por donde entraba Claire, que pudo escuchar la parte final de la conversación.

– Es diferente. -Miranda se sintió en un aprieto, acorralada por la astuta zorra de su hermana.

– ¿Cómo? -se quejó Tessa.

Miranda contó en silencio hasta diez y miró directamente a Claire.

– Harley y Claire creen que están enamorados. Llevan saliendo juntos un tiempo, parecen estar comprometidos el uno con el otro y…

– ¿Qué pasa con Kendall Forsythe?

Claire se puso pálida como la luz del sol en invierno. Los dedos se le agarrotaron.

– ¿Qué?

– Harley no parece haber roto del todo con ella. -Tessa echó la silla hacia atrás. Si se había dado cuenta del dolor en los ojos de Claire, no lo demostró.

– Eso es mentira -dijo Claire convencida-. Kendall y él son historia.

– Pues a mí no me lo parece. -Tessa abrió la puerta del frigorífico y buscó algo dentro, hasta que encontró un bote de mermelada casera que había llevado Ruby y una jarra de zumo de naranja.

¿Ruby? ¿Se podía saber dónde estaba? Miranda se acercó a la ventana y miró el camino que llevaba a la entrada, que giraba por detrás del garaje y se bifurcaba hacia el lago y la piscina. Por donde llegaba Ruby cada mañana.

– No deberías creer nada de lo que dice Weston -dijo Claire, intentando no alterarse.

Cruzó al otro extremo de la cocina y se sirvió una taza de café, aunque no había suficiente para llenar la taza. Oyó las calientes gotas caer en el plato y volvió a colocar el recipiente de cristal en la cafetera. El pulso apenas se le alteró.

Tessa se mostró indiferente.

– ¿Por qué no? -cogió una cucharilla del cajón y la metió en el bote de mermelada.

– No es… no es alguien de quien te puedas fiar.

– ¿Y Harley sí? -Tessa curvó una ceja en señal de desconfianza, la hundió en la mermelada y apoyó la cadera en el armario.

– ¡Sí!

– Mira, Tess, no tenemos por qué discutir, simplemente ten cuidado, ¿de acuerdo? -sugirió Miranda.

– ¿Como tú? -Tessa sonrió sin vacilar, igual que un gato al engullir un canario. Relamió la cuchara-. Ya sabes, cuando estás con Hunter.

– ¿Hunter? ¿Hunter Riley? -preguntó Claire, frunciendo el ceño a la vez que se volvió para mirar a su hermana mayor.

– Según dice Weston, Randa se está viendo con Hunter a escondidas.

– Somos amigos -dijo Miranda, algo que no era mentira del todo.

– Y algo más.

– ¿De verdad? -Claire, siempre romántica, parecía intrigada.

El maldito Weston Taggert y su bocaza.

– ¿Cómo es ese dicho de no busques en el ojo ajeno la paja que tienes en el propio? -preguntó Tessa. Se dejó caer de nuevo en la silla y extendió una gruesa capa de mermelada en la tostada.

Miranda supo que su rostro, súbitamente acalorado, la había delatado.

– ¿Tú y Hunt? -Claire todavía estaba digiriendo aquella información-. ¿De verdad?

– Tampoco es para tanto.

Tessa dejó los ojos en blanco un segundo.

– ¡Sales con él! -Los labios de Claire formaron una pequeña sonrisa-. No me lo puedo creer.

– No. No es nada. -Aquello sí que era mentira. Sus sentimientos hacia Hunter eran importantes, muy importantes, la única y más significante relación que había tenido en su vida.

Tessa hizo un ruido despectivo con la garganta.

– ¿Qué diría papá, eh? Su hija mayor, la seria, la buena, la que hace planes de futuro para… ¿dónde era? ah, sí, Radcliffe, Yale o Stanford, ¿no?

– Willamette.

Tessa volvió a gesticular con los ojos.

– Todos esos nobles ideales, cuando en realidad está saliendo con el hijo del portero, haciendo Dios sabe qué. -Chasqueó con la lengua y meneó la cabeza de un lado para otro haciendo teatro-. Y mamá, oh, Randa, piensa qué diría ella sobre salir con alguien por debajo de tu posición.

– No está por debajo… -Miranda volvió a cerrar la boca-. No me puedo creer que estemos teniendo esta conversación.

– Fuiste tú quien empezó.

– ¡Y la voy a acabar ahora mismo! -Miró de nuevo el reloj-. ¿Dónde está Ruby? Nunca llega tarde.

– Dale un respiro, ¿no? Mamá y papá están en Portland. Probablemente se haya dormido. Ya sabes lo que dicen. Cuando el gato no está…

Tessa se chupó el extremo del labio con la lengua.

– Parece que estás llena de viejos dichos, ¿no?

– El que se pica…

– ¡Venga, para ya! -Claire dio un buen trago al café-. Creo que vosotras dos tendríais que ser la primeras en saberlo.

– ¿Saber qué? -Miranda sintió el miedo recorrerle el cuerpo.

– Oh, oh. -Tessa dejó de sonreír.

– He tomado una gran decisión -Claire tomó aliento.

– ¿Sobre qué? -la ayudó Miranda.

Tessa sacudió la cabeza, como si ya hubiese adivinado de qué se trataba.

Claire dejó la taza en la mesa, dibujó una discreta sonrisa en su rostro y alargó la mano izquierda. En su dedo corazón destellaba un diamante, orgulloso, bajo la luz matutina.

– Ya es oficial -dijo. Su voz temblaba ligeramente. En sus facciones podía verse claramente la sensación de inseguridad-. No nos importa lo que piensen los demás. Harley y yo vamos a casarnos.

Capítulo 13

Las lágrimas de Kendall eran sinceras y amargas. Fluían de sus ojos azules del color de la porcelana hasta llegarle a la barbilla.

– No puedes -susurró, con los puños cerrados sobre la camisa de Harley. Su cuerpo parecía débil, debido al disgusto-. No puedes casarte con ella.

Se encontraban en la terraza de la casita en la playa de los padres de Kendall. Soplaba viento fuerte procedente del Pacífico, y la arena se levantaba por las dunas hasta llegar al suelo de la casa. El sol matinal era débil y Harley se mostraba tan frío como la muerte. Había ido a hablar con Kendall porque pensaba que debía ser la primera en saberlo. Ahora era consciente de que había cometido un error.

Tras las ventanas transparentes, vio a la madre de Kendall sentada en un sillón de piel, fumando un pitillo y sorbiendo café, con el periódico de la mañana. Parecía no tener el más mínimo interés por saber qué sucedía entre su hija y Harley, quien había estado saliendo con ella durante casi un año.

Gracias a Dios.

Harley quería consolar a Kendall, decirle que lo superaría, ayudarle con su dolor, ¿pero cómo podía cuando él había sido el causante? Su respiración caliente, mezclada con el llanto, resoplaba sobre su cuello y se sintió como un canalla. Mientras Weston disfrutaba rompiendo corazones de chicas, Harley lo odiaba.

– Mira, no quería que lo supieras por nadie más.

– ¿Pero qué… qué pasa si estoy embarazada? -Kendall se ahogaba al intentar hablar.

Harley sintió cómo el miedo, puro y verdadero, atacaba su sentido de la decencia.

– No lo estás.

– No… No lo sé -sorbió las lágrimas, e intentó arrimarse a él, pero renunciando, se separó.

Harley, por voluntad propia, la rodeó con los brazos. Avanzó un poco, para que la sombrilla, situada en una mesa de la terraza y agitada por el fuerte viento, pudiese ocultarles, por si la madre de Kendall les veía a través de la ventana.

– Tomamos precauciones. Ya te lo dije…

– Y yo te dije que nunca abortaría -dijo con tanta pasión que Harley se asustó-. Mi padre me mataría.

Se hundió contra él y Harley pudo oler su piel y el aroma del discreto perfume que llevaba, una fragancia que su tía le enviaba desde París cada Navidad.

– Todo saldrá bien.

– ¿Cómo?

– Yo… no lo sé -admitió, sintiéndose demasiado joven para enfrentarse a aquello. En realidad no creía que Kendall estuviera embarazada. Resultaba demasiado oportuno, encajaba con los propósitos de la chica a la perfección. Sin embargo, ¿cómo podría descubrirlo?-. Te acompañaré al médico -se ofreció.

– ¿Lo harías?

¡Maldita sea! Parecía esperanzada cuando lo que Harley intentaba hacer era averiguar la verdad. ¿Podía ser cierto? ¿Iba a ser padre? Oh, mierda.

– Por supuesto.

– Tengo la cita en tres semanas.

– ¿Tres semanas?

– Es lo más pronto que pude tener con el doctor Spanner en Vancouver. Probé un test de embarazo de esos y… y parece ser que… que estoy embarazada, pero quiero comprobarlo con un doctor.

– Oh, Dios.

Así que era verdad. Se le hizo un nudo en la garganta. Ella le sonrió.

– Por favor, hasta que nos aseguremos, no te precipites anunciando tu boda con Claire -arrimó su cabeza al pecho de Harley y supo que su corazón no podría decir que no. Tal y como nunca hacía. Señor, ¿por qué era tan niño?

– ¿Harley? -musitó, con la voz tan débil que Harley apenas podía oírla por encima del rumor de las olas. El agua salada se les pegaba a la piel.

– Sí -Harley jamás en su vida había tenido tanto miedo.

– Te quiero -suspiró contra su pecho-. No importa lo que suceda, siempre te querré.

– No. Por favor, Kendall…

– Haría cualquier cosa por no perderte.

– Estás hablando sin pensar.

– Puede ser -Kendall le miró con su rostro inocente. Sus labios descoloridos, sin pintalabios, le llamaban con señas-. Lo digo en serio. Pase lo que pase, me aseguraré de que me vuelvas a querer.

Y lo decía de verdad.


Weston encendió un cigarrillo. Lo dejó consumirse en un cenicero colocado junto al lavabo, mientras se remojaba la barba y a continuación extendía espuma de afeitar. Los ojos le escocían por la resaca y la cabeza le daba martillazos. Tenía un sabor asqueroso en la boca y le dolían ligeramente los músculos. Sin embargo, era de los que creía en el proverbio que dice que si vuelas con águilas por la noche, por la mañana despiertas con gorriones.

Con diestras manos se afeitó la barba de un día, y vio las marcas moradas en su cuello, chupetones de todo tipo. Tessa Holland le había hundido sus pequeños y ardientes labios contra la piel, succionándole más que cualquier otra chica con la que había estado. Demonios, se le ponía dura sólo de pensar en ella.

¿Quién habría pensado que era virgen teniendo en cuenta la manera en que se contoneaba por la ciudad desde hacía dos años? Cuando la llevó a la cabaña donde siempre llevaba a las chicas, Tessa estaba cachonda y dispuesta. No mostró miedo. Le besó y tocó como si fuese una mujer de mundo en lugar de una colegiala ingenua. En vez de una lolita.

Weston se cortó, dijo una palabrota, se frotó ligeramente la herida y se metió el cigarrillo Marlboro en un extremo de su boca, mientras continuaba afeitándose la barba. Debía haber tenido más cuidado, al menos haber utilizado condón, pero la idea de estarse acostando con una de las hijas de Dutch Holland le había dominado por completo.

Tessa no había sido su primera opción, por supuesto. Aquella obsesión se la tenía reservada a Miranda, pero esa noche no se sentía demasiado exigente. Tessa suspiraba cuando Weston la besaba, maullaba cuando le acariciaba los senos, gritaba cuando le mordisqueaba con los dientes los pezones de aquellos magníficos pechos, se excitaba con el roce de su lengua. Le tocó sus órganos sexuales como si estuviera acostumbrada, por eso Weston se sorprendió cuando, al abrirle las piernas, confiado en que estaría húmeda, notó que su cuerpo se resistía.

Sin embargo, no se detuvo. Tessa lo deseaba, se lo estaba suplicando, ¿o no? Parecía tan decidida a hacerlo como él. Al principió gritó, retorcida en aquella cama en la que Weston había practicado sexo tantas veces, pero enseguida se convirtió en el animal de sangre caliente que era en realidad.

Escupió una ráfaga de humo, apagó el cigarrillo y se aclaró el rostro. A veces se preguntaba por qué siempre llevaba puesta la quinta marcha en lo que se refería a las chicas. No podía mirar a una mujer sin sentirse fascinado ante la idea de acostarse con ella, y cuando se trataba de las hermanas Holland, aquella sensación era aún mayor. Se negaba a pensar que se debía a algún retorcido motivo relacionado con la traición de su madre… No, eso no podía ser. Tampoco podía ser por la enemistad entre las dos familias. En realidad no era eso. Era el gran reto que ello representaba. Miranda, Claire y Tessa eran jodidamente arrogantes. Tenían una actitud de «yo soy mejor que tú», acorde con su belleza, que era superior a sus fuerzas. Genial. Ya se había tirado a Tessa… Una virgen menos, le quedaban dos, aunque dudaba que esas dos fueran tan inocentes. Claire se estaba acostando con Harley, de eso estaba seguro, y Miranda, la princesa de hielo en apariencia, seguramente era todo fuego bajo aquella superficie.

Quería llevarse a la cama a las tres Holland fuera como fuera. Pero aquellos pensamientos eran normales. Lo malo era que siempre actuaba siguiendo sus impulsos, incluso cuando sabía que tendría que ser más selectivo, posiblemente debido a los sermones de su madre. Como si ella supiera algo sobre la virtud.

Apretó los dientes y frunció el ceño frente al espejo. Vio los años retroceder hasta el momento en que era un niño, con no más de diez o u once años. Se recordó subiendo a su roble favorito, buscando ardillas, con el tirachinas preparado para disparar, aunque él habría deseado tener una escopeta, como algunos de sus amigos. Siempre se colocaba en la misma rama, con los ojos fijos, mirando hacia un árbol donde solía vivir una familia de ardillas. Mientras tanto, oía flotar la música por la ventana del segundo piso de la casa de campo.

Mick Jagger, el cantante favorito de su madre en los últimos años, a quien había visto en persona y de quien había conseguido un autógrafo, cantaba «Brown Sugar» una vez más. Puf, Weston estaba harto de aquella canción. La llevaba escuchando durante años. Miraba asombrado cómo su madre, normalmente prudente, cerraba los ojos, meneaba la cabeza y movía las caderas al ritmo de la música. Sencillamente no lo entendía. Y en aquel momento no quería ruidos. Estaba a punto de disparar a las ardillas.

Se disponía a bajarse del árbol cuando oyó risas procedentes de la ventana abierta. Una de las risas era de su madre y la otra no la pudo reconocer. Una voz, más grave y masculina, dijo algo que no pudo entender, y Mikki Taggert se rió de nuevo como una colegiala. Weston tuvo la sensación de que algo no iba bien, y aunque sabía que no debía, se aproximó a la rama que quedaba más cerca de la casa de campo.

– No puedo creer que estés aquí -dijo Mikky, susurrando de nuevo encantada, mientras terminaba la canción.

– No soportaba estar lejos.

– Me alegro.

Hablaba tan bajo que Weston tuvo que acercase un poco más hacia la ventana, con las manos sudorosas, mientras miraba hacia el suelo, que parecía estar muy lejos.

– Parece como si estuvieras esperándome.

– No, tonto, me disponía a tomar al sol.

Tronó una risa fuerte.

– ¿En septiembre?

– ¿Por qué no?

– Creo que podemos hacer algo más.

– Eres malo -dijo Mikki, aunque no parecía asustada.

Susurraba en voz baja. A Weston se le pusieron los pelos de punta, como si hubiese escuchado el sonido de unas uñas arañando una pizarra. Algo en su cabeza le advirtió que bajara del árbol, que corriera tan rápido y lejos como le permitieran las piernas. Pero era como si un imán le atrajera y le hiciera permanecer junto a la ventana, empujado por una fuerza irresistible y probablemente malévola.

– ¿Malo? -repitió el hombre, y Weston creyó oír el sonido de cubitos de hielo cayendo en un vaso-. No lo creo.

– ¿Qué diría Neal?

«¡Eso! ¿Qué diría papá?»

Risas. Graves, misteriosas y temerarias.

– Bueno, esa pregunta es interesante, pero no pensemos en él ahora.

– ¿No deberíamos? -La pregunta de Mikki Taggert quedó colgada en el aire-. Creía que todo esto tenía que ver con él, ya que es a él al que de verdad estamos jodiendo, por así decirlo.

La ventana y el bajo de la cortina estaban ya muy cerca. Weston estiró el cuello y echó un vistazo al interior. Acostumbró sus ojos a la oscuridad de la habitación. El estómago se le revolvió. Allí estaba su madre, de puntillas, con los brazos alrededor del cuello de aquel enorme hombre, cuyos dedos se movían por la espalda de su madre, desabrochándole la parte superior del bikini. Mikki tenía el cuerpo bronceado untado de crema para el sol.

El hombre la besó y con un movimiento rápido le quitó el sujetador. Weston tragó saliva cuando vio los pechos de su madre. Estaban blancos, las marcas del sujetador enmarcaban su belleza, ya que el sol nunca los había tocado. Los pezones tenían forma de grandes discos oscuros. Weston apretó los ojos y casi se cae de la rama. El cerebro le zumbaba. ¿Qué estaba haciendo su madre con aquel tipo, aquel extraño de cuello ancho y pelo castaño, casi canoso?

Tenía el estómago revuelto e hizo lo posible para evitar las arcadas y empezar a vomitar. El sudor le recorrió la nariz y pidió a Dios que jamás hubiera subido a aquel árbol, ni que se hubiera acercado a aquella maldita ventana. Sin embargo, allí continuaba, incapaz de apartar la mirada, observando, con morbosa fascinación, cómo su madre, la mujer a la que siempre había admirado, permitía que aquel tipo la besara. Las manos del hombre tocaban aquellos pechos blandos, mientras ambos se acostaban sobre el edredón que había cosido la abuela. Mikki hacía sonidos graves y desagradables con la garganta y se encorvaba hacia el hombre, frotándole la entrepierna.

Weston notó la bilis subiéndole por la garganta, mientras veía cómo aquel hombre se quitaba la camisa. Notó el tirachinas que llevaba en el bolsillo del pantalón marcándosele en el culo, y pensó en apuntar hacia la ventana y disparar a aquel tipo una piedra directa a la cabeza. ¿Por qué no? El muy cabrón se lo tenía merecido. Se dispuso a coger el arma, en el momento en que escuchó emitir a su madre un largo y profundo:

– Ooooh, eso es, cariño.

A Weston se le partió el corazón. ¿Cuántos sermones les había dado su madre a él y a su hermano pequeño sobre ser bueno, jugar limpio, no mentir y ser siempre leal? No podía contar las veces que Mikki les había acariciado la cabeza con aquellos dedos amorosos, les había puesto bien la corbata y había llevado a Harley, a la pequeña Paige y a él a la iglesia donde, desde lo alto del pulpito, el reverendo Jones, el pastor más aburrido del mundo, hablaba sin cesar sobre la cólera y el poder de Dios.

Mamá siempre les había pedido que fuesen sinceros con ellos mismos, con la familia, con Dios y Jesús. Les había dicho cientos de veces que debían seguir siempre los Diez Mandamientos y la Regla de Oro. Y, en cambio, allí estaba ella, quitándole la ropa a un tipo, follándoselo. Por el amor de Dios.

Estaba demasiado oscuro para ver el rostro del hombre, pero mirando aquella pecosa y peluda espalda, Weston sentía la asquerosa sensación de que podría conocerle. Había un espejo al otro lado de la habitación, frente a la cama, pero el tipo nunca lo miraba. Lo único que Weston podía ver era la coronilla de aquel hombre mientras montaba a su madre, de espaldas a la ventana. Weston oyó el inconfundible sonido metálico de una cremallera al bajarse.

– ¿Me quieres, cariño?

¡Esa voz! Weston la había oído antes.

– Sí.

– ¿Cuánto, amor? Enséñale a papá cuánto le quieres.

No podía soportarlo ni un minuto más. Cogió el tirachinas y una piedra afilada que llevaba en el bolsillo trasero, y apuntó. Soltó la goma a través de la ventana abierta, hacia aquella espalda pecosa y blanca. El pequeño misil salió disparado.

¡Crash! El espejo sobre la cómoda se hizo añicos, y el hombre, sobresaltado, gritó y miró hacia atrás. ¡Oh, mierda! Estaba perdido. Saltó de la rama y cayó, sintiendo un fuerte golpe en los talones. Weston pudo reconocer la cara roja de Dutch Holland.

Dutch Holland. El rival de papá. ¿Mamá se había estado follando a Dutch Holland?

El sentimiento de traición invadió su cerebro.

– ¿No era tu hijo? -preguntó Dutch.

Weston se escondió entre la maleza, asustando a un conejo que había entre los heléchos. Salió de allí rápidamente.

La infernal imagen de su madre, ¡su madre! fornicando con Dutch Holland le ardía en la cabeza, le nublaba los sentidos. ¿Cómo podía? ¿Cómo? ¿Con aquel hijo de puta? Sin mirar atrás, Weston salió corriendo. Cada vez más deprisa. Tropezándose con los baches y agujeros que había en el suelo. Las ramas que le arañaban la cara le hicieron llorar, ya que no era posible que estuviera llorando por su madre. De ningún modo. «Jezabel. Hija de puta. Zorra.» Se adentró en el bosque, alejándose todo lo posible de aquella escena horrible, repugnante y asquerosa que se había alojado en su cerebro. Mikki cantando. Mikki riendo. Mikki gimiendo mientras la penetraba aquel cabrón.

Le entraron náuseas y tuvo que detenerse para devolver. A continuación, volvió a correr, chapoteando entre las rocas húmedas bajo sus pies. Se abrió paso con dificultad entre los zarzales, los cuales le rompieron los pantalones. Las telarañas y las hojas le secaron las lágrimas. Sollozando, asustado y furioso, corrió adentrándose más y más en el bosque, todo lo lejos que pudo, hasta que cayó al suelo, con las manos apoyadas en la tierra. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo? Respiró con dificultad y la imagen de su madre le desgarraba el cerebro. Su maldita madre, aquella que se hacía pasar por buena, cristiana practicante y piadosa.

La odiaba.

Odiaba al jodido Dutch Holland.

Iba a devolverles aquello a los dos. Algún día. De alguna manera. Eso es. Les iba a enseñar a ambos. Comenzaría por desaparecer. Haría que la perra de su madre se preocupase por él… si es que se preocupaba… Quizá ni le importaba. Quizá nunca le había importado.

Permaneció allí aquella noche, escondido en el bosque, agazapado bajo una roca saliente donde imaginaba que vivían pumas, osos y coyotes. Al día siguiente estaba cansado, hambriento y enfermo al pensar en la perra de su madre. No quería vivir y esperaba que su madre se estuviera muriendo de preocupación por él. Cuando la noche volvió a caer, durmió fuera del bosque, esta vez más cerca de la casa, lo bastante para ver la luz de la casa a través de los árboles, una luz que le hacía señas para que volviese a casa.

El tercer día tenía el estómago encogido por la falta de alimento. Entró a hurtadillas en la cocina para coger un par de Coca-Colas del porche trasero y una caja de pastelitos de la despensa cuando su madre le pilló. Vestida con traje de chaqueta y pantalón color beige, con el bolso sobre el brazo, como si se dispusiera a ir al supermercado, le observaba desde el pasillo.

– Creo que tenemos que hablar, Wes -le dijo. Sus ojos azules tenían luna expresión fría, sin emoción-. Tu padre está muy enfadado por tu escapada.

Weston no dijo una palabra, simplemente permaneció junto a la puerta, preparado para salir corriendo hacia el bosque.

Chasqueando la lengua, sacudió la cabeza.

– Mírate. Estás asqueroso. Pero bueno, si vas arriba y te lavas, creo que podré arreglar las cosas para que tu padre no te dé una paliza.

Weston entrecerró los ojos. Aquello no podía ser verdad. Nada de lo que le estaba diciendo podía ser verdad.

– Le dije que rompiste el espejo de la casa de campo, que te escapaste y que lo mejor era que vinieras por voluntad propia en lugar de enviar a la policía para que te buscara. Pero tu padre… bueno, ya sabes cómo es. Como te he dicho, está enfadado contigo, hijo. Muy enfadado.

– ¿Y qué pasa contigo? ¿Está furioso contigo también?

– ¿Por qué tendría que estar furioso conmigo? -preguntó como si no lo entendiera. Se había acostado con el enemigo de su padre y ahora jugaba a hacerse la inocente.

– Por lo del tipo aquel.

– ¿Qué tipo?

– El señor Holland. Estabas en la cama con el señor Holland. ¡Follándotelo!

– ¿Qué? -Cruzó la habitación y le pegó una bofetada tan fuerte que la cabeza le golpeó contra la pared-. Fuera de aquí tú y tu asquerosa forma de hablar.

– Pero estabas…

¡Zas! La mano le volvió a golpear en la mejilla.

– Jamás inventes mentiras sobre mí, Weston. Soy tu madre y merezco un respeto. Ahora hablaré con tu padre. Le diré que no te castigue demasiado por romper el espejo y escapar, pero si empiezas a decir todas esas mentiras sobre mí, no podré ayudarte.

– Yo no estoy mintiendo.

– Claro que sí -dijo, inclinándose hacia él de manera que sus narices casi se tocaban-. Has sido un mentiroso desde el día que naciste, Weston. Siempre inventando historias, aunque hasta ahora habían sido inofensivas. Pero esto…, esta mentira… es malvada. Si dices una sola palabra más sobre ello, sólo una, te juro que se lo diré a tu padre, y él hará que tu vida se convierta en un infierno. Sabes que puede hacerlo, Weston. Ya lo ha hecho antes. Así que, ¿qué vas a hacer? ¿Aceptarás el castigo por haber roto el espejo y escaparte? ¿O vas a seguir mintiendo sobre y mí y a obligarme a que tu padre te aisle en el sótano? ¿Recuerdas el sótano? Viste una rata allí abajo la última vez, ¿verdad? Y arañas.

– Las arañas no me dan miedo -pero se estremeció. Recordaba la vez en que le encerraron allí. Hacía frío, humedad y estaba oscuro. Tenía el trasero ardiendo debido a los azotes que su padre le había dado con el cinturón, y podía recordar las burlas de Neal Taggert al otro lado de la puerta.

– Vigila tu puñetera bocaza, Wes, o te dejaré ahí para siempre. Jamás recibirás un trozo de mi fortuna. No señor, te desheredaré y te dejaré ahí hasta que te pudras.

Su madre le observó. Levantó su oscura ceja con actitud escéptica.

– No te asustan. De acuerdo. Pero lo que espero de verdad es que te comportes como el chico listo que siempre he pensado que eras. El hijo bueno, inteligente y cariñoso.

Enderezándose, se cruzó de brazos y Weston apartó de su mente la imagen de aquellos pezones sobre la piel clara de su madre y los dedos gruesos de Dutch Holland tocándola.

No tuvo elección. Las botellas de Coca-Cola se le escurrieron de los dedos y caminó por el suelo de parqué.

– Vale -susurró, frotándose la sien.

– ¿Vale, qué?

– Vale, no diré a nada acerca del señor Holland.

– Querrás decir que no dirás mentiras sobre mí.

Weston miró hacia arriba y sintió la expresión fría en los ojos de su madre.

– Diré lo que quieras.

– Yo sólo quiero la verdad, Weston -dijo ella-. Ahora, sube y lávate. Tira a la basura esa espantosa ropa y el tirachinas. Tendrás un castigo, por supuesto, pero será sólo una pequeña lección, de una semana o así, y le diré a tu padre lo arrepentido que estás. ¿Te parece? -Su sonrisa era tan falsa y brillante como la imitación del oro.

– No lo olvidaré -dijo Weston con tono triste.

– ¿No olvidarás qué?

– Jamás lo olvidaré -repitió, y seguidamente subió las escaleras.

Desde entonces la relación con su madre nunca fue igual y sus sentimientos hacia todos aquellos que se apellidaban Holland se riñeron para siempre.

Así pues, tampoco podía sentirse mal por arrebatarle la virginidad a Tessa. Ella prácticamente se la había ofrecido en bandeja. Ojo por ojo, pensó Weston. Dutch Holland se había tirado a su madre, y ahora él le había devuelto el favor haciéndoselo con la tercera de sus hijas. Se sentía bien. Como si estuviera recuperando una pequeña parte del amor propio de los Taggert.

Había aprendido de su madre. En la primera década de su vida, Weston había pensado que su padre era el listo de la familia, pero Mikki Taggert tenía un talento que no conocía ni su marido.

Weston se secó la cara, se quitó los trocitos de papel higiénico que se había puesto en las heridas, y se dijo que debía saborear el triunfo sobre Tessa Holland todo lo que pudiera. Después, quién sabe, quizá podría encontrar la manera de hacerse con Miranda. Arrastrando los pies, pensó en la hermana mayor de las Holland. Aquella chica, de cuerpo escultural y pelo oscuro, ojos inteligentes y mordaz, era todo un reto. Oh, cómo le gustaría seducirla.

A Tessa no había tenido que seducirla. Fue ella quien había decidido que él sería el primero. Con Miranda sería más difícil. Sonriendo, mientras se ponía la hebilla del pantalón, no le importó pensar en la idea de que tal vez, solamente tal vez, Tessa Holland le había manipulado en lugar de ocurrir al revés.

Cogió la chaqueta y salió del lavabo. Encontró a Kendall Forsythe con la misma mirada que una muñeca de trapo que ha perdido su relleno. Estaba sentada en la esquina de la cama de Weston.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Weston miró hacia la puerta. Dios, esperaba que nadie la hubiera visto.

– Me ha abierto Paige.

– ¿Sabe que estás en mi habitación?

– Yo… no tenía elección. -Se tapó la boca con la temblorosa mano, le miró, y rápidamente apartó la mirada-. Sé que esto es violento. Oh, Dios, no me creo que de verdad lo esté haciendo.

– ¿Haciendo qué? -Weston estaba perplejo, pero empezó a tener una ligera idea de lo que pasaba por aquella preciosa cabecita.

Cerró los puños, se levantó y caminó hacia la ventana abierta.

– Yo… eh… creo que voy a aceptar tu oferta -dijo en voz tan baja que Weston apenas pudo oírla.

– ¿Mi oferta? -Entonces recordó-. Ah.

– Eso es -Kendall se puso recta y se volvió para mirarle. Tenía la piel suave blanca como la tiza-. Necesito quedarme embarazada, y rápido.

Weston no pudo evitar sonreír. Sus pensamientos sobre Miranda y Tessa Holland desparecieron.

– Tú me conoces, Kendall -le dijo, caminando tranquilamente por la habitación, observándola como un depredador observa a su presa-. Siempre estoy dispuesto a hacer favores.

Capítulo 14

– Así que por fin es oficial, las dos familias más ricas en todo el maldito estado se van a unir. -Jack Songbird se colgó el rifle al hombro, entrecerró un ojo, y apretó el gatillo. Cayó una lata desde lo alto de una bola de heno, situada a lo lejos en un campo cercano a la playa. El cielo estaba nublado, oscuro, a punto de estallar una tormenta-. Harley Taggert se va a casar con Claire Holland.

A Kane aquella noticia le sentó como un tiro. Se negaba a imaginarse a Claire pasando el resto de su vida con el pardillo de Taggert. Diablos, ¿qué tenía aquel tío aparte de dinero y más dinero?

– Eso sólo sucederá si las dos familias lo permiten.

Kane ya había escuchado aquel rumor local en peluquerías, tiendas de comestibles, grupos de catequesis, tabernas, cafeterías, restaurantes y licorerías. Se extendía con la rapidez de un incendio en un bosque. Había llegado a todas las pequeñas ciudades a lo largo de la costa.

– ¿Y qué pueden hacer?

– Claire es menor. Necesitará la firma de su padre.

– A menos que esperen a que cumpla los dieciocho años.

Todos los músculos del cuerpo de Kane se contrajeron de repente, como la cuerda de un arco. ¿Qué más le daba? Claire Holland podía casarse con quien le diera la gana. No era más que una rica presumida con carácter, y sus sentimientos hacia ella eran completamente estúpidos, un sentimiento colegial que había ido alimentando a medida que pasaban los años. Sin embargo, no podía dar marcha atrás y hacer como si no le importase, cuando se sentía así. Habían pasado casi dos semanas desde la última vez que se habían visto, y pronto se uniría al ejército. El tiempo se le agotaba.

Kane cogió una botella, bebió hasta acabarla y la tiró al suelo. Luego levantó su pistola del calibre 22 y apuntó concentrado. Apretó el gatillo y falló. Jack soltó un whoop que recordaba a los indios de las películas.

– Patético hombre blanco -se burló. Era su broma habitual.

– Sí, veamos cómo lo haces con una flecha y un arco.

– Seguro que mejor que tú. -Miró el reloj y le insultó-. Hijo de puta. Maldito hijo de puta. -Luego sonrió-. Llego tarde a trabajar.

– No deberías perder la noción del tiempo.

– ¿Te gustaría trabajar para Weston Taggert? -Cruzó los labios con una expresión de desprecio, y el odio se hizo palpable en su rostro.

– No.

– A mí tampoco. Precisamente me he peleado esta mañana con mi madre por ese motivo. Le he dicho que lo iba a dejar, y ella me ha dicho que nunca encontraré otro trabajo por aquí. Hice que llegara tarde a trabajar. Tío, ¡no veas cómo se cabreó! -Se apartó un mechón de pelo color azabache de la cara y con una expresión pícara contrajo las marcadas facciones de su rostro.

– ¿Sabes qué necesita Weston Taggert?

– Se me ocurren muchas cosas.

– Alguien debería entrar por la noche en su cuarto y asustar a ese jodido cabrón arrancándole parte de la cabellera, al menos el pelo. Por pura diversión.

Seguidamente apuntó y pegó tres tiros seguidos, los cuales rozaron dos latas e hicieron pedazos una botella.

– Buen ojo -comentó Kane, admirando la obra de Jack. En el suelo había tres botellas hechas pedazos y las numerosas latas que habían derribado.

– Estaba imaginando que apuntaba a la horrenda cara de Taggert.

«No eres el único», pensó Kane mientras se quedaba quieto para apuntar a la última botella, sin embargo, no llegó a apretar el gatillo.

– Ten cuidado con lo que dices por aquí.

– Sí, podría llegar a sus oídos, por mi hermana. -Jack vio un halcón volando en círculos y apuntó hacia él, como si quisiera pegarle un tiro-. No alcanzo a entender por qué se empeña en ser la puta de ese cabrón. -La afilada lengua de Jack era cruel-. Sólo la está utilizando.

– Utiliza a todo el mundo.

– Quizá yo debería empezar a follarme a su hermana pequeña, a ver qué tal sienta.

– Sólo es una cría, y graciosa. Es un bicho raro.

Según Kane, Paige Taggert estaba loca, pero en realidad qué iba a saber él, si sólo era un trozo de basura blanca y pobre. Basura blanca pobre enamorada de una de las princesas de la localidad. Si hubiese tenido una pizca de sentido común, habría dejado la ciudad en aquel mismo instante. Habría insistido en unirse al ejército esa misma semana, en lugar de esperar… ¿a qué? Echó un vistazo al cielo a punto de llover y sintió el mismo mal presentimiento que había tenido durante toda la semana.

Jack seguía despotricando.

– Sí, bueno, Crystal también es una cría, pero bien que se acuesta con ella y no le importa que sea menor cuando se la tira.

– Crystal se dará cuenta.

– O la dejará preñada -refunfuñó Jack, mientras Kane pegaba otro tiro a la última botella.

Ni la rozó. Aquella botella se estaba burlando de él.

– Deberías dejarlo -dijo Jack, alzando el rifle y disparando. La botella se rompió y los trozos cayeron al suelo-. No eres bueno en esto. -Se colgó el rifle a la espalda y empezó a caminar apresuradamente por el campo-. Nos vemos luego. Con un poco de suerte quizá me despidan.


– Tú no te vas a casar con nadie, y menos con un Taggert. Y no hay más que hablar -dijo Dutch en la mesa del comedor.

Sus labios apenas se movieron. Estaba irritado y la cólera le palpitaba bajo la mandíbula.

– Demonios, estoy sólo dos días fuera de la ciudad ¿y qué sucede? A ti -miró a su hija menor con ojos azules y fríos- te ven bebiendo, bebiendo, a ti, cuando tienes seis años menos de lo permitido, en el complejo, mi complejo, y encima, más tarde, con Weston Taggert, y tú -centró su atención de lleno en Claire de nuevo, con actitud severa- eres lo bastante estúpida para pensar en casarte con el mayor imbécil de esa maldita familia.

Apartó el plato en un arrebato de furia. La salsa de carne de ternera salpicó el mantel de lino. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para coger un puro.

– Por el amor de Dios, Benedict, contrólate. -Dominique tenía el rostro tenso y blanco, con la boca arrugada por el disgusto-. Al menos los hijos de Taggert poseen respetabilidad.

– Querrás decir dinero -corrigió Tessa.

Miranda deseó que su hermana pequeña cerrara el pico. Cuando su padre estaba de aquel humor no había manera de hablar con él.

– No hay la más mínima respetabilidad en esa apestosa familia. -Dutch estaba en pie, con el puro entre los dientes-. Sabía que esto sucedería, ¿sabes? -le dijo a su mujer, mientras descansaba una mano en el picaporte de las puertas francesas. El puro se movía en su boca-. ¿No te lo dije? Cuando cada una de ellas nació. Problemas.

– Tú querías hijos varones -dijo Dominique, mostrando rechazo y desilusión en sus palabras.

Claire se mordió el labio superior, Tessa hizo un gesto con los ojos y Miranda, que ya había escuchado aquella discusión en otras ocasiones, empezó a sentir dolor de cabeza.

– Pues claro que quería hijos. Grandes y robustos muchachos que heredaran todo por lo que he trabajado. Yo provengo de una familia de hombres, Dominique.

– Esto no tiene que ver con ella -le interrumpió Tessa.

– Claro que sí. Con todas vosotras. Me siento como pez fuera del agua en mi maldita casa. ¡Chicas! He estado a punto de enviaros a un internado. Demonios, a vuestra madre le encantaría que estudiarais en Suiza, o en la puñetera Francia, y, creedme, os mandaré a las tres al extranjero si escucho algo más acerca de casaros con un Taggert.

– Pero… -dijo Claire, levantándose de la silla.

– No estoy bromeando. Ponme a prueba y cogerás el primer vuelo que te saque de Portland.

– ¡Yo le quiero! -declaró Claire, temblorosa, enfrentándose a su padre, desafiándole por primera vez en su vida.

Miranda deseó darle una patada a su hermana por debajo de la mesa para hacer que se callara. Aquel no era el momento. Debía dar a su padre tiempo para que se le pasara.

– Que le quieres -murmuró Dutch-. ¿Amor? Y supongo que él también te quiere.

– S… sí-dijo ella, tragando saliva con dificultad.

– ¿Y por eso sigue yendo detrás de la hija de los Forsythe?

– ¿Qué?

– Dutch, no -dijo Dominique.

– Claire debería saber con quién está tratando. He hecho que uno de mis hombres de seguridad vigile a Harley Taggert, porque sospechaba que algo así podría suceder.

Miranda se quedó helada.

– Eso es. Y tu preciado Harley, el mismo hipócrita que te dio ese puñetero anillo, te ha estado engañando.

– ¡No!

Dutch sacudió la cabeza ante la negativa de Claire.

– Por supuesto que es verdad. Pero tú estás demasiado enamorada como para percatarte de lo evidente. Igual que Weston -dijo, mirando de reojo a su hija pequeña-, es tan fiel como un perro sarnoso detrás de una perra en celo. Ese tipo no puede dejar de bajarse los pantalones, así que las dos, manteneos alejadas de los Taggert. Tú, al menos pareces tener algo de sentido común en lo que refiere a los chicos.

Miranda se marchitó por dentro. Ella era la hipócrita. Sus hermanas no se escondían, en cambio ella estaba viendo a Hunter en secreto, por miedo a la reacción de su padre. Estaba harta de seguir en su línea de buena chica.

– Chicas. Mierda. -Meneó la cabeza, y a continuación se calló.

Pero Miranda sabía lo que rondaba por su mente. Había oído las mismas discusiones entre sus padres durante años. Dominique había fallado a Dutch por tener sólo hijas. Ningún hijo. Él le había suplicado, rogado, berreado y exigido que tuviesen otro hijo, pero ella se había negado, afirmando que su último embarazo casi acabó con su vida. No quería arriesgar su salud nunca más por tener otro hijo.

Las peleas nunca habían sido en presencia de las chicas. Miranda pensaba, mientras colocaba los guisantes alrededor del plato, que hasta aquella noche Tessa y Claire no conocían la profunda decepción de su padre por no tener hijos. Miranda no había tenido ese lujo, ya que su habitación estaba al lado de la de sus padres. No había ningún baño enorme ni armario que amortiguara el sonido de las discusiones o el de cuando hacían el amor. Por suerte, esto último era bastante infrecuente. Le ponía enferma la idea de que su madre y su padre estuviesen enrollados desnudos en la cama, haciéndolo, especialmente después de una de sus peleas. Durante años había oído las quejas de su padre y las respuestas de Dominique, quien decía que el sexo que tenían sus hijas era por su culpa. Obviamente, él no era lo suficiente hombre para engendrar varones en cuatro intentos. Incluso su primer hijo, un bebé que se perdió a principios del segundo trimestre de gestación, había sido una niña.

De pequeña, Miranda se había sentido culpable, como si el hecho de haber nacido mujer fuese culpa suya. Había intentado complacer a Dutch, ganarse su aceptación, ser el hijo que nunca había tenido. Miranda era lista, una estudiante excelente, era la capitana del equipo de debate, trabajaba en el periódico de la escuela, fue admitida en varias universidades de élite, pero, maldita sea, no podía conseguir que le crecieran partes masculinas en su anatomía, y por el hecho de ser mujer sería castigada de por vida.

A los dieciocho años estaba empezando a entender que jamás complacería a su padre. Ningún logro haría que se sintiese orgulloso de ella. Así pues, dejó de intentar satisfacerle e intentó, desde entonces, darse gusto a sí misma. Con Hunter.

Vio a Dutch pegar un portazo con las puertas francesas, lo que provocó un temblor en las ventanas y en los candelabros. La luz de cientos de velas se balanceó en las paredes y se reflejó en las ventanas formando agitados puntos.

Dominique echó una mirada a la silueta de su marido y suspiró, con aquella paciencia que había desarrollado a lo largo de los años que llevaba conviviendo con aquel hombre inestable. Se echó un cucharón de salsa de queso sobre los tacos de patatas y dijo con tranquilidad:

– Dejad que se le pase. Es su forma de ser y no podemos hacer nada para cambiarlo.

– Es un cerdo -dijo Tessa, siempre con el corazón en la mano, sin controlar la rabia.

Dominique levantó las cejas.

– Es vuestro padre. Tenedlo en cuenta.

Tessa frunció el ceño y jugueteó con el agua en su vaso.

– No veo por qué. Podrías divorciarte de él.

– ¡Tessa! -chilló Claire-. No lo dices en serio.

– Claro que sí. No es ningún pecado, ¿sabes?

En el fondo, Miranda se preguntaba por qué sus padres continuaban juntos.

– Dije que hasta que la muerte nos separe y así será -dijo Dominique seria-. Somos una familia.

– ¿Y eso significa que tenemos que hacer todo lo que él quiera? Nos dice qué es lo que hemos de hacer y nosotras le hacemos caso. ¿Claire debería dejar a Harley y yo… yo debería dejar mi vida? -Tessa sacudía sus furiosos dedos en el aire, a la vez que miraba con odio hacia su padre, apoyado en la baranda, contemplando el agua, con la punta del puro roja y brillante en mitad de la oscuridad.

– Yo desapareceré antes de que me mande a una escuela a Europa.

– Eso son sólo palabras -dijo Dominique-. Dejad que se le pase.

Claire echó la silla hacia atrás.

– No puede evitar que me case con Harley

– Claro que puede, cariño -dijo Dominique. Su rostro de repente pareció mayor.

– ¡Eso son tonterías! No puede decirme qué tengo que hacer. -Tessa apartó la silla bruscamente y corrió hacia la parte delantera de la casa.

– Tessa me preocupa -continuó Dominique- tan exaltada, y tú -se acercó a Claire, tocándole la mano, con aquellos largos dedos que llevaban el anillo de compromiso- no es bueno enamorarse tan profundamente de alguien.

– ¿Por qué no? -preguntó Claire.

Parecía nerviosa y apartó la mano de su madre.

– Siempre deberías reprimirte un poco. Por si acaso.

– ¿Por si acaso qué?

– Por si acaso el hombre al que amas no te ama igual a ti.

– Harley me ama -dijo Claire apresuradamente, mientras apartaba la silla de la mesa-. ¿Por qué nadie me cree?

Luego salió de la habitación. En aquel momento Miranda pudo vislumbrar la duda en sus ojos. La preocupación nublaba su mirada.

– Oh, Señor -dijo Dominique una vez que estuvieron solas Miranda y ella. El sonido de los violines tocando una conmovedora pieza flotaba suavemente por la casa y sustituía el doloroso silencio-. Aprende una lección, Randa. -Sonrió con tristeza- supongo que no hace falta que te hable de este tipo de cosas.

– No, mamá, no hace falta -dijo Miranda, aunque sabía que estaba mintiendo entre dientes.

– Bueno, algún día un chico te tocará de una manera especial y entonces, por el amor de Dios, ten cuidado.

– ¿Es lo que te sucedió a ti con papá?

El rostro de Dominique se cubrió con una máscara realmente triste. Miró por la ventana, hacia el porche donde su marido estaba exhalando nubes de humo en aquella noche estrellada.

– No -admitió-, lo cierto es que yo crecí sin dinero, ¿sabes? Tu padre era rico y yo… yo decidí que era mi única escapatoria. Me quedé embarazada.

– ¿A propósito? -susurró Miranda, pensando en aquel bebé que murió en el vientre de su madre. La hermana mayor que nunca había tenido.

Dominique se encogió de hombros.

– Hice lo que tenía que hacer, y nunca me he arrepentido. Bueno, excepto en ocasiones como ésta. No entiendo por qué esta familia no se puede sentar sencillamente y disfrutar de una comida civilizada juntos.


Jack Songbird se subió el cuello de la chaqueta vaquera. Se había levantado viento procedente del Pacífico. Se avecinaba una tormenta. Bien. Le gustaban las tempestades. ¡Que lloviese! Estaba algo bebido. Echó una mirada a lo que quedaba de la hoguera. Las brasas rojas y calientes alumbraban aquella noche. Pegó un buen trago a la botella de güisqui y miró al cielo, contemplando unas pocas estrellas visibles a través de las nubes. Allí, en la cumbre, se sentía superior a todo. La ciudad de Chinook a lo lejos brillaba con sus luces artificiales. Pretendían imitar a las estrellas. En algún lugar, allá abajo, su padre y su madre seguramente se estarían preguntando dónde estaba. Bueno, podían seguir preguntándoselo. Le daba igual.

Ligeramente borracho, sacó una navaja y sonrió. Recordó cómo se había sentido al rayar la pintura de aquel elegante coche con la afilada hoja del cuchillo. Se había sentido bien. Genial. Nunca lo sabrían. Nadie podría probar que él había sido el vándalo. Si sus padres lo averiguasen alguna vez, se morirían de vergüenza. Parecía que aceptasen lo que les había tocado en la vida sin preocuparse demasiado. Tenían amor propio, en su identidad, pero parecían no aceptar la realidad: que se trataba realmente mal a los nativos americanos. Sus padres parecían defender a sus antepasados y sus costumbres, pero no hacían nada por avanzar. No les indignaba tener que vivir casi al nivel de la pobreza, aceptando los salarios que les imponían gilipollas como los Taggert o los Holland.

Mierda.

No era justo.

Y luego Crystal. Por Dios, ¿en qué estaba pensando? Saliendo con Weston Taggert cuando éste la trataba a patadas. Cómo se estaba echando a perder. Crystal era lista y guapa. Demasiado buena para Taggert.

Jack bajó la mirada hacia el filo del cuchillo y frunció el ceño. Había estropeado el coche, sí, pero rayarle la pintura había sido un acto de cobardía. Lo que de verdad necesitaba era clavarle a Weston aquel puñal en el pecho, enseñarle a aquel cabrón lo que merecía por tratar a una buena mujer como a una puta. Deslizó la hoja entre los dedos índice y pulgar, probándola. Sabía que nunca tendría las suficientes agallas para matar a aquel cabrón, incluso cuando se había estado beneficiando a Crystal y tratándola como si fuese basura.

«Solamente estás enfadado porque te ha despedido.»

Bueno, en parte así era. Jack volvió a dejar el chuchillo en la mochila. Seguidamente, dio un buen trago a la botella. Tal vez ahora podría desaparecer de aquel pueblucho, coger su furgoneta y dirigirse al sur. A California. Abandonar Chinook e ir a algún lugar mejor. Pero antes debía echar una meada. Mierda.

Oyó un ruido entre los árboles, justo en la zona donde no llegaba la luz de la hoguera. El vello de la espalda se le puso de punta. Sabía que en las colinas, un poco más arriba, se habían visto pumas y linces, y los osos solían merodear por aquella zona.

Jack ladeó la cabeza y aguzó el oído para oír mejor. Quizá no fuese nada. Una conejo o una zarigüeya o algún pájaro nocturno… No escuchó nada aparte del sonido del viento, el chisporreteo del fuego y el monótono rugido del océano, que chocaba contra las rocas de la orilla a cuarenta metros de profundidad.

Sólo era su imaginación, nada más. El viento.

Sin embargo… Sintió caer las primeras gotas de lluvia y pensó en marcharse, en volver a casa, en enfrentarse a la furia de sus padres al enterarse de que le habían despedido. Por Dios, a Ruby le daría un ataque, pero su padre se pondría aún peor, le impondría el castigo del silencio. Sí, era el momento de irse.

Mientras se ponía en pie, oyó otro sonido. ¿Pisadas? Se volvió rápidamente. Le pareció ver movimiento entre las sombras. Jack se quedó inmóvil.

– ¿Quién está ahí? -gritó, estrechando los ojos bajo un abeto, lejos del alcance de la luz del fuego.

No hubo respuesta.

Demonios, se estaba volviendo paranoico.

Demasiada bebida, poca comida. Necesitaba volver a la ciudad. Paseó para que se le bajara el alcohol que había ingerido. Admitió que eran imaginaciones suyas. Tambaleándose, caminó hacia el extremo de la cumbre. Allá, imaginaba, era donde habían vivido sus antepasados. Y sobre el mar era donde orinaba siempre que iba a aquel lugar. Se disponía a bajarse la cremallera, cuando escuchó otra vez ruidos. Era el sonido de pisadas corriendo hacia él. Se volvió enseguida. Vio un destello de algo en movimiento. Una piedra de superficie irregular y del tamaño de una pelota de béisbol le golpeó en la frente. ¡Crac! El punzante y cegador dolor le invadió el cráneo. Se tambaleo hacia atrás y resbaló con las botas en el fango, mientras buscaba algo con las manos.

– ¡Muere, bastardo! -susurraba una voz maléfica en la oscuridad.

Muerto de miedo, Jack cayó hacia atrás, chocando contra las rocas del acantilado, y finalmente se fue de cabeza al furioso y oscuro mar.


– ¡Estás fuera de tus cabales! -Weston golpeó con el taco de billar sobre la mesa donde estaba practicando tiros justo antes de que Harley apareciese y le diese aquella noticia de locos.

– Tú no te puedes casar con nadie.

– ¿Por qué no?

Weston reposó el trasero en el filo de la mesa de billar y miró a su hermano, como si Harley fuese un auténtico idiota.

– ¿No tenías algo con Kendall que no había acabado del todo?

– Eso se acabó.

– ¿Ah sí?

Weston echó una mirada hacia la entrada, ya que había percibido una sombra que se deslizaba escaleras abajo. Paige. Joder, aquella cría siempre estaba fisgoneando, metiendo la nariz en todo. Weston se preguntaba cómo podía ser familia de aquel hermano imbécil y aquella hermana chiflada. Según Weston, Paige necesitaba ir al psiquiatra. ¿Y tú? bromeaba su mente, buscándole las cosquillas.

Harley cogió la bola número ocho y empezó a jugar con ella nervioso, puesto que aquella situación era para estarlo. Siempre estaba en apuros, y ni él sabía hasta qué punto. Si las cosas iban según lo previsto, en poco tiempo Kendall le soltaría aquella noticia de que estaba a punto de ser papá, bueno, en realidad, tío.

– Kendall parece creer que vosotros dos aún seguís juntos.

– Pues no sé por qué lo piensa.

– Quizás es porque no te puedes apartar de su entrepierna.

Harley se ruborizó. Por Dios, no tenía agallas.

– No estoy viéndome con ella.

– De acuerdo. Entonces puedes casarte con Claire Holland y vivir una vida perfecta, ¿no es eso lo que quieres? Incluso aunque papá te desherede y no vayas a la universidad. ¿Acaso no sabes que tendrás que conseguir trabajo de mecánico, camarero o peón de fábrica? Eso si lo consigues. Vivirás en un apartamento asqueroso en una zona baja de Portland o Seattle o de donde sea, siempre y cuando encuentres a alguien lo bastante estúpido para contratarte. Papá no te recomendará, eso por descontado, y nunca has trabajado en tu vida. En cuanto a Claire, ella también tendrá que trabajar. De secretaria, recepcionista… Ah no, que a ella no se le da bien nada de eso ¿no? Tal vez pueda amaestrar caballos, enseñar equitación o algo así. Entonces todo será genial. ¡Perfecto!

– No sucederá así.

– Claro que sí, Harley. Claire no tendrá dinero, ni tú tampoco. Incluso tu coche está a nombre de papá. Supongo que no le habrás dado la noticia aún, ¿verdad?

– Lo haré cuando vuelva a la ciudad.

El teléfono sonó con un ruido estridente y la sombra desapareció escaleras arriba. Genial. Paige conseguía sacar a Weston de sus casillas. El porqué no lo sabía. Simplemente era una niña torpe.

– Cuando papá vuelva de Louisiana, ¿crees que aprobará la idea de que te vayas a casar con una de las hijas de su archienemigo? Claro que sí, Harley. Eso sucederá cuando a mí me crezcan cuernos.

– Tengo una noticia, Weston. Ya te han crecido.

– ¡Weston! ¡Teléfono para ti! -gritó Paige en dirección a las escaleras-. Es Crystal.

– ¡Mierda!

Harley tuvo las narices de sonreír.

– Al menos yo no me estoy acostando con una chica por el simple placer de hacerlo. Supongo que su hermano no estará muy contento con el hecho de que estés utilizando a su hermana como a una nativa a la que poder tirarte. ¿No es ese el término que utilizas cuando hablas de ella? Quizás alguien debería contárselo a Jack.

– Jack Songbird es un gilipollas.

– Yo no le haría enfadar.

– No me da miedo. Nadie me da miedo.

– ¡Te he dicho que Crystal está al teléfono.! -La voz de Paige era chillona como una bocina.

– ¡Dile que no estoy! -gritó Weston.

Los pasos de Paige retumbaron por las escaleras.

– Ya le he dicho que estabas aquí abajo jugando al billar.

– Maldita seas, Paige. Usa la cabeza.

Se acercó a la barra, esperando que hubiese alguna buena bebida, y cogió el teléfono.

– Mira, ahora mismo estoy ocupado. Te llamo luego.

– Espera un momento. ¿Ha aparecido hoy Jack por el trabajo?

Se le revolvieron las tripas.

– Llegó tarde.

– Pero estuvo.

– Hasta que le despedí.

¿Que tú… que tú qué?

– Se ha ido. Es historia. Tu hermano era el peor trabajador en la fábrica, Crystal. Le eché.

– ¡No puedes haber hecho eso!

Weston notó la decepción en la voz de Crystal y se la transmitió. Había algo en ella que le había calado hondo, por eso dudaba en romper la relación definitivamente. Crystal sería su amante de por vida.

– Lo hice. Pregúntale.

– Lo haría, pero aún no ha vuelto a casa.

– Yo le buscaría en el bar. Quizá tu hermano esté ahogando las penas.

– Eres un cabrón -le dijo calmada.

– Siempre lo he sido.

Antes de colgar, Crystal musitó algo en el dialecto chinook, una costumbre odiosa que sabía que molestaba a Weston. Éste detestaba no entender aquel idioma de galimatías, y aunque seguramente Crystal sólo le llamaba el equivalente a gilipollas en nativo americano, y le preocupaba que pudiera haberle echado una maldición, aunque en realidad no creía en las maldiciones de las tribus indígenas. Sin embargo, se le puso la piel de gallina al colgar el teléfono.

– ¿Problemas con la muchachita? -se burló Harley.

Señor, su hermano podía llegar a ser de lo más irritante.

– No para mí.

Weston cogió el taco, le arrebató a Harley la bola número ocho de los débiles dedos, y se dispuso a tirar de nuevo. No tenía por qué preocuparse por los comentarios de su hermano, por las excéntricas payasadas de su hermana, o por alguna zorra y sus maldiciones. Después de todo, él era Weston Taggert.

Podía hacer todo lo que le saliera de las narices.

Capítulo 15

Su padre estaba borracho.

Otra vez.

Especialmente aquella noche le llevaban los demonios. No podía llegar a comprender el porqué, pero desde la noticia que le había dado Jack sobre el compromiso entre Claire y Harley, Kane tenía ganas de pelea. Rabiaba por pegar un puñetazo contra la pared, contra un tronco o contra la cara engreída de Taggert, y no necesariamente en ese orden.

– Hijo de puta -refunfuñó.

Extendió el brazo para coger las llaves situadas en un cenicero sobre la cómoda. Estaban a mediados de mes y Hampton ya había agotado las botellas de alcohol caro. Durante la última semana y media sólo había ingerido güisqui barato, acompañado de quejas hacia su ex mujer, por comportarse como una zorra egoísta y tramposa al abandonarle estando lisiado y con aquel terco chico a su cargo.

– Tú no sabes ni la mitad, papá -musitó Kane entre dientes mientras abría la ventana.

Oyó la silla de ruedas de su padre rodando por el suelo. El televisor emitía a todo volumen risas generadas tras el monólogo de un presentador en un programa de noche. El sonido traspasaba las delgadas paredes de yeso.

Dios, cómo odiaba Kane aquel lugar. Atrapado con aquel inválido que se negaba a aceptar ayuda de familiares o vecinos que se habían ofrecido. Gente bondadosa de su misma ciudad que asistía a misa regularmente, habían ofrecido a Hampton trabajar en una ferretería, en una fábrica de envasado de pescado, en un almacén de comestibles, incluso en una empresa de seguros. Sin embargo, Hampton Kane, ex talador de árboles, no estaba dispuesto a aceptar su caridad. No, era feliz revolcándose en la miseria, y siempre había considerado que su trabajo de tala era un arte.

La parte delantera de la casa estaba llena de serrín y de esculturas creadas por Hampton. Se trataba de figuras de madera que no se habían vendido y que parecían que estuviesen protegiendo la casa, como centinelas. Osos gruñendo, indios con expresión feroz, vaqueros de piernas arqueadas y con pitillos en la boca, y caballos encabritados con los ojos salvajes y las crines revueltas. Esculpía todas esas figuras en troncos de árboles. Árboles igual que aquel de donde cayó y que le dejó para siempre en una silla de ruedas. Era como si Hampton tuviese su batalla particular con los bosques que rodeaban Chinook y Stone Ulahee. Entre sus enemigos se encontraba todo trozo de madera vieja y todo aquel que llevase el apellido Holland.

La gente que se detenía a ver sus esculturas a menudo pensaba que eran curiosas, y que Hampton era un artista excéntrico, un hombre cuyo carácter rudo se debía a su necesidad interior de expresarle, y no al hecho de que le invadiese el odio. Como si aquello fuera un regalo de Dios en lugar del resultado de ahogar su cerebro en alcohol barato.

Según Kane, todo aquello eran gilipolleces.

La puerta delantera dio un portazo y un minuto después la motosierra de su padre rugió de nuevo. Otro trozo de madera estaba a punto de convertirse en un lobo, un salmón o alguna otra imagen del noroeste. Kane no pensaba salir a averiguarlo. Se puso en pie sobre la repisa de la ventana, subió al tejado y poco después se dejó caer sobre la tierra. No se estaba escapando. No. Su padre ni siquiera le echaría de menos. Simplemente aquella noche no quería darle explicaciones.

Y quería ver a Claire. Aunque sabía que estaba mal, que cometía un error.

Encendió la motocicleta, dejando atrás aquella casa que no le causaba más que dolor. Se adentró a gran velocidad por la carretera en la oscuridad de la noche. Puso a prueba su moto. Necesitaba oír el rugido del motor y sentir las ráfagas de aire salado. Reposó su cuerpo sobre el manillar, formando una curva cerrada. La Harley zigzagueó un poco, recuperó el equilibrio y siguió flotando sobre la carretera. Kane conducía por las inmediaciones del lago, cada vez más deprisa, como si le estuviera persiguiendo el mismo demonio. A través de los árboles y más allá del reflejo de la luna en el agua, vio la casa de Claire. Tenía docenas de ventanas cálidas y salía humo, apenas visible, de la chimenea, igual que en el cuadro de Currier e Ivés.

La verja estaba abierta y Kane no dudó en entrar. Condujo suavemente a través del camino, con las luces de la motocicleta guiándole. Se detuvo cerca del garaje, apretó los dientes y se dirigió hacia las escaleras del porche. Estuvo a punto de apretar el timbre, pero Claire estaba allí, acurrucada en una esquina del porche, con aquellas piernas largas dobladas, y sus ojos, brillantes a la luz de la luna, le miraron.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Te estaba buscando. -Kane no se movió, simplemente se quedó contemplando el reflejo de las estrellas en el cabello de la chica.

– ¿A mí?

– He oído que te vas a casar.

Claire forzó una sonrisa.

– No me digas. Vas a intentar que no lo haga.

– No, si eso es lo que quieres.

– Lo es. -Dobló las piernas por debajo de la barbilla.

Kane se acaloró, imaginándose que la agarraba y salían corriendo todo lo rápido que les permitieran sus piernas. Abrazándola. Si ella no pudiera seguirle el ritmo, él la cogería en brazos. Pero no podían seguir allí, con la presencia de la muerte rondando por el bosque cercano, mirándoles con ojos posesivos y furiosos, como si no tuvieran escapatoria.

– Entonces espero que seas feliz.

– No lo dices sinceramente. -Abrió las largas piernas-. No has venido aquí a desearme «buena suerte» o «felicidades» -avanzó por el pequeño espacio que les separaba, y Kane pensó que había estado llorando, que tenía los ojos vidriosos. Claire arrimó su rostro para averiguar la respuesta en los ojos de Kane. Sus cuerpos casi se rozaban-. ¿Qué es lo que quieres de mí, Kane Moran?

– Más de lo que puedo conseguir -admitió.

Vio a Claire fruncir los labios un instante. Un buho ululó suavemente en un árbol próximo, y a lo lejos, al otro lado del lago, un perro, probablemente el sabueso viejo y lastimoso de su padre, aulló tristemente.

– Estoy enamorada de Harley Taggert.

– Y ese hijo de puta no te merece.

– ¿Por qué no? -preguntó, tan cerca de él que casi podía sentir su aliento-. ¿Por qué todo el mundo en esta maldita ciudad piensa que él no es bueno?

Kane vio las manchas coloradas que aparecieron de pronto en las mejillas de Claire.

– Es débil, Claire. Tú necesitas a alguien fuerte.

– ¿Cómo tú? -le desafió.

Kane la miró un instante, justo lo que duró el largo y solitario canto de un ave nocturna y el zumbido de un tren en la lejanía.

– Sí -admitió-. Como yo.

– Tú estás pirado.

– Aún no.

Claire suspiró, dejando los ojos en blanco. Kane no podía hacer otra cosa que continuar con las manos justo donde estaban, cruzadas sobre el pecho, de por vida. Se imaginó estrechando a Claire entre sus brazos y besándola, abrazándola tanto y tan fuerte que no se pudiera mover, inclinándola hacia atrás de tal manera que su cabello tocara las tablas del suelo mientras él la besaba. Pero no se movió, no se atrevía. Simplemente empezó a sudar y reprimió todas y cada una de las imágenes eróticas que ardían en su cerebro.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Claire de pronto. Su voz se suavizó.

Kane soltó una risotada.

– No lo querrías saber.

– Claro que sí.

– No…

– Viniste aquí por una razón, Kane.

– Sólo quería verte otra vez.

– ¿Y nada más?

Kane dudó.

– ¿Qué?

El viento salado que soplaba procedente del océano le arrebató a Kane su fuerza de voluntad.

– Por Dios, Claire, ¿tú qué crees?

– No lo sé…

– Claro que lo sabes.

– No, Kane…

– Piénsalo.

Clavó su mirada en ella, luego bajó a sus labios. La sangre le hervía y un deseo compulsivo le dominó todos los músculos. Se inclinó hacia ella y le rodeó con las manos la suave y desnuda piel de sus brazos. Claire separó los labios y Kane sufrió una erección. Todo tipo de pensamientos recorrieron su mente, igual que la corriente rápida del río Chinook recorre la cima de las montañas.

– Cualquier cosa que creas que quiero, probablemente sea cierto.

– Sólo dilo -dijo ella, suspirando.

Kane se lo pensó, y decidió que, qué demonios. No importaba lo que Claire pensara.

– De acuerdo, Claire -dijo, con los dedos rígidos sobre los hombros de ella-. La verdad es que me gustaría hacer cualquier cosa y todo lo que pudiera contigo. Me gustaría besarte y tocarte y dormir contigo entre mis brazos hasta mañana, recorrer con mi lengua tu cuerpo desnudo hasta que te estremecieras de placer, y, más que nada en este mundo, ¡hundirme en ti y hacerte el amor el resto de mi vida!

Claire intentó apartarse, pero él sonrió y continuó en seguida.

– Querías saberlo.

– Oh, Dios.

– Y, créeme, yo nunca, nunca te trataría como te trata ese cabrón de Taggert. -La soltó.

Con aquellas estúpidas palabras resonándole en los oídos, caminó de vuelta a la moto, apoyó la bota en el pedal de arranque y lo empujó con fuerza. La máquina rugió y Kane condujo alejándose. Claire seguiría en el mismo lugar donde la había dejado, en el borde del porche, riéndose de él y de sus enfermas fantasías románticas.

– Idiota -susurró mientras la motocicleta cruzaba la verja de la propiedad del padre de Claire-. Jodido idiota.

Se dirigió hacia la ciudad, esperando dejar atrás la sensación de haber cometido el peor error de su vida. Fue entonces cuando oyó el primer coche de policía, aproximándose, persiguiéndole. Las luces, de color rojo, azul y blanco, ametrallaban la noche. Las sirenas chillaban.

Miró el cuentakilómetros y supo que la policía le había cazado. Iba a casi ciento veinte por hora, cuarenta kilómetros por encima de lo permitido. Se apartó a un lado de la calzada, pero el coche policía pasó de largo. El oficial ni le miró. Un segundo después apareció una ambulancia a gran velocidad. En el horizonte, Kane vio llegar otro coche de policía que se acercaba furiosamente y le pasó de largo.

El corazón le latía con fuerza. Volvió a incorporarse a la carretera y se sintió aliviado unos minutos, mientras cruzaba la última colina en dirección a la ciudad. Por muy mala que hubiese sido aquella noche, al menos no le habían puesto otra multa. Volvió a ver a la policía doblando la esquina de Third Street, cerca de la vieja fábrica de alimentos. Los coches policiales estaban aparcados desordenadamente, los policías controlaban el tráfico y los peatones se situaban en la acera izquierda, más allá de la quinta casa de la calle, una casita nueva propiedad de Ruby y Hank Songbird.

Lo primero en lo que pensó Kane fue en Jack, ya que siempre tenía a la policía pegada al culo. Kane estaba seguro de que aquello tenía algo que ver con Jack. ¿Qué es lo que pasaba ahora? Ya le habían arrestado por robar un coche cuando tenía dieciséis años, por posesión ilegal de alcohol a los diecisiete, por disparar contra buzones y farolas justo antes de cumplir los dieciocho, pero ahora la cosa empeoraría. Le tratarían como a un adulto, como a un criminal serio, y no como a un delincuente juvenil al que sencillamente le dominaba la energía.

Kane se dirigió hacia la plagada calle, siguiendo las vías del ferrocarril que cruzaban aquella parte de la ciudad. Apagó el motor de la moto cuando un policía, el oficial Tooley, al que Kane tenía el placer de conocer personalmente, hizo un gesto con la mano.

– Vamos, dispérsense. Aquí no hay nada que ver.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Kane.

– El chico. Ha sufrido un accidente. Se lanzó desde el acantilado de Stone Illahee -dijo uno de los espectadores, un anciano débil vestido con una sudadera con capucha y pantalón deportivo.

Kane no se movió. Su corazón dejó de latir por un segundo.

– ¿Jack? -apenas se atrevía a preguntar.

Por el amor de Dios, ¿qué había sucedido? Kane pensó en la última vez que había visto a su amigo, seguro, medio borracho, corriendo con un rifle atado a la espalda.

– Venga, vamos, dispérsense -repetía Tooley mientras agitaba una linterna y los coches se agolpaban en la estrecha calle.

Procedente del interior de la casa, se oía un lamento continuo, el mismo llanto de dolor afligido que sólo podría emitir una mujer completamente desesperada.

– Oh, Dios mío -murmuró una mujer situada tras él, mientras se santiguaba el pecho con dedos hábiles y acostumbrados a realizar aquella señal.

– Padre Nuestro que estás en el cielo, por favor, escucha nuestras plegarias…

Kane no podía quedarse allí un minuto más. Sin prestar atención a los policías, corrió hacia la puerta de entrada medio abierta por donde se colaba la luz tenue de la casa. Crystal salió corriendo hacia él. Sin decir una palabra, se dejó caer en los brazos de Kane y empezó a sollozar histérica. Jadeaba con fuerza, de manera desgarradora, sacudía el cuerpo ytenía el corazón destrozado. Justo en aquel momento empezó a llover.

– ¡Jack! -gritó-. ¡Jack! ¡Oh, Dios, Jack!

– Shh -susurró Kane. La desesperación le dominaba. La abrazó, acariciándole el cabello, intentando tranquilizarla cuando no podía creer en lo que estaba sucediendo.

– Por el amor de Dios, ¡no! -gritó Crystal.

– Crystal, por favor. Cariño, todo va a salir bien.

– No -contestó ella tan rotundamente que acabó con cualquier esperanza que pudiera albergar Kane-. Oh, señor, Kane. Ha muerto.

– ¿Muerto? -aunque era algo que ya sabía antes de que Crystal pronunciara aquellas endemoniadas palabras.

Lo sabía. Jack Songbird, aquel demonio insolente, el arrogante hijo de puta al que Kane consideraba su único amigo, había muerto. La furia corrió por sus venas, y se le hizo un nudo en el estómago al negarse ante aquel hecho. Se le saltaron las lágrimas y cerró los puños con fuerza. Quería empezar a dar golpes, gritar, desafiar a la muerte. Pero no podía. Aún no, cuando Crystal se desvanecía en sus brazos.

Con la mayor dulzura posible, la guió de vuelta al interior de la casa, a través de la puerta delantera. Hank, el padre de Jack, estaba situado junto a la chimenea, con los ojos secos. Tenía en el rostro una expresión de dolor indescriptible, y movía los dedos nervioso.

Ruby estaba sentada en una silla cerca también de la chimenea, con los ojos fijos en la alfombra trenzada, contemplando escenas que sólo ella podía ver. Canturreó en voz baja, con un tono suave y en un idioma que Kane no podía entender. Una tía, Lucy no sé qué, le arrebató a Crystal de los brazos.

– El chico se lo buscó -decía su padre, impertérrito como siempre.

– Jack no ha podido caerse -la voz de Crystal, aunque era temblorosa, sonaba totalmente convencida-. Conocía aquel terreno tan bien como un antílope. Había estado en ese risco millones de veces.

– Estaba borracho. -Hank no aceptaba ningún tipo de argumento.

– Eso no importa.

Ruby cerró los ojos, y empezó a expulsar por los labios palabras ásperas en un idioma extranjero, idioma de sus antepasados. Cuando elevó los párpados, miró directamente a Kane.

– Una maldición -expresó sin lágrimas en los ojos, con los labios y la barbilla temblorosos-. Una maldición sobre aquel hombre que ha asesinado a mi hijo.

Hank resopló.

– Pues entonces has maldecido el alma de nuestro propio hijo, Ruby. -Miró a su mujer con aquellos ojos oscuros e inquisitivos, pero no la tocó, ni le ofreció ningún tipo de consuelo. Ambos sufrían en soledad-. El tonto de Jack mató a nuestro hijo. No es más que eso.


Con un gemido final, Weston se desplomó, sudando. Tenía la imagen de Miranda grabada profundamente en la mente, mientras le daba un último beso húmedo a Kendall, en unos labios que carecían de pasión. Era normal que Harley hubiese perdido el interés por ella. Hacía el amor como una muñeca de trapo. Solamente se tumbaba, casi con expresión de pena, mientras él tenía que hacer todo el trabajo. Pero a Weston no le importaba. Necesitaba tiempo para aclarar sus pensamientos, para pensar. Sentía que la vida se le estaba descontrolando y había empezado a actuar de manera temeraria, sin pensar las cosas. No podía permitirse fastidiarlo todo ahora.

Se estaba acostando con Kendall, Tessa y Crystal, algo que más bien le sorprendía en lugar de satisfacerle. Y todavía le preocupaba el hecho de que su padre tuviera una familia secreta, o al menos un hijo que podía aparecer en cualquier momento y reclamar su parte de las posesiones Taggert. Y luego estaba lo otro… La parte más oscura y siniestra de su persona que había salido a la superficie justo la noche anterior… Tan sólo de pensarlo, la sangre le hervía y le congelaba las venas a la vez.

– Sal de mí. -Kendall le dio un empujón en el hombro.

– Bueno, podrías ayudarme -bromeó, dándole una palmada en el delgado trasero mientras se colocaba a su lado en la cama.

Kendall se encogió.

– Es tan asqueroso.

– ¿El qué? -preguntó Weston sonriendo mientras se estiraba para coger el arrugado paquete de cigarrillos-. Oh, Kendall, eso me ofende. -Se puso una mano sobre el pecho, sobre el corazón, mientras sacaba un pitillo con la otra-. Me ofende de verdad.

– Cuéntaselo a quien te crea. -Cogió una camisola de playa que había colgada en una silla cerca de la cama y se la metió por la cabeza.

– Podrías haberte divertido, si te hubieses dejado llevar. -Extendió el brazo para coger el mechero.

– Vamos a dejar algo claro, Weston, esto no es divertido. -Se ató el lazo alrededor de la estrecha cintura y caminó hacia la ventana, donde las sombras se reflejaban -. Sólo espero que funcione.

– Funcionará. Dale tiempo.

Kendall sintió un escalofrío.

– ¿Tan mal ha estado? -Encendió el mechero y miró la llama en la punta del cigarrillo.

– No lo entiendes, ¿verdad? Yo quiero a Harley. Es el único con el que he hecho el amor… bueno, hasta ahora, pero esto es diferente. -Su barbilla tembló ligeramente, pero era lo bastante de piedra para derrumbarse-. Sólo estoy haciendo esto por el bebé.

Con el cigarrillo en un extremo de la boca, Weston alcanzó los pantalones arrugados color caqui y se los subió por las pantorrillas.

– Pero quieres seguir adelante, ¿verdad?

– Mientras esté segura, sí. -Tenía los brazos alrededor del tronco, a modo de protección-. Creía que te estabas viendo con Tessa Hollad.

– Las malas noticias vuelan.

– Así que es cierto -dijo, mostrando repugnancia en su tono.

Lentamente, se abrochó la hebilla del pantalón.

– Sí, ¿qué pasa?

– Así que de verdad eres un gato callejero, ¿no? -preguntó, intentando observar algo en la noche, a través de la ventana-. Si estás liado con Tessa, ¿por qué gritabas el nombre de Miranda cuando estabas conmigo?

– ¿Lo hacía? -cogió la camiseta. Por supuesto que había dejado fluir libremente sus fantasías mientras trataba de obtener algún tipo de respuesta por parte de Kendall, a la que ahora consideraba la reina de las estrechas.

– Sí.

– Bueno, a decir verdad, siempre ha sido una de mis fantasías.

– ¿Una fantasía? -Kendall palideció.

– Sí, hacérmelo con las tres hermanas Holland.

Kendall arrugó la nariz debido al asco.

– No quiero escuchar esto.

– Bueno, no a la vez, claro, a menos que ellas quisieran.

– Weston, basta. Dios, ¿cómo puedes siquiera pensar en eso?

Weston sonreía.

– Pero Kendall, ¿a qué viene este sentido de castidad ahora? No tienes demasiado derecho a juzgar nada cuando hemos estado follando para conseguir un hijo y simular que es de Harley.

– Oh, Dios. -Se tapó el rostro con las manos.

Pero Weston no se detuvo ahí. ¿Quién demonios se pensaba que era?

– Sólo recuerda, Kendall, que te has acostado conmigo para conseguir engañar a Harley y casarte con él.

– Lo sé, pero sólo lo hago porque le quiero. -Kendall sollozó un poco.

– Qué noble eres.

– Tú me odias.

– Claro que no. -Sí, odiaba cuando las mujeres intentaban hacerse las mártires-. Escucha. Tú relájate. Disfruta de lo que estamos haciendo. -Expulsó una nube de humo por la boca-. Podría ser mucho más divertido, y podrías aprender algunos trucos para cuando finalmente estés con mi hermano de nuevo.

A Kendall le entraron arcadas de verdad. Dios, Weston era un caso para el psiquiatra.

Abotonándose la camisa, le dio una profunda calada al cigarrillo Marlboro.

– ¿Mañana? ¿Misma hora, mismo lugar?

Kendall se hundió en la silla, agachando la cabeza. Parecía un cordero al que iban a sacrificar en una matanza.

– Sí -comentó en voz tan baja que Weston apenas pudo oírla.

– Aquí estaré -prometió mientras abría la puerta y desaparecía en la oscuridad de la noche.

La verdad de todo aquello era que Weston estaba disfrutando de aquellos encuentros tanto como ella. Siempre se había sentido orgulloso por su habilidad de producir placer a las mujeres, seduciéndolas simplemente hablándoles o tocándolas. Pero Kendall no había cedido. Él había probado todo tipo de cosas para atraer su atención, pero ella sólo había seguido la formalidad de aquella situación: se había echado en la cama, cerrado los ojos, con las piernas abiertas y los pezones blandos. Y él había actuado como un maldito robot. Si no se quedaba embarazada, le estaría bien empleado.

Pero entonces, aquello echaría a perder sus planes. La idea de plantar su semilla en el útero de Kendall le reconfortaba. No sólo por el hecho de que Kendall tendría que casarse con Harley, sino también porque el hijo de Harley sería realmente el descendiente de Weston. Podría utilizar su paternidad como chantaje para asegurarse el control permanente de Kendall.

Y si alguna vez surgiera la verdad a la luz, reclamaría a su hijo y cualquier herencia que le correspondiese al niño por parte de la familia Taggert, que le llegaría a través de Harley.

Sí, aquella media hora de trabajo tirándose a Kendall merecía la pena, y no significaba demasiado esfuerzo físico.

Se subió al Porsche, intentando no fijarse en el profundo rayón que iba desde el guardabarros delantero hasta las luces traseras, una marca que le había hecho algún cobarde. Apretó los dientes, furioso por dentro, preguntándose quién se habría atrevido a estropear así su precioso coche. Tenía un motor que rugía y una pintura que, a la luz, parecía que fluyese. Ese coche era un clásico. Al arrancar el motor, escuchó aquel zumbido. El Porsche era como una mujer con la que siempre podías contar.

Metió la primera marcha en aquel coche de carreras y desapareció del paseo que llevaba a la casa de la playa de los padres de Kendall. Debería estar molido. Había sido un largo y duro día en la fábrica, que había comenzado con una pelea. Jack Songbird había llegado tarde, y además había sido lo bastante estúpido para intentar hacer trampas con la tarjeta para fichar. Luego se había burlado de Weston, escupiéndole a los pies. Weston había saboreado al máximo el momento en que le despidió, con los compañeros de Jack presentes. Más tarde, le habían encontrado y… pobre Jack, borracho patético, se había caído del acantilado cerca de Stone Illahee. Weston sonrió para sí mismo y sintió la navaja en el bolsillo del pantalón, el cuchillo con restos de pintura roja en aquella hoja asquerosa. Encajaba perfectamente con el color de su coche.

Sí, había sido un largo día completamente cargado de emociones. Tan malo que había acabado en la cama fría de Kendall. Lo que se suponía que iba a ser un revolcón caliente y placentero, se había convertido en toda una decepción. Tirarse a Kendall había sido tan apasionado como masturbarse. Sin embargo, se sentía nervioso e inquieto.

Necesitaba una mujer de verdad con sangre ardiente e imaginación salvaje. Pensó en Tessa, estaba siempre dispuesta, pero en lo más profundo de su corazón sabía que ella no podía apagar el fuego que le recorría. No, la única mujer que sabía que le satisfaría, era su hermana mayor. Miranda.

«Tú espera, cariño -pensó riendo entre dientes-. Un día, muy pronto, te enseñaré lo que es el amor.»

Capítulo 1 6

Kendall marcó el número de teléfono de mala gana. ¿Qué podía decirle a Harley? ¿Que le había venido el período? ¿Que después de tres días de retraso, finalmente sintió retortijones y empezó a manchar?

¿Podía soportar otro mes acostándose con Weston sólo para atrapar a su hermano menor en un matrimonio que Harley no deseaba? Una lágrima le recorrió el rostro y se preguntó por qué se había enamorado de Harley. ¿Por qué, cuando podía haber salido con cualquiera que quisiera, se había fijado en Harley? No podía explicarse por qué se había enamorado de él, pero así era. Además, la idea de que Claire Holland, una marimacho que no tenía buena figura, se lo hubiese arrebatado, significaba un segundo golpe en su ego herido.

Sus padres no la ayudaban. Las constantes preguntas de su madre

– ¿Qué ha pasado entre tú y el chico tan mono de los Taggert? ¿Por qué no sales con nadie más? El hijo de Anna Prescott me ha estado preguntado por ti, es tremendamente atractivo y su familia tiene dinero y…- nunca se acababan.

– Residencia Taggert -dijo una voz fría.

– Me gustaría hablar con Harley -dijo ella.

– El señor Taggert está fuera en este momento.

Kendall miró la hora. Eran las cinco pasadas, y sabía que Harley nunca llegaba tarde a casa.

– ¿A qué hora llegará?

– Más tarde. ¿Le digo que te llame?

– No… Ya llamaré luego -contestó.

Colgó mientras las lágrimas empañaron sus ojos. Harley estaba con Claire, podía presentirlo. Un imbécil infiel, eso es lo que era.

Se tumbó en la cama de la casa de la playa y miró al techo. Quizás estaba llevando todo aquello de manera equivocada. No pensaba cambiar de opinión en lo de quedarse embarazada, pero ¿y si hiciera algo más drástico?, como presentarse en el hospital diciendo que había perdido el bebé…, aunque probablemente existían pruebas para ese tipo de cosas. Alguien en el hospital podría descubrirlo… ¿Qué podía hacer?

La idea de volver a hacerlo con Weston le revolvió el estómago. Se odiaba a sí misma cada vez que Weston iba a su casa. La piel se le ponía de gallina al notar su tacto. Weston la tocaba y la besaba. Intentaba darle la vuelta, pero ella se resistía. A veces ni siquiera se quitaba la ropa, sólo le bajaba las bragas, se abría la cremallera y bombeaba un poco de esperma Taggert dentro de ella. Cuando acababa, siempre se encendía un cigarrillo y sonreía hacia ella, aún tumbada en la cama, entre las arrugadas sábanas. Le ofrecía una calada y le hacía sentir más sucia de lo que jamás se había sentido. Pero merecería la pena. ¡Ojalá se quedara embarazada! Bueno, simplemente tenía que intentarlo más. Hacer que Weston se acostara con ella más de una vez al día.

Le entraron náuseas, pero se dijo que su estómago podría soportar seguir haciendo el amor con él durante algunos días más. Lo suficiente hasta que dejara de tener el período. Sólo tenía que fingir que era Harley, y dado que iba a hacer el amor con Harley, se daría baños con sales, se pondría ropa interior de encajes y encendería velas en la habitación. Cuando Weston llegara, la besaría y la tocaría, le quitaría con delicadeza la ropa y ella le seduciría como había hecho con su hermano pequeño.

Un romance era lo que necesitaba, no sólo sexo.

Pero necesitaba un plan alternativo. Cabía la posibilidad de que no se quedase embarazada. Así pues, tenía que pensar en otra manera de que Harley viera la luz, para que se diera cuenta de que ella era la mujer de su vida, y no aquella zorra de Claire.

Iba a necesitar ayudar para hacer que Claire pareciera mala, si no el plan podría estropearse. Tenía que depender de alguien que hiciese el trabajo sucio. Alguien tan dedicado a aquella causa como ella. Alguien que hiciera lo que le pidiera sin cuestionarla. Alguien como la hermana idiota de Harley. Paige haría todo lo que Kendall quisiera.


El día del funeral amaneció con un calor pegajoso. Había nubes de tormenta en el horizonte, pero no corría ni pizca de aire. Arrojaron las cenizas de Jack desde la misma cumbre por la que cayó. El polvo se esparció por entre las rocas situadas en lo más profundo del acantilado.

Claire se sintió fatal. Estaba de pie junto a sus hermanas y su madre. Dutch estaba fuera de la ciudad por negocios, pero había hecho llegar a la familia sus condolencias, una enorme corona de lirios y un cheque a nombre de la familia de Ruby, para que lo gastaran donde quisieran. Como si el dinero les ayudase.

Claire apenas había conocido a Jack, pero Ruby llevaba años trabajando para su familia, y Claire se había hecho amiga de Crystal. Esta última estaba sentaba, sin llorar, con la vista perdida en el mar. Tenía la cara pálida sobre aquel cuerpo color cobre. Iba sin maquillar y parecía más joven y vulnerable. Con sus manos pequeñas arrugaba un pañuelo de color rojo, el que llevaba Jack, supuso Claire.

Tessa miró hacia arriba mientras hablaba un hombre que antes había sido jefe de una tribu indígena. No tenía aspecto de nativo americano. Tenía el pelo grisáceo, casi rapado y piel curtida. Pero al parecer tenía algún tipo de autoridad y hablaba sobre la posición de las tribus y la de Jack y los demás jóvenes en la actualidad. Claire no escuchaba nada más excepto el rugido del mar y el trino de las gaviotas volando y planeando sobre sus cabezas.

Era difícil hacerse a la idea de que Jack hubiese muerto. Alguien tan joven y vital de pronto se había ido.

Claire oyó el ruido de una motocicleta y el pulso se le aceleró. Vio por el rabillo del ojo a Kane aparcando su moto junto a un pino encorvado. Kane permaneció en pie, lejos de la multitud, con las manos en el fondo de los bolsillos de su cazadora de piel y los ojos ocultos tras unas gafas de sol. Tenía la mandíbula tensa y marcada, los labios formando una línea delgada y bien definida, y la vista fija en el horizonte. ¿Cuántos días haría que se había ido de Chinook?

«Me gustaría hacer cualquier cosa y todo lo que pudiera contigo. Me gustaría besarte y tocarte y dormir contigo en mis brazos hasta mañana. Me gustaría recorrer con la lengua tu cuerpo desnudo hasta que te estremecieras de placer, y, más que nada en este mundo, me gustaría hundirme en ti y hacerte el amor durante el resto de mi vida.»

Claire se mordió el labio e intentó no pensar en Kane y en la última ver que se habían visto, la noche en que encontraron el cuerpo de Jack Songbird.

«Créeme, yo nunca, nunca te trataría como te trata el cabrón de Taggert.»

Tessa, de pie junto a Claire, se inclinó hacia su hermana.

– ¿Dónde están los Taggert? -susurró.

– No lo sé -contestó Claire, sorprendida por no haber echado en falta a Harley.

– ¿No crees que deberían estar aquí? Jack trabajaba en la fábrica. -Los ojos azules de Tessa examinaban a la pequeña multitud reunida en aquel risco.

– Weston le despidió aquel día.

– Lo sé, lo sé -musitó Tessa, frunciendo el ceño y deseando estar en cualquier otro lugar.

Su madre le dedicó una mirada de advertencia, colocando el dedo sobre los labios en señal de silencio. Tessa le devolvió la mirada, pero su madre se volvió, como si tuviera algún interés en aquel rito morboso. Los funerales eran deprimentes. Además, Tessa quería ver a Weston. Pensaba que estaría allí y se desilusionó al enterarse de que no había aparecido ninguno de los miembros del clan de los Taggert.

– ¿Cuándo va a acabar esto? -susurró a Miranda, quien en los últimos días parecía más preocupada de lo normal.

Miranda no contestó. Tessa continuó deseando estar en otro lugar. ¿Dónde estaba Weston? Últimamente sentía un malestar que le era conocido. Ojalá Weston no le importase. Verle a escondidas había sido divertido. Arriesgado. No había echado ni una lágrima por perder su virginidad con él, pero tampoco esperaba enamorarse. Weston era demasiado mayor, demasiado sofisticado, demasiado engreído, y Tessa le importaba un carajo. Esto último era lo que más la exasperaba.

Al fin, el jefe de tribu o lo que fuera terminó de hablar y el grupo entonó un dulce cántico. Tessa no podía creerlo. Jack Songbird podía ser nativo americano de pura sangre, pero dudaba que creyese lo más mínimo en el concepto de tribu y cualesquiera que fueran las costumbres indígenas. Se comportaban como si Jack llevara collares y plumas en la cabeza y cabalgara un caballo moteado.

Tras sonar aquellas palabras en un idioma extranjero, todo el mundo se dispersó, la primera Tessa. Se apresuró por el sendero hacia un camino donde todos los coches estaban aparcados. Camiones, jeeps, unos cuantos turismos y un par de furgonetas, todos cerca del Mercedes plateado de Dominique. Tessa subió al lujoso interior mientras el resto de la familia mantenía una pequeña charla con Ruby y Crystal.

A Tessa no le interesaba parecer agradable. ¿Qué podía decirles? Por supuesto que sentía la muerte de Jack. Su muerte tenía que haber sido terrible. Le entraron escalofríos cuando imaginó aquella caída horrible desde el precipicio. Pero no había nada que pudiese hacer. Nada de lo que les dijera cambiaría las cosas. Y sobre todo, no sabía qué decirle a Crystal. Se hundió en el asiento para que la hermana de Jack no la viese. Dentro del coche hacía un bochorno increíble. Apenas se podía respirar. Tessa empezó a sudar mientras miraba de reojo a Crystal. La hermana de Jack la miraba con tal intensidad que daba miedo, fulminándola con la mirada. Por Dios, Crystal daba escalofríos. Nerviosa, Tessa cogió el paquete de cigarrillos que llevaba escondido en el bolso. No, no podía hacerlo. Su madre no sabía que fumaba.

¿Por qué no se iban ya? Desde que Tessa había empezado a verse con Taggert, había sentido la oscura y fulminante mirada de Crystal atravesarle el corazón. Sabía que la india la despreciaba, pero Crystal no tenía ningún derecho sobre Weston.

El problema es que nadie lo tenía.

Las puertas del Mercedes se volvieron a abrir. Dominique se puso tras el volante, al lado de Tessa. Miranda y Claire se colocaron en los asientos traseros.

– Sé que es una terrible pérdida para Ruby -dijo Dominique mientras se secaba los ojos con un pañuelo arrugado. Cogió las llaves del bolso-. Perder a un hijo… En fin, no hay nada peor.

Varios motores se pusieron en marcha mientras Dominique giraba la llave.

– Incluso aunque hayas sufrido una gran pérdida, no es el momento para plantearse cambios de los que uno se pueda arrepentir. -Dirigió el Mercedes hacia el estrecho camino de gravilla.

– ¿Qué tipo de cambios? -preguntó Claire, y Tessa hizo un gesto con los ojos ¿Qué más daba?

– Ruby nos deja -dijo Miranda.

Dominique tensó los labios.

– ¿Nos deja? -repitió Claire.

– Bueno, estoy segura de que cambiará de opinión. -Dominique miró por el espejo retrovisor-. Es sólo que ahora está apenada. En unas cuantas semanas, cuando supere el dolor, se dará cuenta de que necesita la estabilidad que le proporciona trabajar para nosotros. -Suspirando, puso el aire acondicionado-. De todos modos, le voy a ofrecer un aumento, quizás así cambie de opinión.

– No creo que tenga que ver con dinero -se atrevió a decir Claire.

– Claro que no, en este momento. Pero cuando los Songbird vuelvan a la normalidad, Ruby tendrá toda una vida por delante, una hija en la que pensar. Crystal quiere ir a la universidad, y no es barata, lo sabes. -Puso el intermitente al incorporarse a la carretera-. Ruby volverá.

A Tessa le importaba un pito. Ruby era como un grano en el culo, siempre mangoneando a todo el mundo. A Tessa le fastidiaba que, aunque fuese su trabajo, una empleada, una criada, pensase que le podía decir lo que tenía que hacer. En su opinión, la familia estaba mejor sin Ruby Songbird y sus ojos oscuros y condenatorios. Lo que le había sucedido a Jack era horrible, parecía un tipo agradable, pero Tessa no iba a alterar su vida sólo porque él hubiese muerto.

– Oh, Señor. ¿Y ahora qué? -susurró Dominique, frenando a la vez que una moto les pasaba por el lado.

La moto se convirtió en una mancha negra y plateada. Su conductor adelantó al coche a gran velocidad, sin importable que en sentido contrario circulase un camión.

– ¡Dios! -grito Claire, poniéndose la manos en la cara-. Kane…

– ¿Ése era el hijo de los Moran? -preguntó Dominique, con una mano sobre el pecho-. Pensaba que tenía más sentido común, pero, en fin, ¿por qué debería tenerlo?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Claire, con los ojos completamente abiertos.

Tessa miró a su madre.

– Ese demonio no tiene educación. Su padre es un borracho, y su madre le abandonó. -Dominique miró a la carretera y soltó el freno-. Si no se anda con cuidado no vivirá para cumplir los veinte años.

– ¡No digas eso! -Claire observó la motocicleta hasta que desapareció.

– ¿Y a ti qué más te da? -preguntó Tessa con curiosidad.

– Me da igual, pero sé que era un buen amigo de Jack Songbird.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?

– Les vi juntos y… -Claire dudó un instante-. Me lo dijo.

– ¿Cuándo?

– No me acuerdo.

– ¿Le conoces? -preguntó Tessa, incrédula. Se inclinó hacia atrás para mirar el pálido rostro de Claire. ¿Qué estaba sucediendo?

– Sí.

– ¿Cómo de bien?

Claire y Tessa cruzaron sus miradas.

– Bastante bien -contestó, y se volvió para mirar por la ventana de nuevo-. Bastante bien.


Tres días después del funeral de Jack, Miranda miró el calendario. Algo iba mal. No era posible que el período se le retrasase. No podía ser. Había tenido cuidado y Hunter también. Rara vez habían hecho el amor sin utilizar preservativo. Contó los días en las páginas del calendario y se dio cuenta de que no llevaba tres días de retraso, sino diez. Sintió la realidad en sus entrañas: estaba embarazada.

Con piernas temblorosas, se sentó en la mesa del escritorio. Aquello no podía estar sucediendo, a ella no, no a la chica que había planeado su vida tan detenidamente. Apretó los puños y pensó en el bebé… Un bebé, por el amor de Dios. No se trataba solamente de la vergüenza de estar embarazada, sino también todo lo que conllevaba tener que criar a un hijo. El hijo de Hunter. Reposó la cabeza en las manos y notó que el cráneo le pesaba increíblemente.

– Ayúdame -susurró.

¿Qué pasaría con la universidad? ¿Con sus sueños de ser abogada?

Las lágrimas le ardían en los ojos, pero se negó a llorar. Había una nueva personita en la que pensar, una parte de ella y otra parte de Hunter. Un diminuto ser humano estaba creciendo en su interior. ¡Un bebé! Relajó las manos, se frotó el abdomen liso, y, sin poder reprimir el llanto, dio rienda suelta a las fantasías de casarse con Hunter, tener el bebé y seguir yendo a clase. Así pues, tendría que trabajar, y los sueños de Hunter de tener un racho propio deberían esperar. Pero no por tener un niño significaba que fuese el fin del mundo.

No, de hecho, podría ser sólo el principio.

Sin embargo, Miranda estaba muerta de miedo. Debería comprar un test de embarazo y si daba positivo pedir cita en el hospital del condado para averiguar si realmente se trataba de una falsa alarma. Después le daría la noticia a Hunter. ¿Cómo se lo tomaría?, se preguntaba, aunque conocía sus sentimientos hacia sus padre, bueno, padrastro, en realidad.

Hunter Riley no era el hijo biológico de Dan, a pesar de lo que todo el mundo creía. No, Dan Riley se había casado con la madre de Hunter cuando éste apenas tenía dos años. Hunter no recordaba ningún otro hombre en su vida y Dan no le había tratado jamás de modo diferente al que se trata a un hijo de la misma sangre.

Hunter le había confesado a Miranda que no creía que tuviese otro padre, que ningún hombre podría arrebatar el puesto a Dan. Por tanto, nunca había intentado averiguar quién había dejado embarazada a su madre. Su madre había guardado aquel secreto hasta el día de su muerte. Cuando Hunter estaba a punto de cumplir su duodécimo cumpleaños, un cáncer de ovarios se la llevó. En su funeral, en una pequeña iglesia presbiteriana a las afueras de la ciudad, Hunter, en cierta manera, esperaba que algún tipo de edad media se le acercase y le dijera que era su padre biológico, pero nada de aquello sucedió y, aparentemente, el padre real de Hunter no sabía ni que existía o quizá le importase un bledo. De cualquier modo, a Hunter le daba igual.

Miranda se puso en pie, se acercó a la ventana y la abrió lo suficiente para dejar que entrara la brisa. Le sobrevino el aroma a rosas y a madreselva.

¿Y si Hunter no quería casarse con ella? ¿Y si sus sueños eran más importantes que ella, más importantes que tener un hijo de su misma sangre? ¿Y si insistía en que abortase? Se sujetó en la ventana para no caerse. Tragó saliva y se dio cuenta de que sabía muy poco acerca de Hunter, demasiado poco como para pensar en matrimonio.

Sin embargo, le amaba. Todo se solucionaría; siempre se acababa solucionando. Se acarició el vientre y sonrió. Aunque sonase sensiblero, tal vez lo que necesitaban era un niño.


– ¿Qué es esto? -preguntó Paige, con los ojos abiertos mirando el regalo envuelto en un gran lazo color rosa que le entregó Kendall.

– Una sorpresa.

– Pero no es mi cumpleaños ni Navidad ni nada.

– Ya lo sé -dijo Kendall mientras se sentaba en una silla situada junto al escritorio y descansando los dedos sobre las rodillas-. Simplemente vi algo y pensé que te gustaría. Venga. Ábrelo.

Paige mostró una sonrisa patética, tan patética como su empalagosa habitación, que tenía una cama con dosel a juego con el armario, tocador y escritorio. Los muebles eran de color blanco con rebordes dorados, y estampados con rosas y cuadros. Qué rara era esa chica.

Sonriendo de oreja a oreja, Paige rompió el envoltorio, dejando a un lado el lazo y el papel de envolver. Abrió la caja y en el interior vio el premio: una pulsera de plata con un colgante en forma de gato de cola rizada.

– Oh… -susurró, cogiendo aquella maldita cosa. Se la acercó a los ojos para verla mejor, mientras el minino se balanceaba rítmicamente frente a su nariz.

Por un instante Kendall pensó que aquella cría penosa se había hipnotizado.

– Es precioso.

– No es nada.

– Oh, no, Kendall -comentó Paige, aferrándose a la pulsera como si estuviera hecha de diamantes y llevándose la mano al pecho-. Es lo más bonito que nadie me ha regalado jamás.

– Sólo es una pulsera.

Paige sacudió la cabeza y tragó saliva. Parpadeó y las lágrimas le empañaron los ojos.

– Es mucho más que eso. Gracias.

– No me des las gracias, sólo sé feliz con ello -dijo Kendall, aunque en realidad estaba pensando en la extraña reacción de la cría.

¿Nadie había sido amable con ella? La hija de Neal Taggert, la única que llevaba una horrible ortodoncia y a la que habían operado de rinoplastia para mejorar su belleza, debía ser una consentida. Seguramente le habían hecho montones de regalos a lo largo de los años.

– Este regalo es especial porque me lo haces tú -explicó Paige, mientras se colocaba la cadena alrededor de la carnosa muñeca y abrochaba el cierre-. No porque me lo hayas hecho por obligación, sino porque has querido.

Kendall se sintió peor que nunca. Esperaba asegurarse la lealtad de Paige, por supuesto, pero no quería romperle el corazón a la pequeña. El peso de la culpa le vino encima.

– No es para tanto.

Los ojos de Paige rebosaban admiración.

– Ojalá llegases a ser mi cuñada, en lugar de esa estúpida Holland -dijo, como si pudiese leerle la mente.

Tal vez la niña fuese más lista de lo que parecía.

– Yo también lo deseo, pero no hay mucho que pueda hacer. Harley la quiere a ella.

– Harley es idiota.

– Tú ya sabes que yo le quiero.

– Lo sé -Paige asintió con la cabeza. Los mechones de su cabello lacio se movieron rozando su espalda-. Y Claire no le quiere como tú.

– No podría. -Kendall recorrió con el dedo el borde del escritorio, a lo largo de la franja doraba-. Si pudiera convencerle… lo haría, pero, créeme, lo he intentado todo.

– Sólo necesita pasar más tiempo contigo y menos con ella. -Paige se acercó al espejo y examinó la pulsera en el reflejo, contemplando el gato de plata danzando a la luz del sol-. Ojalá ella desapareciera.

– Eso no va a suceder. -Kendall suspiró ansiosamente.

– Entonces desearía que tuviese el mismo accidente que ha tenido Jack.

– ¿Jack Songbird? -Kendall sintió un escalofrío por la espalda tan helado como la muerte. A veces la hermana pequeña de Harley podía ser escalofriante.

– Sí. -Paige elevó los ojos y se encontró con la mirada horrorizada de Kendall en el espejo-. Ha muerto.

– Lo sé.

– Ya no molestará a nadie nunca más.

– Yo no creía… quiero decir, no creo que molestase a nadie.

– Robaba en la fábrica.

– ¿Qué?

Kendall contrajo el pecho. Esperaba conducir aquella conversación de nuevo al tema de Claire, para sugerirle a Paige que la espiara un poco, o que hablase con la estúpida de su hermana pequeña para sacar algún trapo sucio. Nadie podía ser tan moralmente perfecta como fingía ser Claire Holland. Sin embargo, la conversación había tomado un nuevo y peligroso giro. Con preocupación, Kendall se humedeció los labios y se preguntó cómo podía cambiar de tema cuanto antes. Paige no sólo, era una psicótica.

– Así que Dios castigó a Jack por robar dinero a papá.

– No creerás eso.

Kendall estaba aterrorizada.

– ¿Por qué no? Es lo que nos enseñan en catequesis. Y de todos modos todo el mundo muere algún día. -Paige inclinó la cabeza y examinó el techo-. Sí, creo que sería una buena idea que Claire muriera.

– Ella no va a morir. Tiene diecisiete años, por el amor de Dios. Las personas no mueren a esa edad.

– Jack sí -dij o Paige tranquilamente mientras extendía los brazos y agarraba su peluche preferido, un panda enorme de ojos tristes-. Bueno, él era un poco mayor, pero no mucho. -Miro de nuevo el diminuto gato con ojos que hicieron estremecer a Kendall. Paige paso la mano por la cabeza del oso-. Claire podría morir, también, ya lo sabes. -Hizo un gesto de asentimiento-. Sólo tienes que desearlo lo suficiente y rezar mucho.

Capítulo 17

Weston encendió el mechero, prendió un cigarrillo y se preguntó por qué había accedido a reunirse en mitad de la noche con Tessa en aquel lugar, a un tiro de piedra de casa de los Holland. Era como si la chica tentase al destino, atreviéndose cada vez más con cada una de sus citas clandestinas. Debería romper con ella, era algo excéntrica para él, pero le gustaba la idea de beneficiarse a una de las hijas de Dutch, incluso aunque no fuera la que él realmente deseaba.

Caminó por la orilla del lago, oculto tras el seto que iba desde el extremo del garaje hasta el embarcadero. La piel se le puso de gallina al sentirse observado por unos ojos ocultos.

Una telaraña de nubes ocultaba la luna, dejando traspasar una luz tenue. Sin embargo, podía ver el contorno de la casa rodeada por árboles, el garaje, el jardín y senderos de piedra, los cuales tomaban diversas direcciones entre los pinos y abetos. La superficie del lago era lisa, reflejaba la oscuridad como si fuera un espejo. Escuchó el sonido de aleteo de murciélagos sobre su cabeza. Miró el reloj. Tessa llegaba tarde. Señor, aquello era un error.

Justo en aquel momento escuchó pisadas ligeras y apresuradas. Apretó el pitillo. Miró con ojos de miope por entre las ramas del seto y vio acercarse a una mujer, rozando las piedras con pies descalzos. Se dispuso a llamarla. Abrió la boca, pero no dijo nada. Quien corría en mitad de la noche no era Tessa, sino su hermana mayor, Miranda.

Tenía el pelo oscuro y largo recogido en una cinta de color blanco y respiraba con dificultad.

A Weston le empezó a latir el corazón a toda velocidad, y notó como si la boca se le llenase de algodón. Miranda llevaba un vestido de gasa color blanco, tal vez un camisón, que hacía ondas y dejaba a la vista sus piernas delgadas.

Tras escuchar un pequeño silbido, Miranda se detuvo, y luego se apresuró camino abajo en dirección al lago.

Weston no puedo evitarlo. La siguió. Moviéndose entre los árboles, observaba las formas del vestido transparente en la oscuridad. Se encontraba a muy poca distancia de ella, e intentaba reprimir el deseo que le palpitaba en las sienes. Dios, qué preciosa era. Miranda se detuvo en la playa, con la luz de la luna sobre el rostro.

Weston se detuvo tras un abeto. Tragó saliva. Apareció un hombre musculoso y alto, el cual, sin mediar palabra, agarró a Miranda y la besó larga y apasionadamente. Ella gimió. A Weston le hervía la sangre.

Reconoció a aquel tipo. Era Hunter Riley, el hijo del maldito portero. Vestido con unos vaqueros que casi le arrastraban, besó a Miranda hasta que las piernas se le doblaron y cayó sobre la arena.

– Randa -musitó Riley, desabrochándole los botones de la parte delantera del vestido-. Mi bella Miranda.

Con el vestido abierto, los pechos exuberantes y desnudos quedaron al descubierto. Weston tuvo una erección, e hizo lo posible para no empezar a tocarse a sí mismo.

Como un mirón enfermo, vio cómo Hunter acariciaba y besaba aquellos senos, chupándolos mientras gemía de profunda satisfacción. ¡Cabrón! Quién era él. Un don nadie. Sin embargo, estaba tocando a la mujer que Weston no podía poseer.

Riley le arrancó el vestido y Weston tuvo que apretar los dientes para no gemir. Poco a poco, las largas y flexibles piernas de Miranda se destaparon. Weston pudo distinguir, bajo la luz de la luna, el glorioso nido de rizos morenos situado sobre los muslos. Riley arrimó la cabeza a su abdomen. Miranda le pasaba los dedos por el pelo mientras él continuaba bajando, lamiendo, palpando. La respiración de Weston se hizo más profunda. Debía dejar de mirar, apartar los ojos de aquella imagen erótica. Pero no podía. Se bajó la cremallera y se hurgó en los calzoncillos. Allá encontró su pene completamente erecto. Deseó ser él quien estuviese montando aquel pedazo de carne caliente que era Miranda Holland.

Hunter se quitó los vaqueros y separó las piernas de Miranda. Weston se mordió la lengua con fuerza para no gritar.

Los sonidos que emitía la pareja eran suaves y excitados. Miranda se agarraba a su amante, inclinándose hacia él, haciéndole el amor como aquel animal puramente sexual que Weston siempre había pensado que era. Weston siguió moviendo los dedos, cada vez más rápido, incluso en el momento en que Hunter echó la cabeza hacia atrás y exclamó un grito prolongado de victoria.

Weston se apartó para que no le vieran. Riley, sudando como un cerdo, cayó sobre Miranda, apretándola, aplastándole aquellos magníficos pechos. Le susurró algo al oído y luego levantó la cabeza un instante. Sus ojos, negros en la oscuridad, parecían estar mirando directamente a Weston. Era imposible, por supuesto, no podían verle entre las sombras de los abetos. Sin embargo, era como si Riley le estuviese mirando.

Weston aguantó la respiración. Gotas de sudor le recorrieron el cuello. Apartó la mano de los calzoncillos.

Miranda dijo algo y Hunter volvió a dirigir la atención a aquella preciosa mujer de piernas largas que tenía bajo él.

Mientras Weston volvía sendero arriba, el deseo le palpitaba en el cerebro. Tropezó una vez, chocando con el pie en una maraña de raíces, se arañó el rostro con las agujas de un abeto, pero finalmente encontró el camino de vuelta al embarcadero.

El corazón casi se le detiene al ver a Tessa al borde del embarcadero, con los pies rozando el agua, a menos de doscientos metros del lugar donde yacía el cuerpo desnudo de su hermana.

Cuando Weston se acercó, Tessa se volvió. Weston notó restos de lágrimas en sus ojos.

– ¿Has disfrutado del espectáculo? -le preguntó. Su voz era un susurro áspero que probablemente resonó en todo el lago.

– Salgamos de aquí.

– ¿A ti qué te pasa? -exigió-. ¿Por qué sigues viéndome cuando lo que de verdad deseas es estar con ella?

– ¿Con quién?

Tessa se apartó el pelo de la cara.

– No te hagas el tonto. Tengo ojos, ¿sabes? Por eso sé que deseas a Miranda. Ojalá entendiera tu fascinación hacia ella.

Weston no discutió ni Tessa rompió a llorar.

– Está enamorada de Hunter, ¿sabes? -Poniéndose en pie, se sacudió las manos y se limpió cualquier rastro de lágrimas que le quedase en el rostro. Si tenía algo, era orgullo-. No sé por qué, pero Miranda piensa que el cielo, la tierra y las estrellas giran en torno a él. -Se frotó la nariz con el dorso de la mano y se puso derecha. Cuando Weston intentó tocarla, se apartó de él rápidamente, a punto de caerse en el agua-. ¿Quién lo habría pensado? La princesa de hielo es la princesa del fuego para el hijo del portero. -Dedicó una fría sonrisa a Weston mientras le miraba fijamente-. Duele, ¿verdad?

– Tessa -le dijo, rodeándola por la cintura.

Le apartó la mano.

– No me toques -rechistó, echándose hacia atrás y dándole una bofetada. Zas. El sonido resonó en el agua-. No me vas a utilizar como a una puta de dos dólares. Vete con Crystal, si lo único que quieres es un revolcón rápido.

Weston enfureció.

– Eh, espera un momento -ordenó, asiéndola por la pequeña cintura.

¿Qué estaba sucediendo? Tessa, que siempre había estado tan dispuesta a complacerle, de pronto se estaba volviendo contra él, mostrándole más pasión de la que había visto en semanas. Weston la arrastró a lo largo de la orilla del lago, por un camino situado lejos de Miranda, lejos de su casa.

– ¡Suéltame, cabrón! -Tessa escarbó en la tierra y se agarró a una raíz. Con un sonoro desgarrón, la blusa se le enganchó a una rama y se le rompió.

– ¿Por qué?

– ¡Porque se acabó!

Tessa forcejeaba y Weston la agarró con más fuerza, a la vez que sentía un calor en la ingle provocado por la pelea.

– Se acabará cuando yo lo diga.

– Déjame en paz, Weston, o te juro…

Le tapó la boca con la mano y sintió cómo Tessa le hundía los dientes en la palma. Pero ni se inmutó. La dejó esforzarse tanto como quiso. Ahora era suya. La ira hacía crecer la pasión en Weston. La furia le provocó una erección. El pene le ardía. Tessa estaba asustada, podía sentir el cambio de su cuerpo, la tensión. El olor del miedo le llegó a los orificios de la nariz. Weston creyó que iba a correrse en los pantalones.

– ¿No sabes que conmigo nadie juega, Tessa? ¿Aún no te has dado cuenta?

Tessa se agitaba, resistiéndose, retorciéndose de tal manera que le dio un rodillazo a Weston en la ingle.

Éste sintió un fuerte dolor en la entrepierna. Expulsó un resoplido.

– ¡Puta! -resolló, sacudiéndola-. ¡Maldita puta! ¡Ahora vas a ver!

Se inclinó, la arrastró por encima de las piedras, por entre el ramaje de las moreras que se les enganchaban y arañaban a medida que pasaban, entre los troncos caídos, hasta llegar a un claro donde estaba aparcado su coche. Él sudaba y respiraba con dificultad, pero se encontraban tan lejos de la casa de los Holland que aunque fuera tan estúpida para gritar nadie podría oírle. No importaba lo que intentase.

Metió una mano en el bolsillo y cogió el cuchillo de Jack Songbird. Lo abrió con un clic y se lo puso ante los ojos.

– No hagas ninguna tontería y no te pasará nada…

La soltó. Tessa le escupió, a la vez que intentaba escapar.

– Te estás buscando problemas -protestó.

– ¿Yo? Me parece que eres tú quien necesita ayuda.

– No te tengo miedo, Weston -dijo con suficiente coraje para convencerle. Pero tenía la voz algo temblorosa y no podía apartar los ojos del arma que acababa de empuñar Weston-. De hecho… ¡creo que eres patético!

Sudaba, y Weston podía notar el olor de su cuerpo. Tessa se volvió, con intención de salir corriendo, pero Weston se abalanzó sobre ella. Exclamó un débil chillido, justo antes de que él le pegara el cuchillo al pecho.

– Suéltame, chupapollas.

– De ninguna manera, Tessa. Teníamos una cita, ¿recuerdas?

La agarró firmemente con los brazos. Notó la columna vertebral de la chica contra su pecho, aquel culo redondito rozándole su entrepierna. Ella intentaba liberarse. Los senos chocaban contra sus brazos y tenía el aliento caliente como el fuego de un dragón.

– Suéltame, maldita sea.

Weston olió el miedo, lo que le provocó aún más. Era un demonio de mujer. Le lamió la zona del nacimiento del pelo. Ella echó la cabeza para atrás, esperando hacerle daño. Zorra estúpida.

– Cuidado, cariño.

Weston le mordisqueó la piel salada.

Tessa gritó.

– Eso ha sido por la bofetada.

Tessa empezó a temblar. Weston adoraba el sentimiento de poder que le provocaba el temblor. El sentimiento de que él podía controlarla, usarla como si fuera su esclava personal.

– Ahora, vas a hacer exactamente lo que yo quiera, perra, y no vas a parar hasta que te lo diga. Ponte de rodillas.

La tiró al suelo. Agarró el cuchillo como si fuese a utilizarlo en cualquier instante.

– Ahora, preciosa, bájame la cremallera del pantalón.

– No…

Le cogió un mechón de pelo y se lo cortó.

– ¡Ahhh!

El cabello rubio cayó al suelo.

– Ahora, bájame la cremallera del pantalón y chúpamela como una buena chica.

– Ve a buscar a Miranda. Es a ella a quien deseas -dijo valientemente, aunque tenía los ojos llenos de miedo y los labios le temblaban.

– Está ocupada.

– ¿Qué te importa? A ti te gusta hacértelo con más de una a la vez.

– Ya le tocará.

De repente, Tessa se abalanzó sobre Weston y le pegó un puñetazo por debajo de la mejilla.

– ¡Joder! -Contrajo el rostro. Cayó al suelo-. Deja de jugar, zorra -dijo, mientras le caían gotas de sangre en el hombro-. Desabróchame los pantalones y…

– Te odio.

– ¿Ah sí? Pues muy mal. Ahora no tienes elección y si vuelves a morderme… te rajo.

– No lo harás -dijo de pie frente a él, comprendiendo de pronto la situación-. No vas a matarme, ni siquiera a herirme porque te cogerían. Incluso aunque no tuviesen ni la más mínima prueba, mi padre te daría caza como a un perro. La gente nos ha visto juntos, y ahora -le mostró las manos, cuyas uñas estaban sucias y ensangrentadas- habrá restos de tu sangre en mis manos.

El corazón de Weston se detuvo un instante.

La sonrisa de Tessa reflejaba pura maldad.

– Si me fuerzas a hacer cualquier cosa que yo no quiera, y quiero decir cualquier cosa, se lo diré a mi padre y te denunciaré en la comisaría. Te arrestarán por… invasión de la propiedad ajena, y… agresión y abusos a una menor.

Weston no la creía.

– No serías…

– Cabrón, te mataría antes de volver a dejar que me tocaras.

Weston alargó la mano, pero Tessa la apartó.

– Irás a la cárcel, Weston. Mi padre se encargará.

Le miró con la mandíbula desencajada y los ojos llenos de furia. Tenía la piel manchada de barro y la blusa rasgada. Miraba a Weston como si quisiera hacerle pedazos con sus propias manos.

– Por Dios, no serías capaz.

– Ándate con ojo -le advirtió.

Los ojos le chispeaban como a un animal herido. Weston se acordó de una zarigüeya a la que había cazado con una trampa, y de cómo aquella bestia había gruñido, mostrándole sus dientes afilados, antes de que la rematara.

– Vete de aquí -le ordenó. No estaba bromeando.

Cada músculo del cuerpo de Weston le pedía echarse sobre ella, arrojarla al suelo y arrancarle la ropa. Pero no era lo bastante estúpido para cometer aquel tipo de error. Ahora no. Tessa era, le gustase o no, una niña.

«Más tarde», se dijo a sí mismo. Se encargaría de ella más tarde, cuando estuviese a salvo y Tessa no tuviese la sartén por el mango. Cerró la navaja y subió al coche. Salió zumbando, seguido de un chirrido de ruedas, botando por aquel camino empedrado y viejo que les había llevado a aquel lugar situado en ninguna parte. Con la espalda tiesa por el orgullo, miró a Tessa por el espejo retrovisor, cuya ropa desgarrada parecía más bien una banda honorífica.

Weston agarraba el volante con manos sudorosas. Dobló la esquina y puso segunda. La sangre le hervía en las venas. Las sienes le palpitaban. Si aquella pequeña zorra pensaba que tenía la última palabra, estaba equivocada. Muy equivocada.


– Hijo mío, te estoy diciendo que cuento contigo.

Neal señaló con su grueso dedo en dirección a Weston. Mientras tanto, el viejo aparato de aire acondicionado en la oficina de Weston del aserradero zumbaba a través de la rejilla de la ventilación.

– Alguien tiene que inculcar en tu hermano un poco de sentido común. ¡Nadie, y quiero decir nadie, en esta familia, se va a unir a una Holland! Por Dios santo, ¿es que no se da cuenta de que sólo quiere su herencia?

Paseándose desde un extremo de la oficina hasta el otro,se frotaba la calva con un pañuelo. Su rostro colorado estaba más rojo de lo habitual. Abría los orificios nasales debido a la indignación que sentía y los dientes de oro le brillaban mientras hablaba. Tenía gotas de sudor en la frente, las cuales le mancharon las mangas de la camisa.

– ¿Qué demonios te ha pasado en la cara?

Weston forzó una sonrisa, a pesar de que recordar las uñas de Tessa le hacía encolerizar.

– Tuve una discusión con una puta. -Aquello no era del todo mentira.

– Demonios, ¿no sería la hija de los Songbird?- ¿Crystal? No.

– Bueno. No podemos permitirnos hacer enfadar a ninguna tribu local, ya lo sabes. Poseen tierras valiosas en esta zona, tierra que podríamos querer comprar para construir otro complejo que hiciera competencia al del viejo Dutch. Incluso aunque ambos sepamos que Jack Songbird era un vago, sus padres podrían empezar a quejarse con el tema de la discriminación y eso. Toda la maldita tribu podría verse envuelta.

– No creo que estén dispuestos a empezar una guerra -dijo Weston con desprecio-. Tranquilo.

Neal suspiró como si estuviese harto del mundo entero.

– Quizás tengas razón. Pero seguimos teniendo problemas, empezando por tu hermano y sus estúpidos planes de casarse con una de las hermanas Holland. Joder, qué mierda.

– ¿No crees que Claire Holland heredará suficiente dinero de su padre? ¿De verdad crees que también busca el nuestro?

– Por supuesto que sí. Es codiciosa, como el hijo de puta de su padre. Dutch nunca me ha perdonado haber pujado más alto por aquel trozo de terreno situado al norte de Seaside.

– Y por construir Sea Breeze.

– Sí. Aquello le sentó como una patada en el culo. -Neal rió entre dientes. Los de oro le destellaban al sonreír-. Conseguí que Stone Illahee pareciese una baratija. El cabrón se lo merecía.

– Pero aquello fue hace años.

– Bueno, es que ese viejo pesado es muy rencoroso.

– Quizá haya llegado la hora de enterrar el hacha de guerra.

– Ni hablar. No hasta que Dutch dé el primer paso.

– ¿Por qué?

Los ojos de Neal se oscurecieron.

– Esto va más allá de lo profesional, hijo. Es personal.

«Puedes apostar», pensó Weston, y se preguntó si el viejo sabía que su mujer se había estado acostando con su peor enemigo. Mentalmente, Weston vio la pecosa espalda de Dutch y el espejo roto en la casa de campo. Desde aquel fatídico día, su madre y él no se habían llevado bien. Las mentiras habían estado presentes entre ellos. Siempre.

Neal se aflojó la corbata.

– Así que no juegues a ser el abogado del diablo conmigo. Le dije a Harley que le desheredaría antes de dejar que ninguna zorra Holland pusiera sus asquerosas garras en mi dinero, y lo dije en serio. Lo mismo sirve para ti. -Se frotó la cara con el pañuelo-. Señor, qué calor.

– Yo no soy quien está pensando en casarse con una Holland -señaló Weston, todavía con un humor de perros debido a la noche anterior, en que había pillado a Miranda con Riley. Y Tessa. Que esperara a que la cogiese a solas. Se iba a arrepentir de lo que le había hecho.

– Lo sé, pero Harley… Oh, jamás ha tenido el más mínimo sentido común. Siempre ha sido un niño llorón. La primera vez que supe que estaba saliendo con una de las hijas de Dutch imaginé que simplemente era una aventura, un acto de rebeldía, nada de lo que preocuparse. Pero luego no dejó de verla, seguía saliendo con ella. -Neal se apretó el puente de la nariz como si intentase evitar un dolor de cabeza-. ¿Qué tenía de malo Kendall? Eso es lo que a mí me gustaría saber. Es mucho más guapa que las tres Holland juntas, y su padre y yo nos llevamos bien, tenemos negocios en común. ¿Por qué demomos Harley no se quiere casar con ella?

– A mí no me lo preguntes.

Weston se hizo el inocente y su padre estaba tan absorto en la necesidad de desahogar su ira que ni se dio cuenta.

– Veremos si le gusta estar sin un solo centavo. Le voy a dar una oportunidad más para que vea las cosas con claridad, y luego, si esa tal Claire Holland no ha desaparecido en una semana, le echaré del trabajo, le quitaré el maldito Jaguar y le echaré de casa. Entonces descubriremos de qué pasta está hecha esa Holland. Apuesto diez a uno a que echa a correr en otra dirección.

Weston no iba a formar parte de aquella apuesta. Pensaba que Claire tenía más aguante del que su viejo padre se creía.

– Quizá sea una amante espectacular -opinó Weston. De nuevo sus pensamientos giraban en torno a Miranda.

– Muy bien. Puede follársela hasta que se acabe el mundo, ¡pero no puede casarse con ella!

– ¿Cuál es la diferencia?

Neal miró a su hijo como si Weston acabase de anunciar que quería construir un nuevo complejo en Júpiter.

– La diferencia es que si sólo duerme con ella y la utiliza como a una puta, él gana. En cambio, si ella consigue cazarle y casarse con él, entonces ella gana. Por Dios, no tendría que hacer falta que te lo explicara.

– Así que se trata de respeto.

– Bingo -Neal se frotó la cara, refunfuñó entre dientes, empezó a agitar las manos, como asustando a una mosca molesta-. Tú sólo asegúrate de que entienda lo que está en juego. Ahora, hay un par de cosas de las que tenemos que hablar. Quiero que se realice una auditoría, luego, una reunión con Jerry Best de Best Lumber para ver por qué retiró su cuenta y… una especie de indemnización para la familia Songbird, ya sabes, por la muerte de su hijo.

Weston se volvió bruscamente. Los músculos se le encogieron.

– Jack estaba asegurado en la empresa. Creo que el seguro es vigente, aunque Jack fuese despedido el mismo día de su muerte.

– Lo sé, lo sé, dudo que la compañía de seguros se niegue, les pagamos mucho dinero. Aun así, no es suficiente. Quiero que Aserraderos Taggert haga algo más para la familia, ya sabes, algo que nos dé prestigio.

– No es como si se hubiese matado en un accidente de trabajo -replicó Weston, molesto por el hecho de que su padre se rebajase a tal paripé-. Jack Songbird no era un empleado ejemplar. Echa un vistazo a su ficha personal. Todos los supervisores que tuvo le tacharon de mal trabajador. Llegaba siempre tarde, nunca se ponía el equipo de seguridad, se tomaba largos descansos, flirteaba con las secretarias, incluso llegó a romper la máquina de refrescos, creo. De cualquier cosa mal hecha, Songbird era el culpable.

– No importa.

– Pero…

– Mira, sé que despediste a ese estúpido hijo de puta, pero por el amor de Dios, Weston, piensa por un momento en la buena prensa que conseguiríamos. La empresa donará diez mil dólares, con lo que empezaremos un fondo de fideicomiso con su familia y con la tribu, ¿no era chinook?

– Clatskanie o algo así -murmuró Weston, fastidiado. ¿A quién demonios le importaba Jack Songbird? El tío era un rufián, un ladrón de poca monta y un vándalo. El mundo, en especial Chinook, en Oregón, estaba mejor sin él. Weston juntó las manos, apretándose los nudillos-. Si tanto te importan las apariencias, deberías haber ido a su funeral.

– No, tú deberías haber ido. Yo estaba en la convención de Baton Rouge.

– Con Dutch Holland.

Neal hizo una mueca.

– Sí, ese viejo pesado estaba allí, intentando robarme mis cuentas. Me pone enfermo pensar que una de sus hijas tenga las garras puestas en mi hijo. -Suspiró en voz alta. Miró directamente a los ojos de su hijo mayor-. Harley siempre ha sido un problema.

– Papá…

– Calla, Weston. No te estoy diciendo nada que no sepas. Esperaba que creciera y se volviera más fuerte. Pero supongo que eso no va a suceder. -La decepción empañó sus ojos-. Ya lo sabes. Tú eras muy difícil de igualar. Intento recordándomelo día a día. Supongo que tendría que haber tenido más hijos.

– ¿Con mamá?

Neal estrechó ligeramente los ojos.

– Pues claro que con tu madre. ¿Con quién si no?

– Dímelo tú.

– Aún crees en ese rumor que dice que tengo un montón de hijos bastardos por ahí esparcidos, ¿no?

– Sólo uno.

– Olvídalo, Weston. Tú eres mi preferido. Eres mi primogénito. Eso es especial, y lo sabes. -Golpeó con los nudillos el escritorio de Weston y a continuación se dirigió hacia la puerta. De repente, tenía el aspecto de un anciano-. No te olvides de darle a Harley mi mensaje. Tal vez si viene de ti se lo creerá.

– Y tal vez no.

– Entonces es que no es tan listo como creía. -Neal dudó un segundo-. ¿Sabes?, cuando tienes un hijo, un recién nacido, la esperanza y el orgullo te llenan. Sabes que se va a convertir en el mejor hombre que jamás haya habido en la tierra. Más tarde, a medida que pasan los años y ves que la decepción y la preocupación se acumula, simplemente esperas a que se las apañe. Con Harley… -Se encogió de hombros-. No sé, sencillamente no sé.

Neal salió de la oficina, cerrando la puerta, y Weston, sonriendo para sus adentros, se recostó en la silla hasta que los viejos muelles chirriaron. Había estado haciéndolo todo al revés, y se maldijo por haber sido tan tonto. Había estado intentando ayudar a Harley cuando era su mayor rival.

Lo cierto era que Weston iba a heredar la mayor parte del patrimonio de su padre, pero en el testamento existían disposiciones que hacían referencia a Mikki, Harley, Paige y cualquier otro niño que Neal hubiese engendrado, fuese legítimo o no.

Si Harley se casaba con Claire, renunciaría a su trozo de fortuna, la mayor parte de la cual iría a parar a Weston. Neal había dejado bastante claro que sus hijos iban a heredar el negocio y a hacerse cargo de él. Si Harley, muy oportunamente, renunciase, entonces Weston se quedaría a cargo de todo: los terrenos, el aserradero, las operaciones de explotación forestal.

Sonrió de oreja a oreja, entusiasmado. ¿Por qué demonios estaba intentando dejar embarazada a Kendall si aquello favorecía a su hermano? Lo mejor era que Harley se casase con Claire. Cuando su viejo la palmara, se lo dejaría todo a Weston, excepto la casa y una mísera pensión mensual para su madre y Paige. Sintió vergüenza ajena al pensar en su hermana pequeña. La fea Paige. La rara Paige. Paige, lo bastante extraña para terminar en alguna institución mental cuyas paredes estuviesen pintadas con colores pastel. Todo lo que Weston tenía que hacer era encontrar algún psicólogo atrevido que necesitara algún dinero extra. Así, Paige pasaría el resto de sus días paseando por caminos con árboles imponentes y estanques relajantes con lirios flotantes. Estaría encerrada de por vida tras puertas de acero.

Por supuesto, antes tenía que morir su padre, pero era sólo una cuestión de tiempo. Neal Taggert podía sufrir un ataque al corazón de un momento a otro. El médico se lo había advertido una y otra vez. Todo lo que Weston debía hacer era ser paciente. Y dejar de verse con Kendall. Esto último no sería difícil.

Evitar a las Holland no le resultaría tan fácil. No le importaba demasiado que Tessa le hubiese rechazado y que no le devolviese las llamadas. Pero cuanto más veía a Miranda más la deseaba, algo que era sencillamente estúpido. Ella sólo significaba problemas, una mujer a la que había que evitar a toda costa. Además, Miranda nunca había escondido el hecho de que detestaba a Weston. Incluso Tessa había reconocido que Miranda se había enfadado al averiguar que su hermana pequeña estaba viéndose con él.

¿Y a ella qué le importaba? ¿Se había opuesto a que Tessa saliese con él, o es que estaba, de manera inconsciente, celosa? La sangre se le calentó ligeramente. Tal vez Miranda poseía una parte alocada que no podía controlar, un ansia por lo prohibido. Dios, cada vez que recordaba sus caderas enterradas en la arena aquella noche… Cerró los puños con tal fuerza que los nudillos se le quedaron blancos.

¿Pero por qué Riley? No era nadie, era un holgazán, el hijastro de un maldito portero. Por alguna razón a Miranda le gustaba juntarse con gente de clase baja, no le daba miedo dar un paseo por el lado salvaje.

Por otro lado estaba Tessa. Aún tenía que pensar la manera de encargarse de ella. Si Tessa hablase más de la cuenta, cumpliendo así sus amenazas, la vida de Weston, tal y como la conocía, podría terminarse.

Si fuese listo, se olvidaría de las Holland y volvería a la universidad antes de cometer más errores. Su violencia iba en aumento. Notó cómo le brotaba la adrenalina. Presintió una nueva situación, y supo que estaba caminando por terreno peligroso. Debía parar. Ya. Pero no soportaba la idea de renunciar a Miranda. Sólo una noche, es todo lo que quería, una noche para demostrarle lo que era sexo hedonístico, animal y apasionado. El tipo de sexo que dejaba la cabeza atontada durante horas y las sábanas arrugadas durante días.

Nervioso, jugueteaba con el bolígrafo, mientras el aire acondicionado se apagaba con un silbido final. Weston consideraba a Riley, le conociese o no, su rival, un hombre que debía andarse con cuidado. Estaba prácticamente seguro de que los motivos de Riley no eran del todo honestos. Aquel tipo tenía un pasado misterioso, ni siquiera era el hijo natural del portero. ¿Quién sería el padre real de aquel bastardo?, se preguntaba Weston, mientras daba vueltas en la silla y miraba a la nada. Una idea le sobrevino al corazón, dejándole tan helado como la misma muerte. Se preguntó si Hunter podría ser el hijo bastardo perdido de Neal. Pero era de locos, ¿no? Aquella paranoia constante se deslizaba por su sangre.

Le llevaría mucho tiempo descubrir la verdad, ya que, durante las últimas semanas, desde que su obsesión por Miranda había ido en aumento, convirtiéndose en algo más que en un interés pasajero, Weston había hecho algunas averiguaciones por su cuenta. Había descubierto que Riley escondía en el armario mucho más que secretos de familia. Era sólo cuestión de tiempo poder demostrar que aquel hijo de puta era un impostor.

Weston se conformaba con ser paciente. Creía en el viejo dicho de que la cosas buenas les suceden a aquellos que esperan. Bien, Weston estaba dispuesto a esperar mucho, mucho tiempo, con tal de saber que, al final, conseguiría saborear un pedacito de Miranda Holland.

– ¿Señor Taggert? -La voz de su secretaria interrumpió sus pensamientos.

– ¿Sí?

– La señorita Forsythe por la línea dos.

Weston sintió una sensación cálida de satisfacción. Eraa hora de romper con Kendall. Qué pena.

– Enseguida estoy con ella -dijo.

A continuación conectó la alarma del reloj para que sonase a los dos minutos. Kendall, la zorra fría e inanimada, podía esperar.

Capítulo 18

Miranda rodeó con los dedos la botella de vitaminas para embarazadas que le habían entregado en la clínica. No cabía duda, estaba embarazada. El doctor y una prueba de embarazo confirmaron lo que ya sospechaba. Ahora tenía que decírselo a Hunter. Oh, Dios. ¿Y si él no quería al bebé? Las lágrimas empañaron su visión al subirse al coche. ¿Qué le iba a decir? ¿Y a sus padres? ¿Y a Claire y Tessa?

Ella, que siempre había tenido el control, que había planeado su vida desde que tenía doce años de edad, que había intentado con tanto ahínco que su familia se sintiese orgullosa.

Embarazada.

– Recuerda: no es el fin del mundo, sino el principio -se dijo una vez más, mientras encendía la radio y bajaba la ventanilla del coche.

Pulsó los botones del aparato hasta que encontró una emisora donde sonaba una melodía blues de Bonnie Raitt. Condujo en dirección a Stone Illahee. El aire cálido le soplaba sobre el pelo. Al pasar cerca de una playa pública, sintió el impulso de apartarse de la carretera. Se quitó los zapatos, dejó las vitaminas en el coche y caminó descalza por la arena. Las dunas dieron paso a una playa plana y desierta. Poco después se encontró cerca del océano, sintiendo la marea congelada rozándole los pies. Caminaba esquivando medusas transparentes, restos dentados de cangrejos y almejas vacías. Las gaviotas grises continuaban merodeando, esperando conseguir otro pedazo de alimento. En el horizonte había unos cuantos barcos de pesca balanceándose sobre el mar.

Encontró un tronco hundido en la arena seca. Tenía un extremo ennegrecido, restos de alguna fogata, el otro extremo estaba casi totalmente enterrado. ¿Iría allí, en un futuro, con su hijo o hija, a construir castillos de arena, perseguir las olas o lanzar un platillo que recogiera un cachorro juguetón?

¿Se casaría con Hunter?

Sentada en el tronco, juntó las manos. Estaba tan perdida en sus propios pensamientos que no se dio cuenta de que no estaba sola hasta que una sombra le cubrió los hombros.

Sobresaltada, se volvió rápidamente y casi le dio algo al ver quién era.

– Pensé que era tu coche -dijo Weston Taggert, de cuclillas, situándose a su altura.

– ¿Qué es lo que quieres? -Era la última persona a la que quería ver.

– Compañía.

– Cómprate un perro.

Weston elevó las cejas.

– ¿Un mal día?

– Y ahora ha empeorado.

Empezó a levantarse, pero Weston la cogió de la mano.

– ¿Qué bicho te ha picado? -dijo Weston.

– El sentido común. -Miranda apartó la mano, se colgó las sandalias de los dedos y empezó a caminar hacia el coche.

– ¿Qué te he hecho?

Miranda se puso derecha, y aunque sabía que no debía picar el anzuelo, se volvió, sacudiendo los granos de arena bajo los pies.

– He notado cómo me miras y me repugna -dijo, recordando las miradas lascivas que Weston le dedicaba cuando ambos asistían aún al instituto-. Oí algunas bromas que gastaste a mi costa, y, lo peor de todo, has estado engañando a mi hermana, saliendo con ella a la vez que con mi amiga.

– ¿Amiga?

– Crystal. ¿Te acuerdas de ella?

– No mucho.

Miranda enrojeció.

– Déjalas en paz.

– ¿Es una amenaza? -le preguntó, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

– Tómatelo como quieras, Weston, pero ¿por qué no le haces un favor a todo el mundo y te vuelves ya a la universidad?

– ¿Por qué?

– No me gusta cómo tratas a Tessa, ¿vale?

– Quizás a ti te tratase mejor.

Pasmada, Miranda se quedó un instante en silencio. Cuando fue consciente de lo que Weston estaba insinuando se sintió fatal por dentro.

– Vete al diablo.

– Prefieres que siga saliendo con Tessa, entonces.

– Prefiero que te mueras. -Retomó el paso, de nuevo en dirección al coche. La arena caliente se apiñaba entre sus dedos desnudos. ¡Qué caradura era aquel chico! Tenía la misma moralidad que un perro callejero.

– ¿Miranda?

No se volvió, no quería perder más el tiempo con él.

– Creo que esto es tuyo.

– ¡¿Qué?!

Miró por encima del hombro y vio volar una botella por el aire. Con una sensación espeluznante, antes de coger el frasco con las manos, se dio cuenta de que Weston había encontrado las vitaminas. Sabía lo de su embarazo.

– Felicidades.

A Miranda le entraron ganas de vomitar.

– Sabes, si Riley no se toma bien la noticia, siempre puedes venir a verme. -Su sonrisa reflejaba pura maldad-. Yo te convertiría en una mujer de verdad.

– Antes prefiero morirme.

Llegó al coche y arrojó la botella de pastillas por la ventana del copiloto. A continuación se colocó detrás del volante. Tenía un nudo en el estómago, la boca llena de saliva, pero no pensaba darle la satisfacción de verla vomitar. De ninguna manera. Arrancó el coche. Las ruedas chirriaron y se incorporó a la carretera. Aceleró y no se detuvo hasta que dobló la esquina y entró en un camino privado. Allí abrió la puerta y echó todo lo que tenía en el estómago sobre la cuneta cubierta de hierbajos secos y botellas de cerveza vacías.


– ¿Estás segura?

La voz de Hunter sonaba tranquila, apenas perceptible con el chisporreteo del fuego. Estaban tumbados el uno junto al otro, acababan de hacer el amor. La noticia del embarazo flotaba entre sus cuerpos, en aquella rústica cabaña.

– Hoy he ido al médico.

– Dios -susurró, mirando hacia el techo donde las sombras doradas de las llamas se reflejaban en el yeso viejo-. Un bebé.

Miranda contrajo el pecho.

– Sí, en marzo.

Hunter se incorporó, completamente desnudo, y se frotó el pelo con ambas manos.

– Un bebé.

Intentando reprimir las lágrimas, Miranda se sentó con las sábanas viejas envolviendo sus pechos.

– Sé que es algo inesperado…, inoportuno.

– ¿Inesperado? -repitió- ¿Inoportuno? -Se encogió de hombros. Su cuerpo, alto y delgado, formaba sombras con el fuego como telón de fondo-. Joder, es mucho más que eso.

– Oh, Dios. No lo quieres.

– No… Sí… Joder, no lo sé. -Expulsó una gran ráfaga de aliento, caminó de vuelta a la cama y contempló a Miranda con ojos oscuros y preocupados-. No puedo pensar con claridad. ¿Un bebé?

Miranda asintió, tenía el pecho tan contraído que apenas podía respirar.

– Y asumo, por tu reacción, que lo quieres tener.

– Dios, claro.

– Ni siquiera piensas en la posibilidad de…

– Ni lo digas. -Se agarró los antebrazos, con los dedos agarrotados de pura desesperación-. Por favor, Hunter, siempre creí que podría tomar esa decisión fácilmente, pero no puedo. No cuando se trata de mi bebé. No cuando se trata del tuyo.

Hunter se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza de un lado a otro.

– Va a ser difícil.

– Todas las cosas buenas lo son.

– Así que ahora eres filósofa.

– No -dijo, levantado la barbilla-. Lo que soy, o mejor dicho, lo que voy a ser, es madre. -Cogió la enorme mano de Hunter, hablando con voz temblorosa-. Te guste o no, Hunter Riley, tú vas a ser el padre.

– Por Dios.

– En mi opinión, serás el mejor padre del mundo.

Las manos ásperas y fuertes de Hunter apretaron los dedos a Miranda.

– Lo que yo soy, Miranda, es un don nadie. No he tenido tiempo para ser nadie aún.

– Tú eres alguien para mí y para esta personita. -Arrastró lentamente su mano hasta colocarla sobre el liso abdomen. Hunter tenía el rostro pegado al de Miranda. Ella le besó en la mejilla-. Creo que tú y yo podremos enfrentarnos al resto del mundo, Hunter.

– Yo creo que podrás. No estoy seguro de que yo pueda.

– Ten fe. -Le volvió a besar en la mejilla-. Juntos, Riley, formamos un buen equipo.

– ¿Eso crees? -Levantó un extremo del labio, mientras continuaba con la mano colocada posesivamente sobre el vientre. El anillo hacía fricción sobre la piel desnuda de Miranda.

– Lo sé.

– Bueno. -Su voz se relajó al volver a tumbarse sobre las sábanas. Tomó a Miranda entre sus brazos y la colocó a su lado-. Vamos… vamos a pensarlo detenidamente. Sabes que nada me gustaría tanto como pasar el resto de mi vida contigo.

El corazón de Miranda renació.

– ¿Ah, sí?

– Y siempre he esperado que algún día, cuando terminase los estudios, comprase una casa y, ya sabes, me estableciese por mi cuenta, tuviésemos la oportunidad de vivir juntos.

– Y he aquí la oportunidad.

Hunter la miró fijamente a los ojos y suspiró.

– Esto, el bebé, no formaba parte de mi plan.

– Ni del mío.

– ¿Qué pasará con tu carrera?

– Un bebé no la detendrá. Simplemente la dejará en espera.

Hunter pensó un minuto.

– Será duro.

– Lo sé, pero no es lo mismo que si no tuviésemos dinero.

– Olvídate de eso. Si vamos a meternos en esto, quiero decir, a casarnos y a formar una familia, tendremos que hacerlo por nosotros mismos. Nada de recibir ayuda por parte de tu padre. Nada de tocar el dinero que tienes ahorrado para la universidad.

– Pero son mis ahorros -comentó ella- y tampoco es tanto.

– No vamos a tocarlo. -La besó en la frente-. Soy lo bastante machista para querer mantener a mi mujer y a mis hijos. Oh, Dios, ¿me has oído? ¡Mis hijos! -Se rió y la abrazó, colocando una pierna por encima del cuerpo de Miranda-. Esto es de locos…

– Ya lo sé.

– Pero te quiero.

– Yo también te quiero. -Miranda consiguió librarse de las malditas lágrimas que le empañaban los ojos.

– En fin -dijo Hunter con una medio sonrisa- supongo que ya no hay manera de dar marcha atrás. -Se levantó de la cama, apoyó una rodilla en el suelo y, con la luz del fuego sobre su cuerpo desnudo, le hizo la pregunta que Miranda tanto esperaba-. Miranda Holland, ¿quieres ser mi mujer?


Así que era verdad.

Randa era una zorra presumida que se creía superior a los demás.

Tessa, escondida en el estudio abandonado de su madre, se sentó en la repisa de la ventana, contemplando el juego de luces sobre el agua de la piscina. Había media docena de lienzos sin acabar esparcidos por toda la habitación, y un torno de alfarero cogiendo polvo. Tessa empezó a tocar una melodía con su guitarra, intentando calmar la rabia que la carcomía por dentro desde el mismo momento en que vio a Weston espiando a Miranda y a Hunter en la orilla del lago.

– Que se vayan todos al diablo.

¿Qué tenía Miranda que ella no tuviera? ¿Era porque Miranda era más alta, más sofisticada, más mayor y…? Oh, ¿qué más daba? Weston era un enfermo. Cada vez que recordaba aquel cuchillo sobre su pecho, el filo helado contra su piel… era como si Weston quisiera realmente hacerle daño. Jamás había tenido tanto miedo en su vida.

«Espero que arda en el infierno.»

Las manos le temblaban un poco al rememorar la horrible situación. Se alegraba de haber cortado con él. Se alegraba. Se alegraba. Se alegraba. Que le fuese a otra con sus fantasías de enfermo.

«¿A otra como Miranda?»

Se equivocó de acorde.

«¡Mierda!»

A Tessa nunca le había gustado perder, y menos frente a una de sus hermanas. No se trataba sólo de que Randa tuviese razón sobre Weston, sino que también era el objeto de su obsesión. Esto último molestaba a Tessa y hacía crecer la rabia que ardía en su interior.

Si fuera capaz, debería hacer con Weston lo que él había hecho con ella. Coger un cuchillo o un arma y hacerle sudar. Observarle mientras él se desnudaba y le forzaba a realizar algún acto humillante, quizás a masturbarse delante de ella.

– Olvídalo -se dijo-. Olvídate de él. -Pero la bestia furiosa que llevaba en su interior continuaba creciendo.

No se sentía satisfecha dejando las cosas tal y como estaban. Weston tenía que pagar por lo que había hecho.

Tessa no oyó el ruido de pisadas en las escaleras. Así pues, se sorprendió cuando llamaron a la puerta antes de abrirla. Miranda entró en la habitación.

¡Genial! La última persona a quien le apetecía ver.

– Estoy practicando -dijo Tessa, sin apenas mirarla.

– Lo sé. Te he oído.

– Me gustar practicar a solas.

Randa no pilló la indirecta. Caminó descalza con sus piernas largas hasta la mitad del cuarto. Era tan guapa como su madre, pero tenía un cuerpo más escultural. Miranda había pasado años subestimado su cuerpo y evitando a los chicos. Sin embargo, tal y como Tessa sabía de sobras, a los ojos de Weston, Miranda era una diosa.

– Creo que deberíamos hablar. -Miranda cruzó las piernas al sentarse en el borde de una vieja otomana.

– ¿De qué? -Tessa seguía tocando una melodía en la guitarra, punteando las cuerdas una tras otra, ignorando el hecho de que su hermana mayor estuviese realmente preocupada. ¿A quién le importaba? Miranda casi todo el tiempo era una zorra moralista, y el resto una pesada.

– De Weston.

Tessa golpeó las cuerdas con tanta fuerza que se cortó con el metal tenso en las yemas.

– Joder -se quejó-. Mira lo que me has hecho hacer. -El rencor le hervía en el corazón. Apretó los labios, se echó el cabello por encima de los hombros y se chupó la sangre de los dedos-. Para que lo sepas, me importa una mierda Weston. Ahora, ¿quieres algo más?

– Sí. Me gustaría saber si estás bien -respondió Randa.

– Como puedes ver, estoy muy bien.

– Como puedo ver, estás aquí, escondida, con todas estas sucias reliquias.

– ¿Escondida? Eso me da risa.

– Y seguramente también lamiéndote las heridas, y no me refiero a los dedos.

Los músculos de Tessa se tensaron. No podía agarrar a Miranda por el cuello y decirle a Su Alteza que ella era el motivo por el que su vida se había derrumbado.

– No sé adónde quieres ir a parar. -Devolvió la atención a la canción que estaba intentando componer.

– Weston tiene la cara como si le hubiesen pasado un rastrillo por encima.

Tessa tocó una nota agria.

– ¿Le has visto?

– Sí, hoy. Estaba parado en un semáforo de la ciudad, y yo estaba cruzando por el paso de cebra, camino a la biblioteca y… bueno, sé que parece extraño, pero su coche tenía la capota bajada y, aunque llevaba gafas, le pude ver bien la cara. Tenía un lado como si un gato le hubiese clavado las zarpas. Pensé que podría haber tenido un accidente… o tal vez una pelea.

– Bingo. La chica brillante de nuevo deduce lo ocurrido. Sabes Miranda, deberías ir a algún programa de televisión ¿cuál es ése donde adivinan unas claves? ¿«Concentración»? Eso es lo que a ti te va.

– ¿Le arañaste tú? -preguntó Miranda.

– Sí, Sherlock, fui yo -reconoció Tessa encogiéndose ligeramente de hombros-. Todo lo que pude. Y si pudiese hacerlo ahora, lo volvería a hacer, pero esta vez le arrancaría los ojos de las cuencas.

– ¿Por qué?

– Se puso como loco, ¿vale?

– Porque…

– A ti qué te importa.

– ¿Te hizo daño? -preguntó Miranda.

El corazón de piedra de Tessa se agrietó al notar la preocupación en el tono de su hermana. Sí, le había hecho daño. No había podido dormir en toda la noche. No hacía más que mirar por la ventana, a través de la tremenda oscuridad, y pensar en cómo reconquistar a Weston, con el único fin de rechazarle más tarde. O también en cómo matarle, de manera que sintiese placer al hacerlo.

– Hemos roto -reconoció, inclinando la cabeza hacia la guitarra de nuevo-. Tenías razón sobre él y yo estaba equivocada. ¿Satisfecha?

– Sólo si estás bien.

– Estoy bien. Siempre estoy bien -dijo Tessa, señalándose el pecho con el dedo pulgar-. Soy una superviviente.

– Weston no merece que te sientas mal por él.

– No empieces con tus sermones. Ya me los sé, y ya tengo una madre. ¿Recuerdas?

– Pero sólo tienes…

– Sí, sí. Quince años. Ya lo sé. -Dejó de tocar la melodía y abandonó la guitarra en una desordenada mesa con paletas viejas y un geranio marchito. La rabia le corría por las venas y quiso contraatacar a su hermana. Esta vez tenía munición de sobra-. Así que… ¿anoche te despediste de Hunter?

– ¿Despedirme? -Miranda la miró con ojos asombrados-. ¿Por qué?

– ¿No te lo ha dicho? -Tessa frunció el ceño, aunque en realidad sentía satisfacción al poder devolverle el golpe a Miranda, quien, consciente o inconscientemente, siempre la estaba fastidiando.

– ¿Decirme qué? -Miranda hablaba en voz baja, como si se esperase lo peor.

– Que se va. -Tessa metió la mano el bolso y buscó un paquete de cigarrillos.

– ¿Que se va? ¿Hunter Riley? ¿Adónde?

– Y yo qué sé.

– No, no creo que se vaya a ninguna parte.

– Dan dice que ya se ha ido, que partió en mitad de la noche. -Encontró un paquete nuevo de cigarrillos y abrió el papel de celofán con los dientes.

– ¿Y hacia dónde ha ido?

Incluso aunque no creyese lo que decía Tessa, Miranda sintió como si el mundo se le cayese encima. Hunter no podía abandonarla, de ninguna manera, dejándola embarazada y sola. Se trataba sólo de un error, de un rumor malicioso o de una broma cruel de Tessa.

– No lo sé -dijo Tessa, quien parecía disfrutar al darle a Miranda la mala noticia-. Esta mañana escuché a Dan decirle a mamá que Hunter se había ido, sin siquiera decir adiós ni dejar una nota. Dejó el coche en la estación de tren de Portland anoche, u hoy por la mañana, muy temprano. ¿No lo sabías? -Tessa consiguió abrir el paquete y sacó un pitillo de la marca Virginia Slim.

– No te creo.

Miranda meneó la cabeza. Aquello no era más que otra de las fantasías de Tessa, otra más de sus mentiras. Siempre estaba inventando historias. Por alguna razón, Tessa estaba enfadada con Miranda, podía notar la tensión, las acusaciones en silencio que le había dedicado nada más entrar en el viejo estudio.

– Bueno, pues no me creas, pero es la verdad. Se ha ido. Al menos por el momento. No pude oír toda la conversación, pero… -hizo una pausa para ponerse el pitillo en la boca y encendió una cerilla- definitivamente se ha ido. Yo, mmm, pensaba que ya lo sabías. -Encendió el cigarrillo y apagó la cerilla-. No me des sermones sobre el cáncer de pulmón.

– Es tu cuerpo -dijo Miranda.

Pero tenía su mente a miles de kilómetros. ¿Se había ido? ¿Hunter se había marchado? «No me lo creo. Está mintiendo. Tiene que estar mintiendo. ¿Pero por qué?» Le invadieron las dudas. «Confía en Hunter. Le quieres. No puedes dudar de él.» Tenía que haber algún tipo de error.

– O estás mintiendo o tu información no es correcta.

– No creo. ¿Qué pasa, Miranda? ¿Tan perfecta eres que ningún hombre puede dejarte?

– No, pero…

– Si no me crees, pregúntale a Dan -dijo Tessa, sin refunfuñar. Retiró la vista, evitando mirar fijamente a Miranda, y recorrió con los dedos una mesa, limpiando la fina capa de polvo acumulada a lo largo del año, justo el tiempo que hacía desde que su madre había abandonado el arte-. Creo que es verdad porque noté que Dan estaba triste. Realmente triste. Intentó no demostrarlo, por el bien de mamá, pero algo raro está sucediendo, Miranda, y sea lo que sea no es nada bueno.

El bebé. Todo aquello era a causa del bebé. Hunter seguramente había ido a buscar trabajo o algo… Tal vez por su mente rondaban todo tipo de ideas. Pero llamaría, y volvería, y todo se solucionaría. A no ser que estuviera huyendo. Oh señor, no, por favor. No sería capaz de dejarla sola y embarazada. No podía. Miranda dejó a Tessa sentada en la repisa de la ventana, mientras presentía nubes de tormenta procedentes del Pacífico. Sintió un tremendo escalofrío, como si el mismo diablo la hubiese señalado y estuviera recorriéndole el cuerpo.

Capítulo 19

– Es cierto. Se ha marchado. Sin siquiera despedirse. -Dan Riley estaba apoyado en el rastrillo y trataba de no mirar a Miranda a los ojos. Era un hombre enjuto y fuerte, con el pelo rapado, canoso y fino. Tenía los dientes amarillentos debido al consumo de cigarrillos y café durante años. Se quitó la gorra de béisbol que llevaba y se frotó la arrugada nuca en señal de frustración-. Siempre supe que ese día llegaría, el día en que Hunter se marcharía. Pero no esperaba que fuese así. -Sus ojos cansados se cruzaron con los de Miranda. A continuación, apartó la vista con rapidez, como si estuviera avergonzado, como si supiera o sospechara algo-. Ojalá supiera por qué. ¿Por qué no me lo dijo antes?

«Porque estaba asustado, asustado por la responsabilidad que conlleva ser padre», pensó Miranda preocupada a la vez que forzaba una sonrisa.

Habían pasado tres días desde que Tessa le había contado que Hunter se había ido, pero Miranda no había creído a su hermana pequeña. Esperaba escuchárselo decir a Dan, aunque tenía la esperanza de que Hunter no la hubiese abandonado. Finalmente, aquella mañana, Miranda decidió hablar con su padre.

– No sé por qué no se lo contó -le dijo, aunque estaba mintiendo. Por supuesto que no podía confiar aquello a su padre.

– Ningún problema puede ser tan grave.

– ¿Problema? -repitió Miranda- ¿Qué problema?

Dan pensó la respuesta y aguantó el aire en la boca mientras examinaba el borde interior de su mugrienta gorra.

– El chico se buscaba problemas como un sabueso busca a un conejo muerto. Durante años él… bueno, él y la policía llegaron a ser íntimos. Yo siempre lo achacaba al hecho de haber perdido a su madre a tan tierna edad. De cualquier manera, en el último medio año, cambió, pagó su deuda con la sociedad, por así decirlo, consiguió sacarse el equivalente al título de bachillerato y empezó a asistir a clases de formación profesional. Pensaba que finalmente había encontrado el camino correcto.

– Y así era -dijo Miranda.

Dan levantó una ceja gris, preguntándose en silencio el porqué de aquella defensa hacia un chico al que, según Dan, Miranda apenas conocía.

– Pero Hunt últimamente había cambiado. Salía a escondidas de casa, para hacer sólo Dios sabe qué. -Frunciendo el ceño, se volvió a poner la gorra de béisbol de los Dodgers y arrastró el rastrillo por la tierra, alrededor de un roble musgoso que había cerca del ala norte de la casa-. Las cosas han cambiado por aquí. -Levantó la vista con rudeza-. Su madre, ¿ha encontrado a alguien que sustituya a Ruby?

Miranda negó con la cabeza.

– Aún no. Creo que aún espera que Ruby cambie de opinión y vuelva a trabajar para nosotros.

– Lo dudo. Esa mujer es terca como una mula. Además, perder a un hijo, en fin, no hay manera de superarlo. No volverá. Aquí hay demasiados recuerdos, recuerdos de un tiempo en que Jack estaba vivo. -Arrastró un grupo de ramitas y hojas, formando un montoncito de vegetación seca-. Dios, sólo espero saber algo de Hunt pronto.

«Yo también», pensó Miranda, mientras un mal presentimiento inundaba su corazón.

– Seguro que sí.

Dan frunció el ceño, y escarbó una vez más en la tierra.

– Si sé algo, se lo haré saber, y si usted se entera de algo… bueno, ¿por qué se iba a enterar?

Miranda miraba atentamente a Dan justo cuando éste apartó la vista de sus tareas. Por primera vez desde que había empezado su relación con Hunter sospechaba que su padre estaba empezando a comprenderlo todo.

– Yo… lo haré -prometió, cruzando los dedos y rezando en silencio para que Hunter llamase.

– Y si no lo hace, bueno… tal vez no merezca que nos preocupemos. -Se rascó el cuello, haciendo ruido con los dedos al hacer fricción la barba-. Hay muchas cosas que usted no sabe, señorita Holland. Muchas cosas que Hunter no quería que nadie supiera. Pero era el hijo de mi mujer y se portaba bien conmigo.

De repente la boca se le resecó.

– ¿Qué es lo que no sé?

– Nada bueno. -Siguió trabajando en la tierra-. Había una parte en él que… -hizo una pequeña mueca-…bueno, el reverendo Tatcher la tachó una vez de maligna.

– Oh, no…

– El reverendo se pasó un poco, fue demasiado crítico. Pero es cierto que Hunt tiene una parte salvaje que jamás será domesticada.

– Yo no lo creo -dijo, y se volvió.

Tenía los pies dormidos y el corazón le iba a mil por hora. Cuando empezó a caminar, Dan pareció susurrar:

– Tenga cuidado, señorita.

Pero Miranda no estaba segura de haber escuchado bien. Podía haber sido el sonido del viendo silbando entre las hojas secas que se movían sobre la tierra.


– La historia que yo escuché fue que estuvo tonteando con una chica de catorce años en Seaside.

– ¿Catorce años? -repitió Miranda, mirando fijamente a Crystal como si ésta estuviera loca.

Después de no saber nada de Hunter durante cuatro días, Miranda se dirigió a la ciudad, circulando nerviosa por las calles, hasta que se detuvo para tomar un refresco en Dairy Freeze. Nada más entrar vio a Crystal. Miranda no tuvo en cuenta la pena que la chica podía sentir por la muerte de su hermano, ni los celos por que una Holland le hubiese robado la atención de Weston. A Crystal y a su madre les gustaban los cotilleos, así que simplemente se sentó en el asiento vacante de la mesa amarilla de plástico, junto a ella, con la excusa de la marcha de Hunter, para ver si podía sonsacarle algún rumor sobre él.

Miranda esperó, bebiendo a sorbos, que Crystal continuase hablando. De fondo se oía el ruido del aceite chisporreteando en las freidoras detrás del mostrador, la caja registradora sonando y la batidora en funcionamiento mientras preparaban otro batido.

– Lo que yo oí es que Hunter dejó a la chica embarazada y luego quiso que abortara, pero ella es menor de edad.

Miranda notó cómo su rostro se volvía pálido y casi vierte el refresco.

– La madre de la chica es una especie de chalada religiosa, ultraderechista, una nueva Cristina que no apoya el aborto bajo ninguna circunstancia. De cualquier manera, la chica lo cuenta todo, le dice a su madre que va a tener un bebé y a la madre casi le da un infarto.

– No puede ser. -Miranda dio vueltas al cubito de hielo de su Coca-Cola y sacudió la cabeza. Pero la duda la envolvía, como un gran remolino, amenazando con acabar con el ultimo aliento de esperanza que albergaba por el chico al que amaba-. No… No puedo creer que él… -Tragó saliva con dificultad para luchar contra las terribles náuseas que le entraron.

– Ey -dijo Crystal, mojando una patata frita en un tarro de tomate-. Yo sólo te digo lo que se oye por ahí. No sé si es verdad.

– Hunter no podría… -¿O sí? Se le hizo un nudo en la garganta e intentó reprimir la sensación de pánico que crecía en su interior-. ¿Quién es esa chica? ¿Cómo se llama?

Crystal se encogió de hombros.

– Nadie parece conocerla.

Miranda estaba dispuesta a averiguarlo.

– Creo que es mentira.

– Puede ser. -Crystal frunció eí ceño-. ¿Quién sabe?

– Alguien lo debe de saber.

– Sí, Hunt.

– Y la chica. Si es que existe. ¿Quién te contó esa historia?

– Mi madre. Se la oyó contar a una de las mujeres con las que juega a pinacle, y esa mujer le dijo que su marido se lo había contado a ella porque lo había oído en Westwind Bar la noche anterior.

– Pero… -pero ella había estado con Hunter hacía sólo unas pocas noches. ¿Cómo podía haberse enterado alguien? Miranda iba a hacer todo lo que pudiera para averiguarlo. Se acabó la bebida y se levantó-. Vaya. Gracias. Ya sabes cómo siento lo de Jack.

Crystal miró por encima de los hombros de Miranda hacia un lugar que sólo ella podía ver.

– Él no se tiró por el precipicio aquel día, ¿sabes? -dijo en tono serio-. Había estado allí millones de veces. -Apartó las patatas fritas y se mordió el labio inferior-. Y tampoco se cayó por que estuviese borracho.

Miranda había oído la historia de Jack. La historia que decía que después de que le despidiesen de Industrias Taggert, se había emborrachado, había conducido hasta la cumbre y, tras caminar por un sendero indio, se había tirado desde el precipicio.

– Le empujaron. -Crystal parecía segura.

A Miranda se le cerró el estómago de golpe.

– ¿Le empujaron? -Una vez más, las tripas se le revolvieron, y tuvo que tragar saliva para hacer bajar la bilis que le corría por la garganta-. ¿Quieres decir que fue un asesinato?

Crystal se limpió una lágrima que le salía por el borde del ojo.

– Mi madre y yo no tenemos la más mínima duda. Es sólo que todavía no podemos demostrarlo. Pero lo haremos.

– Entonces supongo que te deseo buena suerte. -Miranda de pronto se sintió incómoda-. Echamos de menos a Ruby, ¿sabes?

– ¿Sí? -Crystal soltó una risotada cruel y clavó sus negros y perspicaces ojos en Miranda-. ¿O echas de menos tener a una piel roja como esclava?

– ¡Sabes que eso no es verdad! Creemos que Ruby es una más en la familia -dijo Miranda, encolerizada-. Siempre ha sido así.

– Entonces ¿por qué tu padre no gasta un poco de su asqueroso dinero en contratar a un buen detective privado para que averigüe lo que le ha pasado a Jack?

– Creía que la policía concluyó que era…

– Un accidente, sí. Y pensaron que nos estaban evitando una vergüenza al no sugerir que se trataba de un suicidio. ¡Suicidio! ¿Te lo puedes creer? Nadie quería vivir tanto como Jack.

– Lo siento…

– Pues entonces haz algo. ¿No tenías pensado convertirte en una prestigiosa abogada de mierda?

– Algún día.

El labio inferior de Crystal temblaba. Se tapó la cara con las manos.

– Maldito sea todo.

Demasiado orgullosa para llorar en público, salió del establecimiento en dirección a la calle. Miranda se sentía peor que nunca. Salió después que Crystal en dirección al coche, caminando con la cabeza gacha para evitar el viento. Crystal tenía razón en una cosa: iba a ser abogada, la mejor maldita abogada que la ciudad hubiese visto jamás, y tendría que utilizar su ingenio para engañar al abogado contrario. Por lo tanto, averiguar lo que le había sucedido a Jack Songbird y a Hunter no podía ser tan difícil.

Pero Miranda se encontraba hundida emocionalmente. La historia que Crystal le había contado sobre Hunt, junto con la advertencia de Dan, iban minando la confianza que sentía por Hunt, la fe en su amor.

– No -se dijo. Necesitaba hablar con Hunt, separar la verdad de las mentiras. Tenía que averiguarlo. Eso era. ¿Cuánto le costaría?

Teniendo en cuenta la sugerencia de Crystal, se detuvo en una cabina telefónica, ojeó entre las hojas estropeadas de las Páginas Amarillas, y paró en una página donde aparecía un listado de detectives privados. Fue bajando con el dedo por la columna, hasta que encontró el nombre de un hombre en Manzanita. Introdujo la mano en el bolso para buscar unas monedas.

Encontraría a Hunter, de una manera u otra, y entonces se enfrentaría a la verdad, por muy espantosa que fuese. Se lo debía a su bebé.


Los ventiladores del techo daban vueltas al ritmo de Madonna, mientras la cubertería tintineaba en la trastienda, detrás de la barra, donde la caja registradora sonaba tras el último pedido de hamburguesas y patatas.

Paige pegó un último lametazo a la nata montada de su helado y extendió las piernas, sentada en el Dairy Freeze. Había visto a Miranda Holland y a Crystal Songbird sentadas en la esquina, y se había escondido detrás de un separador de madera que dividía dos secciones del Dairy Freeze. Las chicas mayores mantenían una especie de conversación aburrida, y Paige habría dado dos de sus pagas semanales con tal de descubrir de qué estaban hablando. Sin embargo, siguió escondida en su asiento hasta que las dos chicas salieron del local. Paige se preguntó si Weston habría sido el tema de aquella conversación. Probablemente. Qué criatura tan patética era Crystal.

Pero, en aquel momento, Paige no quería pensar en Crystal, ni en Weston, ni en nadie, excepto en sí misma. Su amuleto le colgaba de la muñeca, le gustaba el tintineo que hacía al moverse. Le hacía recordar que Kendall aún la quería, y eso le causaba una sensación de paz, igual que la que le producía el arma que llevaba en el bolso. En su rostro se dibujó una sonrisa. ¿No alucinarían todos en el local si supiesen que llevaba una pistola?

Desde el primer momento en que Kendall insinuó que desearía ver a Claire muerta, Paige había tomado como misión personal encontrar el modo de eliminar a Claire. Pero no podía ser tonta, no podía disparar a una hija de Dutch Holland. No. La policía lo descubriría. Además, de todas maneras no estaba segura de poder disparar a nadie. Había una gran diferencia entre matar a alguien y planear un crimen. Lo cierto era que Paige se encontraba en una situación muy delicada. No sólo por tener aquella arma quería decir que fuese capaz de apretar el gatillo. Quizá sólo asustaría un poco a Claire para que se arrepintiese. O mejor aún, podría asustar a Harley. Aquello no sería difícil.

Dejó algunas monedas en la mesa. A continuación, paseó sin prisa por el frío local, hasta salir a la calle, donde la luz del sol destellaba sobre las aceras y la fuerte fragancia a sal y a algas disimulaba el olor de los gases de escape de los coches que circulaban por la carretera, atravesando la ciudad. No sabía qué la había llevado a coger la pistola aquel día, pero no quería dejarla en casa, donde alguien podría encontrarla. Estaba segura de que cualquier día su madre podría echarla en falta, y entonces Paige tendría que mentir, o confesar que la tenía ella. Se estremeció al imaginarse explicando por qué la había cogido del cajón. Mikki Taggert tenía normas estrictas sobre sus cosas. En una ocasión había pillado a Paige jugando a disfrazarse con una combinación y tacones altos, y no dudó en atizarle. Le pegó un buen bofetón en la cara, le dijo que nunca más volviese a tocar sus cosas, le quitó la ropa y los zapatos, y la dejó desnuda en el ático. Paige encontró una sábana vieja que olía a humedad, y se tuvo que tapar con ella. Luego salió corriendo y llorando hacia su habitación. Aquel incidente nunca más se volvió a mencionar, pero Paige sintió el ardor en la mejilla durante horas.

Así pues, debía inventarse una historia acerca del arma o volver a dejarla en su sitio. Paige caminó, dejando atrás una librería, una tienda de antigüedades y una galería de arte. A continuación vio a Claire de pie en la avenida que se dirigía a la playa. Se trataba de un paseo cubierto de cementocon un pequeño muro de piedras en forma de arcos que separaba la playa de la ciudad. Cada tres bloques de piedra había un arco por el cual los peatones podían acceder a unos senderos sobre pequeñas dunas de hierba que desembocaban en el mar. Allí, en uno de esos arcos, se encontraba Claire Holland. Vestía vaqueros y camiseta, y parecía nerviosa. Simulaba no mostrar interés por el chico de aspecto desaliñado que estaba montado en una moto color negro y cromo. Paige no recordaba su nombre, pero sabía que le había visto anteriormente. Era un camorrista, pensó, cuyo padre tenía algún tipo de problema. Aquel chico miraba a Claire como si fuese la única chica en el universo.

Paige contuvo las punzadas de celos y tragó saliva. Cruzó el muro, caminó por entre las dunas, y poco a poco se acercó, esperando escuchar algo de la conversación. Oh, qué haría ella si algún chico, cualquiera, le mirase como aquel chico estaba mirando a Claire.

El viento le salpicó arena sobre los ojos y la boca. Paige escupió, se limpió la boca con la manga y las lágrimas se encargaron de expulsar los granos que le habían entrado en los ojos. Estaba lo bastante cerca para escuchar sus voces, pero no podía distinguir las palabras entre el rugido del viento y las olas. Paige no podría enterarse de qué hablaban, a no ser que se acercasen más a ella, avanzando por el sendero, hacia la duna donde Paige estaba escondida.

Parpadeó. Bajó la vista a su pulsera. ¿Qué importaba lo que Claire estuviese conversando con aquel chico? El hecho era que estaba hablando con él, y aquello podía ser suficiente para Kendall. Ojalá se acordase de su nombre…


Claire apretó las llaves hasta que el metal se le clavó en la palma de la mano. ¡Vaya suerte la suya! Esperaba ver a Harley y había terminado viendo a Kane. El chico la había visto al salir de la tienda de deportes y, de repente, había cambiado de sentido en mitad de la calle. Se había dirigido a la playa, delante de Dios y de todo el mundo, sin tener en cuenta las señales de tráfico que prohibían la entrada de vehículos motorizados en aquel paseo, exclusivo para peatones.

Cuando Claire vio a Kane el corazón le empezó a latir a toda velocidad. Llevaba sin verle desde el funeral de Jack, y no había hablado con él desde la noche en que Kane había desnudado su alma frente a ella. Claire había soñado con él, siempre sueños eróticos que, tras despertar, le provocaban una respiración acelerada y una vergüenza constante, ya que se sentía como si estuviese engañando a Harley.

Y allí estaba de nuevo, montando su moto, con gafas de sol de espejos y la cazadora de cuero negro sobre los hombros.

– Bueno, princesa -alargaba las palabras de aquella manera provocativa e irritante-, ¿cómo te trata la vida?

– Bien. -Era mentira. ¿Por qué con él siempre sentía como sí tuviese que esquivar la verdad?

– ¿Sí? -Una ceja rebelde se arqueó sobre las gafas-. ¿Ninguna queja?

– Ninguna -volvía a mentir una vez más. Se preguntó si Kane tenía la habilidad de poder leerle la mente.

– Qué suerte tienes.

Aquel tono sonaba a burla. La acusaba, sin decir palabra, por un centenar de mentiras.

– Sí.

– Bueno. Entonces puedo irme con la conciencia tranquila.

– ¿Irte? -«¡Oh, no!»

– Pasado mañana, al ejército.

Una sensación de ansiedad, de tremenda pérdida, le penetró el corazón. Algo vital e intenso estaba a punto de desaparecer de su vida…

– Entrenamiento básico en Fort Lewis.

– Ah. -No era el fin del mundo. Fort Lewis estaba en Washington, a 150 millas-. ¿Y después?

– Después el mundo. -Apretó los labios al sonreír. Movía sin parar los dedos, apoyados en el manillar.

El viento sopló sobre el cabello de Claire, dejándole un mechón de pelo sobre los ojos. Movió la cabeza para retirarlo y ver mejor a Kane.

– ¿Así que esto es una despedida? -Sintió un profundo dolor en su alma.

– Sí.

Claire forzó una sonrisa falsa y dijo:

– Buena suerte.

– Yo no dependo de la suerte.

El corazón de Claire latía con fuerza. Aunque sabía que iba a cometer un error estúpido del cual se arrepentiría más tarde, avanzó por la corta distancia que les separaba, se inclinó, y le rozó la mejilla con los labios.

– Llévate un poco, de todos modos.

Retrocedió y Kane tragó saliva. Tras las gafas de sol, tenía los ojos clavados en los de Claire. Durante un segundo, el mundo pareció detenerse y el sonido de las olas chocando contra la orilla, el ruido de los motores de los coches, el trino de las gaviotas y las ráfagas del viento enmudeció el tiempo que dura un latido del corazón. Claire intentó sonreír, pero no pudo, y notó que se le deslizaba una lágrima.

– Te echaré de menos -dijo él.

Por un instante estaba convencida de que Kane le envolvería la nuca con sus largos dedos, acercándole el rostro al suyo, y que sus labios se fundirían en un beso.

– Y yo… yo a ti también.

Un músculo del extremo de la mandíbula se le movía mientras la miraba.

– Cuídate, y si Taggert se atreve a levantarte un dedo… ¡maldita sea!

Aceleró la moto con la muñeca, metió la marcha y salió zumbando por el paseo, botando por el pavimento y derrapando en una curva.

– Oh, Dios -susurró, apoyándose en el muro de piedra.

¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad amaba a Harley Taggert? Entonces ¿por qué, oh, por qué el pulso se le aceleraba cada vez que oía el nombre de Kane Moran? ¿Por qué Kane, con aquella cazadora negra y aquella gran moto, invadía sus sueños, tocándola tan íntimamente como si fuesen amantes? ¿Por qué, cuando había declarado su amor eterno a Harley con toda su alma y corazón, le desgarraba el dolor al pensar que no volvería a ver a Kane?

Se golpeó el muslo con el puño y vio el diamante en el dedo anular. Un diamante que se suponía que era para siempre. Se sintió fatal. La terrible verdad de todo aquello era que no podía casarse con Harley, cuando se encontraba tan confusa y tenía tantas dudas. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó la sangre. Lentamente, consciente de que estaba a punto de tomar la decisión más importante de su vida, se quitó el anillo de compromiso. Por el rabillo del ojo, le pareció ver algo moviéndose entre las dunas, unos mechones de pelo rubio, pero cuando se volvió había desaparecido, así que pensó que su mente la estaba engañando, que sólo era un pajarillo, una gaviota, nada más.

Intentando reprimir las lágrimas, y maldiciéndose en silencio por sus pensamientos rebeldes, se guardó el anillo en el bolsillo de los vaqueros y se dijo que debía ver a Harley para romper el compromiso.

Aunque odiaba la idea de verle cara a cara, no tenía elección. Aquella misma noche, pensó, con las nubes de tormenta sobre el Pacífico, se lo diría.

Capítulo 20

Cuando Miranda llegó a casa tenía una carta esperándola. En la pila de papeles de correspondencia, revistas y facturas que había desparramados sobre la mesa del vestíbulo, había un sobre blanco y delgado. Tenía la dirección escrita a máquina, y el matasellos era de Vancouver, en British Columbia.

– Hunter -dijo Miranda en voz baja.

Sintió una mezcla de miedo y euforia mientras rasgaba la parte superior del sobre y extraía la única hoja que contenía. También estaba escrito a máquina. Sólo la firma de Hunter, al final de la hoja, estaba escrita a mano, indicando así que se trataba de una carta personal.

Miranda se apoyó en la pared. Los dedos le temblaban y el corazón le latía a toda velocidad. Hunter estaba trabajando en British Columbia, en la maderera de los Taggert. Weston le había conseguido un trabajo fuera del país cuando las cosas estaban empezando a complicarse. Se sentía como un cabrón por abandonarla a ella y al bebé, pero sinceramente, creía que Miranda estaría mejor con alguien de su posición, alguien que pudiera darles a ella y a su hijo todo lo que desearan, todo lo que merecían. La amaba y siempre guardaría un lugar especial en su corazón para ella, pero no podía enfrentarse a la responsabilidad que conllevaba ser marido y padre.

Miranda estrujó la carta con las manos, y juntó los labios para no llorar en voz alta. ¿Cómo podía ocurrir aquello? ¿No la quería? Él dijo que se casarían, que las cosas funcionarían.

«Sabes que nada me gustaría tanto como pasar el resto de mi vida contigo… Siempre he esperado que tuviésemos la oportunidad de vivir juntos… Miranda Holland, ¿quieres ser mi mujer?»

Quería casarse con ella, ¿no? ¿O quizá se había sentido acorralado, atrapado? Nunca le había dicho «te quiero», y sólo le había propuesto en matrimonio cuando ella le contó lo de su embarazo.

«Esto, el bebé, no formaba parte de mi plan.»

Cerró los ojos, sin embargo las lágrimas seguían cayendo por el rostro. ¿Era posible que hubiese estado tan ciega, tan inmersa en sus sueños, que hubiese cerrado los ojos ante lo que estaba sucediendo? Se asestó un golpe en la cara, mientras sorbía las lágrimas y pensaba en los rumores que corrían por la ciudad, como un reguero de pólvora, acerca de que Hunter había dejado a una chica, una adolescente de catorce años, embarazada. ¿También eso podía ser verdad? Abrigándose el vientre con los brazos, se meció, como si quisiera consolar al feto y a ella misma.

– Todo saldrá bien -dijo, sin creerse aquella mentira.

Ni siquiera el propio padrastro de Hunter confiaba en él plenamente…

Pero, oh, cómo le amaba Miranda. Aquel dolor le desgarraba el corazón.


Extendido sobre la cama, Paige tocó delicadamente aquel pedazo de papel carbonizado. En realidad, se trataba de un documento legal. Eran los restos de un certificado de nacimiento. Los bordes ennegrecidos y encogidos hacían difícil entender lo que en él se decía. Weston, en un ataque de furia, había intentado quemarlo, como si aquel papel pudiese amenazar o hacer daño a alguien. Pero ¿por qué? ¿Qué personas podían aparecer en aquel papel que tuviesen algo que ver con su hermano mayor?

En agosto, hacía veinte años, había nacido un chico. Era hijo de Margaret Potter. ¿Quién era ella? Todo lo demás, excepto el nombre del hospital donde tuvo lugar el alumbramiento, se había quemado.

Paige pasó horas intentando encajar las piezas, pero no llegaba a entender qué podía interesarle a Weston. Debía ser algo importante, así que Paige plegó el papel y lo volvió a guardar en la ranura de su oso panda, junto a sus demás posesiones valiosas y secretas.

Sonó el teléfono y Paige descolgó justo cuando alguien más en la casa había contestado. Se quedó escuchando para enterarse de quién era. Oyó la voz seca de Weston:

– Hola.

– Hola -dijo una voz dulce de mujer.

Sonaba como si hubiese estado llorando. Por un segundo Paige pensó que era Kendall, pero no podía ser. ¿Por qué iba a llamar Kendall a Weston?

– ¿Qué quieres?

– Quiero verte.

Hubo una pausa.

– ¿Por qué?

– Porque tenemos que concluir algo.

– Oh, por Dios, no creo que… Bueno, ¿qué demonios? Nos vemos esta noche. En el barco. Sobre la medianoche.

Clic.

La línea se cortó y Paige se quedó mirando el auricular. ¿Aquella mujer era Kendall? ¿O era otra persona? ¿Pero quién? ¿Crystal? O alguna otra con la que Weston se estuviese viendo. Paige le había visto en la ciudad con Tessa Holland… ¿o era alguien que Paige no conocía?

Se preguntó qué estaba tramando Weston.


Cuando Tessa se quitó el albornoz, lanzando la tela de toalla por el aire hasta dejarla sobre la hamaca, pidió a Dios poder gritar, golpear o causar algún tipo de daño. A alguien. A quien fuera. No, aquello no estaba bien. Sólo quería hacer daño a Weston y a Miranda, porque sabía, podía sentir instintivamente, que ambos se sentían atraídos. Ahora que Hunter había desaparecido, Weston aprovecharía, y Miranda, a pesar de su mala opinión acerca de él, caería rendida a sus pies. Todas caían rendidas. Por Dios, hacía un calor pegajoso. No corría una sola ráfaga de aire. Unas cuantas nubes con apariencia siniestra rondaban el horizonte, parecían estar esperando a que algún chubasco del Pacífico las arrastrase tierra adentro.

Se recogió el pelo en una cola. Tenía que hacer algo para acabar con aquella sensación que le recorría la piel.

Avanzó hacia el trampolín y empezó a contar lentamente, intentando tranquilizarse y concentrándose sólo en nadar, como si estuviera compitiendo. Con ágiles pasos, corrió a lo largo del trampolín, elevándose en el aire, y cortando el agua fría. Cuando salió a la superficie, comenzó a nadar largos, uno tras otro, con el fin de no sentirse sucia y utilizada. Intentaba ignorar el ansia de venganza que corría por sus venas, ansia presente en todas sus pesadillas.

«Brazada. Uno. Dos. Respira.»

¿Quién se creía Weston para tratarla como a una fulana? Desde la pasada noche, cuando la había amenazado con rajarla si no hacía lo que él quería, Tessa se había sentido furiosa y muerta de miedo.

«Brazada. Uno. Dos. Uno… ¡No! Respira. Brazada. Uno. Dos. Respira. Eso es.»

Nunca antes había pensado que alguien fuera capaz de hacerle daño.

Nunca antes algo le había quitado el sueño, incluso con la puerta de su habitación cerrada con llave y las ventanas a cal y canto.

Nunca antes había mirado de reojo a cada instante, ni se había sentido tan asustada. Incluso ahora sentía la necesidad de salir de la piscina y ponerse a gritar «asesino», cada vez que recordaba la hoja letal y fría del cuchillo que Weston le había marcado sobre la piel, observándola con aquella mirada, como si hubiese deseado rajarle el pecho.

Debía hacérselas pagar. ¿Cómo es ese viejo dicho? «Quien la hace, la paga.» ¿Cómo podría devolvérselo? Weston le había arrebatado el orgullo, el amor propio, la alegría de ser mujer.

«Cabrón. Cabrón chupapollas de mierda.»

«Brazada. Uno. Dos. Vuelta al final de la piscina y otra vez brazada.» Una y otra vez. La necesidad de rebanarle su desleal corazón le taladraba la mente. «Tres. Cuatro.»

Oh, Señor, no tenía derecho, ningún derecho a hacer que se sintiera así. Nadie tenía derecho.

«Quien la hace, la paga.

Esta noche.

Brazada. Uno. Dos.»


– Sólo quiero saber si contrataste a Hunter Riley -dijo Miranda con tono firme. Estaba sentada en la única silla que había en la oficina de Weston. Las ventanas estaban cerradas, y la temperatura rondaba los treinta grados centígrados, a pesar del zumbido irregular que despedía el aparato de aire acondicionado, sobrecargado y estropeado según ella.

La mayoría de los empleados de la oficina ya se habían marchado. Miranda vio el almacén del aserradero por la ventana. La intensidad de las luces aumentaba y disminuía en aquel ambiente que daba escalofríos. La madera se separaba de la corteza, luego la llevaban a las naves y la dividían en maderos. Miranda, rígida como una estatua, agarró el bolso con los dedos pegajosos y deseó estar en cualquier otro lugar del planeta. Pero debía descubrir la verdad sobre Hunter, no importaba cómo.

Weston se recostó en la silla del escritorio y colocó las manos sobre la mesa. La miró detenidamente, con sus ojos de color azul intenso. El arañazo en la mejilla casi había cicatrizado, pero aún era visible, aquel recuerdo de su historia con Tessa.

– Y yo pensando que venías a verme.

– Tus ganas.

Haciendo una mueca con la cara, se tiró de la corbata, aflojó el tirante nudo y a continuación extendió la mano para coger un vaso de licor situado en una esquina de su desordenado escritorio.

– Hunter se encontraba en un aprieto. Tenía que salir de la ciudad. Salir del país. Y cuanto antes. Nuestra operación en British Columbia necesita gente, así que hablé con mi padre y le reubicamos. -Cogió la bebida y dio un buen trago.

– ¿Sólo eso? ¿Acudió a ti antes que a su padre o a mí? -No se molestó en suavizar el tono escéptico de su voz.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Supongo que pensó que no le juzgaría tan severamente como su padre o que no me dolería tanto como a ti… teniendo en cuenta tu situación en todo esto. -Se acabó la bebida y abrió un cajón del escritorio, del cual extrajo una botella medio vacía de güisqui de la marca Dewar.

– Deja mi situación fuera de todo esto.

Weston se encogió de hombros y le ofreció la botella.

– ¿Te apetece un trago?

– No.

– ¿Por el bebé?

– Porque no suelo beber con gilipollas.

Weston sonrió.

– No te gusto demasiado, ¿verdad?

– Nada en absoluto.

– Pero quieres conseguir información de mí.

– Como ya te he dicho -dijo Miranda con sorprendente calma- es la única razón por la que estoy aquí.

– Una mujer con un objetivo.

– Y no demasiado tiempo -dijo, deseando acabar aquella conversación lo antes posible. Pero Weston podía poseer información sobre Hunter. Información que nadie, ni siquiera la policía, conocía.

Weston se tocó los dientes delanteros con la punta del dedo, como si estuviera absorto en sus pensamientos, aunque seguía teniendo la misma mirada. En sus ojos aún acechaba la pasión por Miranda, quien se preguntó cómo debía de haber estado aquella botella del cajón al comienzo del día.

Miranda sintió un escalofrío. No debía haber ido. Pero tenía que hacerlo.

– Hunter pensó que yo, bueno, mi padre, en realidad, podría darle lo que él deseaba.

– ¿Y qué era?

Oyó la voz de la secretaria diciendo «buenas noches» a través de la puerta acristalada. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron, a punto de saltar, pues se dio cuenta de que se iba a quedar a solas con él. No había nadie más en el edificio, y los hombres que trabajaban en la fábrica, al otro lado de la calle, se encontraban a más de ciento cincuenta metros. Si sucediese cualquier cosa, no podrían oír los gritos con el runrún de las sierras, los golpes de los tablones al caer en la cadena y el rugido de los camiones. Pero no iba a suceder nada. Su imaginación se estaba desbordando sólo por que no confiaba en él y porque Tessa le había arañado.

– Hunter necesitaba un refugio.

– Imposible.

Weston elevó una ceja castaña sobre sus apenados ojos, como si comprendiese por lo que estaba pasando Miranda y se sintiese mal por ella. Dio un sorbo a su bebida y empezó a mover el vaso.

– Sé que es duro para ti, sobre todo porque…

Recorrió con los ojos su abdomen y Miranda colocó el bolso encima, como si de ese modo protegiese al bebé. Era una locura estar a solas con él. Sin embargo, no podía irse. Weston era la única persona en Chinook que parecía tener algún tipo de información sobre Hunter, ya fuese verdad o mentira, y estaba dispuesto a compartirla. Miranda apretó los dientes y continuó plantada en aquella incómoda silla.

– Sé que no quieres oírlo, pero parece ser que Hunter se metió en algunos problemas por aquí. Un lío con una chica de catorce años.

– La que no tiene nombre.

– Oh, claro que sí. Cindy Edwards. Vive cerca de Arch Cape. Si presenta cargos, Hunter tendrá que volver a los Estados Unidos y dar la cara. -Distraído, se tocó la herida de la cara.

– No te creo -pero Miranda se apuntó mentalmente el nombre de la chica.

Afuera, un silbato estridente anunció el cambio de turno y la pausa para comer.

Weston sacudió la cabeza y se pasó los dedos rígidos por el pelo.

– ¿Cuándo vas a darte cuenta de que Hunter no es un santo?

– Tú no sabes nada de él -contestó Miranda, aunque se sentía cazada en una trampa estratégicamente colocada.

– ¿No? -Pegó otro trago y cuando volvió a dejar el vaso un poco de güisqui salpicó sobre el escritorio-. Trabajaba ya para esta empresa, eso lo sabes. Tenía un expediente laboral bastante decente. Leí su ficha personal, y su nuevo curriculum, y hable con él. Créeme, Miranda, conozco mejor a Hunter Riley que tú. -La sonrisa de Weston era fría como el hielo-. Empezó a salir con Cindy hace unos seis meses, cuando aún prestaba servicios a la comunidad, un coche que decía haber tomado prestado, aunque la dueña aseguraba que lo había robado. De cualquier modo, el servicio a la comunidad y la libertad condicional fueron parte de la sentencia.

– Ya sé todo eso -admitió Miranda. Las axilas y la nuca le sudaban.

– Creo que todo eso sucedió antes de que empezara lo vuestro, o eso es lo que me contó.

– ¿Te habló de nosotros?

Aquello no podía ser verdad. Hunter se había mostrado inflexible respecto a que nadie debía conocer su relación. Nadie. Ni siquiera su padre.

– No quería, pero le confesé que sabía lo vuestro y lo del bebé y…

– Oh, Dios -¡Imposible! Miranda se negaba tajantemente. Aquello no le podía estar sucediendo-. Él nunca habría dicho una sola palabra.

Weston suspiró pacientemente, como si esperase a que el enfado de Miranda siguiera su curso. A continuación, apartó la vista de los ojos de Miranda y la dirigió a sus labios, y después al resto de su cuerpo. Luego volvió a mirarla a los ojos con una mirada viva e impaciente.

– Tienes razón. Nunca lo habría hecho. Parecía avergonzado de ello, pero se encontraba entre la espada y la pared, por eso pidió un puesto de trabajo fuera del país, y nosotros se lo dimos. Incluso contrató una póliza de seguros en la empresa con tu nombre como principal beneficiaría. Los documentos originales están en la sede de la compañía, en Portland, pero creo que aquí tenemos copias…

Se puso en pie, casi tropezando, buscó apoyo y salió por la puerta de la oficina, dejando sola a Miranda, quien se enfrentó a sus dudas. ¿Qué había de verdad en lo que Weston estaba relatando? ¿Y con cuántas mentiras se mezclaban aquellos hechos?

Se sintió aliviada durantes esos minutos en que Weston desapareció. Tenía que tranquilizarse, encontrar la manera de demostrar que estaba mintiendo. Sin embargo, le invadía la funesta sensación de que lo que le habían contado Weston y Dan era la verdad. Aquel sentimiento le oprimía el pecho igual que una cadena de acero fría y gruesa.

¿Podía ser verdad? Todos sus sentidos le decían que Weston estaba mintiendo con aquella dentadura blanca y perfecta, pero no había manera de probarlo. El detective privado que había contratado hacía unos cuantos días no había conseguido averiguar nada.

– Aquí están -dijo Weston, en tono ligeramente bajo, entrando de nuevo en la habitación. Dejó una carpeta sobre el escritorio, ante los ojos de Miranda.

Miranda examinó los documentos. Historial médico, póliza de seguro de vida, evaluaciones de antiguos trabajos. Todo firmado por Hunter Riley. El corazón se le salía del pecho. Algo de lo que Weston le estaba contado debía de ser verdad, no había otra explicación. Un zumbido, parecido al sonido que hacen los cables eléctricos de alta tensión, empezó a zumbarle en una zona del cerebro. Weston no volvió a sentarse, sino que se quedó tras ella, muy cerca. Miranda seguía examinando los documentos, intentando concentrarse y superar la irresistible sensación de derrota.

Notaba la presencia de Weston. Notaba su calor. Tan cerca. Demasiado cerca.

Weston se le acercó más. Tenía el aliento caliente y apestaba a güisqui.

– Lo quieras aceptar o no, Miranda, lo cierto es que Hunter Riley es un asqueroso hijo de puta. Robaba coches y se tiraba a menores de edad. Catorce años, por el amor de Dios. ¿Cuántos años tiene él? ¿Diecinueve?

– Veinte.

La cabeza le martilleaba. Aquello era imposible. Imposible. Pero aquellos papeles en blanco y negro que le nublaban la visión eran pruebas consistentes, sólidos testimonios de que Hunter la había abandonado. Sintió punzadas en las entrañas.

– Pero supongo que tendrá alguna cualidad que lo compense -continuó diciendo Weston, ya fuese para hacer sentir mejor a Miranda o para apoyar la decisión de Industrias Taggert por haberle contratado-. Riley es un buen trabajador, cuando no está metido en problemas. Se porta bien con su padre, y quiere manteneros a ti y al bebé… Bueno, al menos una vez muerto.

– No -musitó Miranda, negando con la cabeza.

– Acéptalo.

– No me abandonaría.

– Claro que sí. No tenía elección. -Rodeándola, la miró de frente y le colocó una mano sobre el hombro-. Me gustaría cuidar de ti, Miranda -le dijo.

– No me toques -le advirtió a la vez que intentaba apartarse de él.

– No puedo evitarlo.

El zumbido de la cabeza desapareció y se dio cuenta de que Weston estaba más borracho de lo que ella imaginaba.

– No se te ocurra ni pensarlo -le avisó, pero Weston la estaba acorralando-. Weston, por el amor de Dios, no.

Weston la rodeó con ambos brazos y la levantó de la silla, sin que aquello le costara esfuerzo alguno.

– Me importas, Randa. Siempre me has importado.

– Me estás confundiendo con Tessa.

Weston soltó una risotada corta y sonora.

– No lo creo.

– Pero…

– ¿No te lo ha dicho? Cortó conmigo porque cada vez que la tocaba, o que la besaba, o que le hacía el amor, estaba pensando en ti.

– No quiero oírlo -dijo Miranda, intentando escapar.

La habitación empezó a darle vueltas. Weston la agarró, y la arrimó a su cuerpo.

– No sabes cuánto me cuesta esto.

– Pues para ya. -Dios santo, ¿qué estaba pasando?

– No puedo, Randa, y lo sabes. Tú también lo has sentido, la pasión entre los dos. Nunca deseé a Tessa. Nunca. Ella sólo fue alguien que rellenó el hueco.

Miranda le golpeó, intentó soltarse, pero Weston era fuerte, tenía el cuerpo duro debido a los años que llevaba practicando deporte. Cuando más intentaba librarse, más insistente se volvía él.

– Suéltame, cabrón, no…

Pero los labios de Weston chocaron contra los suyos. Duros. Calientes. Ansiosos. Con sabor a güisqui.

Miranda sintió náuseas mientras continuaba forcejeando. Le arañó, aunque tenía los brazos atrapados y no podía hacerle daño. Empezó a darle patadas, pero Weston las esquivaba. Miranda abrió la boca, permitiendo así la entrada de la lengua de Weston entre sus dientes. El músculo empezó a hurgar rápida y ágilmente el interior de su boca. Se movía de manera posesiva y repugnante. Miranda se la mordió, pero Weston fue rápido, retirándola. Retorció a Miranda, de manera que le golpeó la rabadilla con el borde del escritorio.

– Pequeña zorra. Reconócelo, lo deseas. Estás tan cachonda como yo.

– No.

Weston tenía su entrepierna pegada al abdomen de la chica. Su pene se marcaba en la entrepierna, completamente erecto y duro. La habitación parecía girar alrededor de Miranda. Weston volvió a besarla. La lujuria, salvaje y animal, se podía palpar en el ambiente.

Miranda se dio cuenta de que nada le detendría. No sabía qué podía haber desencadenado aquello, lo que sí sabía era que Weston no se daría por satisfecho hasta que no entrara en ella.

Mareada y cansada, luchó contra él, pero Weston la empujó contra el escritorio duro y liso, echándosele encima.

– ¡Déjame en paz! -le dijo Miranda cuando se le acercó.

– Yo cuidaré de ti.

– ¡Tonterías! Déjame, Weston, o gritaré.

– Nadie te oirá. Las puertas están cerradas, nena, y no queda nadie más.

– ¡Vete a la mierda! -gritó tanto que habría despertado a los muertos, pero sólo le contestó el eco de aquella pequeña habitación. No podía quitárselo de encima.

Weston tenía el aliento caliente. Su cuerpo era pesado. Su mente tenía un único propósito.

– Venga, Miranda. No te reprimas.

Agitándose, Miranda consiguió liberar una mano, con la que le abofeteó. ¡Zas! Chocó la mano contra la mejilla. Weston se quejó.

– ¡Zorra! ¡Asquerosa zorra! ¡Eres tan zorra como tu hermana!

– No metas a Tessa en esto.

– Debería hacer contigo lo que hice con ella.

– ¿Qué?

El rostro de Weston sobre Miranda tenía un gesto amenazador. Tenía la piel colorada y los ojos le ardían, rebosantes de lujuria. Miranda continuó agitándose, pero él era más fuerte, tenía los músculos jóvenes, firmes y bien trabajados en el campo de fútbol americano. Consiguió sujetarla por las muñecas, arrastrárselas por encima de la cabeza y juntarle las engarrotadas manos.

– Sé que eres una luchadora.

– ¡Déjame en paz!

– ¿Qué has dicho? ¿Qué te deje en paz? -Su sonrisa era obscena-. Eso es lo que intento, nena. Una y otra vez. Si puedes hacértelo con ese bastardo de Riley, también podrás abrirte de piernas conmigo.

Con la mano que le quedaba libre, se bajó la cremallera, y Miranda se dio cuenta de que no pensaba detenerse.

– No lo hagas, Weston -dijo Miranda, en tono de súplica.

Weston le tiró de la blusa, rompiéndole las costuras. Miranda se revolvió con violencia, a la vez que Weston le desgarraba las bragas. Empezó a gritar de nuevo, pero él le tapó la boca con la suya. Le aplastó los senos y empezó a moverse. Con la mano que le quedaba libre, encontró la hebilla del cinturón y lo arrojó al suelo.

El triunfo se reflejaba en sus ojos, erguido sobre ella encima del escritorio.

– Ahora, nena -gruñó, respirando con dificultad y sudando como el animal que era-, vamos a ver qué es lo que tienes para mí.


El corazón de Claire latía vertiginosamente. Apretaba entre las manos, frías como el hielo, el anillo de compromiso. Mordiéndose el labio, esperaba en el embarcadero, cerca del velero de Taggert. Observaba los destellos del diamante bajo la luz de la estrellas. ¿Qué estaba haciendo? Romper con Harley, con el maravilloso Harley, a causa de una estúpida atracción química que sentía por Kane Moran. «¿Qué pasa con las promesas y compromisos hechos contigo misma y con Harley? ¿Las protestas contra los miembros de tu familia?»

Cerró los ojos, se apoyó en la baranda y oyó el suave repiqueteo de una boya balanceándose sobre el mar. Kane iba a marcharse, a unirse al ejército, pondría rumbo a lugares desconocidos, y probablemente nunca más volvería a verle. No obstante, Claire estaba segura de que no sería feliz con un chico al que sólo hacía un mes le había jurado amor eterno.

«¡Qué guarra!»

Pero Harley tampoco había sido sincero. Lo aceptara Claire o no, había seguido viéndose con Kendall. Nunca había roto del todo con ella, incluso aunque se suponía que estaba comprometido con Claire.

Suspirando, respiró hondo aire salado y miró hacia el cielo, donde nubes de tormenta se movían constantemente en la oscuridad de la noche.

No estaba sola. El mismo gato esquelético del embarcadero que ya había visto en visitas anteriores al velero salió corriendo, saltando ágilmente en dirección a un pequeño bote amarrado en las proximidades. En otro amarre se encontraba un imponente yate, donde se estaba celebrando una fiesta, con voces altas y animadas, risas y música de los Eagles. «Hotel California» sonaba por encima del rumor del agua de la bahía.

– Venga, venga -susurró Claire con voz baja mientras miraba el reloj y deseaba que apareciera Harley. Ahora que había tomado la decisión quería seguir adelante. Tenía ganas de tomarse un respiro y acabar con aquella farsa de compromiso.

Welcome to Hotel California…

Claire reconoció el sonido del coche de Harley antes de verlo. Poco después, cuando el coche pasó a toda prisa por debajo de una farola, vio el brillo de las llamativas llantas y la pintura del chasis color verde esmeralda. «Dame fuerza», rogó en silencio, mientras se preguntaba si romper con él le dolería. Quizá se sentiría tan aliviado como ella al librarse de una relación que les había causado tantos problemas.

… pink champagne on ice…

La garganta se le secó al ver aparecer a Harley con paso rápido por el estropeado paseo del embarcadero.

– Claire -levantó la mano al saludarla, sonrió y caminó por la pequeña distancia que les separaba.

… we are all just prisoners bere, of our own device…

– Dios, cómo te he echado de menos -dijo Harley, abrazándola y dando vueltas con ella.

El corazón de Claire empezó a hacérsele pedazos. Tenía el rostro hundido en el cuello de Harley, mientras él la besaba con emoción contenida, emoción que Claire sintió a través de la elevada temperatura de su piel.

Sin embargo, ella no le correspondió. No podía. Harley intento darle un beso en los labios, pero ella le apartó la cara y se soltó de sus brazos.

– No. -Tenía la voz ronca y estaba a punto de romper a llorar. De pronto, aquello no parecía tan fácil como imaginaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó Harley, con su atractivo rostro perplejo. Bajó la cabeza para acercarla a la de Claire.

… you can check out any time you hke, but you can never leave…

– Te he dicho que pares.

– ¿Va en serio? -Sonrió con aquella sonrisa tímida e insegura que en una ocasión había conseguido derretir el corazón de Claire.

– Muy en serio. Mira, Harley, tenemos que hablar -dijo, separándose de él.

Harley tenía una expresión desconfiada. Miró la mano de Claire, que no llevaba el anillo, y exhaló lentamente.

– Esto es por Kendall, ¿verdad?

A Claire se le partió el corazón. Aunque tenía pensando romper con él, no quería pensar que realmente le hubiese sido infiel. Sin embargo, la realidad se evidenció en la actitud desafiante que mostraba el rostro de Harley.

– No, en realidad no -contestó con voz ahogada. Aquella confesión tan rápida por parte de Harley la había herido profundamente. Suponía que los rumores eran ciertos, pero oírlo de sus propios labios…-. Es por nosotros. Esto… esto no funciona.

– Oh, Dios -Harley palideció. Su rostro se tornó de color azulado a la luz de los focos situados en el embarcadero.

– Creo que los dos lo sabemos.

Le tomó la mano, colocándole la palma hacia arriba, con los dedos separados, y le devolvió el anillo que anteriormente había llevado en su dedo.

– No -susurró Harley- Claire, no.

– Es lo mejor.

En los ojos de Harley empezaron a brotar lágrimas.

– Pero yo te quiero. Sabes que te quiero.

– No Harley, creo que no.

Él avanzó hacia ella, pero ella retrocedió.

– No.

Pero Harley ya le había agarrado los hombros con los dedos, arrimándose a ella…

– No puedo perderte.

– Hemos terminado.

– Le diré a Kendall que se acabó. Para siempre. Te lo juro. Encontraré la manera de que vea que te quiero. Sólo a ti.

– No, Harley…

La besó. Apretujándola. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. La volvió a besar. Claire podía notar el sabor salado en sus labios, y también rastros de alcohol.

– Renunciaría a todo por ti -juró-. A todo. -La cogió por el pelo y sollozó entrecortadamente contra su cuello.

– No, Harley, por favor, no… -Le escocían los ojos mientras él se aferraba a su cuerpo.

– Lo solucionaré. Te lo prometo. Nunca te arrepentirás, pero, por favor, Claire, no… No me digas que se acabó.

Claire, con el corazón roto, le abrazó.

– No puedo, Harley.

– Tú no me quieres -le reprochó él.

Claire se sintió tan malvada como la peor criatura del universo.

– No puedo cambiar lo que siento.

– ¡Pero yo sí! -La tomó de la mano, y empezó a llevarla en dirección al velero.

– No…

– Hay vino en el barco. Champán.

– No me apetece beber.

– ¡Ey! -una voz masculina y áspera se elevó entre el alboroto del yate cercano-. ¿Hay algún problema? ¿Te está molestando ese chico?

Un tipo de pelo canoso, con gorra de marinero, apareció iluminado por foco. En sus gafas se reflejaba la luz de las farolas que se elevaban sobre sus cabezas.

– No, no hay ningún problema -dijo Claire, acompañando a Harley a bordo. Se lo debía, supuso.

Se sentó en una de las butacas. Harley encontró una botella de Dom Pérignon en el pequeño bar.

– No puedes romper conmigo -dijo, mientras descorchaba la botella, provocando un fuerte estallido. El champan burbujeó por el cuello de la botella. Rápida y urgentemente, llenó dos copas largas.

– Harley, no…

– Es una ley que no está escrita.

Se dirigió de nuevo a la butaca donde Claire estába sentada, e inclinándose hacia ella le ofreció un vaso.

– ¿Una ley?

Aceptó tímidamente la bebida. Aquello iba mal. Nada estaba saliendo bien.

– Sí. Nadie rompe nunca con un Taggert. -Ingirió la bebida de un gran trago e inmediatamente se sirvió otra copa.

– Eso no es una ley, es un sueño imposible. Mira, tengo que irme.

Dejó la copa intacta sobre el mueble bar.

– Aún no.

– Adiós, Harley -dijo ella en pie-. Espero que todavía podamos ser…

– No lo digas. Nunca seremos amigos, Claire -comentó, con lágrimas en los ojos. Se terminó la copa, la dejó sobre la moqueta, y pegó un trago directamente de la botella-. Dos amantes nunca pueden ser amigos.

– Nos vemos.

– No, no nos veremos, Claire. Si te marchas de este barco esta noche te juro que me emborracharé tanto que no podré ver con claridad, entonces arrojaré mi culo por encima de la baranda, cayendo sobre la bahía.

– No.

– ¿Crees que miento? -suspiró-. Por Dios, Claire, si no te tengo a ti, no tengo nada.

– Eso no es verdad -dijo, pero pudo ver en sus ojos que hablaba con convicción-. Vamos, te llevaré a casa en coche.

Harley se estiró a lo largo de las butacas y comenzó a beber de la botella.

– Quédate.

– No puedo.

– ¿Por Kendall? ¿O por Kane?

Claire se sobresaltó. Harley sonrió de lado, el cabelle le tapaba la frente.

– Creías que no lo sabía, ¿eh?

– No hay nada que tengas que saber.

– ¡Ja! -dio otro trago.

El velero se mecía suavemente sobre el agua.

– Me encontré a Kane…

– Te encontraste. ¿Sólo te encontraste? Vamos, Claire, puedes hacerlo mejor. No sólo te lo has encontrado, sino que has pasado tiempo con él, y te has montado -agitaba las manos en el aire- en esa maldita moto con él en mitad de la noche.

Claire tenía las mejillas ardiendo, testigos silenciosos de los hechos que Harley estaba relatando. Permanecía de pie en la entrada del barco. La culpa le desgarró el alma.

– Nunca habría estado con él si tú me hubieses sido fiel -dijo, aunque en realidad se preguntaba hasta dónde era verdad-. Yo no te he engañado, Harley. Nunca.

– Aún no. Puede ser -replicó Harley, con el culo de la botella casi vacía sobre el pecho-, pero lo estás deseando. Puedo verlo en tus ojos. ¡Por Dios! Y pensar que te quería.

– Harley…

– Vete. Fuera de aquí -refunfuñó.

Seguidamente se bebió el resto de champán que quedaba en la botella.

– No puedo, no si vas a…

– Joder, déjame en paz -dijo, como si mencionar a Kane lo hubiese cambiado todo-. Estaré bien. -Su mirada, de pronto, se había vuelto áspera y por un instante se pareció a su hermano-. Vete, puta infiel, o vuelve aquí y recuérdame la razón por la que quiero estar contigo.

Claire sintió cómo el corazón se le salía por la boca. Subió las escaleras rápidamente, en dirección al paseo del embarcadero. Harley estaba borracho, furioso y desagradable, pero Claire no creía que sintiese realmente las cosas que había dicho. Cuando estuviese sobrio… ¿qué? ¿Qué pasaría? No cambiaría nada. Claire se detuvo en la puerta, donde estaba situado el encargado de seguridad, con los ojos cerrados, sentado en un taburete.

– ¿Podría comprobar el amarradero número C-13? -preguntó.

– ¿El barco de los Taggert?

– Sí, Harley Taggert está dentro y… creo que necesita que alguien le lleve a casa.

El hombre la miró de arriba abajo y, haciendo sonar las llaves, comenzó a bajar la rampa.

– Lo haré, señorita. El señor Taggert querrá saber que su hijo está bien.

– Sí… sí, querrá -dijo, y caminó con paso rápido hacia el jeep de su padre.

Claire aún podía sentir el alboroto de la fiesta, y en algún lugar, no muy lejano, un perro ladraba incesantemente.

Cogió las llaves del coche del bolsillo y se percató de que el curso de su vida, de repente, había tomado un giro inesperado. A mejor o a peor, no podía concretar, pero por primera vez en meses se sentía liberada.

– Todo saldrá bien -se dijo mientras maniobraba con el volante y pasaba por debajo de la señal de neón en forma de arco que anunciaba el puerto deportivo. Tenía que salir bien.

¿Y que pasaba con Kane?

Agarraba el volante con las manos sudadas. Kane no era el tipo de chico del que pudiese depender una mujer. Iba a unirse al ejército.

No podía enamorarse de él. No lo haría.

Sin embargo, mientras conducía a través de las colinas, en dirección a casa, sabía que se estaba engañando. Le gustase o no, ya estaba medio enamorada de él.

Capítulo 21

Claire pisó el pedal del freno, y el jeep se detuvo en una señal de stop próxima al garaje. Seguía temblando. Se miró la mano izquierda, donde ya no llevaba el anillo, e intentó reprimir las lágrimas. Había pasado las tres últimas horas conduciendo en círculos, evitando los lugares que solía frecuentar Harley para no encontrárselo. No quería volver a casa por temor a que la llamase. Harley necesitaba tiempo para pensar y despejarse. Claire necesitaba espacio para pensar bien en el nuevo rumbo que iba a tomar su vida.

En el preciso instante en que Claire abandonó el puerto deportivo estalló la tormenta que tanto había amenazado desde las alturas aquel día, el día de su ruptura con Harley. El viento golpeaba las ramas de los árboles, sacudiéndolos y haciéndolos danzar. Diluviaba. La lluvia caía con fuerza sobre el parabrisas, acribillando el asfalto. Su vieja casa, la que tanto había apreciado, tenía un aspecto desolador y amenazante.

No había nadie en casa. El coche de Randa no estaba aparcado en su plaza habitual, y Dutch iba a pasar la mayoría de las noches a Portland, en reuniones con arquitectos, abogados, y contables, con el propósito de planificar la siguiente fase de Stone Illahee. Dominique, en esta ocasión, había partido con él, aunque Claire no sabía por qué. A medida que el verano daba paso al otoño, parecía que sus padres cada vez tuvieras menos cosas en común.

Dominique nunca había sido de las que se resignaran en silencio. Claire recordaba perfectamente sus quejas cuando se mudaron a aquel «lugar en mitad de ninguna parte, alejado de la mano de Dios».

Tessa probablemente también había salido. Dónde o con quién era algo que Claire desconocía. Su hermana pequeña y ella nunca habían estado demasiado unidas, y aquel verano su relación se había hecho incluso más tirante. Tessa era como un barril de pólvora a punto de explotar. Claire se mostraba disgustada, a la defensiva, debido a su relación con Harley.

Pero su relación había terminado. Tal vez ahora Tessa y ella podrían limar asperezas.

Miranda era la única persona de confianza en la familia con la que Claire podía contar.

Quitó las llaves del contacto, se colocó bien el cuello de la camisa, salió del jeep, y oyó, mezclado con el borboteo de la lluvia y las cañerías, el zumbido rítmico de un motor potente. Detrás de los árboles aparecieron unas luces de coche. El corazón se le encogió. Harley. ¡Se le había pasado la borrachera y venía a buscarla!

No podía volver a enfrentarse a él. Sin embargo, se quedó paralizada, mirando cómo el coche tomaba la última curva. Inmóvil, igual que un animal al verse sobresaltado por los faros de un coche. Claire cobró el ánimo, con el fin de mantenerse firme frente a él e insistir en que lo mejor era romper. Encontraría la manera de convencerle.

El Camaro de Miranda chirrió al llegar a la zona de aparcamiento. Claire respiró aliviada. El coche patinó en el stop, a poco más de tres metros de Claire.

– ¡Entra! -chilló Miranda por la ventana abierta del coche. Su voz sonaba desesperada-. ¡Ahora!

– ¿Qué?

– No discutas, Claire. No tengo tiempo para explicaciones. Simplemente entra en el maldito coche.

Las palabras de Randa tenían un tono desesperado, por lo que Claire no se atrevió a contradecirla. Abrió la puerta del copiloto y encontró a Tessa, sufriendo una crisis nerviosa, hundida en el asiento contiguo al de Miranda. Su hermana pequeña estaba tan blanca que parecía un cadáver, sus ojos parecían ausentes, los dientes le castañeteaban. Miranda tenía un aspecto igual de horrible. Su cabello negro estaba revuelto, sus ropas desgarradas, y tenía el rostro rígido como una roca. En los extremos de su boca se podía adivinar una sensación semejante al miedo. Miraba a su alrededor como si supiera que algo o alguien malvado la estuviese persiguiendo y escapase de ello para salvarles la vida a Claire y a Tessa.

– ¿Randa…?

– ¡Entra, maldita sea!

Con el corazón acelerado a causa de un temor desconocido, Claire se sentó en el asiento trasero.

– Pero ¿qué pasa?

– ¡Cierra la puerta! -ordenó Randa, y Tessa obedeció, como si no pudiera pensar por sí misma.

Miranda giró el volante, pisó el acelerador y salió disparada hacia el paseo. Los árboles, centinelas oscuros que protegían las aguas plateadas del lago, se convirtieron en una mancha debido a la vertiginosa velocidad que tomó el coche.

El corazón de Claire latía con fuerza. Empezó a sudar por las palmas de las manos.

– Pero ¿alguien me puede explicar qué es lo que ocurre, por favor?

– ¿Has visto a Harley esta noche? -preguntó Miranda mientras el coche doblaba una esquina y el neumático trasero se hundía en el barro. La rueda empezó a dar vueltas como loca hasta que consiguió volver a pisar el asfalto.

– Sí.

– ¿En el puerto?

– Sí, sí. ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?

Sin cambiar de marcha, Miranda tomó rumbo al norte por la carretera del condado que bordeaba el lago. Inconscientemente, estaba dirigiendo a Claire hacia las proximidades de la casa de Kane. Claire intentó sofocar la sensación de horror que le oprimía los pulmones. ¿Qué sucedía? ¿Por qué parecía que Tessa y Miranda hubiesen presenciado el Apocalipsis? Tessa comenzó a sollozar en el asiento del pasajero.

– ¿Cuándo le viste? -preguntó Miranda.

– ¿A Harley? -Claire volvió a pensar que Miranda debía cambiar de marcha-. Mmm… Pues a las diez y media. ¿Por qué? Por el amor de Dios, Randa, ¿me vas a decir…?

Un coche de policía, con luces rojas, blancas y azules, corría a toda velocidad por el carril contrario.

– ¡Mierda! -dijo Miranda. Giró por un camino de tierra, lleno de baches.

– Miranda…

– Un momento, ¿vale? Sólo quiero que nos apartemos de todo ese follón.

– ¿Qué follón? -gritó Claire.

Miranda pisó el pedal del freno con fuerza. El Camaro patinó en un stop, a punto de llevarse por delante un poste. Ramas de zarzamora chocaron contra el lado derecho del coche.

– Salid del coche.

Miranda dejó el motor encendido, pero apagó las luces.

– ¿Qué? Pero si acabo de entrar.

Miranda ya había abierto la puerta del coche. Pisó el suelo fangoso, y Claire, con el corazón a mil, hizo lo mismo.

Durante los pocos segundos que la luz interior del coche tardó en apagarse Claire se percató de que Miranda tenía manchas de sangre en la falda.

¿Sangre? Se le revolvió el estómago. ¿Sangre? ¿Pero cómo? ¿Por qué? Se le hizo un nudo en la garganta. Apenas se atrevía a respirar. De pronto no quería saber lo que había sucedido. En un momento de clarividencia se dio cuenta de que su vida y la de aquellos que amaba estaban a punto de verse alteradas para siempre. Iban a cambiar a peor. Miró de reojo a Tessa, acurrucada junto a la puerta: tenía el rostro lleno de lágrimas, el rimmel corrido y se envolvía las rodillas con los brazos. Claire fue consciente de que algo horrible les iba a suceder a las tres.

– No tenemos mucho tiempo, así que escúchame -le dijo Miranda cuando salía del coche.

La agarró por los hombros tan fuerte que Claire quiso gritar. Miranda tenía una mirada feroz, la mandíbula desencajada, los ojos más salvajes que Claire hubiese visto jamás. La lluvia caía como cuchillos desde el cielo. La nariz de Randa goteaba y tenía el cabello empapado. Claire notaba las gotas recorriéndole la nuca.

– Harley ha muerto.

– ¿Qué? -La voz de Claire se convirtió en un hilo y las rodillas se le empezaron a aflojar.

Miranda la sujetó enseguida, apoyándola sobre el guardabarros del coche para evitar que se cayera.

– Ha muerto hoy, en el embarcadero.

– Randa…

– Es verdad, Claire.

– Pero… pero…

– ¡Está muerto!

De nuevo las piernas le empezaron a temblar, y esta vez cayó al suelo. Miranda todavía intentaba sujetarla. La voz se Miranda se resquebrajó.

– Yo… no tengo todos los detalles, sólo sé que lo encontraron flotando en la bahía hace aproximadamente una hora.

– No. ¡Oh, por Dios, no! -Claire se agitaba nerviosamente. Todo su interior tembló y se dijo que todo aquello era un sueño, una horrible pesadilla. Pronto despertaría y nada de aquello habría sucedido.

– Es verdad.

– Pero si le acabo de ver…

Se negaba a aceptarlo. Se aferraba a la idea de que no podría ser cierto. Miranda estaba mintiendo. Eso es. ¿Pero por qué? Quizá se hubiese enterado mal de lo sucedido. Eso, se trataba de un error, un horrible y desagradable error.

– Te lo… te lo estás inventando.

– Oh, Claire, ¿por qué?

– No lo sé, ¡pero no es verdad! ¡No puede serlo! No te habrías enterado, ¡eso es!

Mirando soltó un sollozo de dolor.

– Lo siento mucho. Sé cuánto le querías.

Aquellas palabras no penetraron en Claire, simplemente retumbaron en su cerebro como una roca que roza la superficie del agua. Negó con la cabeza.

– Te equivocas, Randa. Harley está bien. Sólo está borracho.

– Está muerto, Claire. Muerto. Murió hace un par de horas. Se ahogó en la bahía.

– No.

Miranda sacudió a su hermana con tanta fuerza que los dientes le chocaron.

– ¡Escúchame, maldita sea!

Entonces fue cuando la realidad la golpeó con la misma fuerza que una ola. Se zambulló en la realidad, una realidad que la asfixió. Jadeó, sacudió la cabeza, hasta que Randa la cogió por ambos lados y la obligó a que la mirase a los ojos, los cuales tenían una expresión de angustia. Jesús, María y José, ¡era cierto!

Emitiendo un horrible gemido capaz de igualar el sonido del viento, Claire apretó los puños y empezó a dar golpes contra el suelo fangoso, salpicando la suciedad y el barro sobre su ropa y rostro.

– Pero si estuve con él hace menos de tres horas.

– Lo sé, el guarda de seguridad te vio.

– Harley, oh, por favor, no…

La pena y la culpa le atormentaban el alma. Si no hubiese accedido a verle, a subir al barco con él, si no le hubiese dejado… quizás ahora aún estaría vivo. Por su culpa estaba muerto. ¡Por su maldita culpa!

– No saben si fue un accidente, un asesinato o un suicidio -continuó Randa. Su voz sonaba lejana, aunque estaba lo bastante cerca de Claire para que ésta notase el calor de su aliento-. El caso es que nos van a interrogar a todas, sobre todo a ti, Claire, dado que estabas saliendo con él y fuiste una de las últimas personas que le vieron con vida.

Claire, revolcándose aún en el fango, apenas la escuchaba. Todo lo que sabía era que Harley, su adorado Harley, estaba muerto. El alma se le partió y la abandonó.

– Es por mi culpa -dijo.

– No, no digas eso.

Randa, apoyada en un neumático trasero, abrazó a Claire, meciéndola sobre el barro, acariciándole las mejillas como si fuese una niña pequeña que se hubiese lastimado.

– Rompí con él y…

– ¿Qué hiciste?

– Rompí el compromiso. Oh, Dios, todo es por mi culpa.

– ¡No!

– Pero yo… Oh, Harley. -Claire sintió como si el cuerpo se le rompiera en mil pedazos. Había amado a Harley, había creído en él. Comenzó a sollozar profunda y desesperadamente. Multitud de lágrimas inundaron sus ojos. La culpa por haber lastimado, de alguna manera, a Harley, le carcomió la conciencia. Miranda, mientras tanto, la agarraba con fuerza, balanceándola con dulzura-. ¿Cómo… cómo lo sabes? ¿Cómo te has enterado? -preguntó, aunque en realidad le daba igual. De repente se encontraba demasiado cansada para preguntar por los detalles.

– Estaba en la ciudad cuando escuché la noticia -dijo Miranda evitando dar más detalles-. Sabía que habías ido a verle, pero pensé que probablemente ya habías vuelto a casa, así que me dirigí hacia allí. Encontré a Tessa haciendo autostop. La recogí y nos dirigimos a casa para hablar contigo.

– ¿Pero qué? ¿Qué te ha pasado a ti? -preguntó Claire, tocando la blusa desgarrada de Miranda y evitando mirar las manchas de su falda. Sangre. ¿De quién? ¿De Randa? ¿De Harley? Dios Santo, ¿había estado Randa con Harley? ¿Había ido a buscarla y se había encontrado a Harley completamente borracho y… luego qué? ¡No! ¡No! ¡No! Nada de aquello tenía sentido. Ojalá pudiera retrasar unas cuantas horas el tiempo y modificar los hechos de aquella noche…

– Es una larga historia. No tenemos tiempo -dijo Miranda, mientras Claire gemía-. ¿Qué has estado haciendo desde que dejaste a Harley?

– Conducir.

¿Por qué Randa se mostraba tan fría?

– ¿Quién te ha visto?

– No lo sé. Seguramente nadie. -Le entraron arcadas. Estaba a punto de vomitar allí mismo.

– ¿Estás segura?

– No… No lo sé. -Los dientes le castañeaban y tenía la carne de gallina.

– Bueno. No podemos preocuparnos por eso ahora, Claire. Tenemos que tranquilizarnos. ¿Claire? -Miranda volvió a sacudirla.

Claire empezó a vomitar, gateando por la cuneta, por donde el agua fluía y los hierbajos le arañaban el rostro. Su estómago se contrajo, provocándole más náuseas, una y otra vez, hasta que no le quedó nada que expulsar.

Sintió la mano de Randa sobre su hombro.

– ¿Estás bien?

– ¡No!

– ¿Me oyes? ¿Puedes volver a subir al coche? Tenemos que irnos ya. ¿Claire?

– No… No sé si puedo… -Se limpió la boca con el dorso de la mano, pero el sabor amargo persistía, al igual que la presencia de la muerte en su alma.

– Inténtalo. Ahora, las tres, vamos a inventar rápidamente una historia. ¿Me seguís? Tenemos que inventar una coartada que explique dónde estábamos en el momento en que Harley murió.

– No lo entiendo…

– Las tres tenemos que ser capaces de explicar dónde estábamos.

– ¿Por qué? -preguntó Claire, pero al mirar a Miranda a los ojos comprendió que no sólo se trataba de que Harley hubiese muerto, sino de que Miranda parecía tener problemas. De un modo u otro ella tenía algo que ver con todo lo ocurrido. Claire sintió como si una mano con dedos congelados la agarrase por el cuello bloqueándole la tráquea.

– Entonces, estuvimos en el autocine de la costa. Vimos esa serie especial que tienen, las tres viejas películas de Clint Eastwood: Cometieron dos errores, Escalofrío en la noche y Harry el Sucio. Mientras veíamos la segunda, decidimos volver a casa, así que nos fuimos antes de que acabase. Me quedé dormida al volante, saliéndome de la calzada y yendo a parar al lago.

– ¿Qué? Eso es de locos. ¿Por qué?

Miranda no contestó, sólo miró fija y severamente a su hermana. Un sentimiento de comprensión fluyó entre ambas.

– Confía en mí, Claire. No tenemos elección. Si Harley fue asesinado, y creo que así fue, tú serías la principal sospechosa. Yo también estuve esta noche en el embarcadero.

– ¿Qué?

– Y Tessa.

La voz de Miranda sonaba como si estuviese al final de un túnel, con eco y poca claridad. No obstante, la mayor parte de lo que decía penetraba en el confuso cerebro de Claire.

– Todos nuestros nombres saldrán a la luz, y ninguna de nosotras posee una coartada.

– Pero yo no maté a Harley. Ninguna. Y tú y Tessa tampoco. ¿No podemos simplemente decir la verdad?

– Esta vez no -dijo Miranda, junto con un suspiro procedente de su corazón hecho jirones-. Esta vez decir la verdad conllevaría que condenasen al menos a una de nosotras y, créeme, los Taggert no se detendrán hasta vernos muertas.

Claire parpadeó bajo la lluvia.

– Pues no sé por qué… -comenzó a replicar, pero enseguida calló. Miranda estaba metida en aquello hasta el cuello. Fuese lo que fuese lo ocurrido, pintaba muy mal para ella… Necesitaba una coartada. Tragando saliva con dificultad, Claire asintió-. De acuerdo.

Miranda la ayudó a ponerse en pie, abrió la puerta del coche. Tessa permanecía dentro, inmóvil, mirando al vacío a través de la ventana.

– Siéntate en medio, no quiero que te quedes detrás.

Claire se arrimó a Tessa, mientras Miranda empezó a conducir el coche en dirección a la zona más alejada del lago.

– Ninguna de nosotras contará jamás lo que de verdad ha sucedido esta noche a nadie, ni hablaremos entre nosotras, ni con mamá o papá, ni con nuestros mejores amigos. Con nadie. A partir de este momento, nuestra historia es y será siempre que estuvimos en el autocine. Claire, vas a tener que ayudarme con Tessa cuando el coche se zambulla en el lago.

– ¡No irás a hacer eso de verdad! -dijo Claire, de repente aterrorizada-. ¡Sólo vas a decir qué es lo que sucedió!

– ¡Tengo que hacerlo! Tiene que parecer real, ¿entiendes? El lago no es tan profundo en la zona norte. No nos pasará nada -giró en dirección a la carretera del condado.

– Esto es una locura. La gente se ahoga incluso en bañeras. Y Tessa… ni siquiera está completamente consciente.

El coche cogió velocidad y Miranda cambió de marcha.

– Prométeme que te ceñirás a la historia.

– Has perdido la cabeza…

Entraron en una curva. A través de los árboles podían ver el lago Arrowhead. Las aguas estaban oscuras y agitadas, formando olas blancas en la superficie debido al viento.

– Randa, ¡no!

Cada vez más rápido, el Camaro se precipitó por el camino, con el limpiaparabrisas apartando las gotas de agua. Las ruedas rechinaban sobre el pavimento.

– Vamos, Claire, estamos juntas en esto, ¿no?

Miranda pisó con fuerza el pedal del acelerador. La arboleda dio paso a una playa cubierta de hierba.

– ¿Y qué hay de Tessa? -le preguntó Claire, muerta de miedo.

– Está de acuerdo.

– Pero si no ha dicho una sola palabra.

– ¡Está de acuerdo!

– ¡Vale, vale!

– ¡Agárrate! -Miranda giró el volante.

El Camaro se sacudió bruscamente. Los neumáticos patinaron sobre la gravilla del arcén. El coche botó por encima de piedras, hierba y guijarros, avanzando cada vez más rápido hacia el lago, el cual se convirtió en un enorme agujero negro cada vez más cercano.

– Dios, ayúdame.

Miranda pisó a fondo el pedal del freno. Se formaron surcos profundos en la arena, donde las ruedas intentaban aferrarse. El coche se zambulló en el agua con fuerza. Claire se golpeó la cabeza contra el techo, emitiendo un chillido tan fuerte que casi le rompe el tímpano. El agua se coló por las ventanas y el motor dejó de sonar.

– ¡Vale, ahora! ¡Ayuda a Tessa!

Miranda abrió la puerta y Claire, inclinándose por encima de su hermana, también consiguió abrir la suya. El agua entró a raudales. Claire salió con dificultad, tosiendo, arrastrando a Tessa hacia la superficie. Poco después, comprobó que podía hacer pie. Hundió los pies hasta los tobillos en el fondo fangoso, sacando la cabeza por encima del agua.

«Harley, oh, Dios, Harley, lo siento.» El dolor de su corazón se extendió por toda su alma.

– Vamos, vamos. -Miranda colocó un hombro por debajo de brazo muerto de Tessa, y se dirigió de vuelta a la carretera, caminando a través de las aguas oscuras-. A ver, ¿qué películas vimos?

Cometieron dos errores.

– ¿Y?

Escalofrío en la noche. Vamos, Randa, ¿cómo va a enterarse Tessa de nada tal como está?

– ¿Tess? -instó Miranda.

No hubo respuesta. El agua les llegaba hasta las rodillas.

– Harry el Sucio -susurró.

– Pero ésa no la vimos, nos marchamos antes de que empezara. Recuérdalo. Tenemos que mantenernos unidas, no dejes que intenten confundirnos.

Parecía que aquellas voces procedieran de algún lugar en tuncuna parte. En el arcén de la carretera vieron las luces de una furgoneta a través de la lluvia. Un hombre con un chubasquero amarillo se dirigió corriendo hacia ellas.

– ¡Ey! -gritó, con voz ronca y sobresaltada-. ¿Estáis bien? Por el amor de Dios, ¿qué demonios os ha pasado? ¡Primero el chico de los Taggert y ahora esto!

Así que era verdad. Claire tenía las piernas tan pesadas como el plomo.

A continuación, más coches se detuvieron. El primer hombre las alcanzó y sujetó a Tessa con sus fuertes brazos.

– Chicas, ¿estáis bien? ¿Queda alguien más en el coche?

– No -dijo Randa-. Estamos… estamos bien.

– ¿Seguro? -Se volvió en dirección a Tessa, quien pudo percibir el apestoso hedor a cerveza-. ¿Qué hay de ti?

– Bien… Estoy bien.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó una mujer, mientras más coches se agolpaban alrededor de la camioneta-. Por el amor de Dios, ¿algún coche se ha hundido en el lago?

– Yo… he debido de quedarme dormida al volante. Estaba en la carretera, y segundos después… -dijo Miranda, con los dientes castañeteándole.

La farsa acababa de empezar. Claire sintió un escalofrío.

– Dios mío -dijo una mujer-. Bueno, os haremos entrar en calor. George, George, saca la manta del maletero, estas chicas van a coger una pulmonía.

Paralizada, Claire dejó que la condujeran hasta el pequeño grupo de vehículos esparcidos arbitrariamente por el borde de la carretera.

– ¿Te lo puedes creer? -dijo un anciano.

– Tienen suerte de estar vivas -continuó esta vez una mujer, cuya silueta con gabardina se podía adivinar entre las luces de los coches.

– No como el chico de los Taggert.

Las rodillas de Claire se doblaron, pero alguien la sujetó, ayudándola para que no se cayera y siguiera caminando. El dolor le penetraba tan profundamente como un cuchillo. Empezó a temblar con violencia.

– ¿Ha llamado alguien a una ambulancia?

– Aguantad, chicas -dijo una voz suave y masculina-. Os pondréis bien.

Claire reconoció aquella voz, no recordaba su nombre, pero sabía que era alguien que trabajaba en la gasolinera donde solía repostar.

– ¿Alguna de vosotras ha sido herida de gravedad?

Claire no pudo articular palabra.

– No creo -contestó Miranda.

Claire consiguió hacer un gesto de asentimiento a Tessa, quien sólo susurraba:

– Harry el Sucio.

Aquello iba a salir mal. Muy mal.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó una mujer.

– No sé qué de sucio o algo así. -Probablemente las tres sufran una conmoción.

Claire cerró los ojos bajo las gotas de lluvia. Estaba temblando de frío. Tenía la ropa sucia, pegada al cuerpo y empapada, de la misma manera que tenía el corazón empapado de dolor.

– George, por Dios, ¿no te he dicho que les des la manta que hay en el maletero del coche?

En algún lugar cercano, probablemente en uno de los vehículos aparcados en el arcén de la carretera, un bebé lloraba tan fuerte que el llanto se convirtió en hipo. En la parte trasera de una camioneta un enorme perro empezó a ladrar como loco.

– ¡Cállate, Rosco!

El perro se calló.

– Oye… -susurró una mujer lo bastante alto para que todo el mundo la pudiese oír-. ¿No son las hijas de Dutch Holland?

– Alguien debería llamar a sus padres.

– El ayudante del sheriff está en camino.

– ¿Cómo demonios han podido caerse al lago? Dios santo, tienen suerte de que haya ocurrido aquí. En cualquier otra parte se hubieran estampado contra los árboles.

Una de las mujeres condujo a Claire a su coche.

– Chicas, entrad. No os preocupéis por ensuciar el coche, es de plástico. Se puede lavar. Yo siempre dejo montar a mis perros. Necesitáis entrar en calor.

Abrió la puerta, y Claire se deslizó por el interior. Tessa y Miranda la siguieron. Las tres se arrimaron las unas a las otras, envueltas con mantas. La dueña del coche, una mujer de rostro arrugado y dentadura mellada, ofreció a Claire una taza del café que llevaba en un termo. Otro buen samaritano ofreció otras dos tazas a Tessa y Miranda. Ellas las aceptaron, meciéndolas en las manos, mientras el vapor humeaba.

Luces de linternas alumbraban a través de la lluvia. Las mujeres formaron grupos y los hombres empezaron a buscar el coche.

– ¿Alguien ha llamado a la grúa?

– De eso se encargará la policía.

Debido al calor del café y a la respiración de las tres hermanas, las ventanas del sedán se empañaron. Claire dio gracias por la intimidad que les ofrecía aquel cristal, frágil y empapado, protegiéndolas de ojos curiosos.

Sonó una sirena en mitad de la noche. Luces rojas, blancas y azules inundaron la zona. Claire dio un bote, vertiendo el café en la manta india que la envolvía.

Dirigió la mirada hacia Miranda y sintió como si su corazón se ahogara. Estaba asustada por ella, por su plan. Miranda tenía el rostro blanco como la tiza y salpicado por el barro, el pelo lacio y empapado. A continuación, Claire miró a Tessa y tragó saliva.

– Acordaos -dijo Miranda mientras se aproximaba un coche de la oficina del sheriff.

Dos agentes salieron del coche. Dos figuras vagas a través de las ventanas empañadas. Uno de ellos se quedó junto a la carretera, moviendo su linterna para dirigir el tráfico. El otro se acercó al coche.

Se detuvo y habló, durante unos segundos, con algunas personas de las que se encontraban allí. Les hizo algunas preguntas, de las cuales Claire sólo pudo oír partes sueltas. Poco después el agente abrió la puerta del asiento trasero. La luz interior del coche se encendió. El hombre, alto y corpulento, llevaba una especie de impermeable. En la cabeza, las gotas caían por el ala ancha de su sombrero.

– Hola, chicas. Soy el ayudante del sheriff Hancock. Antes de nada, me gustaría saber si alguna de vosotras está herida y, si es así, que me digáis la gravedad de dichas heridas. La ambulancia está en camino. Luego tenemos que saber lo que ha ocurrido para que pueda preparar mi informe.

Les dedicó una sonrisa tranquilizadora, aunque Claire se sintió realmente asustada. Se preparó para su primer encuentro con la ley.

– Ha sido culpa mía -dijo Miranda mirando a Hancock a los ojos-. Yo… perdí el control del coche. Supongo que me quedé dormida al volante.

– ¿Alguna está herida?

Claire negó con la cabeza.

– No creo -dijo Miranda.

– ¿Y tú, cariño? -El ayudante miró a Tess.

Ella levantó los ojos, tiritando.

– Harry el Sucio…

– ¿Perdona? -preguntó, levantando ambas cejas a la vez.

– Estuvimos en el autocine -intervino Miranda-. Harry el Sucio es la película que nos quedó por ver, ya que decidimos volver a casa antes de que estallara la tormenta.

– Ah. -Se frotó la barbilla y miró hacia el cielo-. Una mala noche para ir al autocine.

– Sí… fue… fue un error.

Hancock golpeó ligeramente la linterna en el lateral del coche.

– Bueno, podéis contármelo todo después de asegurarnos de que realmente no necesitáis atención médica. He llamado a una ambulancia y a una grúa.

– No hace falta que nos lleven a un hospital -protestó Miranda-. Estamos bien.

– Vamos a dejar que sean los médicos quienes determinen eso.

Otra sirena gritó en mitad de la noche y la taza de café que Claire sujetaba se escurrió entre sus dedos.

Daba igual. Todo daba igual. Harley estaba muerto y ella estaba sentada en el asiento trasero del coche de una desconocida. Estaba demasiado cansada para pensar, demasiado mareada para intentar imaginarse lo que en realidad había sucedido, por qué Miranda había insistido en que mintieran. No obstante, cuando contempló el miedo reflejado en el rostro de su hermana mayor y la conmoción grabada en las facciones de Tessa, se dijo que mentiría piadosamente por las dos. Sus hermanas eran todo lo que le quedaba en la vida.

¿Y qué pasaba con Kane?

Se iba a marchar. Iba a unirse al ejército al día siguiente.

Oyó pisadas de botas. Aquellos pasos, que hacía crujir la gravilla, le retumbaron en el cerebro. Ojalá pudiese ver a Kane en aquel preciso momento, hablar con él, abrazarle… Empezó a llorar justo cuando les ayudaron a salir del coche. Una docena de espectadores las observaban. Las guiaron a través de la multitud y los médicos las examinaron mientras llegaban más agentes al lugar de los hechos.

Claire apenas era consciente de que había una persona cercando la zona con una cinta amarilla. También vio aparecer, como si lo contemplara desde lejos, una enorme grúa. Mezclado con el ruido, oyó el monótono zumbido de una motocicleta.

Se dio la vuelta hacia la carretera, pero el motorista solitario pasó de largo. La enorme máquina apenas redujo la velocidad cuando el agente le hizo signos con la mano.

¿Era Kane? Claire retorció las manos bajo la manta húmeda.

– Menuda noche -dijo un agente al otro-. Primero el chico de los Taggert, ¡y ahora esto!

Claire se estremeció al volver a la realidad en aquel lugar, lejos de sus fantasías de Kane Moran.

Harley había muerto y, en cierto modo, ella había sido la responsable. Fuese lo que fuese lo que hubiese ocurrido tras dejarle en el barco, había sido a causa de su ruptura con él. Lo sabía. Harley, el dulce Harley, podía no haber sido el amor de su vida, a pesar de creerlo así en una ocasión, pero no merecía morir.

Capítulo 22

Claire no lograba conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama mientras imágenes de Harley y Kane le ardían en la mente. Había pasado la noche llorando en voz baja o tumbada con los ojos secos y entumecidos por el llanto.

Miró el reloj y escuchó el crujido de su casa con la tormenta de fondo. En algún lugar, una rama golpeó contra una ventana. La lluvia chapoteaba ruidosamente en las cañerías hasta que, antes de que amaneciera, de pronto dejó de llover.

No había podido dormir. En su mente se repetían las últimas tres horas como un disco rallado en el que sonaban las mismas notas una y otra vez.

Después de que un médico las examinara y de que varios ayudantes del sheriff las interrogaran, soltaron a las hermanas Holland y pudieron volver con sus padres, quienes tuvieron que regresar a Chinook desde Portland. Dominique, llorando, las mimó y su padre les prometió el mejor abogado de la costa oeste. Nadie, ni siquiera el maldito Neal Taggert, iba a vencerles. Dutch dijo a las chicas que creía en lo que le habían contado, que por supuesto ninguna de ellas había matado al chico de los Taggert. Sin embargo, en las palabras de su padre faltaba convicción y empatía. La muerte de Harley no era más que otro obstáculo en la desordenada vida de Dutch.

Cuando Claire se acurrucó en el asiento trasero del Lincoln de su padre, pudo percatarse de la mirada severa e intransigente de Dutch reflejada en el espejo retrovisor. Claire se dio cuenta de que la preocupación de su padre no se debía a la pena producida por la pérdida de una vida joven, sino por el escándalo que envolvía a sus hijas. Sólo le importaba lo que los accionistas de Stone Illahee y de los demás terrenos pudiesen pensar.

Claire recordó el atractivo rostro de Harley y sus ruegos para que no rompiera el compromiso con él. «No puedo perderte. Lo daría todo por ti. Todo. Por favor, Claire, no… No me digas que se acabó.»

Las lágrimas empezaron a recorrerle el rostro.

– Harley -musitó.

Jamás había querido hacerle daño. Y ahora estaba muerto. Le habían encontrado, según había oído decir en la oficina del shenff, flotando boca abajo en la bahía, víctima quizá de un accidente, un suicidio o un asesinato.

¿Suicidio? Por Dios. Claire rogó para que no fuera así. ¿Asesinato? ¿Quién podría odiarle tanto para matarle?

Miranda tenía restos de sangre en la falda; Tessa estaba casi catatónica. Ambas habían estado en el embarcadero y ambas necesitaban una coartada. «Oh, Harley, ¿qué he hecho?»

Cerró los ojos con fuerza e intentó apartar la imagen de Harley de su mente. No podía pasar el resto de su vida sintiéndose culpable porque él hubiese muerto la misma noche en que habían roto su compromiso. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, sabía que innumerables dudas la acompañarían el resto de sus días.

Se incorporó hasta sentarse y se tapó la cara con las manos. Aquello no la ayudó. Recordó a Kane, alto y de facciones duras, vistiendo aquellos vaqueros desgastados y aquella cazadora de piel negra. Se sentía atraída por su rudo rostro, sus ojos de color dorado intenso y su voz ronca.

«Me gustaría hacer cualquier cosa y todo lo que pudiera contigo. Me gustaría besarte y tocarte y dormir contigo entre mis brazos hasta mañana. Me gustaría recorrer con mi lengua tu cuerpo desnudo hasta que te estremecieras de placer y, más que nada en este mundo, me gustaría hundirme en ti y hacerte el amor durante el resto de mi vida… Y, créeme, yo nunca, nunca te trataría como te trata ese cabrón de Taggert.»

No pudo aguantar un minuto más. Se destapó y se quitó el camisón. En silencio, se puso un pantalón vaquero que había dejado al borde de la cama y una camiseta que había tirada y arrugada en el suelo. Se puso como pudo un par de calcetines limpios y cogió las botas con las manos sudorosas. Dejó atrás la habitación de Tessa, completamente cerrada, y la de Miranda, por cuya rendija se colaba la luz de una lámpara de noche, alumbrando con su rayo la alfombra desgastada del pasillo. Despacio, Claire echó una ojeada al interior de la habitación. Miranda estaba sentada en la repisa de la ventana. Tenía las rodillas escondidas debajo del camisón y se abrazaba las piernas con ambos brazos. Contemplaba el lago como ausente. Sus ojos eran el espejo de la tristeza que inundaba su alma, una tristeza que Claire nunca antes había visto.

Entró sigilosamente en la habitación.

Miranda dirigió la mirada hacia ella.

– ¿Qué haces?

– Voy a salir a dar un paseo.

– Ya no hay luz.

– Lo sé, pero volveré pronto -susurró Claire-. No puedo permanecer en la cama ni un minuto más.

De repente se sintió incómoda y fuera de lugar en aquella habitación triste y sombría, cuyas paredes de madera estaban cubiertas de estanterías por todas partes.

– ¿Qué te pasó anoche? -se atrevió a preguntar, a la vez que avanzaba a través de la habitación y apoyaba la cadera en el extremo de la repisa de la ventana que quedaba libre.

Miranda lucía una sonrisa sin sentimiento. Su rostro estaba pálido. Una expresión de tristeza le empañó los ojos, lo que la hizo parecer mucho mayor.

– Crecí.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo querrías saber. -Volvió a mirar por la ventas na-. Y tampoco se lo querrías contar a nadie.

– Tenías… tenías sangre en la falda.

Randa asintió y deslizó los dedos por el marco de la ventana abierta.

– Lo sé.

– ¿Era tuya?

– ¿Mía? -susurró-. En parte sí.

– Oh, por Dios, Randa. ¿No me vas a contar qué sucedió?

Miranda miró a su hermana mediana con aspereza, parecía mucho mayor de lo que era en realidad.

– No, Claire -dijo convencida-. No se lo voy a contar a nadie. Tengo dieciocho años, ¿recuerdas? Soy adulta. Puedo tomar mis propias decisiones.

«Y el tribunal de Oregón también te considerará adulta. Por cualquier acto ilegal que hayas realizado te enviarán a prisión en lugar de a un reformatorio.» Claire no le dijo lo que pensaba. No hacía falta decírselo.

– Sólo recuerda nuestro pacto. Cíñete a nuestra historia. Todo saldrá bien.

Aquellas palabras sonaron horribles, pero Claire no discutió. Pasó de largo por la habitación de sus padres, de donde pudo oír los fuertes ronquidos de su padre y el tictac del antiguo reloj de cristal de Dominique.

Sigilosamente, igual que un gato persigue a un pajarillo, Claire bajó las escaleras y cruzó la cocina. Por primera vez desde la muerte de Jack, dio gracias a Dios porque Ruby no estuviese allí, ya que en ocasiones llegaba a casa a las cinco de la mañana.

Fuera, el sol estaba a punto de poner fin a la noche. El amanecer era fresco, como consecuencia de la tormenta de la noche anterior, presente aún en los charcos y en las ramas esparcidas por todo el jardín. El aire olía a limpio y la bruma sobre el lago empezaba a desaparecer.

Claire entró en el establo, colocó las bridas sobre la cabeza de un sorprendido Marty. Condujo al caballo hacia un prado y abrió la verja. Se montó en su lomo desnudo y comenzó a trotar.

El caballo al principio se resistió, pero una vez que Claire lo montó y le presionó ligeramente con las rodillas en las costillas, el caballo respondió, tomando el sendero habitual, salpicando sobre los charcos y saltando por encima de algunos troncos caídos.

Imponentes árboles octogenarios, con sus abundantes ramas, se cernían sobre sus cabezas, dejando penetrar en el bosque muy poca luz del sol matutino.

– Vamos, vamos -ordenó bordeando el sendero.

Subía cada vez más, dejando atrás un peñasco con pinturas rupestres. Se dirigían hacia la cresta del risco, el lugar sagrado y mágico para los nativos americanos, el lugar donde Kane había acampado en anteriores ocasiones.

El caballo tomó una curva. Claire se lamió los labios nerviosa. Examinaba los troncos ennegrecidos por la lluvia.

Su corazón se aceleró bruscamente, anticipándose a los hechos. Llegó al claro del bosque y divisó a Kane apoyado en la corteza musgosa de un árbol. La sombra de la barba le oscurecía el mentón. Tenía el pelo revuelto y despeinado. Llevaba aquella estropeada chaqueta de piel y unos Levis gastados y descoloridos. Un cigarrillo se consumía lentamente entre sus dedos.

Los ojos de Claire se empañaron con lágrimas de liberación a la vez que disminuyó el paso.

Una hoguera apagada desprendía un rizo de humo. Había una lona situada entre dos árboles para proteger la motocicleta y el petate.

– ¿Me buscabas? -preguntó calmado. Sus labios delgados apenas se movieron. Sus ojos, tal y como Claire los recordaba, eran del color intenso del buen güisqui.

A Claire se le rompió el corazón.

– Sí -contestó.

– Pensé que vendrías, por eso te esperé.

Lanzó el cigarrillo al fuego y se acercó a ella. Claire desmontó en un instante y corrió a través del terreno irregular hasta echarse en los brazos de Kane. Lágrimas corrían por sus mejillas. Lo único que quería era abrazarle. Abrazarle para siempre y no separarse de él nunca.

Kane la rodeó con los brazos, ofreciéndole cálido refugio, prometiéndole, sin decir palabra, que todo saldría bien.

– Me he enterado de lo de Taggert.

Claire emitió un llanto prolongado de dolor y volvió a la realidad.

– Dios, Kane, ha sido por mi culpa.

El cuerpo de Kane se endureció.

– ¿Por tu culpa?

– Rompí el compromiso. Le devolví su anillo -sollozó. Las palabras fluían de su boca a toda prisa, igual que al agua fluye de una presa desbordada-. Abajo, en el embarcadero. Él estuvo bebiendo en el barco y… yo le dejé allí.

– Shhh -Kane le besó la coronilla y el aroma a tabaco, cuero y almizcle la envolvieron en una agradable nube-. No ha sido culpa tuya.

– Pero estaba enfadado y… y… le dije al vigilante nocturno que le vigilase… pero…

– Pero nada -la cogió de la mano y la llevó a la tienda de campaña situada bajo la empapada lona. El suelo estaba seco. Continuaba abrazándola, ofreciéndole su apoyo-. Todo va a salir bien.

– ¿Cómo? Está muerto, Kane. ¡Muerto! -Sollozos entrecortados escaparon de su garganta mientras golpeaba sin fuerza la cabeza contra el pecho de Kane.

– Y tú estás viva. No te dejes vencer, princesa.

– No me llames…

– De acuerdo. Aguanta. Estoy aquí, Claire. Sabías que estaría esperándote, ¿verdad?

Por supuesto que lo sabía, por eso había ido hasta allí. La culpa inundaba con creces su alma al descubierto.

– Es sólo que… no le amaba lo suficiente. -Sorbió y retiró la cabeza para poder mirar a Kane a los ojos-. Por ti.

– Tú no tienes la culpa -su mirada descendió hasta sus labios. Tenía los ojos rojos y húmedos, la piel con manchas-. Tú no hiciste nada malo, Claire. Nada.

Claire supo que iban a besarse. Él acercó su cabeza a la de ella y sus labios se fundieron. No fue un beso delicado, sino que la besó con una pasión y excitación que Claire jamás había sentido. Los labios, deseosos e impacientes, pedían más. Kane la abrigó con sus fuertes brazos hasta el punto que Claire no pudo ni respirar ni pensar. El dolor poco a poco dio paso al deseo. Una profunda sensación empezó a palpitar en su interior. Kane bordeó con su lengua los labios de Claire, quien abrió la boca ofreciéndosela a él, a su cuerpo y a su alma, permitiendo que el viento se llevase su prudencia, consciente de que Kane pronto se iría.

En alguna parte de su cerebro, Claire supo que besar a Kane era una equivocación, que se encontrada demasiado afectada emocionalmente para tomar decisiones correctas, pero no le importaba. Kane era cálido y le hacía sentirse bien. La tocó con sus manos ásperas. El interior de Claire desprendía una sensación húmeda y ardiente.

Los dedos de él toparon con el dobladillo de la camiseta de ella. Empezó a tocarle la espalda, siguiendo con sus dedos la curva de su columna vertebral, transmitiéndole su deseo a través de la sangre, apagando su pena y su dolor, alojada sólo en la parte más superficial de su conciencia.

Mientras Kane gemía, descubrió que Claire no llevaba sujetador. Acercó las manos a sus senos y los acarició. Yacían el uno junto al otro sobre el petate, con las piernas entrelazadas. Claire notó el sexo duro de Kane a la altura de la bragueta, la presión que la erección ejercía contra sus piernas debajo de aquel pantalón vaquero.

Kane le quitó la camiseta y contempló sus pechos. A continuación, elevó la vista, sus ojos oscuros de deseo. Un músculo le palpitaba en la sien.

– Eres más hermosa que… que…

Juntó sus senos y frotó los pezones con el dedo pulgar. La pasión dominó a Claire. Estaba excitada, salvaje, descontrolada. Gemía mientras él le besaba los labios. Kane descendió, lamiéndole el cuello y el esternón. Seguidamente alcanzó sus senos y los mordisqueó dulcemente.

– Kane -le llamó ella, excitada.

Él le puso las manos sobre las nalgas. Tenía los dedos rígidos y deseosos.

En el exterior, los árboles comenzaron a agitarse. Claire sintió cómo un calor húmedo se arremolinaba en los lugares más recónditos de su feminidad. La barba de Kane era áspera, su lengua húmeda, sus manos firmes, cuyos dedos presionaban contra los glúteos de Claire. Colocado sobre ella, su pene estaba duro como una piedra, le latía al ritmo de la lujuria.

«¡Esto está mal! No le quieres. Ni siquiera le conoces. Piensa, Claire, ¡se está aprovechando de ti!», le gritaba una voz en su cabeza, pero no le hacía caso. No la escuchaba. Sumergida en una corriente de pasión, alargó sus brazos y le quitó a Kane la chaqueta. A continuación se dispuso a hacer lo mismo con la camiseta.

Cuando Kane se deshizo de la camiseta, Claire pudo comprobar a la luz del sol, situado por encima de las cumbres del oeste, el musculoso pecho de Kane. Empezó a palpárselo.

– Estás jugando con fuego, cariño… -le advirtió.

Pero ella no se detuvo. Continuó contemplando su físico, fascinada. Kane sintió un escalofrío cuando Claire le acarició el pezón plano con la punta de los dedos.

– Claire… no pares… yo no puedo… -Su tono era serio-. ¿Sabes lo que me estás haciendo?

– ¿Qué?

– Todo -admitió.

Alcanzó la cinturilla del pantalón de Claire. Con un movimiento rápido, le desabrochó todos los botones. Le deslizó el pantalón por las caderas con sus hábiles manos.

– Claire -le dijo mientras la besaba en el abdomen. Su aliento húmedo y cálido le envolvió el ombligo-. Claire… dime… si no es esto lo que deseas.

– Te deseo a ti.

– Más tarde te arrepentirás.

– No… -¿Iba a rechazarla?-. Te necesito.

Kane emitió un gemido casi animal.

– ¿Estás segura?

– Sí… Oh, Dios, sí.

Los dedos ansiosos de Kane hurgaron en la ropa interior de la chica. Apartó el tejido suave de algodón y empezó a tocar a Claire íntimamente, investigando en aquella región oscura y femenina, húmeda de placer en aquel momento.

Claire susurró el nombre de Kane repetidas veces mientras él descendía, deslizándole las bragas por las nalgas, besándole los muslos, lamiéndole las rodillas, abriéndole las piernas tan lentamente que ella creía que iba a morir de tanto placer.

El aliento de Kane excitaba cada una de las curvas de Claire, quien notaba cómo todo su interior se veía envuelto en una espiral de deseo. Una necesidad salvaje de hembra, un fuego sin control le ardía en la sangre, empapando todo su cuerpo en sudor.

– Por favor -gimió ella.

Kane la tocó muy delicadamente al principio, y seguidamente la abrió como un regalo especial y la besó de manera tan íntima que a Claire se le saltaron las lágrimas.

– Siempre te desearé -le prometió, con el sonido de las olas del mar golpeando sobre las rocas y los latidos de Claire como fondo.

Kane se quitó los vaqueros, sin dejar de acariciarla. Claire se retorcía de placer, pedía más, necesitaba todo lo que él pudiese entregarle. Deseosa, empezó a despegar las caderas del suelo.

– Kane… oh… Ooooooh…

Kane colocó las rodillas de Claire sobre sus hombros y ahondó más profundamente. La tierra bajo sus cuerpos crujía, los árboles sobre sus cabezas se agitaban sin control. El alma de Claire se elevó al cielo, su cuerpo se estremeció y convulsionó.

– Eso es -susurró Kane. El gesto en su rostro evidenciaba que no podía contenerse-. Déjate llevar.

Y así lo hizo Claire. Jadeó y se retorció como si estuviera montando un caballo salvaje de rodeo, mientras Kane le proporcionaba placer con sus manos y lengua. Claire apenas podía respirar, tenía el desnudo cuerpo empapado y sudoroso. Finalmente, Kane se colocó encima de ella y le abrió las piernas con las rodillas.

– ¿Qué quieres? -preguntó con voz entrecortada.

– Sólo a ti, Claire. Eres todo lo que siempre he querido.

Y la tomó.

Con un empujón fuerte y un gemido animal, la penetró. A pesar de que Claire estaba agotada, su corazón se aceleró, tomó oxígeno, se movió siguiendo el ritmo de Kane, clavándole los dedos en los hombros, rodeándole la cintura con las piernas.

– Claire, Claire, Claire… -gemía Kane, mientras la contemplaba y contraía su cuerpo.

Claire se arrimó a Kane, convencida de que el cielo y la tierra chocaban a la vez que sus cuerpos. Kane se corrió dentro de ella.

– Ámame -le susurró él, desplomándose y aplastándole los pechos con el peso de su cuerpo-. Sólo te pido que ames hoy.

– Porque mañana te habrás ido.

Kane no contestó. Rodó por el petate, colocando a Claire por encima de él, y apretó su rostro contra los senos de ella.

Claire permaneció con él hasta el mediodía, haciendo el amor bajo la luz del sol, suspirando juntos en aquel sagrado bosque, olvidando el dolor de la muerte de Harley. Claire era consciente, con una certeza que le dolía, de que cuando el sol se pusiera aquella tarde, nunca más volverían a verse.

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