Capitulo 8

Holly no había contado con que la abandonaran en la cocina junto a Deefer, pero eso fue exactamente lo que ocurrió.

Los invitados se marcharon poco después de que Andreas salieran del gran salón con su esposa. En el último momento, la levantó en brazos y la sacó de allí acompañado de gritos de alegría que les deseaban toda la felicidad del mundo. Ella se dejó llevar dócilmente… ¿qué otra cosa habría de hacer una novia? Pero luego, en lugar de llevarla a la habitación nupcial, o donde fuera que los recién casados se alojaban en los palacios, fue abriendo una puerta tras otra hasta acabar en la parte posterior del palacio, en las dependencias del servicio. Finalmente abrió una última puerta y la dejó en el suelo.

Holly se quedó tambaleó. El vestido pesaba una tonelada, algo que no había notado en todo el día

La enorme cocina estaba desierta, a excepción de Deefer, que dormía en un rincón hasta que los oyó entrar y comenzó a mover el rabo con alegría. Finalmente se levantó a saludar a su dueña. Holly se agachó a acariciarlo, pero vio por el rabillo del ojo que Andreas estaba a punto de salir por la puerta. ¿Qué demonios…?

– Vaya… ¿ya se ha acabado lo de Cenicienta? -preguntó con incertidumbre-. ¿Ya es media noche? Porque mi vestido sigue siendo un vestido.

– Espera aquí -rugió-. No esperaba…, tengo que organizar ciertas cosas.

– ¿Qué es lo que no esperabas?

– Una esposa -dijo, y entonces se acercó a ella y la besó en la boca. Fue un beso rápido, pero apasionado, luego salió corriendo de allí, pero le gritó algo desde el pasillo-: No te vayas a ninguna parte.

¿Dónde iba a irse una mujer después de semejante beso? A ninguna parte. Así pues, se sentó junto a la descomunal mesa de la cocina y esperó a su marido, intentando no pensar en que estaba casada, en que no sabía qué iba a ocurrir y en que estaba… ¿asustada?

¿Le asustaba que ocurriera algo?

Mmm…, no. Lo que la asustaba era que no ocurriera.

¿Qué pasaría si alguien la encontraba allí? Los criados aparecerían tarde o temprano… y ella seguiría allí cuando llegaran para preparar el desayuno, la princesa abrazando a su cachorro.

Deefer había vuelto a quedarse dormido sobre sus rodillas. Qué suerte.

Pasaron quince minutos y luego veinte. El tictac del reloj no paraba, era como una bomba a punto de estallar. Tic, tac, tic, tac.

Se estaba volviendo loca.

Entonces se abrió la puerta. Andreas. Seguía llevando el traje de la boda y seguía estando increíblemente guapo.

Seguía siendo su esposo.

– Estamos preparados -anunció.

– ¿«Estamos»? -preguntó Holly imaginándose una de esas escenas antiguas en las que una docena de testigos se congregaban en torno al lecho nupcial para comprobar que la novia era virgen.

Andreas se echó a reír.

– Georgios y yo.

– Estupendo -murmuró-. Mi persona preferida.

– Mi piloto de helicóptero preferido -dijo él-. Yo he tomado demasiado vino como para pilotar. No es que esté borracho, pero no se puede volar con un solo gramo de alcohol en la sangre. Además, quiero concentrarme por entero en mi flamante esposa. ¿Qué te parece si Georgios nos saca de aquí y nos lleva de nuevo a nuestra isla?

Holly lo miró con los ojos abiertos como platos.

– ¿Podemos… irnos?

– Creo que es lo que deberíamos hacer -aseguró él-. Ya hemos cumplido con nuestro deber, ahora tenemos el resto de la noche para los dos solos, amor.

– Con Georgios.

– Claro -dijo riéndose-. Pero me parece que la isla es lo bastante grande para todos.

Debería haber insistido en que tenía que cambiarse de ropa, pensó Holly mientras intentaba acomodarse en el asiento del helicóptero con el vestido de novia. ¡Aún llevaba puesta la tiara! Era una locura. Andreas, también iba vestido de novio, estaba recostado en el asiento con los ojos medio cerrados, como si estuviera meditando. ¿En qué estaría pensando?

¿En qué iba a hacer con ella?

En otros tiempos, era una muchacha virgen y asustada ante lo que la esperaba. Su madre le habría aconsejado que no se asustara, que se tumbara y pensara en Inglaterra hasta que todo hubiera pasado.

Aquello la hizo reír y atrajo la atención de Andreas.

– ¿En qué piensas?

– En Inglaterra -respondió y tuvo que morderse el labio inferior para controlar la tensión. ¿Qué estaba haciendo? Una muchacha de Munwannay camino de una isla privada con su príncipe.

Con su esposo.

Si pensaba que iba a…

Claro que lo pensaba, se dijo Holly a sí misma. Se había tomado muchas molestias para que pudieran estar solos. Además, ahora estaban casados, ante los ojos de Dios y de un buen número de invitados…

– ¿En Inglaterra? -repitió él.

– Es en lo que piensan todas las novias durante la noche de bodas.

– ¿En serio?

– Por supuesto -aseguró, intentando que no se diera cuenta de que le faltaba el aire-. ¿Cuál es la capital de Sussex? No me distraigas.

Andreas no la distrajo. Se limitó a sonreír y mirar por la ventana. Cuando aterrizaron en la estaba a punto de explotar de los nervios qué pensaba que estaba haciendo? No habían acordado nada de eso. Sólo era un matrimonio de conveniencia.

No. No lo era cuando Andreas la miraba como lo hacía, cuando ella sentía lo que sentía después diez largos años. Su vida en la granja había muy solitaria, pronto estaría allí de nuevo y lo que tendría serían los recuerdos.

Claro que…

No puedo quedarme embarazada -dijo de pronto, en el silencio que había quedado al pararse la hélice. La idea la golpeó como una bofetada. ¿Qué peligro corría, que se repitiera la pesadilla de años atrás?

No ocurrirá -aseguró Andreas tajantemente.

Creo recordar que eso fue lo que dijiste la última vez.

He tomado precauciones.

¿Te has hecho la vasectomía?

No -respondió con una sonrisa que no le llegó a los ojos-. Aunque Christina quería que me la hiciera.

– ¿Tu mujer quería que te hicieras la vasectomía?

– No quería tener hijos.

– ¿Y tú, querías hijos?

– Más que nada en el mundo -respondió con sencillez, pero Holly supo que decía la verdad-. Pero no te preocupes, no quiero tenerlos esta noche.

– Entonces has traído un preservativo.

– O seis -dijo y desapareció la gravedad de sus ojos-. O más si son necesarios.

– Es un poco presuntuoso.

– ¿El qué?

– El dar por hecho que me voy a acostar contigo.

– Me has puesto tu anillo en el dedo.

– ¿Y eso quiere decir que…?

– Que me deseas tanto como yo a ti.

– Andreas, tú y yo…

– Lo entiendo -dijo suavemente-. No, Holly, no te estoy pidiendo que te unas para siempre al séquito real. Cumpliré con mi palabra y te dejaré libre. Pero esta noche… esperaba que esta noche fuera sólo para los dos. Por eso te he traído aquí.

– Y yo he venido -susurró ella-. Pero, Andreas, si me quedara embarazada…

– Esta vez me encargaría de todo -dijo con ímpetu-. Cuidaría de ti.

De repente se había esfumado la alegría de la noche y la realidad había echado su manto frío sobre ellos. Aquello no era un cuento de hadas. Era real.

¿Se encargaría… cómo? ¿Con un aborto?

– No haré nada que no quieras que haga -prometió él.

– Sí, claro. Por eso me has traído hasta aquí…

– Nunca me he llevado a la cama a una mujer que no lo deseara -aseguró tajantemente, con un aire de… de príncipe.

– No es que no lo desee, Andreas -intentó hacerle entender-. Dios, te he deseado durante años.

– Es maravilloso.

Lo afirmó con una de esas sonrisas que ella tanto amaba.

– Pero todo tiene consecuencias -consiguió decir.

– Es cierto -se inclinó y le rozó la mano en un gesto con el que seguramente pretendía tranquilizarla.

Y lo cierto era que lo consiguió.

Pero no lo suficiente.

– Sería una locura que nos acostáramos -comentó Holly con tristeza-. Si este matrimonio sólo va a durar unas semanas.

– Durará tanto como deseemos que dure -matizó él.

– Claro. Tú no necesitas una esposa y yo necesito volver a casa.

– ¿De verdad tienes que volver?

– Sí -respondió, pensando en la diminuta tumba de su hijo.

«Yo me encargaría de todo», aquellas palabras le habían hecho pensar en la muerte de Adam. En la fugaz visita de su madre, cuando le había dicho: «No importa, querida. De todos modos, él no iba a casarse contigo. Es mejor que lo hayas perdido, ahora puedes seguir adelante con tu vida».

Pero no lo había hecho; había trabajado y había intentado vivir plenamente, pero una parte de ella había quedado enterrada aquella noche al enterrar a Adam.

– Esto no está bien -murmuró con una profunda tristeza y Andreas volvió a agarrarle la mano.

– Claro que está bien -dijo él-. Tranquila. Iremos tomando las cosas tal como vengan. No pongas esa cara, mi amor. No voy a obligarte a nada.

– Pero has traído seis preservativos.

– Sólo por si acaso -respondió, sonriendo-. Sólo por si decidías que, después de todo, no soy tan malo. Soy tu marido, Holly.

– ¿Quieres decir que tienes derecho?

No, no -se apresuró a decir-. Vamos a hacer una cosa: vivamos la noche según vaya surgiendo.

De acuerdo. No iba a acostarse con él. Era lo más sensato y conocía lo bastante a su… su marido… para saber que no intentaría nada en contra de sus deseos.

El único problema entonces eran sus deseos, pensó Holly. Entraría al pabellón, le daría las buenas noches a Andreas de manera civilizada…, quizá incluso le pidiera disculpas por si le había dado una idea equivocada, y luego se iría a la cama. Sola. Y cerraría la puerta con llave.

Sophia estaría allí. Eso la tranquilizaba.

Pero enseguida surgió el primer obstáculo para sus planes. El pabellón estaba vacío. Ni Sophia ni Nikos salieron a recibirlos. Georgios los acompañó desde el helicóptero hasta la entrada y luego desapareció. Fue el propio Andreas el que abrió las enormes puertas y, cuando vio lo que había dentro, Holly se quedó sin respiración.

Velas. Velas por todas partes.

El gran patio central con su magnífica piscina estaba iluminado únicamente con la luz de las velas. Incluso había algunas flotando en el agua, sus llamas se reflejaban en la superficie. Las luciérnagas parecían haberse animado con el resplandor de las velas y revoloteaban por todo el lugar. La última vez que había estado allí y las había visto, Holly había pensado que eran preciosas, pero desde luego no había ni la mitad de las que había en ese momento.

– Cuántas luciérnagas hay -susurró, maravillada.

– Les he pagado para que vinieran.

¿Qué más habría preparado?

En un rincón, bañado con la luz de las velas, había un montón de almohadones. Enormes y munidos.

En el centro de uno de esos almohadones había un hueso del tamaño adecuado para un cachorro.

– Te has propuesto seducir también a mi perro -dijo mientras Andreas llevaba a Deefer, medio dormido, hasta el almohadón.

– Creo que no me va a costar mucho -bromeó él al ver lo plácidamente que se quedaba dormido el perro con el hueso entre las patas delanteras-. Y ahora, mi amor…

– Andreas…

– Sólo cenar -dijo con gesto inocente-. Te lo prometo.

– ¿Cuándo has organizado todo esto?

– No lo he hecho -él también observaba la escena maravillado-. Había pensado pasar la noche en el palacio, pero luego se me ocurrió que… era importante, así que llamé a Sophia y le dije que vendríamos.

– Yo no soy tu amante -le recordó rápidamente y él asintió de inmediato.

– Puede que sea por eso por lo que estás aquí. Eres mi esposa -dijo y la rodeó con sus brazos, cada vez más fuerte-. Eres mi mujer y esta noche quiero hacerte mía… o quería -corrigió al sentir, su tensión-. Hasta que me planteaste tus razonables dudas. Pero no pensemos ahora en eso. Creo que Sophia nos ha dejado la cena preparada. No te he visto comer nada en todo el día y, para lo que te tengo preparado, necesito una novia bien alimentada.

Así pues, cenaron y Holly se sorprendió al comprobar que tenía hambre. Sophia debía de haberlo previsto, sin duda lo había planeado todo, pero fue Andreas el que sirvió los manjares; aparecía y desaparecía como un genio.

Seguía ataviado con el uniforme de gala que había llevado en la boda; la única concesión que había hecho a la comodidad había sido quitarse la espada que acompañaba el uniforme, pero las medallas seguían ahí, y las botas altas de cuero negro, y esos pantalones estrechos… Debería haber una ley que los prohibiese, pensó Holly. Era un verdadero esfuerzo apartar la mirada de él mientras le servía.

Un príncipe sirviendo a su esposa. Los manjares estaban también a la altura de la ocasión. Plato tras platos, bocado tras bocado, Holly iba dejándose llevar por el placer de saborear todas aquellas delicias.

Kotósupa avgolémono, sopa de pollo y arroz con huevo y limón.

Andreas la había cocinado para ella años atrás. una noche que los padres de Holly habían salido. Al principio, ella se había reído ante la idea de que el joven príncipe fuera a encargarse de hacer la cena, pero él había esbozado una de sus sonrisas y le había preparado una sopa que Holly no había podido olvidar.

Ella había observado atentamente la preparación y durante años había intentado repetir la receta, pero nunca había conseguido que supiera igual.

Esa noche sí era la misma.

Se llevó la cuchara a la boca ante la atenta mirada de Andreas.

– ¿Te gusta?

Ella cerró los ojos y saboreó la sopa y los recuerdos, y no pudo mentir.

– Es increíble. Es la misma que me hiciste tú hace años…

– Sí -dijo él y sonrió-. Lo recuerdas. Te la prepararé siempre que quieras, amor.

Holly estuvo a punto de ahogarse y, mientras lo miraba, pensó en esos seis preservativos. No. no, no.

– Déjame -consiguió decir, con actitud de muchacha virtuosa-. Tengo que concentrarme.

– Hay mucho en lo que concentrarse, así que tú; sigue concentrándote y yo seguiré alimentándote.

Y así fue. Lo cierto era que tenía hambre y todo estaba delicioso; la mezcla de sabores de unos ingredientes que a menudo no sabía identificar era sencillamente perfecta. Apenas hablaron, Holly no podía, sólo podía repetir una y otra vez el mismo mantra en su cabeza.

Sensatez. Sensatez. Sensatez.

Pero ¿cómo iba a actuar con sensatez? No podía dejar de seguir los movimientos de Andreas, y sus ojos, unos ojos oscuros que la observaban mientras comía. Debería protestar. Debería…

«Sigue comiendo», se dijo. «Disfruta de la magia de los manjares e intenta relajarte un poco». Ya le diría más tarde que las cosas no iban a ir más allá.

Andreas le sirvió una copa de vino de postre… que resultó ser australiano, de una bodega que Holly conocía; era un vino que siempre le había encantado.

– ¿Cómo…?

– Me acordé -reconoció Andreas con una sonrisa en los labios-. Le encargué a Georgios que lo encontrara para esta noche.

El primer sorbo disolvió gran parte de la sensatez de Holly, con la segunda copa se dio cuenta de que estaba… no borracha, sino… ¿cautivada?

¿Seducida?

¡No!

Andreas había recordado el vino que le gustaba.

Su camarero particular le llevó después unas fresas que sabían como debían saber las fresas y nunca sabían, pero esa noche sí, esa noche era todo perfecto. Andreas la observaba cada vez que se llevaba una a los labios y sonreía, era como si estuvieran haciendo el amor. La llama de las velas titilaba, acercándose ya al final; iban apagándose poco a poco, por lo que la luz era cada vez más tenue.

Holly se bebió el último sorbo de café.

– Tengo que irme a la cama -anunció con cierta inseguridad.

Andreas fue de inmediato junto a ella para ayudarla a levantarse. Sus manos la agarraron con firmeza y deseo, con la seguridad de saber lo que iba a ocurrir.

– No hemos bailado el vals nupcial -le susurró al oído.

Holly no pudo hacer otra cosa que sonreír. -Has pensado en todo.

– Sabía que había construido este pabellón para algo, creo que fue para esta noche.

Ella podía sentir su respiración en la piel, el calor de sus manos le invadía el cuerpo. Lo vio desabrocharse los primeros botones de la casaca y luego, antes de que ella pudiera hacer nada, la levantó en brazos y la llevó hasta un lateral del patio, donde apretó unos discretos botones con los que hizo que empezara a sonar un vals.

Así la llevó de nuevo junto a la piscina, la dejó en el suelo, la rodeó con sus brazos y comenzó a bailar con ella.

Era la escena de seducción más perfecta que se podría imaginar. Holly sabía que debía resistirse, que debía apartarlo de sí y salir corriendo.

Pero ¿cómo iba a hacerlo, estando entre los brazos de Andreas?

Simplemente, siguió bailando.

Gracias a la ambición social de sus padres, había aprendido a bailar antes incluso que a montar a caballo y nunca lo había olvidado, a pesar de que hacía años que no practicaba. Pero recordaba haber bailado con Andreas la primera noche de su estancia en Munwannay, durante la fiesta que habían organizado en honor de su invitado. Andreas la había invitado a bailar un vals, la había llevado al centro de la sala… y la vida de Holly había cambiado para siempre.

Nada había cambiado desde entonces. Ahí estaba, enamorándose de nuevo de él. Andreas la estrechaba en sus brazos como si fuera una delicada porcelana, como si fuera la mujer más deseable del mundo.

Y él fuera su hombre. Su príncipe. Su marido.

Holly estaba derritiéndose entre sus brazos. Tenía la cara apoyada en su pecho, sobre su piel y era… irresistible. Su olor era irresistible, masculisólo él podía llenar. Sus pies se movían al unísono como si él anticipara sus movimientos, o quizá era ella la que anticipaba los de él. ¿Quién sabía?

– Andreas -susurró.

– ¿Sí, amor?

– Creo que ya está bien con la escena de seducción.

– ¿No te gusta?

– He dicho que ya está bien -respondió al tiempo que levantaba las manos para agarrarle el rostro y besarlo en la boca-. Ya no puedo más. Al diablo con los riesgos. Dios, Andreas, sé que es una locura, pero te deseo tanto:

– Yo deseaba que me desearas -dijo él con una sonrisa-. ¿Y tú, quieres que yo te desee? -le preguntó, mirándola fijamente a los ojos-. Holly, ya te he dicho que no voy a hacer nada que tú no quieras que haga. Te deseo más que a nada en el mundo, pero quiero que estés conmigo por tu propia voluntad, nada más. ¿Me deseas tanto como yo a ti?

Sólo podía darle una respuesta. Era la única respuesta posible en el mundo. Fuera sensata o no.

No lo era. Era una locura, pero no le importaba. -Sí -dijo sencillamente, y luego dejó que él volviera a levantarla en brazos.

Después de eso no hubo tiempo para nada más, no era el momento de las palabras.

Era una noche cálida y tranquila. El dormitorio de Andreas estaba completamente abierto a la noche, por lo que la cama parecía situada en un mirador con vistas al mar y a las estrellas. La llevó hasta allí con gesto tierno y triunfal mientras ella pensaba que era allí exactamente donde debía estar. «Con mi marido. Mi corazón, mi hogar».

«Mi Andreas».

Ya no había vuelta atrás. La dejó en el suelo junto a la cama y Holly se dio cuenta de que apenas se mantenía en pie sin él, su cuerpo lo reclamaba, palpitaba de deseo. Lo miró a la cara y vio el mismo deseo, la misma necesidad, reflejada en los ojos del hombre al que amaba.

Andreas.

– Holly -susurró él con la voz ronca de pasión-. Mi esposa…

Y entonces… de pronto ya no llevaba ropa. De repente no había nada que se interpusiera entre ella y él, sólo había deseo. ¿Cómo había hecho para desnudarla tan rápido? Seguramente mientras ella lo despojaba a él de todas aquellas prendas que apenas vio porque estaba completamente concentrada en su cuerpo. Él era lo único que deseaba. Años atrás había disfrutado del cuerpo de aquel hombre y ahora se sentía como si estuviera volviendo a casa.

– Eres tan hermoso -susurró, maravillada, en cuanto estuvieron ambos tumbados en la cama.

Él soltó una suave carcajada y la envolvió con su cuerpo.

– Tú… no sabes lo que es que me digas eso, mi amor…

Entonces empezó a besarla, y no sólo en los labios sino en todo el cuerpo, de los pies a la frente y vuelta a empezar, mientras ella se estremecía y gemía de placer. Estaba despertando bajo sus manos, su cuerpo volvía a la vida después de un largo sueño. Su piel, todas las terminaciones nerviosas, estaban despiertas por vez primera en mucho tiempo.

Ella también lo tocaba, recorría su desnudez con la yema de los dedos, deleitándose en la masculinidad de su cuerpo. Se dejaba derretir en su calor, una sensación que había llegado a olvidar que era capaz de sentir. Andreas era suyo, pensó apasionadamente.

Llevaba arios creyendo que lo que recordaba no era más que una fantasía, que sus recuerdos no eran más que una idealización romántica de la realidad; su primer amor, su príncipe.

Desde entonces había habido chicos y hombres con los que podría haber salido. Vecinos, otros profesores… Pero al mirarlos, Holly siempre los comparaba con Andreas y todos habían salido perdiendo en la comparación. Era duro volver al mundo real después de haber vivido un cuento de hadas.

Se había aferrado a esa fantasía a pesar de saber que era sólo eso, imaginación y nostalgia.

Pero ahora sabía que no era así. Lo que Andreas le hacía sentir era… real.

Era tal y como lo recordaba y mucho más. Su masculinidad era exigente, arrolladora y, al mismo tiempo, había en él una ternura inimaginable la conminaba a compartir su júbilo. Andreas recorría su cuerpo, explorando y saboreando cada milímetro de su piel con verdadero placer…, pero esperaba lo mismo de ella, que disfrutara del mismo modo y le diera el mismo placer.

Cuando por fin llegó el momento en que se sumergió en ella, en que la hizo completamente suya, Holly gritó de pura alegría. Se fundieron en un solo ser y la noche estalló en una lluvia de deseo. Después se quedaron tumbados, sus cuerpos saciados, pero aún unidos, hasta que volvió a invadirlos la necesidad del otro.

No era una noche para amarse sólo una vez. Sus cuerpos parecían exigir algún tipo de compensación por todos los años que habían estado separados. Era una noche demasiado importante como para dormir. Holly había soñado con él durante años y no pensaba perder el tiempo durmiendo, ya lo haría en otro momento.

Lo único que importaba era Andreas.

Había cambiado, pensó, maravillada, durante la larga y lánguida noche. Aquél ya no era el cuerpo de un muchacho, sino el de un hombre que parecía haber encontrado un sustituto al trabajo en la granja que tanto le había gustado, porque su cuerpo era todo músculo.

Fabuloso. Aquella palabra resonó una y otra vez en su cabeza durante la noche, mientras sus dedos exploraban, su lengua descubría y sus piernas lo atrapaban. Cada vez estaban más cerca, más unidos, pero la noche no era lo bastante larga. Deberían haber quedado agotados, pero de ningún modo podían acabar semejante experiencia durmiendo.

– Eres mucho más hermosa de lo que recordaba -le dijo él en algún momento de la noche-. Mi bella Holly, mi maravillosa princesa australiana.

Se aferraron el uno al otro como dos jóvenes amantes hasta que llegó el amanecer y una luz anaranjada inundó la habitación, llenándolo todo de una paz que Holly no había experimentado jamás. Estaban desnudos, abrazados. Ella sintió que volvía a tener diecisiete años, tenía al hombre que amaba y el mundo a sus pies, nada podía salir mal.

– ¿Puedo llevarte a nadar, mi amor? -susurró Andreas.

– Puedes llevarme donde quieras -dijo ella, adormecida.

Él sonrió y, un segundo después, estaba de pie y le tendía una mano.

– No puedo creer que pueda mover ni un dedo -comentó Holly al tiempo que aceptaba su mano y se dejaba arrastrar fuera de la cama… y de la habitación-. Estamos desnudos.

– ¿Sí? -Andreas se detuvo en seco como si no se hubiera dado cuenta, pero luego la miró y se echó a reír-. Es maravilloso, ¿verdad?

Salió al patio y de ahí se dirigió a la playa como si nada.

– Andreas, estamos desnudos -insistió Holly, esa vez con una especie de chillido, pero riéndose al mismo tiempo.

Resultaba increíblemente erótico, pero debía conservar un poco de sentido común, alguien tenía que hacerlo. Dios, era tan hermoso. Su príncipe desnudo. Su Andreas.

Su esposo.

– Sophia… -dijo desesperadamente-. Georgios.

– No te preocupes, Sophia se encargará de que nadie se acerque a este lado de la isla.

– ¿Es lo que suele hacer cuando traes aquí a otras mujeres?

Él volvió a detenerse en seco, pero ahora la miró con el ceño fruncido.

– No -dijo con voz grave-. Ya te he dicho que nunca he traído a ninguna mujer.

– No te creo.

– Tienes que creerme -insistió y acompañó sus palabras con un beso que no dejó lugar a dudas, no dejó lugar a nada excepto al deseo y a la pasión-. Te he traído a ti, a mi mujer, a mi esposa. Ya era hora de traerte a casa.

No volvieron a detenerse hasta llegar a la orilla del mar. A Holly se le cortó la respiración al sentir el agua sobre su piel ardiente, pero entonces sintió también los brazos de Andreas a su alrededor, tomándola con un deseo que anunciaba que no iba a ser un baño tranquilo.

– Pensé que íbamos a nadar…

– Piensa lo que quieras -rugió al tiempo que la tumbaba sobre la arena, con las olas rompiendo a sus pies. Le tomó el rostro entre las manos, clavó la mirada en sus ojos y volvió a sumergirse en su cuerpo, volvieron a fundirse-. Yo no puedo pensar. Mi Holly, agapi mu, mi corazón…

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