Era increíble. Primero un viaje a Grecia en un barco de pesca con unos amigos de Andreas. Según le dijeron, corría el riesgo de que Sebastian intentara intervenir, por lo que era mejor que estuviese acompañada de gente de la confianza de Andreas. Después la llevaron al aeropuerto y desde allí, Deefer y ella volaron en primera clase hasta Perth, donde tuvo que despedirse de su perro. El pobre tendría que estar treinta días en cuarentena antes de poder ser australiano. Nada más salir del edificio, Holly se encontró con un piloto que no comprendía cómo había tardado tanto en encontrarla. La informó de que lo habían contratado para llevarla a Munwannay.
Un mes antes seguramente habría tenido que ir haciendo autostop. Debería haberse puesto contenta, pero lo cierto era que se sentía una desgraciada.
Ya en Munwannay, la esperaban más cambios. A su encuentro acudió un hombre de mediana edad, acompañado de un perro.
– Buenas tardes, señora -se presentó con una sonrisa en los labios y un acento que dejaba claro que era de la zona-. Soy Bluey Crammond y éste es Rocket -añadió señalando al perro-. Su esposo me ha enviado para que la ayude a arreglar todo lo necesario. Y, si usted, Rocket y yo nos llevamos bien, su marido había pensado que quizá pudiera quedarme para ser su capataz. Podemos estar aquí tres meses a prueba a ver qué opina de nosotros. Yo ya le puedo decir que este lugar es una maravilla. Su marido dice que tiene usted muchas ideas y estoy deseando escucharlas.
Bluey sonrió y Rocket levantó una pata como para saludarla, sin sospechar que acababa de conquistarla.
Del mismo modo que la conquistó el ama de llaves, enviada también por su marido. Margaret Honey well, una mujer rellenita y encantadora que le recordó enormemente a Sophia.
De algún modo, Andreas había elegido unos empleados con buenas referencias y una personalidad que Holly aprobó de inmediato. Debía de haber empezado a organizarlo casi antes de la boda, porque tanto Bluey como Honey llevaban ya allí una semana y habían hecho verdaderos milagros con la casa y el terreno.
– Estaré encantado de ir a las ferias de ganado con usted -dijo Bluey-, aunque Su-Alteza dice que usted conoce el ganado mejor que, nadie en toda Australia y no quiero entrometerme. Me dijo también que dispone de los fondos necesarios para comprar buenos ejemplares.
Así era. Holly apenas podía creerlo cuando vio el extracto de su cuenta bancaria. Tenía dinero más que de sobra para arreglar aquel lugar y devolverle todo su esplendor.
Debería haberse sentido eufórica, pero no era así. Para empezar no tenía a Deefer, pero, sobre todo, no tenía a Andreas.
Era completamente absurdo, pues sabía que si ella se hubiese quedado en Aristo, estaría echándolo de menos allí en lugar de en Munwannay, porque él seguiría viajando de un lado a otro mientras ella tomaba lecciones de decoro. Al menos, en la granja podía ensuciarse las manos, trabajar e ir donde se le antojara. Podía montar a caballo tanto como quisiera y, al llegar la noche, caer en la cama completamente rendida. Podía hacer planes para la granja. Podía volver a enseñar si lo deseaba.
Podía empezar de nuevo su vida.
Por eso no debería haber pasado las noches en vela pensando en Andreas, en que si se hubiera quedado en palacio, quizá él dormiría con ella una vez cada dos semanas. Y quizá eso fuera suficiente.
Pensando que había sido una locura volver a Australia.
Intentó convencerse de que sería mejor cuando llegara Deefer, pero sabía que no sería así. Llevaba años enamorada de Andreas y las últimas semanas habían hecho que el amor que sentía por él se convirtiera en un dolor que la desgarraba por dentro.
Una semana después de haber llegado a Munwannay, recibió una llamada suya. Acababa de entrar por la puerta al final de la jornada cuando vio aparecer a Honey con el teléfono en la mano y una luminosa sonrisa en los labios.
– Es su marido -anunció como si fuera lo más normal del mundo.
Pero «su marido» la llamaba desde donde él vivía a donde vivía ella. No era normal en absoluto.
– Ho… hola -dijo y se hizo un largo silencio al otro lado de la línea, tan largo que pensó que se había cortado la conexión.
– Hola -respondió él por fin, con voz cansada-. ¿Qué tal va todo?
– Bien… estupendo -era difícil mantener la calma-. Has contratado unos empleados fantásticos -lo dijo con total sinceridad-. No sé cómo los has encontrado.
– Se me da bien encontrar gente fantástica-aseguró con una especie de gruñido-. Como mi esposa, por ejemplo.
– Calla -le suplicó al tiempo que se recordaba a sí misma que aquello no era real. Él pertenecía a otro mundo-. Andreas, el dinero… Es demasiado.
– Espero que sea suficiente hasta que la granja esté en marcha y dé beneficios. Bluey dice que no vas a tener ningún problema para conseguirlo. Pero si necesitas más, dímelo.
– No puedes darme tanto.
Eres la madre de mi hijo. Además, yo adoro Munwannay tanto como tú y quiero que recupere su esplendor. Puedo darte lo que me plazca y tú lo aceptarás.
– Ay, tu arrogancia -dijo sin pararse a pensar.
– Veo que sigues tan irrespetuosa como siempre -replicó él con menos tensión.
– ¿Quién, yo?
– Sí, tú -dijo él con voz de estar sonriendo-. Mi princesa australiana. Mi Cenicienta.
– Yo no soy tu nada, Andreas -le recordó suavemente y oyó cómo desaparecía la sonrisa.
– No.
– ¿Sigues a la caza del diamante?
– Holly, eso tiene que quedar entre tú y yo. Si se supiera…
– Estoy hablando contigo en la línea de alta seguridad que tú mismo mandaste instalar -era absurdo, un príncipe llamándola Cenicienta, líneas de seguridad y dinero de sobra.
– Holly… -dijo de pronto, con voz más seria-, ¿eres feliz?
La pregunta la agarró desprevenida.
– Claro que no -respondió instintivamente.
– ¿Por qué no?
«Porque te amo, estúpido», pensó, pero no podía decirle eso.
– Echo de menos a Deefer -dijo finalmente. -¿Cuándo puedes ir a recogerlo?
– Dentro de tres semanas, pero es justo el día que llega el ganado que he comprado, así que el pobre tendrá que estar allí un día más hasta que pueda ir a recogerlo. Sé que es una tontería, pero me disgusté mucho al ver que coincidía.
– Encárgale a alguien que vaya a buscarlo.
– No pienso encargar a nadie que va a recoger a mi pobre Deefer -declaró tajantemente-. Bueno… ¿querías algo más?
– ¿Puedo hablar con Bluey?
– ¿Quieres controlarme?
– Sí -admitió-. Me preocupo por ti y he oído que estás trabajando demasiado.
– Tú también debes de estar haciéndolo, porque pareces muy cansado, pero supongo que no puedo hablar con tus ayudantes para que me informen.
– Yo no…
– ¿Cuánto dormiste anoche?
– Eso no es…
– Asunto mío -terminó ella la frase-. No, porque no soy tu mujer, Andreas, y tú no eres mi marido. Así que deja de controlarme. Gracias por todo lo que has hecho por la granja, pero, si no quieres nada más, adiós.
Andreas colgó el teléfono y se quedó allí de pie, con la mirada perdida. Y fue así como lo encontró Sebastian unos segundos después.
– ¿Qué ocurre? ¿Algún problema? El diamante…
– No hay ningún problema -respondió Andreas tan pronto como pudo reaccionar a las emociones que le había provocado la llamada-. Mañana salgo para España.
– Sé que estás haciendo todo lo que puedes -reconoció Sebastian, e incluso le puso la mano en el hombro, un gesto muy poco habitual en él-. Tienes muy mal aspecto, hermano
– He mandado a mi mujer a Australia.
– No fue idea mía -le recordó Sebastian-. De hecho, creo recordar que traté de prohibirlo. A la gente no le ha gustado que os separarais tan pronto.
– Entonces dime que puedo irme con ella.
– Tráela aquí -le sugirió-. Aquí te necesitamos. Las próximas semanas son fundamentales para la estabilidad del país.
– ¿Y después de eso?
– Eres el tercero en la línea de sucesión al trono. Somos tu familia, Andreas y, te guste o no, tienes obligaciones.
– Y mientras Alex de luna de miel.
– Volverá pronto. Él sabe bien cuál es su lugar. -E incluso le gusta.
– No estarás pensando…
– Claro que estoy pensando -replicó Andreas, apartándose de su hermano-. Estoy pensando tanto que me duele la cabeza. Tengo que descansar un poco -hizo una pausa y esbozó una sonrisa-. Hasta mi mujer dice que estoy cansado. Mi mujer.
– Es un matrimonio de conveniencia.
– Sí -dijo y cerró los ojos-. Un matrimonio de conveniencia. La familia… Dios, Sebastian, déjame vivir. Mañana, España. El deber me llama.
Después de la llamada, Holly se dio una ducha, comió algo y fue a sentarse bajo el gran eucalipto de Munwannay, junto a la tumba de su hijo. Cerró los ojos y dejó que el dolor la inundara con tanta fuerza que por un momento creyó que no podría soportarlo.
– No tengo alternativa -dijo al pequeño enterrado allí-. Amo este lugar, es mi casa… Tu casa está donde esté tu marido -se corrigió a sí misma-. Pero él no me necesita, incluso le pareció bien que viniera aquí… Será mejor cuando venga Deefer.
Nadie le dio la razón. Su hijo no estaba y su marido se hallaba en el otro extremo del mundo. Estaba sola.
Las primeras cabezas de ganado llegaron el día que acababa la cuarentena de Deefer. Por mucho que deseara ir a buscar al cachorro, Bluey y ella debían estar en la granja para comprobar que los animales que llegaban eran los que ella había elegido y pagado.
El trabajo comenzó al amanecer y pasó todo el día trabajando sin parar; verificando la documentación, dando órdenes, etc. Pensaba que si trabajaba sin parar, conseguiría dejar de pensar en Andreas. Y al día siguiente tendría a Deefer a su lado.
Entonces ¿por qué se sentía tan vacía?
Era ya de noche cuando se marcharon los últimos camiones después de descargar. Bluey estaba tan agotado como ella, así que se retiró a su habitación, seguido de Rocket. Holly los vio alejarse desde el porche.
– ¿Quieres comer algo más, querida? -le preguntó Honey cuando vio que se había terminado el sándwich que le había preparado.
– No, gracias. Creo que voy a darme un baño y a meterme en la cama.
– A lo mejor deberías cambiar de opinión -le sugirió al tiempo que miraba el reloj-. Vas a tener visita.
– ¿Quién?
– Llamó antes y me pidió que me asegurara de que estarías en casa. ¿Crees que querrá comer algo?
– Pero ¿quién?
– ¿Quién crees? -le preguntó con una enorme sonrisa-. Menuda esposa estás hecha.
Era él; por supuesto que era él. El helicóptero aterrizó en la pradera pocos minutos después, en el mismo sitio en que lo había hecho aquel día, cuando los matones de Sebastian habían ido a buscarla. Georgios salió el primero, pero después no aparecieron los otros tres hombres… sino Andreas.
Y en sus brazos…
Deefer.
– Deefer -susurró Holly como si el perro fuera más importante que el hombre que lo llevaba.
Andreas lo dejó en el suelo para que pudiera salir corriendo hacia ella. Holly lo estrechó en sus brazos y se habría echado a llorar de alegría si no hubiera visto que Andreas iba directo hacia ella. Antes de que se diera cuenta, la había tomado en sus brazos.
– ¿Qué…? ¿Qué…?
– Dijiste que no podías ir a buscar a Deefer -dijo él y le sonrió con tanta ternura que algo se derritió en el interior de Holly.
Esa mirada…
Tenía que controlarse. Seguro que sólo era una visita fugaz. No podía permitirse ablandarse de ese modo.
– Lo habías planeado todo.
– Esperaba poder hacerlo, pero no podía estar seguro porque acabo de llegar de Francia.
Así que seguía con su misión y volvería a irse enseguida… Sólo estaba allí para asegurar a sus súbditos que seguían casados. Apenas podía hablar. ¿Cómo iba a poder soportar que fuera y viniera a su antojo?
– ¿Cuánto… cuánto tiempo te quedarás? -susurró, apretando la cara contra su pecho.
Andreas se echó a reír y se apartó de ella sólo lo justo para mirarla a los ojos. Y lo hizo de un modo que Holly no había visto nunca antes.
¿Con certeza? Sin duda era todo un príncipe, más allá del apellido; lo llevaba en la sangre.
– Me quedo todo el tiempo que tú quieras -le dijo.
Holly tuvo la sensación de que se le detenía el corazón dentro del pecho.
¿Qué?
– Me quedo contigo, mi amor -repitió y se inclinó a besarla con increíble ternura.
Debía de haberlo entendido mal, pero no podía preguntárselo porque estaban besándose y apenas podía pensar.
Las protestas de Deefer los obligaron a separarse. Andreas seguía sonriendo. Holly dejó en el suelo a Deefer, que echó a correr instintivamente hacia Rocket.
– ¿Estará a salvo? -preguntó Andreas.
– Sí, Rocket es muy bueno -y lo demostró enseguida, cuando el cachorro se le tiró encima y tuvo que aguantar estoicamente.
– Hay que educar a Deefer en el respeto hacia sus mayores -bromeó Andreas-. Mañana le daré la primera lección.
– ¿Vas a estar aquí mañana?
– Sí -respondió sin titubear, y volvió a besarla.
– Tenemos espectadores -advirtió Holly, consciente de que Honey podía verlos desde la cocina, y seguramente también Bluey.
– Entonces démosles un buen espectáculo -sugirió él, y volvió a besarla.
Esa vez ella lo interrumpió para exigirle una explicación.
– ¿Cómo has podido venir… y cómo piensas quedarte?
– Estoy salvando a mi país -aseguró-. Como servidor de la patria, es lo único que podía hacer.
– Estás loco. ¿Podrías explicármelo bien, por favor?
– Muy sencillo -dijo y sonrió de nuevo, una de esas sonrisas que Holly adoraba-. Tuviste mucho éxito entre el pueblo y se levantó mucho alboroto con tu marcha.
– No te creo.
– Pues es cierto -respondió con más seriedad-. Sebastian sugirió que tenías que volver.
– ¿Para que me cortaran las alas?
– Eso le dije yo… No quería verte con las alas cortadas.
– Entonces…
– Sebastian no dejaba de decirme que tenía que pensar en mi familia y ponerla por encima de todo. Y de pronto se me ocurrió…
– ¿El qué? -Holly ya no podía más de impaciencia.
– Pues que tú eres mi familia -dijo y recuperó la sonrisa-. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero de repente lo vi con total claridad. Holly, tú eres mi mujer y vives aquí, un lugar que adoro y en el que quiero trabajar. Mi hijo está enterrado aquí y mi perro esperaba a que alguien fuera a recogerlo. Si el pueblo quiere un cuento de hadas, ¿qué mejor historia de amor que ésta en la que tú rescatas al príncipe y vivimos juntos para siempre?
Apenas podía respirar y mucho menos hablar.
– ¿Dejarías Aristo… por mí?
– Ya lo he hecho -afirmó-. No he abandonado mis obligaciones. La comisión de investigación ha concluido y yo he hecho todo lo que he podido en relación con el diamante, pero no me preguntes nada porque no puedo contártelo y además, ya no es importante para nosotros.
– Pero… tu madre… y Sebastian…
– Tendrán que entenderlo -dijo dulcemente-. Mi padre ha muerto y ellos tienen que replantearse qué es lo importante realmente. Mi madre ya ha dado algunos pasos. Mi camino está claro. Tengo una nueva familia. Tengo una esposa, un perro y una granja en Australia… y una isla fabulosa a la que podemos seguir yendo de vacaciones.
– Pero no puedes -dijo, confundida-. Eres el tercero en la línea de sucesión al trono.
– Ya no -volvió a abrazarla, apretándola con fuerza contra su cuerpo-. Lo expliqué muy claramente cuando me dirigí a todo el pueblo de Aristo por televisión hace un par de noches. Mi hermano está perfectamente capacitado para gobernar el país. Tiene a Alex a su lado y, lo que es más importante, también tiene a mis hermanas. Hasta ahora él no se había dado cuenta porque nos inculcaron que las mujeres debían estar relegadas a un segundo plano, pero sé que eso no está bien y se lo dije a Sebastian. Se lo he dicho a mi madre, a mis hermanas y a todo el país. Yo he hecho todo lo que estaba en mi mano, pero ahora es mi momento… nuestro momento -corrigió-. Este lugar es bastante grande, ¿crees que podrías compartirlo conmigo?
Holly no pudo aguantar el llanto por más tiempo, pero esa vez eran lágrimas de felicidad.
Su marido. Su amor.
– Creo que podremos hacer un hueco para ti -respondió con un susurro-. Si realmente quieres.
– ¿Cómo podría no querer? -la levantó del suelo y dio varias vueltas antes de volver a bajarla para besarla de nuevo-. Mi amor.
– ¿Entonces ya no soy princesa?
– Los títulos no se pierden aunque uno dimita o abdique. Sigues siendo princesa.
– Pero aquí nadie va a llamarte príncipe, ni Alteza. Sólo serás Rass, como te llamaban los empleados de la granja hace años.
– Rass…, me gusta.
– Dime… Rass, ¿crees que podríamos entrar a casa? -le susurró-. Todo el mundo nos mira.
– ¿Y qué quieres hacer que no quieres que te vean?
– Ven conmigo y averígualo.
Eran casi las dos de la mañana y Holly no podía dejar de dar vueltas en la cama. Le había ocurrido ya varias noches. Era una extraña sensación de inquietud, como si algo no fuera bien. ¿Cómo era posible? Estaba acurrucada en los brazos de su marido, desnuda junto al hombre al que amaba.
Estaba en donde quería pasar el resto de su vida y lo sabía con la misma certeza con la que había creído a Andreas cuando le había dicho que de vez en cuando tendría que volver a Aristo, pero que sería sólo de visita y siempre acompañado por ella, por su esposa.
Y sin embargo, seguía inquieta.
Finalmente se levantó de la cama, se puso una bata y fue a la cocina, donde seguía la compra que les había llegado aquella tarde y que nadie había tenido tiempo de colocar.
– ¿Dónde…?
Volvió al dormitorio diez minutos después y encontró a Andreas despierto, esperándola. Le tendió los brazos para que volviera a su lado, pero ella negó con la cabeza.
– Andreas, tengo algo que… Me gustaría ir a un lugar. ¿Podrías venir conmigo?
Él no preguntó nada, ni protestó; simplemente se levantó de la cama, se puso lo primero que encontró y la siguió. Deefer no se inmutó siquiera, había sido un día muy largo y dormía plácidamente.
Holly no dijo ni palabra mientras salían de la casa. Tenía el corazón a punto de estallar, no podía hablar. Agarró de la mano a su marido y lo llevó hasta el viejo eucalipto, donde descansaba Adam.
Se detuvieron junto a la tumba. Andreas la observó detenidamente, luego se agachó para tocar la lápida. Recorrió las letras con el dedo. Había luna llena y se leía perfectamente lo que estaba grabado en la piedra.
Adam Andreas Cavanagh. Su pequeño, al que había querido con todo su corazón.
– Mi hijo -susurró por fin Andreas y su voz estaba empapada de dolor.
– Adam fue una bendición -dijo Holly, arrodillándose a su lado-. Una preciosidad. Mañana te enseñaré unas fotos suyas. Era exacto a ti.
– Cuánto me habría gustado…
– No importa -le dijo y le tomó la cara entre las manos para besarlo. El dolor que había sentido ella todos esos años se reflejaba ahora en el rostro de Andreas, un dolor compartido-. Andreas… ¿te acuerdas hace años cuando hicimos el amor? ¿Te acuerdas que tomamos precauciones?
– Pero es obvio que no funcionaron.
– Es cierto.
Debió de percibir algo en su voz porque volvió a mirarla con gesto desconcertado.
– ¿Qué… qué intentas decirme?
– Ya demostramos una vez que somos una pareja muy ardiente -susurró-. Somos todo un desafío para los preservativos. Nosotros y nuestros hijos.
– Nuestros hijos.
– Perdimos a Adam -dijo mirando de nuevo a la tumba-. Pero siempre estará con nosotros. Y dentro de ocho meses…
– Estás embarazada -adivinó por fin-. ¡Estás embarazada!
Su reacción no dejó lugar a dudas, la alegría inundó su rostro.
– ¿Vamos a tener un hijo?
– No sabía cómo decírtelo. No estaba segura, así que al hacer el pedido de la compra, encargué una prueba de embarazo.
– ¿Entonces está confirmado?
– Sí -respondió con una sonrisa, y esperó a que él la abrazara.
Pero no lo hizo. Fue como si fuera demasiada alegría que asimilar. Se volvió lentamente hacia la tumba y volvió a tocar la lápida con una ternura que hizo que a Holly se le llenaran los ojos de lágrimas.
– No estuve aquí cuando los dos me necesitasteis -comenzó a decir-. Pero prometo que estaré siempre de hoy en adelante. Y tú, hijo mío, siempre serás parte de esta familia.
Holly ya no podía más. Estaba llorando a todo llorar y no le importaba que las lágrimas le empaparan el rostro porque ya no lo consideraba un signo de debilidad. También veía el brillo de las lágrimas en los ojos de Andreas.
«Somos un par de llorones,» pensó.
Entonces Andreas sonrió y la tomó en sus brazos. No era ningún llorón, era su príncipe. Su hombre.
– Mi familia -susurró él-. Mi maravillosa esposa cautiva, que ya no está cautiva, sino que me ha atrapado a mí con su amor. Para siempre.
La tumbó sobre el lecho de hojas de eucalipto y la besó de nuevo. Y luego, ya de vuelta en la casa, la amó durante toda la noche… y el resto de sus vidas.