Capitulo 2

Pasaron cuatro días antes de que Andreas pudiera marcharse. La investigación sobre corrupción estaba siendo muy intensa y, como jefe del comité de investigación, tuvo que dedicarse prácticamente de lleno a resolver todos los asuntos oscuros de los círculos oficiales mientras intentaba encontrar un momento para poder ir a Eueilos.

Andreas pensó que quizá a Holly le hiciera hien tener tiempo para calmarse, pero sólo él sabía lo difícil que le resultó concentrarse en lo que lo tenía ocupado. Cuando por fin pudo abandonar todo aquello, lo hizo con una sensación de alivio… pero también de aprensión.

La isla de Eueilos era un paraje idílico que su padre, el rey Aegeus, le había regalado al alcanzar la mayoría de edad y que desde hacía ya mucho tiempo era su refugio. Ya desde niño había mostrado cierta aversión a la pompa y el lujo de la realeza; estaba atrapado en una red de la que no podía escapar por haber nacido en aquella familia, pero Eueilos era su lugar, sólo suyo. A su mujer nunca le había gustado, Christina prefería las luces de la ciudad, aunque incluso la capital de Aristo era demasiado tranquila, así que él siempre había tenido la libertad de hacer lo que quisiera en su isla.

Allí había construido un pabellón inspirado en las tiendas del desierto que utilizaban sus primos en la vecina Calista. Desde lejos parecía un conjunto de toldos unidos en círculo, pero a medida que uno iba acercándose se daba cuenta de que las «tiendas» en realidad estaban hechas de paneles de madera encalados. Las paredes podían retirarse de manera que el pabellón entero quedara abierto a la brisa del mar. En el centro había una enorme piscina, lo bastante grande como para considerarla una laguna. Las playas de la isla tenían una maravillosa arena dorada, por lo que la piscina no era más que un lujo para cuando daba pereza acercarse hasta el mar.

Andreas iba a allí tanto como podía, para huir de la atención pública. Los únicos empleados que lo acompañaban durante sus estancias en Eueilos eran un discreto y fiel matrimonio.

Aquel lugar lo fascinaba igual que en otro tiempo lo había fascinado el hogar de Holly, pensó mientras aterrizaba el avión. Iba pilotando él mismo. Había sido Holly la que le había enseñado a volar y cada vez que lo hacía…

No. No pensaba en ella. Dios, se había casado y divorciado, habían ocurrido muchas cosas desde que se había separado de Holly.

Y ahora estaba a punto de verla de nuevo.

Se llevó la mano a la mejilla al recordar las dos bofetadas que le había dado. ¿Estaría más tranquila?

Esperaba que así fuera para que pudiera contestar a sus preguntas. No tendría más opción. Él no se movería de allí hasta que tuviera todas las respuestas que necesitaba. ¿Y hasta haber hecho caso a la sugerencia de Sebastian?

Sophia, el ama de llaves, acudió a recibirlo a la entrada del pabellón. Sin duda había estado haciendo dulces porque el olor a baklavás lo inundaba todo. Sophia había sido su niñera hasta los diez años y cuando su padre le había regalado la isla, bahía ido a buscarla; desde entonces su marido, Nikos, y ella eran los encargados de aquel lugar, donde su agradable presencia conseguía siempre que a Andreas le parecieran menos importantes sus preocupaciones.

– No está -le dijo Sophia.

– ¿Qué?

– Está en la playa del extremo norte de la isla -explicó Sophia, observándolo-. Es el punto más dejado de la casa. Georgios le dijo que ibas a venir. Me ha pedido que te dijera que no te molestes a menos que tengas intención de ofrecerle una manera de volver a casa -Sophia frunció el ceño-. Esta mujer… Holly está muy enfadada.

– No tanto como yo -contestó Andreas con tristeza.

– Yo no te crié para que te vengaras de las mujeres.

Sophia cruzó los brazos sobre el pecho y le lanzó una mirada hostil. Era mucho más baja que Andreas, pero le pegaría un buen tirón de orejas si lo consideraba necesario. Sophia era la única persona en el mundo que no lo trataba como un príncipe, más bien lo trataba como a un niño, un niño al que mimaba y al que reprendía también cuando creía que debía hacerlo.

– Es una buena chica -añadió Sophia, sin ablandar su tono de voz-. Y está asustada. Ya le he dicho que no tiene nada que temer mientras yo esté en la isla. No sé para qué la has traído aquí, pero como la toques, tendrás que responder ante mí.

– No le voy a hacer, ningún daño.

– Eso ya lo has hecho. Tiene marcas en las muñecas.

– No fui yo.

– Fue Georgios, así que es lo mismo.

– No lo es.

– No me cuentes historias -dijo, y acto seguido lo apuntó con el dedo-. Ve a verla y trátala bien. Hasta que soluciones las cosas con Holly, no habrá baklavás para ti. Le he dejado un bañador; por cierto, se ha puesto aún más furiosa cuando ha visto la colección de, trajes de baño femeninos que tienes. Vas a tener que esforzarte mucho para hacer las paces con ella.

Cruzó la isla caminando para ir en su busca. Podría haber ido en uno de los todoterrenos, pero lo cierto era que necesitaba tiempo para pensar, para decidir cómo debía actuar.

Tenía la sensación de que, desde que había recibido las primeras noticias sobre Holly, se había movido con el piloto automático. Se había concentrado en obtener respuestas lo antes posible, y ahora comprendía que tenía que ser más cauto. Sophia tenía razón. De nada serviría que Holly estiviese histérica, como el último día.

Dios, a él también le costaba mucho mantener a calma. Aún resonaban en su cabeza las palabras del reportero:

– ¿Sabía que en la propiedad hay una tumba de un niño? La lápida dice «Adam Andreas Cavanagh. Fallecido el 7 de octubre de 2000, a las siete semanas y dos días. Hijo adorado de Holly. Un pequeño ángel al que amé con todo mi corazón».

Adam Andreas Cavanagh. Aquel nombre, y lo que había sugerido el reportero, le había provocado un dolor que jamás se habría creído capaz de sentir. Había intuido la verdad desde el principio, incluso antes de calcular si encajaban las fechas.

Porque recordaba cuando ella le había dicho:

– ¿El reino de Adamas? Me encanta. Adam es un nombre con mucha fuerza. Si alguna vez tengo hijo, me gustaría que se llamara Adam.

Se lo había dicho mientras estaban tumbados sobre un magnífico lecho de césped que había surgido milagrosamente después de las lluvias. Aquel día habían hecho el amor por última vez en un lecho de hierba y flores silvestres. Holly se había abrazado a él con pasión, había hablado de un hipotético hijo y luego él se había marchado continuar con su vida.

Sin saber que dejaba atrás a… Adam Andreas Cavanagh. No tenía la menor duda de que las suposiciones del investigador eran ciertas, tenían que serlo porque Holly era virgen cuando se conocieron. Tenían que ser ciertas…

Pero si era así, era un desastre.

– Le debí causar mucha impresión si decidió ponerle a su hijo uno de mis nombres -había bromeado con el periodista para intentar desviar sus sospechas, pero no estaba seguro de que hubiera servido de nada.

Después de los escándalos que estaban sacudiendo a la familia real, cualquier cosa podría ocasionar un verdadero caos. La prensa lo sabía y andaban como sabuesos a la caza de la presa.

Problemas, eso era lo que significaba la presencia de Holly, especialmente si se ponía a gritar como la última vez. ¿Acaso no se daba cuenta de que podría hacer caer del trono a su familia?

Al dar la vuelta a una duna de arena se encontró con la playa que le había indicado Sophia… y con Holly. Estaba tumbada sobre la arena a menos de diez metros de él. Llevaba la parte de abajo de un diminuto bikini color carmín. Y nada más. Estaba tumbada boca abajo, pero apoyada sobre los codos, leyendo, así que Andreas podía ver la generosa curva de sus pechos. Los rizos rubios del cabello le caían sobre los hombros; había estado nadando y aún tenía el pelo mojado. Parecía… libre, pensó Andreas de pronto; una libertad que él nunca podría tener. Además, estaba increíblemente bella El nudo de rabia y tensión que llevaba semanas oprimiéndole el pecho se deshizo de repente, así de simple. En su lugar apareció una sensación intensa que tuvo que hacer un esfuerzo para acordardarse donde estaba. Holly no lo había visto podría acercarse a ella y tumbarse a su lado,vtocar su cuerpo como lo había hecho años atrás.

Claro. Estaba allí para evitar que surgieran rumores que pudieran hacer daño a la Corona, no para provocar más.

– Vamos Andreas, sé sensato -se dijo a sí mismo con una especie de rugido.

Ella debió de oírlo porque justo entonces levantó la vista y se incorporó rápidamente para ponerse la parte de arriba del biquini, pero él ya lo había visto todo.

Tenía casi diez años más que la última vez. Su cuerpo era ahora el de una mujer. Un cuerpo sensual y curvilíneo que podría volver loco a un hombre…

– ¿Qué haces ahí? -preguntó ella, interrumpiendo sus pensamientos.

– Soy el dueño de la isla -respondió Andreas mientras ella se envolvía en una toalla como si le fuera la vida en ello. No dijo nada, así que él continó hablando-. Tengo que hablar contigo, por eso te he traído aquí.

– Podrías haberme llamado por teléfono. No estamos en la Edad Media.

– No -admitió Andreas-. Pero los teléfonos están pinchados.

– ¿Los tuyos?

– Los tuyos.

– ¿Por qué iba nadie a intervenir mi teléfono? -preguntó con incredulidad.

– Porque el país entero quiere saber lo que hubo entre nosotros -hizo una breve pausa-. Volvamos a la casa.

– Si quieres llevarme, a rastras y gritando.

– Holly, coopera un poco.

– Dame una buena razón para hacerlo.

– ¡Me lo debes! -exclamó con una pasión que hizo que ella abriera mucho los ojos-. Tengo que saber la verdad.

– Yo no te debo nada -murmuró ella.

– Tuviste un hijo mío.

Lo dijo con tal certeza que la hirió, Andreas vio el dolor en su rostro. Aflojó los dedos con los que se aferraba a la toalla y la dejó caer. Fue como si de repente ya no tuviera nada que proteger.

– Sí -susurró y lo miró a los ojos con firmeza, sin pedir disculpas, más bien desafiándolo.

– No me lo dijiste -la furia que se había apoderado de sus actos en las últimas semanas parecía haberse debilitado.

– No.

Holly no dijo nada más. Él tampoco. Por un momento se quedaron en completo silencio, sólo se oía el ruido del mar. Nada los distraía de aquella horrible realidad que compartían.

– Tenía derecho a saberlo -dijo él por fin.

– El mismo derecho que tenía yo a recibir las cartas que dijiste que me escribirías -respondió Holly con furia renovada-. Ni una llamada de teléfono, Andreas. Nada. Una sola nota de agradecimiento para mis padres, escrita por algún secretario con el membrete de la Casa Real…, eso fue todo.

– Sabes que no podía…

– ¿Continuar con la relación? Claro que lo sabía. Ya estabas prometido cuando llegaste a Australia, pero éramos dos críos. Yo era una adolescente, Andreas. Nunca había tenido novio. No tenías derecho a aprovecharte…

– ¡No fue así! Lo nuestro fue mutuo.

Hubo una breve pausa en la que Andreas creyó ver un atisbo de sonrisa.

– Pero yo seguía siendo una niña.

Ése era el problema. Andreas lo sabía, ambos lo sabían. Ella tenía diecisiete años, no dieciocho. Eso lo cambiaba todo.

– ¿Sabías que estabas embarazada cuando me fuí? -preguntó, tratando de concentrarse en el aspecto personal de lo ocurrido, no en el político ni el legal.

– Sí -dijo, y cerró los ojos.

– Entonces aquella última vez.

– No estaba segura -se apresuró a matizar-. Allí no es fácil comprar un test de embarazo, pero tenía mis sospechas.

– Entonces ¿por qué…?

– Porque estabas prometido -le recordó pronunciando cada sílaba como si hablara con un niño-. Andreas, no quiero hablar de esto. Dime, ¿qué habrías hecho si hubieras descubierto que estaba embarazada?

– Casarme contigo.

Lo dijo con tanta seguridad que la hizo parpadear, pero luego esbozó una triste sonrisa y negó con la cabeza.

– No. Es una fantasía. Hablamos sobre eso, ¿te acuerdas? Corregido y escaneado por Consuelo Dijimos que nos queríamos mucho y que queríamos estar juntos para siempre, que tú me llevarías a Aristo y me convertiría en princesa. Que mis padres podrían arreglárselas sin mí y tu padre acabaría perdonándote. El problema es que ya había una princesa, Andreas. Christina te esperaba y se suponía que tu matrimonio con ella serviría para fortalecer las relaciones internacionales. Hablabas de desobedecer a tu padre, pero jamás dijiste que pudieras romper el compromiso con Christina.

– Nos habían prometido desde niños -se defendió, aunque sabía que era un argumento muy endeble.

Lo había sido entonces y seguía siéndolo. Holly nunca había entendido cómo funcionaban aquellos matrimonios; no comprendía que Christina, que era cinco años mayor que él, había sido educada desde niña para convertirse en su esposa. Jamás habría mirado a otro hombre. Si le hubiera dicho a los veinticinco años que no tenía intención de casarse con ella, la habría destrozado y además habría provocado un cataclismo político.

Andreas tenía una obligación que cumplir,siempre lo había sabido. Y Holly lo sabía también.

La vio estremecerse y, antes que tuviera tiempo de hacerlo ella, Andreas le echó la toalla por a de los hombros.

– El sol me está quemando -volvió a estremecerse cuando sus dedos la rozaron-. Necesito volver a la casa. ¿Eso es todo lo que quieres decirme? Bueno, pues ya lo has dicho. ¿Puedes pedir que vuelvan a llevarme a Australia?

– No, no puedo.

– ¿Por qué no? -se apartó de él y se dio media vuelta.

¿Estaba dándole la espalda? Podría hacer que la metieran en la cárcel por insubordinación.

Pero ya había empezado a caminar en dirección a la casa. Andreas la observó y pensó que parecía cansada. No debería estar cansada después del tiempo que había tenido para descansar.

Se fijó en que tenía una larga cicatriz en la parte posterior de la pierna. Esa cicatriz no estaba allí diez años atrás.

Ya no era la chica de la que se había enamorado. Claro que tampoco aquella chica habría temido que la acusaran de insubordinación. Había cosas que no cambiaban. Como ella no parecía dispuesta a esperarlo, Andreas echó a andar a grandes zancadas y no tardó en alcanzarla.

– ¿Qué te pasó en la pierna?

– No tengo por qué…

– ¿Decírmelo? No, claro que no, pero me gustaría saberlo. Es una cicatriz muy grande y no me gusta pensar que hayan podido hacerte daño.

Holly le lanzó una mirada que casi daba miedo.

– ¿Crees que un corte en la pierna puede hacerme daño? No tienes ni idea de lo que realmente hace daño, Andreas Karedes. Y no utilices tus encantos de príncipe conmigo -espetó-. Soy completamente inmune.

– ¿De verdad? -dijo él sonriendo.

Ella se quedó boquiabierta un segundo y luego giró la cabeza deliberadamente para mirar hacia delante.

– Déjame. Ya me sedujiste una vez, así que si crees que vas a hacerlo de nuevo…

– Sólo te he preguntado qué te había pasado en la pierna. No creo que pueda considerarse una maniobra de seducción.

– Me corté poniendo una alambrada.

– Tu padre nunca te habría permitido colocar alambradas.

– No cuando tú estabas allí -respondió Holly-. Pero hay muchas cosas que no sucedían cuando tú estabas.

– No comprendo.

Holly se volvió a mirarlo, tenía las mejillas sonrojadas.

– Estábamos arruinados -dijo entre dientes-. Yo no lo sabía. Ni yo ni nadie. Mi padre se lo ocultó a todo el mundo. Ya sabes que mi madre era pariente lejana de la realeza europea, y lo cierto es que siempre le gustaron los lujos. Y mi padre lo permitía. Creían que todo se arreglaría, no era así y ellos seguían gastando de todos modos. Mi padre no dejaba de endeudarse.

– Pero si era rico -recordó Andreas, atónito.

– No, no lo era -aseguró ella-. Así que cuando cumplí los diecisiete años idearon un estúpido plan para casarme con algún millonario. Mi madre se puso en contacto con todas las casas reales Europa, con todos los millonarios que pudo y ofreció una estancia en nuestra casa para algún heredero antes de hacer frente a sus obligaciones.

– Tú fuiste el primero que vino.

– Pero había dinero…

– Sólo era una fachada. Hasta que tú llegaste, estudiaba en casa porque no podían permitirse mandarme a un internado, y siempre trabajaba en la granja, pero mientras tú estuviste allí me relevaron de mis obligaciones y de pronto me convertí en una dama. Tenía todo el tiempo del mundo para pasarlo contigo si lo deseaba. Y, por supuesto se me subió a la cabeza. Por primera vez en mi vida, era libre y mis padres no hacían más que empujarme a tus brazos. Pero entonces me quedé embarazada, tú te fuiste y se derrumbó el castillo

de naipes. Mi padre tenía un sinfín de deudas. Mi madre se fue y yo me quedé allí. Embarazada. Desesperada. Y locamente enamorada, por cierto.

– Enamorada -repitió él suavemente, pero ella respondió con una mirada burlona.

– Olvídate de eso. ¿No quieres saber la historia? Pues te la estoy contando -las palabras salían de su boca como un torrente, como si tratara de acabar con aquello cuanto antes-. No te dije que estaba embarazada, ni siquiera cuando mis padres… No, no iba a permitir que te obligaran a casarte conmigo. Así que tuve el bebé y su llegada me cambió el mundo. Lo quería con todo mi corazón -le tembló la voz, pero se obligó a continuar-. Pero… cuando tenía casi dos meses enfermó de meningitis y murió. Eso es todo. Fin de la historia -cerró los ojos durante una décima de segundo y luego volvió a abrirlos. Era casi el fin de la historia, de la parte más dura-. Conseguí un título universitario a distancia para poder enseñar y comencé a trabajar para la Escuela del Aire, como siempre había soñado. Durante años ése fue el único dinero que entró en la casa. Mi padre estaba incapacitado por depresión, pero no quería ni oír hablar de vender la granja y yo no podía abandonarlo. Murió hace seis meses. Puse la propiedad a la venta, pero está en muy mal estado, así que no he podido venderla. Iba a marcharme de allí cuando se presentaron tus matones. ¿Qué piensas hacer ahora conmigo, Andreas? ¿Vas a seguir castigándome? Créeme, ya he tenido suficiente castigo. Perdí a mi pequeño Adam.

Un sollozo la dejó sin palabras, había rabia en su mirada, rabia hacia él, hacia el mundo entero. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

Andreas se acercó a ella, pero inmediatamente Holly dio un paso atrás.

– !No!

– Lo llamaste Adam -le dijo.

No quería hacerla sufrir, pero sabía que quizá a fuera su única oportunidad de encontrar respuestas a sus preguntas. Ahora que estaba completamente indefensa…

– Adam Andreas -murmuró-. Por su padre. Se parecía mucho a ti. Tendrías que haberlo visto… sabes cuánto me habría gustado que vieras… -volvió a temblarle la voz y de pronto ya no pudo más.

Andreas se acercó de nuevo y la agarró por los hombros. Ella se derrumbó y Andreas la abrazó sin importarle si quería o no.

Simplemente la estrechó en sus brazos.

Estaba rígida, pero sentía sus sollozos.

– No… no.

– Tranquila, Holly -le susurró mientras la abrazaba y apoyaba la cara en sus suaves rizos-. Desahógate.

Por un momento pensó que no aceptaría el consuelo, pero de pronto sintió que su cuerpo se aflojaba y desaparecía la tensión. Se acurrucó contra él y siguió llorando.

Debieron de ser treinta segundos como máximo Andreas la abrazaba mientras corrían por sus venas las más primarias emociones; sentía deseo, posesividad y la necesidad de protegerla. Pero entonces ella volvió a tensarse y se apartó. Una mujer como Holly no se dejaba llevar por el llanto tan fácilmente. Recordó entonces cómo se había negado a llorar cuando él se había marchado de Australia. Había visto el brillo de las lágrimas en sus ojos, pero luego los había cerrado y se había contenido.

Lo mismo hacía ahora. Cuando volvió a mirarlo, en sus ojos había una expresión fría y desafiante.

– No tienes ningún derecho a hacerme sentir así.

– Tenía derecho a conocer a mi hijo.

Aquellas palabras los sorprendieron a ambos. Las pronunció con tanta dureza que los dos supieron que era la más pura verdad. Holly lo miró fijamente durante un momento y luego le dio la espalda. Otra vez.

– Lo sé -dijo al tiempo que reanudaba la marcha hacia el pabellón-. Si no hubiera muerto, te lo habría acabado contando. Debería habértelo dicho desde el principio, pero tampoco intenté ocultarlo. Si te hubieras puesto en contacto conmigo… Sin embargo, no lo hiciste. Tienes que entenderlo. Todo se vino abajo a mi alrededor en cuanto tú te fuiste. Los acreedores de mi padre nos dejaron sin nada… incluso se llevaron a Merryweather -volvió a temblarle la voz, pero canalizó el dolor y la rabia dándole una patada a la arena.

– Tu caballo -murmuró Andreas, recordando aquella hermosa yegua que era casi una extensión del cuerpo de Holly.

– Eso fue lo de menos -dijo, recuperando el control con evidente esfuerzo-El problema es que mi madre se largó y mi padre comenzó a beber. Yo le oculté el embarazo hasta los seis meses de gestación, para entonces tú ya estabas casado y mi padre sabía que no había manera de salvar la grnja por mucho dinero que me dieras para la manutención del niño,así que no merecía la pena destrozar tu matrimonio.Les dije a mis padres que si intentaban chantajearte,nagaría que el niño era tuyo.Yo…era todo tan difícil que ni siquiera tenía tiempo para pensar en ti… Casi-admitió-Tenía que llevar la granja, evitar que mi padre acabara consigo mísmo y, bueno, quizá también estaba un poco deprimida.Me prometí a mí misma que escribiría después de que naciera el niño pero fué poco después cuando… cuando…

Dejó de andar pero no se giró hacía él.Respiró hondo y continuó hablando, pronunciando unas palabras que parecían desgarrarle el corazón.

– …Cuando murió Adam -dijo finalmente.

Andreas intentó imaginar cuánto debía de haber sufrido. La imaginó con un bebé en brazos, la muchacha salvaje de la que se había enamorado transformada en una mujer

La imaginó dándole de mamar,durmiendo junto al pequeño.

Las imágenes eran tan nítidas que casi parecía haberlo vivido. Holly, la madre de su hijo.

Todo sucedió muy rápido -siguió contando-. se despertó con fiebre y tuve que llamar al médico a las seis de la mañana. El servicio de urgencias llegó a las ocho, pero Adam murió de camino a la ciudad. Según dijeron era un caso tan grave que no habría cambiado nada aunque hubiéramos vivido justo al lado del hospital… no habría habido tiempo para que los antibióticos hicieran efecto.

– ¿Y tu madre…?

– En Europa. Como no quise reconocer que Adam era hijo tuyo, se olvidó de mí.

– Pero tu padre cuidó de ti, ¿verdad? -la idea de que hubiera tenido que hacer frente a la muerte del bebé ella sola le resultaba insoportable.

– ¿Estás de broma? Se había ido de juerga el día que se marchó mi madre y aún seguía borracho. Dios sabe dónde estaba el día que enterré al bebé, desde luego no estaba conmigo. Yo misma enterré a mi hijo y me las he arreglado sola desde entonces. Bueno, ¿eso es todo? No sé por qué me has traído aquí, Andreas, pero ya puedes dejarme marchar. Entre nosotros no queda nada excepto un bebé muerto. Deja que me vaya y olvídate de mí.

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