Capitulo 7

Tres días.

A Holly le parecía todo un poco apresurado, una locura, pero ése era el plan; antes de que acabara el día, abandonaría la isla, iría directamente al palacio y se casaría.

No había vuelto a ver a Andreas. Sólo había recibido una rápida llamada.

– Está todo organizado -le había dicho-. O lo estará para la boda. Tendremos una reunión con tus abogados y los míos para firmar los contratos. Sophia me ha dado tus medidas. Sólo tienes que venir.

– ¿Mis abogados?

– He contratado a los mejores -había asegurado, y Holly había percibido cierto humor ácido en su voz-. Créeme, son muy buenos. No te puedes ni imaginar la cantidad de detalles que nos están exigiendo.

– No creo que necesite…

– No sabes lo que necesitas. Y tampoco yo lo sé. Estamos haciendo todo lo que hay que hacer y yo estoy dando todas las garantías que se me ocurren -entonces había hecho una breve pausa-. ¿Qué tal está Deefer?

– Bi… bien, está muy bien -el cachorro estaba resultando ser un gran apoyo. Si no lo hubiera tenido, se habría vuelto loca, allí sentada sin otra cosa que hacer que pensar en su inminente boda.

– No dejes que se te ponga la nariz más roja, ¿de acuerdo, preciosa? -le había dicho a continuación, en un tono más distendido-. No quedaría bien con las rosas con las que mi madre quiere decorar la capilla.

Después de eso había colgado y ella sólo había podido esperar a que pasara el tiempo sin volverse loca.

Por fin había llegado el día de la boda. Sophia entró en su habitación nada más amanecer, abrió las cortinas y sonrió.

– La novia que tiene un día de boda soleado es una novia feliz.

– Debéis de tener el país lleno de novias felices -respondió Holly, que estaba nerviosa y algo gruñona-. En este país siempre hace sol.

– Entonces sonríe -dijo Sophia-. El día de tu boda.

– No es una verdadera boda, ya lo sabes -respondió, malhumorada-. Sólo soy su esposa cautiva.

– Pues con la que no era cautiva… -comenzó a decir el ama de llaves con voz discreta-. Christina…, eso sí que fue un desastre. Quizá esta esposa cautiva es con la que debería haberse casado desde el primero momento -dejó de sonreír y fue junto a la cama-. Creo que mi Andreas encontró a la mujer de su vida hace diez años, sólo que no se dio cuenta.

– Eso es absurdo -susurró Holly, que cada vez estaba más aterrada-. Sabes que esto sólo es un matrimonio de conveniencia y que Andreas no quiere casarse.

– Sé que a Andreas lo educaron como se educa a un príncipe -dijo Sophia y le puso la mano en la mejilla a Holly, a modo de bendición-. Sabe bien cuáles son sus obligaciones. Pero también sé que tiene un corazón con sus propias necesidades. No dejes que el miedo te haga perder esta oportunidad. Y ahora… a la ducha -le ordenó amablemente-. Te he preparado la ropa que tienes que ponerte para el viaje. Habrá fotógrafos cuando llegues a Aristo; hoy te van a hacer fotos desde todos los ángulos posibles -la miró detenidamente-. Aún se te está pelando la nariz. ¿Qué novia de la realeza acude a su boda con la nariz pelada? Ay, Holly, Holly, ¿qué va a hacer Andreas contigo?

– ¿Casarse? -sugirió ella con un hilo de voz.

– Por supuesto. Y luego, ¿qué?

Sophia había escogido un impresionante traje de chaqueta rojo con unos zapatos de tacón de aguja a juego, pero no lo había sacado del armario; allí no había encontrado nada que considerase apropiado para su presentación en Aristo, y había hecho que Georgios le llevara aquel traje.

Estaba todo lo guapa que podía estar… sin contar la nariz pelada.

Andreas estaba esperándola. La familia real la esperaba. Todo el maldito país estaba esperándola.

Así empezó el día. En la isla todo fue bien; sólo tuvo que despedirse de Sophia y Nikos. El ama de llaves le dijo adiós con lágrimas en los ojos.

Holly también estaba a punto de llorar, pero no lo hizo hasta que se encontró sentada con Deefer en el helicóptero. Georgios era el piloto, pero no pensaba dirigirle la palabra por nada del mundo.

Abrazó a Deefer mientras veía cómo la hermosa isla de Andreas se hacía más y más pequeña. Y enseguida vio otra isla, Aristo, que se hacía más y más grande.

– ¿Quiere una copa antes de aterrizar? La encontrará en el armario que tiene a su izquierda -le dijo Georgios tímidamente.

– Preferiría ahogarme antes que aceptar algo que tú me ofrezcas, bruto secuestrador -respondió Holly con odio.

– Me limitaba a cumplir órdenes.

Bueno, pues ahora mis órdenes son que te acerques a mí lo menos posible.

Me temo que no va a ser posible. Me han nombrado su guardaespaldas.

Dios mío.

Va a tener que acostumbrarse a mí -dijo el piloto-. ¿Quiere una copa ahora?

– Me tienta -murmuró ella-. ¿Va a venir Andreas a recibirme?

– No lo verá hasta la boda -respondió Georgios, sorprendido-. Da mala suerte ver a la novia. Pero creo que va a acudir toda la familia real, excepto Andreas.

– Ay, Dios -susurró y cambió de idea-. Creo que me voy a tomar esa copa. Pero que sea pequeña. Y…

– ¿Sí, señora?

– Que sea algo fuerte.

Allí estaban. Todos en fila como si fuera el desfile de Navidad, sobre una alfombra roja para que sus reales pies no tuvieran que tocar algo tan ordinario como el asfalto.

Los reconoció a todos por las fotografías que había visto de ellos. Sebastian, el príncipe heredero, tan guapo como su hermano, con un aspecto seguro y severo. La reina Tia, elegante y serena,pero con un ápice de preocupación en la mirada.

Y quizá de dolor, se dijo Holly. Estaba sonriendo para las cámaras, pero miraba una y otra vez a su hijo mayor. Había tenido que afrontar la muerte de su esposo y el descubrimiento de que la había engañado y que había vendido, o quizá incluso regalado, el diamante que mantenía unido aquel país. Sin embargo, conseguía mantener una imagen de serenidad ante el público. Era evidente que tenía mucha experiencia.

Alex, el príncipe que había provisto a Andreas de aquel extravagante vestuario, no estaba allí. Se encontraba de luna de miel, según le había contado Sophia, algo que había supuesto un problema añadido para Andreas; había muchas cosas que hacer además de buscar el diamante, y toda la familia real estaba abrumada de trabajo.

Las que sí estaban eran las dos hermanas de Andreas. Las niñas mimadas, las había denominado Sophia. Kitty y Lissa. «No hay cosa que les guste más que escandalizar a la prensa», le había dicho el ama de llaves, pero al ver cómo la observaban ambas, Holly pensó que también iban a disfrutar mucho juzgándola a ella.

– La esperan -anunció Georgios.

– Necesito… a Andreas -parecía una niña asustada, pero no podía evitarlo.

– Estará esperándola en la capilla.

Estupendo.

Holly tragó saliva y apretó a Deefer contra sí. Y salió al encuentro de su futuro.

Entonces las cámaras se hicieron con todo el poder. Había tantos flashes que, cuando Holly pensaba en ese día, lo único que recordaba era fogonazos de luz blanca. Hubo un breve respiro cuando la llevaron ante los abogados, un grupo de hombres y mujeres muy serios que la asesoraron y quisieron asegurarse de que entendía perfectamente los términos del contrato que iba a firmar. Holly lo intentó.

La Corona no tendrá más responsabilidades.

Una vez se haya firmado el divorcio y el príncipe Andreas haya cumplido todas las condiciones del presente contrato, usted no podrá reclamarle más ayuda, ni económica ni de ninguna otra naturaleza.

Eso había quedado más que claro. Había accedido a participar en aquella boda, y luego seguiría adelante con su vida. Eso lo entendía, pero se sentía aturdida, como si la copa que había bebido la hubiera anestesiado.

Tenía que firmar aquel documento y confiar.

Después de la firma, alguien se llevó a Deefer.

– Cuidaremos bien de él y se lo devolveremos cuando todo esté más tranquilo, señora. Pero no puede estar con usted durante la boda.

La muchacha lo dijo bromeando, pero Holly pensó: «Nadie va a estar conmigo en la boda. Nadie».

Era hora de vestirse. Encaje, chifón, hilo de oro y volantes.

No hubo polisón, ni lazos. Holly se sentía como una marioneta a la que movían de un lado a otro. Había mujeres por todas partes, mujeres que la vestían, le arreglaban las uñas, la peinaban y la maquillaban. Para cada una de esas cosas había varias mujeres. Habría resultado gracioso si no se hubiera sentido tan incómoda.

Era como la esclava de un harén, a la que arreglaban y pintaban para el señor.

Y entonces llegó la hora. Las puertas se abrieron y aparecieron dos lacayos de librea que la esperaban para acompañarla a la capilla.

– ¿Holly?

Era Tia Karedes, la reina de Aristo. Iba muy elegante con un vestido con brocados en plata que debía de costar una fortuna.

– Estás preciosa, querida -le dijo con voz suave-. Me estaba preguntando si… ¿Te gustaría que Sebastian te acompañara al altar?

– ¿Sebastian?

– Según el protocolo, debería estar junto a Andreas -le explicó tímidamente-. Pero puesto que ha sido él el que ha ordenado este matrimonio, he pensado que lo menos que podía hacer era ofrecerte un brazo en el que apoyarte. Si no me equivoco, lo necesitas.

¿Lo necesitaba? Estaba en el centro de la habitación, rodeada de criados y se sentía tan lejos de su propia piel como si estuviera en el espacio exterior.

Tia le ofrecía un brazo en el que apoyarse para enfrentarse a aquella farsa de matrimonio… Sí, claro que lo necesitaba, tenía el valor bastante más bajo que los elegantes tacones que llevaba.

– Sí, por favor -susurró por fin-. Muchas gracias por ofrecérmelo. Me vendrá muy bien cualquier apoyo.

Llevaba tres días sin verla y había olvidado… o quizá nunca lo había sabido… que pudiera tener aquel aspecto.

Por supuesto que no sabía que pudiera tener ese aspecto. Parecía una verdadera princesa.

El vestido resaltaba con delicadeza la curva de sus pechos. No llevaba polisón, ni lazos; las costureras reales habían cumplido sus órdenes, pero aparte de eso, habían incluido todo tipo de detalles y fantasías propios de una novia de la realeza.

Fue como ver entrar a Cenicienta en el baile. Estaba tan bella que cortaba la respiración, tan bella como para cautivar a un príncipe…

Desde luego, Sebastian estaba completamente cautivado. Iba ataviado con el traje de gala, negro, carmín y oro, pues la ceremonia había sido planeada con el fin de arreglar todos los errores del pasado, para demostrar que la familia real no tenía nada de que avergonzarse. Al abrirse las puertas de la capilla, Sebastian había estado mirando a la muchacha que llevaba del brazo, pero después dirigió la mirada a su hermano, que esperaba junto al altar. «¿Qué estoy haciendo?», parecía decirle con la mirada. «¿Por qué estoy entregándote esta belleza?».

Andreas tuvo que respirar hondo para no ir directo a su hermano y darle un puñetazo. Si se le ocurría tocarla…

Sabía que Sebastian sólo intentaba hacer lo correcto. ¿Qué demonios le pasaba? Lo que ocurría era que no quería que Holly tuviera nada que ver con Sebastian, no quería que tuviera nada que ver con la familia real.

Llevaba una de las tiaras de la familia, que debía de haberle dejado su madre. Andreas echó un vistazo a Tia y vio la aprobación en los cálidos ojos de su madre.

También habían dado su aprobación a Christina. ¿Qué habría pasado si Andreas hubiera llevado a Holly cuando debería haberlo hecho?

Aquello no estaba bien.

Holly parecía aterrada.

Desapareció la música de fondo y empezó a tocar el trompetista real; era la tradicional marcha nupcial de las bodas reales.

Los presentes se pusieron en pie; la familia real, dignatarios políticos, todos los que debían estar allí.

Sebastian le apretó la mano a Holly y comenzó a caminar hacia el altar. Estaba muy pálida. Se oyó un murmullo. La novia cautiva se dirigía al sacrificio.

– Parad -dijo Andreas y se hizo un silencio ensordecedor.

¿Se había vuelto loco? ¿Cómo se atrevía a hacer algo así?

No, no estaba loco. Sabía exactamente lo que debía hacer y no le importaba quién lo viera. En una décima de segundo dejó allí al cura y fue en busca de la novia.

Holly lo miró con gesto confundido.

– Suéltala, Sebastian -dijo en voz baja y, cuando su hermano abrió la boca para protestar, le lanzó una mirada que en otro tiempo le habría costado la vida. Pero, además de futuro rey, Sebastian era su hermano y, aquel día, tenía poca importancia para él comparado con la muchacha a la que acompañaba.

Sebastian tuvo la inteligencia de darse cuenta de ello, esbozó una sonrisa burlona y dio un paso atrás. El sonido de la trompeta fue apagándose hasta desvanecerse del todo.

– Pareces asustada -le dijo Andreas al tiempo que le agarraba ambas manos entre las suyas.

– N… no -respondió cuando por fin se atrevió a levantar la mirada hasta él.

– Mentirosa.

– Sólo estoy abrumada -consiguió decir.

– Pues no lo estés -susurró para ella y sólo para ella-. Esto es entre tú y yo. Un matrimonio entre los dos, y yo sólo soy Andreas, el chico al que una vez amaste.

¿Quién sabía qué pensarían los asistentes a la ceremonia? No le importaba. Lo único que sabía era que sólo disponía de unos minutos para convencerla de seguir adelante de que no saliera corriendo, pero tampoco se quedara con miedo.

– Hazlo con valentía o no lo hagas -le dijo al oído.

Ella levantó la mirada como si estuviera ante un desconocido.

– Con valentía…

– Siempre fuiste muy valiente, Holly -aseguró él-. Puedes montar un caballo casi – salvaje y controlar a un novillo. Seguro que encuentras valor en tu corazón para aceptarme como esposo.

De pronto se oyeron risas en la capilla. Quizá fuera poco convencional, pero era romántico e incluso los políticos estaban sonriendo.

– Tú no me das miedo -susurró ella.

– ¿Entonces qué, preciosa?

– Yo…

– ¿Necesitas más tiempo?

Aquello hizo que Holly abriera los ojos como platos. Lo miró y luego miró a su alrededor, donde se encontraba la flor y nada de la sociedad de Aristo, esperando a verlos casarse.

Y entonces recuperó la sonrisa; primero tenuemente y luego con todo su esplendor.

– ¿Qué me estás ofreciendo, cinco minutos?

– Puedes tomarte seis, si quieres.

– Eres todo corazón.

– ¿Quieres casarte? -le preguntó Andreas-. Estamos preparados.

– Haces que suene normal -todos los presentes podían oírlo, pero ninguno de los dos parecía consciente de ello.

– La gente se casa todos los días. Sólo porque lleves una tiara… Quítatela si te molesta.

– ¿Te casarías conmigo sin tiara?

– Me casaría contigo sin nada de nada -dijo él, y las sonrisas se convirtieron en risas.

Aquello no era lo que esperaban; era como si hubiera entrado una ráfaga de aire fresco en aquel ambiente empapado de historia y de realeza.

– Creo que no lo harías -dijo ella, riéndose.

En aquella risa vio Andreas a la muchacha que había sido en otro tiempo; ésa que aún cargaba con el dolor y la soledad que se había visto obligada a soportar.

– Yo creo que sí -respondió Andreas, desafiándola y riéndose con ella-. ¿Quieres ponerme a prueba?

– Me parece que no -la tensión había desaparecido de su rostro.

Andreas se sintió satisfecho. Lo miraba como lo había hecho años atrás, como si no fuera más que Andreas, sólo un muchacho más.

Un muchacho, un hombre.

El novio para la novia.

– Con este anillo yo te desposo…

Le colocó la alianza en el dedo. Holly la miró y luego miró al hombre que tenía delante. Andreas.

Había soñado tantas veces con aquel momento. Siempre había sido su fantasía casarse con el príncipe, y ahí estaba, haciéndolo de verdad.

Pero era falso. Estaba haciéndolo por el bien del país y, cuando todo terminara, ella volvería a su vida de siempre. No, no a la misma de siempre, pensó mirando la alianza de oro. Luego volvió a mirarlo a él.

A su marido.

Muy bien, quizá aquel matrimonio durara sólo unas semanas, pero era todo lo que tenía. No había esperado diez años para actuar como una jovencita tímida y virgen. Si sólo tenía unas semanas… tendría que vivirlas al máximo para que, al volver a Munwannay, los recuerdos le duraran el resto de la vida.

Hasta aquel momento había dicho que sí a todo.

En el dedo anular de la mano derecha, Holly llevaba el anillo de su padre. Una alianza que había mandado hacer con el oro que había encontrado en Munwannay. El filón había resultado ser muy pequeño, pero Holly aún recordaba la alegría que les había dado encontrar la primera pepita.

– Vamos a ser ricos -había anunciado su padre-. Podré daros a tu madre y a ti todo lo que deseéis.

Había encargado dos anillos, pero Dios sabía qué había hecho su madre con el suyo…, probablemente abandonarlo igual que había abandonado su matrimonio; su padre, en cambio, lo había llevado hasta su muerte.

Y ahora…

El cura estaba a punto de proseguir con la ceremonia, dando por hecho que sólo había un anillo. Antes de que pudiera hacerlo, Holly se quitó la vieja alianza y se la dio.

– Bendiga esto, por favor -susurró-. Quiero lo lleves, Andreas.

Le había sorprendido. Era evidente que nunca había llevado alianza; no tenía ninguna marca en dedo que demostrara que la había llevado durante su matrimonio con Christina.

Por un momento, Holly pensó que iba a negarse a hacerlo. Lo miró a los ojos, desafiante. «Vamos», pensó, «ésta es mi condición».

Entonces él sonrió.

– Muy bien -dijo el cura, que parecía aliviado y bendijo el anillo de Holly.

– Con este anillo yo te desposo.

Después llegó la fiesta.

¿En qué momento había dejado Holly de ser una novia asustada? Andreas no podía dejar de buscarla con la mirada. Ella hablaba, reía y se movía entre los invitados como si hubiera nacido para ello. Munwannay había sido en otro tiempo un lugar de encuentro de la alta sociedad de la zona y Holly había sido educada para moverse en tal ambiente. Andreas lo sabía, pero jamás habría esperado verla así. Él tenía que cumplir con su obligación como novio para no ofender a ningún invitado, por lo que no podía estar junto a ella en todo momento.

Le había pedido a su familia que cuidaran de Holly, pero no parecía que necesitara ningún tipo de protección.

Hablaba el idioma casi a la perfección, con una fluidez que también sorprendió a Andreas. Sí, lo había aprendido con él, pero era obvio que había seguido practicando desde entonces.

Bromeaba, se reía; parecía realmente interesada en las personas con las que hablaba. Y los invitados la adoraban. La escena de la iglesia había desarmado a todos los presentes y había generado un buen ambiente que ella estaba sabiendo aprovechar al máximo.

Andreas vio a Sebastian observándola y reconoció un brillo de admiración en sus ojos. Y algo más.

Al verlo, Andreas se excusó tan rápido como pudo y acudió junto a Holly.

Era su mujer.

La idea se abrió paso en su mente como un fogonazo; era increíble y seguramente dejaría de sentirlo en cualquier momento. Pero mientras tanto…

– Holly -le dijo al tiempo que le pasaba el brazo por la cintura en un gesto con el que pretendía marcar lo que era suyo.

– Hola -dijo ella, acurrucándose contra él de un modo muy poco protocolario-. ¿Te diviertes?

– Yo no me divierto -respondió Andreas sin pensar.

Ella frunció el ceño.

– ¿Nunca?

– Estoy trabajando.

– Bueno, pero hay gente muy amable -comentó con un suspiro-. Estoy hablando tanto, lo recordaré cuando esté en Munwannay. ¿Qué estamos bebiendo?

Andreas miró la copa que tenía en la mano.

– Champán francés.

– Me gusta. Creo que necesito más.

¿Ahora?

– Mejor no. No estaría bien que la novia se emborrachara. ¿Crees que podría escabullirme a ver qué tal está Deefer?

– Está en buenas manos.

– Pero no son las mías. ¿Cuánto duran los banquetes de boda?

– Hasta que se retiran los novios.

Holly sonrió.

– Ésos somos nosotros. ¿Entonces podemos irnos?

En ese momento se acercó Tia, la reina. Ella había sido la que había mantenido las cosas bajo control desde la muerte de su padre. De no haber sido por ella… quizá la monarquía se habría derrumbado hacía tiempo. Siempre estaba donde se la necesitaba.

– Los mayores deben irse ya -le dijo a su hijo-. Así que vosotros también.

– Eso justo me estaba diciendo Holly.

– Es una mujer muy inteligente -reconoció con una gran sonrisa-. Lo has hecho muy bien, querida.

– Yo…, gracias -respondió Holly, ruborizada.

– Para ser una novia cautiva -bromeó Andreas sin pensar y enseguida se dio cuenta de que no había sido buena idea, pero Holly no tardó en reaccionar.

– Me ha regalado un perro -dijo con un simpático brillo en los ojos, como si eso lo explicara todo.

– Siempre fue un muchacho muy amable.

– ¿Así que es amable? -dijo Holly y le lanzó una mirada a Andreas que estuvo a punto de hacerle sonrojar también.

Pero Tia estaba concentrada en organizarlo todo

Ya sabes de quién tenéis que despediros formalmente, pero hacedlo rápido para no dejaros a nadie que pudiera ofenderse.

– Podemos separarnos y así lo haremos más rápido -sugirió Holly.

– Pero tú no sabes quién…

– Me lo imagino -dijo Holly-. He estado observando. Creo que podría señalar a todas las personas que podrían ofenderse. Pero tienes razón, por supuesto, es mejor no correr el riesgo. Así que adelante, esposo, terminemos con esto para poder seguir con nuestras vidas.

Parecía una orden. Andreas tuvo la sensación de que Holly le había dado una orden.Se movía entre los dignatarios como una auténtica profesional. Miró de reojo a su madre y se dio cuenta de que no era el único que se sentía orgulloso. Encajaba bien en la realeza.

De pronto tuvo otra sensación que lo dejó sin aire por un momento. Si se hubiera casado con ella diez años atrás…

Eso habría sido imposible. En vida de su padre… de ningún modo. Pero ahora… echó un vistazo a la sala llena de gente y vio a Sebastian, que seguía mirándola. Sonriendo.

¿Era la aprobación del futuro rey, o la reacción habitual de su hermano ante una mujer hermosa?

Pero si Sebastian la aprobaba… Lo que había ocurrido en la capilla había cambiado las cosas. Holly se había convertido en una persona de verdad para todo el país, en una auténtica princesa.

¿Podrían tener un verdadero matrimonio?

Sólo con pensarlo, todo su cuerpo se puso en tensión. Holly lo miró de inmediato al darse cuenta.

– ¿Andreas?

– Es hora de irnos -consiguió decir.

– Muy bien, cariño -respondió ella.

Utilizó unas palabras tan propias de una verdadera pareja que Andreas tuvo que parpadear. Entonces la vio sonreír y sintió que el calor de su cuerpo no hacía sino aumentar.

Tenían que irse. Tenía que llevársela… lejos de allí.

A su esposa.

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