Capítulo 7
Al día siguiente, cuando se levantó para irse a trabajar, todo un nubarrón de sentimientos le hizo saber que no iba a ser un buen día. Debía enfrentarse a verlo en el hotel y eso la destrozó.
En la ducha intentó relajarse, pero le fue imposible. No podía olvidar aquello de «no es nadie importante».
¿Sería gilipollas?
Al salir de la ducha y comenzar a vestirse, recibió un mensaje en el móvil. Al cogerlo vio que era de William.
«Salgo para Londres. Siento no poder despedirme».
Incrédula, leyó el mensaje veinte veces más. Sin duda, para él era ¡nadie! Ni siquiera se iba a molestar en despedirse de ella.
Sin entender lo que había ocurrido, llegó a trabajar al hotel. Allí todo continuaba tan normal como siempre y, cuando vio a la secretaria en el restaurante, le preguntó por la precipitada marcha del jefe. Ésta, a nivel de cotilleo, le comentó que, al parecer, había surgido un problema con la exmujer de William y que éste había tenido que regresar inmediatamente.
Descorazonada por todo y en especial por no entender nada, sonrió y decidió proseguir con su trabajo. Era lo mejor.
Dos días después, el dolor por su lejanía, por no saber nada de él y por sus últimas palabras la habían calcinado y finalmente se convenció de que el rollito con su jefe se había acabado y ahora tendría que pagar las consecuencias de haber cometido aquella locura. Sin duda, ella había sido la tonta camarera que le había hecho los días más agradables durante su estancia en Madrid, nada más.
Así paso una semana. Siete horrorosos días en los que realmente sintió que no había sido para él nadie importante e intentó salir con sus amigos para no pensar y olvidarse de él. Algo imposible. William le había calado hondo.
Pero una de las mañanas, mientras recogía con el carrito las bandejas de comida que los huéspedes habían dejado en las habitaciones ahora vacías, al entrar en una de ellas oyó a sus espaldas:
—Hola, Elizabeth.
Aquella profunda voz le puso la carne de gallina y, al darse la vuelta, lo vio. Ante ella estaba el William trajeado que ella había conocido, tan guapo y serio como siempre. Lizzy, confundida, sólo fue capaz de decir:
—Hola.
Sin moverse de su sitio, ambos se miraron hasta que él dijo:
—He hecho un viaje relámpago sólo para verte.
—¿Por qué?
—Porque te mereces una explicación, ¿no crees?
Lizzy, sin poder evitarlo, posó su mirada en sus labios… aquellos labios carnosos y tentadores que la habían hecho jadear de placer.
Atrapada en un bucle de emociones, suspiró. No sabía si quería explicaciones. Su frialdad al no acercarse a ella hablaba por sí sola y necesitaba salir de allí urgentemente.
Las opciones eran saltar por encima de la cama o pasar junto a él. Finalmente decidió que la más sensata era la segunda. Dio un paso hacia adelante, pero William extendió el brazo y le cortó el paso.
—Elizabeth…
Sus respiraciones ante su cercanía se aceleraron. Se miraron y entonces ocurrió lo que llevaban días anhelando cada uno de ellos en la distancia, y el beso llegó.
En la quietud de la habitación y durante unos segundos, disfrutaron del manjar prohibido que tanto los atraía. Sus lenguas chocaron como dos trenes de alta velocidad y el vello del cuerpo se les erizó, deseosos de algo más.
La pasión, la locura y el frenesí les pedían que continuaran, y William, aprisionándola contra el armario, paseó sus manos por su cuerpo dispuesto a no parar. Lizzy, gozosa del momento, ahondó en su beso, pero de pronto una puerta se cerró y los trajo de vuelta a la realidad y, como si se quemaran, se separaron.
—Elizabeth…
La joven le tapó la boca con una mano. Le prohibió hablar y, cuando los pasos del exterior se alejaron, William continuó:
—Mi exmujer hizo una locura al enterarse de que estuve con Adriana estando con ella y…
—¡No me interesa! —lo cortó.
—Escúchame.
—¡No!… No quiero hacerlo. No me interesa saber ni de ti, ni de tu ex, ni de tu amante.
—Elizabeth… —Suspiró con gesto cansado.
Enrabietada por todo, ésta lo miró y siseó:
—¡No soy nadie importante! ¿Acaso lo has olvidado?
William maldijo. Ella jamás le perdonaría aquel desafortunado comentario.
—Si dije eso fue para no inmiscuirte en el problema —aclaró—. Si Adriana te relacionaba conmigo o el hotel, se lo diría a su padre, que es consejero, y te ocasionaría problemas sin estar yo aquí.
—¿Y qué? ¿Acaso puede hacerme algo peor que despedirme?
Desesperado, William intentó acercarse pero ella siseó:
—No te acerques o juro que vas a conocer a Lizzy la Loca.
Convencido de que era capaz de lo que decía, se paró e insistió:
—Escúchame, cielo…
—¡No soy tu cielo! Sólo soy la simple y joven camarera que no cree en cuentos de hadas ni princesas, con la que lo has pasado muy bien durante tu estancia en Madrid —musitó entre dientes. No podía gritar o todo el hotel se enteraría. Furiosa, susurró—: Has tenido muchos días para ponerte en contacto conmigo y darme esa explicación que ahora pretendes ofrecerme, pero te ha dado igual. No has pensado en mis sentimientos. No has pensado en cómo podía estar. Sólo has pensado en ti, en ti y en ti, y ahora no quiero saber nada. ¿Entendido? Ahora sólo quiero que te vayas, que me dejes en paz y que te olvides de mí.
Pero William, deseoso de ser sincero, intentó hablar con ella; Lizzy, finalmente, tras soltarle un derechazo que lo hizo retroceder, dijo con los ojos llenos de lágrimas:
—Aléjate de mí y déjame continuar con mi vida.
Sin mirar atrás y rabiosa, salió de la habitación dejando a William totalmente bloqueado y noqueado. ¿Cómo lo podía haber hecho tan mal?
Roja como un tomate maduro, la joven llegó hasta el carro donde llevaba las bandejas que había ido recogiendo de las habitaciones y, sin mirar atrás, se alejó. No quería verlo.
Pero dos horas después, semiescondida tras las cortinas del restaurante, observó con el corazón roto cómo el hombre que la había hecho vibrar y hacer conocer la pasión salía del hotel, se metía en una limusina oscura y se marchaba. William regresaba a su mundo, a su vida, y ella debía continuar con la suya y olvidar.
Lo ocurrido entre ellos simplemente ocurrió. No merecía la pena darle vueltas a algo que no había sido nada, excepto una intensa atracción sexual.
Pasaron un día, dos, cinco, diez, quince, veinte y así hasta un mes.
Un tremendo mes en el que Lizzy lo recordó todos los días. Cerraba los ojos y cada canción que escuchaba le hacía sentir lo sola que estaba y lo mucho que lo echaba de menos. ¿Cómo se podía haber enamorado de aquel hombre? ¿Por qué no podía olvidarlo y continuar con su vida?
Había escuchado cientos de historias de personas que se enamoraban el primer día y se casaban al quinto, y nunca las creyó. Nunca había creído en el flechazo, pero allí estaba ella ahora, enamorada hasta las trancas: era un amor imposible, que estaba a más de mil kilómetros de distancia y del que, con seguridad, nunca más volvería a saber.
Continuó saliendo con sus amigos. Ellos, sin preguntar por el trajeado con el que la habían visto los últimos tiempos, volvieron a hacerla sonreír y, como pudo, Lizzy sobrevivió a unos recuerdos que se negaban a abandonarla ni un solo día.
Cuando algún chico de su edad intentaba ligar con ella, ella lo miraba sin comprender por qué lo que antes le gustaba ahora le desagradaba por completo.
¿Estar con Willy le había atrofiado el gusto?
Una mañana como cualquier otra, mientras colocaba los cubiertos sobre la mesa para los huéspedes, por los altavoces comenzó a sonar Puedes contar conmigo[7], interpretada por La Oreja de Van Gogh.
Al oír la canción, suspiró. ¿Por qué? ¿Por qué todo le recordaba a él? Continuó trabajando cuando, de pronto, oyó tras ella:
—Señorita, por favor.
Esa voz.
Ese tono.
Ese acento.
Se giró temerosa de que todo fuera un sueño. Pero no. Allí estaba él, más guapo que nunca, en vaqueros y con una camisa oscura de Ralph Laurent, mientras por los altavoces seguía oyéndose la canción.
Sus ojos se encontraron y William, besándola con la mirada y con una seductora sonrisa, preguntó:
—Señorita, ¿me sirve un café?
Desde el día en que se había marchado del hotel, no había podido dejar de pensar ni un solo instante en la joven descarada, alocada, inteligente e independiente que primero le salvó de morir atropellado, luego le sirvió un café con sal y, después, le cambió la vida.
En su casa de Londres había escuchado mil veces el disco que ella le había regalado en aquella mágica visita a Toledo y, tras mucho pensarlo, había vuelto a por ella. Lizzy era lo único que le importaba y se lo tenía que hacer saber, fuera como fuese.
No le importaba la diferencia de edad. No le importaba que sus ideas fueran distintas. Sólo era relevante lo que el corazón le decía y, por tanto, debía intentarlo una y mil veces más.
Él era un hombre sobrio por naturaleza, e incluso su humor no era el más maravilloso, pero ella, con su locura, con su desparpajo y con su particular manera de ver la vida, sabía hacerlo sonreír como nadie lo había conseguido antes en el mundo.
Confundida por todos los sentimientos que afloraron en ella al verlo, se apoyó en la mesa y, como pudo, preguntó, consciente de que su jefe de sala acababa de entrar junto a Triana y varios huéspedes y los observaban:
—Buenos días, señor. ¿Cómo quiere el café?
—Sin sal, a ser posible. —Sonrió.
Lizzy cerró los ojos. Si había ido a provocarla, la iba a encontrar.
No estaba en su mejor momento anímico, pero cuando abrió los ojos y le fue a contestar, él, con una encantadora sonrisa que le desbocó el corazón, se acercó a ella y, tocándole el óvalo de la cara, murmuró con dulzura:
—No he podido dejar de pensar en ti.
Acalorada, desconcertada, sobrecogida y consciente de que todos los estaban mirando, parpadeó. ¿Se había vuelto loco?
La canción que sonaba acabó y, angustiada, Lizzy oyó por los altavoces a Rosario Flores empezar a entonar Yo sé que te amaré[8].
Al mirar a William, éste, sin moverse, preguntó:
—¿Bailas conmigo?
Como una autómata, negó con la cabeza, pero él insistió.
—Aún recuerdo cuando bailaste conmigo en Toledo y, como tú me dijiste, ¡no pasó nada!
—No… no quiero hacerlo —balbuceó al ver que la gente los miraba.
Pero ¿qué estaba haciendo aquel loco?
Trató de dar un paso atrás, pero la mesa se lo impidió. Y William, enseñándole un precioso ramo de rosas, insistió poniéndoselo delante:
—Vale. No bailaremos, pero acéptame este ramo. Necesito hablar contigo.
—No.
Sin apartar el ramo de delante de ella, agregó:
—Vi estas rosas rojas en el aeropuerto y me acordé de tus preciosos labios.
Incrédula, miró el precioso bouquet redondo de rosas y, sin pensarlo, lo cogió y lo tiró al suelo con fuerza. Una princesa nunca haría eso, pero ella no era una princesa.
Se oyó un «¡ohhhh!» general, pero eso a ella no le importó. Ya sabía que estaba despedida.
William sonrió. No esperaba menos de ella y, mirándola sin importarle las docenas de ojos que los observaban con curiosidad, prosiguió:
—De acuerdo, cielo. Estás muy enfadada y Lizzy la Loca está aquí. Lo entiendo y me lo merezco por haber sido un tonto.
—¿Qué estás haciendo? —gruñó molesta al sentirse el centro de atención de ya demasiadas miradas.
—Intento decirte que te quiero.
—Pero ¿qué estás diciendo? —gruñó pesarosa viendo cómo todos los observaban—. ¿Te has vuelto loco?
William, al ver hacia dónde miraba ella, insistió:
—Expreso lo que siento y, como una vez me dijiste, si ellos se escandalizan, es su problema y no el nuestro.
Sin dar su brazo a torcer, él se sacó un anillo del bolsillo y, poniéndoselo delante, iba a hablar cuando ella siseó:
—Ni se te ocurra… o juro que te arranco la cabeza.
William sonrió y, sin hacerle caso, empezó a decir:
—Elizabeth, yo…
Con un rápido movimiento, ella le tapó la boca y, mirándolo, insistió:
—¡Que no lo hagas!
William permitió que ella le tapara la boca y, cuando se la destapó, prosiguió:
—Elizabeth, sé que es una locura, pero… ¿quieres casarte conmigo?
Un nuevo «ohhhhh» emocionado se volvió a oír en el restaurante. Cada vez había más gente mirando y él continuó:
—Vamos, cielo. No me puedes decir que no.
Horrorizada, lo miró.
Pero ¿dónde estaba el hombre discreto y celoso de su intimidad?
Sin poder evitarlo, respondió:
—Pues te digo que no. Y, por si no te has enterado, lo repito: ¡¡no!!
—Lizzy —protestó Triana, que los observaba—. ¿Qué estás haciendo?
Tras mirar a su amiga, le pidió silencio cuando el jefe de sala de la joven, acercándose a ellos, dijo azorado:
—Señor Scoth, creo que lo que está ocurriendo no es…
—Le agradecería, señor González —dijo William con rotundidad—, que no se entrometiera en la conversación que mantengo con la mujer que amo.
—Pero, señor…
William lo miró con gesto serio y éste finalmente se calló, justo en el momento en el que Lizzy comenzaba a caminar con brío hacia las cocinas. Debía huir del comedor y de las docenas de miradas indiscretas antes de que todo se liara mucho más, pero una mano la agarró y no la soltó. Era William.
—Escúchame, Elizabeth.
—No.
—Elizabeth, sé que no crees en los cuentos de hadas, pero…
—Olvídame, ¡no existo para ti!
Sin darse por vencido y sabedor de la cabezonería de ella, insistió sin soltarla:
—Vamos a ver, respira y mírame.
—No quiero respirar y ¡suéltame! —gritó descompuesta.
Aquel grito hizo que él le soltara el brazo y ella, desconcertada y sabedora de que todo había sido descubierto por su jefe inmediato y sus compañeros, voceó sin importarle ya nada. ¿Qué más daba?
—No sólo me haces sentir una don nadie, sino que ahora también, por tu culpa, me voy a quedar sin trabajo. ¿Te has vuelto loco?
William asintió y, ante el gesto de alucine de ella, afirmó:
—Total y completamente loco por ti, cariño.
Incrédula, Lizzy parpadeó. ¿Había oído bien? Él, al verla tan desconcertada, prosiguió:
—No lo hice bien. Sé que te debería haber llamado todos los días cuando me fui para solucionar lo de mi exmujer. Lo sé. —Y tomando aire, afirmó—: Pero te quiero. Estoy loco y apasionadamente enamorado de ti y, repito, ¿quieres casarte conmigo?
Un «¡ohhhh!» general se oyó de nuevo en el restaurante. Todos los comensales, los camareros, su jefe y hasta los cocineros, que habían salido de las cocinas, los observaban, mientras Triana, emocionada, sonreía. Si Lizzy le decía que no a aquel hombre, estaba loca de atar.
—Sé que presentarme así es una locura. Incluso sé que lo de la boda es otra insensatez —agregó él—. Pero un mes sin verte me ha bastado para saber que no quiero vivir sin ti. Si no quieres vivir en Londres porque estarás alejada de tus padres o tus amigos, ¡vivamos en Madrid! Estoy abierto a todos los cambios que quieras proponer y…
—Cierra la boca, William.
—Willy —corrigió él.
—Para de una vez —gimió ella.
—No, cariño. Lo he pensado y no voy a parar.
—Pero… William…
—Willy —insistió y, abriendo los brazos, murmuró—: Tú me has enseñado a ser más extrovertido, más abierto y franco. Me has hecho ver la vida desde otro prisma y, ahora, no sé qué hacer sin ti.
Lizzy tembló. Esas palabras le estaban afectando más de lo que nunca pensó. Luego le oyó decir:
—Me has enseñado a sentir, a apreciar, a percibir la vida de otra manera y ahora necesito seguir lo que mi corazón quiere. Y lo que él quiere y yo quiero eres tú. Sólo tú.
Oír aquello conmovió a Lizzy.
Buscó apoyo moral en su amiga Triana, que, a pocos pasos de ellos, enternecida, se tapaba la boca con una servilleta mientras grandes lagrimones corrían por su cara. Aquel loco, desatado, imprevisible y maravilloso amor era lo que ella siempre había buscado y de pronto Lizzy lo tenía frente a ella; sin poder evitarlo, se emocionó.
Aquellas lágrimas tan significativas a William le dieron valor para acercarse a ella y lenta, muy lentamente, le pasó una mano por la cintura, hizo que lo mirara a los ojos y dijo:
—Ahora que has conseguido que te diga las cosas que nunca pensé decir delante de tantas personas y que sabes que te quiero con locura, ¿qué tal si me dices que tú también me has echado de menos?
Lizzy cerró los ojos. Aquello era una locura, pero… ¡viva la locura! Tras tomar aire y saber que ella sentía exactamente lo mismo que él y que ante eso nada se podía hacer, abrió los ojos y, segura de lo que iba a decir, murmuró sonriendo:
—Te he echado de menos, William.
Aquellas simples palabras le hicieron saber a él que por fin todo estaba bien y suspiró mientras corregía:
—Willy, cariño. Willy para ti.
Volvía a tener a la mujer que amaba a su lado y, acercando sus labios a los de ella, la besó, sin importarle las docenas de ojos emocionados que los observaban, ni los aplausos que se oyeron tras aquel candoroso y romántico beso.
Una vez que sus bocas se separaron, Lizzy, sin comprender todavía lo que había ocurrido, fue a hablar cuando él la cogió entre sus brazos y, entre vítores, la sacó del restaurante.
—William, suéltame.
—Willy —murmuró él.
—Tengo que trabajar. —Ella rio.
—No, cielo. Hoy no trabajas. Te doy el día libre.
Divertida por aquello, sonrió y, al ver que bajaba la escalera del hotel mientras la gente aplaudía a su paso, preguntó:
—¿Adónde vamos?
William, feliz como nunca en su vida, anunció:
—A mi casa, que a partir de este instante es nuestra casa. Allí te desnudaré, te haré el amor y terminaré de convencerte para que te cases conmigo mañana mismo, aunque sea en Las Vegas. Ah, por cierto, hablé con tu padre esta mañana y tanto él como tu madre nos dan su bendición y no te esperan esta noche a dormir.
Alucinada, lo miró.
—¿Has hablado con mis padres?
Él asintió y explicó:
—Cuando saliste de casa, me recibieron y tuve una larga e interesante conversación con ellos. Por cierto, tu madre hace unas tostadas muy ricas.
Boquiabierta al pensar en sus padres, soltó una carcajada y, observándolo, cuchicheó:
—Willy, estás loco.
Encantado por aquello, él la besó y añadió:
—Me encanta que me llames Willy y, sobre todo, saber que hago buena pareja con Lizzy la Loca.
La susodicha, al oír aquello, puso los ojos en blanco pero finalmente sonrió. Él acababa de cometer una gran locura por amor y, sin duda, ella no se iba a quedar atrás.
Los cuentos de princesas que su madre le leía cuando era pequeña no existían o raramente pasaban en la vida. Sin embargo, ella era una chica afortunada y su cuento de amor, con su morboso y maravilloso príncipe llamado William, acababa de comenzar.