Capítulo 6

El domingo, cuando se despertó en su cama, lo primero que hizo Lizzy fue mirar si tenía alguna llamada de él. Pero no. No la tenía.

Lo llamó, pero no se lo cogió.

Le envío varios mensajes, pero él no respondió.

Sin duda, tras pasar por su cama, ya no la buscaba como antes de hacerlo.

Por la tarde recibió una llamada de su amigo Pedro el Chato, y para poder hablar con él abiertamente, se metió en su habitación y entre susurros fue respondiendo a todas sus preguntas.

—Increíble, Chato, ¡increíble! Nunca nadie me ha hecho disfrutar tanto del sexo como él. Willy es tan… tan… joder, ¡es la leche!

Pedro y Lizzy solían hablar de sexo con total naturalidad. No con todos los amigos podía hablar de aquello, pero con Pedro, por alguna extraña razón, así era. Éste le preguntó:

—Joder, Lizzy, pero ¿qué te ha hecho ese tío?

Lizzy, al recordarlo, suspiró encantada y siseó:

—Todo lo que te puedas imaginar adornado con placer, ternura, morbo, deleite, sabiduría y locura. Pero…

—¿Pero?

—Siempre hay un pero —susurró—. Creo que su interés por mí, tras lo ocurrido anoche, se ha acabado. Lo he llamado varias veces y no me lo coge. Le mando mensajes y no me contesta. Sin duda, consiguió su propósito y ya pasa de mí.

—¡No jodas!

—No… justamente en este momento eso no hago —se mofó Lizzy a pesar del malestar que le rondaba por el cuerpo al intuir que él ya no querría saber más de ella.

Media hora después, cuando la conversación se acabó y Lizzy se despidió y colgó, sintió un gran vacío. Quería hablar con él. Necesitaba escuchar su voz y eso la jorobó. ¿Por qué se colgaba de él sabiendo lo que imaginaba? Pensó en llamarlo, pero no. Nunca se había arrastrado ante un tío, y no pensaba hacerlo ante éste precisamente, por lo mucho que le gustaba y por quién era. No lo haría. Si él daba el tema por finiquitado tras la cama, debería aceptarlo y no protestar. Al fin y al cabo, ella ya sabía que aquello no llegaría a ninguna parte.

El lunes, cuando llegó a trabajar, él no estaba esperándola donde siempre. Eso le hizo saber que lo que pensaba era verdad. Él ya no quería ni verla. Se lo comentó a Triana y ésta se apenó por ella. Triana aún creía en los cuentos de princesas. Lo mejor era continuar con su trabajo y olvidarse de todo. Definitivamente aquélla era la mejor opción.

Pero cuando lo vio entrar en el restaurante del hotel, sin poder remediarlo y armándose de valor, llenó una taza de café, le echó azúcar y, cuando vio que se sentaba a una de las mesas junto a las grandes cristaleras, se plantó ante él y cuchicheó al ver que nadie los podía oír:

—Espero que lo pasara tan bien como yo, señor. Y tranquilo, ya capté el mensaje. No seré una molestia para usted.

Él la miró. William, que durante el domingo había hecho esfuerzos sobrehumanos para no llamarla a pesar de haber leídos sus mensajes, dijo:

—¿Qué mensaje has captado?

Mirándolo con cierto recelo, afirmó:

—Seré joven, pero no tonta, y sé cuando alguien, tras conseguir su propósito, no quiere saber nada más.

Incrédulo porque ella pensara eso, sin importarle si alguien lo oía, aclaró:

—Pues siento decirte que yo no te he lanzado ese mensaje. Si no te llamé ni contesté tus mensajes fue para darte espacio, porque no quería agobiarte. Y no quiero hacerlo, porque deseo volver a verte. Anhelo poseerte otra vez, me vuelvo loco por volver a tenerte desnuda entre mis brazos, pero sólo te pediré una cosa: no vuelvas a irte de mi cama sin avisar. ¿Captas ese mensaje?

Sorprendida pero encantada por lo que acababa de decirle, lo miró; él, al comprobar su desconcierto, preguntó al ver la taza que le tendía:

—¿Crees que debo fiarme de este café?

Con una encantadora sonrisa, Lizzy asintió con la cabeza. William, sin apartar los ojos de ella, lo cogió, se lo llevó a la boca y dio un trago. Cuando sus labios se separaron de la taza con una sugerente sonrisa, susurró:

—Gracias, Elizabeth. Es tan exquisito como tú.

Congestionada por el mar de sentimientos que bullían en su interior, sonrió y se alejó. Minutos después, se acercó hasta su amiga Triana y murmuró:

—Quiere volver a quedar conmigo.

Aiss, qué monooooooooo…

Juntas entraron en las cocinas con varios platos en las manos. Una vez que los hubieron dejado en el fregadero, salieron a una terraza trasera para fumarse un cigarrillo y Triana preguntó:

—¿Realmente qué es lo que pretendes con él, además de tirártelo otra vez?

—¡¿Yo?!

—Sí, tú.

Mientras se retiraba un mechón de la cara, Lizzy dio una calada a su pitillo y, tras expulsar el humo, respondió:

—Simplemente quiero pasarlo bien con él. Nada más.

Triana se carcajeó. Aunque Lizzy no lo admitiera, ese hombre le gustaba. Se le veía en la cara. Divertida, cuchicheó:

—Es un bomboncito. Tan alto, tan educado, tan perfecto…

—Tan anticuado en el vestir —se burló suspirando.

Jovial, Triana movió la cabeza y murmuró:

—No es anticuado, Lizzy. Es sólo que tiene una edad en la que no se va con pantalones cagados, ni gorras ladeadas, cielo. Ese hombre es un caballero inglés y no sólo en el vestir; sinceramente, reina, los trajes le sientan mejor que al mismísimo George Clooney.

—Triana, ¿te encuentras bien? —Se guaseó Lizzy tras oírla, pues Clooney era lo máximo para su amiga.

—Oh, sí… perfectamente. —Suspiró—. Sólo pienso que ése es el tipo de hombre que me encanta, pero nada… ¡se prendó de ti!

Alegre por el comentario, Lizzy soltó una carcajada y dijo para jorobarla:

—Es tremendamente ardiente en la intimidad.

—Eso… Tú ponme los dientes largos, jodía.

No pudieron continuar. El jefe de sala apareció, les recriminó su pérdida de tiempo y ellas rápidamente, entre risas, regresaron a sus trabajos.

Esa noche, William y ella se volvieron a ver. La recogió en la puerta de su casa y juntos se dirigieron directamente hacia el ático de la calle Serrano. Esta vez William comenzó a besarla en el ascensor y en el descansillo de la vivienda ya estaban medio desnudos. La noche fue ¡colosal!

Así pasaron una semana. Se veían todas las noches en el piso y hacían el amor de todas las formas y modos posibles. Nada los paraba. Eran insaciables. Dos guerreros del sexo, y como tales lo disfrutaban.

Pero los días se sucedían rápidamente y Lizzy, intranquila, no quería preguntarle por su marcha. Él vivía en Londres y ella en Madrid, y tarde o temprano el día de su partida llegaría; sólo con pensarlo se le encogía el corazón.

¿Qué iba a hacer sin él?

El jueves, día en el que ella libró, lo dedicaron a hacer algo de turismo fuera de Madrid. Lizzy lo recogió en la puerta de su casa con Paco para llevarlo a Toledo. Estaba segura de que aquel lugar lo enamoraría y quería enseñarle ese mágico y maravilloso paraíso.

Visitaron el Alcázar, el Museo Sefardí, la Puerta Bisagra, el Museo del Greco. Todo. A William le encantó absolutamente todo. Aquello era cultura viva.

Mientras caminaban por las empedradas y estrechas calles del mágico Toledo, Lizzy vio a una pareja de músicos callejeros y, tirando de William, llegaron hasta ellos. Abrazada a él, escuchaba cantar a la chica. La letra mencionaba un amor eterno, para toda la vida.

Embobados, todos los que estaban oyendo entonar esa bonita pieza a aquella mujer de unos cuarenta años, acompañada sólo por la guitarra de su compañero, se movían lentamente al compás de la música. Aquella romántica canción era una maravilla y, cuando William oyó a Lizzy canturrearla, le preguntó:

—¿Conoces este tema?

Ella asintió.

—A mi padre le encanta esta canción. Le regalé un disco de música brasileña que salió hace unos años y la interpretaba Rosario Flores. Si mal no recuerdo, creo que se llama Sé que te voy a amar[5]. —Y con gesto pícaro, propuso—: ¿Bailas conmigo, Willy?

William la miró y rápidamente negó con la cabeza.

Pero ella, sin hacerle caso, lo abrazó y, mirándolo a los ojos, comenzó a bailar lentamente y al final él la siguió y sonrió. Lizzy lograba hacer con él lo que se proponía. Un par de segundos después, otra pareja que había a su lado los imitó y, tras ellos, otras; divertida, Lizzy murmuró:

—Ves, Willy. No pasa nada. La gente baila, se besa y se ama libremente manifestando sus sentimientos y nadie se escandaliza por ello. Y, si lo hacen, ¡es su problema, no el nuestro!

William sonrió. Sin duda ella tenía razón; la contempló mientras la abrazaba y bailaban en plena calle, y exclamó:

—Lizzy la Loca, ¡eres increíble!

Cuando la canción terminó, todos aplaudieron, y Lizzy, al ver que aquella pareja vendía un cedé, le preguntó a la mujer si en él se incluía aquel tema.

—Sí, cariño. Está en la pista número tres —respondió.

Feliz por saberlo, Lizzy abrió el bolso, sacó su monedero y lo compró. La mujer, encantada, al entregarle el cedé le dijo, mirándola:

—Gracias, jovencita. —Luego observó a William y añadió—: Gracias, señor.

William, con una sonrisa, asintió con la cabeza y, cuando se alejaron de ella, Lizzy le entregó el cedé y le dijo:

—Toma. Para que cuando estés en Londres te acuerdes de mí.

Aquel detalle a William le tocó el corazón. Ella, al igual que él, pensaba en su marcha, en que pronto se tendrían que separar, pero no decía nada. Aquello era algo que debía solucionar. Pero no sabía cómo. No resultaba fácil.

Encantado con aquel gesto, cogió el cedé que ella le tendía y, tras besarla en la boca, murmuró emocionado:

—Gracias, cielo.

Aquella demostración de afecto la hizo sonreír y se mofó.

—Ohhh, Diossss. ¡Qué fuerteeeeeeeeeeeeee! Te estoy echando a perder. ¡Me has besado en la calle! ¡Qué escándalo!

El comentario hizo reír a William.

—Bésame otra vez. Lo necesito —exigió cogiéndola entre sus brazos.

Lo hizo entusiasmada y, cuando separó su boca de la de él, lo despeinó y soltó:

—Me gustas mucho. Quizá demasiado, Willy.

Ambos se miraron a los ojos y Lizzy, consciente de lo que había dicho, para romper aquel momento de ñoñería pura y dura, preguntó:

—¿No te aburre ir siempre vestido con traje?

Él se encogió de hombros.

—Siempre visto igual. ¿Por qué me iba a aburrir?

—¿Pero no tienes unos míseros vaqueros y una camiseta básica?

William sonrió.

—La verdad es que no. Dejé de utilizar tejanos el día que comencé a trabajar de ejecutivo y…

—¿Sabes? —lo cortó—. Me encantaría verte con unos vaqueros, unas zapatillas de deporte y una camiseta. Debes de estar guapísimo.

—No es mi estilo. —Luego, la observó y preguntó—: ¿No te gusta cómo visto?

Sin ganas de polemizar, ella sonrió y aclaró:

—Vamos a ver cómo te digo esto sin que te lo tomes a mal. Estás guapo con los trajes, pero pareces siempre un señor serio, respetable y ejecutivo. Con el cuerpo que tienes, estoy segura de que unos tejanos con una camiseta o camisa te tienen que quedar de lujo. Es más, seguro que te quitas años de encima.

Sorprendido por aquello, planteó:

—¿Me estás llamando viejo?

Ella se carcajeó y explicó:

—No. No te llamo viejo. Pero hasta la cantante te ha llamado «señor» y sólo tienes treinta y seis años.

—Es que soy un señor —afirmó.

Lizzy puso los ojos en blanco y, dispuesta a hacerse entender, insistió:

—Lo eres. Claro que lo eres, pero sólo digo que podrías actualizarte un poco en lo que al vestir se refiere. No tienes por qué ir todos los días con traje y menos un día como hoy, en el que no has tenido que trabajar.

Al ver su cara de pilluela, él sonrió. No era la primera vez que se lo decían y, consciente de que ella llevaba razón, preguntó:

—¿Hay tiendas de ropa en Toledo?

Asintió encantada y, mientras tiraba de él, propuso:

—Vamos. Déjame aconsejarte y te aseguro que vas a estar guapísimo.

—Miedo me das —se mofó divertido.

Llegaron hasta la zona más comercial de la ciudad cogidos de la mano. Allí entraron en varias tiendas, y William, por darle el gusto, se probó mil vaqueros. Se negó a comprarse unos que se llevaban caídos. ¡Por ahí no pensaba pasar! Era un señor.

Finalmente cambió el traje oscuro que llevaba por unos vaqueros Leviʼs que le sentaban de maravilla, una camiseta básica gris y unas zapatillas de deporte del tono de la camiseta.

Satisfecha por el cambio que había dado, ambos se contemplaron en el espejo y él preguntó:

—¿No voy haciendo el ridículo con esto?

El dependiente, al oírlo, sonrió y respondió por ella:

—Le sienta muy bien esta ropa, joven. Ya les gustaría a muchos tener su percha.

Sorprendido porque el dependiente hubiera respondido, y en especial porque le hubiera llamado «joven» en vez de «señor», William miró a Lizzy y ésta, encantada, afirmó:

—Lo dicho, «joven», ¡estás guapísimo!

Con el traje, la camisa, la corbata y los zapatos metidos en una bolsa, y otros vaqueros y un par de camisas en otra, salieron de la tienda de la mano y, al pasar por una peluquería, Lizzy expuso:

—¿Me permites sugerirte el último cambio?

William suspiró y ella cuchicheó:

—Dime que sí… Dime que sí, por favor.

William la miró y preguntó:

—¿Por qué no puedo decirte que no a nada? ¿Por qué me dominas así?

Ella sonrió y, mimosa, respondió consciente de lo que decía:

—Porque tú me dominas en la cama.

Al oír aquello, él sonrió con picardía y, contento con todo lo que estaba pasando, murmuró:

—De acuerdo… Entraremos en la peluquería. Pero a cambio, además de dominarte en la cama, a partir de este momento y hasta que regreses a tu casa, sólo fumarás tres cigarrillos, ¿aceptas?

—¿Sólo tres?

—Sólo tres. Fumar no es bueno para la salud —afirmó convencido.

—Otro como mi madre. ¡Qué cruz!

Tras soltar sendas carcajadas, encantada lo empujó dentro de la peluquería. Habló con el peluquero sobre lo que quería para él y, una vez hubo acabado y éste se miró en el espejo, con gesto incrédulo murmuró:

—Cuando me vea el señor Banks, le dará algo.

—¿Quién es el señor Banks?

—El barbero de toda la vida de mi familia —respondió William, mirando su corto pelo sin rastro de gomina.

Pero Lizzy estaba feliz. Aquel que tenía ante ella era un William moderno y actual. Estaba impresionante y pronto él mismo lo comprobó, pues, al salir a la calle, todas las jovencitas que se cruzaban con él lo miraban.

—Me estoy empezando a arrepentir de los cambios —comentó Lizzy.

William soltó una risotada y, besándola sin impedimentos, murmuró:

—Tranquila, cariño… Sólo tengo ojos para ti.

Ella sonrió. Por primera vez la había llamado «¡cariño!», y eso le gustó. Le encantó.

Aquella noche, tras un maravilloso día en Toledo, cuando regresaron a Madrid William propuso ir a cenar a algún restaurante, pero Lizzy se negó. Pedirían unas pizzas por teléfono. Ya estaba cansada de que todas las mujeres lo mirasen y necesitaba sentir su posesión.

Como era de esperar y ella deseaba, en cuanto se desnudaron el William dominante y exigente resurgió y, cuando le abrió las piernas a su antojo para hacerla suya, Lizzy no se resistió y lo disfrutó.

Tras un buen maratón de sexo en el que jugaron hasta saciarse, a las tres de la madrugada, William, con pesar, la llevó hasta su casa. La despidió en el portal con un beso y quedó en verla al día siguiente en el hotel.

Por la mañana, cuando Lizzy llegó a su puesto de trabajo, encontró a sus compañeras revolucionadas. ¿Qué les ocurría?

Poco después supo el porqué.

Todas estaban entusiasmadas por el cambio físico que el hijo del dueño del hotel había dado. Sin duda, aquel William actualizado llamaba escandalosamente la atención y las volvía locas.

Durante horas oyó a sus compañeras hablar de él, mientras Triana la miraba y le sonreía. ¡Si ellas supieran!

Sin decir nada, las oía suspirar y se mordía el labio cuando alguna insinuaba que se haría la encontradiza con él en los pasillos.

A media mañana no pudo más y, cogiendo una bandeja con café y una taza, subió a su despacho.

Cuando la secretaria la vio aparecer, sonrió y le indicó que podía pasar. Golpeó con los nudillos en la puerta y abrió. Cuando él la vio entrar sonrió.

—¿A qué se debe esta agradable sorpresa? —le preguntó mientras se levantaba.

Lizzy, al verlo vestido con aquellos vaqueros y una simple camisa negra, entendió el motivo de la revolución y suspiró. Mientas dejaba la fuente sobre la mesa, murmuró para que la secretaria no los oyera:

—Si me entero de que miras a otra compañera con ojitos o que…

Pero no pudo decir más. William se acercó a ella y la besó hasta dejarla sin resuello; al acabar el beso, susurró:

—Te dije que sólo tengo ojos para ti; ¿lo has olvidado, cariño?

Feliz por aquella aclaración, lo besó hasta que un ruido los alertó y se separaron inmediatamente.

Un par de segundos después, se abrió la puerta del despacho y entró Adriana en él, junto al padre de William. Aquella despampanante mujer, sin reparar en Lizzy, lo miró y preguntó:

—Pero, William, mi amor, ¿eres tú?

Oír que lo llamaba de aquella manera a Lizzy le revolvió el estómago y, sin poder evitarlo, vio cómo la ex se acercaba hasta él y, poniéndole los brazos alrededor del cuello, murmuraba:

—Si ya eras atractivo, ahora estás terriblemente tentador y seductor.

«Te arrancaría los brazos y después la lengua, so perra», pensó Lizzy justo antes de oír al señor Scoth decir:

—William, ¿qué haces vestido así?

Sin querer permanecer un segundo más allí, la joven intervino:

—Si no desea nada más, señor, regresaré a mi trabajo.

Sin mirar atrás, salió de la habitación todo lo rápido que pudo, sin saber que William la había mirado deseoso de que no se marchara.

A la hora de la comida, mientras servía en el restaurante, vio a la imbécil de Adriana llegar del brazo de William, junto a los padres de ambos. Lizzy los miró. Y por el gesto de William supo que éste estaba bastante molesto. Es más, parecía enfadado.

Los cuatro se sentaron a una mesa y Lizzy, acercándose a su compañera Triana, le pidió que le cambiara la zona de servir. No quería verlos ni atenderlos. Sólo quería desaparecer. Triana, al entender lo que ocurría, asintió y fue a servirles.

Cuando Lizzy huyó del comedor, rápidamente salió a la terraza trasera y se encendió un cigarrillo. Lo necesitaba. Saber que aquella mujer tan sobona y estúpida había estado todo el día con él le provocó un ataque de celos tremendo; en ese momento, su teléfono sonó. Había recibido un mensaje.

«¿Dónde estás?».

Era él; molesta, respondió: «Fumando».

En el comedor, mientras oía hablar a su padre y a aquellos dos, William miró su móvil y rápidamente contestó: «No me gusta que fumes. ¿Dónde estás?».

Lizzy, sin querer decirle dónde se hallaba, estaba pensando qué responder cuando recibió otro mensaje que decía: «Si no me lo dices, le diré a Triana que te busque y te traiga ante nosotros».

Al leer aquello, la joven blasfemó y contestó: «Si haces eso, no me volverás a ver en tu vida».

Incómodo por no poder hablar con ella, William finalmente se disculpó y, tras decirle algo a Triana, mientras caminaba hacia su despacho escribió: «Te quiero en mi despacho en tres minutos o yo mismo te iré a buscar».

Lizzy miró hacia los lados. ¿Se había vuelto loco? Sin moverse, continuó fumando; recibió otro mensaje que ponía: «No hagas que mi yo más maligno salga. Ven al despacho ¡ya!».

En ese instante apareció Triana, que la miró angustiada, y Lizzy dijo:

—Vale… vale… ¡Iré!

Una vez hubo apagado el cigarrillo, salió por la parte trasera de la cocina y subió hasta la planta donde estaban los despachos. Al ver que la secretaria no se encontraba en su puesto, entró directamente. Allí se topó con un ofuscado William que, al verla, caminó directamente hacia ella, la cogió del brazo, la llevó tras una librería y, aplastándola con su cuerpo, siseó:

—Hueles a tabaco.

Con una sonrisa que a él lo bloqueo, ella susurró:

—Oh…, fíjate, ¿será porque he fumado?

William, con gesto serio, la miró y finalmente, dulcificando el rostro, dijo:

—No vuelvas a desaparecer así.

Dispuesta a contestarle, algo que seguramente lo enfadaría más, fue a hablar cuando él la cogió entre sus brazos y la besó. La aprisionó contra la librería y, haciéndole sentir su deseo, murmuró a la vez que ella protestaba al notar que le subía la falda del uniforme:

—Mi secretaria no está…

No hizo falta decir más. Las bragas de Lizzy volaron segundos después y, contra la librería, él la hizo suya, demostrándole cuánto la deseaba y recordándole que Adriana no era nada para él.

Una vez que hubieron acabado, cuando la soltó en el suelo y ella se puso las bragas, William la miró y, cogiéndola de una mano para que lo mirara, dijo:

—Esta noche tengo un compromiso para cenar y no sé a qué hora acabará.

—¿Con Adriana?

Como no quería mentirle, asintió.

—Ella trabaja para mi grupo empresarial y, aunque la cena nada tiene que ver con la empresa, es importante. —Al ver su gesto de desconfianza, añadió—: Es un tema que he de tratar con ella, con mi padre y otras personas. No desconfíes de mí. Pero mañana por la noche tú y yo tenemos una cita en mi casa y en mi cama. ¿Entendido?

Al final ella sonrió y William, al verla así, murmuró:

—Sonríe, Elizabeth. Estás preciosa cuando lo haces. Y, por favor, no te vayas del restaurante cuando yo esté; al menos, mientras estoy allí, te puedo sentir cerca.

Cinco minutos después, tras varios besos y algo más sosegados, abandonaban el despacho, retomaban sus trabajos y deseaban que llegara la noche siguiente para estar juntos.

Al día siguiente, cuando Lizzy llegó a trabajar, se sorprendió al no ver a William allí, pero se alegró cuando apareció un par de horas después. Esta vez iba vestido con su inseparable traje oscuro y su corbata. Su aspecto era serio. Demasiado serio y, cuando la miró, no esbozó ni una tímida sonrisa, y eso la mosqueó.

¿Qué había ocurrido?

Durante el día no lo vio. Estuvo reunido en su despacho y no bajó a comer ni pidió que nadie le subiera nada. A Lizzy los nervios la comenzaron a atenazar. ¿Y si había ocurrido algo con Adriana?

Cuando su turno de trabajo terminó, mientras caminaba hacia su coche recibió un mensaje: «A las ocho en mi casa».

Como un reloj, a las ocho de la noche ella llamaba al portero automático y luego entraba en la cara finca de la calle Serrano. Al salir del ascensor, William la estaba esperando. Sólo vestía un vaquero de cintura baja y no llevaba nada en el torso.

«Qué sexy», pensó Lizzy mientras él la besaba.

Al entrar, Lizzy se sorprendió al oír música… y sonrió al reconocer que se trataba del cedé que ella le había regalado en Toledo. Eso le gustó. Y se sorprendió aún más al ver una preciosa mesa para dos preparada en el salón, iluminado por una vela.

—Pensé que te gustaría cenar conmigo aquí.

Encantada, asintió. Nada le apetecía más que aquella intimidad.

—Desnúdate —le pidió él.

Sorprendida por aquello, lo miró y él aclaró:

—Cenaremos desnudos. No quiero privarme de nada el rato que estemos juntos.

Al ver su ceño fruncido, ella se acercó y preguntó:

—¿Has tenido un mal día?

William asintió.

—Sí. Pero sé que tú y tu sonrisa lo van a mejorar.

Abrazándolo por aquel bonito cumplido, Lizzy sonrió y cuchicheó:

—Haré todo lo que pueda para que disfrutes este rato y olvides todo lo que necesitas olvidar.

—Gracias, cielo —murmuró satisfecho por aquella positividad.

Tras besarse, comenzaron a desnudarse cuando de pronto sonó el portero de la casa. Ambos se observaron y William afirmó:

—No espero a nadie.

Entre risas, Lizzy se terminó de desabrochar la camisa y pocos minutos después sonaron unos golpes en la puerta de la casa. Se miraron y ambos oyeron la voz de Adriana que decía:

—William, amor. ¡Abre! Sé que estás ahí. Oigo la música y tenemos que hablar urgentemente.

Él maldijo. ¿Qué demonios hacía Adriana allí?

Rápidamente, Lizzy se comenzó a abrochar la camisa ofuscada, lo miró y siseó:

—¡Qué hace ella aquí!

—No lo sé —murmuró él.

Molesta por aquella intromisión, volvió a indagar:

—¿Qué es eso de que tenéis que hablar?

Desconcertado por aquello, no contestó; susurró, mientras se abrochaba los pantalones:

—Te he dicho que no lo sé.

Cada instante más enfadada, Adriana aporreó la puerta de nuevo y finalmente William gritó:

—Un segundo… estoy saliendo de la ducha.

Adriana, al oírlo, puso los ojos en blanco y cuchicheó:

—Amor, ni que nunca te hubiera visto desnudo.

—¡Será perra! —se quejó Lizzy al oír lo que decía.

En ese instante sonó el móvil de William. Era su padre. Lo cogió y, tras atender una corta llamada que lo hizo blasfemar, miró a la joven que tenía delante y anunció:

—Elizabeth, tienes que marcharte.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Con un gesto que la chica no supo descifrar, repuso:

—Ha ocurrido algo…

—¿Qué ha pasado?

William, sin responder ni mirarla, fue hasta la puerta y, al abrir, Adriana entró y dijo:

—Amor… ha sucedido algo horrible. —Acto seguido clavó sus ojos en la muchacha que estaba frente a ellos y preguntó con gesto tosco—. Y ésta, ¿quién es?

Durante unos segundos, William y Lizzy se contemplaron. Justo empezaba a sonar la canción Sé que te voy a amar[6]. Ella quería ver cómo la presentaba, pero finalmente, él se puso una camisa que había cogido del sillón y respondió:

—No es nadie importante, Adriana. Vámonos.

Bloqueada por aquella contestación, Lizzy lo miró. Y mientras William empujaba a la otra para salir de su casa cuanto antes, con un extraño gesto, miró a Lizzy y añadió:

—Cuando salgas, cierra la puerta, por favor.

Dicho esto, se marchó dejándola totalmente desconcertada debido a lo que había dicho de que no era nadie, mientras la canción hablaba de despedidas, ausencias y llanto.

Con piernas trémulas, se sentó en una silla y se dio aire con la mano.

¿Ella no era nadie importante?

Temblando de rabia, cogió un vaso de la mesa, lo llenó de agua y, tras beber, respiró hondo y murmuró:

—Vete a la mierda, William Scoth.

Dicho esto, apagó la música y las luces y salió de la casa con el corazón roto.

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