Capítulo 5

Aquella noche, tras una tarde plagada de indecisiones por su última conversación con William, Lizzy llegó al local con su amiga Lola, saludó con gusto a sus colegas y durante un buen rato conversó con ellos junto a la barra.

El día había llegado. Allí estaban dispuestos a pasarlo bien y Lizzy, tras dos cervezas, por fin se convenció a sí misma de que tenía que estar allí con sus amigos y no en otro lugar. Lo de William y ella no era real, mientras que sus camaradas sí lo eran.

Mientras hablaba con el Congrio, un tipo con dilataciones en las orejas y más tatuajes que poros en la piel, alguien la besó en el cuello y oyó:

Uoooolaaa, Lizzy la Loca.

Al volverse para mirar, vio a su amigo Pedro el Chato y sonrió.

Uoooolaaaa, Chato.

Pedro y ella eran amigos desde el jardín de infancia. Ambos vivían en el mismo barrio y se llevaban maravillosamente bien. Por un tiempo, Lizzy se olvidó de todo y se centró en hablar con él, quien le comentó que había roto con su novia. Al parecer, tras dos años de relación, Isabel se había colado por un rapero de Vallecas y había pasado de él.

Durante un buen rato, Lizzy estuvo escuchando al Chato y, por suerte, comprobó que llevaba la ruptura de fábula; como éste la vio tan atenta y callada, intuyó que algo le ocurría y entonces fue ella quien le contó lo que le estaba sucediendo con cierto madurito.

Pedro escuchó boquiabierto lo que le explicaba. ¿Se había liado con su jefe?

—Pero ¿te has vuelto loca?

Ella asintió y afirmó dando un trago a su bebida.

—Loquísima.

—¡Que es tu jefe!

—Lo sé… lo sé, pero…

—¿Te has acostado ya con él?

—No. Por raro que parezca, no me lo ha pedido. Es un caballero.

Sorprendido por aquello, soltó una risotada y Lizzy, al entenderlo, aclaró:

—Y no. No es gay. No se te ocurra ni pensarlo.

—¿Seguro? Mira que soy un tío y cuando…

—No es gay y lo sé ¡seguro! Es sólo que Willy es diferente. Es un hombre. Un gentleman, como mi padre, y las cosas las hace de otra manera. Y quizá, que no me meta mano con desesperación como si el mundo se acabara o mi pecho fuera el último del universo, es lo que me atrae. Es tan diferente a mí: tiene clase, elegancia, saber estar y… aunque suene a locura, ¡me gusta!

Pedro, tras dar un trago a su bebida, contestó:

—Hombre, si tú lo dices…

—Y tiene un morboooooooo y un trasero al que estoy deseosa de meterle mano… y ¡ufff, me tiene majareta perdida!

Su amigo sonrió. Nunca, en todos los años que conocía a Lizzy, la había oído hablar así de ningún chico. Sin duda, aquel hombre caballeroso y diferente le gustaba… y más de lo que ella quería admitir.

—A ver, loca. Todo lo que dices está muy bien, pero es tu jefazo. ¿Lo has pensado?

La chica se tapó los ojos. Cada vez que oía la palabra «jefazo», se le encogía el corazón, así que respondió:

—Lo he pensado y repensado, y estoy segura de que, una vez que nos acostemos, se olvidará de mí, porque…

—Eso no se sabe, tonta.

Lizzy suspiró y afirmó:

—Lo intuyo, Chato. En cuanto se acueste conmigo, su objetivo estará cumplido y ese caballero de brillante armadura pasará de mí totalmente. Esto es sólo algo sexual.

—¿Y tú pasarás de él?

—Por supuesto —se mofó—. Ya sabes que yo no creo en los cuentos de princesas, aunque mi madre me pusiera Aurora.

Su amigo sonrió, paseó con cariño su mano por el rostro de ella y, justo cuando iba a contestar, los componentes del grupo al que adoraban salieron al escenario y, emocionados al verlos, dejaron de hablar y regresaron junto a sus amigos para aplaudirlos.

Una hora después y tras varios temas, Lizzy cantaba feliz mientras bailaba y se divertía con sus amigos. Aquel grupo era buenísimo, ¡el mejor! No se arrepentía de haberse olvidado de todo para estar allí. No podía habérselo perdido.

William, que había llegado hacía un buen rato al local, observaba a Lizzy desde la distancia y la oscuridad. Estaba preciosa con su corto vestido vaquero y sus botas militares. Verla sonreír y bailar le llenaba el alma. Esa muchacha descarada de modales algo rudos le gustaba, lo atraía y lo hechizaba. Sin duda sería un error ir tras ella.

Con seguridad no querría nada con él. Él no era un divertido muchacho con el que bailar ni cantar, era más bien todo lo opuesto. Su posición social y su edad le pedían cosas diferentes a las que esa muchacha demandaba, y no podía dejar de pensarlo.

Pero, cada vez que ella prodigaba muestras de cariño al tipo que estaba a su lado, se encelaba como un crío y se sentía fatal. ¿Quién era ése?

De pronto comenzó un nuevo tema y, al ver que todo el mundo empezaba a saltar, Lizzy la primera, William sonrió… y aún más al descubrir que se trataba de Puedes contar conmigo[4].

Divertido, vio cómo Lizzy cerraba los ojos al entonar la canción mientras daba botes y, sin dudarlo, supo que en ese instante lo estaba recordando a él, mientras el grupo del escenario y todo el público cantaban.

Aquella letra.

Aquella canción.

Aquella locuela que canturreaba y brincaba.

Todo ello, a William, un hombre que nada tenía que ver con los jóvenes que saltaban y bailaban desinhibidos, le hizo enamorarse más y más de aquella muchacha e intuyó que su locura no sólo se trataba de sexo. Sin duda ella le provocaba algo más, y ese algo le aceleraba como nunca el corazón.

Jamás había creído en los flechazos, pero, por primera vez en su vida, su corazón, su cuerpo, su cabeza, le hicieron entender que aquello había sido un flechazo y que Cupido le había dado de lleno con sus flechas de amor.

Como pudo, sin acercarse a ella, la observó durante todo el concierto. No quería interrumpirla. No quería molestarla. Sólo quería que lo pasara bien. Cuando el espectáculo terminó, sin dudarlo, fue hasta ella sorteando a la gente y, cuando la tuvo delante, la agarró por la cintura y, acercándola a él, le susurró al oído:

—Un café con sal. ¿A qué me recuerda eso?

Sorprendida por aquello, lo miró y parpadeó. Pero antes de que ella pudiera decir algo, él le soltó la cintura para agarrarle la mano:

—¡Vamos! Ven conmigo.

Boquiabierta, embobada y aturdida, como pudo se espabiló y de un tirón recuperó su mano mientras preguntaba:

—¿Qué haces tú aquí?

William, tan trajeado, llamaba la atención; ofuscado, siseó:

—He venido a por ti, ¡vamos!

Pedro, sorprendido al ver a aquel hombre, miró a su amiga e, intuyendo que era el tipo maduro del que le había hablado, dijo sonriendo:

—Adiós, loca, ¡pásalo bien!

Como una autómata y sin saber si aquello era lo que quería o no, lo siguió hacia la salida y una vez fuera del local ella se paró y le preguntó:

—¿Se puede saber qué haces aquí?

William, arrebatado por el deseo que sentía por ella, de un tirón la acercó hasta él y a escasos milímetros de su boca la interrogó:

—¿Quién era el tipo con el que estabas tan cariñosa?

Boquiabierta por aquella cuestión, pensó en Pedro y, sin sonreír, respondió:

—Un amigo.

—¿Tus amigos te besan en el cuello?

Aquella pregunta le hizo gracia y contestó:

—Si fuera un ex, te aseguro que no me lo habría besado.

Durante varios segundos, ambos se miraron a los ojos y, cautivado totalmente por ella, él murmuró sorprendiéndola:

—Llevo toda la noche mirándote como un idiota y hasta tus botas militares me parecen ya encantadoras. Y, ahora que te tengo a mi lado, sólo puedo decirte que te deseo, Elizabeth, te deseo salvajemente con toda mi alma y con todo mi ser, y necesito preguntarte sí tú sientes ese deseo salvaje por mí.

Lo sentía. Claro que sí, y más tras aquellas palabras; sin poder negarlo, asintió hechizada y William sonrió. Aquella sonrisa tan sensual, tan segura y cargada de morbo le puso el vello de punta a Lizzy, y él, tras darle un rápido beso en los labios, propuso:

—Vamos. Acompáñame.

Sin soltarse de su mano, caminó por la calle hasta que William paró un taxi. Una vez dentro, él dio una dirección y, cuando llegaron a la calle Serrano y el taxi paró, dijo:

—Tengo un ático aquí. ¿Quieres que subamos?

Consciente de lo que significaba aquella invitación y deseosa de él, la joven asintió sin dudarlo. William pagó la carrera y de la mano entraron en el lujoso portal. Era impresionante.

En el ascensor, William no la besó como ella esperaba. Se limitó a mirarla con intensidad y, cuando aquél se detuvo y se abrió, la invitó a salir.

En el rellano ambos se miraron y William, tras abrir la puerta con la llave, dijo incitándola a entrar:

—Adelante. Estás en tu casa.

Con inseguridad, ella entró. Tanto lujo la apabullaba. Una vez dentro, William cerró la puerta del apartamento y encendió las luces. Al iluminarse la estancia, Lizzy suspiró. La entrada de aquella casa era enorme.

—Ven conmigo —pidió él cogiéndole la mano de nuevo. La condujo hasta un amplio salón de suelos de madera oscura. Una vez allí la soltó y se dirigió hacia un mueble bar—. ¿Qué quieres beber?

—Lo mismo que tú —respondió con la boca seca.

William sonrió. Se preparó un whisky para él y a ella le sirvió una Coca-Cola. Sin duda Lizzy agradecería más aquella bebida. Mientras ella miraba con curiosidad todo a su alrededor, él la observaba con disimulo.

Aquel lugar era impresionante y, aunque la decoración no resultaba totalmente de su agrado, no le cupo duda de que aquellos muebles eran antigüedades.

Se acercó hasta ella y le entregó el vaso con el oscuro líquido chispeante.

—¿Estás asustada? —preguntó mirándola con profundidad a los ojos al verla tan callada. Ella negó con la cabeza, asombrada por la pregunta—. Te hubiera hecho el amor el día en que te vi en el Starbucks. Te hubiera hecho el amor en mi despacho. Te hubiera hecho el amor sobre una de las mesas del restaurante. Te hubiera hecho el amor en el ascensor. Te…

Ella no lo dejó continuar. Le puso un dedo en los labios y murmuró:

—No hables más y házmelo.

Encantado con aquella invitación, William la acercó a su cuerpo y la besó con tal ardor, exaltación y fogosidad que esta vez Lizzy sí que se asustó y dejó el vaso que tenía en la mano sobre una mesita.

William, consumido por la excitación, tomó con mimo y delirio aquellos deseados labios, esa boca que lo llevaba volviendo loco durante demasiadas noches y lo disfrutó. La devoró con ansia, con ambición, con propiedad, mientras sentía cómo ella le quitaba la americana y, cuando ésta cayó al suelo, ella murmuró:

—Ni se te ocurra agacharte a recogerla.

Oírle decir aquello le hizo sonreír y, apretando sus manos en aquel duro y redondo trasero, musitó:

—Sólo me interesa darte placer, Lizzy la Loca.

Encantada por aquella respuesta, sonrió y, tras desabrocharse los botones del vestido vaquero que llevaba, lo dejó caer ante él, quedando vestida sólo con las bragas, el sujetador y las botas militares. Instantes después, el sujetador también cayó.

—Eres preciosa.

Ella sonrió y con delicadeza le quitó la corbata, se la ató a su cintura y cuchicheó:

—Quizá la use para atarte mientras te hago el amor.

Enloquecido por lo que proponía, William suspiró y Lizzy sintió que se derretía.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó sin dejar de mirarlo mientras se desabrochaba el sujetador y lo dejaba caer.

La recorrió con una mirada morbosa y plagada de lujuria, y afirmó mirando sus erectos pezones:

—Mucho.

Acalorado por el descaro que aquella joven de veinticuatro años le mostraba en todo lo referente al sexo, sonrió y, dejándose de remilgos, la miró desde su altura y murmuró mientras agarraba la corbata que ella tenía atada en la cintura:

—Ven aquí.

Se acercó mimosa y, cuando William la cogió del trasero y se lo apretó, ella hiperventiló al oírle decir mientras le chupaba el lóbulo de la oreja:

—Tienes veinticuatro años y yo treinta y seis, pero el influjo que ejerces sobre mí es increíble. Tú, con tu corta edad, has derribado mis defensas para volverme loco como nunca antes una mujer lo había conseguido. —Ella sonrió y, excitado, murmuró—: Llegados a este momento en el que ambos deseamos continuar, he de decirte que en temas de sexo soy muy impulsivo, ardiente y apasionado, y no el hombre reservado que conoces. ¿Entiendes lo que digo?

Excitada por sus palabras y por lo que a través de ellas podía intuir, lo miró y, sin querer entender a qué se refería, negó con la cabeza; él añadió:

—Hablo de que me gusta disfrutar al máximo del sexo. Hablo de que no habrá barreras para que tú y yo alcancemos el máximo disfrute. Hablo de que te haré gozar de mil y una maneras, pero a cambio espero que tú también me hagas disfrutar a mí.

Casi sin respiración, asintió y se percató de que por primera vez en su vida iba a estar con un hombre. William, con gesto serio y morboso, la miró. Le cogió la mano y, metiéndola junto a la de él en el interior de sus bragas, murmuró lentamente mientras la tocaba y la incitaba a tocarse:

—Soy exigente y muy posesivo con lo que deseo.

Una vez dicho esto, hizo que ella misma se introdujera un dedo en su húmeda cavidad. La incitó a masturbarse ante él y, cuando el rostro de Lizzy estuvo rojo de pudor, le pidió que se sacara el dedo y, mirándola a los ojos, lo chupó y, una vez se hubo relamido, siseó:

—Me moría de deseo por saborearte.

Hechizada y encendida por aquel acto y por el poder que de pronto él parecía tener sobre ella sin apenas moverse, notó cómo él, aún vestido, le bajaba las bragas. Una vez se las hubo quitado, la miró a los ojos mientras su mano paseaba ahora por su húmeda vagina con total tranquilidad.

—En mi vida diaria puedo ser un anodino y aburrido hombre de negocios que pasa desapercibido —murmuró con voz ronca—. Pero en el sexo, el disfrute y el placer, te aseguro que soy todo lo contrario. Pero no temas, Lizzy la Loca, nunca haré nada que tú previamente no me hayas autorizado. No me excita el dolor. Me excita la complacencia, el morbo y el deleite. ¿Tú deseas eso también?

Agitada por lo que escuchaba y por lo que le hacía sentir, Lizzy abrió la boca y se la ofreció junto al resto de su cuerpo. William, sin dudarlo, aceptó aquel ofrecimiento tan lleno de deseo.

En el silencio de la casa, la besó con gusto mientras las impacientes manos de ella le desabotonaban la camisa; ésta cayó al suelo y, posteriormente, le desabrochó y quitó los pantalones y los calzoncillos.

Cuando quedó desnudo ante ella, William, con una cautivadora sonrisa, la miró y le preguntó tal como había hecho ella anteriormente:

—¿Te gusta lo que ves?

Aquella chulería, tan poco propia de él, la hizo sonreír, y más cuando le oyó decir mientras ella le agarraba el pene con seguridad para tocárselo:

—Te haré gritar mi nombre de placer, Elizabeth.

Con la boca seca por el deseo, cuando tocó aquel enorme miembro, erecto y listo para ella, jadeó y supo que gritaría su nombre a los cuatro vientos.

Como un lobo hambriento, William se dejó de remilgos y, agarrando a Lizzy, la acercó a su cuerpo. Su fuerte miembro chocó contra ella y, tras besarla, la cogió entre sus brazos y se la llevó hasta una oscura habitación.

Al entrar, sin encender la luz, la dejó sobre una enorme cama y murmuró sobre su boca:

—Ahora, sin quitarte esas botas militares que tanto adoras y que tanto me excitan en estos momentos, quiero que abras las piernas y te masturbes para mí, mientras me coloco un preservativo… ¿lo harás, Elizabeth?

Exaltada, asintió y, bajo su atenta mirada, se abrió de piernas y ella misma se introdujo un dedo lentamente para que él lo observara.

Acto seguido, él encendió la luz de la lamparita de la mesilla, abrió un cajón y sacó una caja de preservativos.

Sin quitarle los ojos de encima, regresó frente a ella y, tras coger un condón, tiró la caja sobre la cama y, mirándola, se lo puso mientras exigía:

—Nuestra música serán tus jadeos y posteriormente los de ambos. Eso es… No cierres las piernas… Así… quiero ver tu sensualidad… Sí… tócate… tócate para mí.

Excitada por sus palabras, su mirada, el momento, el deseo, la locura y el frenesí, prosiguió masturbándose para él… A continuación él se agachó ante el manjar que ella le ofrecía sin reparos, le sacó el dedo del interior de la vagina y de nuevo se lo chupó.

Lizzy fue a moverse para mirarlo, pero él dijo:

—No te muevas y no cierres las piernas. Abiertas… eso es… Bien abiertas para mí.

Con la respiración a mil, obedeció.

William y su exigente manera de hablarle en aquel momento la estaban volviendo loca. Aquello nada tenía que ver con sus anteriores experiencias. Aquello era morbo en estado puro.

—Eres deliciosa, Elizabeth… deliciosa —murmuró él gustoso mientras le retorcía los pezones y posaba la boca sobre su ombligo.

Cuando sintió cómo la tocaba para estimularla y con su caliente boca la besaba hasta bajar a su monte de Venus, Lizzy jadeó.

—Ábrete con los dedos para mí y levanta las caderas hacia mi boca —le pidió William.

Locura. ¡Aquello era pura locura!

Ella obedeció y se expuso totalmente a él. Como un maestro, William la chupó y la succionó. Cuando se centró en el clítoris, extasiada le agarró la cabeza y lo apretó contra ella, perdiendo la poca cordura y vergüenza que le quedaban hasta gritar su nombre y pedirle que no parara, que continuara.

Encantado al oírla, sonrió. La agarró de las caderas y, abriéndola a su antojo, la despojó de todo, quedándose todo para él. Enloquecida por aquello, cerró los ojos y jadeó mientras se apretaba contra él, deseosa de dar y recibir más.

Con destreza y posesión, William movió su lengua sobre aquel hinchado botón del placer, mientras ella temblaba y se humedecía mil veces volviéndolo literalmente loco.

Cuando la tuvo totalmente entregada a él, le introdujo un dedo en la vagina y, sin ninguna inhibición, otro en su apretado ano. Ella gimió de placer y abrió los ojos.

—Todo lo que me ofrezcas será mío… todo —susurró mirándola.

Lizzy asintió. Todo… le ofrecía todo de ella y anhelaba que lo tomase.

Durante varios minutos ella movió sus caderas en busca de su desmesurado placer y William, cuando no pudo más, sacó los dedos del interior de ella y, acomodándose sobre sus caderas, guio su duro e impaciente pene y, sin apartar los ojos de los de ella, la penetró.

La joven se arqueó y jadeó. El placer era extremo y sus piernas mecánicamente se abrieron más para recibirlo mientras se apretaba contra él. William sonrió y, cuando sintió los tobillos de ella cerca de sus nalgas, mirándola, murmuró:

—Me gusta poseerte. ¿Te gusta a ti?

—Sí… sí…

Loco por su reacción, su boca y su entrega, apretándose de nuevo contra ella la volvió a penetrar con fuerza. Ella gritó y él le cogió las manos y se las puso sobre la cabeza; los jadeos y los gemidos de ambos se mezclaron como una canción.

Una… y otra… y otra vez… se hundió en ella consiguiendo que el placer mutuo fuera increíble. Ambos jadeaban. Ambos gritaban. Ambos gozaban. Y ambos querían más.

—Disfrutas…

Lizzy asintió y él, con fuerza, la embistió y sintió cómo su vagina se contraía para recibirlo.

—¿Te gusta así? —insistió mientras la embestía de nuevo.

—Sí… sí… —consiguió balbucear enloquecida.

Repetidas penetraciones que los dejaban a ambos sin aliento se sucedieron una y otra vez. El deseo era tal que el agotamiento no podía con ellos. Aquello era fantástico y William, cambiándola de posición, volvió a darle lo que ella tanto exigía y él deseaba ofrecer.

—Willy… ¡Oh, Dios!

—Elizabeth… —balbuceó él vibrando al sentirse totalmente dentro de ella.

Ambos temblaron. Aquello era maravilloso y, cuando él tomó aire, ordenó:

—Dame tu boca.

Aquella exigencia tan cargada de morbo y deseo la excitó aún más. Ella se la entregó y él la besó y tragó sus gritos de placer mientras él la empalaba sin descanso, hasta que el clímax les llegó y ambos se dejaron llevar por la lujuria y el rotundo placer.

Un par de minutos después, y una vez que sus pulsaciones se acompasaron, William, que se había dejado caer a un lado en la cama, la miró y susurró:

—Ha sido increíble, Elizabeth.

Extasiada por cómo aquel hombre le había hecho el amor, asintió y afirmó todavía sin resuello:

—Flipante, Willy.

Oír cómo lo llamaba por aquel diminutivo le hizo sonreír; luego Lizzy cuchicheó:

—Eres una máquina de dar placer.

—Tú también, preciosa Elizabeth.

Divertido, tras decir aquello soltó una risotada y todavía con el pulso acelerado fue a hablar cuando ella añadió:

—Nadie… nadie me había hecho el amor así.

A William no le gustó pensar en otro haciéndole el amor y, con gesto serio, murmuró:

—Desafortunado comentario, Elizabeth.

Ella lo miró y, frunciendo el ceño, gruñó:

—¿Desafortunado? Pero si acabo de decirte que eres increíble y un maquinote en el sexo.

—Sobra el haber mencionado que otros hombres te han poseído. Eso sobra en este momento, ¿no lo entiendes?

Al hacerlo, ella asintió; él tenía razón y siseó:

—Es verdad, te pido disculpas.

Sin ganas de polemizar por aquello, finalmente él sonrió y, hundiendo la nariz en su pelo, dijo:

—Me gusta dominar en la cama, cielo, y luego querré atarte las muñecas y los tobillos para hacerte mía y sentirte vibrar bajo mi cuerpo. ¿Te agrada la idea?

Escuchar lo que proponía y cómo lo decía la puso a mil por hora y asintió. William sonrió y, al ver en ella una buena compañera de juegos, la besó, la cogió en brazos y murmuró:

—Vayamos a la ducha…

Allí, bajo el agua, ella se sació de su pene hasta que William la arrinconó contra las baldosas y de nuevo le hizo el amor con posesión y deleite. Eran dos animales sexuales y lo sabían. Lo comprobaron y lo disfrutaron.

Así estuvieron durante horas. No hubo una sola parte de sus cuerpos que no se besaran, que no se poseyeran, que no gozaran, hasta que a las seis de la mañana, agotados, se durmieron uno en brazos del otro.

A las siete y media, Lizzy se despertó sobresaltada. ¿Cómo se había podido quedar dormida?

Al mirar la hora, suspiró. Sus padres seguro que ya se habrían levantado y la estarían esperando preocupados en la cocina. Si hubiera sabido que iba a pasar la noche fuera, los habría avisado y todos hubieran estado tan contentos.

Sin muchas ganas, se levantó con cuidado de no despertarlo y buscó su ropa. Una vez vestida, lo miró. ¿Querría volver a estar con ella o con aquel encuentro ya se daba la relación por terminada?

Le hubiese encantado darle un beso de despedida, pero sabía que, si lo hacía, lo despertaría, así que se dio la vuelta, tras una increíble noche, y se marchó. Debía regresar a su casa o su madre comenzaría a llamar a todos los hospitales, buscándola.

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