Capítulo 2

Pipipipiiiiiiii… Pipipipiiiii…

Cuando sonó el despertador a las seis menos cuarto de la mañana, Lizzy se quiso morir. Estaba agotada. Apenas había dormido cuatro horas y eso la mataba.

Tras desperezarse, se sentó en la cama, resopló, se levantó y se encaminó a la ducha. Allí se quitó el vendaje que llevaba en el codo sin mirar demasiado. No quería marearse.

Cuando el agua comenzó a correr por su cabeza murmuró:

—¡Qué placer!

Durante varios segundos se apoyó en la pared de la ducha mientras el agua resbalaba por su cuerpo; la imagen del hombre con el que había terminado la noche cruzó por su mente y suspiró. Pensar en él, en su sonrisa, en su mirada y en su segura más que potente virilidad le calentaba el alma y, sin saber por qué, se pasó las manos por el cuerpo hasta llegar a su ombligo. Allí paró y, sonriendo, dijo:

—Lizzy… Lizzy… ¡No alucines!

Suspiró tratando de olvidar lo que segundos antes imaginaba y terminó rápidamente su ducha. Una vez que se hubo vestido, y ya más despejada, se dirigió hacia la cocina, donde cada mañana sus padres la esperaban tomando café.

—Buenos días, mi preciosa Elizabeth —saludó su padre.

Con una candorosa sonrisa, se aproximó al hombre que adoraba y lo besó en la mejilla. Luego se acercó a su madre para besarla y, mientras se servía un café, preguntó guiñándole un ojo a su padre:

—Mamá, ¿has hecho tostadas?

La mujer le puso rápidamente un platito delante y, satisfecha, contestó:

—Por supuesto, Aurora. Sé que te gustan mucho.

Su padre le guiñó un ojo y Lizzy, encantada, sonrió. Sabía lo importantes que eran aquellos pequeños detalles y no le costaba nada hacerle saber a su madre lo mucho que aquellas tostadas representaban para ella.

—Mamá, ¿qué planes tenéis para hoy? —se interesó mientras desayunaba.

—Iré a comprar fruta al mercadillo y luego, esta tarde, tu padre y yo nos iremos a casa de tu tía Lina a jugar unas partidillas al mus. Por cierto, ese amigo tuyo, el Garbanzo, cada día tiene más pinta de delincuente.

—¡Mamá!

—Ni mamá, ni memé, Aurorita. Pero ¿qué se ha hecho en las orejas ese muchacho? Si parece un batusi. ¡Qué disgusto debe de tener su madre!

Lizzy no pudo evitar reír; el Garbanzo llevaba meses dilatándose los agujeros de las orejas.

—Sólo pido al cielo que nunca te enamores de un hombre que lleve las orejas así ni… —prosiguió su madre.

—Ni que lleve pearcing, ¡ya lo sé, mamá! —la interrumpió ella.

Su madre suspiró. No entendía a la juventud actual y, mirando el pelo de su hija, protestó:

—Mira tu cabello. ¡Ay, qué pena, hija mía! Con la bonita melena que tienes, ¡menudo crimen te has hecho rapándote un lado de tu hermosa cabeza!

—Mamáaaaaaaaaa…

—Vale. Me callo… Mejor me callo y no digo nada más.

Dicho esto, salió de la cocina y Lizzy sonrió, aunque sintió pena por no ser la princesita que su madre anhelaba. Su padre, que había seguido la conversación en silencio, miró a su hija y murmuró:

—A mí tampoco me gustan los chicos agujereados, cariño, y sé que tú serás algo más selectiva.

Dispuesta a cambiar de tema, se le acercó y cuchicheó con sorna:

—Jugar al mus. ¡Qué planazo!

Durante un rato comentó con su padre las noticias que éste leía en su tableta. Desde que le había regalado aquel juguetito, él era feliz, aunque de vez en cuando se aturullaba dándole a todo lo que salía en la pantalla y la liaba.

Cuando se acabó el café y las tostadas, la joven se levantó y, tras percatarse de que él la miraba con una ternura increíble, le dijo mientras le daba otro beso en su regordeta mejilla:

—Me voy a trabajar. Hasta luego, guapetón.

Él, encantado con la jovialidad y el cariño que la chica le demostraba todos los días, respondió a la vez que le guiñaba un ojo:

—Hasta luego, Elizabeth. Que tengas un buen día.

Cuando llegó al hotel, eran las siete menos diez. Rápidamente, se cambió de ropa en el vestuario frente a las taquillas, se puso su uniforme y corrió al restaurante, donde comenzó a servir desayunos mientras tarareaba la suave música que sonaba por los altavoces.

Su trabajo le gustaba, aunque a veces, cuando hacía algún extra como el de la noche anterior, al día siguiente estaba agotada.

—Buenos días…

Aquella voz la sacó de su ensimismamiento y, al mirar, se encontró con el guapo y apuesto hombre de la noche pasada. Pero ¿no le había dicho que no estaba alojado en el hotel?

Sin muchas ganas de confraternizar con nadie, Lizzy asintió con la cabeza y, aún molesta porque, en cierto modo, el día anterior él la había llamado fea en su cara, cogió una bandeja vacía y, sin mirar atrás, entró en las cocinas.

Allí se sentía a salvo. Pero cinco minutos después tuvo que salir. Aquél era su trabajo y él continuaba sentado a la misma mesa que minutos antes.

Lo miró de reojo. Estaba muy elegante, vestido con aquel traje oscuro, la camisa celeste y corbata. Demasiado elegante para su gusto. Él, al verla, se levantó y caminó hacia ella con decisión.

Sin querer darse por enterada de que iba a su encuentro, suspiró cuando oyó a su lado:

—Buenos días, Elizabeth.

Incómoda por la familiaridad con que la trataba en el trabajo, murmuró:

—Buenos días, señor.

Sin más, se separó rápidamente de él. Tenía que seguir preparando mesas para los comensales, pero él la siguió y le preguntó:

—¿Has descansado?

—Sí, señor.

Al ver la distancia que la muchacha marcaba entre ellos, a pesar de que el comedor estaba prácticamente desierto, murmuró:

—Te he llamado por tu nombre. ¿Qué tal si me llamas por el mío?

—Señor, estoy trabajando y le rogaría que me dejara hacerlo.

Ahora era ella la que marcaba las distancias y con rapidez se separó de él, pero a los dos segundos ya volvía a tenerlo detrás. Tras comprobar que nadie los observaba, le siseó:

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere ahora?

—¿No te permiten hablar con los huéspedes del hotel? —le preguntó divertido.

Con ganas de degollarlo, clavó sus ojos en él y murmuró:

—Mire, señor, dejemos algo claro: yo trabajo aquí y usted, al parecer, se aloja aquí. Creo que, con ese simple matiz, ya se lo he dicho todo. —William sonrió y ella añadió—: Por lo tanto, una vez aclarado ese detalle, haga el favor de regresar a su mesa para que yo pueda seguir con lo que tengo que hacer o mi jefe de sala me llamará la atención y yo pagaré algo que usted ha iniciado.

—¿Cómo está tu herida del codo? —se interesó él haciendo caso omiso a su comentario.

—Bien.

—Pero, bien, ¿cómo?

—Y daleeeeeeeeeee… ¿Es que no me ha oído? —Y al ver que esperaba una contestación, agregó—: Está perfecta. Es usted perfecto curando… ¿Contento con la respuesta?

—Sí.

—Pues me alegro.

De nuevo se alejó de él. Se dirigía hacia las bandejas calientes para revisarlas cuando oyó:

—¿Por qué estás de tan mal humor?

«Dios mío, dame pacienciaaaaaaaaaaaaaa», pensó cerrando los ojos. Y, cuando los abrió, sin mirarlo, insistió en que la dejara en paz al ver entrar a su jefe de sala en el restaurante.

—Haga el favor de regresar a su mesa, señor. Mi jefe acaba de entrar y no quiero líos. Si necesita cualquier cosa, pídamela y yo se la llevaré a la mesa encantada.

De nuevo se alejó, esta vez en dirección a las cocinas.

«¡Vaya un pesadito!».

William, al ver que se marchaba, caminó hacia su mesa y se sentó. Había ansiado el momento de volver a verla, cosa que parecía que en el caso de ella no había sido así. Sonó su móvil y rápidamente contestó. Mientras hablaba, vio a la joven salir otra vez de las cocinas y la siguió con la mirada.

Aquella manera de andar y su descaro al contestar le atraían. Aquélla era la mujer más real que se había acercado a él en su vida. Cuando colgó el teléfono, vio entrar a unos chicos en el comedor que no dejaban de mirarla, por lo que en un tono alto y claro, para que todo el mundo lo oyera, le pidió:

—Señorita, por favor, sería tan amable de traerme un café con leche.

Molesta al ver que su jefe de sala la miraba e indicaba con la cabeza que hiciera lo que aquel cliente pedía, Lizzy dejó lo que estaba haciendo, se encaminó hacia la mesa donde estaban las tazas y el café y, tras servirle uno y añadirle leche, se lo dejó sobre la mesa.

—Su café con leche, señor.

—Gracias —dijo y, mirándola con sorna, preguntó—: ¿Le ha echado usted azúcar?

—No.

Sin dejar de sonreír ante el gesto de la chica, añadió:

—Entonces, por favor, ¿sería tan amable de acercarme un sobrecito? O mejor —se corrigió entregándole la taza—, échemelo usted.

Lizzy deseó cogerlo de la cabeza y arrancársela.

¿Por qué no se ponía él el puñetero azúcar?

Observó a su jefe y vio que atendía a otros clientes y después salía del comedor. Eso la tranquilizó. Luego miró a ese hombre que parecía disfrutar incomodándola; con servilismo, cogió la taza que le tendía y murmuró:

—Por supuesto, señor, ahora mismo.

Entre refunfuños internos, caminó hacia la mesa en la que estaban la mermelada, la mantequilla y el azúcar, mientras la música que sonaba suavemente por los altavoces del restaurante le hizo canturrear.

Al escuchar aquella canción, Puedes contar conmigo[2], sonrió. Le encantaba el grupo musical La Oreja de Van Gogh, y pensar que en unos días iría a uno de sus conciertos privados en Madrid, le alegró el momento.

Al llegar a la mesa cogió el sobre de azúcar, pero de pronto el demonio interno de Lizzy la Loca, ese que le hacía cometer disparates de vez en cuando, le hizo soltarlo y canturrear:

—Un café con sal…

Con disimulo, observó al tipo estirado y, sin dudarlo, cogió un sobrecito de sal, lo abrió y, sin pensar en las consecuencias, lo echó en el café y lo removió.

A continuación, caminó hacia la mesa donde él la esperaba tranquilamente ojeando el periódico y, cuando dejó la taza ante él, murmuró:

—Su café con leche, señor, ¡que le aproveche!

William la miró y vio cómo el gesto pícaro de ella se esfumaba al ver entrar de nuevo a su jefe en el restaurante y dirigirse directamente hacia ellos.

«Joder… joder… ¡me ha pillado!», supuso desconcertada.

Instantáneamente se arrepintió de su acción. Pero ¿qué bicho le había picado para echarle sal en el café?

¿Se había vuelto loca?

Pensó en cómo arrebatárselo antes de que el estropicio llegara a más, pero el jefe de sala se acercaba hasta ellos y ya nada se podía hacer para remediar el inminente desastre.

—¿Todo bien por aquí, señor Scoth? —preguntó parándose cordialmente junto a la mesa.

William, que en ese instante acababa de dar un sorbo, notó el sabor de aquel brebaje y quiso escupir. Aquello parecía matarratas… Sin embargo, al ver que la joven estaba descompuesta mirándolo, intentó controlar su gesto y, deglutiendo la bazofia que le había servido, respondió con seguridad.

—Todo perfecto.

Lizzy se quiso morir. El trago que acababa de darle al café con sal tenía que haberle sabido a rayos y centellas y, cuando su jefe se alejó, se mordió el labio inferior y, arrepentida por lo que había hecho, susurró llenándole un vaso con agua fresca:

Aiss, Dios míooooooo… Lo siento… lo siento…

—¡Cállese! —siseó él.

—Se me nubló la mente y salió Lizzy la Loca. Perdí la razón por un instante y yo… le eché sal en vez de azúcar y… Oh, cielossssss…, lo sientooooooooooo de todo corazón y le pido millones de disculpas.

Con mal sabor en la boca, el hombre se levantó y rechazó el vaso de agua que ella le ofrecía. Lo que acababa de hacerle era una falta muy grave, intolerable.

Lizzy, asustada y arrepentida por su mala acción, se encogió, y él, mirándola desde su impresionante altura, le advirtió mientras se agachaba hacia su cara:

—Aléjese de mí antes de que haga que la despidan.

—Lo sientooooooooooo.

—Fuera de mi vista o le juro que…

Pero no pudo continuar. En ese momento se oyó un estruendo en la sala. Su jefe se había resbalado y estaba espatarrado en el suelo. Sin tiempo que perder, los dos acudieron en su ayuda y William, al ver que aquél tenía sangre en la frente, dijo:

—Elizabeth, no mires.

—¿Por qué? —Y al hacerlo murmuró—: Oh, Diosssssssssssssssss… Tiene… tiene… sang…

William la asió de la cintura con celeridad antes de que cayera desplomada. Era la segunda vez que la sostenía entre sus brazos en menos de veinticuatro horas. Durante unos instantes, le miró su delicado rostro y finalmente, al ver al hombre en el suelo, la llevó hasta uno de los sillones.

Instantes después aparecieron en el comedor varios camareros.

—Llamen a una ambulancia —pidió William. Luego miró a Triana, la amiga de la joven, que se les acercaba y añadió—: Ocúpese de ella mientras yo me encargo de él.

Triana asintió.

—Sí, señor.

Media hora después, Lizzy, ya repuesta de su desmayo, andaba junto a Triana cuando vio que William entraba en el hotel. Él aceleró el paso para acercarse hasta ella y, cuando estuvo a su lado, le preguntó mirándole a los ojos:

—¿Te encuentras bien, Elizabeth?

Triana, sorprendida porque aquel caballero conociera el nombre de su amiga, la miró.

¿Desde cuándo Lizzy se tuteaba con aquel hombre?

La joven, atosigada por la mirada de ambos, murmuró:

—Sí, señor. Gracias.

La compañera, al intuir que sobraba por cómo la miraba él, se excusó para alejarse.

—He de regresar ¡urgentemente! a la cocina.

Una vez que se quedaron solos, él, sin quitarle el ojo de encima a la joven, dijo:

—Sin duda, ves una gota de sangre y te mareas. Nunca te podremos contratar como enfermera.

A ella aquello le hizo gracia y, mirándolo, cuchicheó:

—Siento lo del café. Fue una tontería y…

—Francamente estaba asqueroso —la cortó—. No es algo que una camarera que se precie de trabajar en este hotel deba hacer. Pero —sonrió—, si eso ha hecho que me vuelvas a sonreír, habrá merecido la pena ese sorbo de café con sal.

Ambos sonrieron. Lizzy se sentía muy acalorada por cómo la contemplaba y trató de escabullirse.

—He de regresar al trabajo. Gracias por todo.

Con rapidez, él se movió y, tras cogerle la mano, se la besó con delicadeza. Aquel gesto tan caballeroso que su padre siempre hacía cuando le presentaban a una mujer le hizo gracia y, tras guiñarle un ojo, se marchó. Debía continuar trabajando.

Cuando entró en las cocinas, Triana fue a su encuentro, la asió de la mano que él acababa de besar y le preguntó:

—¿Qué me tienes que contar?

Al oír aquello, Lizzy sonrió y, antes de poder decir nada, Triana insistió.

—¿De qué os conocéis? ¿Por qué sabe tu nombre?

La joven se encogió de hombros y respondió:

—Anoche, cuando me despedí de ti e iba hacia Paco, un coche casi lo atropella… y yo lo salvé.

—¿Que lo salvaste?

Lizzy asintió y siseó para que nadie la oyera.

—Me lancé contra él como si fuera un jugador de rugby y el resultado fue que sigue vivo y coleando y yo me destrocé un codo —explicó enseñándole el apósito que se había puesto después de ducharse.

Incrédula, Triana murmuró:

—Eso es fantástico.

—¿Es fantástico tener el codo así? —se mofó.

Triana, todavía sorprendida por aquello, indicó:

—Eso te habrá hecho ganar muchos puntos con ese increíble caballero.

—¿Puntos? ¿Para qué?

—Para que no te despidan. Ya sabes que están haciendo reestructuración de plantilla y tú eres de las últimas en llegar.

Al recordar lo que había hecho con el tema del café con sal, susurró:

—Lo dudo.

—No digas tonterías —insistió Triana y, al ver que ella la miraba, preguntó—: ¿No me digas que no sabes quién es ese trajeado inglés? —Lizzy negó con la cabeza y Triana cuchicheó—: Es el dueño del hotel, ni más ni menos.

Al oír aquello, Lizzy se agarró a la mesa más cercana.

No sólo había llamado hortera a los padres de aquel tipo, entre otras lindezas, además le había dado aquel maldito café con sal; mirando a su amiga, murmuró convencida de su corto futuro allí:

—Creo que, ahora que sé quién es, tengo todos los puntos para que me despidan la primera.

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