Capítulo Tres

– Las dos se han dormido -le susurró Britt a Mitch.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó quedo después de asentir y de mirarla por el rabillo del ojo.

– No sé -dominó la risa-. No me atrevo a moverme por miedo a despertarla.

– Lo mismo me pasa a mí -suspiró él-. La primera regla sobre el cuidado de los bebés es que es bueno que estén dormidos y malo que se despierten.

– ¡Qué cosa tan horrible has dicho! -reaccionó de manera predecible-. Es mejor cuando están despiertos porque es cuando aprenden -pensó un momento-. Podríamos decir que es bueno que estén dormidos, pero es mejor cuando están despiertos porque uno se sobrepone a los momentos difíciles.

– No, tus palabras no me convencen -movió la cabeza y la miró divertido-. ¿Por qué las mujeres siempre tienen que buscar el lado positivo de todo?

– Porque a las mujeres les gusta llevarse bien con los demás -lo miró con expresión desafiante-. No son como los hombres que siempre están compitiendo.

– ¿Estás segura? -ahogó una carcajada-. ¿Alguna vez has visto a un equipo de chicas jugando al baloncesto?

– Desde luego, hay excepciones.

– Así es -se movió incómodo-. Ay, se me está durmiendo la pierna. Tendré que acostar a esta pequeña.

Britt se movió despacio para hacerle sitio y él se puso de pie, sosteniendo a Donna con el mayor equilibrio que pudo. Conteniendo el aliento, la acomodó con cuidado en el canasto. La pequeña abrió la boca, pero no los ojos.

Se volvió para quitarle a Danni a Britt y ésta lo observó maravillada por su ternura. Cierto, era torpe, pero muy sensible.

En cuanto dejó a la segunda niña, Mitch miró el reloj y Britt supo que seguía deseando acudir a la cita que tenía.

– Pide tú la pizza -le dijo volviéndose para salir de la habitación antes que él-. Yo guardaré las compras.

– Está bien -volvió a consultar el reloj y titubeó. Chenille ya estaría descansando en su camerino, vestida con un vestido transparente. Si se daba prisa…

– Me gusta con champiñones y pepinillos -dijo Britt intentando sacarlo de su ensoñación-. Pero pide lo que quieras.

– Setas y pepinillos. Eso pediré.

Cuando descolgó el teléfono en la sala, para hacer el pedido, comprendió que estaría allí por lo menos una hora más. Todavía no podía irse, pero lo haría pronto.

– Espérame, Chenille -murmuró mientras buscaba el número telefónico de las pizzas en la guía-. Ten paciencia, iré.

Por suerte, Britt no lo oyó. Estaba ocupada en la cocina guardando los biberones, la bolsa de patatas, la caja de galletas y un recipiente de plástico que contenía el aderezo de queso.

– Morirás antes de llegar a los cincuenta años -le dijo a Mitch cuando él entró a la cocina.

– ¿Tú crees?

– Si esto es una muestra de lo que comes con regularidad, debo decirte que estás destruyendo tu organismo.

– Aha, sabía que eras una fanática de la salud.

– De ninguna manera. Soy una persona normal que se alimenta con una dieta equilibrada.

– Yo hago lo mismo -cogió la bolsa de galletas antes de que Britt pudiera guardarla-. Me he dado cuenta de que las galletas eran más pesadas que las patatas y he comprendido que necesitaría algo para equilibrar.

– Nada de comer antes de la cena -gimió y le quitó la bolsa antes de que pudiera abrirla.

– Sí, mamá -murmuró fingiendo obediencia y sonriendo-. Debo dejar sitio para la nutritiva pizza.

– Las pizzas no son lo mejor del mundo, pero son más nutritivas que la mayoría de la comida basura -dijo después de titubear-. Además, a esta hora de la noche, no tenemos mucho de dónde elegir.

– No te preocupes. Me encantan las pizzas.

No tardaron en llevarles el pedido e inmediatamente se sentaron en lados opuestos de la mesa de la cocina. Cada uno tenía su porción de pizza y un vaso de leche fría.

Mitch disimuló una sonrisa cuando Britt sacó dos tenedores y le ofreció uno. Él lo rechazó con un movimiento de cabeza, pero calló el comentario burlón que se le ocurrió y aceptó la servilleta de papel.

Era gracioso que el apartamento de Britt se pareciera tanto al suyo y al mismo tiempo fuera tan diferente. Desde luego, eran dos personas absolutamente incompatibles.

– Dime por qué el llanto es tan terrible -comentó Mitch.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó a pesar de que sabía que se refería al llanto de los bebés.

– No lo sé -frunció el ceño-. Supongo que es desesperante porque uno piensa que se debe hacer algo inmediatamente para que dejen de llorar.

– Quizá sea una treta para llamar su atención -contestó con la cabeza ladeada-. El llanto nos hace reaccionar inmediatamente para que nos acerquemos a la criatura para darle lo que necesita.

A Mitch le resultó agradable ver que se tomaba el asunto con tanta seriedad. Eso no era normal en las mujeres que él conocía. Eso le gustó.

– Deberían buscar una fórmula para que los bebés no lloraran -se estremeció-. ¿No sería maravilloso? Un bebé que nunca llora.

– Tienen que llorar y gritar. Los ayuda a crecer y a desarrollar los pulmones.

– Dónde has aprendido todas esas cosas?

– No estoy segura -lo miró distraída-. Probablemente lo habré oído en algún lado.

– Quizá cuando eras pequeña.

– Es posible. ¿Más pizza? Hay bastante. ¿Quieres más leche?

Mitch aceptó el ofrecimiento. Seguía hambriento.

– Me sorprendes -comentó Britt.

– ¿Por qué? -levantó la mirada y la observó con expresión interrogante.

– Parece que te ha resultado fácil aceptar la situación -sonrió-. Pensaba que ibas a reaccionar violentamente cuando te sugerí que te quedaras para ayudarme.

Mitch contestó con una sonrisa encantadora.

– He estado gritando, ¿no te das cuenta? -repuso-. Un vestigio de mi orgullo lastimado está gritando -hizo un movimiento con la mano-. Pero no le prestó atención.

– Muy bien -se volvió para no verlo sonreír de nuevo-. Supongo que los gritos de las criaturas han ahogado los tuyos.

– ¿Cuánto tiempo crees que tienen? ¿Lo dice en alguna parte?

– No y he tratado de calcularlo. No sé mucho de niños, pero creo que no son recién nacidos, aunque todavía no han llegado a la edad que se ve en las cajas de jabón.

– ¿Las cajas de jabón?

– Las fotos que aparecen en ellas. Las de los bebés mofletudos que tienen unos seis meses. Estas niñas no tienen esa edad -levantó la cabeza al recordar algo-. ¿Has traído algún libro sobre bebés?

– No, no había ninguno en el supermercado.

– Ya he visto que has traído otro libro. ¿No te has dado cuenta de que el cuidado y la alimentación de los coches deportivos no tienen ninguna relación con el cuidado y la alimentación de los bebés?

– Qué diferencia hay entre los bebés y los coches deportivos? Los dos necesitan mucho dinero y cuidados cariñosos.

– Muy bien. No olvidaré que tendrás que ayudar la próxima vez que las criaturas necesiten cambio de aceite -suspiró-. Necesitamos alguna guía para cuidarlos porque ninguno de los dos sabemos cómo hacerlo -pensativa, frunció el ceño-. En algún lugar debe de haber una librería abierta durante la noche -empujó la silla y se puso de pie-. Ya sé, la farmacia de la esquina. Iré a ver qué tienen.

– ¿No crees que es demasiado tarde para que salgas sola a esta hora de la noche?

– Por supuesto que no -replicó-. Tú has salido antes, ahora me toca a mí.

Mitch sonrió cuando Britt se levantó para dirigirse al baño. Aquella mujer le gustaba. No flirteaba ni perdía el tiempo como lo hacían la mayoría de las mujeres que conocía. Era sencilla y sincera, bueno, al menos sincera. Casi como una amiga.

– Hasta pronto -gritó ella al salir del apartamento.

Mitch movió un brazo a manera de despedida y retornó a sus pensamientos. La posibilidad de tener una amiga siempre lo había intrigado. Nunca lo había conseguido. De alguna manera, las mujeres que frecuentaba siempre terminaban siendo algo más que amigas y eso parecía ser el patrón de su vida.

Con ella sería diferente. Britt no era el tipo de mujer que le gustaba y no se habrían acercado tanto de no ser por una contingencia. Las circunstancias eran únicas, indicadas para entablar una amistad. Quizá con ella lograría ganarse una amiga.

Le gustaría. Sería interesante recabar el punto de vista de una mujer sobre las cosas sin que los instintos animales interfirieran. Sería divertido. Podrían desayunar juntos, hablar de la vida en general o quizá de los compromisos con el sexo opuesto que habían tenido la noche anterior. Podría pedirle consejo. Él podría decirle que no le gustaba el hombre con el que estaba saliendo. Quizá podrían ir juntos al cine, luego cenar tarde en uno de sus restaurantes favoritos, Keecko.

Nunca llevaba a sus compañeras a Keecko porque era un poco vulgar para ellas. Ellas necesitaban manteles de lino blanco. Keecko era un sitio para llevar sólo a los amigos. En efecto, sería agradable.

Se levantó dispuesto a salir de la habitación, pero le pareció que algo lo llamaba. Miró hacia atrás, permaneció de pie un momento y vio los platos y el cartón de leche encima de la mesa.

Decidió ordenarlo todo sintiéndose muy virtuoso.

Poco después estaba junto a la puerta de la habitación observando a las criaturas. Parecían angelicales. Se acercó y miró los deditos, las bellas pestañas y las boquitas y experimentó un extraño sentimiento.

– Está en nuestros genes -se dijo quedo-. Uno no puede evitar amar a los bebés.

Al menos mientras dormían.

Ojeó la habitación. Todo estaba limpio y ordenado y tuvo la tentación de tirar al suelo una almohada o sacar algunas cosas de un cajón. ¿Qué pasaría si cambiaba las cosas de los cajones para que ella no encontrara nada? Por instinto supo que eso la enloquecería y deseó no tener tanto miedo de despertar a las pequeñas. Lo haría si no hubiera sido por eso.

Luego se burló de sí mismo por seguir teniendo esos impulsos juveniles.

– Es por culpa de las niñas -murmuró mientras se volvía para salir de la habitación-. Hacen que se despierte el chiquillo que hay en mí.

Al llegar a la sala miró el teléfono sabiendo que debería llamar a Chenille, pero de hacerlo, ¿qué le diría? Ya habría terminado su última actuación y probablemente estaría profundamente dormida en su apartamento.

Por otro lado, quizá estuviera despierta esperándolo. En ese caso… Consultó el reloj. Todavía tenía tiempo para salvar parte de esa noche.

Marcó el número telefónico de Chenille y dejó que el teléfono sonara diez veces antes de cortar la comunicación. Había salido con otro.

¿Quién podía culparla? ¿Por qué habría de esperar a alguien como él? Pero para estar seguro, marcó el número del centro nocturno.

– Sí, Chenille todavía está aquí -le informó el gerente-. Se ha quedado dormida en el camerino y no me gustaría despertarla. Pero si lo desea…

– No -contestó de inmediato-. Déjela dormir, pero después, dígale que la he llamado, ¿de acuerdo?

Colgó el auricular y gruñó. Chenille estaba sola durmiendo en su camerino. Y él estaba cuidando unas criaturas.

Oyó que Britt llegaba a la habitación.

– Toma -le arrojó un libro al entrar, luego sacó otro para ella y se sentó en el sofá-. Lee ése y yo leeré éste.

Mitch sostuvo el libro en la mano y fijó la vista en la cubierta que decía: Desde los biberones hasta los eructos y las sillas indicadas, todo cuanto debe saber sobre la crianza de su bebé. Mitch hizo una mueca y preguntó:

– ¿Por qué no llamarlo simplemente un manual para gente no versada?

– Porque los bebés no son coches -levantó la mirada y al encontrarse con los ojos de Mitch, volvió la cabeza. No quería aceptar lo mucho que le había gustado vol ver a casa y encontrarlo esperándola-. Son mucho más complejos.

– Desde luego -titubeó antes de ofrecerle una de sus mejores sonrisas-. Ahora están dormidos y como están así…

– Sigues queriendo irte, ¿verdad?

Mitch se sintió como un patán pues en cierto sentido, era ella la que le estaba haciendo un favor.

– No, yo…

Britt se puso de pie.

– Pues no vas a marcharte -era preciso mostrarse estricta.

– No será por mucho tiempo -dijo un poco sorprendido por su reacción-. Como mucho sería una hora.

– Tienes una cita, ¿verdad?

– Bueno…

– No puedes irte, lo siento.

Mitch se encogió de hombros. Ya había desistido, pero seguiría alegando para no ceder con tanta facilidad.

– Pero están dormidas.

– ¡Dormidas! -aquel hombre no sabía nada de bebés. De hecho, estaba sorprendida por sus propios conocimientos. ¿Cómo los había adquirido? ¿Por ósmosis? se preguntó-. ¿Realmente crees que van a estar dormidas toda la noche? Se despiertan cada pocas horas.

Mitch se desplomó en el sofá y la sonrió divertido. Podía permitirse el lujo de bromear con ella porque pensaba que tenía la razón de su lado.

– Una hora -repitió y suspiró fingiendo cansancio-. Sólo una hora.

Britt lo miró con expresión desafiante. Si insistía, no podría hacer nada. Mitch podía irse y volver cuando le diera la gana, pero ella se aseguraría de que fuera consciente de la situación en que se encontraban.

– Seguro. Puedes irte y supongo que no puedo detenerte. Adelante Pero antes irás a la farmacia y comprarás uno de esos artefactos con que se aseguran los bebés al pecho. Si te vas, te llevarás a una de las niñas.

– ¿Cómo voy a llevarme a una niña a una cita? -preguntó riendo.

– Es posible que despiertes los instintos maternales de tu amiga.

– Instintos maternales -repitió riendo al imaginar a Chenille meciendo a una de las gemelas-. Es justo lo que más me gusta en mis compromisos.

– Siento que tengas que cambiar de planes. ¿Con quién se suponía que ibas a salir? -añadió y deseó inmediatamente haberse mordido la lengua-. Aunque eso no es asunto mío. Claro.

– Con Chenille Savoy, la cantante.

– Chenille Savoy -repitió pensativa-. ¿Dónde he oído antes ese nombre?

– Canta en el centro nocturno Cartier -cuando Chenille actuaba era como vivir un sueño exótico y sensual-. Es posible que la hayas visto actuar en alguno de los programas de la televisión local. Últimamente está teniendo mucha fama.

– No. Ya lo recuerdo. Es la que cuando la invitaron a poner las huellas de sus manos en el Sendero de las Estrellas en el Centro Ala Moana, sugirió que sería mejor dejar la impresión de sus… senos -lo miró anonadada-. ¿Me equivoco?

– Eso fue sólo un ardid publicitario -frunció el ceño y sorprendió a Britt al ruborizarse un poco-. No fue idea suya, lo sugirió su agente.

– Claro.

Chenille Savoy. Aquella mujer parecía una muñeca. ¿Realmente era lo único que los hombres deseaban en un mujer? Había pensado que un hombre como Mitch desearía algo más. Quizá cierta personalidad. No parecía ser así.

– De modo que ése es el tipo de mujeres que frecuentas, ¿no? ¿Por eso has estado mirando el reloj cada cinco minutos?

Mitch parecía sentirse incómodo.

– Te gustan las mujeres que parecen de plástico. -Eso son prejuicios. De cualquier modo, salgo con todo tipo de chicas.

– Ya lo creo -Britt arqueó una ceja. Le gustaba bromear con Mitch-. ¿Qué tipos? Alocadas, sensuales y desinhibidas. ¿Me acerco?

– De ninguna manera -contestó riendo-. Salgo con mujeres muy elegantes.

– Apuesto a que sé tres tipos de mujeres con las que no sales -dijo con satisfacción.

– ¿Eso crees? ¿Cuáles son? -le sonrió.

– Dulces, recatadas y amantes de su casa.

– Tú no eres exactamente dulce, ni recatada ni casera -rió.

– ¿Quién ha dicho que lo sea? -lo miró con orgullo-. Pero no pretendo que me invites a salir. Tampoco invitarías a una mujer como yo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me lo imagino -era evidente.

– ¿De verdad? -se apoyó en el asiento y la observó. Britt tenía razón. Nunca salía con mujeres que lo miraran como si pudieran verle el alma, lo sabía-. ¿Soy tan transparente?

Britt asintió y Mitch gruñó.

– ¿Cómo te ganas la vida, Britt Lee?

– Son investigadora del Museo de Historia Natural Waikiki. Mi especialidad es la historia polinesia con especialidad en las islas hawaianas.

– ¡Ah! Bueno, ¿qué crees que no me gusta de ti? -preguntó.

– Soy lista, eficiente y sé pensar.

Mitch se enderezó en su asiento. No se trataba de eso, ¿o sí? Realmente no. Sólo era que algunas mujeres lo atraían y otras no. ¿Qué tenía eso de malo?

– ¿De modo que crees que las chicas con las que salgo necesitan guardianes permanentes? -preguntó despacio-. ¿Crees que yo tengo que pensar por ellas?

– Es evidente que alguien tiene que hacerlo.

– Entonces, ¿debo pensar que tú crees que una mujer bella y sensual no tiene cerebro? -preguntó en tono triunfal-. ¿No crees que es una postura muy sexista?

– De ninguna manera -comprendió que había caído en la trampa de él, pero sabía que todavía no la había vencido-. Creo que algunas adoptan esa actitud para abrirse paso en este mundo y que si alguna vez tuvieran cerebro, probablemente terminan teniéndolo atrofiado.

– Lo que has dicho es injusto.

– ¿Para quién, para Chenille?

– Y para todas las mujeres atractivas.

– Supongo que si estoy equivocada no les gustará mucho -entrecerró los ojos-. Por supuesto, es imposible no hacerse preguntas. ¿Qué ven todas esas mujeres en ti?

– Para que lo sepas, soy un hombre estupendo.

Britt ladeó la cabeza y lo examinó como si fuera un objeto.

– Acepto que eres atractivo -frunció el ceño y volvió a observarlo-. Y parece que tienes un poco de inteligencia.

– No es cierto -sonrió más abiertamente-. De ser inteligente no estaría metido en este lío.

– ¿De modo que piensas que estás metido en un lío? ¿Y no crees que yo tengo menos razones para estar metida en este lío que tú?

– Sí, pero eres más tonta que yo -rió-. Te has metido en esto por tu propia voluntad.

– Correcto. Pero me sería muy fácil desentenderme de vosotros tres. ¿Qué harías entonces?

– Llamaría a la policía -respondió sin titubear.

– No, no debes hacer eso -respondió preocupada.

Qué problema ves en que yo llame a la policía?

– Por favor, prométeme que no lo harás -el pánico se reflejó en su mirada-. No soporto pensar que pueden llevar a estas pequeñas a alguna institución del gobierno.

Mitch titubeó. Comprendió que había alguna razón seria para aquella respuesta, pero Britt se volvió y cambió de tema.

– Veamos estos libros -sugirió ella-. Leamos unos capítulos. Quizá encontremos algunas respuestas al problema que tenemos.

Callaron unos minutos mientras se concentraban en los libros. Después de leer todo lo relativo a los bebés hasta los seis meses de edad, Mitch levantó la vista y observó a Britt. Se había puesto las gafas y estaba concentrada en lo que leía. El cuadro era encantador.

De inmediato se dijo que ella no era el tipo de mujer que le gustaba y no deseaba cambiar de idea.

Se acomodó y fingió leer, pero se limitaba a ver por encima del libro. Britt lo fascinaba, era una mujer con un corazón de oro. ¿Cómo serían los hombres con los que salía? Decidió que debían ser serios. Ingenieros o arqueólogos, hombres obsesionados con el trabajo. Era posible que ella también lo fuera, mostraba todas las señales.

Eso tendría que cambiar. Cuando se hicieran amigos, tendría que encontrar tiempo para tomarse la vida con calma y reír.

– Mitchell.

– Dime -levantó la mirada sorprendido.

– Te estás durmiendo.

– No es cierto -pero se le había caído el libro al suelo. Lo levantó y sonrió-. Sólo descansaba y juro que no volverá a suceder.

– Más te vale -contestó con una sonrisa que lo hizo meditar.

No fue nada especial, sólo un presentimiento. Un pequeño estremecimiento detrás de la oscuridad en los ojos femeninos.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella al ver que la observaba detenidamente.

– Nada. No es nada.

Pero había habido algo especial en su mirada.

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