A ÚLTIMA hora de la tarde, Tim volvió a caballo a la cuadra. Desmontó de Jake y el caballo se puso a olfatearle los bolsillo en busca de su azucarillo.
– Para -le dijo-. Hoy ya te he dado lo tuyo.
En ese momento, oyó una risa a sus espaldas que lo hizo sonreír.
– Qué fácil parece todo cuando tú lo haces – dijo Natalia-. Quiero decir, que te veo montar y desmontar, cabalgar y parece tan fácil…
Así que lo había estado observando. Tim se preguntó si Natalia lo observaría tanto como él a ella.
– A mi madre le encantaban los caballos -continuó ella con pena sin acercarse a Jake-. Murió en… una avalancha hace doce años.
– Lo siento.
– Fue hace mucho.
– Sí -dijo Tim acariciando al caballo-. Supongo que si te hubieran dado un centavo cada vez que te han dicho que todo se iba a arreglar, que la volverías a ver algún día, que siempre vivirá en tu corazón serías rica, ¿verdad?
– ¿A ti también se te ha muerto alguien?
– Sí, mis padres… En un accidente de coche.
– Así que me entiendes.
– Perfectamente -sonrió.
Cada vez le gustaba más aquella mujer.
Demasiado.
– Por eso te haces cargo de tu hermana, ¿no?
– Alguien tenía que hacerlo.
– La quieres.
Tim suspiró y sonrió. -Claro.
Natalia sonrió también.
– ¿Qué pasa? -dijo cuando vio que la miraba fijamente.
– Estaba pensando que no te pareces en nada a la mujer que conocí en el avión.
Natalia se tocó el pelo.
– Ya, es que…
– Me gustas así.
– ¿No te gustaba más vestida de cuero?
– No -sonrió-. Me gustas así, sin maquillaje.
– Es la primera vez que no me maquillo, ¿sabes?
– ¿Por qué? ¿Te gusta esconderte tras una buena capa?
– Sí, me he dado cuenta de que así era. También me he dado cuenta de que aquí no tengo que esconderme de nada.
Se quedaron mirándose y sonriéndose como tontos hasta que Jake pasó entre ellos para meterse en su cuadra ya que no había azucarillo.
Natalia estuvo a punto de caerse de espaldas en su prisa por apartarse del animal.
Jake se giró hacia ella ante el repentino movimiento y movió la cabeza frente a Natalia creyendo que le iba a dar algo de comer.
Natalia dio otro paso atrás y Tim tuvo que agarrarla para que no se cayera.
– ¿Estás bien?
– Sí, sí… -contestó logrando esbozar una sonrisa.
Jake siguió mirándola y acercándose cada vez más.
– Es muy grande, ¿no? -dijo Natalia apartándose hasta darse con la pared en la espalda.
Tim se dio cuenta de que estaba temblando.
– No te gustan los caballos, ¿no?
Jake alargó el cuello y se puso a olfatearle los bolsillos. Natalia ni se movía.
Tim apartó al animal con cariño.
– Debes de oler bien -rió-. No te preocupes, jamás te haría daño.
– Estoy bien… No me da miedo -contestó aguantando la respiración.
Tim le acarició el brazo.
– Natalia, bonita, respira.
– Sí, claro, respiro -dijo ella.
Tim sonrió.
– ¿No tenéis caballos en tu país?
– Claro que sí -contestó Natalia-. Tenemos caballos y todo tipo de animales. No son ellos, soy yo. Es una absurda fobia mía.
– No tengas miedo de Jake. Solo quiere un azucarillo. Cree que todos llevamos cosas para él en los bolsillos. Mira -dijo girándose hacia el caballo y emitiendo un sonido parecido a un relincho.
Jake lo imitó y se frotó contra su brazo con cariño. Tim miró a Natalia.
– ¿Quieres hacerlo tú?
No le dio tiempo ni a contestar porque Tim la agarró del brazo y la colocó a su lado frente a Jake.
Repitió el relincho y Jake emitió el mismo sonido y volvió a frotar la cabeza, pero contra el brazo de Natalia, que sintió tremendos deseos de gritar. No podía porque el cerebro no le respondía. Estaba apoyada contra Tim y…
Estaba apoyada contra Tim. Punto. Calor, confusión, más calor.
– ¿Estás bien? -dijo Tim mirándola a los ojos.
Natalia estaba acostumbrada a estar rodeada de cientos de personas, pero nunca en su vida se había sentido más observada. Nunca en su vida nadie se había preocupado tanto por ella.
Aquello era embriagador. Aquel hombre era embriagador.
– No estoy segura -susurró.
Tim le miró la boca y la vio tomar aire a bocanadas. La abrazó y la miró más intensamente.
– ¿Y ahora? -murmuró rozándole la mejilla con los labios.
Natalia se apretó contra él. No podía evitar desear aquel cuerpo grande y sólido, que la abrazaba y la protegía.
– ¿Natalia?
Sintió que le temblaba todo el cuerpo. Se pasó la lengua por los labios y…
Oyó que Tim emitía un pequeño gemido y cerró los ojos.
Un beso… un beso… un beso perfecto… sí, por favor…
Pero no fue el beso de un hombre sino de un animal porque Jake metió la cabeza entre ellos. Tim intentó apartarlo, pero el animal era tozudo e insistió.
Tim acabó riéndose.
– Muy oportuno, amigo -le dijo-. Perdona, Natalia, pero este tonto se cree que es mi novio.
Natalia se apartó con el corazón latiéndole aceleradamente.
– Claro -dijo-. Tengo que volver al trabajo.
Tim se quedó mirándola sonriente, como si estar tan cerca y hacerla desearlo tanto fuera lo más normal del mundo. ¿O es que no se había dado cuenta?
No, no se había dado cuenta.
– Nos vemos en la cena -dijo Natalia saliendo de la cuadra con fingida tranquilidad.
Al llegar a la cocina, se apoyó en el fregadero y tomó aire.
Maldito caballo.
Al día siguiente, después de desayunar, Natalia salió al sol de la mañana. Todos se habían tomado el delicioso desayuno que había hecho: pan, huevos y salchichas revueltos. «Muy creativo», pensó encantada. Se lo habían comido todo en un abrir y cerrar de ojos.
Entendía que se hubieran ido corriendo a trabajar porque debían de tener un montón de cosas que hacer. Qué bien se lo estaba pasando. No quería que aquella experiencia se terminara.
Se apoyó en una columna del porche y se puso la mano en los ojos. No lo habría reconocido jamás, pero esperaba ver a Tim.
No había podido dejar de pensar en él desde que habían estado a punto de besarse el día anterior.
Sí, por favor, aunque fuera un momento… Se moría por verlo. ¿Sería demasiado pedir que se hubiera quitado la camisa por el calor?
Se sorprendió ante el rumbo que estaban tomando sus pensamientos y se apartó del porche. Entonces, se fijó en los animales del redil, los desvalidos.
Se le paró el corazón y notó que le sudaban las palmas de las manos. Sabía que aquel terror era ridículo, pero no lo podía evitar.
Y todo porque, con cinco años, su padre la había montado en un pony para la cabalgata de Navidad y, al soltar las riendas para saludar a todo el mundo, se había caído. Hasta ahí, bueno. Lo peor había llegado cuando el animal le había tirado encima todo lo que había comido durante una semana.
La ciudad entera se había reído. Había sido el hazmerreír y veinte años después seguía teniendo pánico de los animales por eso.
Se acercó a ellos como si tuvieran un imán. El cerdito de tres patas fue hacia ella cojeando. Se paró en la valla y gruñó varias veces.
Natalia sentía el miedo, pero dio un paso más.
También se acercaron la cabra y el caballo.
Natalia se encontró con seis ojos, cuatro sanos y dos, no, que la miraban con insistencia y tres hocicos que olisqueaban en busca de comida evidentemente.
– No tengo nada -les dijo con tristeza-. Lo siento.
Los animales sacaron la cabeza por la valla.
– No tengo comida -dijo riendo-. Esperad un momento -añadió al ver sus caritas de pena.
Corrió a la cocina y tomó lo primero que vio. Volvió con tres zanahorias. Al olerías, los animales se pusieron como locos. Estaban armando una buena.
Aun así, Natalia tuvo el valor para tirarle la primera zanahoria al caballo. El animal era tan viejo que, por supuesto, no la agarró al vuelo.
En cuanto la hortaliza tocó el suelo, y para consternación del equino, el cerdo fue hacia ella corriendo.
– En, que eso no es tuyo… -dijo Natalia arrodillándose y metiendo la mano por la valla para ayudar al caballo.
La cabra le agarró la manga de la camisa y empezó a comérsela.
– No -gritó horrorizada.
Intentó apartar el brazo, pero la cabra no la dejaba.
El cerdo se apresuró a babosearle el brazo en busca de más zanahorias. A Natalia casi roto le dio un ataque al corazón al imaginarse sin brazo. Tiró con fuerza y consiguió soltarse… aunque cayó de espaldas en el barro.
Se miró bien y vio que no le faltaba ninguna extremidad.
– Podría haber sido peor -dijo viendo que se le había roto la camiseta-. Menos mal que no me ha visto nadie.
– ¿Cómo que no? -dijo una voz a sus espaldas.
Sally. Estupendo. Natalia suspiró y se giró hacia ella.
– Hola, estaba…
– ¿Dándole de comer a la cabra? -sonrió la hermana de Tim-. Ya lo he visto -añadió pasando de largo.
Natalia se puso en pie y se dijo que daba igual. A Sally no le iba a caer bien de ninguna manera, así que…
Mientras se cambiaba de ropa, se dio cuenta de que había estado tan entretenida que no había pensado en Nuevo México en las últimas horas.
Al recordar que aquello era solo temporal, la invadió la tristeza mientras se dirigía a la cocina.
De hecho, solo le quedaban un par de días allí, así que haría mejor en no encariñarse con nada. Sin embargo, tenía la sensación de que ya era demasiado tarde.
– Nunca es demasiado tarde.
Al oír la voz de Amelia, dio un respingo y miró a su alrededor, pero estaba sola en la cocina.
– ¿Amelia? -susurró sintiéndose ridícula.
Nadie contestó.
Se rió de sí misma y se puso a hacer la comida.
«Nunca es demasiado tarde». ¿Qué quería decir aquello, que se podía quedar un poco más si quería? Tocó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Podía llamar a Nuevo México e inventarse una excusa para no ir. Al fin y al cabo, no tenía que volver a Grunberg hasta el lunes.
Sin pensárselo dos veces, llamó al hotel de Taos y dejó encargo de que les dijeran a sus hermanas que no podía ir. Sabía que se estaba comportando como una cobarde, pero no podía evitarlo.
– Dígales que tengo… -intentó buscar algo que no fuera demasiado alarmante-… peste equina -añadió encantada-. Con eso la gente no se te acerca, ¿verdad?
– ¿Me está tomando usted el pelo? -dijo la recepcionista.
– No, claro que no -contestó Natalia pidiendo perdón a sus hermanas mentalmente-. Dígales que tengo la piel fatal y que huelo peor -añadió colgando muy satisfecha de sí misma.
Volvió a hacer la comida aunque estaba prácticamente hecha porque, extrañamente, habían sobrado unos entremeses de la cena. No era cuestión de desperdiciar comida, ¿no?
Mientras hacía el té con hielo, se distrajo mirando por la ventana. Amenazaba tormenta y el cielo estaba precioso. Dejó el té demasiado tiempo, pero supuso que daba igual porque a los vaqueros les gustaban las cosas fuertes, ¿verdad?
Más que el cielo la distrajo Tim, que estaba trabajando cerca de la casa. En cuanto lo vio, se le aceleró el corazón.
Se quitó el sombrero, se secó el sudor de la frente con el puño de la camisa y se la arremangó dejando al descubierto unos antebrazos fornidos y musculosos.
A pesar de lo fuerte que era, era un hombre bueno y delicado, que le estaba diciendo tonterías al oído a su caballo. El animal le dio con la cabeza haciéndolo reír.
El sonido de su risa cruzó la pradera y llegó a los oídos de Natalia.
– Ridículo -murmuró.
Sin embargo, no apartó la nariz de la ventana. No fuera a ser que tuviera calor y se quitara la camisa de una vez. Aquello no se lo quería perder por nada del mundo.
«Ten calor, ten calor›, le dijo mentalmente.
Tim se agachó y le agarró al caballo una pata para mirarle la herradura. Natalia también se puso a mirar, pero su trasero.
– Pero, bueno -dijo Sally-, ¿qué demonios estás haciendo ahora?