Rachel Gibson
Ahora Y Siempre

1

Brina MacConnell deslizó los pies dentro de los zapatos de tacón de doce centímetros que parecían gritar “¡bésame el culo!” y se abrochó las pequeñas tiras en los tobillos. Los zapatos eran de ante rojo y parecía que los había encontrado en el armario de una puta bien vestida. Brina adoraba esos zapatos que hacían que llegara a medir casi un metro y setenta centímetros. Hacían que sus piernas parecieran largas y delgadas -algo con lo que toda bajita soñaba y que todas las chicas altas tenían garantizado.

Se puso en pie y con la agilidad de una mujer acostumbrada a balancear su peso sobre tacones de aguja se dirigió al espejo. Posó las manos sobre las mariposas de su estómago y se miro críticamente desde la punta de los pies hasta la oscura cabellera. La invitación indicaba un vestido semiformal de cocktail y el suyo rojo sin mangas era perfecto. Era simple y básico y se ceñía a las curvas que desarrolló después del instituto. Su pelo de color chocolate se rizaba suavemente hacia la mitad de su espalda, se había pintado los labios de un profundo color rojo y delineado los pardos ojos con el perfilador. Tenía un aspecto dramático y un poco exótico y la mayor parte del tiempo estaba contenta con la mujer en la que se había convertido. Salvo esa noche. Esa noche cuando se miraba a sí misma, veía a la pequeña, plana y esmirriada adolescente a la que sus compañeros de clase llamaban «duendecillo». Por supuesto, eso solo había sucedido cuando se acordaban de ella, la mayor parte del tiempo sólo la ignoraban, como si nunca hubiera existido.

Brina se dirigió a la mesilla de noche y tomó la invitación que había sido enviada a su oficina de Portland. Las palabras Instituto Gallinton Clase de 1990 estaban impresas en la parte de arriba de la hoja. Los eventos del fin de semana estaban ordenados en la parte de abajo, empezando con el cocktail y baile de esa noche. La reunión terminaba con la comida del domingo.

Brina no se sorprendió de que el grupo del comité de la reunión del instituto hubiera elegido el fin de semana de año nuevo, en lugar de uno más tradicional en algún mes del verano. El pequeño pueblo del Gallinton Pass vivía de la temporada de esquí y no podía recomendar nada más que la promesa de la mejor nieve en polvo, el pueblo parecía estar cerrado en verano. Con el intento de atraer al mayor numero de dólares de los turistas posibles, Año Nuevo en Gallinton Pass era siempre un gran acontecimiento.

En algún lugar de la sala de baile, los compañeros de Brina ya se habían empezado a reunir desde hacía más de media hora. Se graduaron 78 en su curso y se preguntaba cuántos aparecerían.

Sabía de alguien que no lo haría, su mejor amiga desde noveno grado, Stephanie, quien ahora vivía en el este de Texas y acababa de dar a la luz a su segunda hija. No había forma de que dejara a su recién nacida, y traerse a un bebé hasta Gallinton no era una opción que Stephanie siquiera considerara. No para visitar a un grupo de chicos que más bien la había ignorado a ella también.

En Gallinton Pass no existía la clase media. Había ricos y no-ricos, y no había muchos entre ambos. Estaban los que poseían un negocio en el pueblo y los que trabajaban para ellos. Brina y sus amigos habían pertenecido a los últimos.

La invitación se le cayó de las manos a la cama. Estaba comparando y lo sabía. Era una investigadora privada en la firma de Cane, Foster y Morgan. En su vida profesional buscaba a personas desaparecidas que no querían ser encontradas y se desenterraban hechos que mejor hubiera sido dejar enterrados. Al principio investigaba infidelidades pero ahora pasaba casi todo su tiempo buscando personas y cosas desaparecidas o fraudes de seguros. En más de una ocasión se tuvo que enfrentar a padres que no querían pagar por la manutención de sus hijos o esposos que querían seguir desaparecidos.

Brina tomó el chal rojo y se lo envolvió en los codos. Había tenido que volver a casa para sentirse insegura de sí misma, pero tenía que venir. Tenía que enseñarles que era alguien. Que no era la niña insignificante que hubiera hecho cualquier cosa para sentirse incluida en el grupo. La chica que perdió algo importante cuando lo intentó.

Asió su pequeño bolso de seda y sin detenerse frente al espejo para darse un último vistazo salió de la habitación 316 hacia la recepción del hotel «Timber Creek». Bajó en el ascensor hasta el primer piso y en cuanto se abrieron las puertas escuchó los ruidos de la fiesta que venían de la izquierda, mientras que a su derecha los esquiadores se relajaban alrededor de la chimenea.

Brina se acercó a la recepción. La fila se reducía a un hombre y su embarazada esposa, así que esperó a que terminaran antes de moverse y mirar a los ojos de Mindy Franklin, la jefa de las animadoras y delegada de la clase. Mindy todavía era mona a su modo, como si todavía pudiera saltar y pedir que todos mostraran su espíritu escolar. Solo que ahora en su identificación ponía Mindy Burton. Obviamente se había casado con su amor de juventud, presidente del equipo de esquí y futuro heredero del «Timber Creek», Brett Burton.

– ¿Tu nombre?

Brina no esperaba que se acordara de ella. Desde la graduación había crecido, su pecho aumentó y finalmente su trasero se había desarrollado.

– Brina MacConnell.

Mindy se quedó con la boca abierta.

– ¿Brina MacConnell? ¡No te habría reconocido!

– Tardé en florecer.

– No eres la única, espera a ver a Thomas Mack.

Mindy la dio su tarjeta indentificativa.

– Pero probablemente le veas todo el tiempo, ¿no era tu novio?

Sí, por un breve espacio de tiempo Thomas Mack había sido su novio, pero antes de aquello habían sido amigos desde el primer grado. En su mente apareció la imagen de un chico con grandes ojos azules y largas pestañas negras. Siempre fue alto para su edad, tan delgado que sus huesos sobresalían y tan listo que le ofrecieron una beca para las mejores universidades del país.

Se puso la identificación en el vestido y respondió.

– No, no he visto a Thomas desde el duodécimo grado. -No, desde que le abandonó por Mark Harris, quarterback y popular musculitos.

Durante once años ella y Thomas habían sido buenos amigos. Durante seis meses del verano y otoño de 1989 fueron algo más, pero durante los últimos diez años no habían hablado. No desde la noche en que ella dijo y arruinó su relación con Thomas por un tipo como Mark. Gracias a Dios había crecido y a lo largo del camino aprendió que se sentía perfectamente tal y como estaba.

Antes había estado un poco deslumbrada. En un pueblo del tamaño de Gallinton, el quarterback y capitán del equipo de esquí era una celebridad local. Mark era alguien y se había fijado en ella.

Ella no quiso herir a Thomas, no quiso perderlo, y fue a su casa aquella noche esperando que pudieran permanecer como amigos. Tendría que haberlo sabido mejor. La noche que rompió con él, Thomas le lanzó una fría mirada y agregó: «Siempre quisiste sentarte en la mesa grande. Esta es tu oportunidad. Pero no esperes que yo esté para recoger los pedazos. No estaré allí.» Y no había estado.

Justamente un mes después, Mark la dejó plantada y Thomas había continuado con su vida. Después de eso, cada vez que estaban en la misma habitación, la miraba como si fuera una extraña.

– Supongo que tendrá mucho éxito ahora.

– ¿Quién?

– Thomas Mack. Empezó creando una compañía de software y recientemente oí que la vendió por millones.

Bien, pensó Brina. Thomas siempre dijo que sería millonario cuando llegara a los treinta. Parece que lo consiguió. Uno de los marginados, un joven cuyos padres murieron cuando era un bebé. Un niño que fue criado por unos abuelos que le querían pero con poco dinero para mantener a un niño, eso había marcado la diferencia. Sería bueno verlo otra vez.

– Seguro que te veré por ahí. -dijo Brina y se dirigió a la sala.

La habitación estaba decorada con pancartas y globos blancos esparcidos por el suelo. En uno de los lados más alejados, se había montado un escenario decorado con banderines blancos y brillantina plateada. Una banda había montado ya los instrumentos pero por ahora el escenario estaba vacío.

Más o menos sobre una docena de caballetes habían puesto diferentes fotos de la clase de 1990. La gente se reunía alrededor de cada uno y recordaban los gloriosos días del instituto. Brina no se molestó en mirar las fotos. Sabía que probablemente no estaría en ninguna de ellas.

Las enormes ventanas que iban desde el suelo hasta el techo daban a una pista de esquí con grandes pendientes denominada muy apropiadamente como «La pasarela». Los cristales reflejaban de forma ondulada a las personas que había dentro y Brina se esforzó en mirar hacia arriba, todavía podía ver que estaba nevando fuera.

Caminó alrededor de las mesas colocadas en el perímetro de la sala y divisó algunas caras que recordaba.

En el bar, pidió un gin-tonic a un hombre desgarbado y con el pelo revuelto. Su mirada iba de mesa en mesa, entonces se paró en seco sobre un grupo cercano a la fuente del champán. Los conocía. Los conocía de la banda de la clase. Excepto a uno.

Como si hubiese notado su mirada, el hombre que no era capaz de reconocer giró la cabeza y la miró, un pequeño hormigueo se unió a las mariposas de su estómago.

Su pelo era oscuro y corto y a diferencia de los hombres que había a su alrededor, parecía como si todavía fuera a necesitar peinárselo durante muchos años más. No podía ver el color de sus ojos, pero eran profundos y un poco intensos mientras la miraban. Tenía las mejillas amplias, su mandíbula era absolutamente cuadrada y el traje azul oscuro se le ceñía a los hombros con la perfección que sólo un impecable traje a la medida podría hacerlo. El hombre en cuestión apartó un lado de la chaqueta a la vez que metía una mano en el bolsillo del pantalón. La camisa blanca se ajustaba perfectamente a su pecho y la corbata azul estaba sujeta por un alfiler de oro.

Brina se llevó el vaso a los labios. El marido de alguna afortunada, pensó, hasta que su descarada mirada se deslizó sobre ella, tocando sus labios y cuello y entreteniéndose en sus pechos. Normalmente, se habría ofendido por esa descarada mirada, pero no la hacia sentir como si la estuviera mirando con un interés puramente sexual, más bien la miraba con cierta curiosidad, como si la estuviera analizando más que inspeccionando. Pero cuando sus ojos se movieron hacia sus labios y sus piernas, entonces empezó el lento proceso de recorrerla con la mirada hacia arriba, y una apreciativa sonrisa apareció en la curva de su boca y ella estuvo a punto de atragantarse con el trozo de lima que había en su vaso.

Quizá no era un marido al fin y al cabo. Probablemente alguna chica había rogado a un hombretón que la acompañara esta noche. O alquilado a un modelo de ropa interior. Brina también pensó en eso, pero al final no lo hizo por que no se habría sentido bien consigo misma.

– ¿Brina MacConnell?

Brina aparto su atención del hombre y miró a la mujer que estaba en frente de ella. Inmediatamente reconoció los claros ojos verdes y el largo pelo castaño.

– Karen Jonson, ¿como estás?

Ella y Karen había sido presidenta y vicepresidenta de «Las futuras amas de casa de América» juntas y se emborracharon con el vino casero del padre de Karen en más de una ocasión.

Karen abrió los brazos y posó la mano sobre su abultado estómago.

– Embarazada del tercero -dijo.

¡¿Tercero?! Pensó Brina, ella sólo había tenido dos relaciones serias desde el instituto y ninguna duró más de un par de años.

– ¿Con quién te casaste?

– ¿Qué vez? -se rió Karen.

Brina no supo que responder a eso. Pensó que «!joder!» no sería apropiado, así que en su lugar preguntó.

– ¿Has visto a Thomas Mack? He oído que esta aquí esta noche.

Karen miró a su alrededor, y entonces señaló al modelo de ropa interior.

– Ahí esta.


* * *

Thomas Mack supo el momento exacto en el que Brina MacConnell se dio cuenta de quien era él. Sus ojos se abrieron de par en par y su boca se abrió antes de ver como los labios femeninos formaban las palabras: «¡Oh Dios mío, ¿estás de coña?!» Antes de ese momento, no había tenido ninguna pista. Él cambió después del instituto y también lo hizo ella. Ella se había desarrollado más y se volvió más hermosa que cualquier chica que hubiera conocido.

Recordó la primera vez que la vio, fue el primer día de escuela y recordaba sus grandes ojos de color pardo y su enorme coleta. Siempre tuvo mucho pelo, lo cual hacia que pareciera tener una cabeza demasiado grande para su cuello.

También recordaba la primera vez que le compró un regalo. Había sido en el tercer grado, después de que le hubieran quitado las amígdalas. Le había comprado un polo azul que le costó un cuarto de dólar y que se derritió mientras se lo llevaba a su casa.

Recordó el día en que su perro, Scooter, murió, el funeral que le habían hecho al gran labrador negro y el modo en que sostenía a Brina mientras esta lloraba como si nunca fuera a parar. Thomas tenía trece años y no lloró, pero quiso hacerlo. Ese fue también el día en el que se había dado cuenta de los cambios en el cuerpo de ella por primera vez. La estaba sosteniendo, tratando de actuar como un hombre y no llorar por la pérdida de su perro. Y mientras él estaba ahí, luchando contra sí mismo, las suaves manos de ella, se aferraban a él a través de su camiseta y sus pequeños pechos se apretaban contra su torso y le volvían loco mientras trataba de no pensar en ella desnuda. Recordó haberse alejado de ella diciéndole que se fuera a casa porque sus sollozos le hacían sentir peor.

Ella se marchó y nunca supo que no fue su llanto lo que le había llevado a mandarla lejos, sino el repentino dolor seco en su pecho y el palpitar de su entrepierna. Desde ese día en adelante, Brina MacConnell le había torturado y ella ni si quiera fue consciente de ello.

No fue sino hasta el verano de su segundo año de instituto que Thomas decidió que era el momento de hacer algo sobre sus sentimientos por ella. Estaban con un grupo de amigos en el cine «The reel to reel» cuando se inclinó sobre ella y la besó por primera vez, justo en la mitad de la película Rain Man. Ella no fue la única chica que le había roto el corazón, pero le llevó varios años y algunas cuantas novias más superar lo de Brina MacConnell.

Desde que abandonó Gallinton Pass diez años atrás. Thomas había visto y hecho demasiadas cosas. Se ganó una beca completa para Berkeley y como se graduó en el instituto con créditos de sobra, pudo empezar en el segundo año. Tres años más tarde se graduaba en finanzas e informática. Cuando terminó fue contratado por Microsoft, pero pronto descubrió que trabajar para alguien no era lo que el quería, y después de algún tiempo él y dos amigos empezaron su propia compañía de software, BizTech. Desarrollaban programas para predecir negocios y las tendencias del mercado. Al principio su trabajo le encantaba, pero según iba creciendo, cada vez lo disfrutaba menos.

El día que BizTech salió a bolsa, recordó por qué dejó de trabajar para Microsoft. La compañía ya no le pertenecía y preocuparse por el mercado de acciones no era algo que él quisiera hacer para el resto de si vida. Así que cinco meses antes había vendido su parte de la compañía y salido de ella completamente.

Tenía 28 años y dinero suficiente para vivir unas cuantas vidas y por primera vez no tenía metas ni objetivos. Entendía perfectamente las historias sobre médicos o abogados que dejaban sus exitosas carreras y se convertían en vaqueros o pilotos de carreras. Pero mientras que manejar el ganado y pilotar coches no le llamaba la atención, sí le dio unas cuantas vueltas a la idea de trabajar como consultor. No tenía muy claro lo que quería hacer, pero tenía tiempo para pensarlo.

George Allen, vendedor de utensilios quirúrgicos, primer trombón de la orquesta y el gracioso de la clase, hizo una broma y todo el mundo a su alrededor se empezó a reír.

Durante toda su vida, Thomas había trabajado duro para triunfar y nunca miró hacia atrás. No hasta que abrió la carta de la reunión del instituto. Cuando leyó por primera vez el nombre de Brina en la lista de los que iban a acudir, sintió curiosidad por ella. Se preguntaba si se habría vuelto gorda y tendría cinco hijos. Y cuánto más se preguntaba, mayor curiosidad le entraba.

Siendo completamente honesto consigo mismo, parte de las razones por las que estaba esa noche allí, era para ver si ella todavía podía hacer que su pecho se encogiera cuando la miraba. Si su visión le agarrotaría la garganta.

No lo hizo.

Levantó su bebida mientras miraba a Brina a través del cristal de su vaso. Ella se giró a la izquierda y miró por encima del pelo de Karen Jhonson. Entonces sonrió con una femenina inclinación de su boca que le había torturado desde el octavo curso hasta el duodécimo. Un misterio femenino que hacia que se quedara sin respiración y que sus manos le dolieran por poder tocarla. Recordaba las veces que estando en la habitación de ella, en su casa o sentado en la vieja mecedora de su abuela, había estado tan duro que se preguntaba que hubiera hecho Brina si lo supiera. Si hubiera cogido su mano y le dejara sentir lo que le hacia. Le había vuelto loco de deseo y eso que nunca llegó a hacer algo más allá de besarla.

Thomas apuró su bebida mientras George contaba otro chiste, éste sobre una mujer y un pez, y otra vez, Thomas fue la única persona que no se rió. Él no necesitaba golpear su pecho o degradar a alguien para sentirse hombre. Quizá no hubiera perdido su virginidad hasta su primer año de universidad, pero había aprovechado el tiempo perdido y honestamente no podía decir que hubiera estado con alguna mujer que oliera a pescado. Se rió de lo que ello implicaba y francamente, le hacía preguntarse sobre el calibre de las mujeres que George había conocido.

– Hablaremos más tarde -dijo y se dirigió hacia el bar.

Algunas personas pensarían que Thomas no tenía sentido del humor. Lo tenía, pero había crecido, y él ya había sido el objetivo de muchas bromas, como para reírse ahora con ellas.

Pidió un whisky con agua, se dio la vuelta y su mirada cayó sobre Brina, quien se movió para situarse delante de él. Su cabeza le llegaba a la altura de la boca, y deslizó su mirada hacia los ojos de color gris verdoso que conocía tan bien.

– Hola, Thomas -dijo.

Su voz no sonaba igual. Era más grave, femenina. Más de mujer que de niña.

– Hola, Brina.

– ¿Estás solo esta noche?

– Esta noche y todo el fin de semana.

Había pensado en traerse a alguna mujer. Su última novia era modelo de lencería para Victoria’s Secret. Mantenían la amistad y sabía que le habría acompañado si se lo hubiera pedido.

– ¡Gracias a dios! -dijo y soltó una suave risa-. Pensé que iba a ser la única soltera.

– George Allen esta solo.

– Excepto que hubiera cambiado mucho, no me sorprende -Brina sacudió un poco la cabeza-. Estás esplendido, Thomas. No te reconocí al principio.

Él la reconoció el mismo segundo que entró en la sala.

– Cambié después del instituto.

– Yo también. He crecido seis centímetros.

No era todo lo que en ella había crecido y Thomas mantuvo a propósito la mirada en su cara en lugar de dejarla recorrer el cuerpo de su antigua amiga. Que era justamente lo que quería hacer. No es que sintiera pasión por ella, pero todavía le picaba la curiosidad. Ese crecimiento que había mencionado había conformado un bonito par de tetas y fuera de toda curiosidad, no le importaba mucho quitarle el vestido y echar realmente un vistazo. Arrugó las cejas e intentó pensar en otra cosa. El tiempo. La política mundial. ¿Quién ganaría la copa Stanley esta temporada? Cualquier cosa menos en desvestir a la única mujer que le destrozó el corazón.

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