Capítulo 2

CLAUDIA cambió el peso de un pie a otro. Aquellos botines le estaban destrozando los pies. Había mirado el reloj al menos cincuenta veces durante la última hora, pero el tiempo iba muy despacio. ¿Cómo no iba a ir despacio si se veía reducida a abrir y cerrar la verja de la casita de Santa Claus como un guarda de tráfico?

Había dejado pasar a un pelirrojo gordito y se volvió hacia el siguiente, un niño de pelo rubio y enormes ojos castaños.

– Niño, tú eres el siguiente.

El crío parpadeó, nervioso. Claudia hizo una mueca. Le habían tosido, estornudado y llorado en el hombro varias veces aquel día. No sabía qué le pasaba a aquel niño, pero parecía necesitar respiración asistida… o unas sales.

– Qué vas a pedirle a Santa Claus?

El rubito la miró, receloso.

– Eso es un secreto entre él y yo.

Claudia soltó una risita. Normalmente, los niños estaban deseando contarle a alguien lo que iban a pedir, especialmente a alguien tan a Santa Claus.

– Ah, el viejo acuerdo de confidencialidad entre Santa Claus y los niños.

– EH?

– Nada, nada-suspiró ella. Después de un día entero aguantando a los mocosos, debía saber que para hacerlos reír solo podía contar bromas sobre Rudolph, el reno de la nariz roja.

– Tú lo conoces bien?

Claudia se encogió de hombros.

– Como todos sus pajes.

En realidad, apenas lo había visto. Los pajes que estaban a su lado lo protegían como si fueran agentes secretos. Como recién llegada, Claudia había sido relegada a la verja.

– Pues podrías echarme una mano-dijo el niño entonces, sacando un sobre verde del bolsillo-. Necesito que lea mi carta. Es muy, muy, muy importante-añadió, sacando un paquete de chicles del bolsillo-. ¿Tú crees que él…?

El gesto era encantador, pero Claudia no podía mentir.

– Eric Marrin, ¿eh?-murmuró, mirando el remite del sobre-. Lo siento, pero Santa Claus no acepta sobornos.

– Pero yo…

– Vamos, te toca-dijo ella entonces, abriendo la verja.

Cuando se volvió hacia el resto de los niños, vio a Thomas Dalton observándola. Lo había visto tres veces aquel día. Según los otros pajes, nunca había prestado mucha atención al asunto de Santa Claus y estaban convencidos de que iba a despedir a alguien.

La tensión era insoportable y Claudia pensó que era por su culpa. De modo que le pidió a Blinkie que cuidase la verja un momento, se subió los leotardos y se dirigió hacia Tom Dalton moviendo los cascabeles.

El pareció sorprendido al verla y, por un momento, pensó que iba a salir corriendo, pero se quedó esperando con una ceja levantada.

– Estás poniendo nerviosos a los otros pajes-le dijo, con las manos en las caderas-. ¿Podrías darte un paseo por la sección de ropa interior? Creo que acaban de traer una colección de ligueros de encaje que son una monada.

– Perdone?

– Que estás poniendo nervioso a todo el mundo. Si estás esperando que yo corneta un error para des pedirme, ¿por qué no lo dices? Despídeme, córtame el cuello, dame el finiquito.

– Señorita Moore, soy el director de estos almacenes. Y si quiero quedarme aquí todo el día, es cosa mía. Si decido colgarme en el árbol de Navidad y cantar Frosty, el muñeco de nieve, es cosa mía. Y nada de lo que usted diga me hará cambiar de opinión.

– Entonces, ¿vas a despedirme o no?

Murmurando una maldición, Tom la tomó del brazo para llevarla al ascensor y prácticamente la empujó dentro.

– Suba.

– Adónde vamos?-preguntó Claudia.

– Usted, a mi despacho. Me esperará allí un momento.

– ¿A tu despacho?

– Evidentemente ha olvidado leer el manual de los almacenes Dalton. La parte en que habla del respeto a sus superiores Lo leeremos juntos y después decidiré cuál es la acción disciplinaria que corresponde.

– Por favor…-dijo Claudia, saliendo del ascensor-. Solo soy un paje de Santa Claus, tranquilízate. Según los otros pajes no te ha sido fácil contratar personal para hacer el papel. Si me despides, ellos tendrán que trabajar horas extra y eso cuesta dinero. Dinero que no tendrás para tus pequeños actos benéficos.

Tom la miró, atónito.

– De qué está hablando?

Claudia sonrió al ver que había dado en la diana.

– No te hagas el tonto. He oído las historias… No deberías avergonzarte de hacer obras benéficas. Deberías gritarlo a los cuatro vientos.

– Yo he oído las mismas historias, señorita Moore. Y me encantaría decirle que soy yo quien está detrás de todo eso, pero no es así.

Ella lo miró, desilusionada. Lo había dicho en serio. Pero si no era él… ¿quién era? Había pasado un día entero en Dalton y seguía sin saber nada. Quizá tendría que invitar a los otros pajes a una copa para soltarles la lengua. O seguir a Santa Claus hasta su casa por la noche y descubrir quién era el hombre bajo el traje rojo.

– ¿No sientes curiosidad? Si no eres tú el que regala el dinero, estás recibiendo una publicidad estupenda por nada.

Thomas Dalton la tomó del hombro para meterla de nuevo en el ascensor.

– Espere en mi despacho. Subiré dentro de cinco minutos.

Las puertas se cerraron entonces y Claudia se apoyó en la pared de espejo. No podía despedirla. Solo llevaba un día trabajando allí y no había hecho nada malo. No, no iba a despedirla, solo iba a regañarla.

Las puertas del ascensor se abrieron unos segundos después y Claudia se encontró con la mirada severa de la señorita Lewis.

– Ocurre algo, señorita Moore?

– Tom… digo el señor Dalton me ha pedido que lo espere en su despacho.

Estelle Lewis se levantó para acompañarla al des pacho y, por segunda vez, se encontró frente al enorme escritorio de caoba. Cuando la secretaria desapareció, Claudia dejó escapar un suspiro, recordando su último encuentro con Tom.

Que se sentía atraído por ella era evidente. Claudia sabía lo suficiente sobre los hombres como para reconocer esa mirada de curiosidad mezclada con admiración. Pero su experiencia se terminaba ahí. Después de la atracción inicial, una relación de seis meses era el límite. Entonces los hombres empezaban a esperar más. Exigían más atención, más tiempo, algo que ella no podía darles. Su carrera era lo primero y no tenía intención de convertirse en esposa de nadie.

Sin embargo, intuía que Tom no era el tipo de hombre que ella conocía. Era diferente… excitante, impredecible. La clase de hombre que espera más de una mujer que simple compañía y la habilidad de manejar una plancha.

Entonces miró de nuevo el escritorio aquel tipo era un maníaco del orden. Los lápices estaban perfectamente organizados, los papeles en carpetas de colores…

Claudia se incorporó uno poco. Carpetas. Si Tom sabía algo sobre el Santa Claus de Dalton, podría estar en alguna de esas carpetas…

– Tranquila-murmuró para sí misma, tomando una de ellas-. Tienes tres o cuatro minutos. Concéntrate y deja, todo como estaba.

Un minuto después había comprobado que en ninguna de las carpetas se hablaba de Santa Claus. Entonces se fijó en un cajón cerrado con llave. Nerviosa, lo abrió y encontró más carpetas. Una de ellas decía: Santa Claus.

– Así que no sabía nada de Santa Claus, ¿eh, señor Dalton?

Estaba sacando la carpeta cuando oyó la voz de la señorita Lewis al otro lado de la puerta. A toda, prisa, dejó la carpeta, cerró el cajón y cuando iba a. darse la vuelta…, no podía hacerlo.

Se había pillado la chaqueta con el cajón!

– No me pase llamadas, señorita Lewis-estaba diciendo Tom.

Claudia tiró frenéticamente de la chaqueta. Si la pillaba así su carrera como paje de Santa Claus era historia.

– Vamos-murmuró, dando un fuerte tirón. El sonido de tela rasgándose rompió el silencio justo cuando la puerta se abría.

Y, en ese momento, Tom Dalton entró en el despacho.


No había nadie en el despacho. Había esperado encontrar a Claudia con su trajecito de paje, pero el despacho estaba vacío.

– No me había dicho que la señorita Moore estaba esperando, señorita Lewis?-le preguntó a su secretaría.

– Claro que sí. No puede haberse marchado.

Tom se pasó una mano por el pelo. Tendría que volver a buscarla. Aquella mujer no tenía ningún sentido de la responsabilidad, pensó. Si hubiera sido otra persona la habría despedido inmediatamente. Irritado, se acercó al escritorio y cuando iba a sentar se… descubrió a Claudia Moore de rodillas en el suelo.

– Señorita Moore?

Ella lo miró con una sonrisa en los labios.

– Hola. Estaba… Lo siento, no quería… Es que he perdido un cascabel.

– Cómo?

– Se me ha caído un cascabel del botín. Estaba sentada esperando y, de repente, ha caído rodando debajo de su escritorio. Las reglas dicen claramente qué número de cascabeles debe llevar cada botín y si la señorita Perkíns me piílla sin uno…

Dejando escapar un suspiro de impaciencia, Tom la ayudó a levantarse.

– Seguro que la señorita Perkins puede buscarle otro cascabel.

Apretujados entre el escritorio y el si1lón estaban muy cerca uno del otro. Tan cerca como notar el calor de su cuerpo, para respirar el perfume de su pelo. Por un momento ninguno de los dos se movió y Tom tuvo que hacer un esfuerzo para no besarla allí mismo.

– Adelante. Siga buscando su cascabel.

– Sí, sí, claro…

Claudia volvió a agacharse y unos segundos después se incorporó con el cascabel en la mano, los hilos del botín todavía colgando.

– Aquí está.

– Muy bien. Siéntese, señorita Moore.

Claudia y Tom se quedó mirándola durante unos segundos sin decir nada. Era muy guapa. Demasiado guapa.

– Normalmente quien lleva los asuntos de personal es el señor Robbins, pero como sus problemas parecen ser conmigo, he pensado que debería hablar con usted personalmente.

– Yo soy un problema?-preguntó Claudia.

En todos los sentidos, pensó Tom, intentando ignorar la sonrisa femenina. Estaba tendiéndole una trampa, probando su resolución. ¿Que si era un problema? Desde luego. Pero no estaba tan preocupado por su comportamiento en el trabajo como por el efecto que parecía ejercer en su cuerpo y su cerebro.

No podía negar la atracción que había entre ellos. Aunque él no podía permitirse el lujo de tontear, evidentemente Claudia Moore era una experta.

– Su actitud hacia los superiores tiene que mejorar.

– ¿Vas a despedirme?-preguntó ella, mirándolo con los ojos muy abiertos.

– Cree que debería despedirla?

– No-contestó Claudia, cruzándose de brazos-. Soy un buen paje de Santa Claus y tú lo sabes.

– Se niega a llamarme «señor Dalton»-replicó Tom.

– Porque te llamas Tom. ¿Por qué no puedo llamarte por tu nombre? No estoy llamándote «tonto» o «lerdo».

– Lerdo?

– Una palabra normalmente reservada para gente de limitada inteligencia y sofisticación. Nada que ver contigo, claro. Pero supongo que podría acostumbrarme a llamarte «señor Dalton» cuando haya gente alrededor-dijo Claudia, tan fresca.

– Somos jefe y empleada, señorita Moore. Debería llamarme señor Dalton todo el tiempo.

Su expresión desafiante fue dando paso a una de aceptación. Pero Tom sabía que era una victoria pírrica. Aunque podrían mantener la ilusión de que aquella era una relación profesional, los dos sabían que había algo más. Obligarla a que lo llamase «señor Dalton» no cambiaría nada.


– Lo siento-dijo Claudia por fin-. ¿Eso es todo, señor Dalton?

El asintió.

– No anotará este incidente en su informe, señorita Moore. Considérelo una advertencia.

Claudia se levantó y Tom no pudo dejar de admirar el cuerpo bajo la chaqueta ajustada, la curva de las caderas, las torneadas piernas los leotardos…

– Debería volver al trabajo, señorita Moore. Los demás pajes estarán preguntándose dónde se ha metido.

– Muy bien-sonrió ella, con los ojos brillantes.

Tom tuvo que apartar la mirada. Si pensaba que el reto había desaparecido estaba más que equivocado.

– Adiós, señorita Moore.

– Prometo ser un poquito más circunspecta, señor Dalton-dijo Claudia entonces con voz seductora-. Mi comportamiento será irreprochable, señor Dalton. Y quiero que sepa, señor Dalton, que agradezco mucho la oportunidad de ser uno de las pajes de Santa Claus. Sé que a veces tengo cierta tendencia a decir lo que pienso sin pensar, señor Dalton, pero…

Tom no supo qué lo había obligado a hacerlo. Quizá la frustración por su falta de obediencia, la re petición de su apellido o la sonrisa de satisfacción en aquellos preciosos labios… O quizá el deseo de probarlos aunque fuera una sola vez. Pero se levantó de un salto, la estrechó entre sus brazos y buscó su boca como un desesperado.

Claudia ni siquiera intentó apartarse. Todo lo contrario, apoyó las manos sobre su torso y abrió los labios para recibir la caricia. El sentido común le decía que parase, pero se encontró a sí mismo perdido en un mundo de sensaciones. El calor de su boca y los diminutos gemidos que escapaban de la garganta femenina le hicieron perder la cabeza por completo.

– No supo cuánto había durado el beso o quién lo dio por terminado, pero no lo lamentó en absoluto. Todo lo contrario. Un jefe no debería besar apasionadamente a una empleada. Pero una empleada no debería insistir en llamar a su jefe por el nombre de pila. Además, técnicamente, Claudia no era su empleada. La fundación de Theodore Dalton pagaba su salario. Y aunque la había contratado él, su verdadero jefe era el abuelo.

Claudia lo miró entonces con una ceja levantada.

– Señor Dalton, yo…

– Por favor, llámame Tom-murmuró él, acariciando su cara.

– Qué ha pasado, Tom?

Por un momento, pensó volver a besarla. Pero decidió que no sería buena idea. De modo que abrió la puerta y la empujó suavemente.

– Creo que he encontrado la forma de dejarte sin palabras.

Tom cerró la puerta del despacho antes de que pudiera replicar y se sentó frente a su escritorio con una sonrisa de satisfacción. El juego empezaba a ponerse interesante. Como una partida de ajedrez, acababa de hacerle jaque mate a Claudia Moore. Y después de ver su respuesta, estaba seguro de que ella no se atrevería a mover ficha enseguida.

Entonces miró su reloj. Normalmente la jornada de trabajo no terminaba nunca, pero aquel día había pasado con increíble rapidez. Aunque no quería dar le todo el crédito a Claudia, debía admitir que gracias a ella todo era mucho más interesante en los almacenes Dalton.

Pensativo, alargó la mano para abrir el cajón y comprobó que la llave no estaba puesta. Era muy raro porque él siempre dejaba la llave puesta durante las horas de trabajo.

Sorprendido, pulsó el botón del intercomunicador.

– Señorita Lewis, ¿ha visto la llave de mi escritorio?

– No, señor Dalton. Supongo que estará puesta, corno siempre.

El sacudió la cabeza. Entonces miró por el escritorio y encontró la llave entre los clips. Regañándose a sí mismo por el despiste, abrió el cajón… y vio que caía al suelo un trozo de papel.

Pero al inclinarse comprobó que no era un papel sino un trozo de tela. Un trozo de lana roja. Como la chaqueta de Claudia Moore. ¿Habría quitado ella la llave? ¿Para qué? ¿Qué quería encontrar en el cajón?

Maldiciendo en voz baja, Tom lo cerró de golpe. De repente, el jueguecito empezaba a parecerle peligroso.

¿Qué sabía él sobre Claudia Moore, además de que era muy guapa y le gustaba besarla? El instinto le había hecho preguntarse por qué una chica tan inteligente buscaba trabajo como paje de Santa Claus. Pero la atracción que sentía por ella hizo que olvida se el asunto.

– Qué estás tramando, Claudia?-murmuró para sí mismo-. Sea lo que sea, pienso pasarlo bien mientras lo averiguo-añadió entonces con una sonrisa.


A Claudia siempre le habían gustado los villancicos, pero no cuando era un coro de perros ladrando Jingle Bells. Desgraciadamente, el dueño del bar Hooligan, un sitio muy frecuentado en la plaza de Schuyler Palis, pensaba de otra forma. La canción parecía ser la favorita aquella tarde, una elección que sus tres compañeros apoyaban echando monedas en la maquinita.

Los pajes la recibieron muy nerviosos. Estaban convencidos de que Thomas Dalton la había despedido y cuando les dijo que no pasaba nada se quedaron de una pieza.

De modo que empezaron a hacerle preguntas y Claudia, periodista al fin y al cabo, decidió aprovecharse de su curiosidad. Los invitó a una copa después del trabajo, dispuesta a sacarles todo lo que fuera posible, y prometió contar lo que sabía sobre el enigmático señor Dalton.

En realidad, el beso no le había revelado mucho sobre él. Solo que tenía un gran talento para besar.

: Cada vez que lo recordaba levantándose para tomar la entre sus brazos sentía un escalofrío.

Y debía admitir que, aunque inesperado había sido muy agradable. Más que eso. Ni siquiera se le ocurrió apartarse y darle una bofetada. Todo lo contrarío, cerró los ojos y disfrutó del momento como nunca.

Nerviosa, tomó un trago de su gin tonic. Nunca un beso la había afectado tanto. Quizá porque nunca la había besado su jefe. Claudia esperaba que la echase de la oficina, no que la tomara entre sus brazos.

En ese momento todo cambió. Además de perder el control, le pareció que su integridad como periodista estaba seriamente comprometida. Lo buscó por la planta durante todo el día para volver a tontear con él y ponerlo nervioso, pero Tom Dalton no apareció por allí.

Claudia se sintió tentada de ir a su despacho, pero cuando repasó sus motivos tuvo que reconocer que no sería para cuestionar el beso sino para repetirlo una y otra vez hasta que estuviera sin aliento. Murmurando una maldición, terminó su gin tonic y levantó la cabeza para pedirle otro a la camarera.

Aunque ella solo había tomado uno, sus compañeros de trabajo no mostraban tanto autocontrol. Los pajes de Santa Claus parecían tener cierta tendencia a perder la cabeza cuando se los saca del Polo Norte. Llevaban ya dos copas y empezaban con la tercera.

– Dime, Winkie-empezó a decir Claudia-. ¿Has oído algo sobre el Santa Claus de los almacenes Dalton?

– Yo no confío en él-contestó la mujer, que fumaba como una chimenea-. Tiene unos ojos muy raros.

– Yo creo que lleva lentillas-dijo Dinkie, tomando un sorbo de martini-. Mi hija también lleva lentillas.

– Duras o blandas?-preguntó Blinkie.

El más joven de todos, Blinkie, era un universitario con piercings, tatuajes y el pelo tan negro que parecía un vampiro.

Claudia dejó escapar un suspiro. Intentaba una y otra vez hablar sobre Thomas Dalton, pero era como intentar controlar a un montón de críos esnifando pegamento.

– Y los regalos secretos?

– Olvídate de los regalos-dijo Winkie-. A mí nadie me da dinero, así que no me importa.

– Hablando de regalos, llevo días buscando uno para mi…-empezó a decir Dinkie.

– ¡Un momento!-gritó Claudia, golpeando la mesa con el puño-. ¿Podemos centrarnos en el tema?

– Oye, cálmate-dijo Blinkie.

– Es que no sentís curiosidad? Es una historia muy interesante…, y Santa Claus debe de saberlo todo. El es quien recibe las cartas, de modo que debe de conocer al benefactor anónimo.

– Supongo que sí-asintió Winkie-. Pero a mí no me importa. No regala mi dinero, así que…

– Alguien debe de saber algo. Si pudiera hablar con Santa Claus fuera de los almacenes…

– Nadie lo ha visto nunca fuera de los almacenes-intervino Blinkie-. Es como… el espíritu de la muerte.

– De qué estás hablando?-preguntó Claudia.

– Nadie lo ha visto sin el traje de Santa Claus. Aparece cada mañana en la casita y desaparece por la noche. Yo creo que vive allí.

Aquellos pajes no habían sido contratados por sus poderes de deducción, desde luego. ¿Cómo podían llevar dos semanas trabajando con Santa Claus y no saber nada sobre él? Tenía que haber un hombre de verdad bajo el traje rojo, un hombre al que podría persuadir para que le contase sus secretos, un hombre con una vida fuera de su trabajo.

– Y quién lo sabe entonces?

– Dalton-contestó Winkie-. ¿Por qué no le preguntas a él? Parece que os lleváis muy bien.

Claudia dejó escapar un suspiro. Estaba como al principio.

¿Qué era aquello, una conspiración de silencio? Los pajes no podían ser tan obtusos. Quizá todos formaban parte del secreto. Pero cuando los miró de nuevo se dio cuenta de que era imposible. Si Blinkie, Winkie y Dinkie supieran algo se lo habría sacado.

– Deberías salir con él-dijo Dinkie entonces.

– Con Santa Claus?

– Con el señor Dalton, mujer. Parece una buena persona y no ha tenido mucha suerte con las mujeres. Aquel lío con su prometida y…;

– ¿Estaba prometido?

– Con una chica muy guapa. Faltaban tres semanas para la boda y ella la canceló. Estaba harta de que el señor Dalton estuviera todo el día trabajando. Desde entonces, el pobre solo ha tenido un par de aventuras patéticas.

Para ser tan obtusos, sabían mucho sobre la social de Tom Dalton. Pero aunque Claudia sentía curiosidad por saber algo más sobre el hombre que la había besado, decidió concentrarse en lo que verdaderamente le importaba.

Cuando la camarera se acercó a la mesa Claudia pidió la cuenta y se levantó, dejando a los otros tres pajes discutiendo sobre si merecía la pena poner desodorante en los botines.

Hacía mucho frío cuando salió del bar. La plaza estaba iluminada con luces de Navidad y algunas personas se paraban para admirar el enorme abeto que había en el centro.

Los almacenes Dalton seguían abiertos y Claudia miró hacia las ventanas del quinto piso, preguntándose qué estaría haciendo Tom en aquel momento. Y, sobre todo, en el beso. No lo imaginaba pensando en ella. Tenía aspecto de persona muy práctica.

Claudia sonrió. Pero debía admitir que aquel beso también lo había sorprendido a él. Lo vio en su expresión. Quería aparentar que no significaba nada, pero no era verdad. Sabía que la encontraba atractiva. Y silos rumores eran ciertos, llevaba algún tiempo sin estar con una mujer.

En ese momento levantó la mirada y vio a Thomas Dalton junto al árbol de Navidad, hablando con dos mujeres. Una rubia muy elegante y la otra, más bajita y pelirroja.

Claudia se concentró en la rubia. ¿Quién era? ¿Una conocida, una socia? ¿O sería su novia? Desde luego hacían buena pareja. Al lado de aquel abrigo de diseño, su traje de lunares verdes era más que ridículo.

Antes de despedirse, Tom le dio un sobre a la rubia y Claudia se escondió tras una farola.

– Hola-lo saludó cuando pasaba a su lado.

– ¡Claudia!

– Señor Dalton… ¿o debo llamarte Tom? Como estamos fuera de los almacenes, no sé cuál es el protocolo.

El miró por encima del hombro, nervioso.

– Quizá sería mejor olvidar el asunto del nombre.

– Pensé que ya lo habíamos hecho-sonrió ella.

– Si te refieres al…

– Beso?-terminó Claudia la frase. Qué divertido era tomarle el pelo-. No, me refería a lo de llamarte Tom. Lo dijiste antes de besarme, ¿te acuerdas?

Estaban en el centro de la plaza, el árbol de Navidad bañándolos con su luz dorada.

– Qué estás haciendo aquí?-preguntó él.

– He ido con los pajes a tomar una copa. ¿Qué haces tú aquí?

– Iba a cenar algo. ¿Quieres cenar conmigo?

Claudia se sintió tentada de aceptar. No había comido nada desde la barrita de chocolate del almuerzo.

– Me estás pidiendo una cita?

Tom vaciló un momento.

– Tienes razón. La nuestra es una relación pura mente profesional y debería seguir siéndolo. Lo de antes fue… un lapsus.

¿Por qué no había aceptado la invitación?, se preguntó ella. ¿Por qué sentía tal deseo de irritarlo? Podría haber cenado agradablemente en su compañía y quizá averiguar algo más sobre el misterioso Santa Claus… y sobre la misteriosa atracción que sentía por Tom.


– Además, no puedo-dijo, abriéndose el abrigo para mostrar el traje de lunares No voy vestida de forma apropiada.

– Ya, bueno. ¿Puedo llevarte a casa? Tengo el coche aquí al lado.

Claudia se mordió los labios. No quería que supiera que estaba alojada en un hostal, porque podría hacer preguntas que no quería contestar. Por ejemplo, por qué no vivía en un apartamento y desde cuándo estaba en Schuyler Falis. Sin embargo, hubiera querido decir que sí. ¿Por qué quería arriesgarse solo para estar unos minutos más con él?

– No, gracias. No hace falta.

– Como tú quieras.

– Buenas noches, señor Dalton-dijo Claudia entonces.

Le habría gustado volverse para ver si seguía allí, mirándola, pero resistió la tentación.

Aunque aquello parecía un final, sabía que era un principio.

– Seguiremos viéndonos-murmuró-. No pienso ir a ninguna parte hasta que consiga lo que quiero.

Pero lo que quería empezaba a ser difícil de de terminar Porque había momentos en los que deseaba a Tom Dalton mucho más de lo que deseaba un buen reportaje.

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