Capítulo 5

FUERON de la mano por la sección de joyería, envueltos en el ominoso silencio. Claudia había examinado los diamantes y declaró que no había nada allí que le interesase. Pero cuando llega ron al departamento de perfumería se dio cuenta de que no era cierto. Lo único que deseaba era lo que no podía tener: Tom Dalton.

– Esto me gusta-murmuró, tomando un frasco de perfume-. Me gusta que todo esté tranquilo. Ningún niño esperando ver a Santa Claus, ninguna nariz que limpiar, nada de lágrimas…

Tom se apoyó en el mostrador, mirándola con sus penetrantes ojos verdes. Una mirada que le produjo escalofríos. La había mirado mucha veces, pero nunca con tal intensidad. Algo había cambiado, pero no estaba segura de qué.

– Yo soñaba con quedarme encerrado aquí cuan do era niño. Una vez incluso me escondí detrás de un montón de cajas. Pero mi padre me encontró.

Claudia sonrió, pero era una sonrisa forzada. ¿Sospecharía que se había quedado en el despacho a propósito? ¿Era aquel comentario sobre su infancia una mentira para hacerla sentir culpable? No le gustaba engañarlo y no porque fuera su jefe sino porque valoraba su confianza.

Pensativa, dejó el frasco de perfume donde estaba y tomó otro. Si sospechaba que lo había hecho a propósito no lo demostraba. Recordó entonces el archivo que tenía guardado en el bolso.

¿Cómo podía haberlo hecho? Ella no era así. Quizá la presión de conseguir un puesto permanente en el New York Times la estaba haciendo cambiar.

Siguieron caminando por el pasillo y Tom volvió a tomar su mano, como si fuera lo más natural del mundo.

– Y qué… qué habrías hecho si tu padre no te hubiera pillado?

– Habría pasado horas saltando de cama en cama. Con los zapatos puestos. Después habría ido a la segunda planta para jugar con todos los juguetes. Y después a la cafetería para tomar kilos de helado.

– Eso es todo?

– Entonces la idea de pasar la noche con una chica no me habría hecho ninguna gracia-rió Tom-. Pero ahora eso añade nuevas y excitantes posibilidades…

– Qué curioso. No es así como te imaginaba de niño. Yo te imagino como un ejecutivo desde los tres años, con un trajecito de chaqueta y una corbata-dijo Claudia.

– Tan serio te parezco?-rió él.

Claudia se detuvo en medio del pasillo para observarlo atentamente.

– Podría reformarte, supongo…-murmuró, tomando una camisa hawaiana-. Con esto quizá… te quedaría muy bien.

Tom miró la camisa haciendo una mueca.

– Yo no me he puesto algo así en toda mi vida.

– Por qué no te arriesgas? ¿No querías una cita memorable? Ninguna chica te olvidaría con esta camisa. Además, nadie te verá más que yo. Y no se lo contaré a nadie-suspiró Claudia dramáticamente-Aunque claro, si eres tan estirado…

Tom se quitó la chaqueta.

– También puedo ser espontáneo-rió, desabrochando su camisa.

Claudia esperaba una seria camiseta blanca debajo, pero tuvo que enfrentarse con un torso desnudo de abdominales marcados que la dejó sin palabras.

Abrió la boca para hacer algún comentario agudo, pero solo le salió un suspiro. Qué torso.

– No!-exclamó cuando iba a abrocharla.

– ¿No te gusta? Puedo ponerme otra…

– No… se supone que debes dejarla sin abrochar.

Sonriendo, Tom se dio la vuelta lentamente.

– Qué te parezco?

Claudia se puso colorada, Le parecía un hombre al que le encantaría seducir. Y ella no había seducido a un hombre en toda su vida.

– Mejor-murmuró-. Pero tienes que quitarte los pantalones.

Se volvió entonces para buscar unos pantalones cortos, sorprendida de que aceptara el juego. Tom Dalton no parecía el tipo de hombre que deja de lado la seriedad… y su ropa en una sola noche. Quizá aquella sería, al final, una cita memorable.

– Ponte estos-dijo, ofreciéndole unos pantalones cortos de color azul-. Pero antes quítate los zapatos y los calcetines.

Tom tomó los pantalones y se acercó al probador.

– ¿Te da vergüenza ponértelos delante de mí? Ya sé qué clase de calzoncillos llevas. Cortos, con dibujitos.

– No pienso cambiarme de calzoncillos-rió él-La actitud no tiene nada que ver con la ropa interior.

Mientras estaba en el probador, Claudia no pudo dejar de imaginarlo desnudo. Y cuando salió, la reacción física que provocó en ella fue sorprendente. Nunca se había sentido tan excitada por un hombre. Quizá todas aquellas bromas, aquellos besos robados eran el preludio de algo mucho más íntimo… algo que podrían compartir aquella misma noche.

– Qué te parece?

– Muy bien-murmuró-. Estás muy guapo.

Más que guapo. Además de tener el torso y la espalda más sexy que había visto nunca, tenía unas piernas largas y musculosas cubiertas de suave vello oscuro que eran como para… salivar. Incluso tenía los pies bonitos.

Tom se miró al espejo.

– No está mal. Parezco un crío, pero supongo que eso se lleva.

– Falta algo-dijo Claudia.

– No pienso ponerme uno de esos ridículos sombreros de paja.

– No, no es eso. Lo sabré cuando lo encuentre.

Tom le pasó un brazo por los hombros y ella le pasó un brazo por la cintura, tocando con los dedos aquellos abdominales…

– Yo creo que esto es mucho más divertido que Silvio’s.

Claudia apretó los dientes, intentando recordar por qué había ido a Schuyler Falis. Estaba allí para escribir un reportaje, no para tener una aventura con Tom Dalton.

Pasaron por delante del departamento de cosmética y se le ocurrió algo que podría devolverlos a una situación normal, más relajada.

– Sé lo que necesitas.

– Un corte de pelo?

Claudia tomó un bote de tinte, el favorito de las quinceañeras de Schuyler Falis.

– No, un poquito de color en las sienes.

El negó con la cabeza.

– De eso nada. No pienso dejar que me pintes el pelo de rosa.

– No es permanente se quita con agua-protestó ella, justo cuando leía la palabra «semipermanente» en el bote-. Vamos, ¿no has dicho que podías ser espontáneo?

– Muy bien. De acuerdo.

– Te va a encantar, ya verás-rió Claudia, llevándolo hacia la peluquería-. Te hará sentir como un hombre nuevo.

– Un engendro-murmuró él-. Quiero que sepas que solo hago esto para divertirme.

– Ya lo sé. Pero tengo que un poco mojarte el pelo.

Lo que era una broma adquirió un significado diferente en cuanto tocó su pelo. Tom tenía los ojos cerrados y Claudia lo observó durante unos segundos. Quizá lo había juzgado mal. Cuando lo conoció pensó que era un estirado, uno de esos hombres para los que el negocio era lo único importante.

Pero la sorprendía cada día con caricias, con besos, con bromas. Mientras le mojaba el pelo, consideraba al hombre al que creía conocer. Con aquella ropa se había convertido en alguien diferente, en algo más que un estorbo para conseguir el artículo de su vida. Era cálido, divertido, generoso, irónico y vulnerable.

Era un hombre del que podría enamorarse… si se daba la oportunidad. Claudia abrió el bote de tinte y vaciló un momento. Quizá eso era ir demasiado lejos. Al fin y al cabo, Tom tenía una imagen que mantener.

Pero dejó las vacilaciones a un lado y echó un poco de tinte en las sienes. Desde luego, sería una cita memorable. Tom Dalton no la olvidaría…, al menos hasta que su pelo hubiera recuperado el color normal.

En cuanto a ella, se preguntó si sería capaz de olvidarlo. O si querría hacerlo.


– Quiero otra copa de champán-rió Claudia.

Tom miró sus ojos brillantes. Había tomado casi media botella de champán y los efectos empezaban a notarse. Achispada o sobria, seguía siendo la mujer más atractiva que había conocido nunca. Pero aquella noche quería que estuviese lo más lúcida posible.

Habían ido a la sección gourmet de los almacenes después de teñirle el pelo, y organizaron un festín que podría durarles una semana.

Claudia eligió bombones belgas, ostras, caviar, paté y tres diferentes clases de queso francés. Mientras cargaba la cesta, Tom se dio cuenta de que si hubiera pedido pan recién hecho habría hecho lo imposible por conseguirlo. Era difícil negarle nada.

Mientras la observaba tomar una ostra, ella lo señaló con el dedo.

– Sé exactamente lo que necesitas.

Tom tomó su mano y empezó a besar cada uno de los dedos.

– Ah, sí? ¿Y qué es?

Claudia se levantó de un salto y tuvo que sujetarse a él para no caer de bruces.

– No te muevas de aquí. Vuelvo enseguida.

– No puedo ir a ninguna parte. Estamos encerrados.

Cuando Tom oyó el ascensor dejó escapar un suspiro. Había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tirarla en el sofá. Si hubiera sabido que pasar una noche a solas con Claudia Moore iba a causar tal desastre en su libido, habría abierto la puerta de los almacenes para dejarla ir.

Quizá debería decirle la verdad, que solo tenían que pulsar unos cuantos números y las puertas se abrirían por sí solas. Pero sentía curiosidad por saber cómo acabaría aquello.

Era la mujer más cautivadora que había conocido. Si estaban separados, se preguntaba cuándo volvería a verla y si estaban juntos, se sentía decepcionado por no poder estar con ella cada minuto del día.

Pero ¿estaba viviendo en un mundo de fantasía? Miró entonces su bolso, sobre el sofá. Sin poder evitarlo, lo abrió y, como sospechaba, encontró dentro uno de los archivos. Un recordatorio de que, aunque sentía algo por Claudia, había demasiados secretos entre ellos.

– Santa Claus-murmuró, leyendo el título de la carpeta-. Esto confirma mis sospechas.

Se levantó para dejar el archivo en su mesa, pero después cambió de opinión y volvió a guardarlo en el bolso. Al fin y al cabo, él había querido que todo aquel secretismo con el asunto de Santa Claus terminase de una vez. ¿Por qué no dejar que Claudia sacase a la luz pública quién era su abuelo y terminar con todo?

Aquella tradición se había convertido en una carga. Qué pasaría cuando Theodore Dalton no quisiera hacer de Santa Claus? ¿Tendría que hacerlo él? ¿Estaría enterrado en Schuyler Falls durante el resto de su vida, pasando las navidades dentro de un traje rojo y una barba postiza?

– Prefiero que publique el artículo antes que terminar con ella-murmuró para sí mismo.

Pero quizá Claudia no querría saber nada de él después de conseguir el reportaje.

Podría dar por terminada la charada aquella misma noche si quería. Cuando volviera, le mostraría el archivo y exigiría una explicación. Pero no quería echarlo todo a rodar Por el momento, quería seguir viviendo aquella fantasía. La mañana llegaría pronto.

– Tengo exactamente lo que necesitas!

Claudia entró en el despacho con algo en la mano.

– Pendientes?

– Pendiente-corrigió ella abriendo su bolso.

No se molestó en esconder el archivo siquiera, de modo que había bebido más de lo que Tom creía.

Cuando encontró lo que buscaba se lo mostró con una Sonrisa.

– Tachán!

– Una cajita de costura?

– Una aguja. Tengo que hacerte un agujero en la oreja.

– De eso nada-protestó él, levantando las manos-. No vas a clavarme una aguja en la oreja.

– Pero estarás muy guapo con un pendiente…

– Creo que has tomado demasiado champán. No pienso dejar que te acerques con esa aguja.

– Vamos, cobarde-insistió Claudia, poniéndose de rodillas en el sofá-. Yo hacía esto todos los días en el instituto. Haremos un trato. Yo te hago un agujero en la oreja y tú me das un beso.

– Podría besarte ahora mismo, si quieres-murmuró él, pasando una mano por su pierna.

– Pero es que no quiero-rió Claudia-. Yo creo que un hombre con un pendiente es muy sexy. Casi irresistible. Y nunca he besado a un hombre con un pendiente. A saber lo que podría pasar.

Tom no tenía duda de que le clavaría la aguja. Claudia Moore no tenía miedo de nada. Y con cualquier otra mujer rechazaría la oferta de un beso, pero con ella… Si tenía que tirarse de cabeza al río Hudson, lo haría. Bailaría desnudo en la plaza del pueblo si ella le quitaba la ropa. Un agujerito en la oreja parecía un precio razonable por un beso.

– Me va a doler?

– En absoluto-contestó ella, sacando un hielo del cubo de champán-. Ponte esto en la oreja y ya verás como no te duele nada.

Tom obedeció. Unos minutos más tarde tenía dormido el lóbulo, aunque no estaba muy seguro de si debía confiar en Claudia. Había esterilizado la aguja con un chorrito de vodka y estaba sentada frente a él, con el instrumento en la mano.

– Podría hacerte un agujero en cada oreja.

– No, déjalo. Solo en una.

Tom se preparó para la operación, mirando a Claudia por el rabillo del ojo. Pero estaba tan alegre que podría acabar metiéndole la aguja en el ojo.

– Relájate. Solo será un momento.

Y así fue. Notó una punzadita en la oreja y un segundo después un peso en el lóbulo cuando le ponía el pendiente.

– ¿Estoy sangrando?

– No-sonrió ella-. Y estás muy guapo. Con ese pendiente pareces un pirata.

Tom la tomó por la cintura para tirarla en el sofá.

– Si se me cae la oreja, me las pagarás-murmuró, apartando el pelo de su cara-. Creo que teníamos un trato, ¿no?

Claudia enredó los brazos alrededor de su cuello.

– Un beso.

– Solo uno?

– Solo uno.

– Entonces, tendrá que ser un beso muy largo.

Aquella vez lo hizo despacio. No había nadie que los interrumpiese, nadie molestando. Inclinó la cabeza y empezó a pasar la lengua por la comisura de sus labios. Sabía mejor que nada en el mundo y tomó su cara entre las manos para disfrutarla a placer. Era como un hombre sediento que no podía cansarse. Quería más y más.

Se tumbó sobre ella, apoyándose en un codo para evitarle el peso, pero Claudia lo apretó contra su cuerpo. Como había intuido, estaban hechos el uno para el otro. Sus pechos se aplastaban bajo el peso de su torso, sus piernas se enredaban…

Claudia se arqueó hacia él y Tom sintió que su entrepierna reaccionaba inmediatamente, ¿Era aquel el sitio y el momento para lo que estaban haciendo? Con tantas mentiras entre ellos… No, sería mejor esperar. Decidido, se apartó.

– Puedes besarme otra vez-dijo ella con voz ronca-. Creo que un solo beso no es un trato justo por una oreja agujereada.

Tom volvió a inclinarse, dispuesto a darle otro beso. Pero el beso se convirtió en dos, en tres…, hasta que perdió la cuenta. Besar a una mujer siempre había sido el preludio para algo más, pero podría besar a Claudia durante toda la noche y no se cansaría nunca.

Sin embargo, no estaba preparado para hacerle el amor. Las mentiras eran un obstáculo insuperable. Sus motivos, su juego, el deseo de los dos…

Claudia acarició su torso desnudo con las manos.

– Bésame otra vez-le ordenó.

– Si vuelvo a besarte, puede que no sea capaz de parar. Y tú has bebido tanto champán que podrías no saber detenerme. Así que lo mejor es parar ahora que podemos.

– Eres demasiado honorable, señor Dalton.

Cerrando los ojos, Tom le dio un beso en la frente. Quizá lo era. Pero no quería arriesgarse. Si hacían el amor sería un momento importante, significativo en su vida.

– Si no me besas, ¿qué vamos a hacer?

– Podríamos hablar. Puedes contarme cosas de ti misma. Quiero saberlo todo.

– ¿Qué quieres saber?

– Lo que tú quieras contarme-sonrió él, mirándola a los ojos.

Por un momento pensó que iba a decirle la verdad sobre lo que estaba haciendo allí. Pero al final le contó que había nacido en Buffalo, que sus padres no se llevaban bien… Cuando llegó a la guardería y empezó a contarle que se comía los lápices, ya estaba cerrando los ojos. Un segundo después se había quedado dormida. Tom la miró, sintiendo una ola de afecto que le encogía el corazón.

Algún día se lo contaría todo. Y cuando lo hiciera, eso sería más importante que cualquier artículo. Lo único que tenía que hacer era darle tiempo.


Tom estuvo mirándola hasta el amanecer. Duran te horas miró aquella bonita cara, catalogando cada una de sus facciones hasta que se las supo de memoria: la nariz perfecta, los labios generosos, la piel de porcelana y las largas pestañas.

Mirando a Claudia, Tom veía una mujer a la que podía amar, una mujer diferente a todas las que había conocido. Cerrando los ojos, intentó imaginar e futuro, pero todo era tan confuso… Y cuando se quedo dormido los sueños fueron igual de frustrantes.

Abrió los ojos, seguro de no haber dormido más que unos minutos, pero el reloj marcaba las nueve de la mañana. Claudia seguía dormida, con el pelo en la cara, sujetando la pechera de su camisa.

Entonces oyó la campanita del ascensor. Nadie iba a la oficina los domingos… excepto su abuelo. Murmurando una maldición, Tom se levantó del sofá intentando no despertarla.

Pero Theodore Dalton entró antes de que pudiera llegar a la puerta.

– Pero qué…? ¿Tommy?

Tom se puso un dedo en los labios y empujó a su abuelo hacia el pasillo.

– No hagas ruido.

– Qué demonios te has hecho en el pelo? ¿Qué es eso, un pendiente? Dios mío, ¿qué te ha pasado?

– Puedo explicártelo todo. Pero no ahora mismo.

Su abuelo lo miró con expresión suspicaz.

– No estarás teniendo una crisis de identidad, ¿no? Ya sabes, cuando un hombre piensa que es una mujer encerrada en el cuerpo de…

– No! Solo es un pendiente. No llevo ropa interior femenina.

– A mí no me grites. Después de todo, últimamente estás muy tenso. Y cada vez que menciono el sexo, te pones muy irritable. Y he visto esto en la televisión. Un hombre normal que, de repente, se siente como una mujer… De hecho, tu bisabuelo solía ponerse un mandil en la cocina. A mí eso siempre me pareció muy extraño.

– No he sido yo. Ha sido Claudia-suspiró Tom.

– ¿Claudia, mi paje?

– Hemos pasado la noche aquí-dijo él, tocándose la oreja-. Y esto ha sido el entretenimiento.

– ,Y ella sigue ahí? No me digas que lleva puestos tus calzoncillos.

– No, está dormida… con su propia ropa. Y antes de que preguntes, no ha pasado nada.

– No pensaba preguntar eso. Iba a preguntar por qué habéis dormido aquí.

– Pues… porque le dije que no podíamos salir hasta por la mañana.

– ¿Le has mentido?

– No le he dicho toda la verdad-contestó Tom.

– Ya, ya. Ahora entiendo que te haya hecho eso-suspiró su abuelo, señalando el pendiente-. Yo habría añadido un poco de colorete y barra de labios.

– Ella no sabe que es mentira y tú no vas a decir


– Pero tendrás que despertarla, ¿no? Tu padre está buscándote. Te necesita en Nueva York, por lo visto. Ha organizado una reunión a las tres para solucionar el asunto inmobiliario de Florida. Si no puedes ir en tren, te enviará el avión. Y ha dicho que deberías estar en Nueva York durante tres o cuatro días.

Tom miró la puerta de la oficina.


– No puedo marcharme ahora.

Quería quedarse allí, con Claudia, en el despacho, donde el resto del mundo no podía molestarlos. Pero una llamada del cuartel general no podía ser ignorada y aquel negocio inmobiliario era lo que Tom había esperado para salir de Schuyler Falis.

– Si la despierto no estará de buen humor, considerando la cantidad de champán que tomó anoche. Le dejaré una nota y la llamaré más tarde.

– Te das cuenta de que estás manteniendo una relación con una empleada?-preguntó su abuelo.

– Le dijo la sartén al cazo. ¿Has olvidado que la abuela también trabajaba aquí?

– No se me ha olvidado. Pero yo me casé con ella. ¿Tus intenciones son igualmente honorables?

– Déjame en paz, abuelo.

Tom abrió la puerta del despacho intentando no hacer ruido y le dio un beso en la frente, pero no quería despertarla. Escribió una nota explicando lo que había pasado y la dejó junto a su bolso.

No quería verla salir de su oficina con el archivo. Habría un momento para solucionarlo todo, se dijo. Y empezaría en cuanto volviese a Schuy!er Falis.


Claudia despertó con un terrible dolor de cabeza y sin saber dónde estaba. Sabía que no estaba en su apartamento de Brooklyn, ni en la habitación del hostal. Y cuando por fin pudo abrir los ojos, supo dónde estaba.

– En el despacho de Tom Dalton-murmuró, apartándose el pelo de la cara.

La oficina estaba desierta y no oía ruidos en el pasillo.

Claro, era domingo. Nadie trabajaba en las oficinas los domingos.

Entonces miró el reloj…, eran casi las diez. En quince minutos debía estar disfrazada de paje.

– Ay, Dios mío, le teñí el pelo de rosa-murmuró entonces, recordando-. Y le hice un agujero en la oreja.

Qué pensaría cuando viera que no podía quitarse el tinte? ¿O cuando se le cayera la oreja, infectada?

No solo la despediría, pondría precio a su cabeza. Mientras se ponía las botas, recordó la noche anterior. Desde luego, bebió mucho champán. Y habían dormido juntos, en aquel sofá. Al recordar sus besos el dolor de cabeza casi desapareció.

Quizá debería esperarlo. Después de todo, habían pasado la noche juntos. Debería darle las gracias por la cena y el champán. Y por la diversión.

– No, es mejor que me vaya-dijo entonces.

Al tomar el bolso un papelito cayó al suelo y, pensando que era de Tom, volvió a dejarlo sobre la mesa. Después salió corriendo de la oficina y pulsó el botón del ascensor.

En cinco minutos habría docenas de niños delante de la casita de Santa Claus y ella aún no se había vestido. Pero cuando iba a entrar en el vestuario, la señorita Perkins apareció por detrás de un montón de balones.

– Señorita Moore, ¿se da cuenta de que práctica mente siempre llega tarde a trabajar?

Claudia tragó saliva convulsivamente. Le dolía tanto la cabeza y estaba tan mareada que no se le ocurría ninguna excusa.

– Ah, sí?

– Ese comportamiento es totalmente inaceptable

– Sí, lo entiendo. Intentaré llegar a tiempo a partir de ahora.

La señorita Perkins levantó una ceja.

– Ni siquiera piensa molestarse en darme una explicación, señorita Moore?

Ella dejó escapar un suspiro.

– Supongo que podría hacerlo, pero usted no ni creería, así que ¿para qué?

– Le agradecería mucho el esfuerzo.

– Muy bien. He pasado la noche con Tom Dalton. Bebí demasiado champán y me quedé dormida en sus brazos, lo siento.

Eunice Perkjns hizo una mueca.

– Eso no tiene ninguna gracia. La aviso por última vez, señorita Moore. Si no llega puntual al trabajo, tendré que despedirla. ¿Está claro?

– Muy claro-contestó Claudia-. Voy a vestirme y estaré en lista dentro de Cinco minutos.

Pero debería dimitir inmediatamente Aquello es taba complicándose tanto que no sabía si podría salvar el artículo.

Cuando estaba metiendo el bolso en la taquilla vio el archivo y se llevó una mano al corazón.

– Oh, no.

El sentimiento de culpabilidad era insoportable. ¿Cómo podía haber hecho aquello? Nunca había cometido un delito para conseguir un reportaje y estaba segura de que robar información secreta de una empresa era delito. Y si no era delito, desde luego era poco ético. Además, estaba aprovechándose de Tom, que se portaba de maravilla con ella.

– Tengo que devolverlo-murmuró, saliendo del vestuario con el bolso en la mano.

Desgraciadamente, se encontró con su supervisora en el pasillo.

– Señorita Moore, no se ha puesto el uniforme!

– Lo sé, señorita Perkins, pero es que tengo que solucionar una cosa muy urgente. Le prometo que estaré vestida dentro de cinco minutos y… no tomaré ningún descanso, se lo juro.

Entró en el ascensor abriéndose paso entre la gente y pulsó el botón del quinto piso, pero cuando llegó al cuarto volvió a bajar.

Maldiciendo en voz baja pulsó el botón de nuevo y, de nuevo, al llegar al cuarto volvió a descender.

Cuando llegó a la primera planta por tercera vez Claudia salió del ascensor y se acercó al guarda de seguridad.

– Perdone, estoy pulsando el botón del quinto piso, pero cuando llega al cuarto vuelve a bajar.

– Las oficinas no están abiertas los domingos y hace falta una llave especial para subir a la quinta planta. Se puede bajar, pero no se puede subir-contestó el hombre.

– Pero es que tengo que dejar una cosa en la oficina del señor Dalton…

– Puedo dejarla yo, si quiere.

– No, tengo que hacerlo yo misma. Gracias.

El guarda se encogió de hombros.

– Pues tendrá que hacerlo el lunes.

– Pero yo… En fin, gracias.

Claudia se dio la vuelta pensando entrar de nuevo por la escalera secreta, pero no sabía si habría alguien en la oficina. Si esperaba hasta la hora del cierre se arriesgaba a que la pillasen. Quizá podría quedar a comer con Tom y pedirle que fuera a buscar un vaso de agua o una taza de café. No tardaría más d un minuto en guardar el archivo en el cajón.

– Esto es lo que te mereces. Estás loca por el objeto de tu artículo y has perdido toda objetividad Si fueras una periodista seria, te quedarías con el archivo y escribirías el maldito reportaje.

Irritada, dejó escapar un suspiro. Quizá no estaba hecha para trabajar en el New York Times. Además. Tom Dalton empezaba a ser muy importante para ella. Más importante que…, no quería ni pensarlo

Pero aunque llevaba un pendiente y tenía mechas rosas en el pelo, Tom seguía siendo Un hombre de negocios. Un hombre al que no le haría ninguna gracia que alguien hubiese robado uno de sus archivos,… aunque fuera Una mujer a la que no podía parar de besar.

– Encontraré la forma-murmuró para sí misma-. Arreglaré este desastre.

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