Capítulo 4

LA chaqueta seguía oliendo a ajo al día siguiente. No había tenido tiempo de llevarla al tinte y todos sus intentos de limpiarla habían dado como resultado una mezcla de olor a lana rancia, naftalina y ajo, que echaba para atrás. Eunice Perkins la miró con gesto reprobador cuando hacía la acostumbrada inspección.

El apestoso uniforme solo era una parte de lo que estaba convirtiéndose en un desastre. Primero, no tenía ninguna pista. Segundo, estaba segura de que Tom sospechaba. Y lo peor de todo, cuando intentaba concentrarse en el trabajo solo podía pensar en él.

Debería estar elaborando una estrategia, pero se había pasado la noche recordando el beso, el roce de los dedos masculinos sobre su piel desnuda…Pero ¿era simple deseo o Tom Dalton tenía algún motivo nefario? ¿Y si sabía que intentaba averiguar la identidad de su Santa Claus?

Pero algo no cuadraba. Si le había hecho seguirlo a propósito, ¿por qué no había aceptado su dimisión? ¿Por qué había hecho todo lo posible para que se quedara en lugar de echarla a patadas?

Claudia abrió la verja para dar paso a otro niño y, al levantar la mirada, vio un rostro familiar. El niño rubio de ojos castaños, el del sobre verde…, el que quería sobornar a Santa Claus.

– Erie… Eric Martin, o Marrin o algo así… ¡Niño! ¿Qué haces aquí otra vez?

Vio que el niño iba acompañado de una mujer cuyo rostro le resultaba familiar. Pero aquella mujer no iba con Eric el otro día. No, la había visto en… en la plaza del pueblo. Claudia parpadeó. ¡Con Tom Dalton! Aquella era la rubia sofisticada del abrigo elegante.

– Hola, Twinkie-la saludó Erie-… Mira lo que he traído. Mi ángel de Navidad.

– Qué?-preguntó ella, con las manos en las caderas.

– Mi ángel. Se llama Holly y me la ha enviado Santa Claus. He venido para darle las gracias.

Claudia miró a la rubia, pensativa.

– Te la ha enviado Santa Claus? No lo dirás en serio.

El ángel llamado Holly miró por encima de su hombro, incómoda.

– Vamos, Erie. Ya volveremos un poco más tarde. Hay que comprar muchas cosas-dijo, tomando la mano del niño.

– ¡Espere un momento!-gritó Claudia,. corriendo tras ellos-. Tengo que hacerle un par de preguntas.

Los siguió a toda velocidad, o al menos a la velocidad que le permitían los botines cascabeleros, pero el almacén estaba lleno de gente y los perdió en la sección de ropa de cama.

– Maldita sea!-exclamó, golpeando el suelo con el pie-. ¡Maldita sea y maldita Sea!

– ¡ Señorita Moore!

Claudia se volvió, dispuesta a enfrentarse con la ira de Tom Dalton de nuevo. Evidentemente, jurar en público iba contra las reglas de los pajes. Aquello empezaba a ser un verdadero problema. Nunca sabía si iba a echarle una bronca…, o a besarla apasionada mente.

– Estás siguiéndome? ¿Sigues con tu fetichismo por los pajes de Santa Claus?

– Creo que lo tengo controlado-contestó Tom, sonriente-. Por cierto, has dejado tu puesto hace siete minutos y la señorita Perkins está buscándote.

– Quítame el dinero del próximo cheque. Treinta y cinco céntimos por lo menos. Y si no quieres nada más, tengo que volver al trabajo.

Tom la tomó de la mano para llevarla detrás de las toallas y Claudia no se molestó en resistir, decidiendo aceptar su ira con toda la dignidad posible. Pero cuando lo miró a la cara vio que no estaba enfadado en absoluto.

– En realidad, quería decirte otra cosa. ¿Quieres cenar conmigo esta noche?

– Estoy… trabajando-dijo ella.

– Cerramos a las nueve. Podríamos cenar después.

– Por qué?

– Por qué? Porque tengo hambre. Y porque estoy cansado de verte con ese horrible uniforme. Por que quiero charlar contigo sin que todos los empleados especulen. Cuando salgamos de aquí no seremos jefe y empleada. Solo seremos…

– ¿Un jefe y su empleada encantadoramente vestida?

– Iba a decir un hombre y una mujer.

Claudia se estiró la casaca.

– En realidad, ya casi me gusta el uniforme. Me he perdido en el personaje.

Tom alargó la mano para jugar con uno de los enormes botones.

– Aunque me gusta verte con los leotardos, prefiero algo más… femenino. Hay un restaurante al otro lado de la plaza. Se llama Silvio’s. Sube a mi despacho cuando hayas terminado de trabajar…

– Nos encontraremos en el restaurante-lo interrumpió Claudia-. ¿Qué tal a las nueve y cuarto?

Sonriendo, Tom besó su mano.

– Estupendo. Será un buen cambio no pasar la noche en la oficina.

Se alejó después, silbando, y Claudia tuvo que llevarse la mano al corazón. Si Tom Dalton estaba a las nueve y cuarto en Silvio’s, no estaría en su despacho. Y si no estaba en su despacho…

– Es mi oportunidad-murmuró-. Echaré otro vistazo al archivo de Santa Claus y mañana entrevistaré a Eric Marrin antes de venir a trabajar. Y mañana por la noche tendré mi reportaje!

Mientras volvía a su puesto, iba elaborando el plan. Tenía que encontrar la forma de entrar en el despacho sin que la viera el encargado de seguridad. Y tendría menos de media hora antes de que Tom empezase a pensar que le había dado plantón.

Pero le daba pena tener que usar métodos poco escrupulosos y, sobre todo, tener que plantar a Tom. La idea de cenar con él bien vestida y perfumada era algo con lo que había soñado. Y lo que podría pasar después de la cena le daba escalofríos.

– Tienes que escribir un artículo-se recordó a sí misma-. Y después de escribirlo, volverás a Nueva York y te olvidarás de Tom Dalton.

Pero sabía que después de publicado el artículo, no sería capaz de olvidarlo tan fácilmente. Siempre se preguntaría si Tom y ella habrían podido enamorarse… si ella no hubiera sido un paje y él no hubiera sido su jefe, claro.


Los almacenes daban miedo con las luces apagadas. Claudia, con un jersey morado de cachemir, minifalda de cuero negro y botas, subió a la planta de juguetes intentando no hacer ruido. Creía ir vestida para la ocasión, pero después de mirarse en el espejo pensó que parecía más una de los Angeles de Charlie que una periodista. Sin embargo, si la pillaban ten dría que aparentar que estaba a punto de ir al restaurante y había quedado encerrada sin darse cuenta.

Detrás de la sección de perfumes había una puerta y Claudia intuía que llevaba a las oficinas.

– Solo hay una forma de enterarse-murmuró

Fue recibida por la más completa oscuridad y metió la mano en el bolsillo para sacar un mechero que le había prestado Winkie. Aquella vez iba preparada. Subió unas escaleras de madera y cuando abrió otra puerta… se encontró dentro de la casita de Santa Claus.

– Así es como entra y sale sin que lo veamos!

Cerró la puerta y siguió subiendo. Pero al llegar a la cuarta planta las escaleras terminaban. Sorprendida, miró alrededor para buscar una forma de seguir y en ese momento el encendedor se apagó, dejándola en la más completa oscuridad.

– Oh, no-murmuró, apoyándose en la pared. Tenía miedo de dar un mal paso y… en ese momento la pared cedió bajo su peso.

Atónita, Claudia vio que detrás de ese panel secreto había otra escalera. Subió sin hacer ruido y llegó hasta una puerta… La empujó con cuidado y se encontró en un despacho con paredes forradas de madera y alfombras persas. Y, colgado de una percha, el traje rojo de Santa Claus.

Aquel no era el despacho de Tom Dalton. Era el despacho de alguien muy importante… el hombre que se hacía pasar por el famoso Santa Claus-de Schuyler Falls.

Pero ¿quién era? No había placa con su nombre, ni una carta sobre el escritorio.

– Tendré que averiguarlo-murmuró Claudia, cerrando la puerta.


.-¿Quiere otro whisky, señor Dalton?-preguntó el camarero

Tom tiró la servilleta sobre la mesa. Llevaba una hora esperando a Claudia en Silvio’s y era absurdo negarse lo evidente.

– Me han plantado.

– Es una pena, señor Dalton-suspiró Carlo-. Y era su primera cita en mucho tiempo.

Tom lo fulminó con la mirada.

– Dame la cuenta. Y me llevo la botella de champán… y la pasta. De hecho, dame también una ensalada. Como no va a venir; cenaré en el despacho.

– Sí, señor Dalton.

Tom solía cenar allí una vez por semana. El resto de los días lo hacía en el despacho. No le gustaba cenar en casa, una mansión enorme y vacía con una aún más vacía nevera.

Suspirando, se pasó una mano por el pelo. Pensaba que Claudia se sentía tan atraída como él, pero… ¿por qué lo había plantado? ¿Por qué no había querido dar aquel paso? Cada vez que estaban juntos no podían dejar de mirarse. Y cuando se besaban, ella respondía con innegable pasión.

La plaza estaba muy tranquila y el guarda de seguridad estaría haciendo la ronda en los almacenes.

– Así que esto es mi vida-suspiró-. Una chica que me da plantón, una cena fría y pasar la noche haciendo números.

Tom llamó al timbre y la puerta se abrió automáticamente. Entonces saludó a la cámara para que el guarda de seguridad le abriese la segunda puerta y mientras iba hacia el ascensor, dejó escapar otro suspiro.

Antes le gustaba ir allí por la noche, lo hacía sentir responsable por el éxito de los almacenes. Sin embargo, cada día le resultaba más difícil conjurar esa sensación. Necesitaba algo más.

Los almacenes Dalton eran un éxito y algún día pasarían a manos de su hijo… Su hijo.

Hasta aquel momento la idea de una familia había sido algo distante, ajeno. Incluso cuando estaba prometido la idea de tener hijos le resultaba extraña. Y, sin embargo, en aquel momento… estaba prepara do para sentar la cabeza y formar una familia.

Quizá era culpa de Claudia. No quería casarse con ella, por supuesto. Pero hacía mucho tiempo que no pensaba en una mujer y había olvidado la idea del matrimonio. ¿Por qué pensaba en ello entonces? Ni siquiera estaban saliendo. Apenas habían compartido un par de besos… y ella le había dado plantón.

– Es la mujer más irritante, más fascinante y más hermosa que he visto en toda mi vida-murmuró, mientras entraba en el ascensor-. ¿Qué más necesito saber?

Cuando salía del ascensor se detuvo. El instinto le decía que algo andaba mal. La puerta de su despacho estaba entreabierta, como la puerta del despacho de su abuelo. Eso era muy raro porque Theodore nunca se quedaba después de las nueve.

Tom pensó en llamar a seguridad, pero decidió echar un vistazo antes. Se asomó al despacho y vio una figura inclinada sobre su escritorio, leyendo un archivo.

Claudia.

De modo que era allí donde estaba, esperando que se fuera todo el mundo para poder investigar. ¿Qué estaba buscando? Pensó sorprenderla, pero si lo hacía todo habría terminado. Se vería obligado a despedirla y Claudia se marcharía de Schuyler Falls. Y él volvería a su aburrida vida de cifras y estudios de mercado.

Tom dio un paso atrás. Si jugaba bien sus cartas podría averiguar qué tenía entre manos y qué sentía por él.Aparentó salir del ascensor silbando y se paró un momento delante del escritorio de la señorita Lawis para darle tiempo a buscar una excusa. Cuando entró en el despacho con la botella de champán en la mano, Claudia estaba tumbada en el sofá, aparentan do estar dormida.

Llevaba un jersey de cachemir, una faldita de cuero negro y unas botas que revelaban unas largas y bien torneadas piernas. Tenía el pelo sobre la cara y Tom tuvo que hacer un esfuerzo para no acariciarla.

Pero si no podía tocarla quizá podría darle un susto, pensó, sonriendo.

– ¡Claudia!-gritó con todas sus fuerzas.

El grito tuvo el efecto que esperaba. Claudia se sentó en el sofá de un salto, pálida. Entonces recordó que debía estar dormida y se frotó los ojos, fingiendo un bostezo.

– Tom-murmuró.

– Qué haces aquí? Teníamos que habernos encontrado en Silvio’s.

Ella sacudió la cabeza.

– Pensé…, que habíamos quedado aquí. Estaba esperándote y… supongo que me he quedado dormida. ¿Qué hora es?

– Las diez y cuarto-contestó él, asombrado por su facilidad para mentir.

– Lo siento mucho. Supongo que ya es demasiado tarde.

Tom levantó la bolsa con la comida y la botella de champán.

– He traído de todo. Si quieres, podemos cenar aquí… ya que no podemos ir a ningún sitio.

– No podemos ir a ningún sitio?

– Estamos encerrados.

– Cómo?

Si Claudia podía mentir, él también. Y pensaba llevarse un Oscar por su interpretación.

– El guarda de seguridad se ha marchado y las puertas se cierran automáticamente. Estamos encerrados aquí hasta mañana.

– No puedes abrir las puertas?-preguntó ella, levantándose.

– No sé cómo hacerlo-mintió Tom.

– Pero tú trabajas en la oficina hasta muy tarde y…

– ¿Cómo lo sabes?

– Pues… porque me lo han dicho. Dicen que no sales nunca y que te pasas el día trabajando. Por eso te dejó tu prometida, ¿no?

– Quién te ha contado eso?

– Da igual. Tenemos que salir de aquí. ¿No puedes llamar a nadie? ¡Esto no es una cárcel, es una tienda!

– La alarma se conecta en cuanto se cierran las puertas y cuando entré le dije al guarda de seguridad que podía marcharse. Tenemos comida y todo lo que podemos desear… Imagínate lo bien que podemos pasarlo.

– ¿Pasarlo bien?

– He traído espaguetis y ensalada de Silvio’s. Bajaremos a la cafetería para buscar unos platos y unas copas para el champán. Después, podemos ir a la sección de lencería para que elijas algo más cómo do… y si no te gusta el sofá, podemos dormir en alguna de las camas de la sección de muebles.

– No pienso dormir contigo! Y no quiero champán-protestó Claudia, dejándose caer de nuevo en el sofá.

Estaba guapísima cuando se enfadaba, pensó él. Incluso más, con los ojos brillantes y las mejillas coloradas. Por un momento, sintió la tentación de tomarla en sus brazos y transformar esa rabia en algo más placentero, pero…

– Crees que todo esto es culpa mía?

– No lo es?

– Me dijiste que nos encontraríamos en Silvio’s. No entiendo porqué has venido a mi despacho.

Ella apartó la mirada.

– Pensé que habíamos quedado aquí.

– Bueno, como al final estamos aquí lo mejor será aprovechar la situación. Debería ser una noche memorable.

– Esto no es una cita-replicó Claudia-. Y no me gustan los espaguetis-añadió, levantándose-. Tiene que haber alguna forma de salir de aquí, una ventana o una salida de incendios…, voy a bajar al callejón. ¿Vienes conmigo?

– Haz lo que quieras, pero no me pidas ayuda cuando suene la alarma-dijo Tom entonces, tomando la llave del cajón-. Yo voy a ponerme a trabajar. Tengo que revisar varios archivos.

– Archivos?-repitió ella, nerviosa-. Bueno, la verdad es que podría cenar algo. Tengo hambre.

Tom intentó disimular una sonrisa.

– Tenemos toda la tienda para nosotros, señorita Moore-dijo, tomando su mano-. Sus deseos son órdenes para mí, así que puede elegir lo que quiera.

– No me vendrían mal unos diamantes-rió ella-. Y unas esmeraldas. O unos rubíes. ¿Vendéis rubíes?

Él soltó una carcajada. Aquella noche prometía. Tendría que trabajárselo, pero tarde o temprano Claudia Moore aceptaría lo inevitable: estaban hechos el uno para el otro.

Y fuera cual fuera la razón por la que había buscado trabajo en los almacenes Dalton, solo habría una razón para que se quedase… porque lo deseaba tanto como la deseaba él.

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