Capítulo 3

DÓNDE está la señorita Lewis? Siempre me ayuda a vestirme… Estelle, te necesito!

Tom estaba en el despacho de su abuelo, observándolo rodar por el sofá como si fuera una ballena varada mientras intentaba ponerse el traje de Santa Claus. Aunque tenía setenta y cinco años, Theodore Dalton seguía teniendo el cuerpo atlético de un hombre de treinta.

– Está distribuyendo el informe de la última reunión.

– El traje ha encogido-protestó su abuelo.

Tom soltó una risita mientras cerraba la puerta.

– Quizá deberías decirles que quitaran parte del relleno.

– Estoy en forma-replicó Theodore Dalton, golpeándose el estómago-. Ayúdame con las botas Tommy. Con esta barriga no puedo agacharme. Ahora sé lo que sentía tu abuela cuando estaba embarazada.

Colocándose el archivo bajo el brazo, Tom se inclinó para ayudarlo con las botas.

– Me estoy haciendo demasiado viejo para esto. Y tú pareces un poco tenso.

– No, estoy bien. Es que estaba pensando en otra cosa.

En realidad, solo pensaba en una cosa: Claudia Moore.

– No has seguido mi consejo?

– Qué consejo?

– Sexo. Necesitas una mujer, Tommy. Eso te pondrá en forma de nuevo. ¿Recuerdas que lo hablamos el otro día?

Tom dejó escapar un suspiro.

– Déjalo. No estoy interesado en el sexo… Bueno, sí estoy interesado, no sé si me entiendes.

– Me alegro. Porque será muy difícil que me des nietos si no lo estás.

– Lo que quiero decir es que estoy harto de relaciones vacías. Quiero algo más… importante.

– Ya veo-suspiró su abuelo-. Y dónde vas a encontrar esa relación importante?

– Y yo qué sé!-exclamó él.

Tom se quedó mirando al suelo, sorprendido por su propio comentario. Pero su abuelo tenía la habilidad de llegar al corazón de las cosas. Nadie en el mundo lo conocía mejor que Theodore Dalton. Y su abuelo podía sentir que estaba tenso, incómodo, confuso un cambio que empezó cuando Claudia Moore llegó a los almacenes.

– Qué tal tu reunión con Holly Bennett? ¿Ha aceptado el trabajo para Eric Marrin?

– Habría sido tonta si dijera que no. George la llevó a Stony Creek y me dijo que parecía una chica muy prudente. No creo que revele quién le paga… aunque tampoco lo sabe con certeza.

Su abuelo se levantó para colocarse la barba frente al espejo.

– Sabes si es soltera?

– No estoy interesado en Holly Bennett. Claudia Moore es en quien he estado…-Tom no terminó la frase. Hablarle a su abuelo sobre Claudia era lo peor que podía hacer.

– Quién es Claudia Moore?

– Tú la conoces como «Twinkie». La morenita que abre la verja para los niños.

Pero Tom no podía pensar en Claudia como un paje de Santa Claus. Para él era una mujer excitante, audaz e increíblemente sexy.

– Ah, sí, Twinkie. Bonitas piernas y muy guapa, aunque un poco impaciente con los niños. Pero es una empleada. ¿Recuerdas lo que hablamos sobre el palito?

– No he dicho que me guste-mintió Tom-. Pero he pedido un informe sobre ella a los de seguridad. Se aloja en un hostal y paga por noche casi lo mismo que gana cada día aquí.

– Eso demuestra que no es muy espabilada.

– También he descubierto que es periodista y que ha escrito para el Albany Journal y el New York Times.

– Ya sabes que no me gustan nada los periodistas. Han conseguido estropearnos varios negocios publicando cosas que no deberían haber publicado.

Tom se encogió de hombros.

– Quizá necesita dinero. Quizá ahora mismo no trabaja para ningún periódico.

– O podría estar interesada en el negocio con Birnamwood. O en los planes de tu padre para comprar Ceil Tech.

– O en saber quién está detrás de tu fundación-sugirió Tom-. Y en el Santa Claus secreto de los almacenes Dalton.

Su abuelo levantó una ceja.

– Un reportaje sobre Santa Claus? No hay mucho dinero ni prestigio en eso. Pero si estás preocupado, despídela.

– Despedir a Claudia Moore?

– Evidentemente ha mentido en su currículum. Eso es causa de despido inmediato.

– No quiero despedirla…, todavía.

– Entonces lo haré yo. Yo tomo las decisiones sobre mis pajes.

– No sobre este paje-replicó Tom. Tenía razones para despedirla, pero si Claudia se marchaba no podría volver a besarla, ni oír su voz, ni ver la divertida expresión de su rostro. No estaba preparado para dejarla ir. Al menos, hasta que entendiera la abrumadora atracción que sentía por ella.

Recordó de nuevo el beso en la oficina, la pasión que había sentido al tenerla entre sus brazos. Pero ¿por qué Claudia? ¿Por qué despertaba un comportamiento tan poco normal en él? Claudia Moore no era tipo de mujer por el que solía sentirse atraído. Él prefería chicas más reservadas, más sofisticadas, más… ¿aburridas?

Sí, era cierto. Solía salir con mujeres tan poco emocionantes como una cena fría. A su prometida la fascinaban los estampados de las cortinas…, podía pasarse horas mirándolos. Pero hablar con Claudia era como jugar con fuego: peligroso, excitante. Y cuando por fin creía tener el control, ella volvía a colocarlo en su sitio con un par de frases.

– No dejes que tus sentimientos personales entorpezcan tu trabajo-le recordó su abuelo mientras se ponía el cinturón.

– Qué sentimientos personales? Es una empleada y quiero averiguar qué se trae entre manos.

– No habías dicho que solo necesitaba algo de dinero?

– Es posible. Pero estuvo sola en mi oficina y creo que… anduvo mirando en mis cajones. Y estaba en la plaza anoche cuando hablaba con Holly Bennett. O es muy cotilla o anda detrás de algo. Si le presento algunas pistas sobre nuestro Santa Claus y muerde el anzuelo lo sabré seguro. Y, mientras tanto, pasaré un buen rato con ella.

– ¡Te gusta esa chica!

– Solo siento curiosidad-protestó Tom.

Sentía curiosidad por saber si podía envolver su cintura con las dos manos, si su pelo era tan suave como parecía, si volvería a besarlo pronto…

Su abuelo miro el reloj de la pared mientras se colocaba la peluca.

– Llego tarde. Si no bajo ahora mismo los niños empezarán a desesperarse-dijo, abriendo un panel secreto que llevaba hasta la segunda planta.

– Cuidado con las escaleras-le advirtió Tom.

Cuando se quedó solo releyó el informe sobre Claudia Moore. Luego leyó sus últimos artículos. Aunque él no sabía mucho de periodismo, se dio cuenta de que eran buenos, concisos, apasionados. Claudia hacía que incluso el tema más aburrido pareciera interesante

– Qué haces en los almacenes Dalton?-murmuró-. ¿Qué estás buscando?

Si quería respuestas, tendría que pasar algún tiempo con ella…, una idea muy agradable, por cierto.

– Señorita Lewis?-dijo, pulsando el intercomunicador-. ¿Quiere venir un momento?

– Ahora mismo.

Unos segundos después Estelle Lewis entraba en su despacho.

– Qué hace con todas las cartas que llegan para Santa Claus?

– Las archivamos por fecha y año. Las tenemos todas, desde el principio. ¿Necesita algo?

– Quiero que lleve unas cuantas al departamento de publicidad para que las copien. Y quiero que parezcan auténticas.

– Puedo preguntar para qué?-preguntó la señorita Lewis.

– Puede, pero no pienso contestar-dijo Tom-. Y las necesito antes de las doce

Cuando volvió a quedarse solo se estiró en el sillón. Aquellas navidades estaban empezando a serlas más interesantes de su vida. Y todo por un paje de Santa Claus. Un paje muy rebelde.

– Muy bien, Twinkie, creo que estás a punto de conocer a la horma de tu zapato. Antes de que termine la semana voy a saber qué andas tramando.


– Niña, suénate la nariz antes de sentarte en las rodillas de Santa Claus-dijo Claudia, sacando un pañuelo del bolsillo.

La niña, con el moco colgando, no quiso aceptarlo.

– No.

– Suénate-insistió ella, poniéndole el pañuelo en la nariz-. Otra vez… Ahora estás preparada para Santa Claus.

La niña se abrazó a sus piernas y Claudia tuvo que sonreír. Empezaba a dársele bien el trabajo. Los niños se reían con sus bromas y ya no parecían aterrorizados cada vez que se dirigía a ellos.

Pero seguía habiendo ciertos problemas… La angustia de visitar a Santa Claus despertaba lo peor en algunos: lágrimas, gritos, incluso algún accidente que requería la presencia del personal de limpieza. Y si eran demasiado mayores como para «gotear», la bombardeaban a preguntas sobre el hombre de la barba blanca.

Claudia se había convertido en una experta en dar evasivas, pero las preguntas solo hacían que se diera cuenta de que después de cuatro días seguía igual que aquellos mocosos. El reportaje sobre Santa Claus empezaba a ser frustrante.

Tom Dalton tampoco había aparecido por la planta aquel día y se pillaba a sí misma buscándolo, preguntándose si estaría detrás de las Barbies o de los muñecos de peluche.

– No te asustes, pero Dalton está al lado de las bicicletas-le dijo Winkie al oído.

Claudia intentó fingir, pero su corazón se negaba a cooperar.

– Quién?

– Tom Dalton, boba. El hombre al que llevas todo el día buscando. ¿Qué querrá?

– No lo sé.

Tom se dirigía hacia ella con expresión decidida. Y Claudia tuvo que tragar saliva.

– Creo que tiene algo que ver conmigo. Y no parece muy contento.

Winkie intentó escapar, pero ella la sujetó del brazo.

– No te vayas, cobarde.

Pero no había hecho nada malo aquel día. Fue un poco antipática con un grupo de adolescentes y le había dicho a una mamá despistada que su niño tenía el pañal cargadito. Ah, y cuando un niño muy pesado estuvo casi quince minutos sobre las rodillas de Santa Claus prácticamente lo sacó de allí a empujones.

Cuando por fin Tom estuvo a su lado, Claudia levantó la barbilla, desafiante.

– ¿Otra vez viene a poner nerviosos a los pajes? Los pobres ya se habían recuperado de su última visita.

Se cruzó de brazos, pero aquella vez Tom no dio un paso atrás. Todo lo contrario, se cruzó de brazos exactamente igual que ella.

Winkie miraba de uno a otro, asustada.

– Vaya, vaya… Winkie. ¿Qué tal el Polo Norte esta mañana?

– Bien, señor Dalton-contestó ella, con voz ahogada.

– Estupendo. Sigue trabajando-dijo Tom. Winkie lo miraba como un reno aturdido por las luces de un coche-. Vamos, a lo tuyo.

La pobre prácticamente salió corriendo.

– Ya se atreverá… ¿por qué no busca uno de su propio tamaño?-le reprochó Claudia.

– Señorita Moore, me gustaría hablar un momento con usted.

– Qué pasa ahora? ¿Los leotardos me quedan estrechos?

Tom levantó una ceja.

– Quería invitarte a una taza de café. ¿No tienes quince minutos de descanso?

Claudia se quedó sorprendida por la repentina invitación.

– Yo… me tomo el descanso cuando hay pocos niños.

– Solo hay unos cuantos en la fila.

– Entonces, supongo que puedo tomármelo ahora-suspiró ella, dirigiéndose hacia el ascensor.

– Adónde vas?

– A tu despacho. ¿No prefieres gritarme allí?

– No voy a gritarte. Solo quiero tomar un café… en la cafetería.

Claudia sonrió. De modo que no estaba enfadado.

Entonces, ¿por qué quería tomar un café? Quizá el beso lo había intrigado tanto como a ella. No había podido dejar de pensar en aquel beso ni un solo momento. Y estaba dispuesta a probar de nuevo. Aun que eso no ocurriría en la cafetería, delante de los clientes, pensó, desilusionada.

– Quizá deberíamos ir a tu despacho-sugirió entonces-. Nunca se sabe. Puede que, de repente, te apetezca echarme una reprimenda. Y yo quiero que te sientas libre…, no vaya a ser que te salga una hernia.

Arrugando el ceño, Tom la tomó del brazo para llevarla a la cafetería.

– No voy a regañarte.

Cuando la camarera puso frente a ellos dos tazas de café, Tom sacó unos sobres del bolsillo.

– Esto es para ti-dijo, dándole uno de ellos.

– Ah, ya veo. Me estás despidiendo delante de todo el mundo-protestó Claudia, cruzándose de brazos-. Así no puedo protestar. Pero no puedes obligarme a firmar nada. Y si no firmo, no estoy despedida.

– Es tu cheque. Los empleados temporales cobran cada viernes.

Claudia tomó el sobre y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta de lunares.

– Gracias.

Entonces se fijó en los otros sobres. Aquellos no eran cheques. Eran sobres de colores, escritos con letra de niño. Eran cartas para Santa Claus.

– No vas a mirarlo?

– Mirar qué?

– El cheque.

– He pensado dejar ese triste momento para cuando pueda llorar a solas.

– Cuéntamelo otra vez. ¿Por qué has buscado un empleo con un salario tan bajo?-preguntó Tom.

– Es culpa mía que el salario sea tan bajo? Nadie dice que no puedas pagar mejor a los pajes de Santa Claus. Permíteles usar el avión de la empresa y todos contentos. ¿Cuánto ganas tú al mes?

– No lo sé-contestó él-. Pero si lo supiera, no te lo diría.

– ¿Es otra norma de los almacenes o son cosas niño rico?

– ¿Cómo?

– Tienes miedo de decirme cuánto ganas por si ya no me gustas?

– Ah, ¿es que te gusto?-sonrió Tom.

– De eso nada.

El acarició su mano como sin darse cuenta y Claudia se puso colorada.

– La razón por la que no puedo decírtelo es por que no lo sé. Mi salario va directamente a una cuenta corriente. Y yo no suelo mirar mi cuenta corriente.

Ella sacudió la cabeza. Lo que ganaba como periodista apenas cubría sus gastos mensuales. Tenía un coche viejo y tomaba vacaciones una vez cada dos años. Y aquel hombre no se molestaba en comprobar su cuenta corriente… Entonces sacó el cheque del bolsillo.

– Vamos a ver… Oh, sesenta y dos con noventa y ocho dólares por dos días de trabajo. Tengo que llamar a mi consejero de inversiones. Creo que puedo comprar una acción o media.

Tom miró el cheque.

– Eso es todo? ¿sesenta y dos dólares? Es terrible.

– Te Sorprende?

– Sí, la verdad es que sí. Supongo que podría dar un pequeño aumento a los pajes.

Claudia lo miró con curiosidad

– Vas a damos un aumento porque crees que lo merecemos o por alguna razón nefaria?

– Nefaria?

– Algo depravado, infame, rastrero.

– Sé lo que significa nefario, Y no, no tengo ningún motivo rastrero.

Ella lo estudió en silencio.

– Ya. Pensé que habías decidido subirnos el sueldo porque querías volver a besarme, O quizá porque pensabas que perdería la cabeza y te besaría yo.

Tom soltó una risita.

– Muy bien. Bésame-la retó.

Claudia se puso colorada Pero debería aceptar el reto. El no esperaría que lo besara en público y una vez más habría Conseguido despistarlo.

– Tengo la sospecha de que me despedirías silo hago-dijo, abanicándose con el cheque-. Y no pienso poner en peligro mi trabajo. Especialmente después de haber Conseguido un aumento de sueldo.

Él tomó los sobres riendo.

– En fin, tu descanso está a punto de terminar y yo tango que hacer un recado.

Claudia se concentró en las cartas, ¿Qué hacía Tom Dalton con aquellas cartas? No iba a enterarse si seguía sentada tomando café.


– Qué es eso?-preguntó.

Tom miró los sobres como si los viera por primera vez.

– Nada. Un asunto del que tengo que encargarme.

Aquella era su oportunidad! Si iba a visitar al anónimo benefactor…

– Uy, mira qué hora es. Acabo de malgastar setenta y cinco céntimos. Gracias por el café, Tom… digo señor Dalton.

Claudia salió de la cafetería y cuando miró atrás lo vio echando un vistazo a las cartas.

– Paciencia-murmuró para sí misma-. Solo me ha hecho falta un poco de paciencia y he conseguido una pista.

Se escondió detrás de unas maletas y, un minuto después, vio a Tom salir de la cafetería. Por supuesto lo dejó adelantarse unos metros antes de seguirlo.

La casaca de lunares verdes, los leotardos y los botines con cascabeles no eran precisamente un atuendo muy apropiado, pero…

Lo siguió en lo que parecía una visita guiada por los almacenes, a través de zonas del edificio que ni siquiera sabía que existieran, intentando hacerse invisible. Tom se volvió dos veces y ella se escondió corno pudo, pero seguramente había oído los cascabeles. Por fin, se quitó los botines y los guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta, pero entonces vio a Tom desapareciendo tras una puerta en el departamento de perfumería.

Antes de empujarla, Claudia vaciló. Seguramente estaba a punto de descubrir el secreto. ¿No era eso lo que quería?¿Escribir el reportaje y volver a su vida en Nueva York?

– Por supuesto-murmuró para sí misma ¿ que podría retenerme aquí?

No había luz en la habitación y Claudia esperó un momento para que sus ojos se acostumbrarse a la oscuridad. Pero cuando dio un paso adelante sintió que una mano rozaba su cara.

Como en una escena de La matanza de Texas, dio un paso atrás conteniendo un grito de pavor y se encontró envuelta en un lío de brazos y piernas Solo entonces se dio cuenta de que estaba en el almacén de maniquíes y que los miembros eran de plástico.

Nerviosa, se puso una mano sobre el corazón Su trabajo como reportera nunca la había obligado a ir de incógnito pero pensaba corregir la noticia sin revelar quién era. Había seguido a Tom Prácticamente por todo el edificio incluidos polvorientos almacenes y escaleras que parecían n llegar a ninguna parte.

Tom Dalton conocía cada centímetro de aquel edificio y sin duda iba a encontrarse con el misterioso benefactor en algún sitio donde nadie pudiera verlos. Y Claudia pensaba estar allí cuando ocurriera, dispuesta a memorizar cada detalle para después ponerlo en papel.

Su descanso había terminado y si la pillaba la señorita Perkins no tendría que preocuparse de que Tom la despidiese…Eunice se encargaría de eso. Ipso facto.

Entonces oyó un ruido al otro lado de la habitación, como si hubieran cerrado una puerta. Era como si Tom la estuviese guiando en una persecución absurda.

¿Se habría dado cuenta de que estaba siguiéndolo? Si sospechaba tendría que moverse rápidamente.

La habitación de las calderas parecía ser el final de la excursión y Claudia apartó unas telarañas, con vencida de que allí estaba el secreto. Pero entonces oyó que se cerraba otra puerta.

Nerviosa, buscó la salida y se encontró en el callejón, oscuro y helado. Estaba sobre la plataforma de cemento donde los camiones descargaban las cajas. Miraba al fondo del callejón para ver si distinguía alguna figura y no vio que estaba pisando el borde de la plataforma… Claudia gritó al notar que caía al vacío, pero cayó sobre algo blando… que olía fatal.

¡Había caído sobre la basura! Mientras intentaba quitarse del pelo unas hojas de lechuga notó que algo se movía tras ella y se tiró al suelo de un salto. Se dio un buen golpe, pero al menos no tuvo que enfrentarse con un desagradable roedor.

– Esto no merece la pena!-murmuró, limpiándose el uniforme-. ¡Se acabó! No necesito ese reportaje. Me voy a mi casa.

Frustrada, se puso los botines y entró muy digna por la puerta de empleados. Pero cuando se vio a sí misma en el espejo tuvo que ahogar un grito. Había trozos de pasta colgando de su pelo y la casaca estaba manchada de algo que olía a ajo.

Pero le daba igual. Solo quería sacar sus cosas de la taquilla, quitarse aquel ridículo uniforme y toma el primer tren para Nueva York.

Ignoran las miradas de los que iban con ella en el ascensor subió a la segunda planta como si no pasara nada.

– Dónde estabas?-le espetó Winkie-Eunjce ha estado buscándote… ¿Qué ha pasado? Tienes macarrones en el pelo.

Claudia se quitó uno de la frente.

– Espaguetis, no macarrones ¿Y dónde está la señorita Perkins?

– Ha tenido que irse a una reunión-contestó Dinkie ¿Qué llevas en la chaqueta, salsa de ajo? ¿Por qué llevas encima el menú de hoy?

– Muy bien. Si no está aquí, tendréis que decirle que dimito-suspiró Claudia_. Desde este momento, renuncio a mi puesto de paje.

– Qué dices? No puedes dimitir… Señor Dalton, señor Dalton, hable con ella.

Claudia se quedó inmóvil. Tom Dalton estaba a su lado, de brazos cruzados mirándola de arriba abajo.

– Dónde ha estado, señorita Moore?

Ella no se molestó en contestar Tom era la última persona a la que quería ver. De modo que se dio la vuelta para ir a las taquillas.

– No me siga!

Por supuesto, él no obedeció

– Llevas fuera de tu puesto casi media hora y solo tienes un descanso de quince minutos. Me temo que tendremos que recorta esos minutos de tu salario.

Claudia sacó el cheque del bolsillo y lo puso bajo sus narices.

– Quieres recortarme el sueldo? Toma,Scrooge, todo para ti. Estoy harta de esto, así que búscate otro paje.

Intentaba desabrochar los botones de la casaca, pero estaban pringosos de salsa. Maldiciendo, se la quitó de un tirón y quedó en camiseta y leotardos.

– Vas a quedarte ahí mientras me desnudo?

– No-contestó él, mirando descaradamente sus pechos.

Su mirada era como una caricia, silenciosa y potente. Claudia vio deseo en los ojos verdes y sus pezones se endurecieron. Pero no hacía frío, pensó. ¿Qué era aquella extraña sensación?

Iba a darse la vuelta, pero Tom la tomó por la cintura y buscó su boca. Sin pensar, Claudia enredó los brazos alrededor de su cuello. ¿Cómo iba a marcharse? Ningún hombre la había besado como él. De repente, no recordaba por qué estaba tan enfadada. El jugaba con el bajo de la camiseta, como si quisiera levantarla, rozando su piel con los nudillos

¿Por qué no podía resistirlo? ¿Por qué, justo cuando había decidido escapar de Schuyler FalIs, tenía que tocarla de esa forma? Entonces Tom metió la mano bajo la camiseta para acariciar su piel.

– Me preguntaba cómo sería-murmuró sobre su boca.

– ¿Qué?

– Cómo sería tu piel-dijo Tom, dando un paso atrás-. ¿Qué es eso de que te vas?

– Yo…-Claudia empujó la cabeza del hombre para volver a besarlo.

Para ser un tipo tan aparentemente serio, Tom Dalton besaba muy bien. Más que eso, era irresistible. Era como silo conociera desde siempre, como si siempre hubiera soñado con sus besos.

– Entonces, ¿no te vas?-murmuró él, besando su cuello.

– Debería hacerlo.

– Muy bien, pero antes dime por qué hueles a basura.

– Basura?-repitió Claudia-. Le dije a la señorita de perfumería que quería el perfume de la casa y me dio este: EAU de Alcantarilla

Tom le quitó un trozo de pasta del pelo.

– Deberías alejarte de los callejones…, y de la basura-murmuró, besando su nariz-. Tengo que volver a la oficina. ¿Por qué no vas a limpiarte un poco? Le diré a los otros pajes que no te marchas.

– No voy a quedarme porque me hayas besado.

– Y yo no te he besado para que te quedes-sonrió Tom.

– Entonces, ¿por qué me has besado?

El se encogió de hombros.

– Es que me gustan los pajes. Nunca me había ocurrido antes, pero últimamente estoy obsesionado

– Pues deberías ir al medico-dijo Claudia

Cuando Tom salio de la habitación, ella terna una sonrisa en los labios. Pero la sonrisa se convirtió en una mueca. ¿Cómo sabía que había estado en el callejón?

– Me ha engañado! ¡Me obligó a seguirlo por todo el almacén! ¡Las cartas eran un cebo!


Claudia se acercó al lavabo para limpiar la chaqueta murmurando maldiciones dirigidas a Tom Dalton.

– No creas que puedes jugar conmigo, amiguito. ¡ Pienso escribir este artículo aunque tenga que borrarte los labios a besos para hacerlo!

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