Rose yacía en la gran cama, con una suave enagua de seda como camisón, tapada con un lujoso edredón de plumas que le hacía sentirse en una nube.
No dejaba de pensar que estaba casada. Y se sentía sola y pequeña en la enormidad de aquella cama. Hoppy se había quedado a pasar la noche en las cocinas y por más que lo quisiera, no le pareció oportuno ir en su busca. Con toda seguridad se convertiría en titular de los periódicos al día siguiente: La princesa real, descalza…
Había sido una ingenua pensando que podría ser libre. Y más aún si creía que podía conservar la libertad y sucumbir a los encantos de Nick.
Porque lo cierto era que cada vez le costaba más mantenerse firme en sus decisiones. Y Nick estaba tan cerca que era difícil resistirse a la tentación de llamarlo.
Tenía que pensar en otras cosas. En el servicio que estaba prestando al país, por ejemplo. Aquella noche Erhard le había dicho que se sentía orgulloso de ella. Y esas palabras le habían dado fuerza. Por alguna razón que no lograba comprender, sentía al anciano como a un familiar. Erhard había tratado con su madre y había atendido solícitamente al viejo príncipe cuando enfermó. Quizá por todo ello, representaba un vínculo con el pasado.
A Julianna no la había visto en todo el día y eso la inquietaba. A pesar de que debía haberse acostumbrado al rechazo de su hermanastra, no lograba superar la idea de que la viera como a una enemiga. Había muchos factores de la situación en los que no había reparado y que debería considerar, pero no lo lograba. Lo único que le apetecía era… acercarse de puntillas a Nick y pedirle que le hiciera un sitio a su lado.
Pero no lo hizo. A pesar de una vocecita que le decía una y otra vez que el sexo no era malo, se limitó a sonreír para sí y a repetirse que por muy divertido que pudiera ser el sexo con Nick, el único anticonceptivo fiable era la separación por medio de una pared.
Suspiró profundamente, se dio media vuelta y hundió el rostro en la almohada.
Era una princesa en su noche de bodas, y ni siquiera contaba con la compañía de su perro.
Nick permaneció despierto más tiempo que Rose, así que todavía no se había dormido cuando oyó el picaporte de la puerta. Como sus pensamientos no se apartaban de Rose, por un instante pensó que soñaba con ella.
El sofá estaba en el extremo más alejado del salón, de frente a la chimenea. El fuego se había apagado y el suave resplandor de las brasas apenas iluminaba la habitación. Nick percibió que la puerta se abría y supuso que Rose se había levantado. Quizá iba a buscar a Hoppy, o volvía de recogerlo.
Pero al oír la puerta cerrarse, se dio cuenta de que, fuera quien fuera quien la había abierto, permanecía en la habitación y caminaba sigilosamente.
Súbitamente tuvo la certeza de que no era Rose. Pero si no era ella, ¿de quién se trataba?
Como el sofá tenía cojines de plumas pudo moverse sin temor a que hiciera ruido. Centímetro a centímetro, se deslizó hacia el extremo que quedaba más alejado del fuego para no bloquear la luz.
Uno de sus hermanos adoptivos, Sam, había crecido obsesionado con incorporarse a las fuerzas armadas y para cuando alcanzó la adolescencia, era un especialista en tácticas de asalto y defensa en las que había instruido a sus hermanos como parte de sus juegos. Nick nunca había pensado que algunas de las instrucciones que Sam le había dado pudieran llegar a servirle en una situación real. Por ejemplo, la de no ponerse nunca entre un enemigo y el foco de luz.
Pero lo que sólo habían sido juegos de niños, en aquel momento se acababa de convertir en armas de supervivencia. Porque el intruso no pretendía nada bueno y había llegado hasta la puerta del dormitorio. Nick se había habituado a la tenue luz y podía ver la sombra de un hombre que le daba la espalda y hacía girar el picaporte sigilosamente. La puerta se abrió muy lentamente. Nick miró a su alrededor en busca de un arma y asió el atizador del fuego. Luego, agazapado, esperó.
El hombre había abierto la puerta de par en par. Rose había dejado las cortinas abiertas y la luz de la luna inundaba el dormitorio. Nick pudo ver con claridad la silueta del hombre. Era alto y delgado y vestía de negro. Tenía una mano sobre el picaporte. Con la otra… Con la otra sostenía un arma.
Más tarde, Nick no recordaría cómo había salido de detrás del sofá, pero sí la visión del hombre alzando el arma y avanzando hacia su objetivo hasta que, al llegar lo bastante cerca, elevó un poco más la mano… Y Nick le golpeó en el hombro con todas sus fuerzas. El hombre se giró. Nick volvió a blandir el atizador y le dio en el brazo. El arma salió proyectada hacia el otro lado de la habitación. Entonces Nick se abalanzó sobre él, pero el intruso le lanzó un puñetazo. Nick perdió el atizador, pero embistió al hombre, que se tambaleó hacia atrás hasta chocar con la pared.
– ¡Rose! -gritó Nick-, ¡la pistola!
– ¿Qué…? -Rose se despertó y tardó unos segundos en reaccionar-. ¿Qué pistola?
– ¡Debajo de la cama! -gritó Nick, y golpeó al hombre una vez más. Sabía que tenía que aprovechar la pequeña ventaja que acababa de conseguir así que siguió golpeándole a ciegas.
– ¡Muévete y te disparo! -se oyó con claridad la voz de Rose en la penumbra al mismo tiempo que se encendía la luz de la lámpara de la mesilla. Nick pensó que también ella debía haber recibido lecciones de supervivencia pues se había separado de la luz para poder ver sin ser vista.
Nick cometió la imprudencia de dar un paso atrás. El hombre se abalanzó sobre él con algo brillante en la mano.
Blandía un cuchillo…
En la noche sonó un disparo seco y metálico seguido de una súbita quietud.
La figura de negro se llevó una mano al hombro y se tambaleó hacia atrás. El cuchillo cayó al suelo y rodó bajo la cama.
– Si te mueves, volveré a disparar -dijo Rose con frialdad.
Ni el hombre ni Nick se movieron. Este no salía de su perplejidad. Rose había disparado…
– Contra la pared -ordenó ella en el mismo tono. Y saltando por encima de la cama, dio al interruptor de la lámpara del techo. Al mismo tiempo, Nick tiró de la borla dorada que conectaba con el servicio y la campanilla resonó por todo el palacio. El hombre dio un paso hacia la puerta.
– ¡Quieto o disparo! -gritó Rose.
– Rose…
– Aléjate de él -dijo ella a Nick.
Nick no daba crédito a sus ojos. Rose estaba erguida, descalza, con una enagua por toda vestimenta, el cabello alborotado y el rostro extremadamente pálido. Sostenía el arma con las dos manos y apuntaba al intruso.
El hombre estaba paralizado. Vestía de negro y llevaba un pasamontañas. De su hombro brotaba sangre que caía lentamente al suelo.
De pronto llegaron algunos hombres a la puerta. Un sirviente vestido de librea, un par de diplomáticos invitados a la boda que pernoctaban en el palacio; y detrás de ellos, un guarda de seguridad que se abrió paso y contempló la escena atónito.
– Ha venido a matarnos -dijo Nick, señalando al intruso.
Rose no se había movido. Seguía apuntándole.
– ¿Puedo bajar el arma? -preguntó.
– Espera que lleguen refuerzos -dijo Nick, y miró expectante al guarda, quien, tras mirar a Rose con admiración, dio una orden por radio.
La siguiente hora transcurrió en una nebulosa. Los guardas encerraron al intruso en una sala. Nick llamó a Erhard. El anciano se presentó en bata y zapatillas, con aspecto frágil pero digno.
– ¡Es espantoso! -dijo a Rose con voz quebradiza-. Jamás te hubiera contactado de haber sabido que…
– Estoy bien -dijo Rose, pero no se movió de al lado de Nick, en el que se había refugiado en cuanto habían apresado al asaltante.
Nick había sugerido que debía tomar una pastilla para dormir, pero ella había rechazado la sugerencia.
– ¿Como alguien ha intentado asesinarme debo tomarme una pastilla? ¡Ni hablar! -se cobijó en los brazos de Nick y añadió con solemnidad-. Tengo un marido. Iré a dormir cuando él vaya.
Y nadie pudo hacerle cambiar de idea.
– No puedo comprender como… -dijo Erhard hablando con el jefe de seguridad.
– Ha habido unos disturbios en el otro lado del jardín -explicó éste, avergonzado-. Unos borrachos han roto la valla y hemos acudido a dispersarlos -tras un breve titubeo, continuó-. Hacía tanto que no pasaba nada en el castillo que mis hombres se han relajado. Lo siento, señor.
– Lo entiendo, pero desde este momento la seguridad del palacio es una cuestión prioritaria -dijo Erhard con solemnidad-. Apostaría cualquier cosa a que esos jóvenes han sido pagados para distraer a la guardia.
– Lo averiguaré -dijo el jefe de seguridad con gesto grave-. Y averiguaré la identidad del asaltante.
– Y la de quien le ha contratado -dijo Erhard-. Por el momento, quiero que triplique el número de hombres de guardia. Utilice exclusivamente aquéllos que sean de su absoluta confianza -se volvió hacia Rose y repitió-: Lo siento. No estábamos preparados, pero a partir de ahora estarás segura.
– Nick estaba conmigo -dijo Rose.
– Así es -Erhard miró a Nick-. Sin ti…
– Ha sido Rose quien ha disparado.
– Gracias -dijo Erhard emocionado-, mis dos… -pareció arrepentirse de lo que iba a decir. Adoptó un tono menos emocional y concluyó-: A partir de ahora estaréis a salvo -y girándose, hizo una señal a los guardas para que lo siguieran con el detenido y se marchó.
– Será mejor que vayamos a por Hoppy -sugirió Nick.
En la puerta había apostados dos guardas y otros dos los siguieron a una distancia prudencial. Cuando ya volvían de la cocina con Hoppy y alcanzaban la puerta del dormitorio de Nick, Rose dijo:
– A tu dormitorio, no -apretó a Hoppy contra su pecho. Nick negó con la cabeza.
– Muy bien, cariño. Te acompañaré al tuyo.
– No -Rose tomó aire al tiempo que se estremecía-. Tú tampoco debes quedarte aquí. ¿Quieres venir conmigo?
– Por supuesto -dijo Nick. Era comprensible que Rose no quisiera quedarse sola, así que no tenía ningún sentido que el corazón le hubiera dado un salto de alegría.
– Gracias -dijo ella. Y no volvió a hablar hasta que cerraron la puerta tras de sí.
Entonces, dejó a Hoppy en el suelo. Éste sacudió la cola y de un salto se subió a la cama y se dispuso a dormir.
– ¡Menudo perro guardián! -bromeó Nick.
– Por esta noche estamos a salvo -dijo Rose.
– Sí.
– Tiene que haberlo organizado Jacques.
– Probablemente.
– Y Julianna -susurró Rose. No llevaba nada encima de la enagua y aunque no hacía frío, seguía temblando-. Nunca pensé que mi hermanastra pudiera odiarme tanto. Hasta que llegamos aquí, creí que el plan era factible: casarme contigo, vivir esta aventura, salvar el país… Como un cuento de hadas con un final feliz…
La voz se le quebró y se echó a llorar. Nick la tomó en brazos y ella sollozó hasta humedecerle la camisa. Él siguió estrechándola contra su pecho, dejando que se desahogara, hasta que Rose se relajó y dejó de llorar.
Con ella, Nick tenía la sensación de disponer de todo el tiempo del mundo. Era como si aquélla fuese de verdad su noche de bodas o, más precisamente, como si aquel instante sellara su boda de verdad. Nick había jurado que nunca se enamoraría, pero lo había hecho, ya no le cabía ninguna duda. SÍ Rose hubiera muerto aquella noche…
Le besó delicadamente la cabeza. Rose se separó de él lo bastante como para verle la cara a la luz del fuego.
– Lo siento -susurró-. Nunca lloro.
– Ya lo sé.
– No sé qué me pasa esta noche.
– Has disparado a un hombre -Nick notó que se le formaba un nudo en la garganta-. ¿Cómo has sido capaz de reaccionar con tanta sangre fría?
– Soy veterinaria -dijo ella, como si eso lo explicara todo.
– No entiendo qué tiene que ver una cosa con otra -Nick volvió a estrecharla contra sí, no porque ella necesitara su cobijo, sino por puro placer. Porque Rose era… ¡su mujer!
– Trato con animales grandes -dijo ella.
– ¿Y?
– Y he tenido que aprender a disparar. La primera vez que lo necesité fue con un toro herido al que no podía acercarme. No tenía cura, y el ganadero me dio su rifle para que lo sacrificara.
– ¿Por qué no le disparó él mismo?
– Los granjeros sienten cariño por sus animales. Les cuesta hacerlo.
– Así que lo hiciste tú.
– En aquella ocasión, no fui capaz. Cuando volví a casa, mi suegro me dijo que tenía que asistir a un curso de tiro.
– ¿Dónde estaba Max?
– Enfermo.
– ¿Y desde entonces has tenido que matar tú a los animales incurables?
– Sólo ocasionalmente.
– ¿Siempre quisiste ocuparte de animales grandes?
– Cuando empecé a estudiar quería tratar a perros y animales domésticos. Pero luego, la familia me necesitó.
– La familia de Max. Y ahora tu familia intenta matarte -dijo Nick-. ¡No has tenido demasiada suerte!
– No -Rose se acurrucó en Nick mientras reflexionaba-, pero al menos esto lo he elegido yo -tras otra pausa, añadió-: Aun así, no esperaba que Julianna… Quizá no está informada.
– Es posible. Quizá haya sido sólo Jacques.
– ¿Crees que realmente pretendían matarnos?
– Sí -no tenía sentido mentir. El hombre había apuntado sin titubear. Estaba allí para matar. Incluso había llevado un puñal por si la pistola no bastaba.
Rose también lo sabía. Nick la notó estremecerse y la abrazó con fuerza.
– Julianna es mi hermanastra -susurró descorazonada-. Es toda la familia que tengo.
– Eso no es del todo cierto -Nick la apretó tanto contra su pecho que pudo sentir los latidos del corazón de Rose-. Tienes un marido. Ya es hora de que alguien cuide de ti.
– Pero tú sólo vas a quedarte conmigo cuatro semanas.
– Me quedaré mientras me necesites.
– No creo que… Prefiero no pensar que…
– No pienses. Déjalo hasta mañana, cariño -dijo él-. Estás exhausta.
– Tienes razón. Y Hoppy se ha quedado dormido en la cama.
– ¿Quieres que lo ponga en el sofá?
– No, me da pena despertarlo.
La habitación de Rose era como la de él. Constaba de un dormitorio con una enorme cama y un salón. En la cama había sitio como para que Rose durmiera sin molestar a Hoppy. Pero…
– ¿Nick?
– ¿Sí?
– ¿Te importaría compartir el sofá conmigo?
Se produjo un silencio durante el que Nick reflexionó. El corazón de Rose parecía haberse sincronizado con el suyo. Compartir el sofá. Para dormir. Pero con las emociones que Rose estaba despertando en él…
– Si compartimos el sofá -dijo, cauteloso-, es posible que…
– Sí -dijo ella en respuesta a la pregunta que no había llegado a articular.
– ¿Sí?
– Sí -dijo Rose de nuevo. Y sonrió.
Nick la separó el largo de los brazos y la observó expectante.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– Pero antes estabas segura de que no debíamos hacerlo.
– Sí, pero todo ha cambiado -susurró Rose-. Esta noche quiero sentirme tu esposa.
– Lo eres.
– Sí.
– ¿Y estás convencida?
– Sí -dijo Rose. Y volvió a sonreír.
Entonces Nick la besó delicadamente, reverencialmente. Rose se estrechó contra él y le rodeó el cuello con los brazos.
– Sí -dijo de nuevo-. Te necesito, Nick. Eres mi marido y quiero ser tu mujer.
Y súbitamente, para eliminar cualquier duda, se quitó la enagua, bajo la cual sólo llevaba unas braguitas de encaje. Sin apartar la mirada de la de Nick, se las bajó y dio un paso para dejarlas en el suelo y quedarse completamente desnuda.
Nick la miró extasiado. Su esposa. Su cabello rojizo caía sobre sus hombros como llamaradas de fuego. Estaba muy pálida, pero sonreía con timidez, como si no estuviera segura de ser deseada.
Nick le tomó las manos y contempló su hermoso cuerpo, sintiéndose dichoso de que una mujer como aquélla lo deseara, de que aquella mujer fuera su esposa. Los votos que había hecho aquella tarde adquirieron todo su significado. Eso era el matrimonio: un hombre y una mujer fundiéndose en uno. Pero necesitaba tener la seguridad de que Rose comprendía.
– Rose, ¿y lo que has dicho de quedarte embarazada?
– Tengo preservativos en mi neceser -dijo ella. Y al ver la expresión de perplejidad de Nick, explicó con una sonrisa picara-: Sabiendo que me iba casar con el hombre más sexy del mundo, tenía que venir preparada para cualquier eventualidad.
– Aún así, hace un rato no hubieras…
– Antes me sentía diez años más joven que ahora. Nick, te necesito, ¿me estás rechazando?
– No quiero sólo sexo -dijo Nick, sorprendiéndose a sí mismo. Una voz en su interior le decía que no debía cometer ningún error, que lo que estaba sucediendo era trascendente.
Nunca había deseado a una mujer como a Rose y no quería correr el riesgo de perderla por pura impaciencia. No quería que Rose despertara a la mañana siguiente y se arrepintiera de lo que había hecho.
– Esto tiene que ser un acto de amor -concluyó con gesto solemne. Y en ese momento supo que ya nunca volvería a ser el mismo.
Rose sonrió y se puso de puntillas para besarlo al tiempo que él apoyaba las manos en sus caderas. La piel de Rose era tan suave y delicada… Si no lo frenaba en aquel mismo momento ya no habría marcha atrás. Le había dado la oportunidad de cambiar de idea, pero Nick era humano y si Rose pensaba rechazarlo…
Pero Rose le tomó una mano y se la llevó a la mejilla. Luego la guió hacia abajo hasta cubrir con ella su seno.
No parecía titubear. Aquella noche era su esposa. Los votos que habían hecho eran sinceros.
El horror que Nick había experimentado hacía unas horas se estaba diluyendo como si no hubiera sido más que una pesadilla. La realidad era lo que estaban viviendo en ese momento.
Rose tomó el rostro de Nick entre las manos.
– Nick -susurró, mirándolo fijamente.
Él se inclinó para besarla.
Y en ese instante su mundo adquirió sentido. Todas sus dudas y temores se transformaron en amor. Amor hacia Nick. Sus labios se cerraron sobre los de ella y su sabor la embriagó. Sus manos la atraían hacia él. Eran grandes y fuertes, pero la trataban con una conmovedora delicadeza. Acarició el rostro de Nick y sintió bajo los dedos la aspereza de su incipiente barba.
Hacía tanto tiempo que no estaba en brazos de un hombre… Había amado a Max, pero su enfermedad le había obligado a ser siempre muy cuidadosa. Y generosa.
Pero en aquel momento, Nick la abrazaba con fuerza y Rose se dio cuenta de que hasta entonces no había sido consciente de cuánto lo deseaba.
Sus labios se entreabrieron y Nick exploró su boca. Rose dejó de pensar y se entregó a las sensaciones. Ansiaba que Nick se desnudase, pero no quería romper la magia del momento pidiéndoselo o quitándole ella misma la ropa.
Fue Nick quien hizo una pausa, quien se separó de ella unos centímetros para mirarla con ojos ardientes y dirigirse a ella con la voz cargada de pasión:
– Estamos haciendo el amor, Rose. Es el amor lo que nos motiva. No olvides que…
Rose sabía lo que iba decir: que se trataba de un matrimonio de conveniencia, que sólo duraría un mes. Nick no quería compromisos y no quería que se engañara.
– Podemos estar enamorados por una noche -susurró ella, convencida de que eso era lo que él quería escuchar. También era lo que ella quería, aunque ya no estaba segura de nada. Ya lo pensaría al día siguiente-. Por ahora, te amo y quiero que me ames, por favor Nick. Ahora.
La última palabra quedó sofocada por la boca de Nick, que la besó apasionadamente al tiempo que la atraía hacia sí y la estrechaba con tanta fuerza que casi la levantó del suelo. Y con aquel abrazo, Rose olvidó al mundo, lo olvidó todo, excepto a Nick.
Cerró los ojos y la sensualidad se apoderó de su cuerpo. Sujetaba el rostro de Nick como si no quisiera que entre ellos quedara ni un resquicio. El la sujetaba por la parte baja de la espalda y se apretaba contra ella, haciéndole sentir su excitación.
Nick… Su hombre…
Rose deslizó las manos por debajo de su camisa al tiempo que se amoldaba a su cuerpo y le hacía sentir su peso, su deseo. Llevaba tanto tiempo siendo fuerte y responsable que, de pronto, entregarse a aquel hombre, cederle su voluntad, era un sueño convertido en realidad. Nick era su marido y tenía todo el derecho a pedirle que se rindiera a él. Pero lo más maravilloso era saber que se trataba de una rendición mutua. Nick gimió y a Rose le llenó de gozo darse cuenta de que los dos habían perdido el control.
Nick abandonó su boca para besarle los ojos, el cuello. Rose echó la cabeza hacía atrás para exponerse a él. Su mundo había quedado al trazo que la lengua de Nick dibujaba sobre su piel, a las sensaciones que le hacía sentir. Nick la ayudó a echarse en el suelo, sobre la alfombra, delante del fuego. Rose abrió los ojos. El fuego proyectaba sombras sobre el rostro de Nick, iluminaba sus ojos, que ardían de pasión. Ella le desabrochó lentamente la camisa bajo su atenta mirada; le oyó contener el aliento a medida que se acercaba a su cintura. No había prisa. Tenían toda la noche.
Cuando finalmente se la quitó, lo empujó con suavidad hasta que Nick rodó sobre su espalda y ella pudo apoyar la cabeza en su pecho. Él le acarició el cabello mientras ella lo besaba y dibujaba círculos con la lengua en sus pezones hasta hacerle gemir de placer. Nick estaba a su merced. Era su hombre. Rose se colocó encima de él, le levantó los brazos y se los sujetó por encima de la cabeza antes de inclinarse y besarlo allí donde él más lo deseaba. Entonces Nick atrapó sus brazos y le hizo elevarse para mordisquearle los pechos lenta y sensualmente, arrastrándola a una dimensión de placer que Rose no había experimentado nunca. Luego la hizo rodar hasta que quedaron de lado y él atrapó su boca. Rose notó que se llevaba la mano a la cintura de los pantalones y fue a ayudarlo. Nick dejó escapar una risita.
– Puedo desvestirme sola, mi señora.
– No lo bastante deprisa, mi señor -musitó ella. Y le bajó la cremallera.
Él acabó de quitarse los pantalones, pero Rose mantuvo la mano donde la tenía. No quería llevarla a ninguna otra parte. Había hecho sus votos aquella misma tarde y lo que estaban haciendo era lo correcto. ¿Cómo había podido llegar a creer que sólo sería una boda sobre el papel? ¿Cómo iba a negarse a sí misma aquella felicidad? Los dos sabían que era algo temporal. Nick no quería una esposa y ella ansiaba conservar su recién estrenada libertad. O al menos eso creía. Así que el verdadero pecado habría sido rechazar el placer que estaba experimentando, de sentir que estaba en el mejor lugar del mundo, de que al fin había encontrado su hogar…
– ¿Dónde has dicho que está el preservativo? -dijo él con voz ronca. Rose estuvo a punto de decirle que no hacía falta, pero el sentido común pudo a la insensatez y, tras darle las indicaciones oportunas, esperó anhelante.
Y en cuanto Nick volvió, se echó a su lado y la devoró con la mirada.
– Y ahora -dijo en un susurro sensual y acariciador-. Y ahora…
Se colocó sobre ella y fue agachándose con una atormentadora lentitud, dejando que sus cuerpos entraran en contacto centímetro a centímetro. Le besó el cuello y los senos a la vez que deslizaba sus poderosas manos hacia su ombligo, por su vientre y más abajo.
Era un hombre hermoso. Era… Nick.
El fuego crepitó y salpicó una lluvia de chispas.
– Nick -susurró ella.
– ¿Sí, amor mío?
– Te deseo.
– No tanto como yo a ti -susurró él. Se impulsó hacia arriba, y la atrapó entre sus muslos. Ella jadeó y se arqueó para sentirlo más cerca, para pegarse a él.
Iba demasiado despacio. Lo asió por las caderas y se las echó hacia adelante. Él se inclinó para besarla.
– Mi Rose -susurró-. Mi esposa.
– Te necesito -Rose ardía de deseo. Su cuerpo clamaba por sentir a Nick en su interior, pero él se resistía.
Sonrió provocativamente antes de besarla. Luego se deslizó hacia abajo con lentitud, acariciándola con la lengua, llegando a su entrepierna y haciéndola enloquecer hasta que, pulsante y ávida, Rose tuvo que morderse la lengua para no gritar de frustración.
Y cuando ya creía que no podía soportar más aquella dulce tortura, Nick se deslizó hacia arriba y ella, con manos decididas, lo condujo adonde más lo deseaba.
– Mi amor susurró -y lo ayudó a penetrarla. Nick se adentró en su interior lenta y profundamente, con delicadeza pero con decisión. Rose se movió sensualmente a su compás, arqueándose para sentirlo más dentro, dejando que la condujera adonde él quisiera, arrastrándolo adonde ella quería, recibiendo y dando placer.
Amaba a Nick, Al menos en aquel momento lo amaba. Estaba casada con él. Y que pudiera ser además de su esposo su compañero, la llenaba de asombro.
En aquel instante todo pensamiento quedó borrado por el más primitivo de los instintos. Su cuerpo se fundió en uno con el de Nick, se diluyó en él. La oscuridad, los terrores de su pasado inmediato y la tristeza de los últimos años, todo quedó arrasado por el fuego que la consumió, por la pasión que se apoderó de ella y que la sumergió en una ardiente neblina de amor.
Las sensaciones se prolongaron, reavivándose cuando parecían languidecer, prendiendo de nuevo cuando empezaban a extinguirse. Una y otra vez.
Y cuando llegaron a su fin, cuando finalmente yacieron, exhaustos, Nick mantuvo sus brazos alrededor de ella. Nick. Su Nick. ¿Qué importaba lo que él día de mañana pudiera suceder? Aquella noche, ella estaba donde debía: en brazos de su marido.
Giraron hasta yacer de costado. El fuego caldeaba la espalda de Rose. No supo de dónde saco fuerzas para separarse de Nick y poder besarlo, poder sonreírle y ver como él le sonreía. Rose adoraba su sonrisa y la manera en que sus ojos chispeaban. Amaba a Nick.
– Gracias -susurró ella.
– ¿Gracias? Rose, ¿tienes idea de lo hermosa que eres?
Rose sonrió.
– Deberíamos dormir.
– Hoppy ocupa la cama.
– Es verdad.
– ¿Tienes frío?
– ¿Lo preguntas en serio? -bromeó Rose. Y Nick rió.
– Supongo que no -la besó-. ¿De verdad quieres dormir?
– No sé…
– Me alegro -Nick la estrechó contra sí-. ¿Se te ocurre qué podemos hacer para ocupar el rato?
– ¿Jugamos a Veo, veo? -bromeó Rose-. Podríamos pedir una baraja de cartas.
– Yo tengo otra idea -dijo Nick. Y se incorporó sobre el codo para mirarla con ojos centelleantes.
– ¿Cuál?
– Se trata de que lo adivines -susurró él-. Tú relájate, mi amor, piensa en Inglaterra y deja que te lo demuestre.