Capítulo 2

Nick había elegido un buen restaurante para la reunión. Se trataba de un local antiguo revestido de roble, con manteles de lino y discretos reservados donde se podía charlar cómodamente.

En cuanto Nick entró, Walter, el encargado, acudió a recibirlo.

– Buenas noches, señor de Montez -al ver que Nick vestía zapatillas deportivas y una chaqueta de pana sonrió-. Veo que viene con espíritu de vacaciones.

Nick, que no solía tomarse vacaciones, pensó que tal vez era la mejor forma de referirse a lo que podía llegar a pasar. Sólo ocasionalmente viajaba a Australia a visitar a su madre adoptiva, Ruby, a la que llamaba cada domingo. También esquiaba de vez en cuando con algún cliente, pero por lo demás, Nick vivía para el trabajo. Lo único que identificaba aquella noche como de ocio era su informal indumentaria.

Walter lo condujo hasta el reservado que usaba habitualmente. Erhard se le había adelantado y Nick lo estudió detenidamente cuando se levantó para saludarlo. El anciano parecía frágil y delicado; tenía el cabello y las cejas blancas y vestía un oscuro traje muy formal.

– Siento no haber estado aquí para darte la bienvenida -dijo Nick, y se arrepintió de la selección de ropa que había hecho-. Y siento esto -añadió, señalándose.

– ¿Pensabas que Rose-Anitra se sentiría incómoda con algo más elegante? -preguntó Erhard, sonriendo.

– Así es -admitió Nick.

Días atrás, Erhard le había proporcionado una fotografía de Rose tomada por un detective privado. En ella, Rose se apoyaba en un destartalado todoterreno mientras charlaba con alguien que quedaba fuera de foco. Llevaba unos sucios vaqueros de peto, botas de plástico, y estaba manchada de barro. Tenía la piel blanca, salpicada por algunas pecas y una hermosa mata de pelo cobrizo que le caía por la espalda. Era una atractiva mujer de campo, pero Nick estaba acostumbrada a un estilo más sofisticado y elegante, adjetivos que no habrían servido para describirla. Sin embargo, no podía negar que era… mona. Por eso había decidido que quizá un estilo excesivamente formal podía intimidarla.

– Puede que la infravalores -dio Erhard.

– Es veterinaria agraria -dijo Nick.

– Sí, además de una mujer de considerable inteligencia, de acuerdo con mis fuentes -dijo Erhard en tono reprobatorio. Y guardó silencio al ver que Walter acompañaba a una mujer a su reservado.

¿Rose-Anitra? ¿La mujer del pantalón de peto? Nick apenas lograba encontrar similitudes entre una y otra. Llevaba un vestido rojo con un escote generoso. Al estilo de Marilyn Monroe, se ataba a un costado con un lazo y se ajustaba a su perfecta figura. Tenía el cabello recogido en un moño del que escapaban mechones aquí y allá, y apenas llevaba maquillaje, el justo para cubrir las pecas y un suave color rosa en los labios. Caminaba sobre unos altísimos tacones que hacían que sus piernas parecieran interminables.

– Creo que he acertado -dijo Erhard con una risita al tiempo que se ponía en pie-. Señora McCray.

– Rose -ella. Y su sonrisa iluminó la sala-. Me acuerdo de usted, señor Fritz. Si no me equivoco, era ayudante de mi tío.

– Así es -dijo Erhard-, pero por favor, llámame Erhard.

– Gracias -dijo ella-. Aunque han pasado quince años, recuerdo algunas cosas -se volvió a Nick-. Y usted debe ser el señor de Montez.

– Nick.

– No creo haber coincidido antes contigo.

– No.

Water separó la silla para que Rose se sentara, tomó la comanda y les ofreció champán mientras Nick estudiaba a Rose conteniendo su admiración a duras penas.

– Sí, por favor -dijo Rose con una sonrisa resplandeciente. Cuando la copa de champán llegó, la tomó y metió la nariz en ella al tiempo que cerraba los ojos como si fuera la primera vez que lo bebiera en muchos años.

– Veo que te gusta el champán -dijo Nick fascinado.

Ella suspiró con una encantadora sonrisa.

– No sabes cuánto -dijo, dando un par de sorbos antes de dejar la copa sobre la mesa.

– Estamos encantados de que hayas podido venir -dijo Erhard antes de mirar a Nick-. ¿Verdad, Nick?

– Desde luego -dijo Nick, sobresaltándose.

– Siento que os resultara difícil dar conmigo -dijo ella, dirigiendo una mirada apreciadora a su alrededor-. Mi familia tiene la peculiar idea de que necesito ser protegida.

– ¿Y no es verdad? -preguntó Nick.

– No -dijo ella, bebiendo champán con aire casi retador-. Desde luego que no. ¡Esto es maravilloso!

Nick pensó que ella sí que lo era.

– Lo mejor será que explique la situación sucintamente- dijo Erhard, sonriendo a Nick como si se diera cuenta de que estaba hechizado-. Rose, no sé hasta qué punto estás informada.

– La verdad es que sólo sé lo que contabas en la nota -dijo ella-. Creo que todo el pueblo se había puesto de acuerdo para que no pudieras hablar conmigo. De no haber sido por Ben, el cartero, un hombre íntegro, puede que nunca hubiera llegado a saber de vosotros.

– ¿Cómo es posible que temieran a Erhard? -preguntó Nick atónito.

– Mis suegros saben que tengo vínculos con la realeza -dijo ella-. A mi marido le gustaba bromear al respecto. Pero desde que murió, todo aquello que pudiera separarme de ellos les resultaba sospechoso. Supongo que al ver que Erhard hablaba con acento extranjero y tenía un porte elegante lo consideraron potencialmente peligroso. Mis suegros son conocidos en la comarca y tienen muchas influencias. Lo siento.

– No es culpa tuya -dijo Erhard con dulzura-. Y lo importante es que estás aquí, lo que significa que estás dispuesta a escucharme. Puede que suene increíble pero…

– Tú no sabes lo que significa esa palabra -dijo ella enigmáticamente-. Para mí, no hay nada increíble…

Erhard asintió. Parecía dispuesto a ser el que hablara y Nick no tenía nada que objetar. Así podía dedicarse a lo que le apetecía: mirarla.

– Como he dicho, no sé cuánto sabes -explicó el anciano-. A lo largo de esta semana he hablado con Nick, pero lo mejor será que empiece por el principio.

– Adelante -dijo Rose, dando otro sorbito al champán y sonriendo.

Cada vez que sonreía, Nick se quedaba boquiabierto. Era una sonrisa increíble.

Erhard lo miró con sorna. Era un hombre astuto. Cuanto mas lo conocía Nick, más le gustaba. Quizá debía apartar la mirada de Rose. Quizá su rostro reflejaba lo que estaba pensando. Pero… ¿por qué hacerlo? Dejar de mirarla sería un crimen.

– No sé si conocéis la historia de Alp de Montez -continuo Erhard, mirándolos alternativamente-, así que os haré un resumen. En el siglo XVI, un rey tuvo cinco hijos que crecieron enfrentados. Para evitar problemas entre ellos, el viejo rey dividió su territorio en cinco reinos y exigió que los cuatro menores se mantuvieran leales al primogénito. Sin embargo, el espíritu guerrero no suele dar lugar a un buen gobierno, y los príncipes y sus descendientes ¡levaron a sus reinos al borde del desastre.

– Pero dos de ellos empiezan a recuperarse -intervino Nick. Y Erhard asintió.

– Sí. Dos han adoptado un sistema democrático. De los otros, el que pasa por peor momento es Alp de Montez. El viejo príncipe, vuestro abuelo, dejó el poder en manos de un pequeño consejo. El jefe de ese consejo es Jacques St. Ivés, quien ha acumulado un poder absoluto a lo largo de los últimos años. Y el país está en una situación desesperada. Los impuestos son altísimos, la economía está al borde del colapso y miles de ciudadanos han tenido que emigrar.

– ¿Cuál es tu papel en todo esto? -preguntó Nick con curiosidad. Nada de lo que había oído le resultaba nuevo. Hacía unos años había viajado durante una semana por el país y lo que vio le había dejado espantado.

– Durante años fui el ayudante personal del viejo príncipe -dijo Erhard con melancolía-. Cuando enfermó, fui testigo de la acumulación de poder en manos de Jacques. Y luego, se produjeron una serie de misteriosas muertes.

– ¿Qué muertes? -preguntó Rose.

– Ha habido muchas -explicó Erhard-. El viejo príncipe murió el año pasado. Tenía cuatro hijos varones y una hija. Lo lógico sería que alguno de ellos le hubiera sucedido, pero, en orden de edad, Gilen murió joven en un accidente de esquí; Gottfried murió de una sobredosis a los diecinueve años. Keiffer murió alcoholizado, y su hijo, Konrad, en un accidente de tráfico, hace tan sólo dos semanas. Rose, tu padre, Eric, murió hace cuatro años; Zia, tu madre, Nick, y la más joven de los cuatro, también está muerta. Lo que deja tres nietos: las hijas de Eric, tú, Rose y tu hermana, Julianna, ocupáis el primero y el segundo lugar en la línea sucesoria. Tú, Nikolai, el tercero.

– ¿Sabías todo esto? -preguntó Nick a Rose. Ella sacudió la cabeza.

– Sabía que mi padre había muerto, pero no sabía nada de la línea sucesoria hasta que recibí la carta de Erhard. Mi madre y yo salimos de Alp de Montez cuando yo tenía quince años. ¿Tú has visitado el país?

– Fui a esquiar en una ocasión -dijo Nick.

– ¿Crees que eso te hace merecedor del trono? -bromeó Rose.

– Ésa es la idea -intervino Erhard, y Nick tuvo que dejar de mirar a Rose como un adolescente fascinado para concentrarse en lo que el viejo decía-. Necesitamos un soberano -siguió Erhard en tono solemne-. De acuerdo con la constitución de Alp, todo cambio debe ser aprobado por la corona. Para que el país se democratice, la corona ha de estar de acuerdo.

– Y supongo que ahí es donde entramos nosotros -dijo Rose-. Tu carta decía que me necesitabas.

– Y así es.

– Pero yo ni siquiera tengo sangre real. Eric no era mi verdadero padre -Rose se pasó la mano por el cabello. Seguro que lo recuerdas, Erhard. Después de llamar «zorra» a mi madre, Eric la expulsó del país.

– Pero viviste en él quince años. Y te fuiste para seguir a tu madre -dijo Erhard.

– No tenía otra opción -Rose se encogió de hombros-. Mi hermana, o mejor, mi hermanastra, quería «quedarse en el palacio, pero mi madre se había quedado sin nada. Ya entonces la relación entre mi hermana Julianna y yo estaba muy deteriorada. Mi hermana estaba celosa de mí y mí padre odiaba mi cabello pelirrojo. Bueno en realidad me odiaba a mí. Así que no hubiera tenido ningún sentido que me quedara atrás.

– Pero te consideró su hija hasta que tuviste quince años -dijo Erhard-. Es posible que intuyera que no eras suya, pero la gente sentía lástima por tu madre y te adoraba.

– Y mi abuelo quería que mi madre se quedara -dijo Rose-. A él no le importaba que yo fuera producto de escándalo. Sabía que su hijo era un donjuán y que el desliz de mi madre fue la consecuencia lógica de su soledad. Mi madre era una buena mujer en medio de una familia en la que escaseaba la bondad. Hasta que mi abuelo enfermó y perdió contacto con la realidad, mi padre no se atrevió a echarla.

– Y a dejarla sin ningún tipo de apoyo, ni personal ni económico -dijo Erhard.

– No nos importó -dijo Rose en tono altivo-. Conseguimos sobrevivir.

– Y tú dejaste el trono a disposición de Julianna.

– No -dijo Rose-. Mi madre y yo asumimos que lo heredaría Keifer, y luego Konrad. No podíamos adivinar que morirían jóvenes. Además, puesto que en realidad no soy verdaderamente noble…

– Claro que lo eres -dijo Erhard, vehementemente-. Naciste dentro de un matrimonio real.

– Soy pelirroja. Nadie de mi familia tiene el cabello rojo. Y mi madre reconoció que…

– Tu madre no dejó nada escrito.

– Pero el ADN…

– Si todas las familias reales europeas se sometieran a una prueba de ADN, tendrían un serio problema -dijo Erhard-. Tu madre se casó muy joven y tuvo un matrimonio sin amor, pero eso es algo habitual. Tus padres están muertos. No hay ninguna prueba.

– Julianna parece de la realeza.

– ¿Tú crees? -dijo Erhard sonriendo con picardía-. Tampoco hay ninguna prueba que lo demuestre, y nadie se atreverá a pedir una muestra de ADN. Así que la solución ha de venir por parte de la ley. De acuerdo a la jurisdicción internacional, los reinos de Alp de Montez constituyeron un comité de expertos imparciales para resolver eventualidades como la actual. Ellos deciden quién tiene derecho a heredar la corona. Como te dije en la carta, Rose, Julianna se ha casado con Jacques St. Ivés y ambos han presentado un argumento sólido para heredar. Dicen que, de vosotros tres, ella es la única que vive en el país y que, además, está casada con alguien que lo conoce a la perfección. Tú, Rose, te fuiste hace casi quince años y eso supone un grave obstáculo. El jurado votará a favor de Julianna a no ser que presentemos otra alternativa -Erhard guardó silencio como si no quisiera continuar. Pero todos sabían que debía hacerlo-. Rose, igual que hay dudas respecto a tu nacimiento también las hay respecto al de Julianna -dijo finalmente-, y el comité lo sabe. El matrimonio de tus no se caracterizó por la felicidad. Tú eres la primogénita, y tras vosotras dos viene Nikolai, cuya madre era de sangre real. Después de darle muchas vueltas, la única solución posible es que los dos os presentéis como uno. Juntos, podéis derrotar a Julianna. Una pareja formada por la primera y el tercero en la línea de sucesión tiene más derecho al trono que ella.

Al ver que Rose no parecía especialmente sorprendida, Nick dedujo que Erhard le había contado el plan por escrito. Rose miró el champán durante unos segundos.

– Un matrimonio de conveniencia… -dijo finalmente.

– Sí.

– Así lo entendí al leer la carta. Quizá si he venido es porque me gusta la idea de poder servir de ayuda, pero… -sonrió a Walter, que llegaba en aquel momento con sus platos, y asintió con vehemencia cuando el camarero le ofreció llenar su copa de vino-. ¿Estás seguro de que Julianna y Jacques serán malos gobernantes?

– Completamente -dijo Erhard.

– ¿No conoces a tu hermana? -preguntó Nick con curiosidad.

– De pequeñas nos llevábamos bien -dijo Rose con una leve tristeza-. Julianna era guapa, rubia y delgada, y yo tenía el pelo naranja y era regordeta. Pero a pesar de todo, el abuelo me quería y me mimaba. Me llamaba su pequeña princesa y Julianna no podía soportarlo. Tampoco mi padre. De hecho, yo misma acabé por odiarlo. Y cuando todo saltó por los aires, casi me alivió poder irme. Fui a vivir a Londres con mi madre, mi tía-abuela y sus seis gatos, y Julianna llegó a ser princesa -sonrió con melancolía-. Así que consiguió lo que tanto anhelaba, pero jamás contestó a mis cartas ni devolvió mis llamadas. Fue como si ella y mi padre nos borraran de sus vidas. ¿Y dices que se ha casado?

– Sí -contestó Erhard-, con Jacques, quien quiere hacerse con el poder.

– ¿Y cómo puedo estar segura de lo que dices respecto a sus intenciones?

– Porque yo puedo confirmarlo -intervino Nick-. He hecho averiguaciones a lo largo de esta semana y he descubierto que Alp de Montez pasa por una terrible crisis y que necesita un soberano para superarla. Ni Jacques ni el consejo que preside el país han mostrado el menor interés en gobernarlo democráticamente. Tampoco Julianna. La corrupción impera en todos los sectores.

– Oh -dijo Rose, abatida. Luego tragó y pareció hacer un esfuerzo para sacudirse la tristeza de encima-. ¡Qué comida tan deliciosa! -exclamó.

Realmente lo era. Nick había pedido lo mismo que ella, entrecot con patatas asadas de guarnición, y también eso era una novedad para él, que estaba acostumbrado a que las mujeres con las que salía eligieran ensalada o pescado a la plancha y se dejaran la mitad en el plato.

Rose atrapó la última patata de la fuente.

– Las damas primero -dijo con una enorme sonrisa.

Erhard rió divertido.

– Creo que hacéis una gran pareja.

Una voz interior alertó a Nick, advirtiéndole que aplacara sus hormonas y se concentrara con seriedad en el asunto que estaban tratando.

– Todavía no hemos tomado ninguna decisión -dijo precipitadamente-. Todo esto parece un cuento de hadas.

– Pero los tres creemos que es posible -dijo Erhard-. Si no, no estaríamos aquí. Rose está de acuerdo.

– Rose no se ha comprometido a nada -replicó Rose-. Solo he aceptado conocer a Nick.

– Y ahora que lo has conocido, has comprobado que me hace sonreír.

– ¿Porque le he robado la última patata? Eso no constituye una base sólida para un matrimonio.

– Pero sí lo es la inteligencia compartida -dijo Erhard con calma-. Y también compartís la compasión. Ahora que os he conocido, creo que el plan es perfectamente viable.

– ¿Y verdad no hay ninguna otra solución? -pregunto Nick con cautela, a pesar de que cada vez se sentía menos cauteloso. Desde que Erhard entró en su despacho había crecido en su interior una excitación que no conseguía aplacar. Inicialmente, había estado relacionada con la idea de intervenir en el porvenir de una nación. Pero llegado aquel momento, ¿por qué de pronto la idea de casarse le resultaba tan increíblemente tentadora?

– Aclaremos las cosas -continuó-. ¿Por qué no puede hacerlo Rose sola? Erhard asintió. Obviamente, tenía la respuesta preparada.

– Por el lado positivo, Rose es la primera en la línea sucesoria y, en el pasado, la gente la amaba -dijo-. La desventaja es que en cuanto el viejo príncipe se debilitó, Eric proclamó a los cuatro vientos que Rose no era hija suya. Rose dejó el país y no ha vuelto en todos estos años.

– ¿Y por qué no Julianna?

– Julianna tiene la ventaja de vivir en el país y el pueblo la conoce, pero no la ama. Desde luego, no quiere a su marido, y ella hace siempre lo que él dice. Además, las dudas que puede haber sobre Rose también le afectan.

– ¿Y no bastaría con Nick? -Pregunto Rose.

– Nadie lo conoce -dijo Erhard-. De hecho, yo lo he conocido la semana pasada. Sólo ha estado en el país de turista. El pueblo jamás lo aceptaría.

– Tal vez podría apoyar a Rose sin necesidad de que nos casáramos -se oyó decir Nick, aunque una voz interior le gritaba: «atrápala y huye con ella»-. Puesto que también estoy en la línea sucesoria aunque en un puesto más alejado, ¿no bastaría con que manifestara mi apoyo a sus aspiraciones?

– Si eso fuera suficiente, también serviría que lo hiciera el presidente del consejo -dijo Erhard-. Pero él apoya a Julianna, que es ciudadana del país y está casada con otro ciudadano. Rose era la favorita del pueblo en el pasado. La prensa la adoraba. Hacían constantes referencias a su naturalidad y a su simpatía, y destacaban que siempre se ocupaba se los animales desvalidos. Pero esa imagen de ella se ha desdibujado y el virulento ataque de su padre se interpone en su camino. Hace falta un golpe de efecto que tenga un gran impacto en la opinión de la gente. Y eso sólo lo conseguiremos con una boda.

– ¿Y tú? -Nick se volvió hacia Rose con expresión de desconcierto. Aquella mujer le resultaba un misterio indescifrable-. ¿Considerarías seriamente casarte para ganar un trono?

Rose dejó de sonreír y lo miró con frialdad.

– No me gusta que me describas como una cazafortunas.

– No he querido insinuar…

– Pues lo has hecho -dijo ella con firmeza-, así que será mejor que dejemos las cosas claras. La carta de Edgard me hizo reflexionar. Nunca me ha interesado jugar a la princesa coronada, ese era el papel de Julianna. Sin embargo, no se presentan muchas oportunidades en la vida de contribuir al bien público -sonrió a Walter que estaba retirando los platos, y pregunto-: ¿Los postres aun son tan delicioso como el resto de la comida?

– Por supuesto -respondió el camarero, devolviéndole la sonrisa.

– Quiero algo dulce y muy pegajoso.

– Estoy seguro de que lo encontraremos, señorita -Walter parecía hipnotizado por Rose y a Nick, que sentía algo parecido, no le extrañó.

– ¿Los señores tomarán lo mismo?

– Nick asintió automáticamente aunque no acostumbraba a tomar postre. ¿Qué le estaba pasando? Tenía que recobrar el juicio. Y cuanto antes mejor.

– No sé nada de ti -dijo a Rose en cuanto Walter se fue-. ¿Cómo puedes aceptar la idea de que nos casemos?

– ¿Tienes miedo? -preguntó ella-. No soy una asesina ni una maltratadora de maridos. ¿Y tú?

Nick no se molestó en contestar.

– Erhard me ha dicho que eres viuda -preguntó, en cambio.

– Sí -replicó ella en un tono que indicaba claramente que ése no era un tema del que estuviera dispuesta a hablar.

– No es un impedimento para la boda -intervino Erhard.

– La cuestión es que yo no quiero casarme -dijo Nick. O al menos jamás había considerado la posibilidad de hacerlo. Al menos, no hasta conocer a Rose.

– Ni yo -dijo ella-. Pero nadie dice que tengamos que permanecer casados, ¿verdad, Erhard?

– Claro que no -dijo éste-. La idea es que os caséis enseguida y que os presentemos en Alp de Montez como la alternativa a Julianna y Jacques. Bastará con que los dos permanezcáis en el país durante un mes. En cuanto la situación se calme, tú, Nick, podrás volver a Londres. Una vez se estabilice el nuevo gobierno, podréis divorciaros.

– ¿Y dependeríais de Rose para estabilizar las cosas?

– Tú eres abogado internacional -dijo Erhard-. Estoy seguro de que sabes que hay que atar muchos cabos.

Erhard tenía razón. Nick llevaba toda la semana pensando en ello. «La posibilidad de contribuir al bien público…».

Él siempre se había sentido extraño. Su madre, Zia, había abandonado Alp de Montez durante la adolescencia y había acabado en Australia, adicta a las drogas y embarazada de él. Hasta los ocho años, la vida de Nick había sido una constante lucha por la supervivencia, viviendo intermitentemente con su madre y en casas de adopción. Hasta que Ruby lo encontró y lo sacó de las calles de Sydney para incorporarlo a su tribu de niños adoptados. Ella le había dado seguridad, pero no había podido proporcionarle raíces.

La proposición de Erhard removía algo muy profundo en su interior. Le había hecho pensar en su madre y en cuánto le hubiera gustado saber que contribuía al bien de su país. Ella siempre había sentido nostalgia por Alp de Montez, pero su familia jamás la hubiera dejado volver. En aquel momento se le ofrecía la oportunidad de volver en nombre de su madre, con Rose a su lado.

El matrimonio no parecía tan mala idea cuando se pensaba en él por razones altruistas. Pero, ¿por qué querría una mujer como Rose casarse con un completo desconocido?

Eran primos.

No, ni siquiera eso. Rose era producto de la infidelidad de su tía «política».

Fuera cual fuera la relación familiar que los vinculaba había una certeza: era una mujer espectacular.

– ¿Y Julianna? -preguntó para seguir buscando objeciones-. ¿No podéis convencerla de que actúe correctamente?

– Se niega a hablar conmigo -dijo Erhard.

– ¿Y contigo? Después de todo, sois hermanastras -preguntó Nick a Rose.

– Me temo que no quiere hablar conmigo -dijo ella con tristeza.

– Así que no hay otra salida.

– Así parece -dijo Rose, sonriendo con melancolía.

Nick reflexionó unos segundos.

– Y decís que yo no tendría que permanecer en Alp Montez -dijo finalmente.

– Bastaría con un mes -dijo Erhard-. ¿Por qué no te lo planteas como unas vacaciones?

– Es una posibilidad -dijo Nick, pensativo. Unas vacaciones con aquella extraordinaria mujer…-. ¿Y tú cuánto tiempo tendrías que quedarte? ¿Qué harías con tu clínica?

Erhard respondió por Rose.

– Como mínimo, un año.

– Tendría que cerrar la clínica, pero eso, por distintas razones, no es lo que más me preocupa -dijo ella.

– Supongo que hacer de princesa durante un año puede resultar atractivo -bromeó Nick.

– Me estás insultando -dijo Rose, irritada. Y tenía motivos. «No se presentan muchas oportunidades en la vida de contribuir al bien público».

Rose miró a Nick con una fría indiferencia. Él estudió sus manos y vio que eran las manos de una mujer trabajadora, muy distintas a las suyas, propias de un abogado que sólo las utilizaba para firma documentos. Rose probablemente merecía un respiro.

Del otro lado del comedor llegaron los primeros acordes de una orquesta. Había una pequeña pista de baile y algunos comensales la ocuparon. Erhard se levantó.

– Disculpadme, pero no me siento muy bien. En seguida vengo -dijo. Y señalando a la pista, añadió-: Podrías bailar.

– Yo no… -dijo Nick, pero el anciano lo interrumpió.

– Mis fuentes dicen que sí. Y también Rose -dijo. Y fue hacia el servicio.

Rose lo miró con expresión preocupada.

– Es un hombre encantador. Espero que no…

– Creo que se ha marchado para dejarnos a solas. Rose sonrió, pero la inquietud no se borró de su mirada.

– No pareces una veterinaria de campo -dijo Nick observándola detenidamente.

– No me mires así. Puedo vestirme como quiera -dijo Rose, como si la hubiera mirado con desaprobación.

– Nadie lo niega.

– Mi marido me compró este vestido durante nuestra luna de miel -dijo ella en tono irritado.

Nick se tensó.

– Entonces, ponértelo significa algo.

– Así es.

– ¿Que estás disponible?

La mirada de Rose se endureció.

– No quiero casarme contigo -dijo, airada-. Eres…

Nick se arrepintió al instante de sus palabras y de haber herido a Rose con ellas.

– Lo siento -se disculpó-. No sé por qué lo he dicho. Creo que la situación es tan extraña que ya no sé que reglas rigen nuestro comportamiento, pero eso no es excusa. Lo siento.

El rostro de Rose se suavizó levemente.

– Sí, es todo muy extraño -bajó la mirada hacia el vestido y añadió en tono pensativo-. Este vestido ha estado guardado en un cajón en casa de mis suegros. Puede que en parte tengas razón, aunque lo que significa es que me siento libre, no que estoy disponible. No quiero lazos ni vínculos, ya he tenido bastantes. Quiero viajar, disfrutar de mi libertad.

– No creo que aceptar el trono de Alp de Montez sea muy liberador -dijo Nick, cauteloso.

– Todo depende de cómo sea la prisión de la que escape -dijo ella-. ¿Vas a sacarme a bailar?

– Yo… -¿Y por qué no?-. Sí.

Rose entrelazo su brazo con el de él y sonrió.

Era una excelente bailarina, ligera y fácil de llevar.


Nick había aprendido a bailar con Ruby. Con buena música y una buena pareja, era una embriagadora experiencia.

La música latina dio paso a un vals. Erhard no había vuelto y Nick estrechó a Rose contra sí, girando con ella sobre la pista, sintiendo como su cuerpo se amoldaba al de él mientras seguía a la perfección el ritmo de la música.

¿Qué estaba haciendo? Había metido aquel vestido en la maleta por un impulso, como si estuviera cometiendo una traición. Pero a medida que se incrementaba el llanto de su suegra y se multiplicaban los chantajes emocionales de su suegro usando el recuerdo de Max, la angustia había dado lugar al enfado, y la rabia le había dado fuerzas para tomar la decisión de marcharse.

Al llegar a su dormitorio, había abierto el cajón, había sacado el vestido y, sin pensarlo, había guardado en su lugar el retrato de Max que hasta ese momento ocupaba su mesilla de noche.

Después, había salido de la casa. Libre… aunque sintiéndose culpable.

Aun así no pensaba volver a Yorkshire. Nick estaba muy equivocado. No quería lazos, quería volar. De hecho, si alguien le hubiera dicho en aquel momento que la amaba, habría salido corriendo.

Pero estaba en brazos de aquel hombre. Y la sensación era maravillosa.

La carta de Erhard le había informado sobre Nick: un hombre solitario que se había hecho a sí mismo partiendo de una situación muy desfavorecida. Un hombre de extraordinaria inteligencia. Un exitoso abogado internacional, atractivo y encantador.

Casándose con él, no arriesgaba su independencia. Quizá era la mejor manera de conseguir la libertad. Quizá…

Cinco minutos más tarde, Erhard regresó a la mesa y los músicos hicieron un descanso.

– ¡Qué buenos bailarines! -comentó cuando la pareja llegó a la mesa-. ¿Habéis tomado una decisión?

Nick miró a Rose. Ella lo estaba observando fijamente. Había llegado el momento.

– Debemos confiar los unos en los otros -dijo Erhard.

– Yo estoy dispuesta a arriesgarme -dijo Rose súbitamente, como si ansiara salir del estancamiento al que habían llegado. Se volvió hacia Nick-. Si tú no participas, dilo ahora para que Erhard busque otra solución.

– No hay otra solución -dijo Erhard abatido.

Nick estaba desconcertado y sabía que no era sólo porque Rose acabara de acceder a casarse con él, sino por lo que le hacía sentir, por cómo se había sentido bailando con ella… Necesitaba darse una ducha fría y reflexionar.

– Me estáis poniendo entre la espada y la pared -dijo. Erhard negó con la cabeza.

– Eso es lo que queremos evitar; espadas.

– ¿Hablas en serio?

– Completamente -susurró Erhard.

– Estamos esperando, Nick -intervino Rose, mirando con preocupación a Erhard, que había palidecido-. ¿Contamos contigo o no?

– Tendría que informarme más.

– De acuerdo. Yo también he hecho mis averiguaciones -dijo ella-. Pero si llegas a la misma conclusión que yo, ¿estás dispuesto a intentarlo?

– ¿Estás pidiéndome en serio que me case contigo?

– Creía que era al revés.

– Es algo recíproco.

– Pero yo ya he dicho que sí y tú todavía no -dije Rose-. Venga, pídemelo, puede ser divertido.

– Yo no hago cosas por diversión.

– Yo tampoco -Rose pareció molestarse-, al menos desde hace varios años. Así que somos perfectamente compatibles. Yo estoy dispuesta a correr el riesgo. ¿Y tú? ¿Sí o no?

No era una espada lo que le hacía dudar, sino la posibilidad que se abría ante él de hacer algo importante por los demás.

Rose lo observaba con una expresión sosegada en su ojos grises. Esperaba su respuesta.

También esperaba Erhard. Dos personas en las que confiaba intuitivamente, querían embarcarse en una empresa conjunta por el bien común. ¿Qué otra cosa podía hacer?

– Sí -dijo al fin. Tras un tenso silencio, Erhard y Rose sonrieron.

– Pues ya está -dijo Rose-; propuesta aceptada. Estamos de enhorabuena… Y aquí llega el postre. ¿Podríamos beber un poco más de champán?

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