Capítulo 7

El coche se detuvo en el patio del palacio.

– ¡Había olvidado lo grande que era! -exclamó Rose, alzando la mirada hacia los torreones y la gran escalinata de mármol que ascendía hasta la puerta principal-. De pequeña, apenas dejaba el palacio, pero do recordaba…

La puerta del coche se abrió bruscamente. Alguien gritó:

– ¡Fuera! -una mano le asió el brazo y tiró de ella con tanta fuerza que Rose cayó al suelo.

En cuestión de segundos, Nick estaba a su lado, la ayudó a levantarse y empujó a los oficiales que los rodeaban. Pasó un brazo por encima de su hombro y se encaró a Jacques, que acababa de bajar de su coche y se aproximaba a ellos, seguido por Julianna.

– Como pongas un dedo sobre la princesa Rose, tendrás que responder ante la comunidad internacional -dijo con la firmeza propia de un abogado en un juicio. Luego alzó la voz y continuó-: La princesa Rose-Anitra y yo, Nikolai de Montez hemos sido escoltados al castillo imperial de Alp de Montez en contra de nuestra voluntad -elevó el volumen de su voz como si se dirigiera a una amplia audiencia-. Jacques y Julianna de Montez nos retienen. Están presentes. Ellos han dado la orden de que nos detengan.

Todos lo miraban desconcertados. Nick continuó:

– En cualquier momento me retirarán el teléfono móvil, así que no podré seguir transmitiendo, pero este mensaje ha quedado grabado. Blake, ya sabes lo que tienes que hacer.

Se produjo un tenso silencio que rompió Jacques con un grito de furia al darse cuenta de lo que Nick acababa de hacer. Dupeaux dio una orden y Nick fue cacheado hasta que encontraron su teléfono.

– Sigue transmitiendo -dijo Nick con sorna cuando Dupeaux se lo pasó a Jacques. Volvió a alzar la voz-: Acaban de usar la fuerza para quitármelo.

Jacques lo tiró al suelo y lo aplastó con el tacón.

– Supongo que ya no funciona -dijo Nick, sonriendo con sarcasmo al tiempo que estrechaba a Rose contra sí-. Pero todo lo que he dicho desde que llegamos al río, ha sido grabado por el bufete internacional Goodman, Stern y Haddock. Si Blake o mis numerosos amigos en las embajadas de Londres no tiene noticias mías pronto, sabrán dónde buscarme.

Jacques estaba furioso.

– Llevároslo -gritó, mirando al teléfono como si fuera un escorpión.

– ¿Julianna? -Rose se volvió hacia su hermanastra implorante. Julianna parecía paralizada por lo que estaba sucediendo. Rose quería creer que la grabación no era en realidad necesaria. Que su hermanastra nunca…

– Sois una amenaza para nosotros -susurró Julianna finalmente, pálida como un espectro.

– Y vosotros para este país -dijo Rose.

– Eso no es verdad. Jacques no haría nada malo.

– Deberías hacer algunas preguntas, Julia -dijo Rose girando la cabeza por encima del hombro para que su hermanastra la oyera mientras forcejeaba con unos soldados que la llevaban a rastras.

Después de atravesar varias puertas, los tiraron en una sala y cerraron la puerta a su espalda. El ruido del cerrojo reverberó en el corredor.

Rose miró a su alrededor con la respiración entrecortada por la ansiedad. Afortunadamente no era una mazmorra. Se trataba de una austera habitación encalada, con el suelo de cemento y sin ventanas. Había un par de camas pequeñas con mantas blancas, separadas por una alfombrilla. A través de una puerta que había en la pared opuesta, se veía un sencillo cuarto de baño.

Era un cuarto austero, pero al menos no era una cámara de tortura.

– ¡Y yo que creía que iba a ser una princesa! -bromeó Rose con voz temblorosa.

– Rose…

– No te preocupes. Sigue siendo mejor que Yorkshire.

Y no mentía. En cualquier caso, ya no podía volver. Había necesitado un imperativo moral para marcharse. Con aquel encierro, su retorno se hacía imposible debido a un imperativo físico.

Se acercó a la puerta y escuchó al tiempo que intentaba abrirla.

– Está cerrada con llave -dijo Nick, confirmando lo obvio.

– Era de esperar.

– Rose, ¿puedo abrazarte? -preguntó Nick súbitamente.

– Yo…

– Odio los espacios cerrados -confesó Nick-. Creo que sufro de claustrofobia.

– ¿De verdad? -preguntó ella con escepticismo.

– Necesito un abrazo -dijo Nick, y tomó a Rose en sus brazos.

Ella no creyó ni por un instante que fuera claustrofóbico, y asumió que era la excusa que había inventado porque creía que era ella quien necesitaba consuelo.

Y tenía razón. Sentía mucho miedo. Y, para colme temía por Hoppy.

Se dejó abrazar por Nick. Empezaba a resultar un hábito al que sabía que podría acostumbrarse sin ninguna dificultad. Los abrazos de Nick ahuyentaban el miedo. Trasmitía una fuerza y un poder que lo hacían irresistible. No era difícil imaginar por qué las mujeres se volvían locas por él. Y ella, por más que fingiera ser valiente, había sentido pánico al ver la expresión del rostro de Jacques.

Y porque estaba prisionera.

Y porque había perdido a Hoppy. Se apretó contra Nick y él le acarició el cabello.

– Tranquila, Rose, tranquila. Saldremos pronto de aquí, ya lo verás.

– Se supone que eres tú el que está asustado -dijo ella. Pero no se separó de él.

– Alguien cuidará de Hoppy -susurró él. Y Rose se tensó.

– Soy veterinaria -musitó contra el hombro de Nick -y no debería sentirme tan unida a un animal, pero no puedo evitarlo.

– Si no te importara tanto, no serías tú -dijo Nick-. ¿Tenías que quedarte tanto tiempo con tu familia política?

Rose frunció el ceño. Sin levantar la cabeza del hombro de Nick, dijo:

– ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? -y percibió que Nick sonreía.

– Nada. Pero ya que estamos encarcelados, ¿por qué no ocupar el tiempo charlando? -a continuación adoptó un tono más serio y añadió-. Además, estás salvándome de la claustrofobia.

– No es verdad que seas claustrofóbico.

– Suéltame y ya verás cómo me pongo. ¿Quieres ver a un adulto comportarse como un animal enjaulado? Rose sonrió y alzó la mirada. Un mechón de cabello caía sobre la frente de Nick. Parecía ansioso. Sin embargo, en el fondo de sus ojos se veía un brillo malicioso que no tenía nada que ver con la ansiedad. Nick era peligroso. Todavía más que la situación en la que se encontraban.

– Pues vas a tener que reaccionar -dijo. Y se separó de él para ir a sentarse en una de las camas. En lugar de colchón había una dura tabla de madera-. ¡Ay! -gritó de dolor-. No tienen colchón -al ver que Nick hacía ademán de sentarse a su lado, alargó el brazo para impedírselo-. Vete a tu cama.

– Eso no es divertido -dijo Nick, pero obedeció. Luego, mirándola con picardía, añadió-: Así no se me va a pasar la claustrofobia.

– Deja de decir que eres claustrofóbico -dijo Rose.

– Ése no es el mejor tratamiento para un enfermo. Distraerme, en cambio, siempre funciona.

– ¿Cuánto tiempo crees que nos retendrán? -preguntó Rose, cambiando de tema.

Nick se encogió de hombros.

– No tengo ni idea, Rose -dijo, poniéndose serio-. Pero hemos hecho lo que hemos podido. Hemos explicado nuestro propósito a la gente del pueblo. Puede que eso baste. Según Erhard, este país lleva tanto tiempo sometido, que es un polvorín a punto de estallar.

– Puede que con nosotros dentro.

– No. Nosotros somos la alternativa a la explosión. El pueblo no quiere la anarquía o se habría sublevado hace tiempo. Con nosotros, pueden conseguir una transición pacífica. Les bastaría con exigir que se aplicara la ley.

– ¿Y cómo van a conseguirlo? ¿Pidiéndole amablemente a Jacques y Julianna que nos entreguen el poder?

– No tengo ni idea.

– Te has metido en esto tan impulsivamente come yo.

– En parte sí. Pero con el apoyo de mis socios y de mi hermano.

– ¿Tu hermano? -preguntó Rose, desconcertada.

– Tengo seis hermanastros -explicó Nick-. Uno de ellos, Blake, es también mi socio en el bufete. Es él quien estaba grabando el mensaje. Cuando me marché dijo: «Si temes algo, llama y grabaré el mensaje». Y eso es lo que he hecho. Todo lo que hemos dicho desde que aterrizamos ha sido grabado.

– Así que Blake vendrá a rescatarnos con las fuerzas aéreas.

– No creo que sea necesario.

– ¿Estás seguro?

– No -admitió Nick.

– Y supongo que Blake no tiene un ejército.

– Me temo que no.

– Y mi perro está vagando por ahí, solo.

– Seguro que no.

– Voy a intentar dormirme -dijo Rose, abatida-. Esta conversación no conduce a nada.

– ¿Podrás dormir?

– Es casi medianoche -dijo Rose-. No creo que vayan a ser tan amables como para traer nuestro equipaje -bromeó.

– Lo dudo.

Rose suspiró resignada, pero de pronto se animó,

– ¡Qué suerte tengo!

– ¿Suerte? -Nick la miró sorprendido.

Rose rebuscó en el bolsillo de su trenca y con gesto triunfal sacó un viejo cepillo de dientes y un tubo medio gastado de dentífrico.

– Seguro que los grandes abogados no lleváis este material en el bolsillo -dijo con chulería.

– No. ¿Y tú por qué lo llevas?

– Porque a menudo tengo que pasar la noche en una granja perdida mientras espero que nazca un ternero, o porque estoy muy lejos de casa -Rose sonrió-. Te dejo la pasta, pero el cepillo no te lo dejaría ni aunque fueras mi marido, lo que, por otro lado, cada vez parece más improbable.

Se levantó y, sonriente, fue al cuarto de baño.


Rose durmió como un tronco. Nick no salía de su asombro. Para él, poder cerrar los ojos y dormir era una bendición de la que sólo disfrutaba excepcionalmente.

Ya de pequeño le costaba dormir. Quizá porque durante las noches su madre a veces desaparecía.

– La pobre no era más que una niña asustada -solía decirle Ruby-. Ella también tenía pesadillas, como tú.

No le dejaron crecer. Pero tú y yo vamos a encontré una manera de superar tus malos sueños.

Ruby era una mujer muy sabia. Lo mejor que le había pasado en la vida. A él y a sus seis hermanastros.

Era lo bastante inteligente como para saber que nunca escaparía de sus pesadillas, pero que podía aprender a ignorarlas.

Así que, recordando alguno de los consejos de Ruby, Nick no se empeñó en dormir, sino que permaneció echado, mirando al techo, dejando vagar sus pensamientos.

Por la ranura que había debajo de la puerta se colaba suficiente luz como para poder vislumbrar a Rose.

Era una mujer valiente. Y solitaria. Además de extremadamente práctica, acostumbrada a seguir adelante a pesar del dolor.

Acababa de perder a su perro. Nick sabía cuánto significaba para ella y, sin embargo, ni había derramado una sola lágrima ni se había desesperado. Él la había observado cuando hablaba de Hoppy, había percibido cuánto sufría, cuánto deseaba salir a buscarle Pero en medio de su tristeza, era capaz de aceptar la realidad y darse cuenta de que desesperarse no condecía a nada. Por eso había decidido dormir.

Era una mujer única, excepcional. Como Ruby.

Ruby la adoraría. Y a ese pensamiento se unió el de que quizá debía haberle contado lo que iba a hacer en lugar de limitarse a decir que se casaba por cuestiones políticas. Ruby había reaccionado espantada porque para ella era fundamental que sus hijos encontraran el amor.

Quizá, como de costumbre, Ruby era más lista que él, porque lo que sentía por Rose no tenía nada de «político».

Pasó una hora. Dos. Hacía frío. Sólo tenían una manta cada uno. Cada vez hacía más frío.

– Tengo frío -dijo Rose súbitamente.

Y Nick se incorporó de un salto.

– Creía que dormías.

– Y así era. Pero me he despertado. Una manta no es bastante.

– Tienes la trenca.

– Y gracias a ella tengo el cuerpo caliente. Pero tengo las piernas heladas. ¿Sólo tienes una manta?

– Sí.

– ¿Puedo confiar en ti si te pido que compartas mi cama?

Nick se quedó boquiabierto.

– ¿Quieres que durmamos juntos?

– En el sentido literal, sí.

– O sea que me invitas a dormir… dormir.

– Exactamente. O lo tomas o lo dejas. Sólo se recibe una oferta así en la vida.

– Sería una grosería rechazar a una dama -dijo Nick. Y unos segundos más tarde, extendía la manta sobre Rose y se metía debajo junto a ella.

– Tengo otra sugerencia -dijo Rose antes de que se acomodara.

– ¿Cuál?

– Si yo pongo mi trenca encima de nuestros pies, tú podrías poner la cazadora del chofer extendida sobre la parte de arriba -dijo Rose-. Como ves, soy extremadamente magnánima -añadió, bromeando con fingida solemnidad-. Podría no ofrecer la trenca.

Nick rió.

Tardaron un par de minutos en organizar la cama. Finalmente, se acostaron. La cama era tan estrecha que tenían que permanecer pegados el uno al otro. Sus hombros se rozaban y Nick se quedó inmóvil, en tensión.

– Esto es ridículo -dijo Rose al cabo de un rato. Así no vamos a pegar ojo.

– ¿Qué quieres que hagamos?

– Relajarnos. Si nos ponemos de costado hacia el mismo lado, tú podrías amoldarte a mi cuerpo y darme calor. Soy viuda y sé lo que me digo.

– Supongo que tienes razón -dijo Nick, titubeante, mientras intentaba convencerse de que a pesar de todo la relación podía mantenerse en un plano meramente platónico.

– Y aunque tú no seas viudo, estoy segura de que sabes que se puede compartir una cama sin mantener relaciones -dijo Rose-. Así que relájate.

– A sus órdenes, señora.

– Así me gusta -dijo Rose. Y Nick intuyó que sonreía.

Rose se giró de costado y Nick la imitó. Ella se deslizó hacia atrás, hasta que sus cuerpos se amoldaron. Automáticamente, Nick pasó el brazo sobre su cintura y Rose se tensó por un instante, antes de volver a relajarse.

– ¿Ves qué bien estamos? -dijo-. Y ahora, a dormir. A no ser que temas que nos fusilen al amanecer. Pero los dos sabemos que Blake lo impedirá, ¿verdad?

– Sí, claro -balbuceó Nick.

– Entonces no hay de qué preocuparse. Excepto de Hoppy, y no podemos buscarlo hasta que nos liberen Así que: a dormir.

– Sí, señora.

Y, asombrosamente, Nick durmió varias horas.

Cuando despertó, Rose seguía arrebujada contra él, y él mantenía el brazo sobre su cintura.

Miró el reloj procurando no despertarla. Era la primera vez en su vida que pasaba la noche así con una mujer. Con Rose todo era diferente. Era distinta, increíble, y tenía la extraña sensación de que… formaba parte de él.

Ese pensamiento lo sobresaltó. Todo había comenzado la primera noche, al conocerla. Y había alcanzado su punto álgido el día anterior, al verla relacionarse con la gente con una intuición y una empatía que no había visto jamás en nadie a lo largo de toda su experiencia profesional.

Además, había mostrado una valentía excepcional, obligándose a presentar una fachada animada y valerosa, riendo siempre que podía, negándose a ser intimidada, analizando las circunstancias sin perder el optimismo.

Rose se removió levemente y Nick estrechó su abrazo. Aquella mujer era su prometida… Y ese pensamiento lo llenaba de incredulidad. Sería su esposa, aunque sólo fuera sobre el papel.

Pero las cosas habían cambiado radicalmente respecto a los planes iniciales. O quizá era él quien había cambiado en su interior.

¿Se habría enamorado?

La mera sospecha de que ésos fueran sus sentimientos, lo sobrecogió. En ese momento, percibió que Rose se despertaba.

– ¿Qué hora es? -preguntó ella en un susurro.

– Las siete.

– ¿Crees que nos darán algo de comer?

Como si la hubieran oído, se abrió la puerta, alguien puso una bandeja en el suelo, la empujó, y cerró de nuevo.

– Se ve que sí -bromeó Nick al tiempo que, a su pesar, se separaba de Rose para sentarse.

– Quita esa cara -dijo Rose súbitamente, adoptando una actitud práctica a la vez que se levantaba.

– ¿Qué cara?

– No sé, pero estás pensando algo que prefiero no saber -dijo ella con brusquedad-. Me pido ser la primera en ir al baño. ¡No se te ocurra comer todas las tostadas!

No había tostadas. Sólo cereales, leche, agua templada y café instantáneo.

– Esto no tiene nada que ver con la imagen que me había hecho de ser princesa -masculló Rose-. Ha llegado el momento de que te diga que si no tomo un buen café me vuelvo un monstruo.

– A mí me pasa lo mismo -dijo Nick.

– ¿Y qué hacemos ahora? -preguntó Rose tras tomarse un café con una mueca de asco.

– Esperar.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿Veinte años?

– Pues espero que nos den una baraja de cartas -dijo Rose imperturbable-. Si no, escribiré una carta a las Naciones Unidas.

Nick sonrió. Se sentaron a esperar.


Si alguien le hubiera dicho a Rose que iba a contarle su vida a un hombre al que apenas conocía, le habría dicho que estaba loco. Completamente majareta. Era extremadamente reservada. Hasta a Max le había costado que le proporcionara información sobre su pasado. Y luego, se había arrepentido de hacerlo. Max había compartido su intimidad con su familia, y ésta con toda la comunidad. Y con ello, la resistencia de Rose a hablar de sí misma se había multiplicado exponencialmente.

Pero en aquel momento, parecía haber abierto las compuertas. Trató de convencerse de que lo hacía precisamente porque nada la vinculaba a Nick. Él sólo hacía preguntas por cortesía, para entretener el tiempo; y ella respondía porque no quería pensar en el presente.

Pero en el fondo sabía que eso no era verdad. Sí quería compartir su pasado con Nick. Sus vidas parecían haber transcurrido en paralelo. Los dos tenían infancias desgraciadas y habían aprendido a ser independientes. Y quizá ello había contribuido a que tuvieran aficiones similares.

– ¿Juegas al tenis? -preguntó Nick.

– No, pero me encanta el jockey, aunque soy malísima. De hecho, todavía juego.

– ¿De verdad? Yo jugaba en la universidad.

– ¿De delantero?

– De delantero centro. ¿Y tú?

– De lateral derecho -dijo Rose-. Golpeo con fuerza hacia la izquierda.

– Si tuviéramos un par de palos, podríamos jugar.

– Si nos quedamos aquí mucho tiempo, acabaremos jugando con las patas de la cama. Entretanto, ¿cuál es tu helado favorito?

– El de chocolate.

– ¿Con chips?

– No. Chocolate sin leche y sin trocitos que desvirtúen el sabor original.

– Ummm -exclamó Rose, sintiendo hambre súbitamente-. ¿Cuándo crees que nos darán de comer?

– Dudo mucho que nos den helado. ¿Te gusta nadar?

– Doy cinco brazadas y me ahogo. En el palacio nunca hubo piscina. Quizá la haya ahora. ¿Tú?

– En la casa de mi madre adoptiva, a las afueras de Sydney, había un embalse en el prado trasero. Ruby no nos dejaba ir al prado si no sabíamos nadar.

– ¿Ella te enseñó?

– Ruby me enseñó todo lo que sé.

– ¡Qué afortunado!

– ¿Por tener una madre adoptiva?

– Bueno…, perdona. ¡Qué comentario tan estúpido!

– No te preocupes, O sí, porque ¿qué vas a hacer cuando vivamos en este lujoso palacio con una piscina olímpica?

– Me compraré unos manguitos y prohibiremos la entrada a los fotógrafos. Nick, ¿qué crees que está sucediendo ahí fuera?

– No lo sé.

Aunque ninguno de los dos lo había mencionado, hacía rato que se oían ruidos de fondo. No se trataba tanto de ruidos aislados como de un murmulla creciente. En los últimos minutos, se había acercado lo bastante como para que se pudieran distinguir algunas voces.

– Hace rato que ha pasado la hora de comer -dijo Rose, nerviosa-. Quizá deberíamos quejarnos.

– Lo mejor será que no hagamos nada -dijo Nick-. Tengo la impresión de que el encargado de darnos de comer está ocupado.

Escucharon en silencio. Los gritos se intensificaron.

– ¿Qué tal cantas? -preguntó Nick. Pero Rose pensó que los gritos eran demasiado estridentes como para poder ignorarlos cantando. Eran cada vez más altos. Y más cercanos.

– ¿Te das cuenta de que si se trata de una revolución, el método más habitual de librarse de los monarcas es la decapitación? -susurró.

– Eso no sucede desde la de Rusia -dijo Nick-. Piensa en las revistas del corazón. Están llenas de príncipes y princesas destronados a los que nadie ha cortado el cuello.

– Nick…

– Lo sé -Nick se acercó a la puerta y pegó la oreja, esforzándose por distinguir algo entre el ruido general.

– Nick -volvió a decir Rose. ¿Cómo era posible que la situación hubiese llegado a aquel extremo? ¿Qué había pasado con su aventura? ¿Dónde estaba su hermanastra? ¿Y Hoppy?

Nick se acercó a ella y la abrazó.

– Estamos juntos -susurró.

Rose se sintió mejor al instante. Cada vez que estaba en brazos de Nick tenía la sensación de poder enfrentarse a cualquier cosa. Pero eso mismo le daba otro motivo de temor. Temía depender de Nick. Después de todo, era un hombre de negocios adinerado, que había accedido a casarse con ella por conveniencia.

¿Cómo había llegado a aquel punto? Cualquier otra persona habría escuchado la propuesta de Erhard y habría salido huyendo. Ella, en cambio, había abandonado su casa y había cruzado Europa para reclamar un trono e implicarse en una lucha por el poder en la que ni siquiera conocía a los contendientes. Y aunque había intuido que se trataba de una misión más arriesgada que la descripción que Erhard hacía de ella, nada la había intimidado.

Pero lo que más la asustaba de todo era que en lugar de estar aterrada por lo que sonaba como una multitud asediando el castillo, bastaba con que Nick la abrazara para recuperar la calma. Prefería ser derrotada luchando junto a él que tener una vida apacible en Yorkshire, aplastada por el recuerdo de Max.

– Estamos juntos -susurró Nick de nuevo.

Y Rose pensó que la sujetaba como si la amara.

Como si la amará…

Súbitamente pensó, horrorizada, que no tenía sentido romper una cadenas para dejarse atar por otras. Se había jurado no volver a caer en una trampa emocional. Nunca.

Pero en aquel instante carecía del coraje necesario para separarse Nick. Así que siguió abrazada a él mientras el ruido exterior se convertía en un rugido atronador. El sonido de unos disparos la hizo apretarse aún más a Nick.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué pasaba fuera de su celda?

Los disparos cesaron tan abruptamente como habían comenzado. A continuación, se produjo un silencio sepulcral y, súbitamente, se oyeron vítores de alegría. Poco a poco, los gritos fueron enmudeciendo y fueron sustituidos por ruidos de confusión, gritos que se aproximaban.

Rose ya no pensaba en razones para separarse de Nick. Se oían gritos de júbilo. ¿Júbilo? ¿Por qué? Nick y Rose mantenían la vista fija en el cerrojo. Los minutos pasaban.

Y de pronto, llegó un grito desde el otro lado de la puerta, seguido de otros y del ruido del cerrojo abriéndose.

La puerta se abrió de par en par y en el umbral apareció una multitud. Delante del grupo, estaba la reportera que habían conocido el día anterior. A su lado, el fotógrafo. Y abriéndose paso a codazos, el niño del collie. Llevaba a Hoppy en brazos. Rose lo miró con ojos desorbitadamente abiertos.

– ¡Hoppy! -exclamó con una sonrisa de oreja a oreja. Y abrió los brazos-. Hoppy. ¡Ya sabía yo que me rescataría un perro!

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